El negrero es más criminal que el asesino, pues, ya que la esclavitud no es sino una agonía cruelmente prolongada, la muerte es preferible a la pérdida de libertad.
El abate GRÉGOIRE, Des peines infamantes à
infliger aux négriers (1822) (Sobre las penas
infamantes que han de infligirse a los negreros)
Como sabemos, los negreros británicos fueron los principales tratantes del siglo XVIII. En el xix, su gobierno emprendió una cruzada para destruir la trata, cruzada iniciada bajo el primer ministro, lord Liverpool; cabe señalar que en junio de 1788 el gran puerto negrero de Liverpool había presentado a su padre, que por entonces no era sino lord Hawkesbury, la franquicia de la ciudad, en agradecimiento por su apoyo a la trata. En mayo de 1796, cuando Hawkesbury recibió el título de lord Liverpool, el Ayuntamiento le sugirió que incluyera el escudo de la ciudad en el suyo. La actitud del joven segundo conde de Liverpool era muy similar a la de su padre y no dejaba de votar contra la abolición, algo de lo que George Canning se quejaba sin cesar. Pero como primer ministro, Liverpool dejó de lado sus prejuicios y, cosa asombrosa, después de la paz su gobierno inició una de las políticas extranjeras más morales de la historia británica, precisamente, pues pretendía poner término a la trata en todo el mundo.
Como él, su primer ministro de Asuntos Exteriores, lord Castlereagh, que no había sido precisamente un entusiasta de la abolición en los años anteriores a 1807. Grenville, el arquitecto final de la abolición, comentaría al poeta Samuel Rogers que era «un terrible error… enviar a alguien como lord Castlereagh al Congreso de Viena, un hombre tan ignorante que no conoce el mapa de Europa y del que se pueden sacar concesiones con sólo invitarlo a desayunar con el emperador».[764] En aquellos años, sin embargo, su modo de conducir la diplomacia británica supuso un triunfo del liberalismo más agresivo. Pese a ser un tory, creía que debía tratar de formular principios generales y el documento que redactó el 1 de enero de 1816, un esbozo para una «confederación» de las potencias europeas cuyo fin debía ser preservar la paz del mundo, sería la base de otros documentos peor escritos, como el Pacto de la Sociedad de Naciones y los estatutos de las Naciones Unidas. Si bien los radicales lo caricaturizaban por su conducta en Irlanda —¿quién no recuerda el verso de Shelley?: «I met murder on the way / He trad a mask like Castlereagh» («Encontré el homicidio en el camino / Tenía una máscara como Castlereagh»)—, este estadista hizo mucho por la causa de los esclavos negros. Claro que los dedicados dirigentes del movimiento abolicionista —como Wilberforce y James Stephen— despertaron la opinión pública inglesa, y esos dirigentes mantenían contacto personal con el ministro de Exteriores. Por otro lado, Castlereagh tenía que vérselas con cuatro naciones, Francia y Estados Unidos, España y Portugal, cuyos políticos estaban resentidos por la intervención inglesa en sus asuntos y veían en las bienintencionadas declaraciones del primer ministro un intento de «arrebatar el poder mundial». Las autoridades de estos países no entendían el entusiasmo casi religioso a favor de la abolición en que se había sumido Gran Bretaña, ni cómo el propio Castlereagh se había convertido en «un entusiasta de la causa por la que tenía que luchar». John Quincy Adams, que fue embajador norteamericano en Londres después del Tratado de Gante, apuntó los términos apasionados con que hablaba Castlereagh: «Fue directamente al grano… al comercio con esclavos que, dijo, se había extendido mucho, de modo indignante… que un gran número de buques había sido equipado para ello en nuestros Estados meridionales, y que las barbaridades de la trata eran aún más atroces ahora que antes de que se intentara aboliría.»[765]
Castlereagh aprovechó la declaración de Viena para establecer en Londres una conferencia permanente de las potencias europeas. Pretendía que fuera un centro de información y de acción en lo relativo a la trata. La primera reunión se celebró el 28 de agosto de 1816, seguida de catorce, antes de que una cumbre de ministros de Asuntos Exteriores volviera a reunirse en Aquisgrán, en 1818, seguida ésta de dos reuniones más en 1819. Sin embargo poco se hizo, más allá de recabar información que no parecía interesar a la mayoría de potencias; además, éstas se quejaron de que en nada ayudaba a la causa de los europeos secuestrados por piratas de Berbería en el Mediterráneo, asunto que les importaba mucho más. De modo que Castlereagh se centró en negociaciones privadas y bilaterales con estos países.
En septiembre de 1816 escribió al conde Capo d’Istra, notable griego que ocupaba el cargo de secretario de Estado en San Petersburgo, que esperaba que el zar apoyara «con fuerza» el segundo artículo del Tratado de París referente a la trata: «Al establecer las máximas del cristianismo para la conducta entre Estado y Estado, un principio menos benévolo hacia África resultaría poco digno». Con extraña firmeza añadió: «Como dice el Preámbulo, podríamos desafiar la crítica moral, si nuestra ejecución se correspondiera con el principio que profesamos». Pretendía asegurarse el apoyo de España y Portugal para una alianza cuyo fin fuese la supresión eventual de la trata, pero no tardó en convencerse de que los gobiernos de estos países «se parecían en cuanto a deshonestidad y mezquindad»; nunca entendió las dificultades a que se enfrentaban, ni el hecho de que lodos sus esfuerzos se centraran en hacer frente a los movimientos revolucionarios en Sudamérica; los gobiernos hispano y luso, por su parte, sabían que si otorgaban demasiadas concesiones a Gran Bretaña, pondrían en peligro la lealtad de sus colonias, hasta de Cuba y, ciertamente, de Brasil.[766]
Cuando en diciembre de 1816 el Instituto de África en Londres (Africa Institution of London) le informó que todavía se transportaban cada año sesenta mil esclavos a través del Atlántico, quince mil de ellos en buques norteamericanos bajo pabellón español, Castlereagh hizo una asombrosa propuesta en la conferencia de cinco naciones celebrada en Aquisgrán en 1818: que el derecho internacional de registro de los buques negreros —sin el cual Gran Bretaña creía que sería imposible controlarlos— se complementara con «la vigilancia en la costa de África por una policía internacional armada… Para que esta policía sea legal o eficaz, debe crearse con el visto bueno y la autoridad de todos los Estados civilizados».[767] El derecho de registro databa del siglo XIV; lo novedoso de la propuesta consistía en aplicarlo en tiempos de paz.
La conferencia de Aquisgrán fue la primera que celebraron las potencias de Europa sin estar en guerra, con objeto de tratar de resolver sus problemas, innovación que se ha seguido desde entonces. Sin embargo, pocos fueron los ministros de Exteriores que apoyaron el plan de Castlereagh, pues tenían la impresión de que suponía un medio por el cual la «pérfida Albión» justificaría moralmente su dominio de los mares, cuando no del mundo. Esto, pese a que el zar Alejandro ya había intentado establecer en África una «institución neutral», con tribunal, armada internacional y sede propia; incluso había sugerido que las principales naciones concedieran a este organismo el «derecho de visita» de los buques sospechosos sin despertar los celos de las naciones individuales. Pero la propuesta del zar fracasó y éste perdió interés en el asunto, por lo que un diplomático toscano que asistía a la conferencia acertó al escribir en una carta a Florencia que «veo claramente que aún no hemos comenzado la época de oro».[768]
De momento, la única policía internacional era la armada británica, que actuaba a solas y a menudo en circunstancias legalmente dudosas. Según el tercer comandante de la flota británica en África occidental, el desafortunado capitán sir James Yeo, que luchó en las guerras napoleónicas y en la norteamericana, resultaba obvio que numerosos mercaderes norteamericanos continuaban participando en la trata después de 1815 y llevaban esclavos a Brasil y a Cuba, algunos en los veloces barcos filibusteros, con veinte o más cañones, construidos durante la guerra angloamericana de 1812. Su técnica consistía en «vender» el barco en Tenerife o La Habana a un mercader español que proporcionaría un capitán de esta nacionalidad, mientras que el verdadero propietario navegaba como pasajero.
Parecía necesario reforzar la flota británica, de modo que en 1818 sir George Collier viajó a África occidental con una fragata, tres corbetas y dos bergantines armados. El Almirantazgo le ordenó, como ordenó a Irby, «vigilar con diligencia las diversas bahías y calas… entre Cabo Verde y Benguela».[769] Era una misión imposible, pues, aparte del hecho de que había cientos de bahías y miles de calas entre esos puntos, la mayor parte se encontraba en una zona de calma tropical, donde escaseaba la brisa y, cuando la había, soplaba en dirección oeste o sudoeste, o sea, hacia la costa; por añadidura, las corrientes iban de oeste a este. Debido a estos factores, era más fácil navegar costa abajo que regresar, como todos sabían desde las primeras expediciones europeas; el bochornoso calor, el sol que deslumbraba en cubierta, el amontonamiento y la parca alimentación hacían de ésta una tarea sumamente agotadora.
Encima, si los buques se mantenían en mar abierto no podían patrullar; debían navegar cerca de la costa para averiguar lo que ocurría y enviar barcos río arriba, con frecuencia caída la noche, bajo el asalto constante de mosquitos que, por supuesto, podían provocar paludismo. Esto, además del obstáculo que solían suponer los bancos de arena en la desembocadura de los ríos.
Existían otros problemas. Así, por ejemplo, Collier escribió al Almirantazgo que «sólo gracias a mucha astucia (o por gran casualidad) podemos sorprenderlos [a los buques negreros] con esclavos a bordo. En algunos casos, mientras los botes [de remo, del navío de la armada] avanzan hacia el buque negrero, éste ya ha desembarcado a los esclavos en la playa, donde los obligan a bailar y dar toda clase de muestras de desdén por la tripulación de las barcas…».[770] En una ocasión, al propio Collier le impusieron una multa de mil quinientas libras por detener ilegalmente el Gavião, un buque que había encontrado al norte del Ecuador, a bordo del cual, en su opinión, había esclavos. En el verano de 1822, el Myrmidon confiscó dieciséis negreros, de los cuales sólo uno navegaba ilegalmente según los tratados.
El sucesor de sir George Collier, sir Robert Mends, otro oficial experimentado que había perdido un brazo en una batalla de la Revolución americana cuando contaba apenas trece años, escribió desde su buque insignia, el Owen Glendower, en el que moriría en 1823 cerca de Cape Coast, que «el comercio de esclavos no ha disminuido, ni veo cómo disminuirá mientras goce de la más abierta y reconocida protección europea…».[771]
Así pues, los oficiales y los marineros de la flota de África occidental solían desilusionarse; para colmo, el que no consiguieran una victoria pronta y absoluta, algo a lo que se había acostumbrado la armada durante las guerras napoleónicas, significó una reducción de las compensaciones, que en 1824 bajaron a diez libras por esclavo liberado, aunque la Corona otorgó a los marineros la mitad de las ganancias por la venta de los buques negreros confiscados.
También los cónsules británicos informaron de toda clase de barcos activos en los puertos negreros al norte del Ecuador, como, por ejemplo el brasileño Volcano do Sud, cuya tripulación, cuando en 1818 la capturó el Pheasant, de dieciséis cañones, asesinó a los británicos que lo abordaron y entregó su cargamento de doscientos setenta esclavos en una de las islas de la Bahía, frente a Honduras, como si nada hubiese ocurrido. Por añadidura, la prohibición portuguesa de la trata al norte del Ecuador supuso un estímulo para participar en ella al sur del mismo, incluyendo el comercio de África oriental y de Mozambique. En 1824 quince buques negreros, con quinientos esclavos a bordo de cada uno, zarparon de puertos del este de África hacia Brasil, donde se vendieron por doscientos dólares cada uno. Los tratantes del interior de Mozambique los habrían comprado por apenas unas cuentas cada uno, cuando no los habían secuestrado, y luego los habrían vendido a tratantes portugueses, por unos veinte dólares. Incontables eran las excusas que esgrimían los capitanes portugueses para justificar la trata: así, en 1822, el Morgiana, al mando del capitán Knight, capturó un buque luso, el Emilia, justo al norte del Ecuador, con trescientos noventa y seis esclavos a bordo. El capitán del Emilia declaró que había cargado su barco en Cabinda, muy al sur de esta línea; pero los esclavos dijeron que llevaban poco tiempo a bordó, los barriles de agua estaban más llenos de lo que habrían estado de ser cierta la afirmación del capitán y a los esclavos los habían marcado hacía muy poco tiempo.
En estas circunstancias, resultaba obvio que sólo se conseguiría la abolición si la diplomacia respaldaba a la fuerza naval; con esto se consiguieron algunos resultados. En 1817, Radama, el rey del Madagascar oriental, llegó a un acuerdo según el cual, a cambio de acabar con la trata, Gran Bretaña le pagaría cien mil dólares anuales durante tres años; Castlereagh cerró tratados similares con el imam de Mascate y, en 1822, con el sultán de Zanzíbar. Cierto que eran convenios modestos, pero les seguirían otros muchos de mayor envergadura.
En la última reunión de las potencias europeas después del Congreso de Viena, celebrada en la hermosa Verona, el representante británico, el duque de Wellington —basándose en informaciones recopiladas por cónsules, oficiales de la Marina y viajeros para el nuevo «departamento de la trata» del ministerio de Asuntos Exteriores— insistió en que en los primeros siete meses de 1821, treinta y cinco buques europeos habían entrado en aguas africanas al norte del Ecuador y habían adquirido veintiún mil esclavos. ¿Acaso no debían dar al comercio en esclavos el tratamiento que se daba a la piratería? No obstante, el representante de Francia, Chateaubriand, bloqueó la idea de una acción naval internacional conjunta contra la trata; no porque Francia precisara esclavos para sus colonias, Martinica y Guadalupe, declaró el gran escritor ahora ministro de Asuntos Exteriores, ni porque fuesen abrumadoras las presiones que ejercían los tratantes de Nantes y Burdeos, ilegales pero poderosos (Ducudray-Bourgault, presidente del tribunal de comercio de Burdeos, era negrero); ni siquiera por el papel desempeñado en la trata por el padre del propio Chateaubriand —asuntos todos que el brillante estadista no mencionaba ni en sus discursos ni en sus memorándums—; no, expresaba sencillamente la oposición francesa a dejar a Gran Bretaña el dominio del mar y estaba harto del asunto planteado con tanto ardor por los ingleses; «es singular», escribió, «esta perseverancia del gabinete de Saint James por querer introducir en medio de la discusión de cuestiones más importantes y urgentes, este remoto… asunto de la abolición del comercio de esclavos».[772]
En 1822 George Canning, el veterano diputado abolicionista desde los últimos años del siglo anterior, sucedió en el Ministerio de Asuntos Exteriores a Castlereagh, cuando, trágicamente, éste se suicidó en un momento de desequilibrio mental, ingenioso y arrogante, impertinente y culto, este resuelto adversario de la trata era diputado por Liverpool desde hacía años, hecho que demostraba cuánto había cambiado la situación en esta ciudad comercial. Al aceptar el cargo, Canning creía ingenuamente que «dos o tres años bastarán para borrar de los mares americanos y africanos ese atroz comercio que los infesta». Propuso que las potencias boicotearan a los países que todavía participaban en la trata.[773]
Los colegas europeos de Canning no se lo tomaron en serio. La respuesta a su «propuesta de negarse a admitir el azúcar brasileño… llegó (como era de esperar) con una sonrisa que indicaba la sospecha de los estadistas del continente de que había algo de egoísmo en nuestra propuesta…». A continuación Canning señaló al duque de Wellington que la trata se había vuelto aún más inhumana desde la abolición formal, debido a los métodos utilizados para ocultar los cargamentos, pues «parece que nunca se les ocurre a los despiadados propietarios… que son seres sensibles». Wellington debía informar a todos los asistentes al congreso de «este escándalo del mundo civilizado». Propuso, además, que se prohibiera el uso de pabellones portugueses y brasileños a los buques que no lo fueran, lo que equivaldría a una declaración internacional de que la trata constituía piratería, así como el boicot, a todos los productos brasileños. Sus esfuerzos resultaron infructuosos.
Dados estos reveses, el ministro de Exteriores recurrió a la política de Castlereagh, o sea, la del último recurso, es decir, la negociación directa bilateral. Redactó, pues, más de mil despachos centrados en lo trata. Fue él quien, con respecto a la trata de Cuba, definió las circunstancias en las cuales un capitán podía suponer que un buque mercante era negrero, aun cuando no hallara esclavos a bordo, a saber, buques anclados o «rondando» la costa de África que contuvieran más alimentos y agua de lo que podría consumir una tripulación de, digamos, treinta personas; tablas adicionales en la bodega que pudiesen utilizarse para construir una cubierta para esclavos, y, más obvio aún, grilletes y esposas, así como escotillas con rejillas.
Entretanto, la posición de Gran Bretaña presentaba ciertas inconsistencias que sus enemigos aprovechaban para acusarla de hipocresía, cuando no de perfidia. Cuando en 1825 la nueva República de Centroamérica abolió formalmente la esclavitud, numerosos esclavos negros huyeron a ella desde la Honduras Británica (ahora Belice), a la que fueron devueltos tras arduos debates en el Congreso y la insistencia del gobernador británico. Resultaba cada vez más obvio lo ilógico de oponerse a la trata con tanta vehemencia sin abandonar la esclavitud misma. Finalmente, los abolicionistas habrían podido celebrar el hecho de que, por fin, la caña, cultivada y refinada por esclavos, ya no constituía la principal importación de Gran Bretaña, de no ser porque la reemplazaba el algodón, sobre todo el de Estados Unidos, otro producto que debía su existencia a los esclavos.
Como ocurría con el azúcar, Gran Bretaña importaba mucho más algodón del que precisaba para vestirse, pues en el siglo xix Lancashire prosperó gracias a la exportación de prendas de este tejido; su demanda de algodón no sólo ayudó sino que alentó la creación en el sudeste de Estados Unidos de plantaciones que funcionaban con mano de obra esclava. En la primera mitad del siglo, hasta 1860 y la Guerra Civil norteamericana, Gran Bretaña importó la mitad o más del algodón producido en Estados Unidos: en 1800 la importación ascendía a aproximadamente el treinta por ciento y en 1860 había alcanzado el ochenta y ocho por ciento. Los créditos y las inversiones británicas en este producto apuntalaron el reino del «rey algodón», de modo que no sorprenderá que los enemigos europeos de Gran Bretaña, como los tratantes nanteses, afirmaran socarronamente que era tan «caballerosa como una bala de algodón».
En marzo de 1825 Gran Bretaña aprobó una ley por la cual sus súbditos que participaran en la trata, culpables de «crimen, piratería y robo, serían ejecutados sin beneficio de un sacerdote y perderían todas sus tierras, propiedades y bienes, cosa que debía sufrir todo pirata, criminal y ladrón en los mares». Fuertes palabras para un comercio que, hasta hacía dieciocho años, llevaban a cabo los mejores hombres del mundo comercial de aquel país y que duques de la familia real, pares y alcaldes habían practicado durante doscientos años. Sin embargo, ningún súbdito fue llevado a juicio a resultas de esta ley, aunque a mediados del siglo algunos negreros y marineros ingleses continuaban vendiendo esclavos a Cuba, Brasil y Surinam, entre ellos, el capitán John Discombe, del Eliza, un barco probablemente inglés que fue capturado en 1819 en Freetown; el capitán William Woodside, del Beym, capturado en Gallinas en 1825; Jacob Walters (¿o sería Guillaume Neil?), capitán, encontrado en 1826 a bordo del Jeune Eugénie en el Viejo Calabar con cincuenta esclavos y toda la documentación en inglés. Los tratantes ingleses suministraron buques negreros a Pedro Blanco, el principal tratante español en el río Gallinas, hacia 1830, y se sabía que un tal Jennings suministraba calderas, grilletes, etc., a Pedro Martínez, también español. Pero, pese a tanto hipócrita y filisteo, los británicos del XIX solían obedecer las leyes. La modificación en 1825 de las Leyes de Navegación, que permitía a los colonos de las Indias occidentales británicas comerciar libremente con esclavos en cualquier lugar del mundo, supuso un reflejo de ello.
Estas innovaciones económicas restaron importancia a las declaraciones de emancipación, a menudo lentas y sin sentido, hechas por los nuevos Estados soberanos de América Latina, cuya población esclava era insignificante. Venezuela abolió la trata en 1821, con matices, pues los hijos de esclavos servirían al amo de su madre hasta llegar a la mayoría de edad, cuando una junta decidiría en qué podía trabajar y la manumisión de los adultos dependía del pago de una compensación a los amos, dinero que procedía de los impuestos. Ese mismo año, en cuanto obtuvieron su independencia, la abolieron Colombia y Chile; México no lo hizo sino hasta 1829. Todos estos países, así como Argentina, prometieron ayudar a Gran Bretaña con sus armadas, un gesto útil desde el punto de vista simbólico, pero inútil en la práctica pues su fuerza naval era casi nula. No obstante, los amigos de la cultura latina pueden sentirse satisfechos al recordar que la esclavitud como institución desapareció en lo que había sido el imperio continental hispano mucho antes de desaparecer en Estados Unidos.
En su esfuerzo por poner fin a la trata, Gran Bretaña también hizo uso de la diplomacia tradicional con las principales potencias que participaban en ella. Si bien cada una reaccionó a su manera a las presiones británicas, todas compartían el punto de vista expresado con mayor contundencia por Francia, o sea, que el abolicionismo británico era hipócrita. El hecho de que lo mismo creyeran muchos no ingleses de elevadas miras se desprende de un comentario que conversando con Eckermann hizo Goethe, que no tenía intereses personales en el asunto y cuyos compatriotas no tenían nada que ver con la trata: «Mientras los alemanes se torturan con problemas filosóficos, los ingleses, con su gran sentido práctico, se burlan de nosotros y se apoderan del mundo. Es de todos conocida su declaración contra la trata y aunque han esgrimido toda clase de máximas humanitarias para sostener su actuación, al fin se ha descubierto que su verdadero motivo es práctico, algo que siempre necesitan para actuar y que debió de haberse conocido antes. En sus extensos dominios de la costa oeste de África, ellos mismos usan a los negros y va contra sus intereses que se los lleven… de modo que sermonean contra la esclavitud por razones prácticas. Hasta en el Congreso de Viena, el enviado inglés la denunció con gran celo, pero el enviado portugués fue lo bastante sensato para contestarle tranquilamente que no se habían juntado para enjuiciar al mundo o decidir cuáles eran los principios de la moralidad; conocía bien el objetivo de Inglaterra y tenía el suyo propio y sabía cómo defenderlo y alcanzarlo.»[774]
No es de sorprender que pensaran igual que el gran Goethe quienes participaban en la trata en La Habana, Nantes, Río de Janeiro y Charleston, muchos de ellos convencidos, además, de que los ingleses estaban resueltos a impedir como fuera que prosperaran las plantaciones de caña y café de los vecinos de sus colonias antillanas.
Un nuevo tratado angloespañol, firmado en 1818, se refería a la trata; se fundamentaba en otra recomendación del Consejo de Indias, pese a la oposición de los cubanos cuyo portavoz en Madrid eran Arango y su colega Rucavado. Según los británicos, puesto que el decreto español de 1804 permitía la trata por sólo doce años más (y seis en el caso de los extranjeros), ese comercio ya era ilegal en España. Sin embargo el gobierno de Madrid no estaba de acuerdo.
Este tratado de 1818 complementaba el tratado angloluso de 1815, aunque en algunos aspectos iba más allá. Estipulaba que a todos los súbditos españoles se les prohibiría la trata después del 20 de mayo de 1820; después de esto, los capitanes capturados con esclavos serían encarcelados diez años en Filipinas y su cargamento humano sería manumitido. Ambos países se comprometían a que sus buques informarían sobre cualquier barco del que sospecharan que llevaba esclavos; como en el tratado angloluso, si se encontraba uno de estos barcos, lo llevarían a juicio ante un tribunal mixto (o sea, no exclusivamente británico) en Sierra Leona, o en La Habana caso de que lo hallaran en aguas americanas. Por supuesto, Castlereagh opinaba que el «derecho de registro» era «indispensable… la base de todo»; sin embargo, el tiempo demostraría que las patrullas se veían obstaculizadas por el hecho de que antes del registro debían estar seguras de que había esclavos a bordo.
Otra cláusula del tratado estipulaba que cuando un tribunal confiscaba un buque, éste debía venderse y ambos gobiernos compartirían la ganancia; además, los esclavos serían manumitidos y entregados a la ciudad en la que el tribunal había tomado la decisión; finalmente, en una cláusula que provocó numerosas críticas en Londres, los británicos aceptaron pagar cuatrocientas mil libras en concepto de compensación por las pérdidas sufridas por los españoles hasta la firma del tratado, cifra que la Cámara de los Comunes puso en tela de juicio, aun cuando, según Brougham, el acuerdo había resultado barato.
Muchos buques negreros hispanos habían sido capturados entre 1810 y 1817 y algunos españoles habían perdido la vida al resistirse. El representante en Londres de los plantadores de Cuba, W. H. G. Page, convenció al doctor Joseph Philmore, diputado por Saint Mawes y catedrático de Derecho civil en Oxford, de que planteara en la cámara la posibilidad de una indemnización por los buques capturados ilegalmente. No obstante, el Ministerio de Asuntos Exteriores creía que estos asuntos debían tratarse con el gobierno español, y dio a entender al embajador hispano, a la sazón todavía el conde de Fernán Núñez, que hasta que Madrid no aboliera definitivamente la trata, Gran Bretaña no estaba muy dispuesta a hacer concesiones, ni siquiera en casos en que los oficiales navales británicos hubiesen obrado ilegalmente. Bien es cierto que los buques interceptados por la armada británica constituían un porcentaje ínfimo de los que zarpaban: en los dieciocho meses entre enero de 1816 y septiembre de 1817 salieron rumbo a África unos ciento cincuenta desde La Habana, diez desde Trinidad, treinta desde Santiago de Cuba y dieciséis desde Matanzas.
Pero el rey de España no entregó sus cuatrocientas mil libras a los negreros de Cuba sino que compró al zar de Rusia cinco fragatas y tres buques de línea con los que pretendía enviar más soldados a recuperar sus dominios en Sudamérica; de hecho, la posibilidad de hacer este «negocio escandaloso» fue una de las razones que le impulsaron a firmar el tratado.
Antes de esta firma, los británicos se habían mostrado muy activos en Madrid. Charles Vaughan, el embajador, habló con todos los miembros del Consejo de Estado y distribuyó ejemplares de un folleto, Bosquejo del comercio de esclavos, escrito por el liberal español Blanco White, pero tuvo que informar a su gobierno de que los plantadores de La Habana habían ofrecido dos millones de dólares al gobierno de Madrid si éste les permitía continuar legalmente con la trata, y otros quinientos mil cada año que el permiso privado durara. En todo caso, fue el influyente general Castaños y Aragoni —el capitán general de Cataluña que había infligido a Napoleón su primera derrota, en Bailen en 1808— quien convenció al rey de que cediera ante los ingleses a fin de mantener buenas relaciones con ellos, pues, dijo, España precisaba la ayuda británica para hacer frente a la amenaza de Estados Unidos contra Nueva España y Florida.
«Alabado sea Dios», exclamó Wilberforce, por el acuerdo; en el debate al respecto en la Cámara de los Comunes, sir Oswald Mosley, diputado whig por Midhurst, declaró que «no nos compete a nosotros enseñar la humanidad a España», pero el liberal sir James Mackintosh comentó que «el “derecho de registro” en sí supone la abolición». No obstante, pronto se vio que en la práctica el tratado significaba menos de lo que había parecido a primera vista.[775]
Antes de firmarlo, José García de León y Pizarro, el nuevo ministro de Exteriores español, escribió a las autoridades de Puerto Rico y Cuba (que ya no eran colonias, sino provincias de España), exhortándolas a hacer arreglos para que en los tres años siguientes al menos un tercio del cargamento de los buques negreros fuese de mujeres, para que con la propagación «de la especie» la futura abolición de la trata se sintiera menos. El tono empleado sugiere que, engatusándolos, esperaba que lo que quedaba del imperio aceptara genuinamente la abolición; pero Cuba, resuelta a desarrollar su industria azucarera como lo habían hecho Jamaica, Brasil y Saint-Domingue, rechazó su «solución virginiana». En otras partes del imperio, como México, la concesión de Madrid carecía de importancia.
En La Habana recibieron la noticia del tratado en febrero, y en marzo una carta más extensa del ministro de Exteriores. Puesto que el tratado se firmó en septiembre y se llegaba a La Habana en cuatro semanas en un buque rápido, diríase que en Madrid los ministros se tomaron un tiempo extraordinariamente largo para encontrar el modo de expresarse. El gobernador, el general José Cienfuegos, sobrino de Jovellanos, el estadista liberal del siglo anterior, convocó una reunión del Real Consulado, a la que asistieron representantes de todas las viejas familias de Cuba (Ignacio Pedroso, el marqués Cárdenas de Montehermoso, Manuel de Ibarra y Ciriaco de Arango, primo del economista), así como un miembro de la nueva generación de tratantes que, pese a haber nacido casi todos en la península Ibérica, tenían ya mucho poder económico en La Habana: Santiago de la Cuesta y Manzanal, mercader, tan corpulento que parecía que había guardado todo su dinero en su cuerpo para mantenerlo a salvo, según Francés Calderón de la Barca.[776]
En las actas de la reunión figuran varias expresiones de lealtad como convenía a esa «siempre fiel» isla, designación que el capitán general había conseguido formalmente para la colonia; pero por unanimidad se pidió al gobernador que no publicara el tratado anglohispano y sugirió la creación de un comité de reflexión sobre el asunto; en él participaría Santiago de la Cuesta que sabría lo que ocurría en el campo.[777]
El comité dio a conocer su informe, en el que solicitaba al gobierno que diera tiempo a los plantadores para conseguir «los esclavos que de tantas maneras nos hacen falta, para la reproducción de la especie negra», basándose en las normas de decoro, humanidad y filantropía… mencionadas en el tratado. Entretanto, el 17 de marzo, el Diario del gobierno de La Habana publicó la ley.
Los tratantes, plantadores y funcionarios de Cuba acordaron no dejar que la abolición formal de la trata impuesta por España interfiriera en este comercio. Después de todo, eso habían hecho los franceses, como hemos visto en el capítulo veintiocho. El año anterior se había hablado del futuro de la trata y parece que ahora tanto el gobernador como el tesorero, Alejandro Ramírez, aseguraron a Santiago de la Cuesta (que a su vez informó a sus colegas tratantes) que, hiciera lo que hiciese el gobierno en Madrid para contentar a los ingleses, la situación en el Caribe sería distinta. Al fin y al cabo, la mayoría de plantadores españoles llevaba años importando esclavos de contrabando —sobre todo de los ingleses en Jamaica— para evitar los impuestos; ¿acaso no sería fácil continuar haciéndolo, para eludir lo estipulado en el nuevo tratado con Londres? Además, cabía la posibilidad de que el cambio de opinión de los anglosajones fuese provisional; los negreros de La Habana conocían bastante bien Inglaterra y sabían que pese a los deseos del gobierno, algunos inversores y mercaderes de Londres estarían más que dispuestos a ayudar a Cuba a adquirir una mano de obra suficientemente numerosa. Parece también que el gobierno hispano decidió en secreto dejar que sus subordinados en Cuba incumplieran la ley, según se desprende de una carta dirigida en 1844 a los ministros de Asuntos Exteriores y de la Marina por un posterior capitán general de Cuba, el general Tacón: «al efecto creé deber observar que al concluirse el tratado de 1817 se comunicó una RI. Orden reservada a los capitanes generales de las islas de Cuba y Puerto Rico, y al Intendente, superintendente delegado de ellas, para que se disimilase le importación de negros procedentes de África, fundándose en que se consideraban necesarios para la conservación y fomento de la agricultura».[778]
Mediante concesiones en los impuestos y a través de sus representantes en la isla, la Corona española hacía también lo que podía para que aumentaran la inmigración y las inversiones extranjeras a Cuba. Ya se habían asentado allí numerosos norteamericanos y ahora los siguieron aún más; algunos se dedicaron a la trata y a otros les bastaron, de momento, sus plantaciones de caña. De estos últimos, el rey de la trata de Rhode Island, James de Wolf, empleaba en sus haciendas Mariana, Mount Hope y San Juan, cerca de Matanzas, a esclavos que él mismo había importado antes gracias a los servicios de su sobrino, George, quien aún participaba activamente en la trata y cuya plantación de caña, el Arca de Noé, se hallaba al sudoeste de La Habana, cerca de Batabanó.[779]
En aquellos días, casi todos en Cuba sentían hostilidad hacia la «pérfida Albión», incluyendo el capitán general Cienfuegos y a su efímero sucesor, Juan Manuel Cagigal (el primer contacto de ambos con Inglaterra tuvo lugar en el cerco a Gibraltar de 1783); el tesorero, el capaz Alejandro Ramírez y verdadero amo de la isla durante muchos años, como era un tradicionalista en cuestiones de política extranjera, nunca dejó de ver en Gran Bretaña al eterno enemigo, antagonismo que en lugar de amainar se exacerbó con la ayuda que ese país dio a España en las guerras napoleónicas.
Los funcionarios coloniales tenían otras cosas de qué ocuparse, como el temor a una revolución, ya como la de Haití, ya como en el resto de América Latina, pues lo único que garantizaría la lealtad de los plantadores cubanos era el suministro constante de esclavos. Lo que más enfurecía a Ramírez era que Estados Unidos utilizara el pabellón español en sus buques, como hizo, por ejemplo, una goleta construida en Bristol, en Rhode Island, en 1818, cosa de la que se le quejaron treinta mercaderes hispanos.
Fueran cuales fuesen las expectativas de los plantadores, la firma del tratado con Gran Bretaña supuso, como era de esperar, un estímulo a la importación de esclavos antes de que venciera el plazo legal; así, en tres años entraron en Cuba cien mil africanos, setenta mil de los cuales lo hicieron por La Habana. La bandera de los barcos que los llevaron era por lo general la española, aunque una era danesa; tres, portuguesas; una, estadounidense y una, francesa. No obstante, muchos de los que llevaban pabellón español pertenecían a negreros de Estados Unidos, varios de ellos de la flota de George de Wolf, de Bristol, en Rhode Island. Barnabas Bates, a la sazón director de Correos de Bristol, escribió en 1818 que el sistema consistía en que «aquí en Bristol los buques destinados al mercado africano consiguen cargamentos para ese mercado y el recaudador [Charles Collins] autoriza su salida hacia La Habana, donde el propietario efectúa una venta nominal del navío y del cargamento a un español, embarca a un capitán nominal y va a África… Cuando el buque ha hecho un viaje, puede seguir con otro sin regresar a Estados Unidos. Entonces, desde La Habana se le manda un nuevo cargamento… Hay un buque aquí presto para zarpar, llamado General Peace, que antes era propiedad de Thomas Saunders, de Providence [lo había comprado George de Wolf]… La tripulación habla abiertamente de su destino, y un hombre que tenía una deuda conmigo me dijo con gran audacia que me esperara “a que pudiera ir a capturar unos mirlos negros”».[780] El tío político de George de Wolf, Charles Collins, era todavía el recaudador de aduanas de Bristol y visitaba con frecuencia su plantación en Cuba, sin duda para hacer arreglos en vista a reducir la posibilidad de procesamiento por los actos ilegales. No obstante, George de Wolf se arruinó en 1825, y, de paso, arrastró consigo a casi todo Bristol. Huyó y pasó los últimos años de su vida en Cuba.
La trata legal española no acabó sin un incidente notorio: en 1819, una corbeta de la marina haitiana, apropiadamente llamada Wilberforce, capturó un buque negrero hispano, el Yuyu (conocido también con el Dos Unidos) que llegaba de África con un cargamento de esclavos. El 26 de marzo de 1820 el capitán general de Cuba pidió al presidente de Haití, el mûlatre (mulato) Jean-Pierre Boyer (que había unido temporalmente Santo Domingo con Saint-Domingue) que devolviera los esclavos que había liberado. No hubo respuesta, como tampoco la hubo a una segunda petición. Finalmente, en enero de 1821, Boyer contestó en tono conciliador, pero se negó a devolver los esclavos. Para entonces, la trata en Cuba ya no era legal y la población esclava en la isla ascendía probablemente a doscientos mil.
Al ver que los hacendados cubanos preferían la riqueza y la dependencia a la independencia sin defensas, el gobierno español, complacido en el fondo, alentó por primera vez la inmigración de europeos a la isla. Impuso un gravamen de seis pesos por cada esclavo varón importado en los últimos años de la trata legal, ingreso que había de usarse para atraer mano de obra blanca barata; a fin de alentar la importación de esclavas, éstas quedaban libres del gravamen.
En otra fiel colonia española, Puerto Rico, más pobre, de una población de más de ciento ochenta mil, los blancos (ochenta mil) y los negros libres o mulatos (ochenta y cinco mil) superaban en número a los esclavos (diecisiete mil quinientos).
En 1820, el gobierno español, como se había previsto, pidió repetidamente a los ingleses que retrasaran la puesta en vigor del tratado antiesclavista: sin duda a los buques que se encontraban en alta mar se les permitiría entregar su cargamento; ¿acaso no precisaba diez meses un barco que zarpara hacia África en busca de esclavos para Cuba?
El rey apoyaba tácitamente estas peticiones de los plantadores, mercaderes y funcionarios cubanos, y por ello sustituyó al ministro Pizarro, que se mostraba tan imprudentemente orgulloso de haber introducido el fin de la trata, por el marqués de Casa Irujo, amigo firme de los tratantes; parece que el agente de los cubanos en Madrid, general De Zayas, hizo bien su trabajo.
El 20 de mayo de 1820, cuando se suponía que se acabaría formalmente la trata en Cuba, se acordó retrasar el vencimiento del plazo hasta el 31 de octubre, pero los cubanos alegaron, por medio de sus amigos en Madrid, que cinco meses no bastaban. Y no fue sino hasta el 10 de diciembre cuando el capitán general de la isla informó a los recién nombrados comisionados británicos en La Habana que había recibido órdenes de cumplir con las condiciones del tratado; esto gracias a una revolución liberal en Madrid, sin la cual cuesta creer que se hubiese hecho algo para poner fin a la trata.
De modo que se establecieron tribunales en Sierra Leona y en La Habana; en esta ciudad, sin embargo, los jueces serían Alejandro Ramírez, el tesorero que había hecho planes con los plantadores sobre cómo eludir el tratado, y Francisco de Arango, el teórico de la trata en Cuba.
Para colaborar con la patrulla naval, la marina española envió sólo un par de barcos, pero ni éstos ni los británicos podían hacer gran cosa en La Habana, aunque lo hubiesen querido, pues resultaba imposible diferenciar a simple vista los buques negreros de los otros que salían de Cuba, como también lo era registrar todos los que parecieran sospechosos.
En marzo de 1821, pocos meses después de la puesta en vigor del tratado, ocurrió un incidente típico. El comodoro británico Collier interceptó en la ensenada de Benin a la goleta cubana Ana María, que llevaba quinientos esclavos. La tripulación de Collier abordó la goleta; el capitán insistió en que era norteamericano, pero, según sus documentos se trataba de Mateo Sánchez, español; se encerró en su camarote y se originó una pelea durante la cual cincuenta esclavas saltaron por la borda y se las comieron los tiburones; sin embargo, Collier pudo liberar a cuatrocientos cincuenta esclavos en Sierra Leona.
Tras la revolución de 1820, las nuevas Cortes liberales de España nombraron una comisión que debía proponer medidas para evitar las violaciones del tratado de 1817 y decretar que las condiciones de dicho tratado se incluyeran en el nuevo código penal. No obstante, entre los miembros de las Cortes había gentes de las colonias; los tres diputados de Cuba tenían instrucciones de señalar que hacía falta un nuevo retraso de seis años para prohibir la trata con eficacia, pues en este plazo se podía abastecer las haciendas de esclavos, entre ellos, mujeres africanas para la conservación de «la especie» y de las haciendas… De todas las provincias del imperio español, la que más tenía que ver con este comercio era la isla de Cuba. Ninguna otra había participado directamente en la trata, con sus propios buques y su propio capital, por lo que los perjuicios provocados por el cese repentino serían incalculables.[781]
Sin embargo, uno de los diputados cubanos, fray Félix Varela, profesor de Filosofía y auténtico liberal que se había criado en Florida, pasó por alto las instrucciones de La Habana; fue el primer cubano que se pronunció públicamente contra la trata y declaró con audacia que hasta que no se aboliera la esclavitud, las Antillas correrían siempre el peligro de que los esclavos se rebelaran, pues los revolucionarios haitianos y del continente tenían muchos planes para la liberación de Cuba. ¿Cómo podía esperarse que los esclavos se mantuvieran quietos mientras los criollos y otros se alegraban de la nueva libertad que les otorgaba la Constitución de 1820? El bárbaro era el mejor soldado, dijo, cuando encontraba quien lo liderara, y por lo ocurrido en Santo Domingo resultaba evidente que en Cuba no escasearían los dirigentes. Añadió que el pueblo cubano deseaba que no hubiese esclavos, que sólo querían encontrar otros modos de satisfacer sus necesidades. Propuso, pues, la manumisión de esclavos que hubiesen servido quince años a un amo, la libertad de todos los que nacieran tras la publicación del decreto, así como una lotería, cuyo ganador podría adquirir su libertad, y la creación de comisiones filantrópicas que dirigieran la abolición y protegieran a los esclavos.[782]
En España no prestaron atención a su discurso, pero sí en Cuba. El historiador José Antonio Saco, alumno de Varela, que pronto sería diputado, recordaría que había oído a alguien en las Cortes decir que debía arrancarse la lengua a cualquier diputado de Cuba que pidiera la abolición de la esclavitud. A otro sacerdote, también diputado de Cuba en las Cortes, fray Juan Bernardo O’Gabán, lo persuadieron para que escribiera un opúsculo contra Varela, Observaciones sobre la suerte de los negros, en el que insistía que la trata suponía un medio de civilizar a los africanos, y que si entendían realmente el humanitarismo, los sabios legisladores obligarían a los africanos a trabajar y apoyarían su traslado hacia América, en lugar de oponerse a ello.[783]
El asunto no tuvo solución hasta que, en abril de 1823, el ejército francés compuesto por «cien mil hijos de san Luis» e inspirado por Chateaubriand, depuso al gobierno revolucionario de España. Los liberales de Madrid que no se exiliaron fueron descartados y algunos ejecutados; Varela y quienes pensaban como él emigraron a Estados Unidos, como han tenido que hacer desde entonces tantos cubanos ilustrados. Con esta contrarrevolución desapareció cualquier posibilidad de una pronta desaparición de la esclavitud en Cuba.
En un esfuerzo por apoyar su propia política, Gran Bretaña amplió su red de barcos patrulla a Cuba y Brasil, lo cual no impidió que numerosos buques negreros entraran en los puertos de Cuba; al menos veintiséis en 1820 y 1821; unos diez en 1822; cuatro en 1823 y siete en 1824, y no fue sino hasta este último año que los británicos capturaron un buque negrero cerca de la isla y liberaron a los esclavos que llevaba.
La captura de este primer barco provocó una polémica: se supo que el comandante en jefe español, general Francisco Tomás Morales (que había estado al mando del último ejército hispano en Venezuela, y que lo había retirado a Cuba) era uno de los principales accionistas del buque, hecho que, como señaló el juez británico Kilbee en uno de sus numerosos informes a Londres, «dice muchísimo de la situación del comercio con esclavos». Kilbee ya se había convencido de que «con muy pocas excepciones, todos los empleados del gobierno [en La Habana] están directa o indirectamente comprometidos» en la trata.
Luego estaba el problema de los esclavos emancipados que se habían beneficiado de la filantropía inglesa: se suponía que debían entregarse a miembros del clero, a viudas o a otros propietarios benevolentes que prometieran cuidarlos. Al capitán general no le entusiasmaba la idea de dejar sueltos a tantos negros libres y encargó su reparto al gaditano Joaquín Gómez, uno de los destacados tratantes de la isla, de modo que los plantadores acabaron por controlar a los emancipados y a tratarlos como si fuesen esclavos.
Es cierto que unas nuevas leves establecían que estos africanos debían recibir clases de religión cristiana y aprender un oficio para poder mantenerse y ser manumitidos al cabo de cuatro años. Sin embargo, en la práctica los volvían a emplear quienes ya habían hecho uso de sus servicios.
Con la captura por el Lion de otro negrero cubano, El Relámpago, a finales de 1824, se inició una disputa entre británicos y españoles que duró medio siglo. A bordo del buque había ciento cincuenta «bozales», o sea, esclavos venidos directamente de África, todos con derecho, por tanto, al certificado de emancipación. El juez Kilbee dispuso que a cada hombre y mujer se le enseñara un oficio, pero Claudio Martínez de Pinillos, un astuto juez del Tribunal Mixto que había sucedido a Ramírez, insistió en que liberar a los emancipados, que tendrían la cabeza llena de las ideas inglesas de libertad, supondría un peligroso ejemplo para los demás negros de la isla; las autoridades hispanas añadieron que devolverlos a África sería demasiado costoso, que no encontrarían un barco dispuesto a hacerlo, que sería una locura devolver estas almas a «las tinieblas del paganismo» y que seguramente los expondrían a ser revendidos como esclavos. Martínez de Pinillos, hábil economista, ahora tesorero de La Habana y juez, había ayudado a redactar, en España, el decreto de comercio libre con las Américas que, de haber sido dictado unos años antes, quizá hubiese evitado la desintegración del imperio hispano. En Cuba ideó el modo de aumentar los ingresos anuales de la colonia, de dos millones a treinta y siete millones en doce años y por esto se le tomaba tan en serio. Fue el pionero del ferrocarril que unía La Habana a Güines, el primero del mundo hispano, gracias a las cuatrocientas cincuenta mil cuatrocientas cincuenta libras prestadas por Robertson, de Londres.
No obstante, el Consejo de Indias rechazó las ideas de Martínez Pinillos en cuanto al trato que debía dispensarse a los emancipados y uno de sus miembros, Manuel Guazo, sugirió que llevaran a los africanos a España para construir carreteras, a lo que se opuso el arzobispo de Toledo; otros propusieron que los enviaran a las islas Baleares o a la costa Mosquitos de Centroamérica, para que trabajaran bajo la vigilancia de unos sacerdotes, y el Ayuntamiento de La Habana alegaba que los británicos debían devolver los buques capturados y los emancipados a Sierra Leona. Pero el ministro de Asuntos Exteriores español decidió que lo mejor sería llevarlos a España, donde trabajarían como criados; el viaje se pagaría con la venta de los buques capturados y, de ser necesario más dinero, con un impuesto adicional en Cuba.
A los plantadores cubanos esta decisión, que figuró en un decreto real de 1828, les parecía demasiado costosa; según Joaquín Gómez, el tratante que se había convertido en subprior del consulado de La Habana, se precisaría un mínimo de veinte pesos por cabeza para llevar la idea a la práctica y Martínez de Pinillos sugirió que se repartieran, como había ocurrido hasta entonces, entre instituciones o individuos de la isla, para ser empleados como criados o jornaleros libres. No señaló cómo habían de diferenciarlos de los esclavos si se les pedía que trabajaran en una plantación de caña o de café —y a muchos se lo pidieron—. Todo indica que en la práctica nada los diferenciaba, pero ésta fue la solución provisional que se aplicó durante unos años.
Por supuesto, se suponía que la armada española cumplía la misma misión que la británica, pero entre 1820 y 1842 detuvo sólo a dos buques, ambos portugueses, cuyos esclavos no estaban sujetos a la jurisdicción del juez Kilbee y su tribunal. Sin embargo, si bien fueron muchos más los buques capturados por los británicos, poca mella hicieron en la cantidad de barcos negreros que llegaron a la isla: al menos treinta y siete en 1825, con más de once mil esclavos, y unos catorce en 1826, con tres mil setecientos cautivos. En 1825 Kilbee informó a Canning de que «el que pueda indicar el número de esclavos desembarcados no se debe a que cuento con mejores fuentes de información que antes… sino a que las transacciones de esta naturaleza son ahora públicas y notorias, sin misterio».[784]
Parece que, por mucho que hiciera uso de sus servicios de información, el gobierno británico nunca tuvo una idea certera de la manera de actuar española, y persistió en sus esfuerzos para llegar a acuerdos formales que suponía que la otra parte cumpliría honorablemente. Castlereagh usó esta táctica también con Portugal, con el cual firmó un nuevo tratado en julio de 1817, una modesta ampliación de los acuerdos previos entre ambos países. Como resultado, las armadas de ambos países podían abordar buques mercantes sospechosos de practicar la trata ilegal; esto se refería sobre todo a la armada británica, pues a la portuguesa no le apetecía la misión. No obstante, habían de capturar los buques que transportaran esclavos ilegalmente y enjuiciar a sus capitanes ante jueces británicos y lusos en un tribunal mixto en Siena Leona o en Río de Janeiro; los buques se venderían; los esclavos se emanciparían y personas de «integridad reconocida» los emplearían como criados o jornaleros libres o bien trabajarían en obras públicas. Dos meses después de la firma del tratado, el gobierno portugués promulgó una ley que disponía la confiscación del buque, además de fuertes multas y exilio a Mozambique para los tratantes ilegales y sus capitanes. Al sur del Ecuador la trata sería legal otros cinco años; la ley de 1813 exigía la presencia de un médico a bordo de cada negrero, pero ahora bastaría la presencia de aficionados «chupasangres»; la ley de 1813 limitaba el número de esclavos transportados a cinco por dos toneladas de desplazamiento, hasta doscientas una toneladas, y uno por cada tonelada adicional, pero con el tratado de 1817 el esclavo por tonelada adicional aumentó a dos por tonelada.
Además, como en Cuba, lo referente a los emancipados resultaba imposible de aplicar y a la mayoría de africanos se les trataba como si fuesen todavía esclavos. Para colmo, el «exilio en Mozambique» con que se castigaba a tratantes y capitanes, permitía a éstos seguir usando dicho territorio como colonia esclavista.
Pese a todo, el tratado provocó la furia de plantadores y tratantes brasileños, cuya situación era del todo distinta a la de los cubanos y que empezaron, por primera vez, a pensar en la independencia. Al parecer, a diferencia de España con Cuba, Lisboa nunca aseguró secretamente a Río que la trata continuaría y sin importar las intenciones lusas los brasileños estaban resueltos a continuar comerciando con esclavos en los puertos de siempre; la mayoría se burlaba de la oposición británica a la trata, pues, ¿no seguían los bancos británicos dando crédito a los hacendados brasileños para la compra de esclavos? ¿Acaso no se abastecían de mercancías británicas los buques negreros que salían de Río o Bahía hacia las costas africanas? Justo después de la firma del tratado angloluso de 1817, la importación de esclavos aumentó «más allá de todo ejemplo anterior», en palabras del embajador británico Henry Chamberlain en mayo de 1818, que añadió que veinticinco buques habían «llegado desde el principio del año, ninguno de los cuales trae menos de cuatrocientos [esclavos] y muchos traen muchos más…». Estas cifras se repetían cada año.[785]
Nos equivocaríamos si supusiéramos que los deseos de independencia de Brasil se alimentaban sólo de la rabia por la cuestión de la trata. Pero, cuando en 1823 el regente dom Pedro se proclamó primer emperador de un Brasil independiente, le apoyó una población cuyo resentimiento se había reforzado al ver que el gobierno luso cedía a las presiones inglesas con respecto a la trata.
A partir de este momento, Gran Bretaña tuvo que vérselas más con el nuevo imperio del sur que con Portugal, y fue un brasileño quien dio el primer paso: en noviembre de 1822 un representante oficioso de dom Pedro en Londres, el general Filisberto Caldeira Brant (futuro marqués de Barbacena) se puso en contacto con Canning para conseguir el reconocimiento diplomático del nuevo país. Canning le explicó que lo primero era ver la posición de Brasil con respecto a la trata, comentario que cayó en unos oídos inesperadamente favorables, pues Brant, como dom Pedro, se oponía a la trata y hasta mencionó que sería deseable abolir la esclavitud; a dom Pedro y a Brant les interesaba sustituir los esclavos por mano de obra europea, en parte por filantropía, pero también por temor a lo que podría ocurrir en Brasil con una mayoría negra permanente. En una conversación posterior, Canning dejó entrever que a cambio de que Brasil aboliera la trata, Gran Bretaña lo reconocería formalmente; por su parte Brant dijo que apostaría, lo que no constituía una promesa, que si Gran Bretaña reconocía su país y aceptaba su azúcar, Brasil aboliría la trata en un plazo de cuatro años. Por tanto, Canning pidió a sus propios ministros que apoyaran un acuerdo en ese sentido, pues, alegó, «el gran mercado de la trata legal es Brasil».[786] Sin embargo, Brant no recibió la autorización de su propio gobierno. El principal ministro de dom Pedro, Bonifacio de Andrada e Silva, era probablemente el que más se oponía a la trata en su país, pero temía las consecuencias sociales de una abolición inmediata. Cabe señalar que este estadista, científico y viajero al estilo de Humboldt, había estudiado con Volta y Lavoisier, había viajado por Francia y Turquía y había construido canales en Portugal antes de regresar a la vida política en Brasil, en 1819. No tardaron en obligarle a renunciar al cargo, en parte por criticar la esclavitud. No obstante, la Asamblea brasileña debatió el tema abiertamente y acabó por pedir, cosa asombrosa, un mínimo de apenas cuatro años para abolir la trata; en 1826 un tratado semejante al tratado anglohispano con respecto a Cuba estableció un plazo de tres años para poner fin a la trata, por lo que, a partir de 1830, para el nuevo gobierno brasileño la trata equivaldría a piratería. También se firmó un tratado comercial que otorgaba a Gran Bretaña una posición privilegiada. Por supuesto Inglaterra reconoció formalmente el nuevo país.
No obstante, siguió un largo debate en la Asamblea brasileña acerca de si debía ratificar estos tratados. El ministro de Asuntos Exteriores, marqués de Queluz, aristócrata nacido en Portugal que en 1821 había publicado una obra crítica de la trata, explicó en una carta asombrosamente franca dirigida a la Cámara de Diputados que, al aceptar las condiciones de Gran Bretaña, el gobierno actuaba «por el bien de la nación, pues cedía voluntariamente lo que se le habría quitado por la fuerza». La mayoría de oradores se quejaron de que Gran Bretaña había obligado a los brasileños a aceptar la abolición, que no era la Cámara la que dictaba la ley sino «los ingleses los que nos la imponen y son los ingleses los que la harán respetar a expensas de los desdichados brasileños». Así, Raimundo da Cunha Matos, que había pasado muchos años en África, creía que «no había llegado el momento de que Brasil abandonara la importación de esclavos». Pocos brasileños creían en los motivos humanitarios de Gran Bretaña; la mayoría suponía que quería echar a perder la agricultura brasileña a fin de beneficiar a las Indias occidentales, y hasta que deseaba romper los lazos de Brasil con Angola para convertirse «en amo de África». En cuanto a las condiciones de trabajo de los esclavos, los diputados brasileños señalaron los treinta y cinco días de guardar y los domingos, cuando los esclavos podían bailar y cantar, y los compararon con la dureza de las condiciones en que creían que vivían las comunidades esclavas en las colonias británicas del Caribe. En todo caso, el tratado se ratificó y el nuevo país se preparó para la abolición en 1830. En Luanda, los tratantes se preguntaron cómo iban a pagar las mercancías a que se habían acostumbrado. ¿A qué comercio legal podían recurrir? ¿A la cera de abejas? ¿Al marfil?[787]
Entretanto, en Brasil, con la amenaza de su pronto final, la trata llegó a su apogeo, como había ocurrido en Cuba en circunstancias similares: en 1826, 1827 y 1828, Río importó un total de más de treinta mil esclavos por año, cuarenta y cinco mil en 1829 y sesenta mil, en 1830. Un observador británico, el reverendo Robert Walsh, que viajó de Río a Minas Gerais en 1828, observó que «en todas partes se invierte capital en la compra de negros» y recordó haber visto a diario «caravanas como las descritas por Mungo Park en África, serpenteando por los bosques; el mercader, que se distingue por el ancho sombrero de fieltro y el poncho, va detrás con un largo látigo en mano. También causa compasión ver a grupos de estas pobres criaturas en los ranchos abiertos de noche, juntándose, asustados y calados por la fría lluvia, en un clima mucho más frígido que el suyo». En su opinión, había «tal superabundancia de carne humana en los mercados de Río que se han convertido en una droga nada lucrativa [un exceso invendible]».[788]
Paradójicamente, quienes defendían la trata empezaron a insistir en que se precisaban africanos para civilizar Brasil: «África civiliza a Brasil», declaró Bernardo Pereira de Vasconcelos; por su parte, los abolicionistas usaban con frecuencia la metáfora «amontonar barriles de pólvora en las minas brasileñas», y empezaron a dar muestras de algo parecido al prejuicio racial cuando insistían en que Brasil debía poner fin a la trata con objeto de asegurar la supervivencia de la población blanca.
En mayo de 1830, en su discurso anual, dom Pedro I confirmó que la trata brasileña pronto sería declarada ilegal, pero un año después, convencido de su impopularidad, abdicó en favor de su hijo de seis años. Aunque su reputación se resentía por sus vínculos con los odiados portugueses y por el tratado de abolición firmado con los británicos, su abdicación no impidió que el nuevo gobierno brasileño dictara una ley en noviembre de 1831 mediante la cual la importación de esclavos sería ilegal. El general Brant, el primer interlocutor brasileño de Canning del que ya hemos hablado, presentó un proyecto de ley en el Senado, cuyo artículo primero afirmaba que todo esclavo que entrara en Brasil sería automáticamente libre; a la policía se le concedió autoridad para registrar barcos sospechosos de introducir cautivos y se implantaron multas, penas de prisión, recompensas y premios. A esto siguieron varias normativas, incluyendo una que permitía a los africanos que creían haber sido importados ilegalmente presentarse ante los jueces.[789]
Esta medida radical obedeció menos a razones filantrópicas que al deseo de «enseñarles a los ingleses», o sea, de demostrar las buenas intenciones, que no significaba cumplirlas. La mayoría de brasileños sensatos creían que todo palidecía al lado de las buenas relaciones con Gran Bretaña; otros se habían asustado con las recientes revueltas de esclavos en la provincia de Bahía: hubo un tiempo en que daba la impresión de que las guerras religiosas africanas se repetirían en Brasil, pues eran hombres inteligentes que leían y escribían árabe los que encabezaban las revueltas; en Bahía parecía haber más personas que supieran leer en los alojamientos de los esclavos que en las «casas grandes». Según la historiadora Nina Rodrigues, «no eran esclavos sin cultura los que llegaban [en esos tiempos], sino miembros sumamente civilizados de pueblos guerreros, que sabían leer y escribir árabe y que a veces servían a amos menos refinados que ellos. Además, poseían el espíritu religioso del islam… Costaba convertirlos en dóciles máquinas para cultivarla tierra…».[790] En 1807 hubo una rebelión hausa; una islámica, más generalizada, en 1809, y otras menos fáciles de identificar, en 1814, 1816, 1822 y 1826, seguidas de al menos una por año; muchos blancos murieron antes de que pudieran sofocarlas.
También en 1818 Gran Bretaña firmó un tratado con Holanda, similar al que tenía con España y Portugal, según el cual la marina británica garantizaría la abolición mediante el derecho de visita y de registro de los buques neerlandeses; además del de Sierra Leona, se establecía un tribunal en Surinam, como los había en La Habana y en Río; un escuadrón de la marina holandesa colaboraría con la británica. Este acuerdo lo consiguió con relativa facilidad el embajador británico en La Haya, Richard le Poer Trench, lord Clancarty, que convenció a Castlereagh de que le autorizara a hacer regalos a quienes lo ayudaran. No obstante, pese al virtual abandono por Holanda de la trata, sólo el nuevo y anglófilo rey Guillermo pudo persuadir a los ministros neerlandeses de que actuaran en consonancia con los deseos de los británicos, puesto que algunos, como el estadista Van der Oudermeulen, hijo de un famoso gobernador de Surinam, deseaban dar nueva vida a la trata en esa colonia. Si bien ningún buque negrero había zarpado de Holanda a África desde 1808, algunos mercaderes de ese país siguieron participando en la trata ilegal hacia Surinam, como se desprende del poema de Heine Das Sklavenschiff («El barco de esclavos»), cosa que también hicieron algunos buques franceses, como en 1823 el Légère, cuyo capitán Dubois evitó ser procesado so pretexto, extraño pero romántico, de que su padre había sido asesinado en la Vendée. Entretanto, los holandeses buscaban un «comercio legítimo» en la Costa de Oro y un procónsul, el gobernador Daendels, se ocupó de ensanchar el principal camino de Elmina a Kumasi.[791]
Ni siquiera el tratado angloneerlandés se cumplió. Así, el juez holandés en Sierra Leona, Van Sirtema, intervino a favor de los tratantes, como se vio cuando en 1819 el Thistle, al mando del teniente Hagan de la armada británica, capturó el Eliza cerca de la costa; no cabe duda de que transportaba esclavos, pero todos habían sido desembarcados, menos uno, que proporcionó al teniente Hagan la excusa Para la detención, y la absurda sentencia de Van Sirtema se basó en el tecnicismo jurídico de que el tratado se refería a «esclavos» y no a «un esclavo».[792] Otro tanto ocurrió con el capitán del Myrmidon, que había capturado al luso San Salvador con un esclavo a bordo: el juez sentenció que el esclavo, al que habían mandado de vuelta al continente cuando avistaron al Myrmidon, todavía pertenecía al vendedor, el formidable Joaquín Gómez, de La Habana.
En 1823 los holandeses aceptaron que un buque podía ser condenado si estaba obviamente equipado para la trata —según la definición de Canning descrita al principio de este capítulo—, aun cuando todavía no hubiese adquirido ningún esclavo, gracias a lo cual en 1825-1826 varios barcos neerlandeses fueron decomisados. Después de las guerras napoleónicas, los plantadores de caña precisaban esclavos, o eso creían, pues aunque producían menos azúcar que Cuba y Brasil, estaban muy interesados en este producto. A menudo los buques holandeses se ocultaban bajo el pabellón francés y de hecho sus tripulaciones no solían ser neerlandesas. Hubo algunos incidentes, como el del Fortunée que en 1827 fue capturado por un navío británico y llevado ante el tribunal angloneerlandés en Sierra Leona, puesto que la documentación del barco había sido arrojada por la borda y la tripulación había tenido que aprender extraños nombres de pila que podían tomarse por holandeses. En total, veintitrés barcos fueron llevados ante los tribunales angloneerlandeses, todos en Freetown, menos uno; este último, el Nueve von Snauw, fue procesado en Paramaribo, en Surinam, y declarado captura legal; los cincuenta y cuatro esclavos a bordo fueron liberados y el único tripulante inglés fue juzgado en Barbados.
Parece que después de 1830 los plantadores holandeses no pudieron permitirse el precio de los esclavos, pese a lo cual la interferencia de los jueces británicos no dejó de indignar a los hacendados de Paramaribo, y el último juez británico en la zona, Edward Schenley, huyó temeroso por su vida, después de acusar de crueldad a unos propietarios de esclavos. Según unos informes publicados en Inglaterra, fue juzgado in absentia y declarado culpable de calumnia.
Los abolicionistas británicos, que a los ojos del extranjero incluían ya ministros además de polemistas, tenían que vérselas también con la compleja posición de Estados Unidos. Gran Bretaña deseaba influir en la política de Washington, pero le resultaba difícil. Estados Unidos no tuvo representación en las conferencias organizadas por Castlereagh tras las guerras napoleónicas, por las razones tradicionales, a saber, que estaba resuelto a evitar «alianzas comprometedoras» y no le interesaba buscar «monstruos» a los que destruir. Cuando Castlereagh le planteó en 1818 el tema de la trata, el culto Richard Rush, de Pennsylvania, hijo del abolicionista doctor Benjamin Rush, antaño secretario de Estado (ministro de Exteriores) y a la sazón embajador en Londres, insistió, siguiendo las instrucciones del ministro de Asuntos Exteriores, John Quincy Adams, en que «nada que no fuera hallar esclavos a bordo autorizaría [a la armada británica] a capturar o detener». La «situación y las instituciones peculiares de Estados Unidos» impedían la clase de acuerdo que Gran Bretaña deseaba. «Reconocer a oficiales de un buque de guerra extranjero el derecho de subir a los barcos de Estados Unidos y registrarlos en tiempos de paz, fueran cuales fuesen las circunstancias, provocaría la repulsa universal de la opinión pública de este país», añadió.[793] Si los británicos hubiesen entendido lo que todavía sentían los norteamericanos por la afirmación inglesa de que en tiempos de guerra podían obligar a los buques mercantes capturados a aceptar a bordo marineros de su armada, los estadistas norteamericanos podrían haberse mostrado más dispuestos a aceptar el derecho de registro que pedían. Después de todo, lo que proponía Gran Bretaña era el derecho mutuo, y esto en una costa concreta y con navíos concretos.
De hecho, no todos en Estados Unidos consideraban insensata la petición británica. En 1817, por ejemplo, una comisión de la Cámara de Representantes exhortó al gobierno a iniciar negociaciones que permitieran el derecho de registro, y en 1819 un abogado, joven entonces, el juez Story, denunció ante un gran jurado en Boston la continuación clandestina de la trata; recordó el pasaje de la Declaración de Independencia que declaraba que todos los hombres eran libres e iguales y sus derechos, inalienables; ¿cómo, entonces, excluir a los esclavos de esta cláusula? Concluyó valerosamente que «si toleramos este comercio, nuestra caridad no es sino un nombre, y nuestra religión no es más que una débil y escurridiza sombra».[794]
En aquella época la trata era tolerada todavía en Luisiana y el este de Florida. Los esclavos se concentraban en Galveston, en Texas, que a la sazón era todavía territorio mexicano, y los compraban emprendedores mercaderes en Nueva Orleans. Muchos de estos cautivos habían sido capturados por piratas en buques armados que apresaban legítimos barcos negreros españoles en alta mar. En marzo de 1818 Mcintosh, el recaudador de aduanas de Brunswick, en Georgia, dijo al secretario del Tesoro que «negros africanos y de las Indias occidentales se introducen ilícitamente casi a diario en Georgia»; el de Nueva Orleans, Chew, aseguró al gobierno que «para poner fin a ese comercio es indispensable una fuerza naval adecuada para estas aguas, [de lo contrario] serán introducidas cantidades alarmantes de esclavos…».[795]
Florida era todavía española —aunque Estados Unidos había absorbido descaradamente Florida del Oeste en 1803— y allí muchos asentamientos se habían convertido en bases para la trata con Norteamérica, sobre todo la isla Amelia, justo enfrente de Jacksonville, una especie de Curaçao del siglo XIX. Tal era el volumen de la trata que «una vez se vieron trescientos barcos de velas cuadradas esperando a que los cargaran en las aguas españolas». La bahía Barataria, al sur de Nueva Orleans, conocida en los años anteriores a 1820 Por la gran variedad de mercancías de contrabando, formaba, por ley, parte de Estados Unidos, pero en la práctica era un feudo privado e ilegal de Jean y Pierre Lafitte, dos aventureros nacidos en Bayona. Su técnica consistía en mandar piratas a que capturaran negreros españoles y llevar su cargamento al continente, a través de los brazos Pantanosos de los ríos (bayous), los lagos y las calas al oeste del Mississippi. Jean Lafitte, que hacia 1810 fundó una herrería en Nueva Orleans, es un personaje conocido en la trata, un criminal de buenos modales, tan notable por su generosa hospitalidad como por su crueldad; debía gran parte de su éxito a la hábil manipulación que hizo de una oferta británica de perdonarle sus anteriores crímenes a cambio de su ayuda contra Estados Unidos en el cerco de Nueva Orleans en 1814.
El gobierno encomendó la destrucción del asentamiento de la bahía Barataria al comodoro Daniel T. Patterson y al coronel George T. Ross. Sin embargo, los tratantes, si eran resueltos, encontraban siempre nuevas oportunidades. Por ejemplo, el comodoro Louis Aury, otro pirata, que era legalmente oficial de la marina de Nueva Granada —pero la ley no era una de sus prioridades—, se estableció primero en la isla de Galveston, frente a lo que es ahora Houston, luego en Matagorda, también en Texas pero más al sudoeste y, finalmente, en la isla Amelia, con el fin de practicar el contrabando de esclavos. En 1817 el gobernador de Georgia, David Mitchell, un escocés nacido en Muthill, Pertshire, dimitió del cargo para ser agente de los indios creek y, al parecer, participar en el contrabando entre Georgia y Luisiana, donde recibía esclavos; por cierto que en 1821 le descubrieron y enjuiciaron, aunque lo declararon inocente.
La técnica utilizada consistía, en palabras de Richard Drake, que participaba en la trata, en que la coffle «a cargo de capataces negros… remontara el río Escambria y cruzara la frontera [de Florida] con Georgia, donde mezclábamos algunos de nuestros negros salvajes con varios escuadrones de negros nativos y los llevábamos por tierra hasta venderlos, solos o por parejas, en el camino… Los dominios españoles prosperaban con este intercambio de negros… Florida era una especie de vivero de criadores de esclavos y muchos ciudadanos norteamericanos se enriquecieron con el comercio en negros de Guinea, a los que introducían continuamente de contrabando, en pequeños grupos, en el sur de Estados Unidos… Era un negocio activo».[796]
Entretanto, los Lafitte se instalaron en un asentamiento de la isla de Galveston al que llamaron Campeche y desde allí llevaron a cabo sus lucrativas actividades; en ocasiones capturaban buques negreros y en ocasiones comerciaban con piratas, como René Béluche o George Champlin, que hubiesen capturado buques en alta mar. Vendían algunos de los esclavos capturados en Estados Unidos y el resto en Cuba.
Cuando en 1818 el general Andrew Jackson conquistó Pensacola, en Florida, uno de sus oficiales, el capitán Brooke, capturó en el muelle al buque negrero Constitution; llevaba ochenta y cuatro africanos a bordo y su destino era un puerto estadounidense; el teniente McKeever capturó el Louisa y el Marino, que transportaban apenas veintitrés cautivos entre los dos. Todos iban obviamente destinados al mercado norteamericano.
Los esclavos se obtenían también de otras fuentes. En una obra que posee ciertos méritos, si bien debe mucho a las ínfulas sensacionalistas del autor, Richard Drake afirmaba que en aquellos años se había establecido en una de las islas Bahía, frente a Honduras, donde siempre tenía a mano mil seiscientos cautivos para venderlos a tratantes de La Habana, así como de Nueva York, Nueva Orleans, Florida y hasta Boston. A algunos de los esclavos, declaraba, «los llevaban a los grandes pantanos norteamericanos y allí se guardaban hasta que el mercado los necesitara. A cientos de ellos los vendieron como “fugitivos capturados” en los bosques de Florida. Teníamos agentes en todos los estados esclavistas [de Estados Unidos] y nuestros barcos costeros se construían en Maine, de donde salían con leña… Aunque ahorcaran a todos los mercaderes yanquis activos [en la trata] cientos más tomarían su lugar», añadía para tranquilidad de sus lectores.
Los cálculos del número de esclavos importados en Estados Unidos en aquellos años varían mucho. El general James Tallmadge, diputado por Nueva York y después presidente de la Universidad de Nueva York, dijo a la Cámara de Representantes en 1819 que era «un hecho bien conocido que unos catorce mil esclavos han sido traídos a nuestro país este último año»; los diputados Henry Middleton por Carolina del Sur y Wright por Virginia, ambos propietarios de grandes plantaciones en las que hacían uso de mano de obra esclava, sugieren las mismas cifras, aunque es probable que sean exageradas. Resulta asombroso que los historiadores norteamericanos hayan evitado el tema de la trata ilegal, si bien, según Curtin, el más serio estudioso de las estadísticas de la trata, entre 1807 y 1860 se introdujeron en Estados Unidos unos cincuenta mil esclavos; de ser así, la gran mayoría debió llegar, por los caminos y métodos que hemos expuesto, entre 1807 y 1830.[797]
En gran parte como resultado del escándalo de la isla Amelia, el gobierno del presidente James Monroe presentó en 1818 un nuevo proyecto de ley contra la trata, en el que se ofrecía una recompensa a los contrabandistas de esclavos que delataran a sus socios; se embargarían los barcos y la mitad del producto de su venta iría al gobierno y la otra mitad a los delatores; los acusados debían probar que no habían introducido ilegalmente a los esclavos con que viajaban. Este proyecto no atrajo mucha atención, ni siquiera cuando el Congreso lo aprobó, aun cuando en el debate se alegó que James Bowie de Nueva Orleans ganó sesenta y cinco mil dólares en dos años, primero al introducir de contrabando los esclavos que le vendía Jean Lafitte y luego con la recompensa que obtuvo al delatarlo.
En 1819 el diputado por Virginia, Hugh Nelson —hijo del gobernador de ese estado, y propietario de una gran hacienda en Belvoir, en el condado de Albemarle, en la que hacía uso de esclavos—, insistió en incluir la pena de muerte en la Ley Antiesclavista, pero el Senado la quitó, aunque en mayo de 1820 se presentó otro proyecto de ley que, además de establecer este castigo, daba al presidente de la nación el poder de hacer que «cualquier buque armado de Estados Unidos se use para vigilar las costas de Estados Unidos y sus territorios, o las costas de África y otros lugares» con el fin de capturar negreros norteamericanos; para hacer cumplir la ley se le asignaban cien mil dólares.
El presidente Monroe mandó una flotilla a las costas africanas. El capitán Edward Trenchard zarpó en el Cyane en enero de 1820, seguido del capitán George C. Reed en la corbeta Hornet, en junio de aquel mismo año; el capitán Robert Field Stockton, hijo de «Richard el duque», senador por Nueva Jersey, partió en abril de 1821 en la goleta Alligator; en julio de ese mismo año lo hizo el capitán H. S. Wadsworth en la corbeta John Adams, con veinticuatro cañones, y el capitán Matthew Perry lo siguió en agosto, en la goleta Shark. Era la primera vez que Estados Unidos actuaba contra la trata tan lejos de casa. La experiencia, por más que supuso una lección interesante, no sirvió de gran cosa para efectuar un cambio. No obstante, ésta fue su primera acción como potencia internacional, aparte de su modesta participación en la lucha contra los piratas de Barbaria.
De estos capitanes, Perry, hermano del héroe de la batalla del lago Erie y futuro instigador del comercio con Japón, informó que «ni siquiera oí hablar de un navío negrero norteamericano». Sin embargo, como era de Newport, en Rhode Island (donde se encuentra su estatua en un lugar destacado), y su hermano se había casado con la hija de James de Wolf, quizá no debería sorprender esta asombrosa declaración;[798] lo que sí hizo fue detener y registrar una goleta francesa, la Y, capitaneada por Guillaume Segond y propiedad del gobernador de Guadalupe; por su cargamento de mil galones de ron, más de tres mil kilos de tabaco y un baúl lleno de sombrillas, Perry estaba seguro de que era un buque negrero, pero, aunque tenía razón, pues después Segond recogió cuatrocientos esclavos y los entregó, sanos y salvos, en Guadalupe, no pudo probarlo. También encontró un barco innegablemente negrero, el Caroline, igualmente de Guadalupe con ciento treinta y tres cautivos del río Gallinas, al sur de Senegal. Por entonces Francia no había firmado ningún tratado de supresión de la trata y Perry tuvo que dejar que el buque siguiera su camino. Los tripulantes del buque de Perry se escandalizaron al ver cuán demacrados estaban los negros y ofrecieron a su capitán reembolsarle conjuntamente la multa que pudieran imponerle por una captura ilegal; Perry no aceptó, pero hizo firmar al capitán negrero, Victor Ruinet, un documento por el cual se comprometía a no volver a transportar esclavos; esto no impidió que un par de años después Ruinet capitaneara el Jeune Caroline y el Prince d’Orange. En el Cyane, el capitán Trenchard, algunos de cuyos antepasados fueron cuáqueros, tuvo más éxito: capturó cinco negreros norteamericanos; el capitán Reed, en el Hornet, capturó uno, y el capitán Stockton, en el Alligator, capturó cuatro (además luchó en dos duelos, uno de ellos con un oficial británico, y luego fue senador, como su padre). Todos los buques capturados iban a La Habana y los embargaron, aunque los capitanes y los tripulantes fueron liberados.
Entre mayo de 1818 y noviembre de 1821, los capitanes norteamericanos capturaron quinientos setenta y tres africanos en once buques. Con un entusiasmo poco habitual en él, sir George Collier, que era todavía comandante de la flota británica que cumplía la misma función, informó que sus colegas norteamericanos «han actuado en todas las ocasiones con el mayor celo… y me es muy satisfactorio observar que hubo una unanimidad de lo más perfecta entre la flota de Su Majestad y la de los buques de guerra norteamericanos que tenían la misma misión…».[799]
En 1821 esta declaración tenía fundamento, pero antes de 1839, las dos potencias de habla inglesa colaboraron muy poco, y, como veremos, ni siquiera después lo hicieron con mucho ahínco. Al informar de que había efectuado diez capturas, otro capitán estadounidense, más observador o más honrado que Perry, declaró que «aunque obviamente pertenecen a norteamericanos, están tan completamente cubiertos por documentos españoles que resulta imposible condenarlos… El comercio en esclavos es muy extenso. Probablemente haya no menos de trescientos navíos [de diferentes naciones] que participan en la trata, cada uno con dos o tres tipos de documentación». El secretario de Estado Adams aceptó que los buques norteamericanos colaboraran con los británicos en las costas de África, pero las consecuencias prácticas de esta concesión fueron muy modestas.
Con todo, Estados Unidos fundó su propia Sierra Leona. Tras la creación en 1816 de una «sociedad colonizadora» auspiciada por Henry Clay, a la sazón portavoz de la Cámara de Representantes, ochenta y seis esclavos negros zarparon en febrero de 1820 en el bergantín Elizabeth, escoltado por una corbeta de la armada estadounidense, la Cyane, capitaneada por el capitán Trenchard, rumbo a la isla Sherbro, sesenta millas al sur de Sierra Leona, donde Kizel, un negro de Nueva Bedford había establecido, con dinero propio, una colonia de ocho familias. Sin embargo, de los nuevos inmigrantes, veinticinco murieron de fiebre, como también murió el agente del gobierno norteamericano, el reverendo Samuel Bacon. Los demás fueron a Sierra Leona, para ser llevados más tarde a Cabo Mesurado, que sería la base de Monrovia, así llamada en honor del presidente James Monroe. Después de luchar con tratantes que embarcaban cautivos en Tradetown a unos kilómetros de allí, estos supervivientes fundaron una colonia y la llamaron Liberia. También se fundaron otros diminutos Estados, aunque todos eran, como Sierra Leona, demasiado pequeños para suponer una solución al problema de la esclavitud en el Nuevo Mundo.
En 1820 y 1821 otra comisión de la Cámara de Representantes recomendó otorgar a Gran Bretaña el derecho de registro, pero el secretario de Estado John Quincy Adams se opuso; dijo a Stratford Canning, el embajador británico en Washington, un agresivo y presumido primo de George Canning, que «un convenio que dé el poder a las autoridades navales de una nación a registrar los buques mercantes de otra en busca de delincuentes y delitos cometidos contra las leyes de esa otra nación… apoyada por otra potencia para capturar y llevar al navío a otro puerto, y allí someterlo a un tribunal la mitad del cual está compuesto de extranjeros, que no responde al tribunal supremo de ésta, nuestra nación… sería otorgar un poder… tan adverso a los principios elementales y la seguridad indispensable de los derechos individuales que… ni siquiera si se aprueban por completo los fines… se puede justificar la transgresión».[800]
Es cierto que a principios de 1823 Estados Unidos y Gran Bretaña estuvieron de acuerdo en dar al comercio con esclavos el trato de piratería y durante unos meses el Congreso parecía prever la posibilidad de alcanzar un verdadero acuerdo con Gran Bretaña. El 28 de febrero de ese año, la Cámara de Representantes pidió al presidente que iniciara negociaciones con «las potencias marítimas europeas» a fin de denunciar la trata como piratería y que concediera un limitado derecho de registro. Pero este matiz se perdió en el Senado, donde James de Wolf, de Rhode Island, el antiguo príncipe de los negreros norteamericanos, encabezó el movimiento de oposición. No obstante el secretario de Estado creía que sería políticamente posible denunciar la trata bajo el derecho de las naciones, y envió a Londres un borrador de tratado que otorgaba el derecho a la armada de cualquier país de capturar los buques sospechosos, pero siempre a condición que se les juzgara con las leyes del país del buque. Se presentaba, pues, una verdadera oportunidad.
Canning, el ministro de Asuntos Exteriores inglés, aceptó el proyecto, aunque tanto él como su primo en Washington creían que sería mejor un derecho general de registro; añadió al documento de Adams una frase según la cual los ciudadanos de cualquier buque capturado con el pabellón de otra potencia serían enviados a su propia capital para que se les juzgara y que lo mismo se haría con los ciudadanos del país cuyo pabellón se utilizaba. El 30 de abril de 1824 el presidente Monroe presentó el borrador enmendado al Senado, donde fue objeto de vigorosos ataques. El senador por Luisiana, Henry Johnson, fue el que más enmiendas destructivas propuso, como la exclusión de las aguas territoriales de Estados Unidos, así como la supresión de la aplicación del derecho de registro de ciudadanos que alquilaran el buque de otra nación. Para Gran Bretaña estas omisiones eran inaceptables. Stratford Canning escribió a su primo que creía estar «embarcado en una misión imposible» al tratar de conseguir el derecho de registro que, según él, era lo único que podría poner un pronto fin a la trata. En consecuencia, estas conversaciones entre los ministros de Asuntos Exteriores de ambos países (los más hábiles que hayan tenido ambos) resultaron infructuosas y los británicos se vieron obligados a actuar en solitario durante más de quince años. En los meses siguientes, un resuelto diputado norteamericano, Charles Fenton Mercer, diputado por Virginia, trató repetidamente de convencer a su gobierno de que reiniciara las negociaciones con Gran Bretaña, pero fracasó y ésta fue una de las razones por las que, a sus sesenta años, dimitió de su escaño y se convirtió en cajero de banco en Tallahassee, en Florida.
Su fracaso se debió a dos cosas. Primero, al rencor que causaba el que los cruceros británicos intervinieran constantemente en los buques norteamericanos, aun cuando fueran negreros, puesto que, como había dicho John Quincy Adams, los legisladores estadounidenses no podían tolerar que los extranjeros pusieran al descubierto el hecho de que este país no hacía respetar sus propias leyes. Segundo, que, pese a lo relativamente reducido de la importación de esclavos en el siglo XIX, la esclavitud parecía más «profundamente enraizada» que nunca, al menos en el sur. En aquellos años el sur prosperaba y producía más riqueza que el norte. Los plantadores de algodón estaban convencidos de que la esclavitud constituía un sistema eficaz y se dedicaron activamente a proteger esta institución; once estados, por ejemplo, introdujeron la pena de muerte para los esclavos que participaran en insurrecciones, y en trece estados exhortar a los esclavos a rebelarse merecía el mismo castigo. Además, se idearon nuevas trabas a la manumisión.
Como última oferta, el presidente Monroe pidió a todos los gobiernos de Europa que negociaran con él a fin de poner término a la trata, pero este paso bienintencionado resultó inútil, pues los gobiernos europeos desconfiaban de las conferencias y sobre todo de una que estuviese presidida por Estados Unidos.
No hemos de suponer que, por mucho que en aquellos años se opusieran a Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos se entendían. Así, en 1821, las relaciones entre ambos países alcanzaron un nivel sumamente bajo, debido a que en la costa de África el teniente Stockton de la armada estadounidense había capturado cuatro buques que navegaban con bandera francesa, pero, como estaba seguro de que eran negreros norteamericanos, los mandó a Boston con parte de su tripulación a bordo. El gobierno francés se indignó, sobre todo porque la armada británica ya había detenido en una ocasión anterior al Jeune Eugénie, que ciertamente era francés y había navegado directamente de Guadalupe a África a comprar esclavos, con el nombre de Jeune Catherine. Enfurecido, el embajador francés Jean-Baptiste Hyde de Neuville fue a ver al secretario de Estado, quien describió así el encuentro: «Se levantó del asiento y, con tono perentorio y vociferante, dijo: “Y bien, señor, puesto que le parece correcto informar al presidente de lo que he venido a decir, deseo que le diga de mi parte que, en mi opinión personal, si no se le da satisfacción… la France doit leur déclarer la guerre [Francia debe declararles la guerra]”». Según Adams, pronunció estas últimas palabras «casi con frenesí, y arrastró la palabra guerre con largo y virulento énfasis y, sin esperar respuesta, salió precipitadamente de la estancia, olvidando su sobretodo…». Hyde, nieto de un tal James Hyde que había huido de Escocia después de la batalla de Culloden, era un monárquico convencido y posteriormente sería ministro de la Marina; se convirtió en fiero abolicionista, al menos de palabra, tanto que en 1823 describió la trata como «bárbara hasta un punto desconocido en la historia de la barbarie».[801]
Las consecuencias fueron todo menos gloriosas. El presidente Monroe aseguró a Francia que Stockton se había equivocado y que él, Monroe, había dado órdenes de que ningún barco de la armada norteamericana capturara nunca buques negreros con bandera extranjera. Parece que nadie se quejó. Diríase que la causa de la abolición estadounidense guardaba silencio.
Esto no significaba que Francia no se hubiese adaptado a la opinión que prevalecía en el ámbito internacional. En 1817 el gobierno del duque de Richelieu anunció tajantemente que todo barco, francés o extranjero, que intentase introducir esclavos «en cualquiera de nuestras colonias», sería confiscado y al capitán se le prohibiría el mando de cualquier otro buque. Una atenta lectura del decreto daba la impresión de que se dirigía tanto contra Gran Bretaña como contra los tratantes, ya que equivalía a una declaración de que Francia se responsabilizaría de su propia trata; tampoco se refería a lo que ocurría en Francia misma, ni condenaba a los capitanes franceses que transportaran cautivos a Cuba o Brasil y el castigo a los que los llevaran a las colonias galas resultaba poco severo. Los mercaderes de Nantes y Burdeos, para no hablar de los de Honfleur y Le Havre, se percataron de inmediato de las oportunidades que les ofrecía esta nueva decisión, por lo que no es de sorprender que estimulara la trata con Cuba y otros países; así, en 1818 se efectuaron al menos veintiocho expediciones negreras, la mayoría desde Nantes.[802]
Otra medida francesa tuvo tan poco efecto como la anterior. Por ejemplo, el gobierno permitía la introducción de esclavos en el territorio del río Senegal, territorio que Gran Bretaña no devolvió a Francia hasta 1817, junto con Guayana; allí los emancipaban, y ponían a trabajar catorce años, como engagés à temps o indentured, o sea, para ganarse su libertad. Algunos de estos hombres y mujeres acabaron trabajando para el Estado francés en Cayena y Madagascar; muchos habían sido esclavos en África antes de trabajar para el imperio francés, en el cual las condiciones no se diferenciaban mucho de la esclavitud; no obstante, la concesión suponía un gran avance, tanto por haber sido incluida en la ley como por lo que prometía. Por cierto que también le fueron devueltos a Francia varios comptoirs (factorías) de África, como Arguin, Gorée, Rufisque, Joal, Portudal, Albreda en el río Gambia, la isla de Gambia en el estuario del Sierra Leona, así como una o dos en las islas Bissagos y Los y unas cuantas en el río Casamança.
Por fin, en marzo de 1818 la trata fue declarada ilegal en Francia. El inteligente barón Seguier, cónsul en Londres, probablemente influyó sobre el gobierno al alegar que, para ganarle la partida a Gran Bretaña, los galos debían oponerse con mayor fuerza a la trata. En todo caso, el ministro de Marina, conde Molé, presentó ante la Asamblea Nacional una ley de dos artículos, junto con una cita de Montesquieu: «¿Por qué no podrán los príncipes de Europa, que firman tantos tratados inútiles, firmar uno a favor de la caridad y la compasión?» Cabe señalar que ésta fue la primera vez que alguien citaba a este creativo pensador en la legislatura gala. Nadie disintió y Molé ordenó a los directores de los puertos conocidos como negreros que hicieran respetar la prohibición de la trata.
Sin embargo, este cambio, por muy bienintencionado que fuera, no hizo sino convertir un comercio antes tolerado en clandestino. En los escasos tres años transcurridos desde 1815, una nueva generación de tratantes se había acostumbrado al negocio y contaba con simpatizantes en los ministerios y entre las autoridades portuarias. En Nantes la comunidad comercial y financiera local apoyó la ya ilegal trata, pues los intereses esclavistas controlaban empresas como el Banco de Nantes y la Sociedad Aseguradora de Nantes. Así, en 1818 zarparon de los puertos franceses unos treinta buques con rumbo a África, pero el año siguiente el número aumentó a casi sesenta.
Molé estableció una patrulla naval para impedir la partida de buques negreros desde África, aunque esta patrulla tardó varios años en funcionar de modo eficaz. Con todo, Molé mandó cuatro buques (el Moucheron, el Iris, el Écureuil y el Argus) a Saint-Louis, en Senegal, y a Gorée, con órdenes de «visitar» todo barco francés del que se sospechara que se dedicase a la trata, aunque no se esperaba que se acercaran a buques que no tuvieran algo que ver con Francia. Es de suponer que con esto Molé también pretendía reafirmar la presencia gala tras los siete años de ocupación británica de las colonias francesas.
La primera «visita» que efectuó la patrulla fue, sin embargo, a un barco inglés de tres velas en el río Gallinas, aunque no consiguieron que lo embargaran. Pero más tarde detuvieron y capturaron el Deux Sœurs, de Marsella. Según la ley, sólo podían acusar al capitán; la tripulación y el propietario no tenían nada que temer. La patrulla interrogó a numerosos capitanes, pero en muchos meses la situación no pasó de las denuncias formales. Para colmo, numerosos buques franceses seguían yendo a Cuba, como recordaría Pío Baroja en su admirable novela sobre los marineros vascos, Los pilotos de altura. Y eso no constituía un delito. En 1821 el comisario general de la armada en Burdeos, Auguste de Bergevin, escribió a su representante en Portugal, barón Portal, que «en un año no he tenido ocasión de llevar a ningún marinero ajuicio». Pero en 1820 el Dauphin, del constructor de buques Audebert, llevó trescientos esclavos a Santiago de Cuba, y el Mentor, del mercader español Sangroniz, probablemente pretendía hacer lo mismo. ¿Hemos de suponer que esta actitud complaciente de Bergevin se debía a que su hija acababa de casarse con el viudo de una mujer perteneciente a una familia antaño negrera? ¿O existía un acuerdo tácito entre el ministro barón Portal, bordelés también constructor de buques y anglófobo, y Bergevin? La segunda posibilidad se le antojaba más probable a Benjamin Constant, a la sazón el más elocuente y más resuelto de los diputados enemigos de la trata.
Pese a los discursos de Constant, la trata ilícita desde y hacia Martinica y Guadalupe continuó y en 1820, sir George Collier informó desde su fragata en África de que en la primera mitad de ese año había visto de veinticinco a treinta buques con pabellón francés. Además, ese año se había iniciado con el desagradable incidente protagonizado por el crucero británico Tartar, que persiguió un negrero de Martinica, La Jeune Estelle, cuyo capitán, Olympe Sanguine, había obtenido catorce cautivos en la Costa de los Esclavos y estaba resuelto a eludir la persecución y la condena; para ello arrojó por la borda varios barriles en cada uno de los cuales había encerradas dos esclavas, de entre doce y catorce años. Esto indignó a la armada británica, pero los franceses culparon «al enemigo», según palabras del ministro de Marina, barón Portal. Cuando Benjamin Constant mencionó el incidente en la Asamblea Nacional, sus colegas lo acallaron a gritos y lo acusaron de calumniar a la nación. El barón Portal no era precisamente un entusiasta de las patrullas navales, ni siquiera cuando eran de su país, de modo que en 1822 no llevó a juicio al capitán Pelleport, también constructor de buques, así como capitán del Caroline, de Bayona, porque éste era hermano de Pierre Pelleport, comandante en jefe en España.[803]
En algunos salones de la Restauración el antiesclavismo estaba de moda. Con el regreso en 1816 de madame de Staël, ferviente admiradora de Wilberforce, empezó el culto al bon nègre (buen negro) en el mundillo intelectual, empezando, es cierto, por su familia y sus amigos. Jean-Michel Deveaux ha señalado que Constant, que había sido su amante, su hijo Auguste de Staël y el duque de Broglie, un yerno suyo, encabezaron el movimiento abolicionista. En 1819, el marqués de La Fayette, único superviviente de la prerrevolucionaria Société des Amis des Noirs, atacó la trata en la Cámara de los Pares. Se publicaron folletos de considerable fuerza, aun cuando la mayoría se basaban en material obtenido en Inglaterra, y hasta en informes de oficiales navales británicos en el caso de las Observations sur la traite (Observaciones sobre la trata) del abate Guidicelly, publicadas en 1820, aunque el propio abate había viajado a Senegal. En su Pétition contre la traite (Petición contra la trata), publicada el mismo año, Joseph-Elzéar Morenas, de Provenza, que había sido agricultor-botánico en Senegal, informaba que el piloto jefe de Saint-Louis había abusado de su cargo para comprar y vender esclavos. Dos años más tarde, el abate Grégoire, veterano abolicionista que había firmado la sentencia de muerte de Luis XVI, publicó su obra Des peines infamantes à infliger aux négriers (Sobre las penas infamantes que han de infligirse a los negreros), en la que «llamo negrero no sólo al capitán del buque que roba, compra, encadena y vende esclavos… sino también a todo individuo que, gracias a la colaboración directa o indirecta, es cómplice de estos crímenes». Estos idealistas se aliaron y formaron una nueva asociación, la Société de la Morale Chrétienne (Sociedad de la Moral Cristiana), que se dedicó a conseguir el mismo apoyo generalizado que la comisión contra la trata de los años noventa del XVIII había obtenido en Inglaterra. Aunque empezó como una asociación puramente católica, recibió el apoyo de pastores protestantes, profesores politizados como Guizot, hombres de negocios como Lesseps y monárquicos filosóficos como Maine de Biran. Auguste de Staël, el miembro más activo, actuaba como un Thomas Clarkson galo. La asociación financió miles de peticiones, organizó mítines, recabó información y distribuyó todo tipo de propaganda.
En Francia se produjo un cambio importante cuando el duque de Broglie asumió el cargo de primer ministro. Debía su fortuna al hecho de ser descendiente de Antoine Crozat, el monopolista de Luisiana bajo Luis XIV; sus principios se los debía a su mujer y era miembro de la nueva Sociedad de la Moral Cristiana. Su discurso de aceptación del cargo ante la Cámara de los Pares fue tan importante como lo había sido el de Pitt en la Inglaterra de 1788, y también el más largo que se hubiese pronunciado nunca en esa cámara.[804] Quería absolver a los británicos de la reputación que tenían de despreciables maquiavélicos; habló de los escándalos de la trata, y sobre todo del Jeune Estelle, que en opinión de los franceses suponía un escándalo tan terrible como lo había sido el Zong para la opinión inglesa; habló de las ganancias del treinta por ciento que solía dar la trata, mucho más elevadas que las de cualquier viaje convencional; quería que cualquier participación en ella fuese considerada un crimen y deseaba llevar a cabo la cristianización de África, sin duda un anticipo de la misión civilizadora gala en ese continente.
Los resultados no fueron tan apabullantes como esperaban los abolicionistas. Según Broglie, las leyes existentes bastaban, sólo había que respetarlas, y si bien es cierto que la flota en las costas de África recibió órdenes de actuar de modo más firme contra los tratantes, el territorio que cubría, entre Saint-Louis y Gorée, no superaba los trescientos veinte kilómetros. De modo que la actuación de Broglie fue más el inicio de una campaña nacional que su culminación.
Y la campaña prosiguió. En 1823 la Académie Française decidió que el tema de la poesía que ganara el premio fuese la abolición de la trata; el número de tratantes se redujo en un cuarenta y dos por ciento con respecto al año anterior. En 1824, en un discurso imprudente, Bergevin, que ya no era director del puerto de Burdeos sino diputado por Brest, trató de culpar de lo que sobrevivía de la trata a «que las firmas españolas establecidas en Francia… mandan buques daneses o suecos», una idea surrealista, aunque el mero hecho de que se pusiera tan a la defensiva sugería que el abolicionismo tomaba fuerza. Al año siguiente, la duquesa de Duras, hija de una martiniquesa y nieta de un plantador de azúcar (había vivido en Martinica y en Londres en la última década del siglo anterior, la época de los grandes debates sobre la trata), publicó su romántica novela Ourika, cuya protagonista, una esclava negra adoptada por la misteriosa madame de B, tiene una aventura con un aristócrata francés. Este relato, uno de tres de la misma autora acerca de amores imposibles (Olivier se refería al amor por un hombre impotente y Édouard, por una persona de rango inferior) tuvo mucho éxito y encantó tanto a Humboldt, como a Walter Scott, Talleyrand y Goethe.[805] En 1825, en Nantes, Auguste de Staël compró abiertamente equipo usado por buques negreros, como cadenas y esposas, y lo expuso en París, asegurándose de que llamara la atención. Cabe señalar, con todo, que ese año Nantes envió cuarenta y ocho negreros a África, más que en 1790. Un año después, Victor Hugo publicó su Bug-Jargal, en el que relataba los recuerdos de su abuelo, Jean-François Trébuchet, un capitán de Nantes que fue buena parte de su vida capitán negrero; el protagonista de esta obra era también un negro, pero un revolucionario con imaginación.[806] La seria pero tediosa historia de la trata, de Morena, se publicó en 1828; basada en sus viajes a Haití y a Senegal, tuvo menos impacto del esperado debido a la dedicatoria al presidente Boyer de Haití, un error político, pues Boyer era jefe de un régimen fundado en una matanza de franceses. Pero de todas las obras, la mejor fue la brillante e irónica Tamango de Mérimée, acerca de una triunfante revuelta de esclavos en alta mar, publicada en 1829. Con este trasfondo, la armada gala aumentó a seis el número de patrulleros, que entre 1823 y fines de 1825, «visitaron» veinticinco buques sospechosos de dedicarse a la trata cerca de la isla de Bourbon (ahora Reunión) en el océano índico, en las Antillas francesas y en la costa africana, donde llegaron hasta Viejo Calabar y Bonny. De estos buques, once fueron condenados.
No obstante, aún debían ocurrir muchas cosas antes de que terminara la trata desde Francia, por no hablar de la abolición de la esclavitud. Durante veinte años después de la publicación de Tamango, los diputados y periodistas continuarían sus diatribas, como las del duque de Saint-James en la Cámara de los Pares, contra la hipocresía de los ingleses que sólo deseaban dominar el mundo; varios escritores franceses, como el dramaturgo Édouard Mazères y el naturalista Jean-Louis Quatrefages, apuntalaron la oposición al cambio con diatribas increíblemente antiafricanas, cuya sola repetición en el siglo XX provocaría un escándalo.
Pese al apoyo de intelectuales, políticos y escritores de París, capturar a negreros no era todavía una tarea popular. La ley de 1818 no establecía castigos muy severos. En 1822 Chateaubriand, el ministro de Exteriores, explicó al duque de Wellington que una «sentencia horrenda» para castigar este crimen no se cumpliría. Los capitanes de la armada francesa, desmoralizados por las depuraciones que habían sufrido después de Waterloo, se mostraban renuentes a llevar a cabo lo que parecía todavía, a pesar del discurso de Broglie, una política inglesa. Unos treinta oficiales expulsados de la armada napoleónica después de la Restauración habían decidido dedicarse a la trata; algunos de ellos se enfrentaban, eludían o sobornaban a sus antiguos colegas que continuaban en la armada. Por ejemplo, André-Joseph Anglade capitaneaba el Amélie, un buque negrero galo destinado a Santiago de Cuba; lo capturó el capitán Delassale d’Harader con la fragata Sapho; seiscientos dólares cambiaron de manos y Delassale dejó que Anglade vendiera sus esclavos en Puerto Rico. A los oficiales monárquicos no les entusiasmaba perseguir, ya no digamos capturar, a estos hombres. En 1830, veinte barcos de Nantes participaban todavía en la trata, sobre todo goletas de ciento treinta toneladas; capitanes de otras naciones, deseosos de evitar a los entrometidos británicos, navegaban a menudo con bandera francesa. Si un buque de la armada británica detenía a un barco sospechoso de ser negrero, lo más seguro era que encontraran a bordo una bandera francesa que debía usarse en caso de captura. Es probable que entre 1814 y 1833, una sexta parte de los viajes nanteses de larga distancia formaran parte de la trata, y casi todos los propietarios de buques de ese puerto invertían al menos una vez en ella. De los constructores de barcos de Nantes, los nombres más importantes eran nuevos: Vallé & fils, Pierre-Thomas Dennis y Willaume, que entre 1818 y 1831 mandaron trece, diecisiete y catorce expediciones negreras, respectivamente. De las viejas y notables familias de antes de 1794, sólo quedaban los Mosneron-Dupin, y éstos en pequeña escala.[807]
Una lista de las expediciones de la trata desde Francia después de su abolición formal en 1818, sugiere que hasta 1831 unas quinientas partieron desde puertos franceses o de las colonias galas: al parecer seis de Bayona; treinta y nueve, de Burdeos; doce, de Honfleur; cuatro, de La Rochelle; cuarenta y seis, de Le Havre; una, de Lorient; dieciocho, de Marsella; trescientas cinco de Nantes, y nueve, de Saint-Malo. Cada viaje de Nantes suponía una ganancia media de entre ciento ochenta mil y doscientos mil francos, muy por encima de los beneficios del siglo XVIII. De las expediciones que se originaron en las Antillas, cuarenta y tres lo hicieron desde Guadalupe e incluso ocho desde el Saint Thomas danés, aunque la mayoría de éstas eran francesas, como, por ejemplo, la del Venus, en 1825, capitaneada por André Desbarbes, de Bayona. Trece se iniciaron en uno u otro puerto senegalés, y cincuenta y cinco en la isla de Bourbon.[808]
Estos viajes eran complicados. Ningún capitán, propietario o constructor de barcos reconocía que transportaba esclavos. Los capitanes insistían, al salir de Nantes o Honfleur, que iban a comerciar con mercancías legítimas en África o algún lugar más exótico, Sumatra, por ejemplo. No obstante, en Sumatra o al oeste de sus costas, en la isla de Nias, se practicaba la trata a pequeña escala, y algunos comerciantes franceses llevaban mil esclavos al año de allí a la isla de Bourbon, según testificó el capitán Rogers, de un buque holandés. Pero la complicidad de los funcionarios era frecuente, ya sea porque habían invertido dinero en el negocio (como el gobernador Schmaltz en Senegal, o el de la isla de Bourbon, general conde Boubet de Lozier), ya porque, como tantos, se oponían a cualquier cosa que apoyaran los británicos y, por tanto, podía sobornárseles; entre estos últimos, sin duda, el recaudador de aduanas de Port-Louis, en Guadalupe, que, un día de 1820, observó indolente la llegada a las dos de la tarde del Fox, un buque de Le Havre que llevaba trescientos cautivos ibo de Bonny. En ocasiones la complicidad de los funcionarios iba más allá de la corrupción; así, en Saint-Louis varios poseían captiveries.
Muchos de estos buques iban todavía a Cuba, sobre todo después de que España aboliera formalmente la trata, o a Brasil, en lugar de ir a las colonias francesas. Además, los galos cambiaron de fuentes africanas hacia zonas al norte del Ecuador, como Bonny.
El gobierno de París trataba de controlar estas actividades sin ceder a Gran Bretaña el derecho de intervenir. Richelieu, Broglie y Molé eran antiesclavistas, pero no tuvieron éxito. Luego, en 1822, un nuevo ministro de Marina, un ex oficial de caballería, el marqués de Clermont-Tonnerre, decidió sumarse a la cruzada contra la trata, sea por insistencia de los capaces funcionarios a sus órdenes o por iniciativa propia; dada la escasez de navíos en la armada, prometió colaborar con Inglaterra, de modo que en 1825 el Tribunal de Casación ordenó la persecución de los tratantes «por el interés sagrado de la humanidad». A partir de entonces, las tripulaciones de la armada gala recibían una recompensa de cien francos por cada esclavo liberado. En 1826 se envió un comisionado especial a Nantes con el fin de investigar a mercaderes y capitanes de quienes se sospechaba que participaban en la trata. En 1827 la Cámara de los Pares aprobó, por doscientos veinte votos a favor y sesenta y cuatro en contra, una nueva ley, según la cual, quienes practicaban este comercio «realmente infame» serían considerados criminales. En los debates, quienes apoyaban la trata pronunciaron discursos semejantes a los pronunciados treinta años antes en la Cámara de los Comunes británica, y muchos oradores no se aguantaron las ganas de añadir que la aparente filantropía de Inglaterra no era sino un truco para arruinar a Francia. Un comandante galo de la ampliada Flota en África Occidental, Auguste Massieu de Clairval, protestante de Normandía, no sólo ordenó a su personal que tratara a los africanos liberados en Cayena con compasión, sino que también ordenó a sus capitanes en África occidental presentarse en Freetown.
La Flota Gala en África Occidental capturó cada vez más buques negreros; otros fueron detenidos a su regreso a Francia, tras lo cual se investigaba a capitanes y marineros; los cónsules y otros funcionarios tenían el encargo de informar de acontecimientos que les parecieran sospechosos, y hasta los escépticos abolicionistas ingleses aceptaron que por fin las autoridades galas se tomaban en serio la persecución de negreros franceses, tanto buques como hombres.
Finalmente, después de 1830, el rey burgués, Luis Felipe, anglófilo y miembro de la Sociedad de Moral Cristiana, aceptó la recomendación de otro oficial ilustrado, el capitán Alexis Vilaret de Joyeuse, de considerar la trata un crimen. El nuevo ministro de Marina, Antoine, conde de Argout, ex bonapartista y amigo del duque de Broglie, redactó, pues, una tercera ley abolicionista y la presentó en la Cámara de los Pares. Sólo duró cuatro meses en el cargo, pero le bastaron para acabar con lo que un historiador ha llamado «diecisiete años de tautología, mala fe, buenas razones y contra verdades».[809] De allí en adelante, todo intento de practicar la trata se castigaría con tanta severidad como el acto mismo; los tratantes serían encarcelados de dos a cinco años si sus buques eran capturados en Francia, de diez a veinte años, si en alta mar, y condenados a diez años de trabajos forzados, si los detenían después de haber vendido los cautivos; los esclavos serían libres en la colonia francesa a la cual iban destinados. En la Cámara de los Pares sólo seis votaron en contra y en la Cámara de los Diputados, la votación fue de ciento noventa a favor y treinta y siete en contra.
París aceptó también firmar un tratado con Londres que otorgaba a ambas naciones el derecho de registro mutuo entre ciertas latitudes esenciales; se entregaron permisos de registro mutuo de los buques caso de que se sospechara que participaban en la trata. Cierto que ninguna cláusula se refería a los equipos, a diferencia del tratado angloneerlandés. Con todo, esta era de colaboración empezó bien: en 1832 los británicos dieron a los franceses quince permisos de registro y recibieron veintidós de los galos.
Claro que los buques interceptados por Francia habían de comparecer ante tribunales nacionales y no mixtos; y algunos franceses continuaron dedicándose a la trata, pero a una escala insignificante: quizá unos veinte buques zarparon de Francia entre 1832 y 1850. Aunque según Peter Leonard, un médico británico, la armada gala mostraba «poco celo», entre 1832 y 1838 su flota «visitó» treinta y dos buques extranjeros: cinco norteamericanos; uno, brasileño; uno, sardo; cuatro, españoles; diez, ingleses, y once, portugueses.
Sin embargo, las relaciones entre Gran Bretaña y Francia siguieron siendo imperfectas. Por ejemplo, si un capitán británico pedía a un buque que se detuviera y éste alzaba la bandera francesa, el inglés no podía controlarlo. «Como mucho… puede ejercer el derecho de hablar [con el buque francés] y exigir respuestas a las preguntas hechas mediante una bocina… pero sin obligarlo a cambiar de curso o impedírselo». Lo que sí podía hacer era averiguar si tenía derecho a llevar pabellón francés. «Para esto se puede mandar una barca al buque sospechoso, después de haberle informado de las intenciones. La verificación consistirá en un examen de los documentos que establecen la nacionalidad del navío. Más allá, nada puede hacerse… Se prohíbe todo registro o inspección». Esto, por supuesto, provocaría numerosos malentendidos en los años siguientes.[810]