30. SÓLO LOS POBRES HABLAN MAL DE LA TRATA

Comentario durante una comida en La Habana, hacia 1830, según una carta de Domingo del Monte.

Cuando estábamos en el barracón, la gente del lugar decía que la causa de que no saliéramos… era que los españoles decían que los barcos de guerra pertenecientes a los ingleses nos impedían ir al país de los españoles.

JAMES CAMPBELL, esclavo manumitido,
albañil en Sierra Leona, ante el Comité Hutt
de la Cámara de los Comunes, en 1848

En la cuarta década del XIX cuatro importantes sociedades americanas dependían de los esclavos negros: las del imperio del café brasileño y de la colonia azucarera cubana, cuya dependencia del trabajo esclavo era absoluta y donde la esclavitud misma duró todavía tres generaciones, hasta poco antes del último decenio del siglo (Puerto Rico debe considerarse como parte de Cuba, en este sentido, aunque su riqueza era mucho menor); en tercer lugar, la región algodonera del sur de Estados Unidos, que participaba poco en la trata atlántica, aunque fuera esencial para ella su población esclava, y finalmente la de las Indias occidentales británicas y francesas, donde la trata había terminado en 1808 y 1831 respectivamente, y donde la esclavitud misma desapareció en 1838 en las islas Británicas y en 1848 en las Indias occidentales francesas, y donde la supremacía azucarera de antaño estaba en rápida decadencia.

De estas sociedades esclavistas, la brasileña, cuya larga historia de dependencia de África se remontaba a mediados del siglo XVI, debe ponerse en primer lugar. Durante dos años, después de 1831, cuando se abolió la trata oficialmente, fueron pocos los africanos importados, debido a las cuantiosas importaciones realizadas cuando los plantadores temieron que la esclavitud terminaría pronto y para siempre. Pero luego, a mediados de la cuarta década, aumentó la trata y se reorganizó ilegalmente, para servir las plantaciones de algodón, que estaban estancadas, y las de caña, especialmente las nuevas cerca de Río, Minas Gerais, São Paulo y, sobre todo, del valle del río Paraíba. El café era el gran nuevo producto brasileño; llevado a Pará en el norte ya en 1727, hacia 1830 era la cosecha esclavista dominante. Se necesitaba a los esclavos —o al menos se les usaba— para desbrozar y abrir nuevas plantaciones, cultivar los cafetales y cosechar el grano.

Algunas de estas plantaciones de calé eran resultado de inversiones de nuevos inmigrantes europeos. En ellas les esperaba a los esclavos un trabajo más duro que el doméstico de los de Río o hasta en las viejas plantaciones de caña, donde, como en Soledada, en Minas Gerais, a lo mejor se ordenaba a un esclavo que formara parte de la orquesta tocando el clarinete o el violín.

La transición de la trata legal a la ilegal resultó curiosa. Un brasileño del XIX escribía que «se acercaba la fecha del fin de la trata y entonces los plantadores y toda la población vieron que no se adoptaban medidas preventivas, y los tratantes, por consiguiente, quisieron aprovechar el tiempo que les quedaba y llenaron sus barcos una y otra vez con inmensos cargamentos de esclavos».[811] La idea de continuar con la trata de este modo medio subrepticio desagradaba a algunos anglófilos, entre ellos la familia real, pero la mayoría de los funcionarios del nuevo país y todos los mercaderes recordaban que Gran Bretaña había sido hasta hacía poco el rey de la trata, y sabían que muchos de los tratantes británicos que se acababan de instalar en Río simpatizaban con ellos. De hecho, siguió existiendo colaboración entre los tratantes y los hombres de negocios británicos, que a menudo, incluso ahora, proporcionaban lo que sabían que se emplearía como «mercancía de intercambio» para obtener esclavos en África. Había también en Río de Janeiro mercaderes ingleses que se naturalizaron brasileños. De modo que los terribles almacenes de esclavos de la ciudad aumentaron su clientela y lo mismo sucedió con el cementerio del cercano hospital de la Misericordia.

En esos años, parece que la mayoría de los esclavos brasileños procedía del territorio ahora prohibido de Dahomey o de Lagos, al norte del Ecuador, a pesar de la presencia en él de la armada británica; según el cónsul inglés en Bahía, William Pennell, eran las tres cuartas partes, porque, decía su colega de Maranhão Robert Hesketh, los esclavos del norte (Dahomey, Benin, Bonny) «están acostumbrados a trabajar duro en su país». De todos modos, Río siguió siendo un buen cliente para los esclavos de Angola, especialmente de Benguela.

La nueva trata presentaba algunos interesantes procedimientos nuevos. Por ejemplo, estaba el truco de enviar dos buques a África, uno lento y viejo, con la mercancía y tal vez algo de dinero, que los tratantes intercambiaban por esclavos; el otro (o dos o tres otros), pequeño y rápido, bien equipado para transportar los esclavos reunidos de antemano en África a fin de evitar cualquier demora entre la llegada y la partida, como siempre ocurría en el pasado, hasta el punto de que la estancia en un puerto africano podía ser cosa de sólo unas horas.

Otra técnica consistía en descargarla mercancía y luego preparar el viaje de regreso con algunos esclavos sin valor exhibidos ostensiblemente. Esto, esperaban los tratantes, atraería a los navíos de la armada británica que patrullaban por aquellas aguas, suponiendo que podrían atrapar al malhechor con las manos en la masa. Pero el capitán regresaba rápidamente al lugar donde estaban reunidos los buenos esclavos.

También la recepción de esclavos en Brasil era diferente en el siglo XIX de lo que fuera en el siglo anterior. Río seguía siendo el puerto más importante, pero Bahía declinaba y su lugar lo ocupaban Pernambuco, Maranhão y Para. Los buques salían de Río con ostensibles cargamentos de ron o tabaco para el comercio legal con África o con otro puerto brasileño, pero regresaban con cargamentos ilegales de negros. Estos esclavos boçal se retenían en campamentos donde se intentaba enseñarles portugués de manera que se les pudiera vender junto con ladinos ya aclimatados y con crioulos criados en el lugar, pero, según un viajero, «una y otra vez he visto a rebaños de esclavos de ambos sexos que no hablan ni palabra de portugués… de veinte a cien individuos… llevar a pie al interior para su venta».[812]

Hacía tiempo ya que Río, como Bahía, era un puerto que recibía esclavos y que, además, los necesitaba. El tratante más destacado en la tercera década del XIX en el primero de estos hermosos puertos era Joaquim Antonio Rio Ferreira, que debió de llevar unos quince mil esclavos a través del Atlántico meridional, entre 1825 y 1830. Lo seguía de cerca Joaquim Ferreira dos Santos. Otros de la misma ciudad que llevaron cada uno no menos de cinco mil esclavos en aquellos años de febril actividad eran Miguel Ferreira Gomes, João Alves da Silva Porto (especialista en esclavos de Mozambique), Lourenço Antonio do Regó y Antonio José Meirelles. Eran todos mercaderes importantes con sus propias mercancías, además de esclavos, y no meramente representantes de tratantes angoleños, como solía ser, respecto a los esclavos, en el siglo XVIII.

En el cuarto decenio del XIX, cuando la trata fue declarada oficialmente ilegal, los barcos ya no iban directamente a los puertos de Río o Bahía para desembarcar sus cargamentos humanos en el centro de la ciudad. Lo hacían fuera de ella, y los esclavos debían soportar a menudo una dura caminata —tal vez de hasta ochenta kilómetros— hacia los mercados; para prepararlos para la venta ya no se les almacenaba en las viejas calles de la trata, como la rua do Valongo, sino en nuevos almacenes en la rua da Quitada, la fortaleza de São João o la Ponta do Cajú. Por muy desagradables que hubiesen sido los de Valongo, no se los podía comparar con la dureza de estos nuevos almacenes improvisados. Pese a que se había introducido la vacuna contra la viruela, las muertes eran frecuentes y parece que el hospital de la Santa Casa da Misericordia enterraba de setecientos a ochocientos todos los meses, en los años de 1830 y tantos. Tenían, pues, cierta razón quienes dijeron que al declararse ilegal la trata brasileña se crearían condiciones peores que antes.

Otro cambio fue que los compradores de las plantaciones de café del siglo XIX preferían los esclavos jóvenes a los hombres y mujeres hechos. Las estadísticas que sobreviven sugieren que entre los dos tercios y los tres cuartos eran muchachos.

Como en el pasado, muchos cautivos se vendían en subasta. Un viajero norteamericano, Thomas Ewbank, recordaba una tienda en la esquina de Ourives y Ouvridor, que encontró llena de «quesos, relojes yanquis, utensilios de cocina, vajillas, libros viejos, zapatos, pepinillos, etc.». Estas cosas se vendían todos los días, pero una o dos veces por semana se vendían también esclavos. Una vez Ewbank vio a ochenta y nueve personas en venta. Vio al subastador de negras patillas, «lanzando un chorro de palabras, con un martillo en la mano derecha y el índice de la izquierda señalando a un chico de plantación que estaba confuso a su lado. [El esclavo] llevaba una camisa de lona, con las mangas hasta los codos y pantalones de lo mismo, cuyas perneras le hacían enrollar hasta las rodillas. Un pujador se acercó, examinó sus miembros inferiores, luego la boca, el pecho y otras partes. Le ordenó que fuera hacia la puerta y regresara para ver cómo caminaba. Al volver cayó el martillo…».[813] Hacia 1830 un clérigo inglés, Robert Walsh, contempló una escena similar: «Se hacía caminar a distintas velocidades a los esclavos, tanto hombres como mujeres, y se les tanteaba como he visto que los carniceros tantean un carnero. De vez en cuando les daban latigazos, para hacerlos saltar y demostrar que eran ágiles de piernas, y les hacían gritar y chillar, para que sus compradores se convencieran de que sus pulmones eran sanos». Estas subastas eran legales, pues nadie ponía en entredicho la trata dentro del país, y los funcionarios no solían preguntar por la procedencia de las personas que se vendían.

La trata ilegal al Brasil la iniciaron, al parecer, mercaderes portugueses, como José María Lisboa, que en 1830 comenzó a emplear viejos barcos que eran destruidos tan pronto como se desembarcaban los esclavos. Aun así, las ganancias de estos tratantes parecen haber sido mucho mayores que las que se obtenían en el siglo XVIII, como se explica en el capítulo treinta y tres. Lisboa compraba esclavos en África pagando entre veinte mil y treinta mil réis por cabeza, y los vendía en Río por hasta diez veces estas sumas. Otro portugués que supo aprovechar las nuevas oportunidades fue José Bernardino de Sá, que se mostraba puntilloso en usar siempre mercancías inglesas, especialmente tejidos de algodón para su comercio y que figuraba entre quienes establecieron el sistema de permitir el pago a plazos por los esclavos que vendía. Pero el tratante que llevó a cabo la mayoría de los cambios necesarios en la nueva era fue José de Cerqueira Lima, nacido en Portugal, y que en 1830 ya era propietario de un lujoso palacio en el Corredor da Victoria, en Bahía, que antes de la independencia de Brasil en 1821 había sido la residencia del gobernador de la provincia, y que hoy alberga la Secretaría de Educación y Salud Pública de Bahía. Se había adaptado este edificio para que comunicara, por un pasillo subterráneo, con la playa donde se desembarcaban los nuevos esclavos a su llegada a la costa. Cerqueira era también conocido por la diversidad de sus negocios tanto como por su espléndido modo de vida.

El mejor buque de Cerqueira, el Carlota, por el nombre de su hermosa esposa, hizo cuando menos nueve viajes a África en la tercera década del XIX. El hecho de que varios de sus barcos fuesen capturados y conducidos a Sierra Leona (el Cerqueira en 1824, el Independencia, el Bahía y hasta el Carlota en 1827, así como el Golfinho en 1839) no afectó a su posición social en Bahía.

Casi tan importantes, durante esta época de trata ilegal en Bahía, eran João Cardozo dos Santos, dueño y capitán del rápido Henriquetta, Domingo Gómez Bello, Antonio Pedrozo de Albuquerque y por último Joaquim Pereira Marinho, un gran señor al que en Portugal nombraron barón, vizconde y finalmente conde. Este último se interesaba por la venta de carne en salazón, además de esclavos, y fue uno de los directores del ferrocarril Joazeiro y del nuevo Banco de Bahía. Tuvo a su cargo casi la mitad de los viajes negreros de su ciudad entre 1842 y 1851, mandó cuando menos treinta y seis viajes a África en busca de esclavos y murió en 1884, próspero, filántropo en su ciudad, admirado y envidiado.

Una figura curiosa en la oligarquía de la trata bahiense fue Francisco López Guimarães, cuyo hijo casó con la hermana del poeta Castro Alves, famoso por sus apasionados poemas contra la esclavitud; cuando el tratante murió, su viuda contrajo matrimonio con el padre del poeta. Estas poco habituales relaciones no interrumpieron la llegada de esclavos ni la producción de versos criticándola.

En Río el equivalente de Cerqueira y Marinho fueron Manoel Pinto da Fonseca, mercader portugués especializado en proporcionar esclavos procedentes de Mozambique, Antonio Guimarães, Joaquim dos Santos, Joaquim y José Alves de Cruz Ríos (padre e hijo) y Francisco Godinho. Aunque la mayoría de ellos eran de origen humilde, en sus postreros años vivían como reyes, gracias a las ganancias de la trata. Pinto da Fonseca era una figura social destacada de Río, amigo íntimo de ministros y funcionarios, especialmente del jefe de policía de la capital.

Algunos de esos mercaderes, como Bernardino de Sá, tenían, como se verá, intereses en África en forma de barracones y factorías, donde se guardaban los esclavos de Angola y Mozambique en espera de embarcarlos.

Mercaderes menos destacados, los llamados volantes, iban ellos mismos a África en buques menores y traían pequeñas cantidades de esclavos, pongamos que una cuarentena. La trata empleaba a varios millares de personas. Había los propietarios y tripulantes de las barcas que escoltaban a los esclavos al desembarcar en la costa, los guardas que los llevaban tierra adentro, y también los maestros de portugués que se encargaban de que los cautivos aprendieran a hablar la lengua del imperio. Funcionarios de los puertos, burócratas mal pagados, jueces menores y jefes de policía, oficiales del ejército y de la armada, compartían ganancias y sobornos, en forma a veces de esclavos en lugar de dinero. Se decía que el secretario de la legación portuguesa en Río recibía mil réis cada vez que permitía que un buque saliera del puerto bajo bandera portuguesa. Un tal coronel Vasques convirtió la fortaleza de São João, en la entrada del puerto de Río, en un depósito de esclavos en el cual él mismo desembarcó más de doce mil en 1838 y 1839, y el comandante de la cercana fortaleza de Santa Cruz hacía lo mismo. Los funcionarios y magistrados que se negaban a colaborar debían temer por su vida; el juez Agosthino Moreira Guerra, crítico de la trata, tuvo que dimitir en 1834 ante las constantes amenazas de asesinato de que era objeto.

Dado que dom Pedro II, proclamado emperador en 1831, era menor, hubo regentes hasta su mayoría en 1842. Dos de ellos, Nicolau Vergueiro y Pedro de Araújo Lima, más tarde marqués de Olinda, parece que participaron en la trata, el primero a través de una compañía que presidía y que ostentaba sus armas.

Durante un tiempo, en el cuarto decenio, pareció como si el gobierno condenara la trata. En 1832 el ministro de Justicia Feijó se quejaba de que «el vergonzoso e infame tráfico de negros continúa por todos lados» porque, agregaba, las mismas autoridades estaban interesadas «en el crimen».[814] Los barcos de la armada brasileña capturaron uno o dos barcos negreros, pero, a fin de cuentas, las necesidades de los plantadores y la riqueza de los tratantes conseguían reducir a nada estas intervenciones. La mayoría de los magistrados y gobernadores de provincias estaban dispuestos a ser cómplices de la trata o a tolerarla, pues solían ser terratenientes que empleaban a esclavos. Y los barcos negreros se aseguraban abiertamente.

En esta época el café era la exportación principal de Brasil, y los esclavos de los cafetales formaban la mayor parte de la fuerza de trabajo cautiva del país. Como ocurría en la industria del azúcar, se consideraba que había que reponer constantemente esta masa de africanos, debido a las muertes por enfermedad, al exceso de trabajo y a la brutal disciplina. Los propietarios seguían manteniendo la actitud desvergonzada, frente a su propiedad humana, según la cual, como dijo un plantador, la alta tasa de mortalidad «no representa ninguna pérdida, ya que cuando compraba un esclavo era con la intención de usarlo durante un año, lapso al que pocos sobrevivían, pero en este tiempo le sacaba bastante trabajo para compensar por su inversión inicial y hasta obtener una buena ganancia». La escasez de esclavos condujo a otra innovación en la historia de la trata: el robo. En la tercera y cuarta décadas del XIX, los diarios de Río iban llenos de noticias sobre bandas organizadas para robar esclavos en la capital, a beneficio de los plantadores y rancheros del norte. O Diario de Pernambuco informaba en 1828 de que «es de conocimiento público que en esta ciudad hay robos de esclavos casi a diario, y que hay personas que tienen esto como su trabajo. Unos engañan y atraen a los negros… que encuentran en la calle, otros los llevan a su casa y los guardan allí hasta que pueden embarcarlos o sacarlos de la ciudad de alguna otra manera, otros finalmente hacen tratos y los llevan a algún lugar distante para venderlos».[815] En 1846, el padre Lopes Gama, en O Sete de Setembro llegó a acusar a plantadores de ilustres familias, como los Cavalcanti y los Regó Barrees, de robar esclavos.

A finales de los años treinta la importación de esclavos a Brasil había alcanzado niveles «terribles e impresionantes», según el embajador británico en Río, cuya legación era de hecho el cuartel general abolicionista del continente. La trata ilegal conseguía desembarcar cada año más de cuarenta y cinco mil esclavos. La ley de 1831 era letra muerta. Un primer ministro conservador, Bernardo Pereira de Vasconcelos, declaró, antes de aceptar el cargo: «Dejemos que los ingleses hagan cumplir este tratado que nos han impuesto abusando de su fuerza superior, pero esperar que colaboremos con ellos… en estas especulaciones, doradas con el nombre de humanidad, no sería razonable.»[816] En 1836 se publicó en Río un informe que intentaba demostrar que la trata era en beneficio también de los esclavos, pues sin esclavitud «¿Qué sería del comercio de exportación de América? ¿Quién trabajaría en las minas? ¿Y en los campos? ¿Quién se encargaría del comercio costeño?».[817]

En los primeros días de la trata ilegal, los plantadores brasileños temieron las amenazas británicas y las consecuencias de una disputa con Londres. Pero a finales de la cuarta década les inquietaban más los temores de una revolución triunfante de los negros, como la de Haití. Tenían motivos para estar inquietos, pues en 1835 estalló otra grave rebelión de esclavos, la «revuelta de Malé», con fuertes tonos islámicos. Fue reprimida de manera brutal, con castigos de quinientos y más latigazos para los mullahs acusados meramente de enseñar a sus amigos a leer en árabe el Corán. Incluso en la legislatura de Bahía, dominada por los plantadores, se empezó a hablar de poner fin a la trata, con el corolario de que la numerosa población de africanos libres fuese expulsada y se instalara en una nueva Sierra Leona o Liberta en África. Entonces empezó a establecerse la diferencia entre los esclavos emancipados que llegaron originariamente de África y que, se pensaba, podían deportarse, y los nacidos en Brasil, de padres esclavos, que podrían quedarse. Algunos de los primeros, horrorizados por los terribles castigos que habían presenciado (pues solían aplicarse en público), emprendieron el viaje de regreso a África. Uno de estos viajes se hizo en 1836 en la goleta británica Nimrod, alquilada por dos ricos negros libres brasileños; llevaba a ciento cincuenta esclavos de regreso a Elmina, Winneba y Agüé, en la Costa de Oro: lo que luego les ocurrió no está claro. Pero en medio de esta atmósfera, en el verano de 1837 el antiguo interlocutor de Canning, el marqués de Barbacena, presentó a la Asamblea brasileña un proyecto de ley sobre la trata. No tuvo éxito, pero se consoló pensando que Wilberforce tuvo que esperar veinte años entre su primera tentativa y su triunfo en 1807.

Cuba era, junto con Brasil, el otro gran consumidor de esclavos en el siglo XIX. En comparación, México, independiente desde 1822, podía permitirse apenas unos tres mil esclavos concentrados en las regiones de Veracruz y Acapulco; a los criollos conservadores que gobernaban este país después de su independencia les fue, pues, más fácil prohibir en 1824 la trata y hasta la institución misma de la esclavitud en 1829, ya que disponían de mano de obra india. Pero las cosas en Cuba eran diferentes.

En la primera mitad del siglo, parecía que la isla sería conocida tanto por su café como por su azúcar, pero este sueño se desvaneció cuando los huracanes destruyeron las dos mil plantaciones de calé, que durante un tiempo, alrededor de 1830, ocuparon más tierra que las de caña. El azúcar, de todos modos, había cautivado la imaginación de los criollos cubanos. En 1827 se contaban casi un millar de plantaciones de caña, más del doble que a finales del siglo XVIII. El promedio de esclavos por plantación era de unos setenta, aunque algunos de ellos fueran mecánicos especializados, mientras que las plantaciones de tabaco del oeste de la isla, que producían los famosos cigarros, solían emplear mano de obra negra libre.

El mayor ingenio azucarero de la isla, el San Martín, durante muchos años propiedad de una compañía que tenía a la reina regente de España como accionista destacada, empleaba a ochocientos esclavos, que en 1860 produjeron dos mil seiscientas setenta toneladas de azúcar; en comparación, la mayor plantación de Jamaica, en los días de la gran prosperidad de esta isla, un siglo antes, que pertenecía a Philip Pittucks, empleaba a doscientos ochenta esclavos y producía menos de doscientas toneladas. La diferencia era, pues, enorme.

En 1817 la población esclava de Cuba era probablemente de doscientas mil personas, es decir, dos quintos del total de la población de la isla. En todas partes se veían esclavos, sobre todo como criados en la ciudad de La Habana, cuyos cien mil habitantes le conferían la categoría de una de las urbes mayores de las Américas, sólo después de la ciudad de México y de Lima y antes de Boston y Nueva York. Había un número relativamente grande de negros libres, unos veinticuatro mil, tal vez el doce por ciento de la población total. Esto se debía en parte a la tradición de que los amos en su lecho de muerte emanciparan a sus esclavos favoritos, y en parle a la costumbre que permitía la compra de la libertad, a veces pagando a plazos, o «coartación», como se llamaba a este sistema, por el cual hacían un pago inicial a su amo y luego recobraban partes de su libertad a medida que iban pagando partes del precio fijado, lo que hizo decir al abolicionista español Rafael Labra que la situación del negro libre era mucho mejor que en otros lugares, incluso que en las naciones que durante mucho tiempo se vanagloriaron de ser las de civilización más avanzada.[818] En 1825, Humboldt comentaba que «en ninguna parte del mundo donde hay esclavitud es tan frecuente la manumisión como en la isla de Cuba».[819] Los mulatos eran también más numerosos que en cualquier otro lugar del Caribe, y sus mujeres fueron las heroínas de innumerables canciones sobre los indianos que regresaban a España, protagonistas también de muchas novelas del siglo XIX.

En La Habana, en general se trataba bien a los esclavos. «Se ven esclavos demasiado bien cuidados y a los que se toleran demasiadas cosas; pero el contraste entre ellos y los de las plantaciones es tan grande como pueda concebirse… Es la peor clase de esclavitud que he visto en cualquier lugar», señalaba en 1850, con su habitual franqueza, el cónsul general británico David Turnbull.[820] Un hombre de negocios, Joseph Liggins, también inglés, declaró que su impresión de Cuba en 1852 era que los esclavos trabajaban dieciocho horas diarias y siete días a la semana, durante los seis meses de la cosecha. Por este motivo «la mortalidad anual es considerable y la escasez se compensa, desde luego, con la trata».[821] Los sacerdotes se aseguraban de que los esclavos fuesen bautizados al nacer o cuando los capturaban, y les daban la absolución a la hora de la muerte, pero en ningún otro momento la Iglesia les prestaba la menor atención. A pesar de las dudas grandilocuentes del Vaticano sobre la cuestión, expresadas más o menos cada medio siglo en lenguaje muy claro, no parece que ningún sacerdote dirigiera admoniciones a su rebaño, en Cuba, por comprar y ni siquiera por vender esclavos. De hecho, a veces en la misa se anunciaban las ventas de esclavos del domingo siguiente «delante de las puertas de la iglesia». Los comisarios británicos en La Habana comentaron en 1826 que «las exhortaciones del clero sobre este asunto sospechamos que no se expresan con celo ni se escuchan con seriedad».[822]

También se veían esclavos en Puerto Rico, aunque los hacendados de esta isla nunca se dedicaron a la explotación a gran escala del café o el azúcar, como la que caracterizaba a los de Cuba. En la tercera década del XIX la importación de esclavos a Puerto Rico era de unos mil doscientos cincuenta al año, pero hacia 1835 parece que la trata se había extinguido allí, más por razones económicas que morales, pues el último barco negrero que llegó allí lo hizo en 1843. Pero, como señaló lord Palmerston refiriéndose a Cuba, «un sentimiento que surge de otras circunstancias es tal vez, un fundamento tan seguro sobre el cual construir como uno que se deriva de opiniones morales».[823]

La próspera colonia cubana ofrecía un buen ejemplo, en la primera mitad del siglo XIX, de una vieja oligarquía que se estaba adaptando a una nueva industria. Algunas de las familias que en 1820 controlaban la producción cubana de café y azúcar habían sido terratenientes desde hacía generaciones. Algunas eran nobles, muchas más acabarían siéndolo, porque era una buena y barata manera de conservar la lealtad de los plantadores, y a veces sus títulos resultaban ingenuamente deliciosos; había, en efecto, un marqués de la Real Proclamación, un marqués de las Delicias, y hasta un marqués del Prado Ameno. Sus relaciones de familia eran infinitas, y su hospitalidad, generosa. Se adaptaban a las nuevas tecnologías. En 1827, cincuenta plantaciones de azúcar, del millar existente, disponían de máquinas de vapor para sus molinos. Los buques de vapor transportaban esclavos desde África y el ferrocarril —introducido en Cuba antes que en España— llevaba el azúcar a los puertos. En la excelente novela Cecilia Valdés, un sacerdote preguntaba por qué había más rebeliones de esclavos en las plantaciones con molinos de vapor; la respuesta era que estas instalaciones resultaban más inhumanas.

Como en Brasil, la actitud británica respecto a la trata después de 1820 se consideraba o bien absurda o bien maquiavélica. El comisario británico juez Henry Kilbee escribía en 1825 a Canning: «Todos creen que la abolición es una medida que Gran Bretaña, so capa de filantropía, pero en realidad por envidia de la prosperidad de la isla, impuso a España con amenazas o con otros medios». Había aún quienes recordaban la llegada de miles de esclavos antes de 1807, traídos por firmas como Baker & Dawson de Liverpool, y vendidos por el representante en Cuba de esta empresa, Philip Allwood. Muchos de los esclavos importados de este modo aún vivían. Cuesta y Manzanal había empleado también a ingleses con experiencia para enseñar a marineros españoles las artes de la trata cuando él y sus socios empezaron a enviar buques a África para traerse esclavos.

En Cuba, después de 1825, a la vista de la inquietud entre los esclavos y de las amenazas de rebelión de los criollos contra la autoridad imperial española, se concedieron poderes despóticos a los capitanes generales. Brasil tenía una asamblea parlamentaria, por ineficaz que fuese, y prensa libre, aunque poco inclinada a criticar el statu quo. Cierto que Cuba enviaba diputados a las Cortes de Madrid, pero a menudo se daba de lado a estas mismas Cortes, que nunca fueron fuertes, y en ellas los diputados cubanos eran una exigua minoría entre los muchos cuya atención se concentraba en los problemas inmediatos de la Península. En todo caso, después de 1838 ya no hubo escaños para diputados cubanos.

En Cuba la trata ilegal comenzó antes que en Brasil y duró más. El funcionario español que administró la transición de legal a ilegal fue el hábil y cínico tesorero Alejandro Ramírez. Dominaba tanto a capitanes generales como a tratantes. Después de su muerte, llegó a La Habana un nuevo capitán general, Francisco Dionisio Vives, que confirmó todas las innovaciones realizadas por Ramírez, en lo cual le ayudó el que fue nuevo tesorero, Claudio Martínez de Pinillos. Vives, que contaba sesenta años cuando fue a Cuba, y que había hecho toda la guerra peninsular, podía justificar ante sí mismo y ante el rey de España su apoyo a la trata, aludiendo a la necesidad de complacer a los plantadores en un momento en que existía la posibilidad de una invasión liberal desde Venezuela inspirada por Bolívar, y cuando circulaban rumores de otras conjuras que hubiesen podido conducir a la independencia de la isla, algo que todos los españoles esperaban impedir debido a la creciente importancia de Cuba en la economía española.

Vives, fanático anglófobo, a veces declaraba ante visitantes ingleses y norteamericanos que hacía todo lo posible para impedir que siguiera la trata. ¿Acaso no permitió en enero de 1826 que circulara una carta del arzobispo de Cuba a todos los párrocos diciéndoles que debían ver en la trata «un verdadero crimen»? Pero en privado el año anterior había escrito a su ministro de Exteriores que, dadas las obligaciones del tratado, ocultaba tanto como podía la existencia de la trata y la importación de esclavos porque estaba completamente convencido de que sin trabajo esclavo la riqueza de la isla desaparecería en pocos años, ya que la prosperidad agrícola dependía de esos trabajadores y puesto que, de momento, no había otra manera de conseguirlos. Sin duda conocía o había visto la carta enviada por el rey en 1817 pidiendo que la trata continuara, carta a la que el gobernador general Tacón se refirió en los años de 1840 y a la que se hace referencia en el capítulo veintinueve.[824]

Cuando los británicos se quejaron de que a pesar de haber señalado que el barco negrero Mágico había desembarcado a la mitad de los esclavos que llevaba antes de que lo capturara la goleta británica Union, Vives repuso que no estaba obligado a perseguir la trata una vez los esclavos llegaban a tierra. Una disputa similar tuvo lugar en agosto de 1826 a propósito de la goleta española Minenva, perseguida hasta el puerto de La Habana por dos cruceros ingleses, uno de cuyos capitanes quiso registrarla, sin conseguirlo. Frustrado, estableció una guardia y por la noche él y sus colegas observaron que desembarcaban en un muelle seis botes llenos de esclavos. Vives se negó a que se ocupara del caso la Comisión Mixta, alegando que los acontecimientos motivo de la queja no habían ocurrido en alta mar.

Además de apoyar en privado la trata, Vives alentaba el juego, descuidaba la vigilancia contra los robos callejeros, sonreía ante toda clase de casos de corrupción y hasta hizo la vista gorda frente a la piratería, cuando una banda de piratas musulmanes se mostró activa en la bahía de La Habana. En la ciudad se decía de él: «Si vives como Vives, vivirás». A su regreso a España en 1832 lo hicieron conde de Cuba; fue la única vez que se concedió este título.

Entre Vives y el juez británico en La Habana Kilbee había un duelo permanente. Kilbee era enérgico y ambicioso; quería ofrecer recompensas a quienes informaran de violaciones del tratado; además, exigía que los dueños de esclavos demostraran que los habían adquirido legalmente. Pero los funcionarios españoles insistían en que como el comercio de esclavos no estaba prohibido dentro de la isla, lo que Kilbee proponía no serviría de nada y que no era práctica la idea de las recompensas. Kilbee señaló innumerables casos de violación de la ley. Simplemente leyendo El Diario del Gobierno pudo saber que más de cuarenta buques negreros habían zarpado desde La Habana en ocho meses, de junio de 1824 a enero de 1825; informó de ello a Canning, que a su vez informó a su embajador en Madrid, indicándole que dijera al ministro de Exteriores español que a menos que apoyaran a Gran Bretaña en la cuestión de la trata, España no podía esperar ninguna ayuda en su débil posición en el Caribe frente a Estados Unidos y Francia.

Cierto que en 1826 el gobierno español decretó que cualquier esclavo que demostrara haber sido importado ilegalmente podía considerarse libre. Los libros de ruta de los buques que procedieran de África debían entregarse a las autoridades portuarias para que éstas pudieran comprobar que no se importaban esclavos. Kilbee y sus ayudantes, aislados moralistas en un laberinto de evasiones, se sintieron alentados por estas innovaciones. Pero las autoridades portuarias eran lentas y los libros de ruta siempre resultaban confusos, incluso cuando había pruebas, como en el caso del bergantín Breves, que en 1827 desembarcó cuatrocientos esclavos cerca de La Habana. Kilbee informó a Londres, que «el público ve estas cosas como señales del ingenio desplegado por el gobierno para burlar los esfuerzos de los comisarios de Su Majestad».[825]

Tampoco había nada que se acercara a una solución del problema de los emancipados. En la cuarta década del siglo la mayoría de ellos fueron asignados —acaso unos tres mil ochocientos en 1832— y trabajaban como esclavos excepto en su calificación oficial. El gobierno procuraba que tantos como fuera posible trabajaran en obras públicas, como acueductos o prisiones. Pero la continua amenaza —así la veían— de más llegadas de nueva mano de obra libre procedente de África inquietaba a los criollos; así, causó una gran preocupación el arribo del buque de la armada británica Speedwell con más de seiscientos esclavos requisados al barco negrero Aguila. El nuevo tesorero, Martínez de Pinillos, rogó al nuevo juez británico que enviara a esos hombres a Sierra Leona, pero esto requería un acuerdo entre los gobiernos de Londres y Madrid, por lo que, de momento, los africanos liberados fueron distribuidos por toda la isla como trabajadores agrícolas.

Los británicos acabaron por aceptar que tenían cierta responsabilidad en hallar una solución. Kilbee propuso que se llevara a estos africanos a Trinidad, ahora parte de las Indias occidentales británicas, donde escaseaba la mano de obra. España pagaría por el transporte, en cada barco debería ir un número igual de hombres y de mujeres, y debía dárseles un mes de aviso previo. A los cubanos les resultaba difícil cumplir con estas condiciones, pues pocas esclavas llegaban a la «siempre leal» isla pero, de todos modos y a causa del temor provocado por una epidemia de cólera, entre 1833 a 1835 se envió a unos mil cien de estos africanos capturados por barcos británicos en cinco negreros.

Pero hasta en la dictadura imperial en que se había convertido Cuba había voces disidentes. José Verdaguer, un juez catalán que vivió nueve años en La Habana, compartía gran parte de los puntos de vista británicos. En 1830, un ensayo de Pedro José Morillas sugirió que la mano de obra blanca era tan eficiente como la negra. Algunos conocidos plantadores de caña, como los Aldama y los Alfonso, pusieron a prueba esta idea. No faltaron candidatos: gallegos, por ejemplo, a los que atraía el nivel de vida relativamente alto de Cuba; canarios, que querían contratarse sólo por un determinado número de años; irlandeses, que pronto trabajarían en el ferrocarril, y sobre todo chinos, a los que se vio por primera vez en las Indias occidentales, en Trinidad, ya en 1806.

Los capitanes generales cambiaban, pero su política seguía igual. Al general Vives le sucedió el general Ricafort, que sobrevivió sólo un año antes de dejar el puesto, en 1834, al general Miguel Tacón, el personaje más notable de cuantos gobernaron Cuba en la primera mitad del siglo, veterano, como Vives, de las guerras contra la independencia de las colonias americanas de España. En sus terribles marchas y contramarchas en América del Sur había aprendido a despreciar a los criollos, a los que consideraba ilógicos, egoístas, brutales, perezosos y de miras muy estrechas. La muerte de su esposa le convirtió en un misántropo. En España estuvo al lado de la revolución constitucional de Riego y debía su nombramiento en La Habana al político liberal Martínez de la Rosa, respecto al cual el historiador sir Raymond Carr escribió que con él «la libertad ya no era una furiosa bacante sino una sobria matrona». Pero en Cuba Tacón se condujo, como muchos otros generales, de modo autocrático y brutal, interesado en hacer dinero como pudiera y apoyando la trata. «Servil en España, tiránico en Cuba» fue el comentario que acerca de él hizo el escritor José Antonio Saco, al que exilió. Se decía que recibía media libra de oro por cada esclavo desembarcado, y en sus cuatro años como capitán general ganó, según se rumoreaba, cuatrocientos cincuenta mil pesos. Era antibritánico, odiaba a Estados Unidos, temía a los metodistas y bautistas por juzgarlos revolucionarios, y hasta despreciaba los ferrocarriles por ser «metalurgia anglosajona».

George Villiers, embajador británico en Madrid, dijo al ministro de Exteriores español que sabía que «la trata nunca ha sido tan importante en Cuba como desde que el actual capitán general fue nombrado… las personas dedicadas [a la trata]… parecen actuar con plena confianza no sólo de escapar con impunidad, sino casi con abierta protección».[826]

Tacón veía el abolicionismo como una amenaza real a la isla y pensaba que, frente a ello, no podía hacerse ninguna concesión a la libertad. Su agente secreto, el capitán José de Apodaca, cuyo odio a Gran Bretaña se debía a que le hicieron prisionero en Trafalgar, fue a Jamaica y «confirmó» que los ingleses entrenaban a metodistas como agentes para destruir a Cuba inspirando una rebelión de los esclavos. Dos destacados tratantes, Joaquín Gómez y Francisco Martí y Torren[t], fueron no sólo los principales consejeros de Tacón, sino sus amigos. El capitán general encargó al último la venta de los emancipados. Él y sus amigos aplicaron una versión cubana de Las almas muertas de Gógol: cuando moría un esclavo (y un diez por ciento al año lo hacía) se daba su nombre y su lugar a un emancipado. En 1836, el precio de un emancipado era un tercio del de un esclavo. En aquellos años, los gobernadores de Trinidad y de otras islas británicas pedían que se les enviaran emancipados cubanos, pero Tacón había encontrado una mejor manera de utilizarlos. Cuando Tacón regresó a la Península, los mercaderes de La Habana le regalaron, muy apropiadamente, un lacayo negro de dos metros de altura, como muestra de su gratitud.

Al capitán general Tacón le ayudaba en su apoyo a la trata un hábil y encantador funcionario, el cónsul norteamericano en La Habana, Nicholas Trist, que había llegado a Cuba en 1833, después de haber sido secretario de Thomas Jefferson, con cuya nieta contrajo matrimonio. Ayudó a los tratantes cubanos facilitando el registro y por ende la bandera de las barras y estrellas a sus buques, y mostrándose claramente poco dispuesto a ayudar al juez Kilbee del Tribunal Mixto de La Habana. Trist poseía propiedades en Cuba. Expuso sus prejuicios a los comisarios británicos en un memorándum que Palmerston consideró «extraordinario». El embajador norteamericano en Madrid, Alexander Everett, investigó su conducta y se le censuró y más tarde cesó. Con todo, fue el emisario del presidente Polk a México, en 1848, y redactó el Tratado de Guadalupe Hidalgo.[827]

Trist debió de ser responsable de que entraran muchos esclavos en Cuba. El sucesor de Kilbee como juez británico en el Tribunal Mixto de arbitraje de Sierra Leona, Henry Macaulay, hijo de Zachary y hermano del historiador Thomas Macaulay, dijo a una comisión de la Cámara de los Comunes que en 1838 y 1839 hubo unos trece buques que, según creía, «no eran norteamericanos pero [que navegaban] con bandera norteamericana y con papeles norteamericanos que les proporcionaban autoridades norteamericanas» casi siempre en La Habana. Se trataba de «un engaño completo… en algunos casos los barcos que abordaba un día un crucero y que iban con bandera americana al día siguiente, cuando los abordaban de nuevo, llevaban bandera portuguesa o española, y estaban llenos de esclavos».[828] Pero algunas veces los tratantes eran abiertamente ciudadanos norteamericanos, como James Woodley, de Baltimore, que colaboraba con un compatriota suyo, William Baker, residente en Cuba, para enviar barcos negreros, como el Cintra, con un capitán francés, en 1819.

Algunos, acaso muchos, de los cautivos que Trist ayudó a que entraran en Cuba eran llevados luego a la nueva república independiente de Texas, lugar ideal para desembarcar esclavos destinado al mercado norteamericano de esclavos de Nueva Orleans. Los colonos norteamericanos de Texas habían proclamado su independencia en parte con el fin de restablecer la esclavitud, abolida por México en 1829. Tolmé, cónsul británico en La Habana en 1837, creía que unos mil quinientos esclavos habían sido transportados en secreto a Texas en los años anteriores.

Para los señores de Cuba la era entre 1820 y 1865 tuvo, según palabras de la condesa de Merlin, «los encantos de la edad de oro». Había notables mansiones, teatros y hoteles donde se celebraban bailes; había corridas de toros y hasta peleas de gansos.[829] En octubre de 1840, el Hunt’s Merchant Magazine and Commercial Review declaraba que Cuba era «la colonia más rica del mundo». En esa época, la isla producía dos tercios más de azúcar que todas las Indias occidentales británicas juntas y el doble que Brasil. La especulación en propiedades era aún mayor que en esclavos. No cesaba la inmigración de mercaderes con espíritu de aventura y de jugadores, desde todos los países, de Venezuela lo mismo que de Estados Unidos, y, sobre todo, de España. La vida de los esclavos no siempre era tan sombría como en las plantaciones. Por ejemplo, Edouard Corbière, en la novela Le Négrier (El negrero) publicada en 1832, decía que «esos negros, gordos y fuertes, perezosos y alegres, que vi bromeando todo el día por las calles parecían más felices que nuestros trabajadores en Europa y que muchos marineros…».[830] Fanny Calderón de la Barca, que hizo escala en La Habana con su marido, el primer embajador español en México, nos dejó una descripción de la vida de los esclavos a finales de la cuarta década del siglo. Además de hablar de comidas con trescientos cincuenta platos ofrecidas por hermosas condesas vestidas de satén, explica que le fascinaban los muchachitos negros, «como monos jóvenes», con los brazos cruzados de pie detrás de las sillas, en espaciosas mansiones de estilo español, con suelo de mármol. Le encantaban las camas francesas con cortinas de seda azul al cuidado de jóvenes esclavas que lucían blancas mantillas y blancos zapatos de raso. Frente al océano, los convidados bebían champán en copas de oro; dos orquestas de negros tocaban alternativamente Mozart y Bellini a la luz de la luna, aunque había que tener cuidado con lo que escogían, pues el «Suona la tromba» de Los puritanos de Bellini podía suscitar críticas, a causa de las encendidas palabras sobre la libertad que acompañaban la música. Luego podía oírse ese silbido continuo con que las «lánguidas habaneras» llamaban a sus «criados de ébano», de modo que los que no estaban informados podían imaginarse transportados súbitamente en medio de un mar de serpientes.[831]

En medio de esas gentes encantadoras y en esas hermosas mansiones, escuchando acaso cómo tocaban en el arpa «La última rosa del verano», había hombres que hicieron su fortuna no sólo con las plantaciones de caña sino comerciando con esclavos, como por ejemplo ese «bonachón y cortés gigante» conde de La Reunión, que antes de recibir su título en 1824 había sido nada menos que el innovador tratante Santiago de la Cuesta y Manzanal. Fanny Calderón y su marido fueron agasajados por el conde de Fernandina (que así se llamaba Cuba a comienzos del siglo XVI), cuya esposa le pareció «llena de proyectos revolucionarios y reformadores», aunque sus joyas costaran trescientos mil dólares y que la plantación de caña y café de su esposo, La Angosta, fuese de las más prósperas. Todos creían que sus esclavos tenían suerte, y sin duda la tuvieron en algún momento de su vida. Por ejemplo, en un baile de los Fernandina, a los Calderón les divirtió ver el número de negros y negras que se servían a su gusto dulces, abrían botellas de champán y devoraban cuanto había sobre las mesas, sin preocuparse por la presencia de sus amos. La condesa de Fernandina acababa de ofrecer a un viejo esclavo su libertad y él la había rechazado para ser, luego, el dueño de otros esclavos de la mansión.[832] Cuando la condesa de Merlin, igual-mente encantadora e igual-mente epistolar, viajera también pero nacida en Cuba, regresó a La Habana en 1840, después de pasar muchos años en París, se encontró inmediatamente rodeada de esclavos negros y de criados así como de primos. Era la hija de ese conde de Jaruco que fue el primero en poner una máquina de vapor en su molino de azúcar, y descendiente del cubanizado Richard O’Farrill que después del Tratado de Utrecht fue factor en la isla de la Compañía del Mar del Sur. La condesa explicó que apenas llegar «por fin vienen los negros y sus señoras, felices y afectuosos, cada uno exponiendo su derecho a mirarme. Ésta me crió, aquella jugó conmigo, un tercero me hacía los zapatos. Cada uno debía su libertad a los cuidados que me dedicaron en mi infancia». Luego llegó su aya: «Y entonces, voilà, delante de mí, la buena vieja, sentada en el mejor sillón de mi cuarto, con las manos en las rodillas, la cabeza alta, devorándome con los ojos y contestando a cada pregunta que le hice sobre miembros de su familia…»[833] Pero, claro está, se trataba de criados y no de trabajadores de las plantaciones. Estos comentarios nos recuerdan que había tan gran diferencia entre los cubanos negros como entre los cubanos blancos.

La trata parecía en aquellos tiempos esencial para la isla; se daba por descontado que la manera de llegar a la riqueza a la que todos aspiraban consistía en cultivar más y más tierra, y esto sólo podía hacerse con esclavos. A pesar del ensayo de Morillas, se consideraba poco práctica la mano de obra europea y no podía contarse con ella. En España se pensaba también que un aumento de la población negra mantendría a los criollos leales a la madre patria, pues los plantadores deberían confiar en el ejército español para impedir y, de haberla, reprimir una rebelión de esclavos.

Como en Brasil, los negreros dominaban la economía. También como en Brasil, hombres de la madre patria desempeñaban un papel importante en esta etapa de trata ilegal. Ahí estaba Joaquín Gómez, al que hemos encontrado antes como amigo del general Tacón, un francmasón de Santander, que llevaba el poco apropiado nombre masónico de Arístides. Tal vez era de él de quien hablaba el reverendo Abbot cuando describía al típico mercader habanero: llegaban pobres de España, «empezaban con una tienda de seis u ocho pies cuadrados, vivían de pan y ascendían con paciencia, ahorro y trabajo hasta la riqueza y, a diferencia de los yanquis, nunca fracasaban».[834] A mediados de la tercera década, Gómez no sólo era el pionero de la trata ilegal con África sino también uno de los primeros tratantes nacidos en España que compró molinos de azúcar, dos en la provincia oriental de Pinar del Río, a los que él mismo se encargaría de abastecer de esclavos. Más tarde fue fundador y director del primer banco de Cuba, el Real Banco de Fernando VII, y el primer plantador cubano que empleó rodillos de acero, importados de Inglaterra, en sus molinos. El capitán general Vives le pidió que organizara en la isla la distribución de esclavos emancipados. El palacio de Gómez, en la esquina de las calles Obispo y Cuba, era sede de legendarias recepciones. Fue confidente muy especial de Tacón, con quien se le veía pasear a diario, sumidos en profundas conversaciones sobre las iniquidades de Estados Unidos y la hipocresía de Gran Bretaña. En el quinto decenio del siglo, los buques de Gómez todavía iban a África. Al final de su vida, un doctor catalán mentalmente enfermo, Verdaguer, le arrojó vitriolo a la cara, al salir de la iglesia, y a causa de ello perdió la vista. Se dijo que era la venganza de Dios por sus actividades de tratante de esclavos. Murió en 1860 y, pese a sus relaciones masónicas, dejó dinero a la Iglesia para que lo distribuyera entre los pobres y comprara un nuevo órgano para la catedral. Su sobrino y heredero, Rafael de Toca y Gómez, fue el primer conde de San Ignacio, fundó el Banco Español y cuando su hijo murió en 1881, dejó una enorme fortuna de ciento ochenta y tres millones de reales.

Socio de Gómez era un gaditano, Pedro Blanco, de cuyas actividades en África se hablará en el capítulo treinta y dos, y cuyos sobrinos, Fernando y Julio, tuvieron su propia trata en La Habana, desde donde a veces llevaban esclavos a Nueva Orleans; eran hábiles especialistas en el rápido intercambio de banderas que era parte de la trata a mediados del siglo. Pero pasado 1850 se convirtieron en respetables mercaderes de Londres, con intereses en los muelles de Liverpool y las manufacturas textiles de Manchester.

Otro formidable tratante cubano, en la primera mitad del siglo, fue el catalán Francisco Martí y Torren[t]. Había luchado durante un tiempo en la guerra peninsular al lado del guerrillero marqués de la Romana, pero ya en 1810 se marchó a La Habana, donde se dedicó a la piratería en el agitado Caribe. Un verdadero Vautrin cubano, encontró empleo como abogado naval, dedicado a castigar el contrabando, una sinecura que puso al servicio de Joaquín Gómez; empleó su cargo para amasar una fortuna con los sobornos de los tratantes a los que se suponía que debía vigilar. Pronto empezó a enviar por su cuenta buques negreros a África y, como Gómez, ayudó en la venta de los emancipados por cuenta de Tacón. Más tarde organizó el envío (así como el secuestro) de innumerables indios mayas de Yucatán, entre ellos niños, para que trabajaran en Cuba en condiciones equivalentes a las de la esclavitud. Al mismo tiempo, recibía honores por capturar piratas, se convertía en filántropo y, por cuenta de Tacón, construía un teatro cuya grandeza igualaba la de los mejores de las Américas.[835]

Aunque Martí murió multimillonario, sobrepasaba su fortuna la de Juan Manuel de Manzanedo, nacido en Santoña, que emigró a Cuba en 1823. En 1845 había reunido ya una vasta fortuna, en parte proporcionando equipos para los molinos de azúcar, en parte haciendo préstamos, en parte vendiendo azúcar en España e Inglaterra, y en parte, finalmente, financiando expediciones de la trata. Era miembro de todas las instituciones importantes de la isla, como el Tribunal de Comercio y la Junta de Fomento. Regresó a España y compró propiedades cerca de la Puerta del Sol, en Madrid, donde fue representante de Cuba y diputado, marqués y luego duque de Santoña, por sus servicios a la dinastía borbónica restaurada en 1876. Se hizo con una colección de ciento treinta y ocho cuadros, entre ellos dos Velázquez, dos Goyas y un Leonardo, que podía contemplar colgando de los muros de su palacio de la calle del Príncipe. Según Ángel Bahamonde y José Cayuela en su excelente libro Hacer las Américas, dejó una fortuna de ciento ochenta millones de reales, la mayor parte de ella invertida en España.[836]

El vasco Julián Zulueta, de la aldea de Barambio en Álava, era todavía más poderoso. Llegó a Cuba a finales del tercer decenio para trabajar por un tío suyo, Tiburcio de Zulueta, propietario de plantaciones de café. Julián fue su heredero y parece que suprimió el «de» de su apellido. Se casó con Francisca, sobrina de su socio el negrero Salvador Samá y Martí, que había llegado a marqués de Marianao. A finales de los años treinta también se interesó por la trata, en parte por la familia de su esposa y en parte por otro tío, Pedro Juan Zulueta de Ceballos, mercader en Londres, de quien Julián fue agente en Cuba. Más tarde se convirtió en el plantador negrero con más éxito de Cuba; como Gómez, se encargaba de que los esclavos cuya compra contrató se entregaran directamente desde África a una de sus plantaciones, por ejemplo la Álava. Zulueta fue quien tuvo la idea de llenar los vacíos de mano de obra con chinos de Macao, y también financió el ferrocarril de Caibarién. Prestaba dinero y producía azúcar a gran escala y tenía una oficina en Nueva Orleans para la compra y venta de esclavos. Probablemente fue el importador de la mayor parte de los cien mil esclavos que llegaron a Cuba entre 1858 y 1862.

Zulueta era el principal accionista en la compañía Expedición por África, propietaria de una veintena de buques. Uno de ellos, el Lady Suffolk, por el nombre de la amante de Jorge II de Inglaterra, desembarcó mil doscientos esclavos en la bahía de Cochinos en mayo de 1853. Zulueta los recibió en persona, y vendió algunos a su socio José Baró, marqués de Santa Rita, propietario de los molinos Luisa y Rita, entre los mejores de Cuba, que controlaba la manufactura de los moldes que se empleaban en la producción del azúcar cubano.

El cónsul británico denunció el viaje del Lady Suffolk y el capitán general, el apacible y humanitario general Cañedo, ordenó la detención de Zulueta, que pasó dos meses en la desagradable fortaleza de La Cabaña, de donde salió gracias a las gestiones de su médico. A pesar de esto, recibió muchos honores, pues capitaneó la parte española en la guerra civil que se inició en la isla a finales de la séptima década del siglo. Fue senador vitalicio en Madrid y marqués. Al morir dejó doscientos millones de reales, lo cual le hacía el hombre más rico de España y su imperio, si no se cuenta la riqueza en tierras de las viejas familias de la nobleza andaluza. El corresponsal de The Times de Londres, el revolucionario arrepentido A. N. Gallenga, que había sido secretario del revolucionario italiano Manzini, describió a Zulueta como «un rey de hombres… casi el padre de los dioses y de los hombres… otro Cósimo de Médicis».[837] En La Habana sigue habiendo una calle que lleva su nombre y sobrevive su ingenio azucarero, el Álava, pero a él parece que se le ha olvidado por completo.

Otro tratante cubano fue Pedro Martínez, que en los años cuarenta del XIX se dedicó al transporte de azúcar, pero que conservó intereses negreros hasta veinte años después, con agencias en Lagos y el río Brass; se decía que era propietario de treinta buques negreros.[838]

Apenas menos poderosos y casi tan ricos eran dos tratantes originarios de Burdeos, Pierre Forcade y Antonio Font, de Forcade y Font de Cádiz, el primero de los cuales era propietario del ingenio azucarero El Porvenir, cerca de la ciudad de Colón, y el segundo del de La Caridad, cerca de Cienfuegos, ciudad fundada por el capitán general del mismo nombre, en la costa meridional de la isla. Forcade había sido propietario del barco negrero Orthézienne, que fue de los primeros que salieron de Francia hacia África después de las guerras napoleónicas, antes de marcharse a La Habana, donde, según el protagonista de la brillante novela de Pío Baroja Los pilotos de altura, vivió espléndidamente, con dos mansiones y dos familias, una con la española con la que se casó y la otra con una muy hermosa cubana.

La lista de los mercaderes cubanos que financiaron viajes de la trata es muy larga. Debería incluir a Antonio Parejo, que llegó hacia 1840 de la madre patria con un capital «muy inmenso», al parecer de María Cristina, la reina madre de España, por cuenta de quien Parejo invirtió en la plantación San Martín. Tampoco hay que olvidar a Manuel Pastor, fundador del banco Pastor.

Cerca de la mitad del siglo, a veces un cambio en el precio de los esclavos en Brasil comparado con el de Cuba, inducía a los tratantes de los dos países a colaborar. Forcade, por ejemplo, hizo causa común con Manoel Pinto da Fonseca, de Río de Janeiro. Hacia mediados de siglo, Francisco Rubirosa, de La Habana, se trasladó a Río, donde se le conocía como Rubeiroza y diez años más tarde regresó a La Habana, como se explica en el capítulo treinta y tres.

Muchos de los mercaderes importantes de La Habana, incluyendo los de la trata, mantenían estrechas relaciones con firmas de Londres, varias de las cuales, como ocurría con Brasil, no veían razón alguna para no vender mercancías destinadas a la trata, aunque parecieran vacilar en participar directamente. Una de las dos empresas que tuvieron agentes en La Habana en la quinta década del siglo, la de Thomas Brooks, extendió crédito, entre muchos otros, a tratantes. Samuel Dickley, de Londres, prestó en 1843 doce millones de reales a Francisco Martí, el mercader catalán, para que este pirata de las finanzas comprara un nuevo barco que sin duda empleó en la trata; y la misma firma proporcionó diez millones seiscientos mil reales a Salvador Samá, suegro de Zulueta. El préstamo mayor de Dickley en Cuba, de dieciséis millones de reales, se hizo a Rafael Torices, un negrero que en aquel momento se interesaba por la trata de chinos de Macao. Hudson Beattie, de Londres, prestó a Manuel Pastor y a Tomás Terry, mercader de origen venezolano, el «Creso cubano», establecido en Cienfuegos, interesados ambos en la trata en distintos períodos de sus largas y prósperas vidas. Lizardi, de Liverpool, tenía a Julián Zulueta entre sus deudores, lo mismo que las firmas de Simeón Himely y Aubert Powell. Otras empresas londinenses, como Barings, Kleinwort & Cohen, y Frederich Huth (banquero también del especulador en terrenos marqués de Salamanca, así como de la reina madre de España), estaban interesadas principalmente por el azúcar cubano, especialmente después de 1846, cuando sir Robert Peel suprimió los aranceles sobre el azúcar extranjero. Kleinwort mantenía una relación especial con la familia cubana de origen inglés de los Drake, mientras que Barings la mantenía con los Aldama, que en los años de 1840 trataron, sin éxito, de emplear en sus plantaciones mano de obra libre.[839]

Algunas de estas firmas londinenses tenían, sin embargo, un origen español o cubano. Murrieta, por ejemplo, gran productor de vino, empezó como exportador de caldos gaditanos a Londres; los Ayala, de Santander, plantadores de caña en Cuba, importaban azúcar en Inglaterra, elaboraban champán en Francia y eran agentes de Bolsa en Madrid; la firma de Pedro Juan de Zulueta, ya mencionada en relación con Julián, se interesó durante un tiempo en la trata habanera, en colaboración con su primo Julián, como se probó en el proceso por tratante contra el hijo y heredero del fundador, Pedro José, que tuvo la suerte de verse absuelto. El proceso se originó cuando un buque de la armada británica llevó al puerto de Boston, en 1841, al bergantín norteamericano Tigris, lo cual provocó tanta indignación en la ciudad que habría podido creerse que los propietarios del barco negrero eran héroes y no delincuentes.

Estas conexiones londinenses permiten comprender por qué más de la mitad del capital cubano invertido fuera de la isla, a mediados del XIX, lo fuese en Inglaterra. Había, así, negreros, como los cuñados Gabriel Lombillo y José Antonio Suárez Argudín, que después de 1830, año en que el primero de ellos fue envenenado por el segundo, crimen por el que sólo pasó breve tiempo encarcelado, empezaron a invertir en manufacturas textiles de Manchester, y en minas de carbón galesas. Las inversiones en España de estos cubanos eran tan importantes que crearon el sistema bancario del país. No había mala conciencia por el origen negrero de estas fortunas, como no la hubo medio siglo antes en Gran Bretaña ni en Estados Unidos.[840] En 1836 el embajador británico en Madrid, George Villiers, que luego como lord Clarendon fue ministro de Exteriores con Gladstone, escribía a su hermano: «Todos los españoles que no son completamente indiferentes a la abolición de la trata son contrarios a ella. Creemos que debería ser decisivo un llamamiento al humanitarismo. Esta palabra no se entiende… Cuba es el orgullo, la alegría y la esperanza de España… el lugar de donde vienen los ingresos y a donde va todo español arruinado con el fin de robar ad libitum.»[841]

En 1835, John Eaton, embajador norteamericano en Madrid, que antes fuera un discutido secretario de la Guerra con Andrew Jackson, dijo al ministro de Exteriores español, el liberal Narciso de Heredia, conde de Ofalia, que Estados Unidos no tenía por qué preocuparse por la actividad abolicionista británica, pues en Norteamérica se cuidaba bien de los esclavos, y la prueba de ello era que se multiplicaban tan rápidamente como los blancos.

No había duda de que en Estados Unidos se comerciaba con esclavos. Firmas como la de Franklin & Armfield ganaron dinero comprando esclavos en Virginia y enviándolos por mar, como en la vieja trata transatlántica, a Nueva Orleans, de donde se les podía transportar a Natchez u otros lugares Mississippi arriba. La misma firma enviaba centenares de esclavos al año, por tierra, hacia el Sur. Se ha sugerido que las ganancias de este comercio de esclavos proporcionaron el capital para la marcha hacia el Oeste. No pudo ser así, porque entre 1810 y 1860 su volumen fue demasiado pequeño para ello. De todos modos, algunos sureños propietarios de esclavos, especialmente en los estados fronterizos y en los de la costa del Atlántico, criaron «sistemáticamente» esclavos para la venta, alentando así la poligamia y la promiscuidad; los hijos solían venderse en estados del sudoeste.

Pero durante la primera mitad del siglo XIX, los capitanes norteamericanos se dedicaban, más que al tráfico interno clandestino, a la trata internacional, especialmente con Brasil y Cuba. Probablemente la mayoría de los gobiernos norteamericanos deseaba acabar con este comercio, pero los tratantes seguían siendo influyentes en el Congreso y ningún gobierno de Washington podía aceptar que un buque británico capturara un barco norteamericano y que se condenara a muerte a su capitán por dedicarse a la trata, como se explica en el apéndice segundo.

En los años treinta del siglo, Gran Bretaña llevó a cabo la completa emancipación de los esclavos de su imperio, como lo hicieron muchos de los estados de Estados Unidos y los nuevos países latinoamericanos. Esto fue en parte resultado de la renovada agitación del movimiento antiesclavista, encabezado en el Parlamento por Thomas Fowell Buxton; en parte se debió al efecto de la destructora rebelión de los esclavos de Jamaica en diciembre de 1831, y en parte a que el gobierno whig [liberal] estaba dispuesto, después de aprobarse en 1832 la ley de reforma del sistema electoral (llamada Gran Reforma), a prestar atención preferente a algo nuevo. Entre 1830 y 1832 el movimiento antiesclavista celebró miles de mítines. Pero aun así los liberales sólo estaban dispuestos a actuar si contaban con cierto apoyo de los conservadores, que a su vez se manifestaba solamente cuando los jefes de este partido estaban convencidos de que los plantadores de las Indias occidentales, entre los cuales había varios diputados, como sir Robert Peel, padre, y el padre de Gladstone, estaban satisfechos con lo que se proponía.

La ley de 1833 determinó la emancipación de setecientos cincuenta mil esclavos. A partir del 1 de agosto de 1834 los niños menores de seis años quedarían libres, mientras que los adultos y los niños mayores serían aprendices durante seis años, antes de ser libertados; todos quedarían libres el 1 de agosto de 1838. La promesa de veinte millones de libras como indemnización consiguió que esta ley fuese aceptada por los plantadores.

Se ha discutido mucho sobre las ambigüedades y las consecuencias de esta famosa medida. Baste decir que de momento causó desilusión entre los esclavos adultos. Si debían ser libres, ¿por qué aguardar cinco años? El efecto a largo plazo fue la decadencia de la industria azucarera de las Indias occidentales británicas; así, en Jamaica el número de plantaciones de caña descendió de seiscientas setenta en 1834 a trescientas treinta en 1854, y no hubo ninguna mejora en la productividad que compensara por el cambio de situación de la mano de obra, como ocurrió en circunstancias similares en Cuba, donde la superficie de tierra dedicada a la caña descendió en esos veinte años en casi setenta mil hectáreas.

Aunque el fin de la esclavitud en el imperio británico tuvo efectos sobre la opinión internacional, no condujo a la abolición definitiva de la trata internacional, que Wilberforce y sus amigos habían comenzado a atacar una generación antes. Los abolicionistas, que contaban con sociedades antiesclavistas en todas las ciudades británicas, que distribuían treinta y cinco mil impresos de propaganda cada año, que recaudaban innumerables ayudas de hasta cincuenta libras por persona, y que organizaban peticiones, no disponían de cifras exactas, como tampoco las tiene el historiador. Pero parece que incluso en la tercera década del siglo el número de esclavos transportados de África al Nuevo Mundo fue de sesenta a setenta mil por año, es decir, más de quinientos mil en ese decenio, es decir, más que en los momentos culminantes de la trata a finales del siglo XVIII. Las ganancias por esclavo entregado eran superiores a las del XVIII, acaso de tres a cinco veces mayores. En África los precios bajaron y al parecer lo que se veía como interferencia de los británicos hizo subir los precios en las Américas.