Veo que no hemos empezado todavía la Edad de Oro.
Un diplomático toscano después del
fracaso de los planes para suprimirla trata
en la Conferencia de Aquisgrán, 1818
La abolición de la trata por Gran Bretaña y Estados Unidos acarreó una considerable confusión en África. En 1820 el rey de los ashanti preguntó al funcionario británico Dupuis por qué los cristianos ya no querían comprar esclavos. ¿Es que su Dios no era el mismo que el de los musulmanes, que seguían comprando, secuestrando y vendiendo esclavos como siempre lo habían hecho? Puesto que el Corán aceptaba la esclavitud, algunos musulmanes se convencieron de que la nueva conducta cristiana era un ataque al islam.
Además, los tratantes franceses, portugueses y hasta españoles seguían actuando como si creyeran que la esclavitud era algo ordenado por Dios, igual que los anglosajones lo hicieron hasta 1807, por más que en las guerras napoleónicas los franceses eran enemigos de los ingleses mientras que portugueses y españoles eran sus aliados.
Transcurrieron muchos años antes de que empezaran a cambiar las actitudes africanas. A fin de cuentas, en 1807 había más esclavos en África que en las Américas, aunque con una mayor variedad en los grados de esclavitud. Viajando por Senegambia, Mungo Park creyó que allí «el trabajo está a cargo universalmente de los esclavos», y calculó que «tres cuartas partes de los habitantes son esclavos».[718] Probablemente los esclavos constituyeron las tres cuartas partes de las exportaciones de África occidental en el siglo XVIII. Un comerciante inglés, John Hughes, después de visitar Guinea Bissau o Guinea portuguesa, en 1828, comentaba: «creo que todos los indígenas africanos se dedicarían a comerciar con esclavos, si se les permitiera».[719]
En la región de los ríos Senegal y Gambia los esclavos soldados de la aristocracia local, los llamados ceddo, tenían mucho poder, pues desde comienzos de siglo se habían enriquecido vendiendo esclavos. La abolición de la parte anglosajona de la trata determinó una mayor actividad de los ceddo, deseosos de aprovecharse de lo que podía parecer el final del interés europeo por los esclavos; y el aumento fenomenal del poder de los mullahs en Senegambia, a costa no sólo de los ceddo sino también de los nobles y del poder temporal, se derivó en parte del colapso de la trata europea, pese a que esos capitostes religiosos participaban en la trata tanto como sus predecesores seglares. Por otra parte, el califato de Sokoto, en las ciudades Estado de los hausa, una iniciativa suní en lo que ahora es el norte de Nigeria, había sido hostil, durante un tiempo, a la trata de la costa atlántica. Parece que uno de sus jefes desempeñó allí el papel de un Wilberforce musulmán, con el fin de acabar con la esclavización de musulmanes libres. Pero este profeta se limitó a intentar salvar a sus correligionarios y pronto fue desplazado por jefes más tradicionales, para quienes la venta de esclavos y las incursiones para capturarlos eran actividades normales sancionadas por la tradición y el Corán. Siguió pues la trata de los hausa, tierra adentro, y parece que, a finales del siglo XIX, una cuarta parte de los habitantes del califato eran esclavos. Entre los ashanti, el reino más poderoso de Guinea, toda persona con propiedad poseía esclavos aunque, ya que no había allí plantaciones, su condición se parecía a la de miembros de una «familia de amigos». En 1840 la mayoría de la población trabajadora estaba todavía compuesta por esclavos. «Muchos de los jefes poseen… millares de esclavos», indicaba en 1843 el reverendo John Beecham, misionero metodista en la Costa de Oro.[720] Todavía se sacrificaban esclavos a la muerte de un rey, a menudo de modo espectacular, lo cual les hubiese valido la aprobación de los antiguos mexicas: tal vez mil o más con motivo de la muerte del rey de los ashanti en 1824. Los esclavos dominaban el ejército en algunos reinos. Incluso en las factorías europeas los «esclavos de casta», que habían trabajado en los fuertes, entre ellos los de Cape Coast, siguieron en su lugar hasta su muerte, a cambio de un salario, pues raramente fueron objeto de la humillación de ser embarcados hacia el Nuevo Mundo. En Dahomey, un visitante francés pensaba que dos tercios de la población estaba formada por esclavos, aunque esta cifra pierde mucha fuerza si se tiene en cuenta que hubo quien sostenía que todos los habitantes de Dahomey eran legalmente «esclavos del rey».[721]
En la costa del delta del Níger, la mayoría de la población parece haber sido de descendientes de esclavos. «No hay ni diez personas libres en Bonny», decía el negociante inglés J. A. Clegg, al declarar ante una comisión de la Cámara de los Lores en 1843. «Hubo un tiempo en que no había un solo jefe en Bonny que no comerciara con esclavos». Éstos habían alcanzado su posición ascendiendo en el curioso sistema de «hogares» o asociaciones de familias, que en el delta seguía siendo la autoridad social más importante. Tierra adentro, los aros, los dictadores económicos de la región, continuaban explotando con eficacia su influencia y no querían abandonar un comercio que les proporcionaba tantas riquezas. Para ellos, como para innumerables otros africanos, los esclavos eran el capital principal. La abolición británica significó para muchos habitantes del golfo de Guinea un descenso de ingresos, especialmente para quienes dependían de las tasas pagadas por los tratantes y mercaderes africanos, y lo mismo sucedía a los que capturaron a los esclavos en primer lugar, a lo largo de las viejas rutas de la trata. Con la abolición, muchas aristocracias perdieron su única fuente de ingresos.
Un tratante inglés, Francis Swanzy explicaba en 1843 que «tan pronto como uno ha ganado algún dinero, se compra un esclavo; la gente gasta mucho en la adquisición de esclavos, pues esto le da poder». Por su parte, el viajero francés René Caillé creía, alrededor de 1820, que la primera aspiración de un campesino era poseer de diez a quince esclavos.[722]
La abolición de la trata británica y los esfuerzos británicos para conseguir que otros europeos siguieran su ejemplo hizo que se hallaran disponibles para las economías africanas muchos esclavos que, en otras circunstancias, se hubiesen exportado a las Américas. En la región de Guinea superior los jefes empleaban cada vez más esclavos para cultivar los productos aprobados por los ingleses para el «comercio legítimo», como el coco y la cola. El número de esclavos sueltos llegó a ser una amenaza para los jefes de África occidental, y del mismo modo que anteriormente se creyó que habían ayudado al desarrollo de los Estados, ahora se les veía como factor de su desintegración. Por ejemplo, en el imperio oyó, los esclavos soldados originarios del norte se unieron bajo la bandera de una guerra santa islámica y lo destruyeron.
La trata desde el África negra a través del Sahara hacia el Mediterráneo meridional y Egipto continuó después de 1808, igual que había seguido durante toda la era de la trata atlántica. Se calcula que en 1800, en esa región se vendían de dos a tres mil esclavos al año, cifra que probablemente aumentó hasta ocho mil después de 1820. Los ovo, antes de su caída, invadieron en 1810 la región de Mahi, al este, y se llevaron veinte mil cautivos para su venta en Lagos; muchos de ellos fueron al norte, a través del Sahara, y no al este hacia las Américas. Los esclavos exportados al norte de África seguían incluyendo una considerable minoría de los muy apreciados y bien pagados eunucos, empleados como funcionarios en todo el mundo musulmán durante el siglo XIX. En las zonas del interior más afectadas por la trata sahariana los mercaderes solían negarse, alrededor de 1820, a cualquier pago que no fuese en esclavos, que así se convirtieron en una especie de moneda alrededor de Bornu, cerca del lago Chad. El destacado historiador marroquí Al-Nasiri se lamentaba de la «ilimitada esclavización de los negros y la importación de muchas manadas de ellos todos los años, para su venta en las ciudades y los mercados de los pueblos del Magreb, donde se trafica con ellos como con animales».[723]
Al sur, en las zonas de Loango, Congo y Angola, francesas antes de 1792 y luego portuguesas, la trata continuó después de 1808 con mayor intensidad que antes, pues allí los tratantes empezaron a temer que los británicos usaran su superior poderío naval para insistir en que se acabara la trata, de modo que les parecía necesario hacer reservas de esclavos cuando todavía era posible.
La Cámara de los Comunes británica reprochó a la Compañía de Mercaderes Comerciantes con África, que todavía sobrevivía, el no haber convencido a los africanos de que la abolición era beneficiosa Para la población local. El comité de la Compañía replicó, acertadamente, que «ni el más apasionado de los teóricos puede esperar que una simple ley de la administración británica inspire, en un momento, a los no ilustrados [sic] indígenas del vasto continente africano y les persuada, más aún, les haga creer y sentir que es interés suyo ayudar, o tan siquiera aceptar, la destrucción de un comercio que es inconsistente con sus prejuicios, sus leyes o sus nociones de moral y religión, y por el cual se han acostumbrado hasta ahora a adquirir riqueza y a comprar todos los lujos extranjeros y cosas necesarias de la vida».[724]
Los filántropos de Europa occidental hablaban mucho de convencer a los africanos de que cambiaran la trata por otras clases de comercio. Los estatutos de una recién fundada Institución Africana declaraban que se proponía «difundir los conocimientos útiles y la laboriosidad entre los habitantes». Pero cuando se trató de poner en práctica en África misma las ideas de la institución, parecieron un desafío al orden existente. El capitán James Tuckey, un geógrafo de origen irlandés, durante un viaje en 1816 para «resolver el problema del Congo», escribió con audacia que «el mercader indígena no desea que los europeos penetren en el país por temor a que interfieran en su comercio».[725] El presidente de la Institución Africana era el abolicionista duque de Gloucester, conocido entre la familia real como Silly Billy (Guillermito el bobo), sin duda porque era ilustrado; el primer secretario de la Institución fue el entusiasta Zachary Macaulay, antiguo gobernador de Sierra Leona.
¿Cómo podían construirse una nueva vida los pueblos de África occidental, acostumbrados a vender esclavos a los anglosajones? Una de las posibilidades era continuar un comercio iniciado antes de la era portuguesa, el de la sal; el capitán John Adams describía a finales del XVIII cómo en Warri, río Forcados arriba, «se usan grandes recipientes de latón durante la estación seca para evaporar el agua del mar y obtener su sal… y se lleva a cabo un gran comercio de este producto con el interior del país».[726] Pero los europeos no necesitaban sal africana, de modo que no podía rivalizar con el comercio de esclavos.
Más prometedor era el aceite de palma, especialmente del territorio de más allá del delta del Níger, en cuyo comercio tuvieron en aquellas circunstancias un gran papel las ciudades de los ríos Bonny y Calabar, como antes lo tuvieran en la trata. El aceite de palma se producía también en la parte oriental de la Costa de Oro, por el pueblo akuapem, que en tiempos de la trata era bien conocido como agricultor. Este aceite se usaba ya en Benin cuando los europeos llegaron allí en el siglo XV, y hacia 1520 a los marineros portugueses, de regreso de sus viajes de la trata, se les permitía llevar libres de impuestos dos jarras de este aceite.
En 1800 el uso más importante del aceite de palma era el jabón y, en segundo lugar, las velas; en África se usaba también para preparar una especie de ginebra, como se veía en la respuesta habitual en la Costa de Oro cuando se preguntaba de dónde procedía el capital del comercio de cacao: «del aceite de palma y de la ginebra». El aceite de palma era también un ingrediente esencial en la preparación de lubricantes. La llegada del ferrocarril y de otra maquinaria nueva en el XIX europeo y norteamericano determinó un aumento en la demanda de este producto. La revolución industrial dependía más de las exportaciones africanas que de los esclavos.
Algunos de los mercaderes de Liverpool que se habían ocupado de la trata hasta 1807 hicieron una notable transición hacia este comercio, entre ellos los hermanos Aspinall, George Case, copropietario con Gregson del Zong; Jonas Bold, cuyo hermano Edward fue de los primeros en el comercio del aceite de palma en el río Benin, y, por encima de todos, John Tobin, cuya familia había sido pionera en el Viejo Calaban Tobin y Horsfall importaron a Inglaterra cuatrocientas cincuenta toneladas de aceite de palma, en 1807, y Cuatro mil en 1830. Dado que el precio promedio era de catorce libras por tonelada en Calabar y de veintiocho en Inglaterra, las ganancias comenzaron a ser tan altas como lo fueran en la trata. El método comercial era también similar: tejidos, lingotes de hierro, mosquetes, alcohol (especialmente ron), manillas, y cauríes se cambiaban por la materia prima. Lo irónico era que muchos de los palmerales estaban al cuidado de esclavos. Los filántropos europeos creían que esta fuerza de trabajo acabaría siendo sustituida por asalariados, pero esta alternativa liberal o capitalista tardó varias generaciones en abrirse paso.
Otra posibilidad del «comercio legal» era la goma arábiga, especialmente de las acacias a lo largo de la arenosa orilla septentrional del río Senegal. Este producto, muy apreciado en toda Europa, hizo por esta región lo que la trata había hecho a finales del XVIII; en 1820, antes de la abolición real de la trata francesa, igualaba ya en valor al comercio de esclavos.
El cuero y la cera de abeja fueron para la región del río Gambia lo que en la del Senegal fue la goma arábiga, y hacia 1820 estos productos excedían ya en valor a los ingresos por esclavos. Marfil, oro, pimienta, arroz, madera, cacahuetes (que más tarde tuvieron mucha importancia en el valle del Senegal) fueron otros de los productos del renovado comercio africano.
Pero aunque el rey de Bonny vendiera aceite de palma a sus viejos amigos británicos, ahora tan moralistas, estaba dispuesto a seguir vendiendo esclavos a los portugueses y a cualquiera que se los comprara. Hugh Crow, uno de los últimos capitanes de Liverpool que fuera legalmente al África occidental —en 1807 con Thomas Aspinall en el Kitty Amelia, para llevar cuatrocientos esclavos a las Indias occidentales—, explicó siguiendo su habitual manera condescendiente de transcribir sus conversaciones con africanos, que el rey de Bonny le dijo: «Nosotros creer que la trata no se detiene porque nuestros hombres ju-ju lo dicen». El rey de Dahomey, por su parte, envió en 1810 a un embajador al virreinato de Brasil para confirmar a sus clientes que, por su parte, se mantendría la trata.[727]
No había razón para inquietarse, pues el gobernador de Bahía tema claras instrucciones de Lisboa que le indicaban que «está lejos de las intenciones reales restringir de alguna manera este comercio. Al contrario, las autoridades reales quieren facilitarlo y fomentarlo de la mejor manera posible». El obispo de Pernambuco, José Joaquim da Cunha, había denunciado en 1808 «los insidiosos principios de una secta de filósofos» ocupados en predicar la abolición e insistía en que «el comercio de esclavos es una ley dictada por las circunstancias a naciones bárbaras».[728] Desde entonces, varios reyes africanos encontraron conveniente tener embajadas oficiosas en Brasil, dirigidas, claro está, por personas de sangre portuguesa, con el fin de asegurar el funcionamiento sin trabas de la trata en las nuevas circunstancias. El tradicional intercambio de esclavos por tabaco de tercera clase continuó entre Bahía y la costa de Mina, de donde, sólo en 1807, se llevaron a Bahía ocho mil esclavos a cambio de tabaco, y en 1810 Río registró su mayor importación anual de esclavos: dieciocho mil seiscientos setenta y siete en cuarenta y dos buques.
Así, pese a los bienintencionados esfuerzos de los británicos y de las numerosas leyes de emancipación que pronto se promulgaron en las recién independizadas naciones latinoamericanas, en 1822 el número de esclavos africanos en las Américas era probablemente el doble de lo que fuera, pongamos por caso, cuarenta años antes. La afirmación de Adam Smith de que la esclavitud era un sistema antieconómico se había leído en todas partes, pero fue rechazada también en todas partes. En Brasil, como en África, no había trabajo asalariado disponible de modo general, y la agricultura a base de trabajo esclavo parecía prosperar.
Por consiguiente, poco después de 1808, se empezó a considerar, en Londres, aunque no mucho en Washington, que la abolición de la trata quedaría incompleta a menos que las leyes de 1807 de Gran Bretaña y Estados Unidos fueran seguidas por denuncias similares en otras naciones que comerciaban con esclavos. Puesto que había abolido la trata, no interesaba a Gran Bretaña permitir que sus rivales comerciales acumularan esclavos en sus colonias. Los diplomáticos británicos, por lo tanto, se dedicaron a tratar de convencer a otros gobiernos de que también abolieran la trata, con la esperanza de que esto condujera al fin de la esclavitud misma en los imperios respectivos. Empezó así una larga cruzada, habitualmente mal interpretada por otros pueblos.
Los abolicionistas, tanto si estaban en el poder (y muchos lo estaban en Gran Bretaña, como funcionarios ya que no como ministros), como si todavía actuaban en términos de grupo de presión fuera del gobierno, se enfrentaban a tres desafíos importantes: primero, el de Portugal, y su imperio brasileño; segundo, el de España y su imperio americano, que en 1807, desde México a Chile, todavía parecía invariable y leal; y tercero, el de Estados Unidos, donde la guerra con Francia había favorecido la trata. Los otros países europeos constituían problemas de menor entidad. Gran Bretaña era la nación más respetuosa con la ley, a principios del XIX, de modo que cuando se promulgó la prohibición de la trata, este comercio, en general, cerró. Pero había aún una cierta trata a pequeña escala, con algunas conexiones indirectas que iban a provocar preocupación.
Brasil era todavía el principal mercado de esclavos africanos, como lo había sido desde finales del siglo XVI, excepto en la segunda mitad del XVIII, cuando le superaron los clientes de Gran Bretaña. La mitad de los habitantes de la enorme colonia eran esclavos (casi dos millones entre cuatro millones de habitantes, en 1817). Los esclavos realizaban casi todo el trabajo productivo, en minas, en plantaciones de café y de caña, cargaban en los barcos los sacos llenos de los productos de estas empresas, y también eran criados en las grandes mansiones, o aguadores o portaban a hombros las sillas de sus amos y amas, o los escoltaban por las mal iluminadas calles. La importación de esclavos era la parte más importante del comercio internacional de Río de Janeiro, y constituía una tercera parte de todo el comercio de la colonia. Los amos seguían creyendo que su surtido de esclavos precisaba de constantes aportaciones, pues el índice de natalidad seguía siendo bajo como resultado de la tradicional escasez, artificialmente provocada, de mujeres esclavas (se importaban dos mujeres por ocho hombres, en el mejor de los casos). En 1817, el viajero británico H. M. Brackenridge informaba que había oposición al aumento natural de la población negra «por el cálculo de que resultaba más barato importar esclavos en la fuerza de la edad que criar a jóvenes esclavos».[729]
La esclavitud seguía existiendo en todo el imperio español. Pero los centros de esta colosal empresa, los virreinatos de México y Perú, así como los territorios menos importantes de Chile y Argentina, empleaban más trabajo indígena que de esclavos importados; en 1810 sólo el diez por ciento de la población mexicana estaba compuesta por negros o mulatos, y la mayoría eran libres; si una cuarta parte de la población de Buenos Aires era negra, en 1810, Chile tenía solamente cinco mil negros. Los únicos que empleaban a esclavos a gran escala, en 1820, en todo el imperio español, eran los cubanos, seguidos por los que pronto serían los venezolanos.
Cuba tenía muchos rasgos en común con Brasil. Una actitud tolerante con la manumisión, en ambos lugares, había hecho posible el aumento de una numerosa población negra libre. Los colonos de ambas colonias consideraban esencial para la economía una importante población esclava. Ambas colonias dependían económicamente de países europeos cuya identidad nacional estuvo protegida por Gran Bretaña en la época de las guerras napoleónicas. Pero la población esclava de Cuba era en 1817 todavía pequeña: sólo doscientos mil, comparados con los dos millones de Brasil. Cuba era una isla, aunque fuese grande, y este hecho geográfico dominaba su historia, como el francés Michelet puso de relieve sin gran sutileza con respecto a Gran Bretaña al repetir a sucesivas generaciones de estudiantes parisinos que «Inglaterra es una isla».
En tercer lugar, Cuba era cada año más próspera, pero esta «perla de las Antillas» aparecía como un nuevo rico en comparación con Brasil, que durante varios siglos recibió un inmenso número de esclavos del otro lado del Atlántico, y que ya en tiempos de Felipe II se había especializado en el azúcar. En contraste, Cuba, hasta el siglo XVIII, había sido esencialmente una escala para las flotas españolas llamadas del Tesoro por su carga de metales preciosos.
Pero ahora el producto más importante de Cuba era el azúcar. Antes de 1770 los plantadores cubanos habían descuidado la oportunidad de producirlo, aunque el suelo era tan apropiado como el de Jamaica o Saint-Domingue y pese a que había mucha más tierra disponible. Con todo, en 1788 Cuba producía ya unas catorce mil toneladas anuales. En 1825 esta cifra se había triplicado, superando las cuarenta mil toneladas en unas dos mil plantaciones de caña. Pronto Cuba exportaría más azúcar que las demás islas caribeñas juntas, aumento posible por el constante incremento de la demanda norteamericana y europea; y este azúcar salía de plantaciones y molinos en que trabajaban esclavos.
En cuanto a Venezuela, los grandes terratenientes, los Uztariz, los Toro y los Tovar, todavía necesitaban esclavos para sus plantaciones de cacao en los hermosos valles de Caracas y Aragua. En 1800 la población esclava no rebasaba el diez por ciento del total, pero los criollos apenas alcanzaban el veinte por ciento, con el resto formado por mulatos y negros libres. De todos modos, los terratenientes eran los dueños de la colonia, y de ellos dijo Humboldt que eran conservadores en política simplemente porque «creen que con cualquier revolución correrían el riesgo de perder sus esclavos».[730] Estaba vivo el recuerdo de recientes rebeliones de esclavos, como la de 1795 en que se proclamó «la ley de la República francesa» y que causó muchas destrucciones y hasta condujo a la ocupación temporal por los esclavos rebeldes de la ciudad de Coro, en la costa frente a Curaçao.
Otro problema al que debían enfrentarse los abolicionistas, después de la ley de 1807, era el de Estados Unidos, donde la trata estaba prohibida, y donde varias leyes del Congreso refinaron la definición del delito y aumentaron los castigos por el mismo. Pero hasta 1862, en tiempos del presidente Lincoln, no se ejecutó a nadie por violar esta ley; entretanto, el país disfrutó durante cincuenta años de una modesta trata internacional ilegal.
Ésta fluía principalmente por Texas (parte del imperio español hasta 1821, luego de México hasta 1835 e independiente hasta 1846), por Florida (española hasta 1818) y por Carolina del Sur. En Florida, especialmente, podían desembarcarse fácil y legalmente esclavos en Pensacola, desde donde era posible transportarlos por el río Escambria hasta Alabama o por tierra hasta Georgia. Los astilleros de Baltimore, como los de Samuel y John Smith, William Van Wyck, John Hollins, y Stewart & Plunkett, seguían ocupándose después de 1808, como lo hicieran antes, de la construcción de barcos para la trata y la compra de esclavos en las Indias occidentales. Los aseguradores de Boston todavía aseguraban buques de la trata; así N. P. Russell escribía a J. Perkins en 1810, que «según vuestra demanda, he ofrecido a los aseguradores de mi oficina las dos empresas africanas, a saber, el San Francisco de Asís y la goleta Carlota…».[731] Algunos tratantes de Rhode Island, entre ellos el general George de Wolf, que era el tratante más importante de aquellos tiempos de ilegalidad, vendían sobre todo a Cuba y no a Estados Unidos; celebró su riqueza construyéndose una nueva mansión, con columnas corintias y ventanas paladianas, Linden Place, en Bristol, de Rhode Island. En Providence, del mismo estado, un corresponsal no identificado escribía en 1818 a Obadiah Brown, filántropo y pionero de la manufactura de algodón, que «la facilidad con que se lleva a cabo desde aquí el tráfico prohibido la ha convertido en el centro de muchos violadores de la ley comercial… entre ellos la trata de africanos, que se efectúa con mucho éxito y extensamente».[732] La verdad se oculta con deliberadas confusiones; por ejemplo, a finales de 1809, la Institución Africana de Londres informa que la costa africana occidental «hormiguea» de barcos con bandera española que llegan de Estados Unidos. Los Smith de Newport, para no hablar de Francis Depan y Broadfoot de Charleston, así como John Kerr de Nueva York, parecen haber participado. A juzgar por una carta escrita por James de Wolf de Bristol a su hermano John, también estaba involucrado el conocido mercader bostoniano Samuel Parkman: «Me entero de que Parkman de Boston te envía una goleta a Bristol para que la equipes para una expedición al este, y que le has negado a tener nada que ver con ella, lo cual, en mi opinión, es una decisión muy acertada.»[733]
El 11 de enero de 1811 el secretario (ministro) de Marina de Estados Unidos, Paul Hamilton, tratante y plantador que había pedido a la legislatura de Carolina del Sur que aboliera la trata, escribía al capitán Campbell, comandante naval de Charleston: «Me entero, no sin gran inquietud, de que la ley referente a la importación de esclavos se ha violado con frecuencia en [el puerto de] Sainte Mary (Georgia), desde que se han retirado las cañoneras… Enviélas con orden de emplear toda diligencia.»[734] El presidente James Madison, que se había opuesto constantemente a la trata, aunque a veces con maniobras tácticas, explicó al Congreso, en un mensaje del 10 de diciembre del mismo año, que «se sabe que ciudadanos americanos [todavía] participan en un tráfico de africanos esclavizados, en violación de las leyes humanitarias así como de las de su propio país». Y agregaba: «Los mismos justos y benévolos motivos que produjeron la prohibición por la fuerza de esta conducta criminal serán sin duda experimentados por el Congreso para establecer nuevos métodos con el fin de suprimir este mal.»[735] «Sin duda» resultó ser en aquellas circunstancias una expresión demasiado fuerte. Cierto que algunas veces un celoso funcionario de aduanas descubría a un buque tratante (como el Eugene, capturado delante de Nueva Orleans), pero lo que se hacía con él era harina de otro costal.
Un caso especialmente difícil era el de Luisiana, recientemente comprada a Francia. El gobernador William Clairborne no lograba aplicar la abolición, e impedir el contrabando de esclavos «resultó uno de los problemas más difíciles en la administración de la legislación prohibitiva».[736]
En cuanto a Carolina del Sur, ya en 1804 el representante (diputado) William Lowndes de ese estado declaraba: «Con ríos navegables que van hasta el corazón [del Estado] era imposible, con nuestros medios, impedir que nuestros hermanos del este [es decir, de Nueva Inglaterra] que, desafiando al gobierno se han dedicado a este comercio en algunas partes de la Unión, introdujeran esclavos en este país.»[737] Varios otros estados de la Unión, como Carolina del Norte, habían dependido siempre de esclavos llevados no por agua sino por tierra, la mayoría desde Carolina del Sur, de modo que no consta registro de ellos en los libros de las aduanas.
La Ley de 1807 prohibía solamente la trata internacional, pero no condenaba ni la interna ni la costeña. No había límite al número de esclavos con los que podía comerciarse de este modo ni ninguna norma sobre el modo de transportarlos. Era éste un comercio de mucho volumen. Los esclavos se llevaban por mar y más a menudo por tierra a Nueva Orleans o Charleston, donde se vendían a capitanes de barcos que los llevaban a otros puntos de Estados Unidos o incluso, ilegalmente, a Cuba. El periódico Virginia Times se vanagloriaba en 1836 de que el año anterior se vendieron cuarenta mil esclavos para su exportación. El viaje de Virginia al mercado de Nueva Orleans podía durar tanto como el Pasaje Medio desde África.
La mención de Virginia plantea un tema interesante. Desde que comenzó allí la agricultura, en el siglo XVII, los propietarios de plantaciones de tabaco, como se señaló, habían aumentado la fuerza de trabajo con esclavos nacidos en América sin recurrir al mercado internacional. En 1800, en algunas plantaciones se criaba deliberadamente a esclavos para su venta. Esto se había practicado en las Indias occidentales, por ejemplo en Jamaica y en las haciendas de la Sociedad para la Propagación de la Fe, y también en Portugal, como alternativa a la trata. Los Gadsden de Charleston, los Campbell de Nueva Orleans, y Nathan Bedford Forrest de Memphis destacaban en este nuevo negocio, pero había otros, en Alexandria, Savannah y Richmond, aunque la mayoría de ellos veía en la cría de esclavos una parte adicional, pero no la principal, del negocio.
Estados Unidos tuvo más éxito en producir esclavos por el aumento de la natalidad que otras sociedades americanas que empleaban a esclavos. ¿Se debía esto a que se prestaba especial atención a las «mujeres de cría» y a los que eran «sementales poco comunes»? ¿Se dieron cuenta algunos amos de esclavos de Virginia de que los niños esclavos eran, por decirlo así, un interés del capital que podía aumentar su riqueza? Los testimonios son pocos y algo parciales. Richard Drake describió una de estas granjas de cría cerca de Alexandria, en Virginia, pero nadie ha podido decidir si es digno de confianza su vivido relato de treinta mujeres embarazadas y de las chozas «hormigueantes de piccaninnies [críos] de diferentes tonos de color oscuro».[738] El argumento de que las esclavas tendrían más hijos si se las trataba bien se usaba a menudo en los debates sobre la abolición; por ejemplo, el capitán Thomas Wilson, de la armada británica, que tenía experiencia tanto en las Indias occidentales como en Norteamérica, lo hizo al declarar en la Cámara de los Comunes en 1790: «Siempre pensé que [los esclavos de Norteamérica] estaban mejor tratados y vestidos, parecían más dóciles y felices, entre ellos los matrimonios son más frecuentes y hay, en proporción, menos importados.»[739]
La posibilidad de mantener una población esclava por la fecundidad de la misma preocupaba también a los abolicionistas después de 1790, aunque ésta era la clase de respuesta que solían recibir a sus preguntas sobre las Indias occidentales: «Supe por un plantador al que hablé sobre el tema que los esclavos trabajan en general demasiado para criar.»[740] El doctor Harrison, un médico con experiencia tanto en Jamaica como en las colonias norteamericanas (antes de 1778), explicaba que «en Carolina del Sur los esclavos están bien alimentados, bien vestidos, trabajan menos duro y nunca se les castiga con muchos latigazos; en Jamaica, se les alimenta mal, se les viste de cualquier manera, trabajaban mucho y se les dan fuertes latigazos». En Brasil, «los portugueses no vacilan en decir que no merece la pena criar esclavos, pues esto aleja a las mujeres de sus deberes habituales por muchos años, de modo que no compensa por el tiempo perdido y el costo de alimentarlos. Además, se dice que es grande la mortalidad entre los niños».[741] Más tarde, con el «boom» del café brasileño, después del cuarto decenio del XIX, esta actitud cambió, pues «niños de muy tierna edad pueden recoger café». Pero incluso entonces, J. B. More, presidente de la Asociación Brasileña de Liverpool, dijo que no conocía «ningún lugar especial [en Brasil] para la cría y venta de esclavos criados allí».[742]
En 1790 parecía hallarse en decadencia la esclavitud en Norteamérica, situación distinta a la participación norteamericana en la trata con Cuba y otros lugares. Pero la situación se transformó con el invento, en la primavera de 1793, de la desmotadora de algodón por Eli Whitney, en las plantaciones de algodón de la señora Nathanael Greene, en Savannah (Georgia), y el hecho de que gracias a esta máquina desapareciera el gran obstáculo al cultivo a gran escala del algodón (o sea, separar las motas de las semillas), «un negro podía producir cincuenta libras de algodón limpio por día». Las cifras, bien conocidas, son notables: en 1792, el año antes del invento de Whitney, Estados Unidos exportó sólo ciento treinta y ocho mil trescientas veintiocho libras de algodón, lo que equivalía a ponerle al mismo nivel, como productor, que Demerara en la Guayana; en 1794, la cifra había subido ya a un millón seiscientas una mil libras; en 1801, la exportación fue de diecisiete millones setecientas noventa libras, y en 1820, de treinta y cinco millones.
Este éxito, que dependía del cultivo a gran escala del algodón de semilla verde en Georgia y las Carolinas, señaló la transformación de esta cosecha en la partida más importante de las exportaciones norteamericanas, y provocó una demanda sin precedentes de esclavos, especialmente de esclavas, pues se suponía que la actividad muy minuciosa de cosechar el algodón convenía más al trabajo femenino.
Este último tuvo consecuencias demográficas. En 1790 había solamente medio millón de esclavos bien aclimatados en Estados Unidos, la mayoría de segunda o tercera generación. Entre 1800 y 1810 aumentó en un tercio el número de esclavos y de otro tercio en los diez años siguientes. En 1825 los esclavos en Norteamérica formaban casi una tercera parte de todos los que había en las Américas. La tendencia continuó. Pero la trata hacia Estados Unidos era muy reducida. ¿Cómo era que el menor de los importadores de esclavos tenía la mayor población esclava? La razón hay que buscarla en el empleo de las esclavas en las plantaciones de algodón.
Los barcos negreros norteamericanos siguieron proporcionando esclavos a Cuba y otros puntos del imperio español, y también, aunque en menor número, a Brasil. En los nueve meses de 1807 de los cuales sobreviven registros, treinta y cinco buques norteamericanos entraron en el puerto de La Habana, de un total de treinta y siete que fondearon allí (los otros dos eran, oficialmente, daneses). El hecho de que la licencia a extranjeros para importar esclavos a Cuba terminara en 1810 importaba poco; los funcionarios españoles estudiaron qué debía hacerse y algunos, como los del consulado de Cádiz, expresaron esperanzas humanitarias, pero estando el país en guerra, parecía que lo mejor era no hacer nada, de modo que, entretanto, la trata con Cuba continuó sin obstáculos. Los registros de La Habana señalan sólo cinco buques norteamericanos entre 1808 y 1819 —el Catalina del capitán Coburn, con ciento tres esclavos, en noviembre de 1810; el Eagle del capitán Mayberry con tres esclavos; el Rosa del capitán Dunbar con ciento dieciséis esclavos, en junio de 1812; el American del capitán Intoch con doce esclavos, y el Thistle del capitán Perry con seiscientos noventa y ocho esclavos, en septiembre de 1819—, pero hubo con seguridad otros que bajo diversas banderas desembarcaron esclavos en distintos puertos. En mayo de 1808 el capitán Madden del Pitter llevó sesenta y seis esclavos a Matanzas, donde el capitán Wilbey entregó ochenta y dos en el Venus en febrero de 1809. Numerosos buques que por sus nombres parecen anglosajones —por ejemplo el Rebecca al mando del capitán Colquhoun, en marzo de 1810, o el Tripe del capitán Beale en junio de 1810—, eran probablemente norteamericanos.
Es más difícil analizar la participación británica en la trata. Unos cuantos tratantes establecidos en África occidental o en las islas frente a sus costas continuaron con ella. Algunos capitanes ingleses navegaron bajo bandera norteamericana y, más tarde, sueca, danesa y hasta francesa. Cosa más importante, sin duda, varias prominentes firmas participaron en la trata después de la ley de 1807, invirtiendo en buques o hasta siendo propietarias de barcos que teóricamente pertenecían a portugueses o españoles. Por ejemplo, McDowal, Whitehead & Hibbert, M. R. Dawson, y Holland y Cía., de Liverpool, así como Clark y Cía., de Londres. Marineros británicos enseñaron a españoles instalados en Cuba los trucos de la trata. Muchas firmas inglesas seguían abasteciendo de «mercancías de intercambio» a los barcos negreros portugueses y españoles. (Es un tema que puede ser objeto de estudio en el futuro). Pero las firmas británicas más importantes abandonaron este negocio e incluso dejaron de lado la trata entre las islas del Caribe.
La primera acción británica para restringir la trata internacional tuvo lugar ya en abril de 1807, cuando lord Strangford, ministro británico en Lisboa, al que Byron había descrito como de «ojitos azules y rizos de tono castaño rojizo», intentó persuadir a los portugueses de que abolieran el comercio negrero o, cuando menos, que lo limitaran al existente. El ministro portugués de Asuntos Exteriores Azevedo pensaba, sin embargo, que su país no podía adoptar ninguna medida al respecto. Lord Strangford debía saberlo todo sobre la trata, puesto que su madre, nacida en Norteamérica, era una Philipse de Nueva York, biznieta de un famoso negrero cien años atrás, Frederick Philipse, pero acaso se le ocultaba el significado de esta genealogía, pues su familia había pasado recientemente por muchas vicisitudes. Strangford, padre de George Sydney Smythe, el modelo del Coningsby de Disraeli, no se desanimó y en agosto de 1807 intentó persuadirá dom João, regente de Portugal (su madre, la reina María, estaba loca), para que rechazara el ultimátum de Napoleón de que cerrara sus puertos a los ingleses si no quería que invadiera su país. Esta amenaza condujo al regente, a su corte y a un gran número de mercaderes a dirigirse en buques británicos hacia Brasil. Strangford había hecho saber que Gran Bretaña «ocuparía Brasil» si la familia real caía en manos de Napoleón.
El cambio de residencia fue un éxito para Brasil. La mera presencia del regente y su corte transformó Río, por más que el regente fuese un príncipe de fácil trato burgués. Río empezó a considerarse capital de un reino. Desde entonces, todo el comercio que solía ir a Lisboa fue a Río. Se fundó un banco, además de la Casa de la Moneda y de una biblioteca pública, y hasta un jardín botánico y un nuevo teatro. Hubo periódicos y se publicó en portugués La riqueza de las naciones de Adam Smith, con su escepticismo acerca del valor de la esclavitud. Para culminar todo esto, el regente, bajo la cortés presión que entonces los diplomáticos ingleses sabían ejercer, aceptó firmar un tratado comercial con Gran Bretaña, que daba a este país el trato de nación más favorecida, así como un tratado de alianza en cuyo artículo décimo el regente aceptaba colaborar en favor de «la gradual abolición de la trata». Dom João se comprometió a que desde entonces Brasil sólo tomaría esclavos en aquella parte de África que estaba ya dentro de la zona de influencia portuguesa, lo cual significaba que podía tratar legalmente con Loango, Angola, Mozambique, Santo Tomé, Príncipe y Ouidah, pero no con Lagos, donde no había una presencia portuguesa fija. El tratado era vago en ciertos aspectos; por ejemplo, no contenía ninguna garantía de que Portugal, una vez el regente regresara a su territorio y en paz, si se llegaba a esto, legislaría contra la trata. De momento, el aumento de la cantidad de mercancías de manufactura inglesa llevadas legalmente a Brasil podía seguir usándose en Angola a cambio de esclavos, lo cual era un fallo del tratado, maquinado en Londres y que el Ministerio de Asuntos Exteriores británico pasó por alto. Si el regente imaginaba que su firma en el documento llevaría a algo serio es asunto para un novelista con fantasía más que para el historiador, pues aunque no conociera las cifras, dom João debía de saber que, después de su llegada, había aumentado la importación de esclavos a Brasil, de unos diez mil a unos veinte mil al año, un buen negocio en el que se decía que él mismo invirtió.
Con este tratado, entretanto, los británicos demostraban que habían modificado su postura internacional: de grandes tratantes negreros se habían convertido en filantrópicos oponentes a la trata por razones morales. Este cambio desconcertaba a cuantos entraban en contacto con ellos. Se sospechaba, naturalmente, que sus motivos eran oportunistas. Los franceses, los norteamericanos y los españoles pensaban que la nueva cruzada británica era un medio para consolidar su dominio de los mares, pues inmediatamente después de la ley que prohibía la trata se estableció una Flota Británica de África Occidental, para hacer cumplir la ley y, ante todo, impedir que ningún capitán británico de ningún puerto británico comerciara con esclavos a lo largo de los cinco mil kilómetros de la costa africana. La ley de 1807 permitía también la captura de piratas, y cualquier navío que llevara papeles falsos sería considerado automáticamente pirata, de acuerdo con la ley británica, algo que, más adelante, provocó muchos problemas; por ejemplo, en 1816 el buque Nueva Amable, con trescientos ochenta y ocho esclavos a bordo, fue capturado frente a Sierra Leona como buque francés con papeles españoles falsos. El almirantazgo se comprometió a pagar por cada esclavo liberado una prima de sesenta libras por varón, treinta por mujer y diez por niño, que se entregaría a los oficiales de la armada y a sus beneficiarios (como el hospital de Greenwich); por cierto que esta regla aseguraba que ningún capitán negrero fuera juzgado como pirata, pues en caso de serlo no se podrían pagar las primas.
Las penas por quebrantar la ley se hicieron más severas después de que mercaderes ingleses informaran de algunas transgresiones, como por ejemplo el descubrimiento en el Támesis del Comercio del Río, un buque negrero español. En 1811 una nueva ley, debida a más agitación por parte de los abolicionistas y defendida en el Parlamento por el activo Henry Brougham, declaró que esclavizar a alguien constituiría un crimen que podía castigarse con el destierro a Australia por hasta catorce años. Brougham adujo como ejemplo el buque Neptune, que además de llevar madera y marfil desde África, había tomado a bordo trece esclavos en Príncipe. Luego se descubrió que el George se hacía a la mar llevando esclavos. La armada detuvo con ciento nueve esclavos a bordo el navío Marqués Romano, que resultó ser el Prince William de Liverpool. Otros barcos disfrazados de españoles fueron el Galicia (Queen Charlotte) y el Palafox (Mohawk). Los jueces de Sierra Leona estimaron que sus tribunales habían emancipado a más de mil esclavos.[743]
Esta nueva legislación parece haber tenido efectos decisivos en los tratantes británicos. Transportar esclavos significaba prisión de por vida. Se formularon pocas acusaciones, aunque continuaron las inversiones secretas en buques negreros españoles y portugueses y aunque las mercancías inglesas siguieron siendo apreciadas por los capitanes de la trata. Sin embargo, lo inadecuado de estas leyes quedó de manifiesto cuando el gobernador de Sierra Leona detuvo y llevó a los tribunales a varios factores establecidos en la región que estaban claramente involucrados en la trata, tres de ellos ingleses (Dunbar, Brodie y Cooke). Pero la sentencia por transporte de esclavos se anuló al alegarse que el tribunal no era el apropiado para juzgar a los detenidos.
La primera Flota Británica de África Occidental contó en sus comienzos con sólo dos navíos, la fragata Solebay (treinta y dos cañones, al mando del comodoro E. H. Columbine) y la corbeta Derwent (dieciocho cañones, al mando del teniente E. Parker). En 1808 hicieron un viaje de prueba a África occidental en el que se vio que los dos buques eran pequeños, lentos e incapaces de frenar un comercio de muchos millones de libras. Luego, en 1811, después del tratado angloluso, que parecía permitir el empleo del poder naval contra negreros portugueses y brasileños que navegaran entre Brasil y África, se desplegó una flotilla más numerosa, al mando del capitán Frederick Irby, veterano de varios combates navales. Tenía a su disposición el Amelia (treinta y ocho cañones), el Ganymede (veinticuatro cañones), el Kangaroo (dieciséis cañones) y el Trinculo (dieciocho cañones). Su tarea siguió siendo difícil, debido a la extensión de la costa que debía vigilar y a la ambigüedad de las leyes que debía hacer respetar. Como el país estaba en guerra, Gran Bretaña se consideraba con derecho a abordar y registrar los barcos de todas las naciones neutrales o enemigas, entre las que estaban tanto los de Estados Unidos como los de Francia. Pero los dos mayores países negreros eran entonces España y Portugal.
La historia de uno de los viajes de Irby explica cómo se actuaba. Le informaron de que cuarenta y cinco barcos portugueses cargaban esclavos entre el cabo Palmas y Calabar y se hizo a la mar desde su cuartel general de Sierra Leona, después de la Navidad de 1811. El 31 de diciembre encontró al bergantín portugués São João lleno de esclavos. Lo interceptó y lo mandó, con una escolta a bordo, a Sierra Leona. Días después, encontró otro barco portugués, el Bom Caminho, sin esclavos a bordo, de modo que lo dejó marchar, aunque Irby observó que había comprado recientemente dos canoas, que supuso destinadas a llevar esclavos desde Cape Coast al barco. Irby informó al gobernador británico de Cape Coast y le advirtió que nunca más vendiera canoas que pudieran emplearse para transportar esclavos. Siguió rumbo a Ouidah, donde vio que tres bergantines portugueses compraban abiertamente esclavos, pero como los portugueses tenían allí una factoría, no pudo hacer nada. Más lejos, cerca de Lagos, en Porto-Novo encontró otros tres navíos portugueses comprando esclavos. No había allí ninguna factoría portuguesa permanente, de manera que consideró que tenía derecho a capturarlos y mandarlos, con escolta de oficiales británicos a bordo, hacia Sierra Leona. Irby repitió la operación en Lagos, desde donde envió tres buques a Sierra Leona, si bien tuvo que dejar otros tres. Tras una breve escala en Santo Tomé, regresó a Sierra Leona.
Estas y otras acciones similares enfurecieron a los portugueses, aunque los capitanes de sus buques no estaban en condiciones de luchar contra los navíos de su antiguo aliado. Pero muchos barcos de otros países habían abandonado el océano, debido a la constante guerra, y sus negreros emplearon, durante un tiempo, la bandera portuguesa.
La colonia de Sierra Leona, durante tanto tiempo un centro de la trata, y luego colonia, recientemente quebrada, de una compañía privada filantrópica, se convirtió en el cuartel general de las actividades británicas contra la trata. Se estableció un tribunal del Almirantazgo en la nueva ciudad de Freetown, en el estuario del río Sierra Leona, con un juez muy inspirado por los ideales de Wilberforce. Durante cierto tiempo pareció posible que en su nueva función Sierra Leona pudiera llegar a ser la «cuna de la civilización africana». Cuando se capturaba un buque negrero, se le mandaba allí con una tripulación especial, y si se condenaba al buque, como solía suceder, se confiscaba y vendía, y se mantenía a costa del gobierno a los esclavos durante un año, tras el cual debían valerse por sí mismos, a menos que se ofrecieran voluntarios para ir a las Indias occidentales británicas como trabajadores aprendices. Casi todos, sin embargo, se quedaban en Sierra Leona, que así se transformó en un microcosmos de las diferencias tribales africanas. El gobernador de esta colonia, habitualmente un oficial naval retirado, era al mismo tiempo responsable de todos los intereses británicos en África occidental.
Parecía una solución ideal. Pero las dificultades empezaron cuando Irby, actuando como «el nuevo campeón de la causa de la humanidad y la justicia», en palabras del embajador Strangford, o en el nuevo estilo del «moralismo global», según la frase del historiador francés Pierre Verger, interpretó, o mal interpretó partes del tratado angloluso como que Portugal consideraba ilegal la trata de modo general. Irby y sus capitanes capturaron en cuatro años, de 1810 a 1813, veinticuatro buques negreros que navegaban con pabellón portugués o brasileño, doce de los cuales procedían de Bahía. Hubo protestas continuas de Lisboa. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, lord Castlereagh, tuvo que escribir al Almirantazgo, en mayo de 1813, manifestando que «deseo que sus señorías tengan a bien dar instrucciones a los cruceros de Su Majestad de no molestar a los buques portugueses que lleven bona fide esclavos por cuenta y riesgo de súbditos portugueses desde los puertos africanos que pertenecen a la Corona de Portugal hasta los Brasiles». Irby y los jueces de Sierra Leona protestaron a su vez. ¿Qué debían hacer? No hubo respuesta rápida. James Prior, de la armada, escribió, también en 1813, que en Bahía el resto de consideraciones se desvanecían «en la insignificancia en comparación con la trata; Portugal y España, Inglaterra y Francia, Wellington, Bonaparte, el príncipe Regente pueden desaparecer en la tierra de las sombras; ¿qué importa, con tal de que su querida trata, tema de sus sueños de día y de noche, se mantenga? Ningún poder de la razón puede destruir esta devoción, sólo puede tener efecto el argumento de la fuerza».[744]
Los capitanes de la armada británica también debían mantenerse al margen si veían buques norteamericanos en la costa africana. Estados Unidos había abolido la trata internacional, pero no tenía intención de permitir que los oficiales de la armada británica inspeccionaran sus navíos, que fueran o no criminales. Y, de momento, los norteamericanos no pensaban siquiera en una patrulla naval propia en África.
En aquellos años había una turbulenta ansiedad respecto a la trata, que contrastaba con su estabilidad anterior a 1788. Nadie sabía por cuánto tiempo continuaría. Los plantadores que siempre habían empleado a esclavos ahora los compraban a precios exagerados, pues temían que pronto ya no encontrarían más. Los problemas empeoraron —para quienes empleaban a esclavos, claro está— cuando varios países latinoamericanos, deseosos de comerciar con Gran Bretaña, y de obtener su reconocimiento y protección, aprovechando que ya no dependían de la esclavitud, se apresuraron a abolir su propia trata. Gran Bretaña, con un monopolio virtual de todos los productos tropicales, poseía la única armada que podía intervenir en todos los continentes. Así, Brasil, Argentina, hasta México y varias otras antiguas colonias españolas, se encontraban dependiendo de Londres. El ministro británico de Asuntos Exteriores, Canning, declaró con franqueza en 1824 que «la América hispana es libre y, si no cometemos errores en nuestros asuntos, es inglesa».[745]
Bolívar pensaba que la abolición de la trata era un elemento clave de la independencia hispanoamericana y manumitió a sus propios esclavos. La Junta Suprema de Caracas, primer gobierno de la Venezuela independiente, la abolió en 1811. En Nueva Granada (Colombia), el libertador Miranda prometió en 1812 la libertad a todos los esclavos que lucharan diez años contra los españoles, lo cual no era una concesión exactamente generosa. En Buenos Aires, el primer triunvirato revolucionario, en un raro momento de lucidez, prohibió en 1812 la trata empleando las grandiosas frases a las que se habían acostumbrado sus compatriotas, aunque durante unos años continuó ilegalmente. El libertador San Martín pensaba que en su ejército «los mejores soldados de infantería que tenemos son los negros y mulatos».[746] Su homólogo uruguayo hizo un llamamiento especial a los negros, y hasta lo dirigió a los esclavos de Brasil. En Chile, el Congreso revolucionario aceptó en 1811 una propuesta del liberal humanitario Manuel de Salas para abolir la trata local, propuesta que indignó a la vieja guardia, que pensaba, como en todas partes, que la medida destruiría el orden social, que de todos modos ya estaba tambaleándose. Luego Morelos, en Nueva España (México), ordenó a todos los amos que liberaran a sus esclavos en el plazo de tres días y prometió que a los liberados se les consideraría iguales a los de origen español; pero a la sazón había allí pocos negros y, en cualquier caso, Morelos pronto fue derrotado. Sólo en Cuba, como en Brasil, la nueva era se caracterizó por una continua demanda de esclavos, y en parte por esta razón se retrasó allí en casi un siglo la independencia. Francisco de Arango, lamentando el descenso de la entrada de esclavos en Cuba a sólo mil ciento sesenta y dos en 1809, insistió en que ningún extranjero podría proporcionarlos a Cuba en la cantidad necesaria, y declaró que «todas nuestras esperanzas se centran en nosotros solos, y nuestra entera atención debe dirigirse a este fin».[747]
«¡Nosotros solos!» Los nuevos tratantes de La Habana eran en su mayoría peninsulares de origen; sus tensiones con los criollos causaron problemas al imperio español y explican el movimiento de independencia. Liderados por Santiago de la Cuesta y Manzanal, Francisco Hernández y Juan Magín Tarafa, con el apoyo del gobernador, pronto siguieron el consejo de Arango. En 1809 enviaron a Londres un bergantín, el San Francisco, con instrucciones de comprar mercancías que pudieran intercambiarse por esclavos en África. Siguieron otros barcos: el Zaragoza fue a Lagos, el Junta Central, a Calabar. Entretanto, se había creado un nuevo cargo, a imitación de uno francés, el de intendente, que debía mejorar la administración pública. El de La Habana, Juan de Aguilar, escribió «al principal socio de la mencionada compañía [el Consejo de Indias], don Pedro de la Cuesta y Manzanal interesándolo para que me ayudase a llevar adelante el… comercio directo de negros a la costa de África desde nos puertos con buques capitaines y tripulación española», o sea, que quería que hubiese más expediciones directas de África a Cuba, en barcos españoles capitaneados por españoles. Pese a las declaraciones de Arango sobre la conveniencia de los insulares de confiar sólo en ellos mismos, los tratantes cubanos mantenían estrechas relaciones con los astilleros y tratantes norteamericanos de Baltimore y Filadelfia.[748]
Pero esto provocó inmediatamente dificultades con los británicos, teóricamente aliados de España, igual que había ocurrido con la trata lusobrasileña. El ministro de Asuntos Exteriores británico solicitó en 1808 y en 1809 a su representante en España que insistiera en la conveniencia de una gradual abolición de la trata española en todo el imperio hispano. Wilberforce, por su parte, escribió al embajador en España, marqués de Wellesley, y los dos hablaron del asunto en 1810. Pero si en las capitales los británicos se mostraban diplomáticos, lo eran menos en el mar.
Así, en los dos años de 1809 y 1810 Irby y su patrulla naval interceptaron nueve barcos de los veinticuatro que salieron de Cuba hacia África en busca de esclavos; los enviaron a Sierra Leona, donde se les declaró culpables y los vendieron tras liberar a sus esclavos. La mayoría de los funcionarios británicos creía que la trata española estaba a cargo sobre todo de gentes no españolas y que, por tanto, estos buques eran capturables. Cierto que entre los capitanes de esos barcos había algunos norteamericanos, pero ¿no había abolido Estados Unidos la trata, igual que Gran Bretaña? Se consideró, pues, que los capturados deberían demostrar que eran inocentes ante sus propias leyes. El embajador español en Londres, Pedro Alcántara de Toledo, duque del Infantado y amigo de Fernando VII, se quejó, alegando que la trata no había sido abolida por la ley española y que un tribunal británico no podía aplicar la ley británica a buques españoles. El gobierno británico, triunfante en la larga guerra, no hizo caso, y su falta de sensibilidad ante el orgullo nacional de una gran nación que pasaba por trances difíciles perjudicó, a la larga, la causa de la abolición.
La captura de esos buques solía dar lugar a complejos dramas. Así ocurrió con el bergantín Hermosa Hija, propiedad de Francisco Antonio Comas, de La Habana, de donde salió hacia África en 1810 y que casi iba ya de regreso, con varios cientos de esclavos, cuando fue capturado por el navío británico Dark, al mando del capitán James Wilkins. Este puso a bordo una tripulación de decomiso y dio orden de que lo llevara a Sierra Leona. Antes de veinticuatro horas, la tripulación española se amotinó y acorraló a los ingleses. Durante cuatro días, navegó de vuelta a Cuba, hasta que los británicos consiguieron recuperar el control y, después de encadenar a los españoles y a los esclavos, pusieron rumbo de nuevo a Freetown, donde se acusó y condenó a los españoles no por dedicarse a la trata sino por el delito más grave de insurrección.
Los tratantes cubanos tenían otras dificultades además de las que representaban los moralistas navales británicos. Una vez, uno de sus buques fue capturado por haitianos que dejaron en libertad a los esclavos en este liberado pero desgraciado país. La guerra de 1812 entre Gran Bretaña y Estados Unidos permitió a los ingleses capturar legítimamente barcos con bandera norteamericana, pero también legalizó el filibusterismo, y buques norteamericanos, entre ellos algunos de los De Wolf de Bristol, capturaron mercantes británicos. Los tratantes se encontraron a menudo en medio del fuego cruzado de los navíos de los dos países anglosajones. A comienzos del XIX el Caribe estaba lleno de piratas, no menos brutales aunque menos pintorescos que los del pasado. Por ejemplo, un corsario francés, Dominique You, en el Superbe, capturó al Juan, con ciento treinta y cuatro esclavos propiedad de Cuesta y Manzanal de La Habana; otro pirata francés, el capitán Froment, del Minerve, se apoderó de la corbeta Hiram, con sesenta y un esclavos destinados a David Nagle de La Habana. Otro golpe de distinto cariz fue el de los capitanes franceses Brohuac y Morisac, que antes de 1808 se apoderaron de un mercante inglés con destino a Jamaica y vendieron en Cuba los doscientos veinte esclavos que hallaron a bordo.
Para los abolicionistas las noticias más alentadoras venían de España. En plena guerra, con los ejércitos napoleónicos dominando la mayor parte del país, la nueva constitución liberal hizo posible un Parlamento que representara al imperio igual que a la Península. José Miguel Guridi y Alcócer, elocuente sacerdote y diputado de Tlaxcala, en Nueva España, presentó a las Cortes, el 26 de marzo de 1811, el primer proyecto español de abolición, no de la trata, sino de la esclavitud misma, que dijo, adaptando las ideas de Wilberforce a la fraseología latina, era «contraria a la ley natural». Pedía la abolición inmediata de la trata, la libertad de todos los hijos de esclavas, salarios para los esclavos y el derecho automático de los esclavos a comprar su libertad si conseguían, de algún modo, hacerse con el dinero necesario; esperaba también garantizar un mejor trato a los que siguieran en esclavitud. En su réplica, el diputado por Bogotá José Mejía Lequerica dijo que si bien estaba de acuerdo en que era «una urgente necesidad» la abolición de la trata, la de la esclavitud requería una mayor reflexión. Las Cortes decidieron pasar la cuestión a la comisión que preparaba la nueva constitución, donde se quedó. Pero el 2 de abril el diputado radical Agustín de Argüelles, que dijo haber tenido «la dulce satisfacción» de haber estado en la Cámara de los Lores en 1808 la noche en que aprobó la ley de abolición, propuso la condena de la trata. Insistió en que España debía coincidir con gran Bretaña.[749] Los británicos debían estar seguros de esto, de modo que los dos más ilustrados adversarios de Napoleón pudieran actuar juntos. Argüelles al parecer había oído decir que el embajador británico, Henry Wellesley, hermano del ministro de Asuntos Exteriores británico y del duque de Wellington, estaba a punto de formular una petición en el mismo sentido, y le convenció para que esperara, de modo que la propuesta de abolición apareciera como una iniciativa española.
Este debate provocó pánico en el imperio español, sobre todo en Cuba, cuyos plantadores se horrorizaron y cuyo capitán general, Salvador de Muro, marqués de Someruelos, administrador sutil cuyo lema era «entérate de todo, finge mucho, castiga poco», envió el 7 de julio de 1811 un mensaje a las Cortes en el cual pedía que se tratara con reserva la idea de la abolición, para evitar perder «esta importante isla». El Ayuntamiento de La Habana mandó el 10 de julio un memorándum de noventa y dos hojas en el que echaba la culpa de la existencia de esclavos en Cuba en primer lugar al obispo Bartolomé de Las Casas, de siglos antes, pero, añadía, los esclavos habían llegado y estaban ahí «para nuestra desgracia y no por nuestra culpa», sino por la de quienes iniciaron y alentaron este comercio en nombre de la ley y la religión. Ahora, la economía de Cuba dependía de la esclavitud y de la trata, hecho que debía aceptarse. No había propiedad en la isla que tuviera «los negros que debía». El documento estaba bien redactado, indicaba un detallado estudio de los debates londinenses sobre la abolición y sugería que los criollos cubanos serían formidables enemigos de los abolicionistas británicos. El preciso conocimiento demostrado por el autor del aumento de la «filantropía negrera» era una advertencia al gobierno español de no dar por descontada la lealtad de Cuba.[750]
El diputado de Cuba en las Cortes Francisco de Arango hizo una hábil defensa de retaguardia de la situación existente, al estilo de Henry Dundas en Londres en 1792. Aunque reconociendo la injusticia de la trata, Arango se oponía, por igualmente injusta, a una solución apresurada del problema, pues debía esperarse, cuando menos, hasta que se hubiese redactado y aprobado la constitución; sugería que habiendo dado Gran Bretaña y Estados Unidos a sus plantadores un aviso anticipado de por lo menos veinte años sobre su intención de abolir la trata, España debía hacer lo mismo. Los plantadores cubanos y de otros lugares que dependían de los esclavos podrían, entretanto, estimular la importación de esclavas con fines reproductivos.
El 23 de noviembre del año siguiente, en otro debate en las Cortes, esta vez relativo a la supresión del impuesto de la alcabala sobre la venta de esclavos, el geógrafo que diez años antes había sido el primer español en sugerir la abolición de la trata, Isidoro Antillón, propuso la abolición de la esclavitud. Arango consiguió de nuevo que se perdiera la propuesta desterrándola a una sesión secreta de las Cortes. Los muchos partidarios de la esclavitud comprendieron que podían influir en la opinión sugiriendo que los abolicionistas eran aliados y hasta agentes secretos de los británicos. Esto lo hacía todo mucho más difícil, aunque los ingleses fueran aliados de España. De todos modos, el Ayuntamiento de San Juan de Puerto Rico dio instrucciones a su diputado Ramón Power y Giralt de apoyar todas las medidas favorables a la inmigración de europeos y a la extinción gradual de la esclavitud, a la que calificaban como «el peor de los males que sufre esta isla».[751]
Estos debates indicaban que en las Cortes se podía proponer la abolición, pero la reacción de Cuba sugería que los plantadores no se mostrarían tan respetuosos con la ley como sus congéneres de Jamaica. Hubo un claro indicio de que esta falta de respeto a la ley podía extenderse a la madre patria cuando Antillón, días después de su discurso, fue atacado en las calles de Cádiz por tres matones que le causaron heridas de las que murió un año más tarde. No puede decirse, sin embargo, que éste fuera el primer asesinato de un abolicionista, pues nunca se llegó a conocer la identidad de sus agresores.
El gobierno británico estaba decidido a impedir que sus súbditos usaran la bandera española para llevar esclavos a Cuba. En mayo de 1811 ordenó a Henry Wellesley que pidiera a España que «adoptara todas las medidas necesarias» para prohibir el empleo de la bandera y documentos españoles por parte de capitanes negreros británicos y norteamericanos. La armada británica estaría dispuesta a apoyar al gobierno español para aplicar tales medidas. Se podrían capturar y juzgar los buques sospechosos, por ejemplo a la vista de Tenerife, a menos que se demostrara que eran realmente propiedad de súbditos españoles.
El gobierno español dio una respuesta conciliadora, pues necesitaba el apoyo británico contra Napoleón. Dijo que daría instrucciones a las autoridades de Tenerife para que actuaran como fuese adecuado a la vista de las acusaciones de Brougham. Pero, como cabía esperar, no dieron prueba alguna de que la oferta de ayuda naval les entusiasmara.
En noviembre de 1813, los portugueses, por influencia de sus amigos británicos, que insistían en los beneficios de la Ley Dolben de 1788 (adaptación a su vez de una vieja ley portuguesa), aceptaron limitar de nuevo el número de esclavos transportados: cinco por cada dos toneladas de desplazamiento hasta doscientas una toneladas registradas; en los barcos mayores, sólo un esclavo por tonelada más allá del tonelaje indicado.
Esta medida tuvo diversas consecuencias. En primer lugar, favoreció a los tratantes portugueses que se habían instalado en Río de Janeiro, a veces con apoyo financiero británico y en ocasiones con equipos comprados a los tratantes de Liverpool. Al mismo tiempo, las marcas con hierro candente que se habían empleado en África desde el siglo XV para identificar a los esclavos fueron sustituidas, durante un tiempo, por argollas metálicas en muñecas o cuello, aunque en 1818 se volvió a la vieja costumbre, esta vez empleando un instrumento de plata, con el pretexto de que los capitanes estafaban a las aduanas reemplazando esclavos sanos que habían transportado por cuenta ajena por cautivos propios que estaban muriéndose.
La nueva regla dio a la armada británica el pretexto para inspeccionar los buques portugueses. En 1814, el capitán Irby creía que con su flota africana podría pronto poner fin a la trata, amenazando e intimidando en apoyo de la nueva ley portuguesa.
Esta impresión se vio confirmada por el Tratado de Gante de diciembre de 1814, que puso fin a la guerra de 1812 entre Gran Bretaña y Estados Unidos. En su artículo décimo constaba que las dos partes estaban de acuerdo en «emplear sus mejores esfuerzos» para acabar con la trata. Pero Estados Unidos no tenía intención de permitir que la armada británica inspeccionara buques norteamericanos. Nadie en el nuevo país olvidaba que la cuestión del derecho de registrar y capturar había sido uno de los motivos de la guerra de 1812. Después de ésta, Estados Unidos daba a la frase «libertad de los mares» un significado con el que Gran Bretaña nunca estuvo de acuerdo. En 1817, John Quincy Adams, secretario de Asuntos Exteriores norteamericano, indicó a su embajador en Londres que «la admisión del derecho de oficiales de buques extranjeros a entrar y registrar los buques de Estados Unidos en tiempo de paz en cualquier circunstancia que fuera, provocaría la repulsa universal de la opinión pública de este país».[752] Unos años después, el embajador británico en Washington preguntó a Adams, cuando éste ya era el sexto presidente de Estados Unidos, si podía imaginar algo peor que la trata, y el presidente le contestó que sí podía: «conceder el derecho de registrar nuestros buques y así convertirnos en esclavos».[753] Pero, en esa misma época, algunos de los rápidos clípers de Baltimore de treinta metros de eslora, trescientas toneladas de carga y una tripulación de cuarenta hombres, construidos como filibusteros durante la guerra de 1812, se estaban adaptando a la trata y se vendían a menudo a tratantes de La Habana.
Mientras tanto, los abolicionistas ingleses comenzaban a irritar a los políticos cuya imaginación casi habían capturado. El 29 de julio de 1814, el duque de Wellington se quejaba a su hermano Henry Wellesley, embajador en España, de que la presión de Wilberforce y sus amigos era tan fuerte que diríase que querían que Gran Bretaña «vaya a la guerra para poner fin a este abominable comercio, y muchos quieren que volvamos al combate en esta nueva cruzada… No me había dado cuenta hasta venir aquí [a Londres] del frenesí que existe… sobre la trata».[754] Lord Castlereagh se sentía igualmente molesto y afirmaba que «la moral nunca se enseña bien con la espada», pero, de todos modos, escribió a Wellesley, en España, que «creo que no hay ningún pueblo [en Inglaterra] que no se haya pronunciado sobre la cuestión», y su corresponsal, al expresar el deseo de su gobierno de acabar con la trata, dijo al ministro español de Asuntos Exteriores, duque de San Carlos, que el papa Pío VII después de volver al Vaticano tras su exilio en Savona, trataría de persuadir a todas las naciones católicas para que abolieran la trata. El duque se indignó, pues consideraba que esto era algo «incompatible con su deber de cabeza de la Iglesia católica, que le obligaba a esforzarse en hacer conversos al catolicismo y que todos los negros se convertían en católicos tan pronto ponían los pies en cualquier posesión española».[755]
Sin embargo, en el Congreso de Viena, Wellington y Castlereagh trataron de obtener una declaración conjunta de todas las naciones participantes en el sentido de que deseaban la abolición, aunque las delegaciones española y portuguesa se opusieron. Castlereagh ofreció una idea muy adelantada a su tiempo al proponer también la formación de una fuerza internacional de policía para reprimir la trata. El plenipotenciario español, Pedro Gómez Havelo, marqués de Labrador, repitió por su parte el argumento de Francisco de Arango de que si las colonias británicas habían tenido veinte años para llegar a la abolición, no estaba fuera de razón que España deseara que sus colonias aumentaran sus reservas de esclavos, incluso doblándolas. El marqués insistió en que la participación de España en la guerra le había impedido enviar buques negreros a África (escasez que no se notaba en La Habana), de modo que consideraba que era demasiado pronto para abolir la trata.
Ahora preocupaba, además, el problema de la trata francesa. El derrumbamiento de Napoleón en 1814 había devuelto al trono a los Borbones y puesto fin, claro está, a la guerra. Ni el restaurado Luis XVIII ni su astuto ministro de Asuntos Exteriores Talleyrand eran entusiastas de la abolición ni de la trata ni de la esclavitud, aunque el ministro consiguió de su monarca la promesa de que estaría dispuesto a «desalentar los esfuerzos de algunos de sus súbditos para reanudar el comercio de esclavos». Esto no era lo que esperaban los ingleses. Nada que no fuera una total condena les parecía adecuado. Pero el gobierno de la Restauración era heredero de Luis XV y no de Montesquieu. Francia creía que cualquier acuerdo que permitiera a Gran Bretaña inspeccionar y, de ser necesario, capturar buques de los que sospechaba que se dedicaban a la trata le daría el dominio de los mares. La sugerencia, en Viena, de que la devolución de las colonias de Guadalupe y Martinica (ocupadas por los británicos durante la guerra) podía depender de que se aboliera la trata enfureció, como cabe suponer, al gobierno de París.
Los ingleses tal vez pensaron que la Francia de la Restauración se mostraría tan agradecida por haber derrotado a Napoleón que aceptaría la política británica sobre la trata y pondría término inmediatamente a la suya. Pero el gobierno francés, enfrentado a cien problemas urgentes, vacilaba. Esto enfurecía a los abolicionistas ingleses, que en 1814 se superaron a sí mismos en relación con Francia. Enviaron al gobierno de Londres no menos de ochocientas peticiones para que persuadiera a la monarquía restaurada francesa de que acabara con la trata; las firmaron unas setecientas cincuenta mil personas. Se enviaron peticiones similares al zar de Rusia, que no estaba acostumbrado a esta forma de comunicación. Hubo mítines en número sin precedentes. El diputado Samuel Whitbread, cervecero y filántropo, aunque no se confiaba en él, pensaba que «el país nunca ha expresado, y me temo que nunca volverá a hacerlo, un sentimiento tan general como el que ha expresado sobre la trata».[756] Al mismo tiempo que se dirigían estas firmes peticiones a los gobiernos de Londres y París, este último empezaba a recibir otras peticiones, procedentes de sus ciudades marítimas; así, de los mercaderes de Nantes, que restablecían sus relaciones con Guadalupe, Martinica y Cayena, y la Cámara de Comercio de esta ciudad negrera pedía explícitamente el restablecimiento de la trata con el fin de reanimar la industria azucarera de aquellas islas. Todos los franceses recordaban cómo, no hacía mucho tiempo, el Estado no sólo respetaba la trata sino que incluso la subvencionaba.
Sin embargo, en el primer tratado de París, firmado el 10 de mayo de 1814, el gobierno francés aceptó unirse al británico en hacer todo lo posible para lograr la supresión de la trata. Los abolicionistas ingleses se sintieron defraudados porque no sólo no se concretaba en qué debía consistir esta colaboración, y porque se devolvían a Francia casi todas sus colonias (aunque no Tobago, Sainte Lucia y Mauricio), sino porque Talleyrand había conseguido que Luis XVIII aceptara únicamente abolir la trata en el término de cinco años. Respecto a esto último, el todavía muy activo Wilberforce declaró con grandilocuencia en la Cámara de los Comunes, el 6 de junio, que lord Castlereagh había traído «el ángel de la muerte bajo las alas de la victoria». ¡Cuántos desastres podían suceder en cinco años!, añadió. Si Francia emprendía la reconquista de Saint-Domingue, aventura que muchos en París deseaban, aumentaría más la demanda de esclavos. Lord Holland pensaba que se exportarían doscientos mil esclavos al año sólo desde Senegal si se concedían sus cinco años a Francia. Sabía que Madagascar estaba también lleno de esclavos dispuestos para la exportación. La esposa de Lord Holland, la admirable Elisabeth Vassall, nacida en Jamaica, había heredado, en 1800, de su abuelo Florentius Vassall, dos prósperas plantaciones de caña en Jamaica, con unos trescientos esclavos; los Vassall formaban una enorme familia descendiente de Samuel Vassall, negrero de mediados del siglo XVII, con conexiones en Boston. Lord Grey, antiguo lugarteniente de Fox, afirmó en una reunión, en junio de 1814, que algunos tratantes ingleses confiaban en que la trata volvería en las mismas condiciones que en Francia.
De todos modos, y aunque el gobierno francés hacía cuanto podía (mediante concesiones fiscales) para estimular a los tratantes franceses a sacar todo lo que pudieran en esos cinco años, el rey Luis había admitido algo crucial. Hasta qué punto era crucial podía verse por la indignación de los intereses navales franceses. El capitán del puerto de Burdeos, Auguste de Bergevin, pensaba no en la abolición sino en convencer al gobierno de que reanimara el lucrativo transporte de esclavos, y sesenta constructores de barcos de Le Havre expresaron su «dolor» por la política del gobierno, mientras que en Nantes se hablaba de la hipocresía inglesa.
En octubre de 1814 Wilberforce escribió a Talleyrand pidiéndole su apoyo en la cuestión de la trata, y de modo especial respecto al comercio francés. Envió cartas similares de Clarkson al zar y al duque de Wellington. La dirigida al zar decía, entre otras cosas: «Cabe presumir que ignoráis por completo lo que sucede en el continente de África. [Pero] no poner fin al crimen cuando tenéis el poder de hacerlo os hace cómplice del mismo… La divina providencia os ha restablecido en vuestros anteriores solaces y en vuestros dominios hereditarios… Que la era de vuestra liberación se conozca en la historia del mundo como la de la liberación también de otros…»[757] Talleyrand contestó que los argumentos de Wilberforce le habían convencido, pero que quedaba por convencer a Francia. El antiguo obispo de Autun estaba acaso más influido por un folleto del historiador Sismondi, De l’intérêt de la France à l’égard de la traite des nègres (El interés de Francia respecto a la trata de negros), en que se argumentaba que se servirían mejor los intereses económicos del país poniendo fin a la trata. Cosa aún más importante, Sismondi sugería que Francia podía, y debía, abandonar la esperanza de recuperar Saint-Domingue. Sismondi era ya famoso por su Historia de las repúblicas italianas de la Edad Media.
Finalmente, en febrero de 1815, Castlereagh convenció a los gobiernos de Gran Bretaña, Francia, España, Suecia, Austria, Prusia, Rusia y Portugal para que firmaran una declaración general en la que se decía que, «dado que el comercio conocido como trata africana de esclavos es repugnante para los principios de humanidad y de moral universal», las potencias que poseían colonias reconocían que era «deber y necesidad» aboliría tan pronto como se pudiera. El momento, así como los detalles, quedaban como tema de negociaciones. Se reconocía, eso sí, que no se podía forzar a ninguna nación a abolir la trata «sin la debida consideración a los intereses, las costumbres y hasta los prejuicios» de sus súbditos.[758]
Pese a esta extraordinaria condición, la declaración pareció un triunfo para Castlereagh, para el humanitarismo y para Gran Bretaña. Las negociaciones se acompañaron de lo que parecía otro logro positivo respecto a España y Portugal. Gran Bretaña y Portugal concluyeron, en efecto, un nuevo tratado en enero de 1815 por el cual la primera aceptaba pagar al segundo trescientas mil libras de compensación por una treintena de buques capturados ilegalmente (como creían los portugueses) desde 1810 y abandonaba además la esperanza de cobrar un préstamo anterior de seiscientas mil libras; a cambio, Portugal abandonaría su trata al norte del Ecuador, con lo cual, en teoría, terminaría la antigua trata de Ouidah o Benin a Bahía, y aceptaba también redactar un tratado en un futuro indeterminado en el cual se fijaría fecha para la abolición completa de la trata lusa. Los buques de los que se sospechara que hacían la trata, al norte del Ecuador, serían conducidos ante una comisión mixta en Sierra Leona o en Río de Janeiro, compuesta por un juez y un comisario de cada una de las dos naciones, con un secretario nombrado conjuntamente. Los buques de cada uno de los dos países podían inspeccionar los del otro, aunque era inconcebible que un navío de la armada portuguesa actuara contra un negrero.
Pronto se hicieron evidentes los fallos del acuerdo. Se tardó mucho en establecer los nuevos tribunales o comisiones mixtas, pues el gobierno de Lisboa explicó que era difícil encontrar a personas de confianza dispuestas a realizar tan poco provechosa tarea en un clima tan malo. Además, el tratado no decía nada sobre la trata en África oriental, que era la que explotaba una nueva generación de tratantes brasileños, como José Nunes da Silveira con su bergantín Delfim, capaz de transportar casi cuatrocientos esclavos.
Wilberforce pensaba que este nuevo tratado era «hipócrita, malvado y cruel», y así se lo dijo a Castlereagh. De todos modos, se dieron instrucciones a la armada británica para que capturara a los buques negreros portugueses en cualquier punto al norte del Ecuador.
También se ordenó que se capturaran buques españoles si había indicios de que tenían alguna relación con aseguradores, inversores y hasta puertos británicos. Pero a menudo las capturas de buques españoles que se llevaron a cabo no tenían ni siquiera esta modesta justificación. En julio de 1815, en un tratado de Madrid con Gran Bretaña, distinto del documento final del Congreso de Viena, España expresó, como sin duda le hubiese agradado al reformador Argüelles, su acuerdo con Gran Bretaña sobre la iniquidad de la trata y prometía prohibir a los españoles que proporcionaran esclavos a países extranjeros. España accedía a limitar la trata, incluso en beneficio de su propio imperio, a los mares al sur de una línea trazada a diez grados al norte del Ecuador, y agregaba que aboliría completamente la trata en un plazo de ocho años. Cierto que, de momento, el compromiso español no iba más allá de esta declaración de intenciones, y que no se adoptó ninguna medida inmediata para incluir en las leyes este primer acuerdo. El gobierno español siguió quejándose de la arbitrariedad británica. Otro embajador español en Londres, el conde de Fernán Núñez, denunció que dos buques pertenecientes a un mercader de Barcelona habían sido capturados por la fragata inglesa Comus en el río Viejo Calabar, pese a que los capitanes afectados se conducían con plena legalidad, a que la trata no debía acabarse hasta dentro de unos años y a que a bordo no se encontraron mercancías británicas.
Los abolicionistas no estaban satisfechos, pero ni siquiera ellos pudieron dejar de impresionarse por lo que parecían buenas noticias de Francia. Desde la paz, no había habido salidas de barcos negreros y el regreso a Francia de Napoleón, en marzo de 1815, tuvo un efecto positivo. Durante los Cien Días, el 29 de marzo, el emperador, que en 1802 había defraudado a tantos de sus admiradores extranjeros al permitir sin condiciones la esclavitud, ahora, también sin condiciones, abolió la trata francesa, influido, por una parte, por su ilustrado ministro Benjamin Constant y, por la otra, por su esperanza de que con ello se granjearía la simpatía británica. La consecuencia de todo ello fue que el 30 de julio, una vez Wellington y Blücher derrotaron al «usurpador» en Waterloo, Luis XVIII se sintió obligado a confirmar la política de su enemigo y, contradiciendo lo que había aceptado en 1814, lo hizo sin demoras; así, en noviembre de 1815, en el segundo tratado de París, Gran Bretaña, Francia, Austria, Rusia y Prusia se comprometieron a conjugar sus esfuerzos para «la completa y definitiva» abolición de la trata, «tan odiosa y tan enérgicamente condenada por las leyes de la religión y la naturaleza». La declaración de febrero se agregó al Acta Final del Congreso de Viena. El representante del papa Pío VII tuvo bastante participación en esto para que el Papa considerara que había ayudado a la causa, aunque no lo bastante para que esta intervención fuese registrada por Castlereagh.
Ahora bien, la batalla por la abolición no estaba ganada en Francia. Los propietarios de buques de los viejos puertos negreros de la costa atlántica habían estado a punto de enviar sus barcos a África, y varios habían declarado ya sus cargamentos y destino antes del regreso de Napoleón, cuando todavía suponían que la abolición tendría lugar al cabo de cinco años. Argumentaron que en aras del interés nacional (es decir, el aumento de los eslavos en las colonias del Caribe), se les debía permitir hacerse a la mar, y ello con la aprobación del ministro de Marina. De hecho, en el verano de 1815 varios buques se hicieron a la vela, entre ellos el Belle de Burdeos, al mando del capitán Brian, financiado por Jean-Mario Lefebvre y los hermanos Hourquebie; este barco, construido en Calcuta y capturado a los ingleses en 1806, fue interceptado en septiembre de 1815 frente a Dessada, en Guadalupe, con quinientos un negros a bordo, por el navío de la armada británica Barbadoes. Las instrucciones al capitán Brian indicaban que todo se había arreglado para la recepción de los esclavos en Guadalupe: «Os dirigiréis a las señoras Bosc y Briand, con las que os arreglaréis para vender los esclavos al más alto precio posible.»[759]
El gobierno francés estaba dividido: el ministro de Asuntos Exteriores se inclinaba por la abolición, pues deseaba complacer a los ingleses, en tanto que el ministro de Marina, acosado por los astilleros y sus amigos de los puertos y los presidentes de las cámaras de comercio, deseaba permitir que por lo menos algunos buques se hicieran a la mar. Mientras el gobierno vacilaba y Francia se hallaba a apenas dos meses del desastre de Waterloo, Robert Surcouf, de Saint-Malo, constructor de barcos con una gran reputación de corsario que había capturado muchos buques ingleses durante la guerra, y cuya familia estuvo relacionada con la trata durante el antiguo régimen, envió el 15 de agosto de 1815 su Affriquain (doscientas doce toneladas, veintinueve tripulantes, al mando del capitán Pottier) a Angola. El gobierno no hizo nada. Denunciar a Surcouf, coronel de la guardia nacional de su ciudad, habría sido atacar a un héroe nacional. Pronto otros tratantes siguieron su ejemplo. El ministro de Marina no sabía qué hacer. Su indecisión sugería a los tratantes que, a fin de cuentas, la trata estaba abierta. Surcouf, «sencillo, brusco, generoso y valiente más allá de su deber», como le describió su hagiógrafo, fue, pues, el padre de esta nueva etapa del comercio negrero francés.[760] Surcouf ordenó por lo menos tres viajes más, todos ellos de su navío Adolphe; no sabemos si bautizó así el buque para burlarse del protagonista de la novela de Benjamin Constant, adversario de la esclavitud. Con el tiempo, Surcouf tuvo una calle con su nombre en París y una estatua mirando al mar en Saint-Malo.
En esta ocasión, la armada británica hizo el juego de los tratantes franceses, al capturar a tres buques galos: el Hermione y el Belle, de Le Havre, así como el Cultivateur, de Nantes. Cierto que varios otros buques fueron a África y luego a su destino en el Caribe, y que otros se hicieron a la vela sin aprobación oficial y llegaron a sus mercados, pero la indignación francesa por las requisas se extendió más allá de los puertos afectados. La gente se enfureció, pues en la vida marítima francesa un barco era sacrosanto: «Un navío es un país». ¿Cómo podía permitirse que los ingleses pisaran la cubierta de un mercante francés? Los constructores de barcos, con excelentes relaciones en los ministerios e incluso entre los políticos —el ministro de Marina, barón Portal, era un bordelés con experiencia naval—, aprovecharon la oportunidad para obtener si no la aprobación, cuando menos la omisión oficial. En 1816, no menos de treinta y seis buques negreros salieron de puertos franceses, una cifra pequeña comparada con la del siglo XVIII, pero de todos modos un comienzo importante para la nueva etapa, en que se olvidaron las denuncias de Montesquieu, Voltaire y el abate Raynal, y hasta la existencia de la vieja Sociedad de Amigos de los Negros. No valió que por un tiempo, en 1815, el ministro de Marina fuese el marqués de Jaucourt, sobrino del filósofo del mismo nombre que había escrito el artículo sobre la trata en la gran Enciclopedia de Diderot. Por mucho que hablaran de servir el interés de Francia, los negreros de Nantes estaban realmente sirviendo el de Cuba tanto e incluso más que el del Caribe francés. Sus buques visitaron y cargaron esclavos casi en todas partes de la costa africana occidental, desde las islas de Cabo Verde hasta Angola, y también fueron a Madagascar y Zanzíbar.
En 1817 la situación se agravó con la captura del negrero francés Louis en camino de África a Martinica; la llevó a cabo el navío de la armada Princess Charlotte, después de una verdadera batalla en la que murieron doce marineros ingleses. El buque capturado procedía de Nantes y su capitán y probable dueño era Jean Forest. Cuando se cruzó con el navío británico a unos sesenta kilómetros de la costa, había conseguido solamente doce esclavos entre Sestos y el cabo Mesurado. Hubo un juicio y una condena en Sien a Leona. El capitán Forest, bien aconsejado, apeló al tribunal del Almirantazgo, de Londres, donde sir William Scott emitió una sentencia favorable a Francia, pues según escribió este honrado juez: «No puedo hallar ninguna autoridad que nos dé el derecho de interrumpir la navegación en alta mar de Estados amigos». Agregaba que ningún gobierno podía forzar la liberación de África pisoteando la independencia de otros Estados europeos. Sir William, que ya había manifestado su disconformidad con el texto del Tratado con Portugal de 1811, concluía que «buscar un bien eminente con medios que son ilegales no está en consonancia con la moral privada».[761] El gobierno tuvo que ordenar a la armada que dejase de intervenir en los buques franceses, aun cuando fueran obviamente negreros. Los oficiales acataron la sentencia —con renuencia, pues nada les complacía más que seguir activos contra Francia, aunque los Borbones estuvieran de nuevo en París.
Este contratiempo para las esperanzas navales no fue el único. Hubo otros en relación con España. Cierto que la armada británica detuvo y capturó varios buques negreros españoles. En junio de 1815, W. H. G. Page, un abogado que actuaba de agente en Londres de los plantadores cubanos, se quejó ante el ministerio de Asuntos Exteriores porque más de doscientos buques propiedad de españoles habían sido capturados y condenados, todos ellos ilegalmente; trataba de conseguir indemnizaciones para los dueños de estos buques, pero no lo consiguió. De todos modos, la trata española prosperaba y cuando, en febrero de 1816, el Consejo de Indias, el poderoso organismo que durante tres siglos había asesorado a la Corona sobre cuestiones imperiales, propuso al rey Fernando VII que se aboliera inmediatamente la trata, el sutil cubano Arango, nuevo miembro de ese consejo, preguntó qué prisa había; ¿no existió siempre la esclavitud? Los cubanos creían que necesitaban esclavos y abundaban los mercaderes dispuestos a proporcionárselos, sin hacer caso de lo que oficialmente desearan los ingleses. El apoderado del consulado de La Habana en los años de posguerra, Francisco Antonio de Rucavado, confidente de Arango, escribía en 1816 que estaba convencido de que no existía justa causa para temer que se acabaría la trata. En septiembre de 1816, el tesorero de Cuba, Alejandro Ramírez, un castellano con amplia experiencia en el Caribe y Guatemala, dijo al intendente de Santiago de Cuba que no era necesario obtener permiso del capitán general para expediciones a África con el fin de conseguir esclavos.[762]
Un signo de que incluso en Gran Bretaña se dudaba sobre la premura de la abolición en el imperio español se vio en el rechazo a una propuesta de ley por la Cámara de los Comunes; esta propuesta hubiese prohibido toda inversión británica de capital en la trata. Alexander Baring, diputado por Taunton y uno de los directores del Banco de Inglaterra, casado con la hija de William Bingham, el senador norteamericano más rico, un «hombre de ideas amplias e ilustradas» según sir Charles Webster, historiador de esa época, «tal vez el más importante mercader que haya tenido Inglaterra», según Disraeli, y hasta entonces abolicionista declarado, se opuso a esta medida porque afirmó que extinguiría el comercio angloespañol. Baring fue luego presidente de la Comisión de Comercio y, ya como lord Ashburton, firmó en 1841 un importante tratado antiesclavista con Estados Unidos. Su suegro, el senador William Bingham, había comenzado su carrera como cónsul británico en Saint-Pierre de Martinica, y luego fue el representante continental en las Indias occidentales durante toda la revolución americana, cuando sentó las bases de su fortuna como propietario de filibusteros y de buques mercantes. Después fundó el Banco de Pennsylvania, que se transformó en Banco de Norteamérica, dirigido por el alcalde de Filadelfia y antiguo negrero Thomas Willing.
El debate sobre este proyecto de ley dio ocasión a algunas notables afirmaciones. Por ejemplo, Joseph Foster Barham, diputado por Stockbridge, argumentó que el capital inglés era responsable de la trata española (afirmación al parecer apoyada por Henry Wellesley), por no hablar de la mitad de la danesa y gran parte de la portuguesa. El proyecto fue derrotado en la Cámara de los Lores, como había ocurrido con tantos otros en los tiempos de la gran campaña de Wilberforce.[763]