¿Por qué hemos de ver cómo Gran Bretaña se queda con toda la trata?
JOHN BROWN,
diputado de la Cámara de Representantes
americana por Rhode Island, 1800
«Capitán James de Wolf Saint Thomas, 1 de abril de 1797
»Por ésta os informo de mi llegada a este puerto, con setenta y ocho esclavos en buen estado. Perdí a dos en mi viaje. Tuve un viaje de sesenta y dos días. Recibí vuestra carta con orden de librar letras a treinta días vista, pero he acordado pagar en esclavos: dos esclavos varones por veintiocho joes [o sea, johannes, moneda de oro portuguesa llamada así por el rey Juan, que valía ocho dólares de la época] y un muchacho por veinticinco joes y otro por veinte. En la costa encontré muy mala situación. Los esclavos de primera son a una pipa y treinta galones [ciento setenta litros] de ron o siete joes de oro y los muchachos son a una pipa de ron. Dejé al capitán Isaac Manchester en Anemebue (Anamabo) con noventa esclavos a bordo, todos en buen estado. Mañana me haré a la mar hacia La Habana, de acuerdo con vuestras órdenes. Haré lo mejor que pueda y sin otras órdenes cargaré melaza y regresaré a Bristol.
»Quedo vuestro amigo y humilde servidor
Jeremiah Diman».
La persistencia es, en política, la cualidad más importante. Wilberforce la poseía en cantidades heroicas. En la primavera de 1795 volvió a inspirar una moción en la Cámara de los Comunes que habría permitido avanzar en la abolición de la trata en el momento que había sugerido Henry Dundas, es decir, a comienzos de 1796. Pero ahora la opinión pública parecía inclinarse por un aplazamiento indefinido. Las consecuencias de la revolución en Francia y en Saint-Domingue, la guerra y los problemas sociales en el país reforzaron mucho la oposición a la abolición. Era el año en que mucha gente creía que una revolución al estilo francés estallaría en Inglaterra, y los abolicionistas no sabían qué convenía hacer. Pero, como de costumbre, Pitt y Fox apoyaron a Wilberforce, aunque las otras preocupaciones de Pitt habían puesto sordina a su demanda de «justicia práctica y libertad racional…», por más que esto fuese sólo en comparación con lo que prevaleciera en 1792. Dundas habló de la conveniencia de nuevos aplazamientos: «Creía que nadie podía dudar de la decencia de abolir la trata, pero creía que resultaba igualmente claro que no era el momento para esta abolición.»[678] Como señaló en una carta a su hermana el joven George Canning, el protegido más brillante de Pitt, ahora en el Parlamento «con deshonra para la Cámara, la rechazó (la moción de Wilberforce) por setenta y ocho a sesenta y uno, desafiando la justicia y los sentimientos humanos… Por mi parte, me cuesta concebir cómo puede haber más de una sola opinión sobre el comercio de esclavos… Cuando me preguntan si esas monstruosidades han de continuar, por cualquier motivo, en cualquier circunstancia, en cualquier medida, me siento obligado, inmediatamente, sin mirar a derecha ni a izquierda, y sin tener en cuenta más que la cuestión misma, a responder con un “no” inequívoco y sin vacilaciones…».
Canning seguía explicando que «de los dirigentes, sospecho que Sheridan tiene algunas leves dudas sobre el tema, pero no estaba presente, aunque no creo que votara contra la medida, ni siquiera si estuviese contra ella más decididamente de lo que sospecho». Conviene recordar que Sheridan había dicho en 1790 en la Cámara de los Comunes que «no necesito más información para convencerme de que el poder que posee el mercader de las Indias occidentales sobre el esclavo es tal que ningún hombre debería tener sobre otro hombre». Y Canning continuaba: «De nosotros, los jóvenes, Jenkinson [futuro primer ministro como lord Liverpool] es un tratante, como lo es Charles Ellis [nacido en Jamaica, donde poseía una plantación]… y como lo es Granville Leveson [más tarde conde de Granville, que en París llegó a ser conocido con el tiempo como “el Wellington de los jugadores” por su afición a los naipes]… a quien en broma le reproché que hubiese votado con tanta indecencia.»[679]
Algunas empresas habían pensado que la votación sería en otro sentido. Alexander Houston & Co., una de las principales empresas de las Indias occidentales en Glasgow, dando por supuesto que se terminaría la trata, especuló con la compra de esclavos y tuvo que mantener en Jamaica una masa considerable de africanos no deseados, muchos de los cuales murieron por enfermedad, por lo cual la firma quebró en 1795, en el mayor desastre financiero de Glasgow hasta aquel momento y el peor de la historia de la trata británica.
El año siguiente, 1796, Wilberforce volvió a plantear el asunto en el Parlamento, y consiguió permiso, por noventa y tres votos contra sesenta y siete, para presentar un proyecto de ley al respecto. Por cierto que éste es el único resultado de una votación sobre el tema del que quede constancia escrita. Una vez más, Fox y Pitt hablaron elocuentemente en favor de la abolición. Dundas insistió en que, por mala que fuera la trata, no era posible aprobar la ley en aquel momento. Sir Philip Francis dijo que si no hubiese votado en favor de la abolición en 1789, habría heredado una gran fortuna de una dama que poseía propiedades en las Indias occidentales. Pero el proyecto de ley de Wilberforce, que declaraba abolida la trata a partir del 1 de enero de 1797, perdió en la tercera lectura y por sólo cuatro votos, setenta a favor y setenta y cuatro en contra.[680] Parece que los abolicionistas perdieron algunos votos debido a la atracción rival de una nueva ópera cómica que se estrenaba aquella noche.
La lista de quienes, de todos modos, votaron con Wilberforce incluía, como de costumbre, los grandes nombres de la política británica: Pitt, Canning, Fox, Sheridan y Francis. Pero sus discursos resultaban algo repetitivos, pues carecían de nueva información, ya que Clarkson, el elemento esencial, el impulsor, el paciente viajero, el tenaz entrevistador —verdadero esclavo del movimiento abolicionista, como habrían dicho entonces—, se estaba derrumbando. «Todo esfuerzo se acabó», dijo él mismo, «el sistema nervioso estaba destrozado, me fallaban la memoria y el oído…».[681] Había hecho la labor de cien hombres y había viajado por toda Inglaterra en busca de pruebas. Su lugar lo ocuparía pronto James Stephen, hijo, igualmente ardiente, de un sobrecargo que había vivido en el pequeño puerto negrero de Poole, había sido abogado en Saint Kitts y que veía en los apuros ingleses ante Francia un castigo divino por su parte en la trata. La hostilidad de Stephen hacia la esclavitud se derivaba de haber visto en Saint Kitts a dos esclavos condenados a que los quemaran vivos.
Se mantuvo hasta cierto punto el interés del público británico por la cuestión de la esclavitud gracias a otro proceso (llamado de Tatham contra Hodgson) comparable al del Zong, aunque con un resultado distinto. Un buque partió de Liverpool hacia África, donde recogió a ciento sesenta y ocho esclavos e hizo vela a las Indias occidentales. El mal tiempo determinó que el viaje durara más de seis meses, durante los cuales murieron ciento veintiocho esclavos, la mayoría de hambre, pues el capitán había cargado alimentos para el habitual viaje de seis a nueve semanas. La cuestión era si la pérdida de esclavos podía atribuirse a los peligros normales de la navegación, en cuyo caso la aseguradora pagaría a los propietarios. Lord Kenyon, el nuevo juez tras la jubilación de Mansfield, preguntó si el capitán del buque también había muerto de hambre. La respuesta fue que no. Y la sentencia de Kenyon negó a los propietarios del buque el derecho a pedir a los aseguradores que los compensaran por sus pérdidas.
En 1797 y 1798 Wilberforce sufrió dos nuevas derrotas, pero contó con nuevos apoyos, como el de Benjamin Hobhouse, pese a que éste procedía de una familia de tratantes de Bristol —era el padre del amigo de Byron, John Cam Hobhouse, y sobrino de Isaac Hobhouse, el negrero de la primera mitad del XVIII del que ya hemos hablado—, y también nuevos enemigos, como Bryan Edwards, de la Asamblea de Jamaica y de la Cámara de los Comunes, autor de una buena historia de las Indias occidentales británicas. Edwards tuvo la desfachatez de invocar la obra reciente de Mungo Park para apoyar su afirmación de que toda África estaba sometida a una esclavitud total y de sugerir a Wilberforce que, si tanto deseaba demostrar su filantropía, debería acordarse de Gran Bretaña, «donde encontraría una raza tan digna de su benévola atención como la de las Indias occidentales, a saber, los deshollinadores de chimeneas». La alta sociedad se divertía con una canción del popular músico Ferrari con texto de la muy querida duquesa de Devonshire, basada en una de las más conmovedoras escenas de los viajes de Mungo Park. Otro crítico era el amigo de Canning Charles Ellis, que en 1787 propuso que los gobernadores de las colonias de las Indias occidentales recibieran instrucciones de alentar a las administraciones coloniales a mejorar las condiciones en las plantaciones, hasta que el aumento natural de los esclavos hiciera innecesaria la trata. Pitt se sintió durante un tiempo atraído por esta idea, pero finalmente se puso, como siempre, del lado de Wilberforce.[682]
Éste planteó de nuevo la cuestión, en 1799, apoyado otra vez por la misma serie de brillantes oradores. Un nuevo adversario, John Petrie, mercader y banquero que poseía cuatro fincas en Tobago, afirmó en su único discurso en la Cámara de los Comunes que la abolición sería calamitosa para África. Dundas, en quien el gradualismo se iba transformando en declarada hostilidad, argumentó ahora que el futuro de un asunto tan importante como el comercio de esclavos deberían decidirlo las administraciones de las propias colonias, punto de vista del que se burló con eficacia Canning, ahora miembro del gobierno como subsecretario de Asuntos Exteriores. Pitt declaró irónicamente, en esta ocasión, que los adversarios de la abolición creían evidentemente que «la sangre de esos pobres negros debería continuar fluyendo, pues sería peligroso detenerla, porque ha corrido durante tanto tiempo, y además, porque tenemos un contrato con ciertos médicos para proporcionarles cierto número de cuerpos humanos cada año con el fin de que puedan realizar experimentos con ellos, y esto lo hacemos por puro amor por la ciencia». Esta vez la moción por la abolición de la trata fue derrotada por setenta y cuatro votos contra ochenta y dos.[683]
Wilberforce presentó también un proyecto de ley con la más modesta sugerencia de excluir de la colonia de Sierra Leona a los negreros, debido a que sus ciudadanos eran negros manumitidos. La Cámara de los Comunes aprobó esta medida, pero ni siquiera algo tan moderado logró pasar la Cámara de los Lores; el duque de Clarence se puso a la cabeza de quienes se oponían a la idea, y por ello recibió la franquicia de la ciudad de Liverpool.
Una ley aprobada por la Cámara de los Comunes en 1799 redujo aún más el número de esclavos por tonelada de desplazamiento en los buques ingleses, dejándolo en doscientos ochenta y nueve por navío. Debería proporcionarse a los esclavos un espacio de ocho pies cuadrados en vez de cinco o seis. Como el futuro primer ministro lord Liverpool arguyó qué sucedería al oponerse a esta propuesta, las ganancias de estos buques reglamentarios disminuyó en comparación con la de los competidores de Gran Bretaña; por ejemplo, en 1806, la armada real capturó como presa cuatrocientos trece esclavos a bordo de un buque holandés que, de haber estado sometido a las reglas inglesas, no habría podido llevar más de doscientos sesenta.
Al comenzar el nuevo siglo, Wilberforce y sus amigos veían con amargura cómo diez años después de iniciarse el movimiento abolicionista, los buques británicos todavía llevaban más de cincuenta mil esclavos al año a las Américas, y que los años 1791-1800 habían sido de los más «grandiosos» de la trata británica, con cerca de cuatrocientos mil esclavos desembarcados en mil trescientos cuarenta viajes. A pesar del alto precio de los esclavos en África, la trata era más provechosa de lo que lo fuera desde 1780, pues el beneficio medio por viaje era, al parecer, del trece por ciento. En 1789 casi ciento cincuenta navíos salieron de Liverpool hacia África; era el número más alto desde siempre. Entre 1798 y 1802 Liverpool envió ciento treinta y cinco buques a África, que transportaron un promedio de treinta y siete mil ochenta y seis esclavos por año, y entre 1803 y 1807 llevaron veinticinco mil novecientos cincuenta y tres al año, en comparación con los meros dieciocho y trece buques de Londres y los cuatro y uno de Bristol, respectivamente.
En los primeros años del siglo XIX, parecía que la economía británica dependía más de la esclavitud, o de mercancías producidas por esclavos, que cuando comenzó el movimiento abolicionista. En 1803, por ejemplo, menos del ocho por ciento del algodón usado en Gran Bretaña procedía de «zonas libres», como Turquía, y el resto venía de plantaciones coloniales en que trabajaban esclavos, como Luisiana, Brasil o Demerara-Surinam; esta última colonia era a comienzos del XIX la colonia que se desarrollaba más rápidamente de todo el mundo y cuyas plantaciones de algodón eran en su mayoría propiedad de inversores ingleses. Entre 1790 y 1806, la población esclava aumentó en el imperio británico por lo menos en una cuarta parte, y si se añadían al total las islas de las Indias occidentales recién conquistadas o meramente ocupadas, el aumento sería de la mitad. Los tratantes de Liverpool, como Baker y Dawson, tan a menudo citados, John Bolton y John Tarleton, figuran como principales inversores no sólo en la trata de Demerara, sino en el empleo de la mano de obra esclava en esta colonia, a la que enviaron máquinas de vapor. James Stephen, ahora cuñado de Wilberforce, escribía en un folleto publicado en 1804: «Veo a mi país entregado todavía sin remordimientos a la desbocada carrera de los especuladores en esclavos», y agregaba: «En vez de acabar con el monstruo al primer estallido de indignación, ha sido mejor alimentado que antes y ha engordado con mayores raciones de desdicha y asesinato…»[684]
El historiador moderno Seymour Dreschler tenía, por tanto, razón al comentar, más fríamente, que «en términos de valor del capital y de trata transatlántica, el sistema esclavista estaba en expansión y no en decadencia».[685]
Casi no precisa añadir que ni la Corona portuguesa ni Brasil habían pensado ni por un momento en el fin de la trata. ¿Cómo habrían podido hacerlo? Los ingresos del Estado portugués por los impuestos por cabeza de esclavo eran más altos que nunca. En 1770, por ejemplo, el impuesto sobre esclavos ascendió a ciento cincuenta contos, mientras que el resto de ingresos no llegaba ni a un veintavo de esta cifra. En 1800-1810 se llevaron a Brasil unos doscientos mil esclavos, tres cuartas partes de los cuales procedían de Angola y cincuenta mil del golfo de Guinea. Solamente a Río se llevaban diez mil por año. Muchos eran niños, debido a la escasez de otros abastecimientos. En el octavo decenio del XVIII, Portugal todavía importaba esclavos, aunque fuera ilegal; de hecho, el primer proceso por importación de esclavos tuvo lugar en Lisboa en 1798. Nadie en Brasil hubiese disentido de la afirmación de los mercaderes de Bahía al rey de Portugal, antes de acabar el XVIII, según la cual «los brazos de los esclavos… son los que cultivan los vastos campos de Brasil, y sin ellos acaso no habría cosas tan importantes como el azúcar, el tabaco, el algodón y el resto que se transportan a la Madre Patria y que enriquecen y aumentan el comercio nacional y la tesorería real de Vuestra Majestad. Cualquier ataque a la trata es un ataque a la población, el comercio y los ingresos de Vuestra Majestad». Habrían podido precisar que se referían a ataques como los que unos pocos hipócritas expresaban en el Parlamento del más antiguo aliado de Su Majestad.[686]
El mercado de esclavos más prometedor en aquellos años seguía siendo Cuba. Philip Baker, de Baker & Dawson, informó a la Cámara de los Comunes en 1795 de que tenía invertido medio millón de libras en dieciocho buques negreros para la venta a España (es decir, a Cuba). La nueva situación allí había estimulado que una nueva generación de tratantes se estableciera en La Habana, puerto que nunca antes había albergado a este tipo de mercaderes, pues los plantadores de la isla compraban directamente a los capitanes ingleses, holandeses, franceses o de otros países. Pero ahora se formó una oligarquía de mercaderes que importaba esclavos y los revendía a los plantadores o, en algunos casos, enviaba buques a comprarlos en otros puertos del Caribe. Entre estos nuevos tratantes estaban Santiago Drake, que no sólo importaba esclavos sino que los empleaba en sus plantaciones; había nacido en Inglaterra como James Drake y se fue a Cuba cuando se aprobaron las leyes británicas de 1792; la familia Del Castillo, uno de cuyos miembros, José del Castillo, se dedicaba a toda clase de comercio en La Habana, mientras que sus primos, el marqués de San Felipe, y sus hermanos, cultivaban la caña en su hermosa hacienda de Bejucal; Santiago de la Cuesta y Manzanal, un gigante que tuvo un gran futuro político y murió siendo marqués; la familia de Poëy; Cristóbal Durán, especializado en llevar esclavos desde Norteamérica a Cuba; Clemente Ichaso y Francisco Antonio de Comas. Muchos tenían agentes o socios norteamericanos; por ejemplo, Santiago Drake estaba asociado con Charles Storey en el puerto más septentrional de Massachusetts, Newburyport, y tenía también conexiones en Inglaterra. Aparte de él y de los de Poëy, que eran de origen francés, estos mercaderes habían nacido en España y pronto ocuparon un lugar destacado entre los comerciantes cubanos.
Los nuevos mercaderes estaban convencidos de que su misión consistía en llevar a Cuba tantos esclavos como pudieran y en el menor tiempo posible. Por esto se apartaron algo de los abastecedores británicos, que en el pasado les habían vendido tantos esclavos; no les parecía buena la última ley inglesa que restringía el número de esclavos por buque. Entre 1796 y 1807 Estados Unidos dominó la trata cubana; en el último año citado, treinta y cinco buques de los cuarenta y cuatro que oficialmente entraron en el puerto de La Habana estaban registrados como norteamericanos, aunque a veces estos buques supuestamente americanos eran británicos. James Stephen señaló que «una gran proporción de los barcos de esclavos norteamericanos que se aprestan en nuestros puertos son propiedad de súbditos británicos».[687] Pero cuando el mundo estaba en paz —y lo estaba en 1802, después de la Paz de Amiens—, los buques ingleses, como el Fame de William Jameson y el Minerva de Henry Colet, llevaban todavía, de vez en cuando importantes cargamentos a La Habana: trescientos ochenta y doscientos cuarenta y seis, respectivamente, en mayo de 1802.
En la última década del XVIII se produjo en La Habana un interesante cambio. Las Casas, el capitán general (gobernador) de la isla, decidió que sólo podían llevarse a Cuba esclavos procedentes directamente de África, pues se sospechaba que los que habían trabajado durante años en otras islas caribeñas podrían albergar malignas ideas liberales. Durante un tiempo, se interpretó esta decisión como una instrucción a quienes compraban a capitanes extranjeros, pero en Cuba se reconocía tanto que «la necesidad de mano de obra de esta clase no es temporal sino permanente», como que «la entrada y salida de extranjeros de nuestros puertos no es conveniente mientras estamos en condiciones de alcanzar otro acuerdo». En 1798, después del viaje pionero de Lafuente en El Cometa en 1792, empezaba a haber buques que salían de Cuba directamente a África, bastante a menudo ya que no de modo regular. Por ejemplo, un barco al mando de Luis Beltrán Gonet compró ciento veintitrés esclavos en el río Senegal. En 1802, José María Ormazábal, por cuenta de Francisco Ignacio de Azcárate, un mercader vasco establecido en La Habana, viajó a África en la goleta Dolores y trajo ciento veintidós esclavos, en un viaje de cincuenta y ocho días, con una ganancia del setenta y cinco por ciento. Este comercio directo era todavía técnicamente ilegal, y varios de los capitanes, tripulaciones y financieros no eran españoles, pero en 1804 el gobierno español cambió de parecer. Permitió, por un plazo de doce años, que cualquier súbdito español importara esclavos de África libres de toda clase de impuestos. Se permitía a los extranjeros que hicieran lo mismo, aunque sólo durante seis años. El decreto se emitió pensando sobre todo en Cuba, donde deberían proporcionarse esclavas a los molinos de caña, de modo que eventualmente no fuese necesario depender de la importación de esclavos, según se esperaba con optimismo; pero a los plantadores no les agradaban estas medidas, de modo que, como de costumbre, hicieron lo posible por eludirlas. Esta reforma fue resultado de una nota enviada por el rey de España al Consejo de Indias en abril de 1803, en que declaraba con firmeza que «la agricultura americana, tan importante debido a su influencia en el comercio y la navegación de las naciones europeas y la prosperidad de las colonias mismas, no puede existir sin el comercio de esclavos».[688]
En consecuencia, incluso las cifras oficiales sugieren que entre 1790 y 1810 Cuba importó unos ciento cincuenta mil esclavos, y de ellos casi catorce mil solamente en 1802.
En aquellos años, la causa abolicionista en Estados Unidos sufrió nuevas complicaciones. Por una parte, los tres estados sureños en los cuales en 1787 se dejó como legal la importación de esclavos la prohibieron formalmente: en 1798 en Georgia, donde la prohibición se mantuvo, pero raramente se respetó; en 1788 en Carolina del Sur, durante cinco años, que se prolongaron otros dos años una vez transcurrido el primer lapso, con nuevas prórrogas, aunque con penas modestas a los infractores, hasta 1803; en 1790 en Carolina del Norte se anularon los impuestos prohibitivos y en 1794, ante las noticias horripilantes que se tenían de Haití, se prohibió toda nueva importación de esclavos.
Por otro lado, hubo nuevos procesos contra comerciantes de esclavos. Sólo en la segunda mitad de 1799 hubo seis por quebrantar la ley federal de 1794. Pero las prohibiciones de importar no se respetaban, la mayoría de las acciones judiciales no llegaron a sentencia y cuando llegaron a ella, el antiguo dueño eludía fácilmente la confiscación de los barcos negreros, que solía ser la pena impuesta, con la compra a bajo precio del buque, y las tentativas del gobierno para impedir esta treta casi siempre resultaron baladíes. Otros procesos se perdieron por razones técnicas.
Una nueva ley de 1800 aumentó la severidad de la ley federal al hacer técnicamente ilegal para los ciudadanos y los residentes la posesión de acciones de un buque negrero en ruta hacia un país extranjero. El Congreso votó por abrumadora mayoría en favor de esta ley, y el Senado lo hizo por sesenta y siete votos contra cuatro. El debate en la Cámara de Diputados fue interesante por un discurso del famoso mercader de Providence, John Brown, que alegó que en 1794 sus colegas de la Cámara habían sido «instruidos [como en el ejército… para aprobar la ley] por ciertos miembros que no aceptaban un “no” por respuesta». Estaba seguro de que la existencia en Estados Unidos de una ley contra la trata no impediría la exportación de un solo esclavo desde África, pues los barcos de otros países los transportarían. Creía que era «mejor que nos beneficiemos con este comercio que dejarlo a otros. Es la ley de África exportar a los que tienen en esclavitud, tan esclavos allí como los que son esclavos aquí… La idea misma de hacer una ley contra este comercio, al que todas las otras naciones se dedican, es una mala política. Puedo decir además que [la abolición] es mala considerada desde un punto de vista moral, pues con la trata se mejora su condición [de los esclavos]… Todas nuestras destilerías y manufacturas están paradas por falta del comercio [de esclavos]. Me han informado que en las costas [africanas], el ron de Nueva Inglaterra era preferido a los mejores licores de Jamaica…».[689]
Hubo un momento en que a despecho de la oposición de John Brown, pareció que esta ley podría significar el fin de la trata en Rhode Island y otros lugares de Nueva Inglaterra, pero los tribunales federales se mostraban todavía pasivos, en parte a causa de amenazas locales y en parte por sobornos. No parece que la ley afectara a la trata de Estados Unidos hacia Cuba. Luego, en 1804, como resultado de intrigas hábilmente tramadas, se apartó al abolicionista Jonathan Russell del cargo decisivo de recaudador de aduanas de Bristol, en Rhode Island; le sustituyó Charles Collins, cuñado de James de Wolf. Fue un nombramiento desastroso, puesto que Collins no sólo había sido capitán negrero sino que era todavía propietario de los barcos negreros Armstadt y Minerva; el mismo día que tomó posesión de su nuevo cargo, el último de estos buques desembarcó ciento cincuenta esclavos en La Habana. Collins siguió como recaudador durante veinte años y así no ha de sorprender que no hubiera ya más procesos en Rhode Island por quebrantar la ley sobre la trata. Un ejemplo de cómo iban las cosas: el gobierno confiscó el Lucy, propiedad de Charles de Wolf; se ordenó al supervisor del puerto de Bristol que comprara el barco para el gobierno a un precio razonable, pero el día antes de la subasta le visitaron Charles y James de Wolf, en compañía de John Brown, y le aconsejaron que no se presentara; el día de la subasta varios marineros de los De Wolf lo secuestraron reteniéndolo hasta que se adjudicó el Lucy a su antiguo dueño por un precio insignificante.
En parte a consecuencia de la trata que se originaba en Rhode Island, un tráfico incontrolable pareció agitar a los estados que todavía consideraban que necesitaban mano de obra esclava, en especial Carolina del Sur, que en diciembre de 1803 volvió a abrir su propia trata, permitiendo que entraran legal mente hasta cuarenta mil esclavos antes de que se pusiera en vigor una prohibición federal en 1807. Estos esclavos procedían en su mayoría de África, pues los legisladores del estado temían, como el capitán general de Cuba, que estallara una rebelión si los esclavos llegaban de las Indias occidentales. Según los registros aduaneros, que no es probable que exageraran, los buques procedían en primer lugar de Gran Bretaña (casi veinte mil esclavos en noventa y un barcos), de Rhode Island (casi ocho mil esclavos en ochenta y ocho barcos), de la propia Charleston (dos mil esclavos en trece barcos) y de Francia (un millar de esclavos en diez buques).
La principal firma de Charleston en aquella época era la de John Phillips y John Gardner, que habían llegado de Newport para hacer fortuna y que ciertamente parece que lo consiguieron; enviaron veinticinco buques directamente a África en los últimos cuatro años de la trata. Un representante de la familia De Wolf, ya sea Henry, ya el «caballero Jim», por ejemplo, jóvenes de menos de veinte años, probablemente esperaban allí los cargamentos que su tío James de Wolf encargaba.
La reacción fue modesta. Cierto que el pastor y diputado de Pennsylvania David Bard se mostró indignado por el renacimiento de la trata: «Si me dijeran que alguna formidable potencia extranjera ha invadido mi país no me habría alarmado tanto, no debería haberme alarmado tanto… al ver que se han abierto las compuertas y nuestro país se inunda con innumerables desgracias». Propuso un impuesto de diez dólares por esclavo importado, medida poco severa dado que a la sazón el precio de un esclavo era de cien dólares.[690]
En los últimos veinte años del siglo XVIII y los ocho primeros del XIX probablemente se introdujeron en Estados Unidos tantos africanos como en toda la era de la trata desde el siglo XVII.
Una impresión de las consecuencias africanas de todo esto la dio el capitán Matthew Benson, de Rhode Island, que había comerciado con esclavos pero que ahora se ocupaba sobre todo de madera roja y de resina. En 1800 escribió a Nicholas Brown & Co. de Providence, desde la costa de Sierra Leona, explicando que allí «continúan hormigueando los americanos más que en períodos anteriores. No pasa una semana sin llegadas. La cantidad de ron, tabaco y provisiones que ha llegado desde el 10 de este mes es increíble».[691] En 1806 la flota negrera americana era casi igual a las tres cuartas partes de la británica, según se decía, y sus buques no estaban regulados por algo parecido a la ley Dolben, de modo que podían cargar tantos esclavos como apeteciera a sus capitanes.
Los primeros años del siglo XIX aparecían, pues, como poco prometedores para la abolición de la trata y menos aún para la de la esclavitud misma. Nadie podía estar seguro de lo que decidiría el Congreso de Estados Unidos en 1807, cuando, según los términos de la Constitución de 1787, debía debatirse de nuevo la cuestión, y tampoco se podía prever si lo que se decidiera sería respetado en la práctica. Los estados con esclavitud tenían ahora el cuarenta y cinco por ciento de los escaños en la Cámara de Representantes y los tratantes esperaban que el Senado admitiera a nuevos estados esclavistas. Al mismo tiempo, había disminuido en Inglaterra el entusiasmo abolicionista. Los que hicieran campaña por esta causa envejecían, Pitt estaba ocupado por la guerra, poca cosa nueva había sucedido en relación con la abolición y se iba desvaneciendo la novedad de la causa. El rey Jorge III consideraba una broma las actividades de Wilberforce: «¿Cómo van sus clientes negros, señor Wilberforce?», le preguntó una vez.[692] El prestigio de la armada era alto y la armada, desde Nelson al duque de Clarence, se inclina en general en favor de la trata. Nelson dijo que «me han criado en la vieja escuela y me enseñaron a apreciar el valor de nuestras posesiones de las Indias occidentales, y ni en el campo ni en la administración se violarán sus justos derechos mientras tenga un brazo para luchar en su defensa o una lengua para hablar contra la condenable doctrina de Wilberforce y sus hipócritas aliados».[693] En esta atmósfera, no es sorprendente que entre 1801 y 1807 se transportaran en buques británicos doscientos sesenta y seis mil esclavos, sin tomar en cuenta los que se cargaron en buques de propiedad extranjera pero en realidad ingleses. La guerra acaso fatigó a los abolicionistas, pero no a los negreros.
En 1802, Napoleón saludó la Paz de Amiens reintroduciendo la trata en el imperio francés. Esta ley del 30 floreal del año X no suscitó la menor oposición en los pasivos tribunos de París. Su artículo tercero indicaba simplemente que la trata, que nunca se había abolido, continuaría de acuerdo con las normas vigentes antes de 1789. Napoleón se había entrevistado antes con los diputados de Nantes, Burdeos y Marsella, que le expusieron la urgente necesidad nacional de restablecer la trata. Pierre Labarthe, en su Voyage à la Côte de Guinée (Viaje a la costa de Guinea) de 1802, elogiaba a Napoleón por su vuelta a «los principios de una política prudente».[694]
La influencia de estos diputados fue sin duda considerable. Tal vez manifestó también su opinión Josephine, la brillante hija de Martinica, pero el primer cónsul no era un sentimental y sabía que sus colonias necesitaban mano de obra tanto como sus mercaderes necesitaban ganancias. El Consejo de Comercio de La Rochelle se había alegrado antes de que «hayan por fin pasado los tiempos deplorables de la demagogia», en que se permitió que decayeran colonias enteras para mantener un principio. El Consejo de Comercio de Burdeos, compuesto por nueve miembros, cinco de los cuales eran negreros (Dominique Cabarrus, Mareilhac, Chicu-Bourbon, Gramont y Brunaud), afirmó también con firmeza que «el objeto supremo del comercio africano ha sido siempre sostener a nuestras colonias occidentales… no se pueden cultivar con provecho sin los fuertes brazos de los africanos, de donde la necesidad de la trata», siempre a condición, en su opinión, de que no se permitiera que la administrara una de esas terribles compañías privilegiadas que en el pasado tanto habían perjudicado a los mercaderes honrados.[695]
Durante breve tiempo, Burdeos fue el puerto negrero más importante de Francia; de él salieron, entre febrero de 1802 y enero de 1804, quince buques con destino a África, algunos con nombres tan seductores como Gran d’Alembert, Incroyable y Harmonie. El mayor tratante en esta nueva fase de la historia de la Gironde era Jacques Conte, el hijo protestante de un capitán de la península de Arvert, en la Charente-Maritime, que hizo su primera fortuna apoderándose como corsario de buques mercantes, hasta llegar a un total de ciento cincuenta y dos presas. La trata era popular. Había quien se anunciaba para trabajar en la nueva generación de navíos: «Ciudadano de buenas costumbres, de treinta y dos años de edad, perteneciente a familia conocida… busca empleo de sobrecargo en las costas de América o de África». Los periódicos locales publicaban numerosos anuncios de mercaderes que afirmaban poseer el cargamento ideal para el viaje. Es interesante que el mismo año en que se restauró la esclavitud, se prohibió finalmente la entrada de negros en Francia.[696]
La restauración de la trata en Francia tuvo en Inglaterra el efecto de quitar el estigma de jacobinismo que solía hacerse recaer sobre la causa abolicionista y, de igual modo, pronto en Francia se consideró probritánico o antipatriótico oponerse a la esclavitud.
Tras obligar a España a devolver Luisiana a Francia, Napoleón envió al ejército a Saint-Domingue para reconquistarlo, y parece que, durante un tiempo, albergó la idea de un nuevo imperio francés en América, sin derechos para los esclavos. Otro ejército francés reconquistó Guadalupe al rebelde Victor Hugues. Pero el fracaso del general Leclerc en restablecer el dominio francés en Saint-Domingue debilitó las aspiraciones imperiales de Napoleón, al tiempo que dejaba el poder en la nueva república de Haití en manos del déspota Dessalines, quien se aisló de todo el mundo, aunque al proclamarse emperador recibió de Estados Unidos una corona llevada por el Connecticut. La incompetencia de Dessalines impidió que el nuevo país pudiera tomarse como ejemplo para el futuro de otras antaño prósperas colonias azucareras.
La reanudación de la guerra en Europa, en 1803, indujo a Napoleón a abandonar sus ambiciones caribeñas. Incluso vendió a Estados Unidos el territorio de Luisiana, con lo que se dobló la superficie de la Unión americana (pues el territorio se extendía mucho más al norte que el actual estado de Luisiana). A la larga, esta venta hizo posible que Estados Unidos creciera hasta ocupar su lugar en el mundo moderno.
La historia de la esclavitud en Luisiana después de su venta resulta instructiva. Pronto se consideró que los esclavos podían entrar en Luisiana tan fácilmente como en Mississippi, donde en 1798 la ley que lo convertía en estado contenía una declaración según la cual la cláusula constitucional antiesclavista no se aplicaría, puesto que la esclavitud era una institución legal en los territorios de alrededor. A la sazón Luisiana era un modesto productor de azúcar —apenas cinco mil toneladas— y, por tanto, moderado consumidor de esclavos. Pero una parte importante de los esclavos importados en aquellos años a Carolina del Sur acabaron en Luisiana.
Una ley federal pronto condenó la trata en Luisiana, pero pese a las protestas ante el presidente Jefferson, especialmente del diputado James Hillhouse y del polemista Tom Paine, de regreso a Estados Unidos, se permitió la esclavitud como tal. El marqués de Casa Calvo, último gobernador español de la colonia, escribió al regresar a La Habana que era imposible que la Luisiana baja saliera adelante sin esclavos, pues resultaría muy perjudicial para sus intereses no poder conseguir los brazos necesarios para el trabajo, que infaliblemente decaería. No le era fácil, agregaba, encontrar una razón para la conducta del gobierno de Estados Unidos en una colonia que estaba dando grandes pasos hacia la prosperidad y la riqueza; creía que los habitantes estaban tan enojados que sería difícil que se mezclasen con los rudos ciudadanos de Estados Unidos.[697]
La misma opinión expresó el funcionario John Watkins, al que envió a viajar por Luisiana el primer gobernador americano del territorio, William Clairborne. «Ningún tema parece interesar tanto a los habitantes de esta parte del país que he visitado como el de la importación de negros africanos. Permitirlo les atraerá y hará más para reconciliarlos con el gobierno de Estados Unidos que cualquier otro privilegio que se les concediera. Parece que sólo lo reclaman para unos pocos años… Dicen que en este clima insalubre no se pueden encontrar trabajadores blancos.»[698] La parte colonizada de Luisiana fue admitida en la Unión como estado en 1812 y la gran extensión hacia el norte y el oeste se denominó Territorio de Missouri. Nadie, de momento, creía que los plantadores de Luisiana, con su creciente producción de algodón, obedecerían las leyes federales sobre la esclavitud, y este escepticismo resultó acertado.
El reconocimiento de la esclavitud por Napoleón coincidió con un nuevo ímpetu de la causa abolicionista.
En 1803, Dinamarca cumplió su acuerdo de 1792 de abolir la trata. Como podía esperarse, el número de esclavos transportados en los últimos años superó el de tiempos anteriores, de modo que en 1802 las pocas islas danesas de las Indias occidentales contaban con treinta y cinco mil esclavos (en comparación con veintiocho mil diez años antes).
En 1802, un brillante joven geógrafo español, Isidoro Antillón, presentó a la Academia de Legislación, de Madrid, una disertación contra el comercio y la esclavización de africanos. Aunque su ensayo era en gran parte una adaptación de las ideas de Montesquieu, constituía el primer signo de abolicionismo en un país cuyos mercaderes coloniales estaban aumentando año tras año su trata.[699] Hubo otra leve manifestación en Cuba, cuando unos años antes el jesuita fray José Jesús Parreno fue expulsado de la isla por hablar de este tema en un sermón, después de que se apoderaran de su manuscrito. Hasta en Portugal y Brasil algunos espíritus ilustrados empezaban a poner en duda las bases de la trata de la que Brasil parecía depender por completo; en 1794, por ejemplo, expulsaron de Bahía a un capuchino, José de Bolonha, por haber sostenido en público que la trata era ilegal dado que tantos esclavos eran producto no de la compra sino del secuestro. Dos años más tarde, Bernardino de Andrade, que había sido funcionario de la Compañía de Grão-Pará y Maranhão, escribía con cierto optimismo desde Guinea-Bissau al secretario de Estado en Lisboa que si se sustituyera la trata por otras empresas, la gente de la Guinea Superior podría «acabar sus interminables disensiones y volver a la agricultura».[700]
Probablemente sin saber nada de estas iniciativas latinas, el tenaz Wilberforce reanudó sus esfuerzos en 1804, con un cuarto proyecto de ley, que esta vez fue aprobado por la Cámara de los Comunes por cuarenta y nueve votos contra veinticuatro, victoria obtenida gracias a los votos de muchos de los nuevos miembros de la Cámara, irlandeses que ahora tenían representantes en Londres una vez que en 1800 la Ley de Unión pusiera fin al Parlamento irlandés independiente.
En el debate, Wilberforce se divirtió burlándose de las observaciones del historiador de Jamaica Edward Long, que hizo la bochornosa observación de que «un esposo orangután no deshonraría a una mujer negra».[701] Long era propietario de una plantación de caña en Jamaica, la Lucky Hill, que le proporcionaba cuatro mil libras anuales. Como solía ocurrir en esos debates, Wilberforce se encontró con nuevos enemigos, como John Fuller, diputado por Sussex, plantador en Jamaica, donde había heredado la plantación Rose Hill, que insistió en que «nunca he escuchado a los africanos negar su inferioridad mental». Otro nuevo enemigo de la reforma, William Devyanes, banquero y diputado por Barnstaple, que fuera presidente de la Compañía de las Indias Orientales, había pasado años en África y dijo que un rey africano le había asegurado que «si los comerciantes de esclavos no le compraban sus prisioneros de guerra, los mataría». Pese a todo, Devyanes era conocido como filántropo. La Cámara de los Lores, en la que el astuto Dundas había entrado ya como lord Melville, propuso, como de costumbre, un aplazamiento, lo que equivalía a ahogar el proyecto de ley. Una vez más el inefable duque de Clarence habló en favor del aplazamiento. Wilberforce escribió a un amigo, lord Muncaster, que era «verdaderamente humillante ver en la Cámara de los Lores a cuatro miembros de la familia real venir a votar en contra de los pobres, desgraciados y abandonados esclavos».[702]
El éxito en la Cámara de los Comunes alentó a Wilberforce. Los signos se mostraban, de repente, propicios para su causa. Como ocurre tan a menudo en política, la paciencia tuvo su recompensa. Dundas, sin cuya hábil obstrucción se habría abolido la trata en 1796, ya que no en 1792, fue acusado en abril de 1805 de haber cometido irregularidades con los fondos de la armada cuando era tesorero de la misma. El canciller Thurlow, siempre cargado de prejuicios, estaba muy enfermo. Cualquiera que fuese la actitud de la familia real y de la Cámara de los Lores, el estado de ánimo de la nueva Cámara de los Comunes era sin duda favorable a la abolición, gracias a la propaganda de Clarkson, Sharp y Stephen. Aunque Pitt estaba en el último año de su vida, todavía se interesaba por el asunto y deseaba evitar el peligro de un nuevo Saint-Domingue en los territorios caribeños recientemente capturados de Trinidad, Tobago, Sainte Lucia y Saint Vincent. Pitt se sintió inclinado a actuar, además, en vista de una decisión del anterior gobierno, el de lord Addington, al que habían presionado para que vendiera tierras de la Corona en Trinidad y Saint Vincent, con el fin de aumentar los ingresos gubernamentales y de alentar el desbroce de tierras, todo lo cual dio un impulso a la trata en esas islas; entonces, Canning, hablando no como ministro sino como diputado, señaló el peligro de enviar esclavos a Trinidad, pidió que se aplazara el plan de vender tierras y en cambio propuso una reforma agrícola que convirtiera a Trinidad en una isla modelo; ante esto, Addington retrocedió. Hubo luego una prohibición de importar esclavos en cantidad superior al tres por ciento de la población a las tres ricas colonias de Guayana, Essequibo, Demerara y Berbice, adquiridas transitoriamente por Gran Bretaña; esta orden debía entrar en vigor el 1 de diciembre de 1805, y el 1 de enero de 1807 quedaría prohibida toda importación de esclavos; con el fin de impedir importaciones ilegales, se establecería un registro de todos los esclavos existentes.
Esta modesta restricción a continuación de lo que se sabía respecto a Saint Vincent y Trinidad fue un punto crucial en la historia de la abolición. La nueva reglamentación enfureció a los plantadores de algodón de Demerara y les indujo a importar, por primera vez allí, mano de obra china, y a alquilar a algunos negros libres («horros» como se llamaba a los segundos en español, con una palabra aplicada también al ganado).
De todos modos, al año siguiente y para sorpresa de Wilberforce, éste encontró en su camino otra enmienda para aplazar una nueva versión de su ley, enmienda presentada por Isaac, el hermano de su viejo adversario Bamber Gascoyne de Liverpool, y ello por un voto en segunda lectura de setenta contra setenta y siete. Por primera vez en esta larga serie de debates, Pitt, preocupado por problemas nacionales y personales (estaba muy inquieto por la acusación contra Dundas) no habló en público sobre la cuestión.
Ahora, Estados Unidos y Gran Bretaña actuaban como si marcharan juntos, aunque, desde luego, no había ninguna posibilidad de que se tratara de una colaboración deliberada. Tras varios interesantes debates sobre si era adecuado ocuparse de la cuestión de la trata solamente mediante impuestos a la importación de esclavos, el presidente Thomas Jefferson, en su mensaje anual de diciembre de 1806 condenó estas «violaciones de los derechos humanos que durante tanto tiempo han continuado contra los inocentes habitantes de África» e incitó al Congreso a que aprovechara el final, en 1807, del lapso constitucional de veinte años sobre la cuestión, para abolir de modo absoluto la trata.[703] Era una afirmación notablemente firme para un presidente que tan a menudo se mostraba ambiguo, especialmente sobre la cuestión de la esclavitud, aunque cabe señalar que en un período de su vida, cuando estaba muy influido por los philosophes, habló de la relación entre amo y esclavo como de «un ejercicio perpetuo de las pasiones más turbulentas, los despotismos más remitentes, por un lado, y las sumisiones degradantes por el otro».[704] Pero personalmente siempre empleó a esclavos y a veces los vendió, y nunca respaldó declaradamente la causa de la abolición. Además, había aprobado el fatal nombramiento de Collins como recaudador de aduanas, nombramiento que condujo a las peores evasiones de la ley.
El día después de la declaración de Jefferson, el senador Stephen Bradley, de Vermont, que era quien había propuesto las barras y las estrellas para la bandera nacional americana, presentó un proyecto de ley que con el tiempo hubiese prohibido la trata africana. El debate que siguió se ocupó de importantes detalles, como qué debería hacerse con esclavos importados ilegalmente si se les identificaba como tales; evidentemente, no se les podría vender pues, de hacerlo, «castigaríamos al delincuente y luego ocuparíamos su lugar y completaríamos el delito». Pero ¿podrían convertirse en africanos libres dentro de Estados Unidos o convendría devolverlos a África? De decidirse esto último, ¿podrían encontrarse sus viejos hogares e impedir que los vendieran de nuevo? También importaba al Congreso decidir el castigo a los importadores ilegales y asimismo las limitaciones a la trata entre los distintos estados. Se reconoció que se producirían con seguridad violaciones a la ley, por lo menos en los primeros tiempos de su vigencia. Oradores de los estados sureños sugirieron que no podrían aplicarse en las dos Carolinas y en Georgia leyes contra la trata, pues allí la trata se vería, cuando más, como una falta y no como un delito; Peter Early, de Georgia, preguntó: «¿Qué honor podéis obtener de una ley que será violada todos los días de vuestras vidas?».
En cuanto al castigo de los tratantes ilegales, se planteó la dificultad de relacionarlo con las severas penas existentes para el robo, y el diputado Joseph Stanton, de Rhode Island, pensando sin duda en sus amigos, declaró: «No puedo creer que haya que ahorcar a alguien sólo por robar un negro».
Pero finalmente, el 27 de enero de 1807, el Senado aprobó una ley en favor de la abolición de la trata; la Cámara de Representantes la votó el 11 de febrero y el presidente Jefferson la firmó el 2 de marzo. Prescribía inequívocamente que a partir del 1 de enero de 1808 sería ilegal introducir en Estados Unidos «como esclavo a cualquier negro, mulato o persona de color». La ley prohibía también a todo ciudadano de Estados Unidos que equipara o financiara un buque negrero que operara desde un puerto norteamericano. Vender esclavos a Cuba o a Brasil sería, por tanto, un delito, como venderlos en Carolina del Sur. La cuestión del trato a los esclavos liberados se resolvió dejando la cuestión a las legislaturas de los estados afectados. Los castigos serían una multa de veinte mil dólares por equipar un barco negrero, así como la pérdida del barco; por transportar esclavos, una multa de cinco mil dólares y la pérdida del barco; por llevar esclavos ilegales, una multa de mil a diez mil dólares, así como prisión de cinco a diez años, con la pérdida de los esclavos y del barco. Cualquiera que comprara ilegalmente esclavos importados pagaría una multa de ochocientos dólares por esclavo y perdería el barco.[705]
El inconveniente de esta ley era que no establecía ningún mecanismo especial para su aplicación. Cierto que muchos de los estados sureños aprobaron leyes sobre lo que debía hacerse con los esclavos importados ilegalmente. Así, Georgia y el nuevo territorio Alabama-Mississippi, en 1815, y Carolina del Norte, en 1816, decidieron que tales esclavos se venderían en subasta a beneficio del estado. Para lo demás, el responsable sería el secretario (ministro) del Tesoro, encargado del cobro de las aduanas, pero sin que dispusiera de una policía especial. En 1820, el secretario William Crawford, que era de Georgia, declaró ante el Congreso que «del examen de los registros de esta Secretaría se desprende que la Secretaría del Tesoro nunca ha dado instrucciones especiales referentes a la ley original y las leyes suplementarias que prohíben la introducción de esclavos en Estados Unidos».[706]
La discusión en el Congreso norteamericano acerca de la abolición definitiva fue muy diferente de su equivalente en la Cámara de los Comunes, pues el Parlamento norteamericano se ocupó de algo acerca de lo cual todos, en alguna medida, tenían experiencia personal, ya que todo senador o diputado (incluso Bradley, de Vermont, el único estado de la Unión que nunca tuvo esclavitud) había conocido a algún esclavo. En Londres, en cambio, sólo una minoría de los lores o diputados tenía experiencia directa en las Indias occidentales y ninguno de ellos en Norteamérica.
A comienzos de 1806, los abolicionistas ingleses tuvieron una serie de entrevistas con el «Gobierno de todos los talentos», es decir, con el primer ministro, lord Grenville (Pitt había muerto), con lord Henry Petty, joven canciller del Tesoro, y con Charles James Fox, que por fin era ministro de Asuntos Exteriores. Grenville, hijo del consejero de Pitt que con su ley sobre el timbre había hecho tanto para perder las colonias americanas, era enemigo de la esclavitud desde el primer debate sobre la cuestión en la Cámara de los Comunes en 1789. Él y Fox se habían manifestado contra la trata en casi todos los debates de la última década del siglo XVIII. Petty, canciller del Tesoro, tenía sólo veinticinco años pero contaba con la reputación de haber sido un «amigo de los demócratas» en Cambridge (y llegaría a ser el lord Lansdowne de larga vida política en la era victoriana). El ministro de Justicia, sir Arthur Pigott, hijo de John Pigott de Barbados, que había sido antes ministro de Justicia en Grenada y por tanto conocía los antecedentes caribeños, presentó un proyecto de ley que prohibía a los capitanes ingleses vender esclavos a países extranjeros. Esto suponía un paso importante hacia la abolición, pero se dio con sigilo, de modo que sir Robert Peel, diputado por Tamworth, manufacturero de algodón y propietario de esclavos, tuvo que reconocer en una tercera lectura que no había estado presente en los debates anteriores porque no se dio cuenta de la importancia de la ley. La Cámara de los Comunes la aprobó por treinta y cinco votos contra trece y en mayo de 1806 la Cámara de los Lores también la aprobó, por cuarenta y tres contra dieciocho votos. Para entonces, a los argumentos humanitarios se había añadido uno de carácter económico: las Indias occidentales estaban endeudadas, había un excedente de azúcar, y las viejas colonias, «saturadas», ya no deseaban esclavos nuevos. Los abolicionistas se sentían muy animados; Clarkson, repuesto de sus afecciones mentales, pudo comentar que tal vez no había habido ninguna sesión parlamentaria en que «tantos sentimientos virtuosos prevalecieran en todos los escaños».[707]
En junio de 1806 hubo nuevos debates. Fox y Grenville propusieron, el primero en la Cámara baja y el segundo en la alta, resoluciones que comprometían al Parlamento a abolir la trata «con toda la rapidez posible», además de pedir al gobierno que negociara con otros países con objeto de lograr una abolición general de la trata. La abolición británica llevaría a una cruzada internacional. La reciente muerte de Pitt y la espada de Damocles que pendía sobre la cabeza de Dundas arrojaron una sombra en los debates. En la Cámara de los Lores el nuevo ministro de Justicia, el brillante pero excéntrico Thomas Erskine, redimió los comentarios despectivos hechos en 1792 por su predecesor Thurlow y afirmó que había cambiado de opinión en favor de la abolición y que «es nuestro deber con Dios y con nuestro país, que es la estrella de la mañana de la Europa ilustrada y cuya gloria es dar libertad y vida y administrar humanidad y justicia a todas las naciones, el poner remedio a esta perversidad». Una moción en favor de la abolición fue aprobada así en ambas Cámaras, por ciento catorce votos a quince en la de los Comunes, y por cuarenta y uno a veinte en la de los Lores. Canning escribió entusiasmado que los debates habían mostrado «lo que puede hacer un gobierno si quiere hacerlo».[708]
Rápidamente se aprobó una ley estableciendo que a partir de agosto de 1807 no podrían emplearse nuevos buques en la trata. En el debate en la Cámara de los Comunes, Isaac Gascoyne declaró que no dudaba de que «después de la abolición seguiría una gran miseria pública y privada… y que muchos de nuestros más leales, activos y útiles súbditos emigrarían a América». Wilberforce presentó el argumento de que si se abolía la trata los plantadores se verían obligados a cuidar mucho mejor de sus esclavos y a «hacer todo lo que pudiera producir el efecto de aumentar la población», punto de vista en el que insistió Henry Petty al declarar que «cuando los alimentos abundan y la mano de obra no es excesiva, la población natural de cada lugar satisfará sus necesidades». George Rose, diputado por Christchurch, antiguo aliado de Clarkson y agente de Dominica, pero que tenía intereses financieros en la continuación de la trata, pensaba que existía el peligro de que su abolición condujera a la emancipación de los esclavos: «No puedo pensar que haya ninguna persona que, considerando el asunto sin prejuicios, sea de la opinión de que los negros estarán mejor después de la emancipación de lo que están actualmente». Se negaba incluso a creer que el Pasaje Medio fuera «un período de dolor; ahora la mitad de las pruebas indica que es muy diferente».[709] De este Rose, John William Ward dijo que se había acostumbrado a él en la Cámara «del mismo modo que uno se acostumbra a un mueble viejo, molesto y mal construido».
Grenville, en la Cámara de los Lores, preguntó con perspicacia: «¿Podemos hacernos la ilusión de que el daño causado [por la trata] no se recordará durante mucho tiempo para nuestro oprobio?» Esperaba piadosamente que «nunca seremos objeto» de la esclavitud y pensaba también que «realmente no tenemos perdón» por no haber abolido mucho antes la trata. Señaló que la trata era tanto peor cuanto que no se fundaba en la necesidad. Los que justificaban la trata decían que los africanos habían condenado a los hombres a ser esclavos, pero con esto «se nos convierte en los ejecutores de las inhumanas crueldades de los habitantes de África».[710]
Grenville, como primer ministro, creyó que había llegado el momento de presentar en la Cámara de los Lores una ley aboliendo la trata, en enero de 1807, por curiosa coincidencia el mismo mes en que el Congreso de Estados Unidos dio un paso similar. El proyecto de Grenville afirmaba que la trata era «contraria a los principios de justicia, humanidad y prudente política». Al hablar en segunda lectura, Grenville se refirió a la trata no sólo como detestable sino como «criminal», interesante adjetivo en labios de un primer ministro con respecto a algo que el gobierno británico había apoyado a lo largo de muchas generaciones. Dado que era par del reino, debía tomar la iniciativa de la ley en la cámara de los Lores, pero acaso era mejor así, teniendo en cuenta la hostilidad a la abolición de esta cámara en el pasado. Su proyecto de ley declaraba que «todas las maneras de tratar y comerciar en la compra, venta o transferencia de esclavos… en, desde, hacia cualquier parte de la costa africana» quedaban prohibidas. Los castigos previstos eran similares a los establecidos en Estados Unidos: el delincuente debería pagar, en el futuro, cien libras por cada esclavo encontrado a bordo, además de que le confiscaran el barco afectado. Grenville afirmaba que la abolición era necesaria para asegurar la supervivencia de las más viejas colonias del Caribe. «¿No están ahora amenazadas por la acumulación de productos para los cuales no pueden encontrar mercado? ¿Y no sería aumentar esta amenaza… tolerar la continuación de más importaciones [de esclavos]?»[711]
Desde luego, todavía existía oposición, no sólo por parte del duque de Clarence, sino también por la de los lores Westmorland, Saint Vincent (que a la sazón mandaba la flota del Canal) y Hawkesbury. El primero, furioso con Wilberforce, dijo, con inquietante franqueza, que muchos de los nobles lores debían su escaño a la trata. Hawkesbury quería suprimir del texto de la ley las palabras «contrario a los principios de justicia [y] humanidad» y dejar simplemente «contrario a una prudente política». Un duque de la familia real, el de Gloucester, liberal y viejo conocido de Wilberforce, que más adelante sería presidente del Real Instituto de África, habló en favor de la abolición.[712] La ley fue aprobada por cien votos contra treinta y cuatro y pasó a la Cámara de los Comunes, donde sir Charles Pole, almirante y del séquito del duque de Clarence, dijo que «la abolición inmediata de la trata sería el más bárbaro de los procedimientos, incluso para los mismos negros». Hablaba como diputado por Plymouth, un puerto con escasa participación en la trata, pero donde la tradición naval era fuerte. T. W. Plummer, diputado por Yarmouth, en la isla de Wight («el pequeño Baco» como lo llamaba el periodista Creevey), cuya firma era agente de la plantación jamaicana de lady Holland, dijo que era tan defensor de la libertad como el que más, pero creía que sería peligroso propagar esta idea «entre gente tan poco inteligente y tan fácil de provocar a la rebelión como los negros». Un flamante diputado, George Hibbert, presidente del Muelle de las Indias Occidentales, diputado por Seaford, que había comerciado en esclavos y poseía propiedades en Jamaica, insistió en que en una semana ocurrían más actos de crueldad en Londres que en un mes en Jamaica. Thomas Hughan, diputado por Dundalk y uno de los pocos comerciantes irlandeses con las Indias occidentales, aseguró que la ley «estaba preñada de desgracias para las colonias y el imperio». William Windham, entonces ministro de la Guerra y las Colonias, fue el único miembro del gobierno que se opuso a la abolición, pues creía que «no es momento para lanzarse a un experimento tan peligroso». John Fuller, diputado por Sussex, uno de los diputados más ricos y fanfarrones, que se había opuesto continuamente a la abolición, adujo que era como «decir que no queremos que se limpie nuestra chimenea porque es algo molesto para el deshollinador». A pesar de esta tajante y abierta oposición, la ley se aprobó el 23 de febrero por doscientos ochenta y tres votos contra dieciséis; fue la primera vez que participó en la votación la mayoría de los diputados. El debate final fue notable por la elegante comparación que hizo sir Samuel Romilly entre Napoleón y Wilberforce, al final de la cual toda la cámara se puso en pie para dedicar al segundo una ovación sin precedentes. La merecía. Lo conseguido por Wilberforce es uno de los ejemplos más notables del triunfo de un político en una cuestión filantrópica de envergadura y, al mismo tiempo, nos recuerda que los individuos pueden hacer historia.[713] La ley recibió el consentimiento real el 25 de marzo. La trata sería ilegal a partir del 1 de mayo de 1807.
Hubo decepción, desde luego, entre los tratantes, como Tucker y Gudgeon en el río Sherbro, Crundell y Masón en las Gallinas, William Peel en Bullam, Goss en los Plantaines, y J. N. Dolz en La Habana, por no hablar de los Anderson, que habían sucedido a Richard Oswald y sus amigos como propietarios de la isla de Bence, frente al estuario de Sierra Leona. Los reyes africanos con quienes los ingleses habían comerciado por tanto tiempo no podían creérselo. El resentimiento condujo incluso a motines en la Costa de Oro. ¿No era la trata el principal comercio de Dahomey, Bonny y Lagos? La trata atlántica había influido demasiado en las sociedades africanas para que de la noche a la mañana se abandonara. El rey de Bonny dijo en 1807 al capitán Hugh Crow de Liverpool: «Creemos que este comercio debe continuar. Éste es el veredicto de nuestro oráculo y de los sacerdotes. Dicen que vuestro país, por grande que sea, nunca podrá detener un comercio ordenado por Dios mismo.»[714]
Muchas peticiones se presentaron contra esta decisión del Parlamento del mayor comerciante de esclavos: una de Joseph Marryat, por ejemplo, diputado por Horsham, importante comerciante de las Indias occidentales y padre del novelista que firmaba «Capitán Marryat». Pero fueron inútiles. El 30 de abril de 1807 fue el último día en que un buque de la trata se hizo legalmente a la mar desde un puerto británico, y todo cuanto pudo hacer el duque de Clarence, futuro rey Guillermo IV, fue lamentarse de que «lord Grenville, de un soplo, destruye la fuerza marítima de la nación».[715]
James de Wolf, Capitán Jim, hizo también un último viaje de la trata a África en 1807, en su buque Andromache, y luego, previendo la posible ruina de su ciudad cuando se aboliera la trata, invirtió su fortuna en las manufacturas textiles de Arkwright, al norte de Providence, en Rhode Island.
Era suposición general, puesto que Gran Bretaña y Estados Unidos coincidían en la cuestión, y en vista de que recientes victorias en la guerra habían dado a Gran Bretaña el control de gran parte del Atlántico y del Caribe, que pronto se acabaría la trata. Lo dijo Grenville al presentar su moción para aboliría: «¿No ve el noble lord [Eldon] que si abandonamos la trata no será posible que algún otro Estado la emprenda sin nuestro permiso? ¿No dominamos sin rival el océano?»[716] El elocuente Henry Brougham, que se iba situando en el centro de la escena política, que a menudo dominaría, había argumentado, en 1803, que «puesto que hemos sido los tratantes principales, quiero decir, los abanderados del crimen», podía esperarse que la abolición británica llevaría a que otros Estados la imitaran.[717] Pero todavía se derramarían muchas lágrimas, como habían previsto algunos de los adversarios ingleses de la abolición, antes de que pudiera cumplirse la aspiración expresada en estas hermosas frases.