26. HABRÁ HOMBRES EN ÁFRICA CON SENTIMIENTOS
TAN BUENOS COMO LOS NUESTROS

¿Acaso no habrá hombres en África con sentimientos tan buenos como los nuestros, de tan amplio entendimiento y de mente tan viril como cualquiera de nosotros?

CHARLES JAMES FOX, en la Cámara
de los Comunes, abril de 1791

En 1789, justo antes de que la caída de la Bastilla transformara la historia política del mundo, tanto en Estados Unidos como Gran Bretaña, antiguos enemigos con mayor interés en la trata y la abolición que cualquier otro lugar, los parlamentos debatían el asunto. Por azar la discusión empezó un día antes en Gran Bretaña y al día siguiente en su antigua colonia, pero, dada la lentitud de las comunicaciones, ni la una ni la otra se enteraron de ello.

El primero y más importante de estos debates, en la Cámara de los Comunes, tuvo como punto central el informe del Consejo Privado referente al grado de participación en la trata; quienes habían leído este admirable documento, tan repleto de detalles, de roles de tripulaciones, de estadísticas y de testimonios de participantes, se enteraron a fondo de cómo se adquirían los esclavos en África, cómo los transportaban a las Américas y cómo los trataban una vez allí. Gran parte de esta información procedía de las investigaciones del incansable Clarkson, quien nunca permitió que nada le apartara de su búsqueda de la verdad. No hay estudioso de los glifos mayas, ni explorador de las fuentes del Nilo que haya dedicado más esfuerzos que él a una gran causa. «¡Hombre!», pensó en una ocasión, «¡cuántas veces, en estos solitarios viajes, he exclamado contra la bajeza de tu naturaleza, cuando reflexionaba sobre las mezquinas consideraciones que han asfixiado tu bondad y te han impedido socorrer a un hermano oprimido!».[637] Pero para entonces Clarkson ya no se encontraba solo, pues capitaneaba un ejército de filántropos, el mayor de los que hasta la fecha hubiesen servido voluntariamente una gran causa.

El 12 de mayo, Wilberforce introdujo el tema en la Cámara de los Comunes con un discurso que duró tres horas y media y cuyo fin era demostrar que todas las pruebas recopiladas apoyaban la causa contra la trata. Imaginémosle. Un hombre enjuto se levantó del banco frontal de la Cámara; la luz entraba por la ventana del oeste; empezó por declarar que si existía culpa por la trata, todos cuantos le escuchaban «eran partícipes de ella»; más que hablar contra la esclavitud como tal sugirió que la abolición de la trata haría que los plantadores tratasen mejor a sus esclavos; dijo que no era cierto que la trata fuese el vivero de la armada, como había insistido lord Rodney al hablar de la ley de Dolben, que era más bien su tumba. Se demoró sobre el Pasaje Medio: «Tanta desgracia condensada en tan poco espacio es más de lo que la imaginación humana hubiese podido concebir antes. Piensen en seiscientas personas atadas las unas a las otras, tratando de deshacerse las unas de la otras, apiñadas en un barco cerrado con cuanto nauseabundo y asqueroso objeto hubiese, bregando contra toda las variedades de miseria… sin embargo… varios testigos de Liverpool han descrito este medio de transporte como cómodo». Wilberforce se mofó de la descripción de la travesía hecha por algunos testigos favorables a la trata; ¿sería cierto que, cuando se debía azotar a algún marinero, el castigo se administraba donde no pudieran oírlo los esclavos, para que no se desesperaran? ¿Acaso era habitual que «los apartamentos» dónde dormían los esclavos se «perfumaran con incienso después del desayuno»? En opinión de Wilberforce, Francia pronto seguiría el ejemplo de Gran Bretaña y aboliría la trata, de modo que cualquier sugerencia de que ese país pudiese hacerse con este comercio inglés era una sandez.

En su oposición varios parlamentarios hicieron gala de todos los prejuicios y expresaron todas los tópicos que se habían extendido a lo largo de varias generaciones. Bamber Gascoyne llegó a decir que estaba «convencido de que la trata podría suponer una fuente de ingresos y riqueza mucho mayor… de lo que ha sido hasta ahora». Según su colega de Liverpool, lord Penrhyn, si la Cámara de los Comunes votaba a favor de la abolición, «atacarían setenta millones en concepto de propiedades; arruinarían las colonias y, al destruir un vivero esencial de marineros, renunciarían al dominio del mar de un solo golpe». También los diputados por Londres se opusieron enérgicamente a la abolición, pues la capital tenía todavía intereses sustanciales en la trata; la grotesca opinión del concejal Newman, por ejemplo, un banquero y comerciante de azúcar, fue que si se abolía la trata, la City se llenaría de hombres que sufrirían tanto como los pobres africanos. El concejal Sawbridge, que de joven había sido partidario del radicalismo metropolitano, se opuso a Wilberforce so pretexto de que la abolición no beneficiaría a los africanos, pues, «si no podían ser vendidos como esclavos, en su país harían una carnicería con ellos y los ejecutarían».

Pese a su amistad con liberales escoceses como Hume y Adam Ferguson, George Dempster, diputado por Perth Burghs, en Escocia, insistió en que ni Wilberforce ni Pitt ni nadie que no poseyera plantaciones tenía derecho a interferir en los intereses de quienes sí las poseían. John Drake, parlamentario por Amersham, creía que la abolición «perjudicaría mucho» los intereses de la nación. Para Crisp Molineux, un plantador de las Saint Kitts en las Indias occidentales y parlamentario de Garboldisham, sus compañeros empresarios eran los verdaderos esclavos… de sus responsabilidades y si la abolición se convertía en ley, todos los comerciantes sensatos emigrarían a Francia, donde serían bien recibidos; Molineux era enemigo del reverendo Ramsay y cuando éste murió en el verano de 1789 —debido a las calumnias de los plantadores, según sus amigos—, Molineux escribió a un hijo natural en Saint Kitts que «Ramsay ha muerto, yo le he matado». John Henniker, parlamentario por New Romney, leyó a la Cámara de los Comunes una larga carta del implacable pero eficaz rey Agaja de Dahomey al primer duque de Chandos, que según éste, demostraba que «si no les quitáramos a los esclavos de las manos, los infelices sufrirían aún más», y concluyó con una cita de Cicerón.

Sin embargo, Wilberforce contaba con el apoyo de Burke, que aprovechó la ocasión para declarar, de forma característica, que «las proposiciones abstractas no eran muy de su agrado» y, pensara lo que pensase antes, ya no le quedaba duda de que la trata suponía «un abominable robo»; insistió en que África no podría civilizarse mientras continuara la trata. El generoso Charles Fox describiría posteriormente este discurso como «el más brillante y convincente… pronunciado en éste u otro lugar». (O si illum vidisse, si illum audivisse…)[638]

La expectativa, o más bien el miedo, de la inminente legislación se manifestó el día mismo en que el Parlamento debatía el tema de la trata, pues se enviaron a la Cámara de los Comunes numerosas peticiones (que se estaban convirtiendo en la principal táctica de presión fuera del Parlamento) contra la abolición, entre ellas una de los tratantes de Bristol que comerciaban con las Indias occidentales, en la que éstos insistían en que «se ha descubierto… con mucha razón, que la trata africana y de las Indias occidentales constituye las tres quintas partes del comercio del puerto de Bristol y que, si esta moción [la presentada por Wilberforce], se convirtiera en ley, el comercio de… Bristol decaería inevitablemente» con la consiguiente «ruina de miles»; la trata, había concluido la reunión celebrada en la Cámara de Comerciantes de Bristol, era asimismo algo de lo que «dependen esencialmente el bienestar de las Indias occidentales y el comercio y los ingresos del reino».[639]

Esta petición fue redactada por un comité de cinco concejales, todos banqueros, presidido por el comerciante en azúcar William Miles —antaño alcalde y entonces presidente de un banco y de la segunda refinería de azúcar de Bristol; había hecho fortuna en Jamaica a mediados del siglo, no como tratante sino como asegurador de expediciones negreras— y la presentó el colega de Burke por la City, Henry Cruger de Nueva York al que ya hemos mencionado y cuya familia destacó en la política de la colonia hasta la revolución y que había invertido en la trata.

También Liverpool se opuso; su alcalde, Thomas Earle, había participado en numerosas empresas negreras a través de acciones en el Mars, que navegó a África ese mismo año, en el Othello y el Hawke. En su petición declaraba con firmeza que «el espíritu emprendedor del pueblo», que les permitía «realizar con vigor la trata africana», había llevado a esa ciudad a «un sustancial frenesí mercantil» que no podía «sino afectar y aumentar la riqueza y prosperidad del reino en su conjunto». Igualmente expresaron su horror ante la idea de poner fin a la trata los fabricantes de velas de Liverpool, «cuya dependencia del puerto de Liverpool empieza al principio del viaje y sigue con las reparaciones de los barcos empleados en la trata», así como los panaderos, cuyos puestos de trabajo «dependían del gran número de buques que se abastecen en este puerto para suministrar a las Indias occidentales de esclavos negros de la costa de África y del gran número de personas, blancos y negros, que han de alimentarse durante el largo viaje». Después de todo, «casi todos los hombres de Liverpool son comerciantes y el que no puede enviar una paca enviará una caja sombrerera… Ocasionalmente el atractivo meteoro africano ha deslumbrado tanto sus ideas que personas de casi todos los oficios se interesan por los cargamentos de Guinea»; era bien sabido que «muchos de los pequeños barcos que importan [sólo] cien esclavos, son equipados por abogados, pañeros, tenderos, cereros, barberos, sastres, etc… [que] poseen un octavo, un quinceavo o un treintadosavo de una acción…».[640]

Es probable que en aquellos años, una cuarta parte de los buques de Liverpool participara en la trata africana, o sea, cinco octavos de la trata africana de Gran Bretaña y tres séptimos de la de Europa; así, en 1792, el tonelaje dedicado a la trata era probablemente mayor que en 1752 y entre 1783 y 1793, unas trescientas sesenta firmas de Liverpool tenían algo que ver con la trata. William Gregson, accionista de seis buques negreros en 1791, formidable personaje de la política de su ciudad, ex alcalde y propietario del Zong, capitaneado por el brutal Collingwood, expresó el punto de vista de los patriotas: «Cuando se haya abolido [la trata], se abolirá la importancia naval de este reino.»[641]

No sólo Liverpool y Bristol estaban preocupadas. Pocas eran las ciudades manufactureras de Inglaterra, ya no digamos las comerciales, que no tuvieran intereses en la trata. Así, Manchester mandaba a África mercancías por valor de ciento ochenta mil libras anuales, a cambio de esclavos. También las fortunas de Birmingham, otra próspera ciudad comercial, estaban ligadas a la trata: «Una parte muy considerable de las diversas manufacturas de los solicitantes», rezaba una petición de esta urbe, «se ha adaptado o se vende para la trata africana y no disponen de otro mercado».[642] Los fabricantes de armas de fuego presentaron una petición similar, en la que hablaban de «las consecuencias fatales que inevitablemente acarrearía tal medida», aunque un grupo de personas encabezadas por Samuel Garbett, el portavoz principal de los fabricantes de hierro, que incluía varios futuros banqueros, los cuáqueros Lloyd, adoptó una posición alternativa.[643]

En Westminster se había formado una alianza contra la abolición; la componían los miembros más elocuentes de la familia real dispuestos a hablar y a votar en el Parlamento, la mayoría de almirantes, en activo y jubilados, numerosos terratenientes que temían cualquier innovación y, por supuesto, los principales intereses comerciales de Londres, o sea, los relacionados con el azúcar y sobre todo el algodón, pues más que de azúcar la nueva revolución industrial precisaba del algodón, sobre todo el de las colonias holandesas. En aquella época, más del setenta por ciento del algodón utilizado en Gran Bretaña venía de la América tropical, principalmente de Surinam, y menos del treinta por ciento procedía de Turquía u otros lugares del Viejo Mundo. Londres seguía considerando las islas de las Indias occidentales como los mejores diamantes de la Corona imperial británica, y Pitt calculó en cuatro millones de libras los ingresos de las plantaciones de las Indias occidentales, comparados con el millón de libras del resto del mundo, e incluso Adam Smith creía que «las ganancias de una plantación de azúcar en nuestras Indias occidentales suelen ser mayores que las de los otros cultivos… conocidos en Europa o América».[644]

La nueva organización contra la abolición dio señales de su existencia en enero de 1790, en otro debate sobre la trata en la Cámara de los Comunes. Mediante retrasos procesales, Bamber Gascoyne, de Liverpool, que seguía siendo el portavoz de los tratantes, buscó la manera de evitar incluso la creación de una comisión de investigación al respecto. También desempeñó un papel importante en este debate el hermano de John Tarleton —el mercader que había protestado contra la ley de Dolben—, el coronel Banastre Tarleton, uno de los pocos héroes de la guerra perdida en Norteamérica, en la que había luchado con valor, y cuya familia poseía un buque negrero que llevaba su nombre de pila, el Banastre, de noventa y tres toneladas de arqueo. Gracias en parte a la pérdida de dos dedos en la guerra, consiguió arrebatarle el escaño de diputado por Liverpool a lord Penrhyn en las elecciones de 1790, antes de lo cual había sido amante de la actriz Perdita Robinson —quien a su vez lo había sido del príncipe de Gales—, pero después de lo cual a él y a su mujer se les consideraba excesivamente afectuosos, pues no sólo se sentaban en la misma silla sino que comían del mismo plato. En un debate en 1791 sugirió que en lugar de dedicar su tiempo a destrozar un comercio que beneficiaba mucho al país —es de suponer que gentes como Wilberforce— quienes buscaban tareas filantrópicas deberían preocuparse por la legislación en favor de los pobres.

Sin embargo, en esta primera etapa de su campaña Wilberforce contó siempre con el apoyo de Pitt, Fox y Burke, que hablaba a menudo y con gran brillantez, y eficacia. Esta combinación debió de ser devastadora, pero no consiguieron convencer a la Cámara de los Comunes en la que tan bien representados estaban los intereses de la trata.

No obstante, la Cámara creó una comisión especial en la cual volvieron a plantearse numerosos problemas importantes. Así, al doctor Jackson, antaño médico en Jamaica, le preguntaron «si los capataces tenían como objetivo hacer trabajar a los esclavos con moderación y alentarles a procrear o, por el contrario, matarlos a trabajar para aumentar la producción de las plantaciones, contando con que la trata les proporcionaría nuevos reclutas». El médico contestó certeramente: «Se adoptaba más bien el segundo plan, principalmente, creo, por esta razón, que los esclavos importados son adecuados para trabajar de inmediato, mientras que los que se crían desde la infancia son propensos a los accidentes y tardan muchos años en producir una ganancia.»[645] Wadström, el minerólogo sueco que tanto había viajado, que había estado en Gorée y Senegal, aseguró al comité que «si se aboliera la trata, ellos [los africanos] extenderían sus cultivos y manufacturas… sobre todo si algunos bondadosos europeos fuesen lo bastante emprendedores para instalarse entre ellos de un modo distinto a como lo hacen ahora».[646] El reverendo John Newton testificó que, en su opinión, los africanos «con iguales ventajas… nos igualarían en habilidades».[647]

Lo que más debió impresionar a los parlamentarios que estudiaron este absorbente y terrible documento fue el interminable relato de brutalidad, azotes y torturas que por rutina y sin límites legales sufrían los esclavos en las plantaciones de las Indias occidentales. El general de división Tottenham, por ejemplo, refiriéndose a Barbados, a la pregunta: «En su opinión, ¿a los esclavos en las islas británicas se les trataba con comedimiento, o con severidad?», respondió: «Creo que en la isla de Barbados los trataban con la mayor crueldad… Mencionaré sólo un ejemplo… Unas tres semanas antes del huracán vi a un joven caminando por la calle en un estado deplorable, totalmente desnudo; alrededor del cuello llevaba un collar de hierro del que salían cinco largas púas; tenía su parte baja, delante y detrás, la barriga y los muslos desgarrados, ulcerados, y se podría haber metido el dedo en algunos de los verdugones. No podía sentarse por lo mortificada que tenía su parte baja y le era imposible tumbarse por la proyección del collar en su cuello… A los negros que trabajan en el campo los tratan más como bestias que como seres humanos…»[648]

El segundo debate de importancia sobre la cuestión tuvo lugar en mayo de 1789, en la primera sesión de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, cuyos miembros, reunidos en el Ayuntamiento de Nueva York, ascendían apenas a sesenta y cinco. En lugar de centrarse en la abolición de la trata, asunto al que la Constitución no se refirió hasta 1808, al menos en el ámbito federal, la discusión tuvo como tema el monto del impuesto con que debían gravarse los esclavos importados. Joshua Parker, de Virginia, propuso que fuese de diez dólares; O’Brien Smith, de Carolina del Sur, nacido en Irlanda, quería aplazar «tan grave tema a favor de las cuestiones más serias para el estado que representaba» y el experimentado Roger Sherman, de Connecticut, no «conseguía resignarse a la inclusión de seres humanos como mercancía a sujetar a gravamen»; según James Jackson, de Georgia, debían dejar que cada estado decidiera estos asuntos, y posteriormente declaró que los negros «estaban mejor como esclavos que como hombres libres». Al final, con numerosas muestras de malhumor, se retiró la propuesta; sólo el discurso de James Madison se recordaría: «Al expresar una desaprobación nacional de esta trata, podemos destruirla y salvarnos a nosotros mismos de los reproches, y a nuestra posteridad de la imbecilidad que siempre acompaña a un país lleno de esclavos.»[649]

Al igual que en Inglaterra, en el Congreso de Estados Unidos tuvo lugar otro debate sobre la esclavitud; y como el anterior, tuvo lugar en el Ayuntamiento de Nueva York y en respuesta a numerosas peticiones de las sociedades cuáqueras. Michael Stone, de Port Tobacco, en Maryland, se mofó de «la disposición de las sectas religiosas a imaginar que entendían mejor que el resto del mundo los derechos de la naturaleza humana». Aedanus Burke, de Carolina del Sur, nacido en Galway y viajero por las Indias occidentales antes de recalar en Charleston, creía que «no debían amenazarse los derechos de los estados del sur», y cuando la Sociedad de Pennsylvania por la Abolición de la Esclavitud presentó una petición, firmada entre otros por Benjamin Franklin, afirmó que el mero hecho de que una comisión del Congreso hablara del plan sería como hacer «sonar la trompeta de la sedición en los estados del sur». Un colega, Thomas Tudor Tucker, médico de Bermuda que había estudiado en Edimburgo, declaró en tono ominoso que los estados del sur no se someterían a una emancipación generalizada sin una «guerra civil». Para William Loughton Smith, plantador, también de Carolina del Sur, que, como tantos de sus colegas, había estudiado en Inglaterra, la idea de acabar con la esclavitud constituía «un ataque a la garantía de la propiedad de nuestro país». El proyecto fue enviado, pues, a una comisión en la que no participó ningún diputado del sur, cuya conclusión final fue que «el Congreso tenía autoridad para evitar que los ciudadanos de Estados Unidos se dedicaran a la trata africana con el fin de suministrar esclavos a extranjeros» (cursivas del autor) y que estaba en su derecho de insistir en aplicar normas adecuadas para el trato dispensado a los esclavos mientras los transportaban a Estados Unidos. Como resultado, el Congreso prohibió a los extranjeros (cubanos, así como ingleses y otros europeos) equipar buques negreros en Estados Unidos y también prohibió la trata de este país destinada a puertos extranjeros. Lo demás quedó pendiente hasta 1808.

De hecho, poco se hizo. En febrero de 1790, la Cámara de Diputados oyó a un cuáquero rezar para que Dios inspirara al nuevo Congreso contra la maldad de la trata, pero los enemigos de la abolición eran poderosos. James Jackson, nacido en Inglaterra, como tantos paladines de la esclavitud, plantador de arroz y algodón en varias haciendas, y ahora senador por George, de cuyo estado había sido diputado, alegó que la Biblia permitía la esclavitud. Además, la trata aumentaba. Así, en la primera mitad de 1792, pese a la nueva ley, treinta y ocho capitanes estadounidenses, es decir, una media de seis por mes, llegaron a La Habana con esclavos. Los puertos de Warren, Providence y Bristol, en Rhode Island, competían con la vecina Newport por el puesto de principal puerto negrero de la nueva nación. William Ellery, un prominente mercader de Newport que se había convertido en recaudador de aduanas de esta ciudad, escribió en 1791 que «un etíope podría cambiar más fácilmente de piel que un mercader de Newport sustituir un comercio tan lucrativo como la trata por los lentos beneficios de cualquier mercancía de manufactura». De hecho, en 1759, cuando era joven, Ellery había llevado a África un barco con «ochenta y dos barriles, seis pipas [o sea, mil cuatrocientos cuarenta litros] y seis tercerolas de ron de Nueva Inglaterra».

Por supuesto, muchos de estos mercaderes de Rhode Island se convertían técnicamente en delincuentes con la prohibición de la trata con el extranjero, castigada con multas de mil dólares para el mercader o el capitán del barco y doscientos dólares por cada esclavo transportado; pero aunque para los cuáqueros estas multas constituían un triunfo, no afectaron demasiado a los tratantes. Los jóvenes Estados Unidos cumplían menos la ley de lo que habían supuesto sus padres fundadores. Después de todo, los hombres que llegaron a la mayoría de edad en los años ochenta del siglo se habían criado en un ambiente en el que desobedecer la ley, sobre todo cuando se trataba de contrabando, era una práctica defendible, pues gracias a los intentos británicos por hacer cumplir las leyes del azúcar, el contrabando se había visto como algo patriótico. En todo caso, la trata africana en sí no era ilegal, de modo que un capitán negrero no tenía por qué ocultar su primera escala. El destino final resultaba más complicado y algunos capitanes hacían lo que podían para sacar de sus buques «equipos» que los incriminaran, como plataformas para esclavos, grilletes, cañones giratorios, así como cartas y otros documentos relacionados con la trata; algunos vendían su barco en La Habana y regresaban como pasajeros en otro buque, y otros practicaban la doble contabilidad.

Estos subterfugios probablemente fuesen necesarios, porque los funcionarios de aduanas y los agentes federales en Rhode Island llevaron a juicio a varios tratantes, además de capturar y confiscar algunos barcos negreros extranjeros. Esto le ocurrió en 1791 en Nueva Londres, Connecticut, a «dos buques franceses venidos de la costa de Guinea con casi ochocientos esclavos a bordo». No obstante, la trata continuó. En 1795, treinta y dos barcos salieron de Newport, en Rhode Island, rumbo a África, entre ellos el Ascensión, capitaneado por Samuel Chace, que compró mercancías en Rotterdam e Île de France, en Mauricio, con las que adquirió doscientos ochenta y tres esclavos en Mozambique; los vendió en Montevideo, La Habana y Buenos Aires. Este barco pertenecía a Peleg Clarke y Caleb Gardner, antaño capitanes, y a William Vernon. Pero el principal tratante de Rhode Island era Cyprian Sterry, de Providence. La Sociedad para la Abolición de la Esclavitud convenció al fiscal general de que llevara a juicio a Sterry y a John Brown, este último conocido como un hombre «de magníficos proyectos y extraordinarias empresas». Sorprendentemente, Sterry aceptó renunciar a la trata, pero la causa contra Brown se inició y se vio en 1797. Confiscaron y vendieron su buque, el Hope, aunque él personalmente no fue acusado. En un juicio posterior evitó la condena gracias a fallos de la fiscalía.

A principios de 1790, unos días después del segundo debate sobre la trata en la Cámara de los Comunes de Inglaterra, Thomas Clarkson viajó a París en representación de los abolicionistas ingleses. Los franceses que abogaban por lo mismo, entre ellos La Rochefoucauld, Lavoisier, Condorcet, Petion de Villeneuve, Clavière, Brissot y Lafayette, le recibieron con entusiasmo. Todos estaban comprometidos y activos en la Revolución francesa, que todavía gozaba de su illusion lyrique (expresión con que André Malraux describiría en el siglo XX las primeras etapas de la guerra civil española); en junio de 1789 La Rochefoucauld había planteado el tema de la libertad de los esclavos en los Estados Generales; a Lavoisier le habían encargado un nuevo sistema de pesos y medidas y a Condorcet la cuestión del suministro de fondos; Petion de Villeneuve se encontraba en el apogeo de su influencia en la Asamblea Nacional; Clavière era asesor financiero de Mirabeau, al parecer el hombre del futuro; Brissot era el editor del famoso periódico Le Patriote français y La Fayette hablaba con grandilocuencia de un plan para la plantación «ideal» en Cayena. Clarkson se reunió con todos ellos y les mostró el diagrama del buque negrero Brookes; cuando Mirabeau lo vio, ordenó a un ebanista que hiciera una miniatura en madera, de aproximadamente un metro de largo, en el que «se veían pequeños hombres y mujeres de madera, pintados de negro para representar a los esclavos, amontonados en su lugar: El obispo de Chartres [Jean-Baptiste-Joseph de Lubersac, que ya había dado muestras de liberalismo al votar en los Estados Generales por la abolición de los derechos de caza]… me dijo que… no había dado crédito a todo lo que había oído contar sobre la trata hasta que vio este diagrama, después de lo cual no había nada tan bárbaro que no se lo creyera…».[650] En efecto, el impacto de este primer ejemplo del uso de ayudas visuales para fines de propaganda política resultó prodigioso y Clarkson fue bien recibido en todas partes. A fin de cuentas, la Declaración de los Derechos del Hombre de agosto de 1789 afirmaba que «los hombres nacen libres y son iguales ante la ley» y, según el artículo séptimo, nadie podía ser detenido sin decisión judicial. ¿Cómo, entonces, justificar la esclavitud? Necker, que había vuelto al poder, habló al rey de Clarkson, pero se consideraba que la salud del monarca era demasiado frágil para aguantar la vista del Brookes en miniatura. Clarkson vio también a veteranos de África, como Geoffroy de Villeneuve, que había sido ayuda de campo en Gorée del chevalier de Boufflers —al que habían enviado al exilio por una relación amorosa con la deliciosa madame de Sabran—, había navegado río Senegal arriba con el doctor Wadström y «recorrido a pie todo el reino de Cayor».

Recordemos que en París ya se había creado una Société des Amis des Noirs (Sociedad de Amigos de los Negros), que empezaba a conseguir muchos apoyos y entre cuyos miembros se encontraban La Rochefoucauld, «el hombre más virtuoso de Francia», según La Fayette, el propio La Fayette y Mirabeau. Condorcet, que seguía siendo uno de sus principales dirigentes, exhortó a Francia a seguir el ejemplo de Estados Unidos, de cuyos líderes creía que ya sabían que «rebajarían su propia busca de la libertad si continuaban apoyando la esclavitud». En agosto de 1788, en Burdeos, André-Daniel Laffon de Ladébat, hijo de un tratante del que ya hemos hablado, había denunciado valerosamente la trata, que consideraba «el mayor crimen público»,[651] punto de vista que recibió algo de apoyo, aunque no el suficiente para interesar a los asistentes a la primera reunión de la Asamblea Constituyente. Los enemigos plantadores de la Sociedad la describían como un nido de agentes británicos y no sólo amenazaron de muerte a sus miembros si persistían en sus actividades sino que el ex ministro de Marina Massiac organizó un club para cumplir ésta y otras amenazas. Clavière explicó a Clarkson que le acusaban de conspirar para fomentar una insurrección en Saint-Domingue. Por su parte, Clarkson creía que dos importantes miembros del comité encargado de estudiar el asunto de la abolición eran agentes de tratantes de Nantes, y Mirabeau le dijo que los tratantes habían solicitado los votos de todos los miembros de la Asamblea con quienes él había hablado de la abolición. Sumado a esto, a Clarkson le desanimó el extraño caso de Samuel de Missy, un honrado ciudadano de La Rochelle que, después de ser negrero, se había unido a la Société des Amis des Noirs, para abandonarla cuando la Cámara de Comercio de su ciudad le denunció, so pretexto de que su asociación podría sumir al puerto en la ruina.

En marzo de 1790, unas semanas después de que Clarkson regresara a Inglaterra, la Asamblea Constituyente debatió por fin la cuestión de la trata. Basándose en información obtenida principalmente de los ingleses, pues Francia aún no había llevado a cabo ninguna investigación sobre el tema, tres girondinos hablaron en nombre de la Sociedad de Amigos de los Negros: Vieuville des Essarts, Petion de Villeneuve y Mirabeau, con su «elocuencia shakespeariana»; el último preparó un potente discurso en el que describía con gran detalle los aspectos más brutales de la trata e inquirió socarronamente, al estilo de Montesquieu: «¿Y este comercio no es inhumano?», pregunta irónica que repitió varias veces, a modo de estribillo. Sin embargo, cometió el error de ensayarlo en una reunión del club jacobino; debido a su triunfo, sus enemigos, encabezados por el demagogo Antoine-Pierre Barnave (a menudo amigo de la libertad, como moriría proclamando en 1793 en el patíbulo), no sólo lograron evitar que lo pronunciara ante la Cámara sino que consiguieron que se aprobara un decreto que incluía la alarmante frase: «Quienquiera que impulse rebeliones contra los colonos será declarado enemigo del pueblo.»[652]

A pesar de todo, la Asamblea, con la presencia de diez diputados de las Indias occidentales, acabó por debatir el tema de la trata. A la pregunta de Mirabeau de por qué unas islas tan pequeñas enviaban a tantos diputados, la respuesta fue que en el imperio francés los esclavos se contaban en el prorrateo de escaños, aunque no pudieran votar (emulando la cláusula de los tres quintos de la Constitución de Estados Unidos); si se aceptaba la validez de este argumento, inquirió Mirabeau, ¿por qué no contar también los caballos de Francia?

Entre los antillanos había unos cuantos mulatos libres; por más que hubiesen prosperado en el mundo de los negocios y fuesen ricos, ni los tratantes ni los plantadores creían que debían asistir. Arthur Dillon, soldado y descendiente de una antigua familia irlandesa, que representaba a Martinica, declaró que las colonias blancas se rebelarían en quince minutos si los mulatos asistían, pero la Asamblea dio carpetazo al asunto.

Poco después, una delegación de la recién fundada y revolucionaria Armée Patriotique (ejército patriótico) de Burdeos llegó a París e informó al Club Jacobino y a la Asamblea que la subsistencia de cinco millones de franceses dependía del comercio colonial y que tanto la trata como la esclavitud en las Indias occidentales resultaban vitales para la prosperidad de Francia; así pues, la Asamblea constituyó otra comisión con el fin de preparar un informe sobre la esclavitud, pero ésta hizo poco más que denunciar los intentos de provocar revueltas contra los colonos. A Mirabeau le hicieron callar a gritos cuando trató de oponerse a estas conclusiones y la Asamblea votó a favor de la propuesta de la comisión de no hacer nada, de modo que hasta 1793 la trata siguió recibiendo una subvención en forma de bonificación por cada esclavo desembarcado. De hecho, en 1790, su mejor año como puerto negrero, Nantes envió cuarenta y nueve buques a África. Parece ser que para los tratantes de esta ciudad radical en términos políticos, la palabra «libertad» significaba que la trata debía abrirse a todos.

A consecuencia de estos acontecimientos, en las Indias occidentales hubo agitación, y Vicent Ogé, un mulato radical, insistió ante las autoridades de Saint-Domingue para que a los mulatos se les permitiera participar en la Asamblea de París; «Mejor que perezcan las colonias que un principio», dijo ante los diputados de la capital francesa, cuando se le concedió brevemente la palabra; al ver que no le hacían caso, Ogé, que tenía ambiciones políticas y armas obtenidas en Norteamérica, izó la bandera de la insurrección en Saint-Domingue, cerca de Cap-François, pero tras varias escaramuzas fue derrotado; huyó a la parte española de la isla, donde le detuvieron y devolvieron al gobernador francés, que mandó atormentarlo en la rueda. Este desastre dio nuevos bríos a los mulatos en París y provocó más alborotos en las colonias. En París los debates sobre esta polémica se volvieron apasionados. Robespierre se sumó a la discusión abogando por la libertad total de los esclavos; «¡Qué perezcan vuestras colonias si las conserváis a este precio…!», exclamó.

Al comienzo del año siguiente, la Asamblea condenó por principio la esclavitud, pero insistió en que la extensión de los derechos del hombre a los esclavos acarrearía con toda seguridad, al menos en esa etapa, muchos males; no obstante, los hijos de todos los padres libres, sin importar su color, serían ciudadanos de pleno derecho, concesión que, con todo y ser muy modesta, constituyó una traición a los ojos de los colonos. Ésta fue la primera condena de todas las legislaturas europeas.

En Saint-Domingue, los dirigentes de los negros libres y algunos esclavos siguieron tan de cerca como les era posible esta discusión; los tratantes franceses habían importado tantos esclavos en los años noventa que ahora constituían la mayoría de la población de esta próspera colonia, o sea, unos cuatrocientos cincuenta mil, con menos de cuarenta mil blancos y cincuenta mil mulatos; los negros libres y los mulatos estaban dispuestos a atacar de nuevo al gobierno colonial, pero los esclavos se adelantaron y se alzaron el 22 de agosto de 1791. A partir de entonces, reinaron el machete y el hierro candente, y las plantaciones de caña quedaron arrasadas por los incendios provocados.

En París, demasiado tarde, el 28 de agosto, la Asamblea Constituyente declaró que quienquiera que llegara a Francia sería libre, fuera cual fuese su color; habían transcurrido veinte años desde la decisión tomada en Londres por lord Mansfield, y doscientos veinte desde la de un juez en Burdeos. Un diputado de esta ciudad, Béchade-Casaux, escribió una carta angustiada: «Los Estados Generales se ocupan todavía de la Declaración de los Derechos del Hombre que ha de servir de Preámbulo de la Constitución y me temo que esto pueda llevar a la supresión de la trata.»[653] Sin embargo, en París los acontecimientos se sucedieron tan de prisa que la Asamblea dejó de ocuparse del todo de los asuntos de Saint-Domingue; cierto que a las peores atrocidades cometidas en París en agosto de 1792 las precedió una revuelta por la escasez de azúcar, que a su vez se debía en parte a los acontecimientos en Saint-Domingue, aunque pocos fueron los que establecieron la relación entre una y otros, y en la colonia la situación se aproximaba cada vez más a la catástrofe. Los tratantes de Nantes (los Bouteiller, los Charaud, los Arnaud, o sea, los grandes inversores de la década anterior), perdieron todas sus propiedades en Saint-Domingue, cuyo valor ascendía a más de sesenta millones de libras francesas, en la única revolución de esclavos que haya triunfado en la historia.

Por fin, el 4 de febrero de 1794, la Convención de París declaró la emancipación universal de los esclavos (aunque no llegó a declarar la ilegalidad de la trata). La declaración se celebró en el Templo de la Razón (Nôtre-Dame) y hubo numerosas «fiestas revolucionarias» en todo el país; se publicaron cientos de grabados y se compusieron canciones de denuncia de la esclavitud; en Nantes, un oficial negrero expresó con elocuencia su agradecimiento a la República. El festejo más elaborado tuvo lugar en Burdeos, en cuyo Templo de la Razón (la catedral de San Andrés) el implacable Tallien, representante de la Convención, pronunció un discurso maravillosamente entusiasta, en presencia de doscientos negros, al término del cual los organizadores asieron del brazo a los hombres y mujeres negros y los acompañaron en procesión al hotel Franklin, donde les esperaba un copioso festín.[654] Por cierto que, estando en Burdeos, Tallien se enamoró de la hija de uno de los más destacados negreros de la ciudad, Dominique Cabarrus, con quien se casó poco después, y que «le endulzó la vida» y dirigió su carrera.

Para entonces, habían muerto los pioneros del movimiento abolicionista francés Mirabeau, Clavière, La Rochefoucauld, Brissot, Lavoisier, Condorcet y Petion —el primero en la cama; el segundo por su propia mano en prisión; el tercero a manos de un asesino; el cuarto por suicidio, los quinto y sexto, guillotinados, y el séptimo comido por lobos cuando huía de su refugio—. Todo su logro se reducía a haber conseguido que se aboliera la subvención por el transporte de esclavos.

Francia, sin embargo, se había visto sumida en acontecimientos tan espantosos que a los hombres les costaba tener en cuenta los grandes problemas morales. «La Revolución», tuvo que reconocer Clarkson, «era más importante para los franceses que la abolición de la trata»;[655] pero, pese a los apuros a que se vio sometido al final de su vida, Mirabeau, «un ejército por sí solo», en palabras de La Fayette, no perdió nunca su interés por el problema de la esclavitud, cosa que no impidió que cinco meses después de su prematura muerte en abril de 1791, Bernard Aîné & Cie. mandara a África un buque negrero con su nombre con el fin de llevar trescientos esclavos de Angola a Martinica.

La Revolución francesa y sus atrocidades ayudaron mucho a los paladines de la trata en Gran Bretaña, pues ahora podían presentar cualquier cambio como subversivo en potencia y alegar que la Ilustración acarreaba la barbarie. El reformador del sistema jurídico Samuel Romilly escribió: «Si alguien desea hacerse una idea acertada de los efectos malignos producidos en este país por la Revolución francesa… debería intentar llevar a cabo una reforma basada en principios humanistas y liberales…»[656] Así pues, no era de sorprender que cuando, en abril de 1791 —tras muchos meses de recopilación de pruebas, para lo cual revisó no menos de trescientos veinte barcos en distintos puertos ingleses y navegó algo más de once mil kilómetros— se viera entorpecida la moción que Wilberforce pudo por fin introducir para que el Parlamento aprobara una ley que prohibiera la trata.

No obstante, nadie presentó justificaciones razonadas de la esclavitud o de la trata, sino que insistieron en que la abolición no era ni práctica ni sensata, en lugar de hacer hincapié en los beneficios de la trata, como habían hecho en 1789. Así, Tommy Grosvenor, «panza de tonel», un anciano diputado por Chester, reconoció que la trata «no [es] un oficio agradable, pero tampoco lo es el de un carnicero y, sin embargo, las chuletas de oveja son buenas»; el concejal de Londres Watson, director del Banco de Inglaterra, alegó, como tantos lo habían hecho ya, que a los nativos de África se les sacaba de una vida peor que la esclavitud en su propio país para darles una existencia más suave; Banastre Tarleton señaló que los mismísimos monarcas africanos no se oponían a que continuara la trata; John Stanley, el agente de Nevis y diputado por Hastings, se manifestó firmemente contrario a la abolición, que describió como injusta para los plantadores y los tratantes, pues les perjudicaba sin compensación. Numerosas fueron las alusiones a Francia: en cuanto Gran Bretaña aboliera la trata, los galos les robarían este comercio; más valía aguardar a que Francia diera el primer paso.

También se pronunciaron algunos discursos inspirados: «Entre nosotros no podríamos soportar nada que se asemejara a la esclavitud, ni siquiera como castigo, entonces, ¿hemos de aceptar el ejercicio del más despótico de los poderes sobre millones de seres que, que nosotros sepamos, no sólo eran inocentes sino que tenían mérito?» James Martin, un banquero y diputado por Tewkesbury, se burló de la Cámara de los Comunes por estar tan dispuesta a castigar al procónsul Warren Hastings por su conducta en el este, mientras que no hacía nada contra esta abominable práctica en el oeste. ¿Que la trata se practicaba con generosidad? Debía de ser una nueva forma de generosidad; comentó John Courtenay, diputado por Tamworth, un erudito e ingenioso irlandés de la «escuela de Diógenes». Fox y Pitt hablaron a favor de Wilberforce; el primero pidió a la Cámara que «diera a conocer a toda la humanidad su aborrecimiento por una práctica tan monstruosa, tan salvaje y tan repugnante ante todas las leyes, humanas y divinas»; se mofó de que se afirmara que a muchos de los esclavos capturados en África se les castigaba por adulterio: «¿Era el adulterio un delito que teníamos que ir a castigar hasta África? ¿Era éste el modo con que demostraríamos la pureza de nuestro carácter nacional? […] Vaya una peregrinación extraordinaria por un propósito extraordinario». Según Burke, «comerciar, no con el trabajo del hombre sino con los hombres mismos, equivalía a devorar la raíz en lugar de saborear el fruto de la diligencia humana». Sin embargo, en Bristol, por donde era diputado, cuando Wilberforce perdió por ciento sesenta y seis votos contra ochenta y ocho, doblaron las campanas de las iglesias, se dispararon cañones en Brandon Hill, se hizo una hoguera y hubo fuegos artificiales, y a los trabajadores y marineros se les concedió media jornada de fiesta.[657] «El comercio hizo sonar sus bolsillos», escribió Horace Walpole a Mary Berry, «y ese sonido suele prevalecer entre la mayoría».[658]

De hecho, 1791 fue un buen año para la trata británica. Los tratantes ingleses obtenían pingües beneficios del mercado cubano de esclavos, ahora abierto; así, en los registros figuran treinta buques ingleses que ese año entregaron esclavos en La Habana, entre ellos el capitán Samuel Courtland, de la rama de Delaware de esta familia hugonote, en el Vela Ana, y, en marzo, el capitán Hugh Thomas, en el Hammond.[659]

No obstante, pese al revés en el Parlamento, la campaña continuó. En 1792 en toda Gran Bretaña se redactaron al menos quinientas peticiones contra la trata; en Birmingham, un destacado cuáquero preguntó si para reconstruir la Casa de los Amigos debían aceptar apoyo financiero de los fabricantes de armas Framer & Galton, que habían suministrado armas para la trata y hasta habían participado en ella. Se llegó incluso a lanzar una campaña para boicotear el azúcar de la caña cultivada por esclavos.

Wilberforce, Clarkson y los abolicionistas se alegraron mucho al recibir una asombrosa noticia de Dinamarca: en marzo de 1792, como resultado de un informe de la gran comisión sobre la trata de negros, tres de cuyos miembros eran directores de la monopolística compañía Báltico-Guinea, el gobierno danés abolió la importación de esclavos de África en sus islas. Los daneses llevaban ciento cincuenta años participando a pequeña escala en la trata, si bien ésta les había resultado poco provechosa en su conjunto, y aunque sólo mantenía los fuertes en África occidental para servir a sus tres diminutas colonias en las Indias occidentales, el país había mandado unos cien buques a África en los últimos quince años. Sin embargo, el azúcar de las Antillas danesas era importante para muchos mercaderes, entre ellos la poderosa familia Schimmelmann. Antes de crear la comisión sobre la trata negra, Ernesto Schimmelmann, el liberal, previsor y capaz ministro de Finanzas —influido en parte por su amor a Inglaterra, la principal promotora de la abolición, aunque poseía todavía cuatro plantaciones en Saint Croix—, había enviado al teólogo Daniel Gotthilf Moldenhawer a Madrid a ver si podía cambiar con España los fuertes daneses en la costa de Guinea por la isla Cangrejo, en el Caribe, pero no lo logró; además había ideado proyectos inteligentes para crear plantaciones de algodón en la Costa de Oro, con lo que el Pasaje Medio sería innecesario.

En Copenhague, la prudente declaración real sobre la trata fue tajante: «Nosotros, Christian VIII… como resultado de… investigaciones… estamos convencidos de que es posible, y será ventajoso para nuestras islas en las Indias occidentales, desistir de la compra de nuevos negros, en cuanto las plantaciones cuenten con un número suficiente para propagarse y cultivar la isla». Así pues, después de 1803 la trata estaría prohibida y entre 1792 y el final de este plazo se dejó de gravar tanto las esclavas importadas como las que ya trabajaban en los campos.[660]

Pero hasta 1803 cualquier país podía introducir esclavos en las islas danesas y, pese a la prohibición de exportarlos de allí, Saint Thomas, cerca de Puerto Rico, siguió siendo un mercado de paso para los españoles que según parece alcanzó su auge en 1800. Resulta difícil desentrañar la verdad sobre este comercio, pues algunos barcos norteamericanos e ingleses navegaban con pabellón danés incluso después de 1808.

En Dinamarca la trata se abolió porque en las Indias occidentales danesas el precio de los esclavos era bajo, porque el gobierno estaba seguro de que los británicos la abolirían al poco tiempo y porque en los dos o tres buques que zarpaban desde Copenhague cada año morían demasiados miembros de la tripulación; además, resultaba caro mantener los fuertes en la costa de Guinea, como Christiansborg, en Accra, y los daneses creían que podían obtener los esclavos que necesitaran si alentaban el incremento por medios naturales.

Con todo, la trata danesa prosperó entre 1792 y 1802; muchos esclavos llevados a las Antillas danesas de Saint Croix y Saint Thomas eran reexportados, a menudo a Cuba, adonde fueron unos doscientos buques daneses entre 1790 y 1807, con muchos más de doce mil esclavos.

En abril de 1792, alentado por la noticia de la abolición de la trata en Dinamarca, Wilberforce introdujo de nuevo un proyecto de ley a favor de hacer lo propio en Gran Bretaña. A continuación tuvo lugar uno de los mejores debates en la historia de las asambleas legislativas. Wilberforce empezó con «África, África, tus sufrimientos han sido el tema que ha dado un vuelco a mi corazón y lo han comprometido. Tus sufrimientos, ninguna lengua puede expresarlos». Ahora que Dinamarca había abolido la trata, ¿podía Gran Bretaña ir a la zaga?, preguntó. Describió cómo, apenas el año anterior, seis capitanes británicos habían disparado sobre un asentamiento africano en el río Calabar con el único fin de bajar el precio de los esclavos, causando la indignación de un capitán francés presente. A continuación, según las actas del debate, «La Cámara, en un arranque de indignación, vociferó: “¡Nombre! ¡Nombre!” El señor Wilberforce se resistió largo tiempo. Por fin los gritos lo superaron y dio los siguientes nombres de barcos y capitanes: el barco Thomas, de Bristol, capitán Phillips; el Betsey, de Liverpool, capitán Doyle; el Recovery, de Bristol; el Wasp, capitán House; el Thomas, de Liverpool, y el Anatree, de Bristol».

Como en anteriores debates, hubo muchas declaraciones a favor del statu quo, la primera de James Baillie, un escocés de Inverary, agente para Grenada, que había vivido tanto en esa isla como en Saint Kitts; poseía una plantación en Demerara y habló, en su único discurso en la Cámara de los Comunes, del «alocado, irrealizable y visionario proyecto de abolición»; en su opinión, existía brutalidad en incontables barcos, no sólo en los buques negreros, y en incontables ejércitos europeos; existía más miseria en la parroquia de Saint Giles en Londres, donde él poseía una casa, que en las colonias; afirmó que la revolución en Saint-Domingue la había provocado directamente la desafortunada discusión acerca de la abolición de la trata. Luego Benjamin Vaughan, un mercader unitario que confesó ser de las Indias occidentales por nacimiento, profesión y fortuna privada, defendió también a los plantadores; posteriormente se convertiría en un radical extremista y huiría a Francia bajo la sospecha de ser un traidor; pasó el resto de sus días en Estados Unidos y allí murió. El que sería lord Liverpool y en el siglo siguiente primer ministro durante muchos años, pero entonces simplemente Robert Jenkins, señaló que ninguna de las importantes naciones dedicadas a la trata había dado muestras de querer seguir el ejemplo británico y que Dinamarca carecía de importancia. Banastre Tarleton lanzó nuevas invectivas contra la locura de permitir que «una facción de sectarios, sofistas, entusiastas y fanáticos» destruyera un comercio que suponía ochocientas mil libras anuales y empleaba a cinco mil marineros, así como ciento sesenta barcos.

Pero los discursos que atacaban la trata fueron excepcionalmente buenos. Así, Robert Milbanke, el futuro suegro de lord Byron, alegó, siguiendo a Adam Smith, que donde se usaba la esclavitud como mano de obra «cada operación se llevaba a cabo de modo basto y poco profesional».

A continuación siguió el discurso decisivo. Henry Dundas, el «indispensable coadjutor» del ministerio, el tesorero de la armada y principal político en la Junta de Control de la Compañía de las Indias Orientales, de hecho ministro de Escocia y de India, cuyo control sobre Pitt era tan profundo como inexplicable, introdujo, con fuerte acento escocés y poca gracia, la palabra «gradualmente» en el texto del proyecto, «como compromiso». Según dijo, pretendía proponer un término medio; aceptó que la trata «debería abolirse a la larga, con medidas moderadas que no invadieran la propiedad de los individuos ni atacaran demasiado súbitamente los prejuicios de nuestras islas de las Indias occidentales», pues sin duda cualquier nueva ley precisaba la colaboración de los plantadores; convino en que los esclavos recién importados bien podrían inspirar rebeliones; declaró como de paso que la red de inversiones imperiales en tierras no desarrolladas suponía un fuerte argumento contra la abolición inmediata y sugirió un par de enmiendas más: la prohibición de importar esclavos viejos, y un acuerdo, como el de Estados Unidos, de abolir la trata extranjera. Propuso el 1 de enero de 1800 como fecha para poner fin a la trata, pero otros, entre ellos Pitt, «no veían por qué no era preferible 1793»; también se propusieron los años 1794 y 1795. Lord Carhampton, cuyo abuelo había sido gobernador de Jamaica, aprovechó la ocasión para comentar que «los caballeros podían hablar de lo inhumano, pero no veía qué derecho tenía alguien de infligir un discurso de cuatro horas a un grupo de hombres inocentes, dignos y respetables». Dundas era un formidable oponente parlamentario para los abolicionistas; así, lord Holland recordó que «nunca vacilaba al hacer declaraciones, y, sin intentar responder a los argumentos, los tildaba de absurdos y ridículos o, tras alguna audaz y equivocada declaración o máxima inaplicable, afirmaba confiado que la había refutado». Cabe señalar que en 1778, Dundas había tomado partido por el esclavo Joseph Knight en una versión escocesa del caso Somerset; pero el tiempo, el poder y la edad parecían haber hecho mella en él y lo razonable de sus dilaciones no ocultaba que ahora tomaba partido por los intereses de las Indias occidentales.

Charles James Fox lo ridiculizó: los que abogaban por la «moderación» le hacían recordar un pasaje de la vicia de Cicerón escrita por Middleton: «Abrir en plena noche la casa de un hombre y matarlo, a él, a su esposa y a su familia, constituye ciertamente un crimen atroz, merecedor de la muerte, pero hasta esto puede hacerse con moderación». Señaló que si un buque de Bristol iba a Francia y los demócratas vendían a los aristócratas como esclavos, «esta transacción… horrorizaría a todos los hombres… porque eran de nuestro color». En opinión de Fox, si las plantaciones no podían cultivarse sin esclavos, no deberían cultivarse en absoluto.

Pitt, el primer ministro, pronunció lo que todos consideran el discurso más elocuente de su carrera. Si bien confesó sentirse cansado —ya eran las cinco de la mañana cuando empezó a hablar—, describió la trata como «el mayor mal que la raza humana haya puesto en práctica». Analizó la posición de Dundas sin perder el hilo de la suya. ¿Cómo iba a abolirse la trata si cada nación «esperaba prudentemente la concurrencia de todo el mundo»? En los últimos veinte minutos de su discurso, Pitt pareció «especialmente inspirado», según sus amigos. Imaginó que un senador romano, observando el resto del mundo en el siglo II d. J. C., podía hablar con los «bárbaros británicos» y decirles que «eran un pueblo que nunca alcanzará la civilización». Exhortó a los diputados a que devolvieran a los africanos «el rango de ser humano», de inmediato, sin dilación. Hacia el final citó dos versos de Virgilio: Nos primus equis Oriens afflavit anhelis; / Illic sera rubens accendit lumina Vesper… Se dice que en aquel momento los primeros rayos del sol penetraron en la Cámara de los Comunes por detrás del asiento del orador, aunque, por desgracia, según Ehrman, el biógrafo de Pitt, no existen pruebas de que esto ocurriera.

La Cámara de los Comunes votó, pues, a las seis de la mañana del 3 de abril; el resultado fue de doscientos treinta a favor de la moción enmendada de Dundas de que «la trata se aboliera gradualmente», contra ochenta y cinco. Regresando a casa a pie, en un Londres dormido, Fox, Charles Grey, el futuro primer ministro que adoptaría la ley de la reforma electoral, y William Windham, que abandonaría posteriormente la causa de la abolición por razones que no quedan claras, estuvieron de acuerdo en que el discurso de Pitt «constituía una de las más extraordinarias muestras de elocuencia que hubiesen oído en su vida»; creían haber presenciado el momento supremo de la democracia parlamentaria.[661]

La votación de estas mociones, aunque insuficientes para Wilberforce, Fox, Burke y Pitt, constituyó un cambio notable respecto a lo ocurrido el año anterior. El principal acontecimiento en la política de la época fue, sin embargo, la revolución en Saint-Domingue, que ya estaba provocando una auténtica escasez de azúcar, y no sólo en Francia. Quizá ese terrible acaecimiento llevara a los miembros del Parlamento a comprender que un día habría de llegar el fin del sistema de plantaciones con mano de obra esclava. Por supuesto, se mencionó Saint-Domingue en los debates: ¿de quién habían aprendido los esclavos las crueldades que ejercían?, inquirió Samuel Whitebread, el cervecero inconformista. ¿De quién sino de los plantadores franceses?

A continuación la Cámara de los Lores debatió las mociones de Wilberforce y de Dundas. El canciller, todavía el viejo y obstinado lord Thurlow, se preguntó por qué, si la trata era un crimen tan vil, la Cámara de los Comunes no se había dado cuenta de ello hasta 1792. El duque de Clarence y futuro rey Guillermo IV eligió pronunciar su primer discurso en esta ocasión y declaró, probablemente con el apoyo de su padre, Jorge III, que poseía pruebas irrefutables de que a los esclavos no se les trataba del modo que tanto inquietaba al público; después de todo, había estado en Jamaica como guardiamarina de la armada y cuando enfermó le cuidó una famosa enfermera mulata, Couba Cornwallis; en su opinión, la existencia de los esclavos era la de una dicha humilde. No obstante, y pese a este sermón real, los lores apoyaron la enmienda de Dundas. Cabe señalar el interesante comentario de lord Barrington, nieto de William Daines, un tratante de Bristol que comerciaba con Virginia y Maryland, en el sentido de que los esclavos le parecían tan felices que a menudo deseaba encontrarse en su situación.[662]

Lo que la enmienda de Dundas representaba en la práctica no estaba precisamente claro. Gran Bretaña se había comprometido a abolir la trata, en un momento no especificado del futuro, en una fecha que parecía depender del propio Dundas, que a diario dejaba claro que la moción dilatoria no era sino una treta para un aplazamiento indefinido. Por fin se acordó fijar el fin del plazo a principios de 1796, un plazo que nadie esperaba que se cumpliera. Los oradores más brillantes de la historia británica habían sido superados, al igual que Wilberforce, jefe parlamentario del más poderoso movimiento de agitación que hubiese experimentado un país. Sin duda las consecuencias se habrían desvelado de inmediato cuando se reanudaron las sesiones del Parlamento a principios de 1793, y Wilberforce, Clarkson y sus amigos habrían actuado de modo distinto de no ser porque la guerra con la Francia revolucionaria estaba a punto de estallar; la contienda empezó en febrero, justo después de la ejecución de Luis XVI. A Wilberforce su oposición al conflicto le acarreó la pérdida de todos los apoyos, y Pitt, responsable de una nación en guerra, tuvo que desviar su atención a asuntos menos humanitarios. Por cierto que no se entiende la historia inglesa sin saber que por entonces las sesiones del Parlamento se celebraban de enero a agosto, nunca en otoño.

Ahora, además, cualquier ataque a la trata podía tomarse como una agresión a las antiguas instituciones británicas, que al parecer muchas gentes ponían en entredicho, precisamente a causa de la Revolución francesa y de la guerra. Éste no parecía el momento adecuado para las aventuras. En abril de 1793, en la Cámara de los Lores, lord Abingdon, en su juventud paladín de la libertad —y de John Wilkes—, vinculó la exigencia de abolir la trata a la desastrosa obsesión con los derechos del hombre que tanto había perjudicado a Francia. «¿Qué significa de hecho la abolición de la trata sino la libertad y la igualdad?» En este debate, el duque de Clarence volvió a declarar que sería poco político y muy injusto abolir la trata, y describió a Wilberforce como un fanático o un hipócrita. El príncipe de Gales afirmó que su hermano «Guillermo ha pronunciado un discurso incomparable».[663]

De momento, pues, tratantes como Richard Miles y Jerome Bernard Weuves, de Londres, con sus buques el Spy y el Iris; sir James Laroche y James Rogers, de Bristol, con el African Queen y el Fame, así como John Tarleton, Daniel Backhouse, Peter Baker, James Dawson y Thomas Leyland, de Liverpool, con el Eliza, el Princess Royal y el Ned, podían dormir tranquilos, y sus capitanes, entre ellos Samuel Courtauld y Hugh Thomas, podían mecerse felices en sus hamacas. Sus equivalentes en Norteamérica, Río de Janeiro y hasta La Habana, parecían igualmente confiados. Es cierto que la extensa trata gala había decaído como consecuencia de la revolución y de la guerra, pero los años de mediados de la última década del siglo fueron buenos para los vecinos de Francia.

En la principal colonia británica, Jamaica, la trata funcionó muy bien en 1793: importó veintitrés mil esclavos, el mayor número que hubiese importado hasta entonces; el total entre 1791 y 1795 fue de unos ochenta mil, muchos más que en cualquier otro quinquenio, aun cuando al menos quince mil fueron reexportados a Cuba. En 1791 empleó a doscientos cincuenta mil esclavos y esta cifra subiría a trescientos mil en 1797. Asimismo, la producción de caña aumentó de sesenta mil kilos en 1791 a más de setenta mil en 1800; el mejor año de Jamaica fue 1805, cuando ocupó el primer lugar mundial en la exportación de azúcar, con una producción de casi cien mil toneladas.[664] Además, por primera vez, en los años posteriores a la revolución de Saint-Domingue, Jamaica producía cantidades sustanciales de café, alcanzando las veintidós mil toneladas en 1804. Para entonces, Gran Bretaña exportaba o reexportaba tanto café como lana.

Por supuesto, a los plantadores de Jamaica les horrorizaba la idea de abolir la trata, y se afanaron no sólo en reforzar la resistencia a ella en Westminster, sino que empezaron a hacer todo lo posible por alentar la procreación en la isla. Así, una ley jamaicana de 1792 ofrecía incentivos a hacendados y capataces que mostraran un incremento natural a lo largo del año. La esposa del gobernador, lady Nugent, escribió en su diario que Lewis Cuthbert, un plantador, le dijo que en su plantación de Clifton, en la llanura de Liguanea, ahora parte de Kingston, «daba dos dólares a cada mujer que diera a luz un hijo sano».[665]

Para colmo, se cumplió lo que habían alegado en los debates de Londres buen número de los adversarios de la abolición, y la suposición de que los británicos podían estar a punto de ponerle término estimuló a sus rivales. Cuando el embajador holandés en Londres se enteró del primer voto en la Cámara de los Comunes, mandó un mensajero a Amsterdam a fin de que sus conciudadanos aprovecharan la oportunidad; pero aunque esto alentó un breve renacimiento de la trata holandesa, esta actividad a gran escala resultó impensable con la conquista del país por los franceses y la creación subsiguiente, en 1795, de la República Bátava, dominada por Francia. No obstante, en los Países Bajos, la abolición resultaba inaceptable y unos años después el fiscal de Elmina, en la Costa de Oro, Jan de Maree, escribía que acarrearía «un perjuicio irreparable a nuestra mayor fuente de comercio»,[666] y esto a pesar de que en el imperio holandés la trata no se recuperó después de la cuarta guerra anglo-neerlandesa, a principios de los noventa del XVIII, y que los norteamericanos suministraban a los colonos de Surinam muchos de los esclavos que precisaban.

Las noticias de Estados Unidos también resultaron descorazonadoras para los abolicionistas. Pese al proceso contra el bergantín Hope, del que hablamos en el capítulo veinticinco, los juicios entablados contra otros buques no tuvieron éxito y la ley no inmutó a los tratantes de Rhode Island. Siguiendo su táctica habitual, los cuáqueros trataron de convencer por correspondencia, pero en este caso en vano. El doctor Samuel Hopkins, de Newport, dijo a Moses Brown que un impresor que le prometió imprimir uno de sus folletos le explicó después que «había consultado a sus amigos y todos le dijeron que dañaría mucho sus intereses si lo hacía, pues ofendería tan gravemente a tantos clientes suyos que participan en la trata, se relacionan con ella o la apoyan, que no le resulta prudente hacerlo… De nada sirve que le diga que ha traicionado a su profesión».[667] Por cierto que en 1792 Kentucky entró en la Unión como estado esclavista. Cuando el Sur (Georgia y las Carolinas) renunció al territorio del oeste, se estipuló que el nuevo estado debía tener esclavos. Por entonces, las poblaciones del norte y del sur de la nueva nación eran más o menos iguales y se esperaba que la expansión demográfica fuese equivalente.

En Cuba, en lugar de limitarse, los intereses en la trata se extendían, y los tratantes de Liverpool, como Baker & Dawson y Thomas Leyland, participaban a fondo en ella. En la Cuba de 1792 más de doscientas veinte mil hectáreas se dedicaban ya al cultivo de la caña, comparadas con las poco más de mil doscientas en 1762; había quinientos treinta ingenios en toda la isla y la población esclava, aunque mucho menor que la de sus vecinos, ascendía a más de ochenta mil. Los refugiados franceses de Saint-Domingue creaban cafetales en el este de Cuba y cerca de La Habana, y a menudo empleaban más esclavos que los plantadores de caña. Por primera vez se introdujo el motor a vapor en las plantaciones y los ingenios, pero esta innovación tecnológica no pareció mermar la necesidad de importar esclavos de África.

En 1792 Francisco de Arango e Ignacio, conde de Casa Montalvo, jóvenes y cultos miembros de la oligarquía hacendada en Cuba, ambos hijos de hombres que recordaban la ocupación británica de La Habana, emprendieron un viaje de investigación a Inglaterra. Arango, que entonces contaba unos veinte años, era el criollo más inteligente de su generación y más tarde sería conocido como el «Colbert de Cuba»; reconocía que la trata era cosa miserable; lo que quería era un suministro adecuado de esclavos para que su isla compitiera con Jamaica y, logrado esto, poner fin a la trata. Por cierto que la condesa de Merlín, sobrina de Montalvo, expresaría en los años cincuenta del siglo XIX lo que Arango pensaba cincuenta años antes, a saber, que «no hay nada más justo que la abolición de la trata, ni nada más injusto que la abolición de la esclavitud», pues ésta violaría el derecho a la propiedad,[668] un ataque a algo que todos los gobiernos habían apoyado y hasta ayudado a financiar. Arango explicó a los ministros españoles que gracias al elevado precio del azúcar y a la caída de la producción francesa en Saint-Domingue, Cuba podría ser tan rica como México, para lo cual sólo hacía falta la libertad de importar esclavos en Cuba durante ocho años. Como resultado de esto, en 1792, por primera vez un buque cubano, El Cometa, al mando del capitán Pedro Laporte, salió de La Habana directamente a África, con un cargamento de aguardiente, tabaco y algo de azúcar blanco y, sin perder un solo tripulante, regresó con doscientos treinta y tres esclavos, ochenta y tres de los cuales eran mujeres; en septiembre del mismo año, otra expedición hizo lo mismo, al mando del capitán francés Pedro Lacroix Dufresne.[669]

Así, en los mismísimos años en que la cuestión de la abolición se planteaba de modo tan sensacional en Gran Bretaña, la mayor potencia comercial del mundo, la trata prosperaba como nunca en una isla en la que esta nación y Estados Unidos tenían tantos intereses. De las estadísticas oficiales se desprende que en 1790 unos cincuenta buques amarraron en La Habana con un total de dos mil doscientos esclavos; de ellos, seis, el María de James de Wolf entre otros, eran norteamericanos; dos, holandeses; treinta, españoles; siete, ingleses; uno, «angloamericano»; dos, franceses; tres, daneses y dos, de origen desconocido. El año siguiente la trata libre se amplió hasta 1798 en La Habana; se derogaron la antigua subvención, el impuesto per cápita y la norma de que una tercera parte de los esclavos importados debían ser mujeres; se elevó a quinientas toneladas el tonelaje de desplazamiento máximo de los buques negreros extranjeros; además, pudieron establecerse legalmente en La Habana los agentes de tratantes extranjeros, como Allwood, el representante de Baker & Dawson de Liverpool y, después de 1792, incluso agentes franceses, que en teoría habían sido excluidos hasta entonces, aunque quizá unos treinta y dos buques negreros galos habían hecho escala en La Habana entre 1790 y 1792. Entretanto, Allwood seguía siendo el mayor importador y el capitán general de Cuba eludió la orden de expulsión expedida por el gobierno en Madrid por intentar sobornar a los funcionarios.

Mientras que los mercaderes de Liverpool mantuvieron con creces su interés, los de Estados Unidos compensaron en Cuba la pérdida de algunos mercados en Norteamérica; de hecho, en el último decenio del siglo el destino más frecuente de los buques esclavos estadounidenses fue Cuba, dejando muy atrás a Carolina del Sur, Rhode Island y Georgia. Cuba suponía, como señaló la firma de J. y T. Handasyde Perkins, de Boston, «un negocio para el que estamos especialmente bien situados… Obtendremos un cinco por ciento de beneficios».[670] Esto significaba en ocasiones llevar de Savannah, en Georgia, a las islas de Barlovento un cargamento de arroz o índigo a cambio de esclavos y revenderlos en Cuba, cosa que hizo, por ejemplo, el capitán William McNeill en el Clarissa de los Perkins.

Este comercio entre Norteamérica y Cuba era, por supuesto, ilegal, pues la ley federal de Estados Unidos prohibía la trata con países extranjeros, por lo que los mercaderes se arriesgaban a ser procesados. De hecho, Sinclair y Waters, propietarios del Abeona, fueron llevados a juicio por Stephen Cleveland; perdieron, pero se negaron a pagar la multa de cuatro mil libras, de modo que el tribunal les expropió tres barcos; Sinclair y Waters apelaron, el tribunal se enzarzó en una discusión sobre competencias, y no pudo evitar que el Abeona zarpara de nuevo.

En estos años, Salem, cuyos mercaderes habían tenido poco que ver con la trata, se convirtió en el puerto negrero más importante de Massachusetts. Los hermanos Joseph y Joshua Grafton eran los principales tratantes, pero pronto los alcanzaron John White y George Crowninshield, aunque el negocio se les antojó caro; «Vemos que los buenos esclavos no se consiguen por menos de doscientos galones de ron cada uno», escribieron al capitán Edward Boss, que quería llevar uno de sus buques a los puertos negreros africanos,[671] pero, sin importar el precio, en 1794 encontramos al capitán Boss vendiendo esclavos en el río Surinam.

James de Wolf, el destacado capitán y mercader de esta era de la trata en Norteamérica, fue uno de los capitanes que viajaron a menudo a La Habana en esos años. Con sus «mejillas sonrosadas, nariz chata, ojos grises, labio superior tan fino como un cepillo de carpintero y manos grandes y capaces de marinero», era uno de cinco hermanos de Bristol, en Rhode Island, que fueron todos capitanes negreros en un momento dado, eran hijos de Mark Antony de Wolf, quien como recordaremos del capítulo catorce, había capitaneado buques negreros para su suegro Simeón Potter a principios de los años setenta. Los De Wolf entraron en la trata por derecho propio después de la revolución americana; James de Wolf, héroe de varias batallas navales contra los británicos, fue un hombre excepcional, pues antes de cumplir los veinte años era patrón de su propio barco y antes de los veinticinco ya había ganado suficiente dinero con la trata para vivir el resto de la vida. Si bien operaba desde una casa en Mount Hope, en las afueras del pequeño puerto de Bristol, en ocasiones iba a Charleston o a Savannah a supervisar el desembarco de esclavos de sus buques. Sensato, se casó con la hija de William Bradford, senador y propietario de la mayor destilería de ron de Bristol, cuando el ron constituía todavía el principal cargamento de los buques negreros que navegaban a las costas africanas. En una carta a su próspero sobrino en 1794, Simeón Potter explicaba que, pese a la nueva ley federal que prohibía a los ciudadanos estadounidenses transportar esclavos a otras naciones, existían numerosas maneras de equipar los buques para la trata. James aprovechó su consejo y él y otros miembros de su familia organizaron ochenta y ocho expediciones a África de 1784 a 1807. A fin de aprovechar aún más esta clase de mano de obra, James de Wolf adquirió una plantación de caña en Cuba y fue uno de los primeros norteamericanos que invirtieron en la isla después de que en 1790 fuese legal hacerlo.[672]

Pero no sólo en Cuba se aprovechaban los plantadores y los tratantes de las nuevas condiciones, pues en los años noventa también en Lima se extendió la trata. Los esclavos solían comprarse en Buenos Aires o Montevideo y se llevaban por tierra a Perú, cuyo principal tratante era José Antonio del Valle Cortés, bien relacionado alcalde de Lima, que había sido nombrado conde de Premio Real por sus servicios en la lucha de esta colonia con la rebelión inca de Túpac Amaru; entre 1792 y 1803 vendió una media de doscientos setenta esclavos al año en el mercado de Lima; su hijo Juan Bautista adquirió una grandiosa hacienda azucarera, La Villa, al sur de Lima y puso a mil quinientos esclavos a trabajar en sus cañaverales. En Caracas aumentaron igualmente las ventas, sobre todo a los plantadores de cacao del valle; así, a finales del siglo se vendían trescientos cincuenta cautivos al año, principalmente a través de otro agente de Baker & Dawson de Liverpool, Edward Berry.[673]

Si bien las noticias internacionales resultaban más bien desalentadoras, los abolicionistas se consolaron en su propio país; les alentó un crash financiero en Bristol, algunos de cuyos mercaderes más destacados se arruinaron, entre ellos James Rogers, el más vociferante adversario de la abolición. El último de una gran serie de admirables filósofos escoceses, James Beattie, publicó el segundo volumen de sus Elements of Moral Science (Elementos de ciencia moral), donde declaraba con firmeza que «todos los hombres de la tierra, sea cual sea su color, son hermanos nuestros».[674] Como era costumbre en los escritores británicos de la época, seguía a Montesquieu. Además, aunque la nueva guerra con Francia retrasó las innovaciones políticas, su impacto en el comercio fue el mismo que el de todas las guerras del siglo y, debido a la contienda y a que tantos buques mercantes se convirtieron en piratas, ningún barco negrero salió de Liverpool en 1794.

Pero hubo nuevos mercaderes dispuestos a aprovechar cualquier oportunidad que se presentara gracias a la reanudación de la guerra en Europa. Más que Francia, Estados Unidos era el obvio candidato a suceder a Gran Bretaña como mayor país negrero del mundo, en caso de que la abolición se aprobara en Londres. En 1796, Zachary Macaulay, que se hallaba aún en Sierra Leona, escribió al reverendo Samuel Hopkins en Newport: «Le entristecerá saber que en el último año el número de tratantes norteamericanos en la costa ha alcanzado un nivel sin precedentes. De no ser por su pertinaz adhesión a ese abominable comercio», añadió con exagerado optimismo, «éste se habría abolido del todo como resultado de la guerra».[675]

Pese a la guerra y a la hostilidad conjunta de Thurlow, Dundas y el duque de Clarence (con todo lo que esto sugería), Wilberforce se aferró a su misión; le apoyaban Fox y Pitt, aunque éste debía centrarse en la guerra. En 1794, cuando se suponía que la trata acabaría en 1796, presentó con éxito un proyecto de ley que prohibía a los tratantes británicos vender esclavos en mercados extranjeros. Contra él hablaron los de siempre, Tarleton, sir William Young, el concejal Newman, pero también se alzaron nuevas voces, como la de Edmund Lechemere, diputado por Worcester, que opinaba que «puesto que toda Europa está sumida en la confusión, resultaría sumamente imprudente adoptar una medida que no se haya puesto a prueba antes». Entre la oposición de los tories se encuentra por primera vez el nombre de Robert Peel, diputado por Tamworth, el primer magnate del algodón elegido al Parlamento, que creía que los africanos no eran todavía lo bastante maduros para merecer la libertad. En esta ocasión Wilberforce convenció a la Cámara de los Comunes para que votara a su favor, pero la de los Lores le derrotó, como de costumbre, aunque no aparecen en acta los nombres de los lores que se opusieron a su proyecto.

Así pues, siete años después del primer debate sobre la cuestión en la Cámara de los Comunes, resultaba obvio que la abolición de la trata requeriría una ardua lucha parlamentaria.[676] Como dijera lord Shelburne, el predecesor de Pitt como primer ministro y el primer hombre en este cargo que escribió una autobiografía, «requiere un esfuerzo nada desdeñable abrir los ojos del público o de los individuos, pero, conseguido esto, no se ha recorrido ni el tercio del camino. La verdadera dificultad sigue siendo conseguir que las gentes pongan en práctica los principios que han reconocido y de los que están ya tan firmemente convencidas. Entonces explota la mina compuesta de intereses privados y animosidad personal».[677]