25. SE HABÍA ARROJADO EL GUANTE

La cosa se había puesto seria. Se había arrojado el guante y se aceptó. Los combatientes ocupaban sus puestos y se iba a reanudar la contienda en el gran teatro de la nación.

THOMAS CLARKSON, History of the Abolition
of the African Slave Trade,
vol. II

La Conferencia de paz entre los nuevos Estados Unidos de América y la Gran Bretaña se reunió en París. Benjamin Franklin era el primer negociador americano. Aunque toda su vida se ocupó de negocios y pese a que en su periódico había anunciado ventas de esclavos, era un firme adversario de la trata, ya que no de la esclavitud misma, y ya en 1729 publicó un folleto de Ralph Sandiford, un cuáquero contrario a la esclavitud. El negociador inglés era David Hartley, un apagado miembro del Parlamento que había sido el primero en plantear en la Cámara de los Comunes la cuestión de la abolición. Pero entre los negociadores había dos participantes en la trata, Henry Laurens de Charleston y Richard Oswald de Londres (y de la isla de Bence). Desde que se retiró de la trata, Laurens había sido presidente del Congreso Continental. Oswald, escogido por su fortuna y por su conocimiento de las cosas de América, era un mercader con quien Laurens había comerciado a menudo en esclavos, y se le consideraba un asesor muy escuchado del primer ministro lord Shelburne, a quien le fue presentado por su paisano de Glasgow Adam Smith. Oswald se ocupó de los hijos de Laurens cuando fueron a Londres y consiguió la libertad de Laurens cuando éste fue encarcelado en la Torre de Londres, en 1781; además, había especulado en tierras en Florida oriental en sociedad con Franklin, a quien le pareció «un hombre verdaderamente bueno».[606]

La presencia de Laurens y Oswald en lados opuestos de la mesa de negociaciones de la Conferencia de París en 1783 es simbólica en la historia del siglo XVIII. Ambos eran negociantes en el Atlántico, cuya actividad no se limitaba a un solo país, y ambos tenían mucho que perder con la separación de Norteamérica de Gran Bretaña y aún más con un deficiente tratado que consagrara esta separación.

Con estos patrocinadores de la paz, no resulta sorprendente que la trata resurgiera después, como si nada hubiese sucedido. Un miembro de una gran empresa de Nantes, Chaurand Frères, que envió once barcos negreros entre 1778 y 1790, escribió en 1782: «La trata es la única rama del comercio que ofrece perspectivas de ganancias. La necesidad de esclavos que tienen las colonias es tan grande que siempre los recibirán con agrado.»[607]

La nueva caña de los mares del Sur, llamada Otaheite, parecía destinada al éxito incluso en viejas plantaciones, y se hablaba ya de que las nuevas máquinas de vapor de James Watt y Matthew Boulton, fabricadas en Birmingham, simplificarían la tarea de hervir el azúcar. La trata condujo a la producción no sólo de azúcar, sino también de café. Saint-Domingue exportaba unos doce millones de toneladas anuales de estos granos tan benignos, alrededor de 1770, y en 1789 vendía ya setenta y dos millones. En Francia, el consumo de café aumentaba en proporción al interés por la libertad política.

Tampoco los hombres de negocios y los políticos ingleses albergaban duda alguna acerca de la importancia de la trata. En 1787 se informó al Comité de Comercio de que los ingleses probablemente transportaron treinta y ocho mil esclavos africanos en sólo ese año.

En Norteamérica, pese a una legislación que desaprobaba la trata, los tratantes comerciaban con esclavos con más energía que nunca. Fue la época en que Bristol, en Rhode Island, empezó a sustituir al viejo puerto de Newport, que tardó bastante en recuperarse de su ocupación durante dos años por los británicos. Varios buques negreros salieron de Boston, esos años, con destino a África y con órdenes tajantes de «cargar solamente esclavos». El coronel Thomas Handasyde Perkins, de esa ciudad, había establecido un buen negocio vendiendo esclavos en Saint-Domingue. Los mercaderes de Baltimore, como Samuel y John Smith, William Van Wyck, John Hollins, Stewart y Plunkett, estaban muy ocupados comprando y vendiendo esclavos en las Indias occidentales, además de llevar cargamentos a Charleston.

Cierto que en todas las naciones de la trata la gente había empezado a hablar de abolición, pero esto parecía limitado a sectas heterodoxas, como la de los cuáqueros en Gran Bretaña y Norteamérica, y a intelectuales en Francia. Ninguna inquietud sentían los príncipes de la trata de Madrid, Lisboa y Río de Janeiro. Pero algunos signos inquietantes había. El éxito del libro del abate Raynal era desconcertante y hasta en Nueva Inglaterra Moses Brown, de Providence, que de joven había sido miembro de la firma de la trata de Nicholas Brown, escribía desalentadoras palabras a los mercaderes Clarke y Nightingale, de la misma ciudad, al oír rumores de que pensaban dedicarse a la muy prometedora trata con Cuba: «Como albergo una respetuosa opinión de vuestra humanidad… y recordando cómo era para mí, cuando nuestra compañía se consagraba a este tráfico, que si bien las convicciones de mi conciencia eran adversas a la trata, al discutir sobre este asunto con los que eran favorables, el poseer esclavos debilitaba mis argumentos [desde entonces, los emancipó].» Indicaba que esto le manchó más que cualquier otra cosa en su vida, y terminaba preguntando: «Si sois hombres de sentimientos y con capacidad para vivir sin este comercio, ¿por qué os metéis en él contra vuestros propios sentimientos y los de vuestros amigos?»[608]

Pese a esto, Clarke y Nightingale entraron en la trata, porque, como otras firmas, creían que eran aceptables los altos riesgos, especialmente si llevaban esclavos comprados en África directamente a La Habana; la hermosa casa pintada de amarillo que Nightingale construyó en la calle Power, junto a la casa de ladrillos de John Brown, recuerda al visitante moderno su éxito financiero. John Brown, por su parte, estaba enzarzado en una agria polémica con su hermano y otros, y no era un secreto que el anónimo articulista favorable a la trata que firmaba «Un ciudadano» no era otro que este importante mercader.

Sin embargo, continuaba la preparación intelectual para la abolición. En Inglaterra, tras la pérdida de las colonias americanas, el abolicionismo se convirtió en un «medio de redimir a la nación, un acto patriótico». En 1782, por ejemplo, William Cowper publicó su poema Charity, inspirado por su amigo John Newton, negrero arrepentido que se hizo sacerdote y era vicario de la parroquia de Saint Mary, en el barrio londinense de Woolnoth; en este poema denunciaba al «mercader de esclavos que se enriquece con cargamentos de desesperación», y en él se leía: «¿Puedes, honrado con un nombre cristiano, / comprar lo que ha nacido de mujer y no sentir vergüenza? / ¿Puedes comerciar con la sangre de la inocencia / y argüir la necesidad como excusa por tus hechos?».

Pero Cowper, a la sazón, no era muy conocido, aunque más tarde la amplia difusión de sus obras le hizo casi tan popular como el muy renombrado James Thomson.

Cuando volvió la paz, después de 1783, el tenaz septuagenario Anthony Benezet reanudó su campaña por correspondencia, en la que consiguió algunos notables éxitos. Convenció a Benjamin West, un pintor americano de moda, presidente de la Real Academia inglesa, para que ofreciera a la reina Carlota una carta y algunos folletos sobre el terna; lo que la sólida matrona mecklenburguesa hizo con estos documentos no se sabe; sin duda se los entregó a su marido, el rey, que nunca permitió que los sentimientos interfirieran en su apoyo a la trata.

La opinión en Inglaterra y en Norteamérica se vio influida por el caso del buque negrero de Liverpool Zong. El capitán de éste era Luke Collingwood; el buque pertenecía a William Gregson y George Case. Gregson fue miembro del Consejo municipal de Liverpool de 1760 a 1800, alcalde en 1763 y su banco administraba la cuenta municipal; Case, su yerno, fue miembro del Consejo durante cincuenta y siete años y alcalde en 1781. Como puede verse, se trataba de dos figuras de mucho peso. En septiembre de 1781 dicho buque se hizo a la mar en Santo Tomé con cuatrocientos cuarenta y dos esclavos a bordo. El capitán se confundió y creyó que Saint-Domingue era Jamaica, desorientación que prolongó el viaje; escaseó el agua y muchos esclavos murieron o enfermaron. Collingwood reunió a los oficiales y les dijo que si los esclavos morían de muerte natural, la pérdida sería para los propietarios del buque, pero si con algún pretexto que se relacionara «con la seguridad de la tripulación, los echaban vivos al agua, la pérdida sería de los aseguradores». El primer oficial, un tal Kelsall, pensaba que «no había tanta escasez de agua como para justificar una medida de este tipo». Pero la opinión de Collingwood prevaleció y ciento treinta y tres esclavos, la mayoría de ellos enfermos y con pocas probabilidades de vivir, fueron arrojados al mar: el 29 de noviembre cincuenta y cuatro; cuarenta y dos al día siguiente, y a pesar de que se anunciaba lluvia, que aliviaría la escasez de agua, arrojaron por la borda a veintiséis el 1 de diciembre, en tanto que diez saltaron al agua por su propia iniciativa.

Un proceso relacionado con este escándalo llegó a los tribunales en 1783, pues los aseguradores (Gilbert y demás) no estaban de acuerdo con la opinión del capitán acerca de las finanzas y se negaron a pagar a los propietarios. Éstos se querellaron contra aquéllos, reclamando treinta libras por esclavo; el tribunal dio la razón a los propietarios y el caso se apeló. Lord Mansfield, que era juez principal (lord Justice) autorizó que se volviera a juzgar el asunto señalando que «la cuestión presentada al jurado era la de si fue por necesidad [que se arrojó al mar a los esclavos] pues no tenían duda (aunque horroriza) que el caso de los esclavos era igual que si caballos hubiesen sido echados al mar por la borda». Cuando el caso se vio ante los tribunales, Collingwood ya había muerto. El abogado de los propietarios argumentó que «en cuanto a la acusación de asesinato dirigida a estas personas, no hay el menor indicio no ya de crueldad sino siquiera de incorrección». El tenaz Granville Sharp, sin embargo, trató de que se procesara «a los asesinos» ante el Tribunal del Almirantazgo, pero fracasó. El fiscal de la Corona, John Lee, deploró que «se haya pretendido apelar a la filantropía» y declaró que un dueño podía ahogar a sus esclavos sin «ni asomo de incorrección».[609] La tragedia del Zong indujo al pintor Turner a componer su más apasionada tela; tal vez se enteró del acontecimiento en la barbería de su padre, en Maiden Lane, cuando tenía ocho años de edad; la pintura, Buque de esclavos, se encuentra ahora en el museo de Bellas Artes de Boston.

Para entonces, Sharp era ya una figura respetada y como resultado de esto y de la correspondencia de Benezet, en su campaña contra la esclavitud ya contaba con el apoyo de la mayoría de los obispos ingleses. Envió copia de los legajos de su proceso al nuevo primer ministro, que lo fue por poco tiempo, el duque de Portland, y a los jefes del Almirantazgo. Sharp no obtuvo respuesta de estos personajes, pero, como de costumbre, no se dejó amilanar por este aparente contratiempo.

Casos como la matanza del Zong ya habían ocurrido antes, pero ahora era mucho mayor el interés por la cuestión de la esclavitud y existían métodos de protesta que podían articularlo. Thomas Day, un excéntrico racionalista, había ya compuesto un poema, The Dying Negro (El negro agonizante) que denunciaba la inconsistencia de los norteamericanos que luchaban por la libertad y al mismo tiempo mantenían la esclavitud. Ahora escribió una Carta sobre la esclavitud de los negros, poniendo de relieve de modo más coherente la misma contradicción.[610] El obispo de Chester, doctor Beilby Porteus, predicó ante la sociedad por la Propagación del Evangelio y les conminó a que emanciparan a los esclavos de sus propiedades en Codrington. El obispo sabía de qué hablaba, pues era el decimoctavo hijo de un plantador de Virginia que había regresado a Inglaterra. Esta misma sociedad defendía firmemente la esclavitud; cuando Benezet le escribió pidiéndole que abandonara la esclavitud recibió esta respuesta: «Aunque la Sociedad está convencida de que vuestra intención en este asunto es perfectamente buena, os rogamos que no continuéis publicando vuestras ideas, sino que os retractéis de ellas». Un famoso y muy polémico teólogo, el doctor George Gregory, incluyó una dura denuncia de la trata, al modo de la de Raynal, en sus Essays Historical and Moral (Ensayos históricos y morales). También él escribía basándose en su experiencia, pues había sido empleado del concejal y tratante de Liverpool A. Gore.

A partir de entonces, la campaña contra la esclavitud fue planteada en Inglaterra con creciente eficacia, por una nueva escuela de polemistas y teólogos. Los enemigos de la trata estaban en contacto entre sí y podían alardear de algunos éxitos. Así, en 1783, se presentó una propuesta de ley a la Cámara de los Comunes que prohibía a los funcionarios de la RAC que vendieran esclavos, propuesta que motivó que la siempre activa Sociedad de los Amigos (cuáqueros) sometiera una de prohibición general de la trata, presentada por sir Cecil Wray. Lord North, afable ministro del Interior (Home Secretary) aprobó la intención que animaba la propuesta, pero dijo que era imposible abolir la trata, pues «es necesaria a todos los países de Europa».[611] Este año, 1783, fue el último en que la empresa de maderas cuáquera de Liverpool, Rathbone e hijo proporcionó madera para la trata africana, con ocasión del tercer viaje del Preston, de Thomas y William Earle. Los Rathbone formaron desde entonces parte del pequeño pero activo grupo de abolicionistas de Liverpool.

Al año siguiente, 1784, por primera vez un consejo municipal, el de Bridgwater, presentó una petición a la Cámara de los Comunes en favor del fin de la trata. Por el mismo tiempo, el doctor James Ramsay publicó dos folletos en el mismo sentido: Essay on the Conversion and Treatement of the African Slaves (Ensayo sobre la conversión y el trato de los esclavos africanos) y An Enquiry into the Effects of the Abolition of the Slave Trade (Investigación sobre los efectos de la abolición del comercio de esclavos).

Ramsay, nacido cerca de Aberdeen, había sido médico de la armada; su buque se cruzó un día con un barco de esclavos en que hacía estragos una epidemia de peste. Ramsay subió a bordo, vio la terrible situación de los esclavos y decidió hacer cuanto pudiera por ellos. Una herida le obligó a buscar trabajo en tierra y se hizo sacerdote en la pequeña pero próspera isla de Saint Kitts, donde trabajaban varios miles de esclavos en la producción de azúcar. Pasó allí diecinueve años, durante los cuales se ganó el odio de los plantadores, porque en sus sermones (como un eco de los de fray Antonio de Montesinos muchísimo antes en Santo Domingo) denunciaba la esclavitud y la trata. Regresó finalmente a Inglaterra, se instaló en Kent, en la aldea de Teston, donde poseía una propiedad su antiguo capitán de la armada, sir Charles Middleton, ahora comandante y miembro del Parlamento, que había hecho importantes innovaciones en el cultivo del lúpulo.

Los argumentos de Ramsay eran singulares, pues admiraba la disciplina de las plantaciones de caña, como las que había visto en Saint Kitts, y le agradaba la relación de amo y servidor que a menudo existía en las plantaciones. Pero creía que la esclavitud inspiraba una sociedad «en la que el poder se convierte en derecho». Su apoyo a la abolición fue importante, pues hasta entonces los más activos en la causa abolicionista, como Sharp y Benezet, no tenían ninguna experiencia personal en las Indias occidentales.

En Francia, donde no existía censura en cuestiones relacionadas con la esclavitud (aunque la había en las referentes a la iglesia), abundaban los escritos que pedían la abolición. El economista suizo Jacques Necker, despedido como ministro de Hacienda francés, en su estudio sobre las finanzas del país incluyó un acerbo juicio sobre los que «predicamos la humanidad pero todos los años vamos a encadenar a veinte mil hijos de África». De este informe se vendieron veinticuatro mil ejemplares en muy poco tiempo.[612] De todos modos, un buque de la trata, que llevaba el nombre de este ministro, fue de Nantes a África en 1789, y dos más, con igual nombre, partieron de Burdeos y Le Havre en 1790.

Benezet, ya muy viejo y casi completada su misión de formar una alianza activa de todos los enemigos de la esclavitud, todavía publicó otro folleto, The Case of the Our Fellow Creatures, the Oppressed Africans (La causa de nuestros semejantes, los africanos oprimidos), del que se imprimieron más de diez mil ejemplares. Los cuáqueros ingleses formaron un comité especial para buscar maneras de ilustrar al público sobre la realidad de la trata; los miembros de este comité eran William Dillwyn, George Harrison, Samuel Hoare, Thomas Knowles, John Lloyd y Joseph Woods, este último autor de un folleto que se hizo famoso, Thoughts on the Slavery of Negroes (Pensamientos sobre la esclavitud de los negros). Este comité distribuyó ejemplares del último folleto de Benezet a los miembros de la Cámara de los Comunes. En todas las reuniones de los cuáqueros se hablaba de la iniquidad de la trata; aprovechando el ambiente general de tolerancia que reinaba en Inglaterra, dieron conferencias sobre el tema en instituciones culturales importantes, como las universidades y escuelas de Westminster, Winchester, Harrow, Charterhouse, St. Paul y Eton.

El clima británico respecto a la trata se transformó de un modo muy especial. En 1785, el eminente teólogo doctor William Paley publicó su libro sobre Filosofía moral, basado en sus lecciones en Cambridge, que incluía una condena en términos muy severos del comercio de esclavos. Al igual que el folleto del doctor Gregory, el tono era comparable al violento del abale Raynal y no al irónico de Montesquieu. Este libro, como escribió más tarde Thomas Clarkson, «fue adoptado pronto en el sistema de educación de algunos de los colegios de nuestras universidades… y llegó a muchas bibliotecas privadas del reino».[613] El mismo año, el propio Clarkson, hijo de un maestro en Wisbech, en la isla de Ely, y que era un inteligente y decidido graduado de Cambridge de veinticuatro años de edad, que se orientaba hacia la Iglesia, donde su futuro habría sido brillante, ganó un premio de su universidad por un ensayo en latín sobre el tema de si era legítimo esclavizar a personas en contra de su voluntad. El tema (Anne liceat invitos in servitutem dare?) había sido escogido por el vicecanciller, doctor Peter Peckard, un teólogo liberal que en un reciente sermón en la iglesia de Saint Mary afirmó que la esclavitud era un delito. Preparándose para el ensayo, Clarkson leyó el libro de Benezet sobre la historia de Guinea y también los documentos que le proporcionó un tratante conocido suyo recientemente fallecido. Para conseguir que el ensayo se publicara en inglés, Clarkson se fue a Londres, y de camino, en Wades Mili, en Hertfordshire, tuvo una revelación: «Si el contenido del ensayo era verdad, ya había llegado la hora de que alguien hiciera que terminaran esas calamidades». Clarkson llevó el ensayo a una librería cuáquera, dirigida en Londres por James Phillips. La madre de éste, Catherine, había predicado el mensaje cuáquero en el poco receptivo territorio de Carolina, en Norteamérica, y el hijo publicó en inglés el ensayo de Clarkson con el título de An Essay on the Slavery and Commerce of the Human Species (Ensayo sobre la esclavitud y el comercio con la especie humana), y además presentó a Clarkson a muchas personas de su círculo, como el doctor Ramsay, William Dillwyn, discípulo de Benezet, y Granville Sharp, que, desde diferentes perspectivas, estaban decididas a poner término a la esclavitud. Clarkson se sorprendió al comprobar el trabajo realizado por ellos sobre una causa que ahora ya había hecho suya. Con esta reunión, convocada por un librero cuáquero, de los muy dispares miembros del movimiento abolicionista londinense, empezó en serio la campaña por la abolición del comercio de esclavos. Clarkson, decidido a «dedicarse a esta causa», abandonó incluso su idea de entrar en la Iglesia, después de hablar largamente con el doctor Ramsay, en torno a la mesa de Charles Middleton, en Kent, en el verano de 1786.[614]

En 1787 se fundó en Londres un Comité para Conseguir la Abolición de la Trata; fue una iniciativa de Clarkson y sus amigos cuáqueros. Sharp y Ramsay no estaban de acuerdo en que se insistiera en la abolición de la trata, pues querían que se pidiera también la de la esclavitud misma. Pero Clarkson, más joven y enérgico, pensaba que el fin de la trata acarrearía el de la esclavitud, y su punto de vista prevaleció. Daba por descontado que si se terminaba la trata, los plantadores mejorarían inmediatamente el trato dado a los esclavos. La abolición de la esclavitud habría amenazado la institución de la propiedad y, si se recordaba que la rebelión de Norteamérica se inició por una cuestión de impuestos, la abolición de la esclavitud podía conducir a la rebelión de las Indias occidentales británicas. Esta decisión estaba de acuerdo con el humor de la época, manifestado en lo que en 1806 dijo a la Cámara de los Comunes Charles James Fox: «La esclavitud misma, con ser odiosa, no es tan mala como la trata.»[615] Además, se pensaba que se abriría la discusión de si el Parlamento británico podía legislar sobre la esclavitud en las colonias de las Indias occidentales, cada una de las cuales tenía su cuerpo legislativo propio, mientras que podía legislar sin duda alguna sobre el comercio. El viaje del esclavo en la trata se consideraba, y con razón, como la parte de su vida en que sufría más.

Visto retrospectivamente, nos parece que este plan tenía un punto flaco: si se aceptaba el principio de la esclavitud, la idea de comprar esclavos podía aparecer como lógica.

La formación del comité de Clarkson marcó la transición de lo que hasta entonces había sido la causa cuáquera de la abolición a un movimiento nacional y hasta internacional. El emblema de la campaña, hábilmente utilizado por el maestro ceramista Josiah Wedgwood, una inspirada idea propagandística, digna de la Iglesia romana o de un partido político moderno, consistía en la imagen de un negro de rodillas, encorvado, con este texto debajo: «¿No soy un hombre y un hermano?».

Clarkson era el hombre apropiado para inspirar este movimiento. Tenía olfato tanto para la información reveladora como para atraer los apoyos adecuados. Obtuvo así apoyos en los más diversos círculos, desde el del influyente dandy Benet Langton hasta el obispo de Chester. A través de Ramsay consiguió el de sir Charles Middleton, que era interventor de la armada y que pronto sería lord Barham. Como resultado de las declaraciones del comité, llegaron cartas de todo el país; diáconos y doctores, hombres de negocios y alcaldes, profesores de universidad, obispos, terratenientes, arcedianos y prebendarios, por no hablar de los diputados de segunda fila, como William Smith de Sudbury, manifestaron su apoyo.

En mayo de 1787 Clarkson, que contaba veintisiete años, conoció al político William Wilberforce, un año mayor que él, y por iniciativa de lord Barham y por mediación de Benet Langton, le pidió que se encargara de la dirección política del movimiento abolicionista.

Wilberforce, diputado por Hull, donde tenía una propiedad, era, como Clarkson, graduado por la Universidad de Cambridge, igual que su íntimo amigo, joven como ellos, William Pitt, que era primer ministro.

Wilberforce pertenecía a una familia de mercaderes desde hacía mucho establecida en Hull. Esta ciudad no era desconocida en la trata, pero los antepasados de Wilberforce se habían ocupado del comercio con el Báltico. Wilberforce era hombre culto y de carácter independiente, elocuente, simpático y rico. Madame de Staël lo consideraba «el conversador más ingenioso de Inglaterra». Y, cosa notable, era de temperamento profundamente religioso. Durante unas vacaciones en el continente, con el teólogo doctor Isaac Milner, profesor de Filosofía natural en Cambridge, había pasado por una conversión espiritual, gracias a la lectura de libro del inconformista Philip Doddridge On the Rise and Progress of Religión in the Soul (Sobre el ascenso y avance de la religión en el alma), una de esas influyentes obras cuyo éxito desconcierta cuando ya dejan de ser populares. En 1787 Wilberforce destacaba ya en el pensamiento evangélico.

Poseía una voz agradable, que le mereció el calificativo de «el ruiseñor de la Cámara de los Comunes». Había leído ya los folletos de Ramsay, conocía al reverendo John Newton y a Hannah More, autora de obras teatrales y filántropa de Bristol, y se había interesado, aunque de modo superficial, por la cuestión de la esclavitud. Tras alguna vacilación, aceptó dirigir la vertiente parlamentaria del abolicionismo, no sin antes consultar con Pitt, el mejor cerebro que haya tenido la política británica, y que se convenció igualmente de la maldad de la trata y de la conveniencia de acabar con ella rápidamente. Clarkson creía que Wilberforce, antes de que hablara con Pitt en febrero de 1787, tenía «poco conocimiento» del asunto. La crítica conversación entre el parlamentario y el estadista, viejos amigos de Cambridge, ambos menores de treinta años, tuvo lugar «a la sombra de viejo árbol en Holwood, justo antes del abrupto descenso hacia la cañada de Keston», cerca de Croydon. Muchos paisajes serenos y pastorales ingleses habían sido financiados por el trabajo de los esclavos en las plantaciones de caña de las Indias occidentales. Y este lugar apacible iba a inspirar, a cambio, una honda transformación en esas islas.

El apoyo de Pitt a la causa necesita explicarse. ¿Se debía, como arguyó el doctor Eric Williams, a que los intereses económicos británicos se relacionaban ahora con las Indias Orientales y ya no con las occidentales? ¿Podía ser que las Indias occidentales entraran en decadencia después de la guerra de la independencia americana? Estos argumentos económicos olvidan el hecho de que en los estadistas influye tan a menudo el idealismo como la ambición. Por lo demás, las Indias occidentales no estaban en declive. En la novena década del siglo aumentaron tanto las importaciones como las exportaciones de estas islas caribeñas. El comercio africano de la Gran Bretaña estaba en su apogeo. La participación británica en la trata europea era mayor que nunca y muchos tratantes prosperaban. Las carteras de muchos destacados adversarios de la abolición contenían acciones de empresas de las Indias orientales y no de las occidentales, como era el caso de Henry Dundas, amigo muy querido de Pitt, así como del concejal Newman y de William Devyanes. Los tres formaban parte del consejo de la Compañía de las Indias Orientales, y el último de ellos era su presidente. La convicción moral fue, en verdad, el elemento determinante en el insólito capítulo de la historia parlamentaria británica que estaba a punto de comenzar.

Cuando, el 24 de mayo de 1787, Clarkson, alma de la campaña, presentó al Comité para la Abolición pruebas de lo poco provechosa que era la trata, empleó argumentos racionales: el final de la trata salvaría vidas de marineros (aspecto sobre el cual había obtenido muchos datos examinando los registros aduaneros de Liverpool); alentaría mercados más baratos para las materias primas que la industria necesitaba, abriría nuevas oportunidades para las mercancías británicas, eliminaría un despilfarrador agotamiento de capitales, e inspiraría en las colonias una fuerza de trabajo que se sostendría por sí misma y que, a su vez, con el tiempo, desearía importar más productos británicos.

Clarkson se dedicó a reunir más información y ocupó en ello el otoño de 1787. Aunque nadie creía que el gobierno, en un futuro previsible, presentara una ley aboliendo la trata, muchos miembros del Parlamento y funcionarios (gracias a la ayuda de Pitt) lo alentaban y le daban acceso a valiosos documentos oficiales, como los registros aduaneros de los principales puertos. Clarkson viajó a Bristol. Describió cómo, al llegar a la vista de la ciudad, empezó «a temblar ante la ardua tarea que había emprendido de tratar de subvertir una de las ramas del comercio de la gran ciudad que estaba delante de mí». Pero su desánimo se desvaneció y entró en las calles con «espíritu indómito».[616] Inspeccionó un buque negrero, habló con marineros y conoció a Harry Gandy, un marino retirado (y arrepentido) que había servido en un negrero; pero todos los capitanes retirados le evitaron «como si fuera un perro rabioso». Uno de los altos funcionarios del municipio le dijo que «sólo conocía a un capitán de la trata del puerto que no mereciera que lo ahorcaran». Examinó el caso del asesinato de un marinero, William Lines, por su propio capitán. Unos cuáqueros le proporcionaron pruebas de las crueldades cometidas en un negrero recién regresado a puerto, el Brothers, cuyo capitán había torturado a un marinero negro libre, John Dean. Escuchó el testimonio de un médico llamado Gardiner, que estaba a punto de hacerse a la mar en el Pilgrim. Habló con un ayudante de médico que había sido brutalmente tratado a bordo del negrero Alfred y obtuvo información de primera mano del terrible caso del río Calabar en 1767, del que se ha informado en el capítulo veinte. También visitó las tabernas donde se emborrachaba a los jóvenes, se les hacía contraer deudas —o ambas cosas— y luego se les inducía a servir en los buques negreros.

Clarkson viajó también a Liverpool. En contraste con su experiencia de Bristol, dos capitanes retirados de la trata, Ambrose Lace y Robert Norris, hablaron con él. Lace había mandado el Edgar en la matanza de Calabar veinte años antes. Habló asimismo con mercaderes de la trata. Mantuvo una tertulia en su hostería, la King’s Arms, donde discutía con los que todavía practicaban la trata. Investigó un caso de asesinato, el del camarero Peter Green, flautista aficionado además, al que su capitán había azotado con una cuerda hasta matarlo, en el río Bonny y sin causa válida. Quisieron atacarlo en un muelle, pero su previsión al contratar a un antiguo médico naval de Bristol, Alexander Falconbridge, como ayudante y guardaespaldas, le salvó de la muerte.

Las actividades de estos abolicionistas despertaron interés en Francia. Jacques-Pierre Brissot de Warville, popular escritor a quien los asaltantes de la Bastilla entregarían las llaves de esta prisión, y Étienne Clavière, que disponía de mucho dinero producto de especulaciones, anunciaron su intención de organizar una sociedad similar a la inglesa, aunque esto les llevara algún tiempo. Pero el marqués de La Fayette, entonces en la cumbre de su reputación, les prestó su apoyo y sugirió que se formara inmediatamente un comité francés. Al cabo de unos meses estaba ya establecida la Societé des Amis des Noirs (Sociedad de Amigos de los Negros), de la cual fueron miembros los aristócratas duque de la Rochefoucauld y marqués de Condorcet, el viajero Volney, el químico Lavoisier y dos famosos sacerdotes radicales, el abate Sieyès y el padre Grégoire. El pastor suizo de Lion, Benjamin Frossard, haciéndose eco de Adam Smith, escribió un libro, La Cause des Esclaves (La causa de los esclavos), publicado en 1789, en el que sostenía que el esclavo producía menos que el trabajador libre «pese al látigo». Pero este grupo hizo poca cosa antes de que lo visitara Clarkson, cuyo viaje a París se ha explicado en el capítulo dieciséis.

A consecuencia de la agitación de Clarkson en Londres, se formó, en febrero de 1788, un comité del Consejo Privado encargado de investigar la trata. Conseguir esto fue una gran victoria. El propio Clarkson preparó las alegaciones de los abolicionistas, en colaboración con Pitt y Wilberforce. Algunos testigos declararon en favor de la trata y señalaron en detalle los beneficios que reportaba a los africanos, y alguno hasta afirmó que los buques de la trata «olían a incienso». Para asombro de Clarkson, una de las personas con las que se había entrevistado en Bristol y de la que esperaba que hablara en su favor, el capitán y tratante Robert Norris, declaró en favor de la trata, pues sin duda le habían sobornado para que cambiara de actitud. Su argumento era el mismo que se había usado durante siglos: que la trata salvaba a los africanos de una suerte peor en sus países. Otro testigo, Samuel Taylor, uno de los más importantes manufactureros de algodón de Manchester, afirmó que el valor de los productos, principalmente las telas escaqueadas de algodón y otras imitaciones de las Indias orientales, proporcionadas por su ciudad «sólo para la compra de negros», era de ciento ochenta mil libras y que este comercio empleaba a unos dieciocho mil «súbditos de Su Majestad y un capital de por lo menos trescientas mil libras». Agregó que las tres cuartas partes de su propio comercio eran productos para África y que con los beneficios obtenidos de esta manera había «criado y mantenido una familia de diez hijos».[617] Entretanto, la Boston Gazette comentaba prematuramente que «el comercio africano ha entrado en la Cámara de los Comunes tan de prisa como saldrá de ella», pues «para quienes han formulado un juicio completo sobre el asunto, ¿cómo podrá mantenerse el argumento en favor de la abolición del comercio de esclavos?».[618] Clarkson, por su parte, destacó los sufrimientos de las tripulaciones de los negreros, pues con su fino olfato político creía que este hecho sería lo que más impresionaría a los miembros de las Cámaras de los Comunes y de los Lores.

Simultáneamente, el Comité por la Abolición comenzó a dirigirse al «sentimiento moral general de la nación» mediante una amplia difusión de los folletos y libros de Benezet, Clarkson y Ramsay y de un estudio de la trata por el reverendo John Newton, así como de los poemas sobre el comercio de esclavos de Hannah Moore y sobre las lamentaciones de los negros por Cowper. Se fundaron comités abolicionistas locales, se reclutaron innumerables personas de nobles ideales y se llevaron a cabo notables viajes de investigación. Se trataba de la primera campaña pública a gran escala en cualquier país en favor de una causa filantrópica. El hecho de que coincidiera con el centenario de la llamada Revolución Gloriosa le daba un sentido de oportunidad nada despreciable.

Se propuso que se fundara una nueva colonia africana que acogiera a algunos de los esclavos emancipados que se veían en Londres y cuya existencia preocupaba, pues los plantadores de las Indias occidentales no querían aceptarlos, creyendo que su presencia estimularía las rebeliones. Se probó mandarlos a Nueva Escocia, pero los esclavos que fueron enviados allí porque habían luchado al lado de los británicos en la guerra de independencia norteamericana detestaban el clima. Un botánico, el doctor Henry Smeathman, que había pasado tres años en las islas del estuario del río Sierra Leona, como huésped de Richard Oswald y sus socios, sugirió que aquellos ríos, «con su extraordinaria temperatura y salubridad del clima», eran un lugar ideal para una colonia de esclavos liberados. Un año antes, con curiosa incongruencia, había dictaminado que el lugar era insalubre para una colonia penal, pues en ella los condenados morirían, afirmó, a una tasa de un centenar al mes.

La discrepancia entre estas opiniones no desanimó a Granville Sharp, el más entusiasta de los propugnadores de esta colonia, pues esperaba fundar en ella una sociedad libre de los maleficios de la economía monetaria. El gobierno accedió a apoyar la idea. En 1787, cuando Clarkson iniciaba su campaña, se comenzó la propaganda para el «plan de Sierra Leona»; el gobierno ofreció doce libras por cada africano para los gastos de transporte, se fletó un buque y se encargó a la corbeta de guerra Nautilus que escoltara la expedición; el 8 de abril los primeros doscientos noventa negros y cuarenta y una negras, con setenta mujeres blancas, entre ellas sesenta prostitutas de Londres (mujeres «de las más bajas y de mala salud y mal carácter») se hicieron a la vela hacia Sierra Leona, al mando del capitán Thomas Boulden Thompson, de la armada real, que más larde lucharía en el Nilo y en Copenhague, donde perdió una pierna, recibió un título y fue ascendido a intendente de la armada. Se compró una franja de dieciséis kilómetros por treinta y dos de «un hermoso terreno de montañas cubierto de árboles de todas clases», según palabras de Sharp, entre los ríos de la trata Shebro y Sierra Leona; compra realizada al jefe local de la costa de Bulom, un temne al que los ingleses llamaban Tom, y se pagó con mercancías valoradas en unas sesenta libras. Allí, esperaba el idealista Sharp, se establecería una colonia «libre», donde la base de todas las normas sería «el antiguo compromiso de honor inglés», un sistema legal por el cual cada miembro de una comunidad acepta ser responsable de lo que hagan, en bien o en mal, los demás. No habría nadie tan imperial como un gobernador, sino que se elegiría en votación libre a los gobernantes.

Adam Smith había insistido en que los hombres libres trabajarían mejor que los esclavos. Pero los hechos lo desmintieron, porque el paludismo, la bebida, la vagancia, la guerra con los africanos locales y, sobre todo, la lluvia destruyeron esta empresa de tan altas ambiciones. Durante el primer año murieron la mitad de los colonos. Pese al compromiso de la palabra dada, muchos desertaron y, cosa aún peor, algunos trabajaron para los tratantes de la región. La agricultura no floreció. Desde Londres Sharp escribió a los colonos: «No podía imaginar que hombres bien conocedores de la maldad del comercio de esclavos, y que ellos mismos lo habían sufrido (o cuando menos muchos de ellos) bajo el yugo de la sumisión a los dueños de esclavos… se volvieran tan depravados que se prestaran a ser instrumentos para fomentar y extender la misma detestable opresión sobre otros hermanos.»[619] Hasta Henry Demane, uno de los africanos rescatado de la esclavitud por Sharp que envió un amparo judicial al buque en que ya navegaba de Portsmouth a Jamaica, se convirtió en tratante.

Las cosas empeorarían. Voltaire y no Burke se habría considerado justificado. Alentado por tratantes que se resentían por la nueva colonia, el sucesor del rey Tom, el rey Jemmy, dio a los colonos tres días para abandonar su ciudad y luego incendió su palacio, en represalia porque un capitán negrero americano había secuestrado a algunos temnes. Los colonos huyeron y se establecieron en una nueva ciudad de Granville. Se fundó una Compañía de Sierra Leona, cuyos directores eran destacados abolicionistas, como Henry Thornton y Wilberforce, el capitán sir George Young y Clarkson, además de Sharp. Más de un millar de los negros que habían sido trasladados a Nueva Escocia después de la guerra americana se fueron a Sierra Leona en 1792, con un centenar de blancos y bajo la dirección del teniente John Clarkson, hermano del filántropo.

Sierra Leona dejó de ser una «provincia de la libertad» y se convirtió en una colonia con un gobernador, aunque fuese nombrado por el comité de Sharp. Desde luego, la personalidad de este funcionario era decisiva. El primero fue William Dawes, que había sido un subalterno de la infantería de Marina en Botany Bay, cosa que sugería unas previsiones más bien sombrías para los que, todavía inspirados por Granville Sharp, constituían la libre sociedad del compromiso de honor. Pero las cosas mejoraron cuando en 1794 tomó el mando Zachary Macaulay, hijo de un pastor protestante, contable en su juventud y luego administrador de una plantación en Jamaica, hombre pomposo pero humano y eficiente. Se complacía en la colonia, a la que describió como «un Montpellier más agradable». En Jamaica se había despertado su simpatía por los esclavos y sus sufrimientos y tras su regreso por el Atlántico, sin concederse un momento de descanso ni humor, dedicó el resto de su vida a tratar de mejorar la existencia de los esclavos. Pero en Sierra Leona seguían surgiendo dificultades; en 1794 una flotilla francesa, guiada por un tratante de Nueva York, el capitán Newell, bombardeó y luego saqueó la ciudad de Freetown, a pesar de la protesta de Macaulay de que se trataba de una colonia humanitaria, a lo que le contestaron: Citoyen, cela peut bien être, mais encore vous êtes anglais («Puede ser que así sea, pero de todos modos sois inglés, ciudadano»).[620]

Macaulay fue un gobernador eficaz. Reconstruyó la ciudad después del ataque francés y se rodeó de personas interesantes, como el botánico sueco Adam Afzelius, el misionero Jacob Grigg, que fue a África para convertir a los paganos al cristianismo pero murió siendo tratante, y John Tilley, que dirigía una factoría de esclavos cercana, pero que trabajó con Macaulay como buen patriota en tiempos de guerra. Se estableció un jardín botánico, por iniciativa de sir Joseph Banks, en colaboración con el director del recién fundado en Kew Gardens de Londres.

En cuanto Macaulay se marchó, en 1799, la activa comunidad que había construido declinó. En 1800 la colonia se salvó del caos gracias a la llegada de un contingente de quinientos cincuenta negros jamaicanos, o maroons, cuyos antepasados se habían ido a las montañas cuando los británicos conquistaron la isla en 1655, y cuya independencia había sido reconocida de modo tácito por los gobernadores británicos a condición de que devolvieran los esclavos fugitivos que se refugiaran entre ellos.

En 1808 Sierra Leona se convirtió en una colonia formal de la corona. El reverendo Sydney Smith diría después que esta colonia tuvo siempre dos gobernadores: uno que acababa de llegar y otro que acababa de regresar, pues la tasa de mortalidad era notable.

El mismo año, 1787, en que Clarkson conoció a Pitt y Wilberforce en Inglaterra, se firmó y luego se adoptó la nueva constitución de Estados Unidos, que contenía curiosas circunlocuciones sobre la esclavitud y sobre la trata.

Este famoso documento aplazó por veinte años la discusión en la nueva república del principio del comercio de esclavos. En el apartado noveno de su artículo primero establecía que «la inmigración o importación de personas que crean propio admitir los Estados ahora existentes no podrá ser prohibida por el Congreso antes del año 1808, pero podrá fijarse una tasa o impuesto a tal importación, no mayor de diez dólares por cada persona». Esto, desde luego, iba a aplicarse lo mismo a esclavos que a inmigrantes.

La redacción de este artículo significaba, por una parte, que la trata recibía un permiso federal de veinte años, pero por otro lado significaba que la cuestión debería discutirse. Muchos de los que apoyaron este compromiso, como James Iredell, autor de las famosas cartas en favor de la Constitución, hablaron de la trata como de algo «que ha continuado demasiado tiempo para el honor y la humanidad de quienes participan» en ella. Hay que decir que Iredell era sobrino, nacido en Inglaterra, de un mercader de Bristol. James Wilson, un delegado de Pennsylvania, de origen escocés y uno de los miembros más influyentes de la Convención Constitucional, señaló que la citada cláusula permitiría al Congreso de Estados Unidos prohibir la trata después de 1808. En una carta privada a Madison, George Lee Turberville, plantador de Virginia y amigo de Washington, se refería a la trata como «otra gran maldad», mientras que Luther Martin de Baltimore creía absurdo que Estados Unidos permitiera a unos estados continuar «la única rama del comercio que es injustificable por su naturaleza y contraria a los derechos de la humanidad».[621]

Se llegó al compromiso sobre la esclavitud porque los delegados en su conjunto, y especialmente los más destacados, estaban de acuerdo con Roger Sherman, de Connecticut, hombre de gran experiencia, en su simple observación de que «es mejor dejar que los estados del sur importen esclavos que separarse de estos estados». Otro delegado de Connecticut, Oliver Ellsworth, futuro presidente de la Corte Suprema, afirmaba que «la moralidad y sensatez [de la trata] son consideraciones que pertenecen a los estados mismos», que cada estado importara lo que quisiera. Los delegados de Carolina del Sur y Georgia habían dejado claro, antes, que «de otro modo acaso no habrían estado de acuerdo con la nueva constitución».[622]

Además, había quedado claro en el «comité especial» compuesto por un miembro de cada uno de los trece estados, que «los estados del norte estaban dispuestos a reconocer a los del sur por lo menos una libertad temporal para continuar el comercio de esclavos, a condición de que a su vez no pusieran ninguna restricción a las leyes sobre navegación». Por otra parte, los estados interesados en la continuación de la trata estaban unidos, mientras que los amigos de la libertad estaban desunidos y a la sazón no les animaba «un espíritu antiesclavista fuerte y decidido, con objetivos claros», mientras que los delegados de Maryland, Virginia y Carolina del Norte, así como los de Carolina del Sur y Georgia se oponían claramente a cualquier incursión de sentimientos filantrópicos en la cuestión constitucional de la trata, y ello aunque Virginia y Maryland hubiesen cerrado sus puertos a los esclavos africanos en 1778 y 1783 respectivamente, y lo mismo hicieran Carolina del Norte en 1786 y Carolina del Sur, de modo experimental, en 1787.

Hubo críticas fuera del mundillo político en que se había llegado a este compromiso. Samuel Bryan de Filadelfia escribió en el periódico cuáquero Independent Gazetteer de Filadelfia, bajo el seudónimo de «Sentinela» que «las palabras oscuras y ambiguas [de la Constitución]… han sido evidentemente escogidas para ocultar a Europa que en esta ilustrada nación la práctica de la esclavitud tiene sus defensores entre personas en alta posición».[623] En The Federalist, James Madison, de Virginia, replicó en términos más cautelosos que hasta entonces, que «debería considerarse un gran avance en favor de la humanidad que un período de veinte años pueda poner término para siempre, dentro de esos estados, a un comercio que por tanto tiempo y con tanta energía se ha echado en cara a la barbarie de la política moderna». Agregaba, con ecuanimidad: «¡qué felicidad sería para los desgraciados africanos que tuvieran delante de sí una perspectiva igual de ser redimidos de la opresión de los europeos!».[624]

Hubo mucha oposición esporádica a esta cláusula de la constitución. Por ejemplo, el general Thompson, de Massachusetts, preguntaba: «¿podrá decirse que después de haber establecido nuestra propia independencia y libertad, hacemos a otros esclavos?». George Masón, plantador de Virginia y dueño de esclavos, se enzarzó en una disputa con Madison en que se declaró opuesto a que se permitiera entrar en la unión a los estados del sur a menos que aceptaran dejar de comerciar con esclavos. Pero hubo también oposición de otro tipo: «Los negros eran nuestra riqueza, nuestro recurso natural, ¡pero nuestros propios amigos del norte estaban decididos a atar nuestras manos y a quitarnos lo que teníamos!», exclamaba Rawlins Lowndes, de Carolina del Sur y originario de Saint Kitts, que se había opuesto a la independencia y que ahora se oponía abiertamente a una constitución federal.[625]

Otros dos artículos de la Constitución que mencionaban la esclavitud eran también producto de sendos compromisos: primero la peculiar cláusula de los «tres quintos» (párrafo tres del apartado dos del artículo uno) de acuerdo con la cual los miembros de la Cámara de Representantes (diputados) debían elegirse en proporción a la población de sus estados, tomando en cuenta los tres quintos de los esclavos que hubiera en ellos. Luego estaba la cláusula del «esclavo huido». Pero fue el artículo sobre el comercio de esclavos el que atrajo más la atención.

La Constitución no decía que hubiera estados que no pudieran abolir la trata o la esclavitud antes de 1808, y varios lo hicieron, a su manera. Nueva Jersey abolió la esclavitud e incluso fijó un impuesto sobre los esclavos que hubieran sido llevados al estado desde 1776. Moses Brown, Samuel Hopkins y los cuáqueros de Rhode Island dirigieron una petición a los legisladores de este estado para que acabaran con la trata, y se llevaron la sorpresa de que se aprobara una ley que prohibía a los residentes del estado toda participación en ella. En 1788, como resultado de más presiones de los cuáqueros, la administración de Massachusetts también aprobó una ley «para impedir el comercio de esclavos», cuyo preámbulo denunciaba «la avidez de ganancias» de quienes participaban en el «ilegítimo comercio».

Connecticut abolió la trata en 1788 a iniciativa del teólogo Jonathan Edwards hijo, pastor de la iglesia de White Haven, aliada de los abolicionistas de la vecina Rhode Island; era necesario porque la prohibición no hubiese tenido ninguna posibilidad en Rhode Island de no haberla en el estado contiguo, pues los tratantes de Bristol y Providence habrían llevado allí su negocio. Nueva York abolió la trata también en 1788. Incluso Virginia declaró que quedarían libres los esclavos importados ilegalmente. Delaware prohibió la esclavitud africana e impuso una multa de quinientas libras por cada esclavo importado. Pennsylvania hizo lo mismo, doblando el importe de la multa.

Nadie creía que sería fácil aplicar estas prohibiciones. Había poca relación entre las legislaciones federal y estatal, lo que complicaba la cuestión con problemas de jurisdicción. En un debate en Charleston sobre la importación de esclavos a Carolina del Sur, en 1785, surgió el tipo de resistencia a la idea misma de la abolición que se aplicaría en el ámbito local: John Rutledge, el político más capaz de Carolina del Sur y posteriormente presidente de la Corte Suprema del estado, proclamó inequívocamente que «desde hace muchos años soy de la opinión de que los negros eran la razón del aumento de nuestra riqueza, pero ¿cuántos esclavos han sido importados desde la paz?».[626] El general Charles Pinckney, ayudante de Washington, futuro embajador en Francia y candidato federalista sin éxito en 1804 y 1808, pensaba que «este país no puede ser cultivado por hombres blancos… Los negros son para este país lo que las materias primas son en otros países… Ningún plantador puede cultivar su tierra sin esclavos».[627] Hay que decir que Pinckney poseía importantes plantaciones en Belmont, en Virginia, y Charleston.

De no haber sido por las destrucciones causadas por la guerra y por la urgente demanda de esclavos en el sur, habría sido posible poner fuera de la ley la trata en 1787 y la historia de Estados Unidos hubiese sido diferente. Pero tres estados (Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia) siguieron considerando legal la trata y los tratantes del norte siguieron prestándoles servicio. Así comenzó lo que W. E. B. Dubois, el más importante historiador de la abolición en Estados Unidos, describió como «este sistema de regateo, intercambio de favores y compromiso con una monstruosidad moral, política y económica, que hace tan ignominiosa, para un gran pueblo, la historia de nuestra relación con la esclavitud en la primera mitad del siglo».[628]

Los dirigentes de los estados que habían abolido la trata esperaban que los fiscales, los funcionarios de aduana e incluso los ciudadanos acusarían a quienes quebrantaran la ley. Nada de esto ocurrió hasta que, en mayo de 1789, el ciudadano William Rotch, un ballenero miembro de la Sociedad por la Abolición de Providence, en Rhode Island, acusó a los propietarios del bergantín Hope (John Stanton, Caleb Gardner, el «héroe revolucionario» que había conducido la flota francesa a Newport en 1780, y Nathaniel Briggs) de haber salido de Boston llevando ciento dieciséis esclavos africanos a Martinica. En la vista de la causa, los acusados alegaron que no se les podía juzgar porque no eran ciudadanos de Massachusetts, pero finalmente venció la acusación; mas la vista había durado tanto y el castigo fue tan leve que a cuantos intervinieron en el asunto les pareció una victoria pírrica.

La Sociedad por la Abolición, de Filadelfia, formada antes de la guerra de la independencia, había crecido; Benjamin Franklin era su presidente y una diversidad de gentes, además de cuáqueros, figuraba en su comité, entre ellas Benjamin Rush, fundador de las ciencias médicas en Estados Unidos y médico en jefe del ejército continental durante la guerra con Gran Bretaña; Benezet le había convencido de la necesidad de la abolición y como resultado el médico publicó ya antes de la independencia dos folletos sobre el tema. Moses Brown fundó en Providence una sociedad abolicionista. Todas estas sociedades fueron objeto de ataques por parte de quienes tenían intereses en la trata, desde periódicos como el Providence Gazette, muy influido por John Brown, hermano de Moses y jefe de la firma Nicholas Brown; entretanto, Moses Brown se interesaba por otras actividades, como financiar en 1789 a Samuel Slater, que había trabajado con Jedediah Strutt, socio del gran Arkwright, para instalar un molino de agua para fabricar tejidos de algodón, decisión que puede considerarse como el inicio de la revolución industrial en Rhode Island.

No había signo alguno de que estas ideas humanitarias hallaran eco en Portugal o España y en sus imperios. El gobierno español, como siempre ávido de ingresos, albergaba todavía la idea de las compañías de monopolio y dio un contrato exclusivo para explotar las islas de Femando Poo y Annobón a una nueva Compañía de las Filipinas, compuesta sobre todo por gentes que habían sido anteriormente socios de la Compañía de Caracas. Estas islas las había comprado España a Portugal en 1778, con el fin de comerciar desde ellas con esclavos. En 1786 se concedió a esa misma compañía el derecho a importar esclavos a la región del Río de la Plata (los actuales Argentina, Uruguay y Paraguay), Chile y Perú. Pero los españoles no colonizaron sus nuevas islas y la compañía obtenía la mayoría de sus esclavos de empresas británicas. Su agente en Londres llegó a un arreglo con los importantes constructores de buques de Liverpool Baker y Dawson, convertidos en tratantes de esclavos, para importar de cinco a seis mil esclavos al año a ciento cincuenta dólares cada uno. Peter Baker, el más importante constructor de barcos para la armada, se inició en la trata en 1773, y su hija Margaret se casó con James Dawson, que fue capitán de algunos de los buques negreros de su padre, entre ellos el True Briton, que llevó a más de quinientos esclavos de África a Jamaica en 1776, a pesar de una insurrección y del comienzo de la guerra en Norteamérica.

En 1788 debía volver a negociarse el contrato con Baker y Dawson, y éstos ofrecieron introducir en Cuba tres mil esclavos al año, pero sus condiciones no resultaron satisfactorias para los españoles. El 15 de febrero de 1789, el gobierno de Madrid, desconcertado por el nuevo ambiente en Londres —e incluso en Norteamérica—, y decepcionado con las compañías de monopolio, permitió que se llevaran a Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico y Venezuela tantos esclavos como los plantadores quisieran, durante los dos años siguientes. Los esclavos debían desembarcar en puertos fijados de antemano, para que fuera posible cobrar los impuestos por su importación, una tercera parte debían ser mujeres, y si bien había un subsidio del gobierno de cuatro pesos por esclavo desembarcado, se imponía una tasa de dos pesos para los esclavos destinados al trabajo doméstico. Se limitaba a veinticuatro horas la estancia de capitanes extranjeros en puertos españoles, sus buques debían ser de menos de trescientas toneladas y no se les permitía desembarcar en ciertos puntos, como Santiago de Cuba, donde la Corona temía que fuera fácil eludir la atención de los funcionarios. Estas decisiones se extendieron en 1791 al virreinato de Nueva Granada y en 1795 al resto de los territorios imperiales españoles, incluyendo Perú y Río de la Plata.

La liberalización de la ley llegó demasiado tarde para algunos centros de la trata, como Cartagena de Indias, puerto que de 1791 a 1794 sólo importó legalmente a doscientos sesenta y dos esclavos; incluso si la cifra real fue mayor, teniendo en cuenta el contrabando, la vieja trata en América del Sur estaba en decadencia, por causas que nada tenían que ver con el abolicionismo anglosajón. Y es que para entonces, tanto en Nueva España (México) como en Nueva Granada (Colombia), la población indígena y mestiza crecía rápidamente y con ello disminuía la necesidad de esclavos africanos. Los tratantes de Cuba aprovecharon la oportunidad, ya que en un solo año cuatro mil esclavos se importaron a la isla, la mitad de ellos por Baker y Dawson, gracias a la habilidad vendedora de su agente en La Habana, Philip Allwood. Además, los grandes terratenientes del territorio que después de independizarse sería Venezuela, los «amos del valle», como los llamó Herrera Duque en el título de su excelente novela, se alegraron igualmente, pues siempre detestaron las restricciones impuestas por las viejas leyes a las importaciones de esclavos para sus grandes plantaciones de cacao en el valle de Caracas y también fueron destacados clientes de Baker y Dawson.

La llegada a Inglaterra, en 1787, de cinco plantadores y mercaderes del imperio español aportó nuevos negocios a los tratantes británicos. Entre los visitantes estaba el conde de Jaruco, de Cuba, que quería comprar equipos modernos para producir azúcar y que deseaba también estudiar cómo administraban los ingleses sus refinerías de azúcar y su comercio de esclavos. Sin duda Jaruco y sus colegas descubrieron que la mayoría de los plantadores de caña británicos vivían lejos de sus propiedades. Los cubanos se llevaron también la máquina de vapor que por primera vez se empleó en las plantaciones de caña de Jaruco.

William Walton, cónsul honorario de España en Liverpool, dijo a lord Hawkesbury, hábil presidente de la Comisión de Comercio y Plantaciones, que era asimismo plantador en las Indias occidentales, que estos visitantes «habían ido a Manchester para examinar las mercancías que solían venderse a los mercaderes ingleses en África, y sus precios, pues habían estado en Liverpool para visitar la ciudad y los buques empleados en el comercio de esclavos… cuántos tripulantes llevaba cada buque… la lista de cargamentos necesarios para comprar esclavos en diferentes lugares de la costa… qué mercancías podían obtener en España y cuáles debían comprarse en Inglaterra, y qué mercancías procedían de las Indias orientales, y si la trata había sido provechosa para la ciudad de Liverpool en su conjunto… Quisieron saber igualmente si no se podría convencer a capitanes y médicos con experiencia en el comercio de esclavos, ofreciéndoles grandes ventajas, para que fueran a Cádiz a comprar allí el cargamento, tomar el mando de sus buques y la administración de sus esclavos… Me dijeron que la corte de España se proponía tener su propio comercio de esclavos».[629]

Los españoles se inquietaron al oír hablar de la campaña para terminar con la trata británica, de la que tanto dependía su imperio. Comprendieron que, tarde o temprano, deberían arreglárselas sin los cargamentos de esclavos enviados por los tratantes de Liverpool. Regresaron dispuestos a fundar en Cuba sociedades ilustradas, como la Sociedad Económica de Amigos del País, una especie de club interesado en propagar ideas liberales sin riesgo de trastornos políticos o sociales; fundaron también el primer periódico cubano, El Papel Periódico, e inspiraron una comisión de desarrollo que llamaron Junta de Fomento. Indujeron a que se fundaran escuelas y se interesaron por las innovaciones tecnológicas. Jaruco y sus amigos no vieron, sin embargo, ninguna razón para abandonar la trata ni la esclavitud simplemente porque los británicos sufrían lo que les parecía un transitorio ataque de mala conciencia. Querían conseguir en Cuba la riqueza de Jamaica o Saint-Domingue, de preferencia a una escala aún mayor, puesto que su territorio era mucho mayor. Estaban dispuestos a todo para conseguir los esclavos que consideraban necesarios para alcanzar este objetivo.

El gobierno ilustrado de Carlos III deseaba hacer lo posible para apoyar estos planes y por ello promulgó un nuevo código sobre la esclavitud: el Código Negro Español, basado en gran parte en precedentes sacados de leyes de Indias anteriores, especialmente el Código Carolino de 1785 y el Code Noir francés de 1685. Contenía varias disposiciones benévolas: los dueños estaban obligados a instruir a sus esclavos en la religión católica y no sólo a bautizarlos y dejar lo demás al azar; debían alimentarlos de acuerdo con normas fijadas por un «protector de esclavos» designado por las autoridades; si maltrataba a sus esclavos, el dueño podía tener que pagar multas e incluso se arriesgaba a que se los confiscaran. En un año habría solamente doscientos setenta días laborables, con los demás de asueto y fiestas de guardar. Pero en los días laborables podía obligarse a los esclavos a trabajar de sol a sol, a menos que tuvieran menos de diecisiete años o más de sesenta. Todavía podía castigarse al esclavo recalcitrante con veinticinco latigazos o poniéndolo en un cepo y encadenándolo. Mas estas disposiciones se respetaron muy poco. Las leyes españolas, incluso bajo Carlos III, eran más una indicación de lo que los funcionarios inteligentes de Madrid esperaban que se hiciera que el reflejo de lo que sucedía realmente en las colonias.

Mientras los liberales cubanos estaban en Inglaterra estudiando cómo aumentar la trata y la esclavitud, William Pitt, primer ministro del país que visitaban, convertía la abolición de la trata británica —y de momento no la de la esclavitud misma— en una cuestión política crucial. Pues en mayo de 1788, con Wilberforce enfermo, Pitt planteó el tema en la Cámara de los Comunes y anunció que proyectaba colocarlo en el orden del día de la próxima sesión parlamentaria. El gran Burke aprovechó la ocasión para manifestarse contra la idea misma de la esclavitud, a la que llamó «un estado vergonzoso, tan degradante, tan destructor de los sentimientos y capacidades de la naturaleza humana que no deberíamos tolerar que exista»; el hecho de que esta declaración fuese lo opuesto a lo que dijera veinte años antes era indicio de que hasta los grandes hombres debían cambiar sus puntos de vista. Charles James Fox habló en el mismo tono. El diputado por Liverpool Bamber Gascoyne, con importantes intereses económicos en la ciudad heredados de su madre, pronunció entonces el primero de muchos discursos contra el cambio del orden existente, diciendo que aquellos de sus electores «más inmediatamente interesados en la trata eran hombres de tan impecable carácter que estaban fuera del alcance de la calumnia». Gascoyne era amigo íntimo del tratante de esclavos Peter Baker, a cuya casa lo llevaron en una silla de manos el día de su elección en 1780. La abolición de la trata, afirmó, «era innecesaria, visionaria e impracticable».[630]

Conviene señalar que la madre de Gascoyne era hija de Isaac Green de Childwall Abbey, y que su padre había sido diputado durante casi toda su vida y era, a su vez, hijo de Crisp Gascoyne, un cervecero londinense; la hija de Gascoyne, Francés, se casó con el segundo marqués de Salisbury, que adoptó por segundo apellido el de su esposa, dada la importancia de la fortuna que heredó; así, Bamber Gascoyne fue abuelo del lord Salisbury que llegó a primer ministro a finales del XIX.

En esta ocasión, igual que más tarde, Pitt no pudo conseguir que la mayoría de su gobierno ni la de su partido se declarara favorable a la abolición y por esto presentó su moción como miembro del Parlamento y no como primer ministro, lo cual daba a los diputados libertad de voto. Pitt tenía mucho prestigio, pero no contaba con un gran número de partidarios. Su más reciente biógrafo, John Ehrman, sugiere que en 1800 Pitt trató de que la propuesta de abolición se presentara como del gobierno sin conseguirlo. Radicales como el elocuente lord Brougham, el persistente sir James Stephen y el tortuoso sir Philip Francis pensaban que Pitt hubiera podido insistir con mayor tuerza de la que puso en el tema. ¿Acaso no era el estadista más poderoso de su época? ¿No llevaba ya varios años en el poder? ¿No pudo imponerse a su gabinete? John Somers Cocks, diputado por Reigate, dijo en 1804 que «con frecuencia he pensado que si el muy honorable caballero hubiese usado la limpia y honrosa influencia de su cargo, habría obtenido hace ya mucho tiempo el gran objetivo por el que afirmaba tener tanto afán». Pero Pitt no habría podido hacerlo sin dificultad. Su amigo y administrador, en quien confiaba mucho, Henry Dundas, estaba tan decididamente contra el cambio como Lord Thurlow, que llevaba mucho tiempo como canciller y del cual Fox dijo que «nadie fue nunca tan sensato como parecía serlo Thurlow». Lord Hawkesbury, otro influyente ministro, era también hostil a la abolición. Más tarde, los problemas de la paz, de la Revolución francesa y de la guerra hicieron sombra a la cuestión de la esclavitud; es posible, además, que el rey Jorge III interviniera también, lo cual impediría a Pitt tomar el tipo de iniciativa que Somers Cocks consideraba deseable, y explicaría este misterioso párrafo de la Historia de la abolición de Clarkson; «Se presentó una dificultad todavía más insuperable en algo ocurrido en el año 1791, demasiado delicada para que se mencione y cuya explicación, sin embargo, convencería al lector de que todos los esfuerzos del señor Pitt, a partir de entonces, resultaran inútiles, quiero decir para llevar a un resultado favorable la cuestión, como ministro» [subrayado añadido]. En apoyo de esta interpretación, el agente de Jamaica Stephen Fuller, que era también diputado, escribió en 1795 que estaba convencido de que más se debía al rey de lo que se creía para «conseguir la derrota de la absurda tentativa de abolir la trata».[631] Pero John Ehrman, biógrafo de Pitt, en una carta personal al autor, indica que Pitt no debía nada al rey en 1791. El profesor J. A. Rawley ha sostenido que la conducta de Pitt podría explicarse por la compra por parte de su gobierno de más de trece mil esclavos africanos y del Caribe para compensar la escasez de hombres en los regimientos de las Indias occidentales, entre 1795 y 1807. Pudo ser así, aunque, de haberlo sido, se habría señalado explícitamente o Pitt se lo habría mencionado a George Canning o a algún otro de sus jóvenes partidarios. Además, el año crucial fue 1791 y no 1795.

El historiador francés Gaston Martin pensaba que la actitud de Pitt se debía a su deseo de arruinar el comercio francés. Eric Williams añadía: «Puede considerarse axiomático que nadie que ocupara un cargo tan importante como el de primer ministro de Inglaterra habría dado un paso tan importante como la abolición de la trata puramente por razones humanitarias.»[632] Esto parece tan duro como inexacto. Pitt aseguró a Granville Sharp que «su corazón estaba con nosotros»; Clarkson, siempre pronto a denunciar traiciones, recordaba que año tras año Pitt «tomó partido activo, tenaz y consistente» contra la trata y que él siempre tuvo posibilidad de hablarle y obtuvo de Pitt mucha ayuda. Pitt le proporcionó cuantos documentos pedía, sinceramente interesado en la «civilización de África» a la que esperaba ayudar con la expansión imperial. Sus discursos confirman esta preocupación y concluyó su primera declaración abolicionista en la Cámara de los Comunes con estas palabras: «Cuando se había hecho evidente que este execrable tráfico era tan opuesto a la eficacia como lo era a los dictados de la caridad, de la religión, de la equidad y a todo principio que ha de latir en el corazón… ¿cómo podemos vacilar un sólo momento en abolir este comercio en carne humana que ha deshonrado durante tanto tiempo a nuestro país y que nuestro ejemplo contribuirá sin duda a abolir en todos los rincones del globo?»[633]

Entretanto, el anciano y muy respetado diputado por la Universidad de Oxford sir William Dolben visitó en el Támesis un buque que había sido usado para transportar esclavos. No había cautivos, pero pudo ver el «equipo» y comprendió que «cuando se los transportaba, los esclavos estaban encadenados unos a otros, de manos y pies y amontonados… como arenques en un barril». Indignado, Dolben, anglicano fervoroso, presentó en la Cámara de los Comunes una propuesta de ley que restringía el número de esclavos que podían transportarse teniendo en cuenta el tonelaje del barco; los portugueses, a fin de cuentas, llevaban más de cien años con esta restricción, como sin duda Dolben sabía por un informe encargado en 1788 por el Consejo Privado. Le apoyó con energía Henry Beaufoy, diputado por Great Yarmouth, de una familia cuáquera aunque entonces era anglicano. Bamber Gascoyne atacó la idea de la restricción, con el apoyo de lord Penrhyn, diputado también por Liverpool, hijo y nieto de personajes destacados en las Indias occidentales, y de los dos diputados por Bristol, Matthew Brickdale, comerciante en telas y dueño de una funeraria, así como por el diputado por Dorchester William Ewer, que había sido gobernador del Banco de Inglaterra. Todos ellos afirmaban que transportar menos de dos hombres por tonelada de desplazamiento arruinaría la trata. Penrhyn negó que hubiera ninguna crueldad a bordo pues era absurdo pensar que «hombres cuyas ganancias dependen de la salud… de los indígenas africanos los atormenten y perjudiquen a sabiendas durante el viaje».[634]

En el curso de la presentación de testigos ante la Cámara, los de Liverpool hicieron cuanto pudieron para desacreditar el proyecto de ley, afirmando no sólo que el modo de transporte existente era adecuado para el viaje transatlántico, sino que el trayecto desde África a las Indias occidentales, con tantos juegos y alegría en cubierta, era «uno de los períodos más felices de la vida de un negro». De todos modos, la Cámara aprobó el proyecto de ley de Dolben y Pitt declaró que consideraba una iniquidad la trata, pero la Cámara de los Lores enmendó mucho la ley, en respuesta a numerosas peticiones de gentes con intereses en la trata.

En el curso de los debates se escucharon algunas curiosas declaraciones a favor del comercio de esclavos. El gran almirante lord Rodney, dueño de un fiel criado negro que le sirvió durante mucho tiempo, declaró que en todos sus victoriosos años en las Indias occidentales no había visto nada que indicara que se tratara con brutalidad a los africanos; éstos se quejaban más a menudo del frío que del calor a bordo; agregó que le alegraría mucho saber que los labriegos ingleses eran «la mitad de felices que los esclavos de las Indias occidentales», lo cual indujo a lord Townshend a sugerir irónicamente que el Parlamento «se dispusiera a poner en igualdad a los campesinos ingleses con los esclavos negros». Un general, lord Heathfield, defensor de Gibraltar en la reciente guerra, dijo que la ley propuesta no era necesaria, pues a sus soldados se les habían fijado diecisiete pies cúbicos de aire en las tiendas de campaña, mientras que los africanos tenían treinta en sus buques. Lord Thurlow, canciller del gobierno, pronunció un discurso que dejó la impresión —o así se lo pareció a Clarkson— de que «ponía declaradamente bajo su ala la causa de los comerciantes de esclavos». Lord Sandwich, que había sido jefe del Almirantazgo, dijo que no creía que si se abolía la trata se transportaría a través del Atlántico ni un esclavo menos que con ella.

La Cámara de los Comunes aprobó de nuevo la ley, en su forma enmendada, por cincuenta y seis votos a favor y cinco en contra; la Cámara de los Lores (gracias a la intervención bajo mano de Pitt) lo hizo por catorce contra doce, aunque no antes de que el duque de Chandos —debía tener los mismos intereses financieros en la trata que tuvo su abuelo— afirmara que cuando los esclavos —debía creer que leían ávidamente los periódicos ingleses—, se enteraran de las medidas adoptadas para mejorar las condiciones en el viaje transatlántico, «estallarían en rebelión abierta», que conduciría a «una matanza de blancos».[635]

En el debate en la Cámara de los Lores, Thurlow, molesto por la actitud de Pitt, la llamó irónicamente un «ataque de filantropía de cinco días». La burla era inexacta, pues la trata había comenzado a obsesionar al público. Era asombroso cómo el Comité Abolicionista, utilizando sus conexiones cuáqueras, había despertado a la opinión. Incluso en Liverpool hubo reuniones del movimiento abolicionista. Dos terceras partes de la población masculina de Manchester firmaron una petición para que se pusiera fin a la trata. Cien ciudades más la siguieron. El reverendo y antiguo capitán John Newton publicó con éxito su libro sobre la trata africana. En marzo de 1788, John Wesley pronunció en Bristol otro sermón famoso sobre la inmoralidad de la esclavitud, y fue interrumpido por un inexplicable temblor del edificio que detuvo durante seis minutos la ceremonia y que se supuso que era signo indudable de la ira divina. El mismo año, el pintor George Morland expuso en la Academia Real su cuadro La trata (llamado también El tráfico execrable), cuyas sentimentales imágenes de africanos llorando al decir adiós a sus familias hizo asomar lágrimas a muchos distinguidos ojos.

La oposición a la reforma también se organizaba. El Consejo municipal de Liverpool pagó cien libras a un residente español de la ciudad, el antiguo jesuita Raymond Harris (en realidad, Raimundo Hormoza) por su curioso folleto Scriptural Researches on the Licitness of the Slave Trade (Investigaciones en las Escrituras sobre la licitud del comercio de esclavos). John Tarleton, diputado por Seaford, de una familia de tratantes de Liverpool, que no había logrado convencer a Pitt de lo justo de su punto de vista, escribió a lord Hawkesbury para insistir en el apoyo inalterable —suyo y de sus colegas— a la trata, aunque agregó alegremente que su firma haría mayores ganancias con la trata incluso en las condiciones fijadas por la lev de Dolben y, en efecto, Tarleton y su socio David Backhouse, invirtieron entre 1786 y 1804 en treinta y nueve buques de Liverpool, de los cuales la mitad eran negreros.

La comisión investigadora del Consejo Privado, entretanto, había avanzado en su labor. El capitán Perry, de la armada real, visitó Liverpool por encargo de la comisión y examinó varios buques, entre ellos el Brookes, al mando de Clement Noble, que había armado a algunos de sus esclavos en la reciente guerra para luchar contra los franceses en Barbados; este barco, de doscientas noventa y siete toneladas, podía transportar seiscientos nueve esclavos, y pertenecía a su constructor, James Brookes. Perry envió a Clarkson un meticuloso plano del buque y de cómo se encajonaba a los esclavos durante la noche, como si fueran sardinas en una caja. Este diagrama fue muy utilizado. Un joven pastor protestante, Thomas Burgess, lo comparó con el Infierno de Dante. El dibujo llevó a William Grenville, primo de Pitt y más tarde primer ministro, a decir que «en el viaje de los negros desde la costa africana hay más desgracia humana condensada en un espacio muy reducido de lo que se haya encontrado hasta ahora en cualquier otro lugar de este globo». Muchos años después, Wilberforce consiguió que le fuera mostrado el diagrama al papa Pío VII, que se emocionó mucho. El hecho de que el diseño fuera ligeramente erróneo, pues omitía el espacio necesario para llegar a los esclavos con el fin de alimentarlos y de sacar a los muertos, no afectó al impacto que tuvo.

De hecho, la aprobación de la ley de Dolben tuvo un efecto decisivo en la trata británica, pues redujo la proporción de esclavos por tonelada. Esto, y las gratificaciones que se ofrecieron después a capitanes y médicos navales que informaran de pocas pérdidas de vidas, tuvo un efecto beneficioso. No significaba, sin embargo, que menos barcos participaran en la trata. Al contrario, la nueva ley llevó a un aumento de su número, pero cada buque británico, ahora, llevaba una cantidad de esclavos menor que los buques franceses.

Resulta oportuno señalar aquí que la nueva ley establecía que todo buque registrado no podía llevar más de cinco esclavos por tonelada de desplazamiento hasta doscientas una toneladas, y más allá de este tonelaje, solamente un esclavo por tonelada extra; además, debía haber a bordo un registro de los esclavos embarcados. Se decidió también que se otorgara una gratificación de cien libras al capitán y de trescientas cincuenta al médico en aquel barco cuya mortalidad fuera de entre el dos y el tres por ciento.

Digamos a este propósito que el significado del término «tonelada» durante el tiempo que cubre el presente libro varió considerablemente, pues solía entenderse como «toneladas de carga» (es decir, la capacidad para transportar una tonelada), pero en los contratos del gobierno y de los aseguradores se empleaban las «toneladas medidas» con una Fórmula en la que intervenían ciertas dimensiones, como longitud de la quilla, anchura y profundidad de las bodegas. Como estas medidas daban por supuesto que el casco de todos los buques tenía la misma forma, en un barco inglés del siglo XVII, por ejemplo, las toneladas medidas a menudo excedían en casi un tercio a las toneladas de carga, mientras que a finales del XVIII ocurría lo contrario; las toneladas medidas sobrestimaban los buques de líneas aguzadas, como solían serlo los de la trata, mientras que infravaloraban los de líneas más amplias. Los gobiernos alentaban el empleo de las toneladas medidas y el británico hizo obligatorio en 1786 el registro de los buques, tras cuya fecha todas las estadísticas oficiales son en tonelaje registrado (es decir, en toneladas medidas). Otros países aprobaron una legislación similar en distintos años.

La idea de la abolición de la esclavitud o de la trata se hallaba todavía limitada a las naciones europeas y americanas. Había no menos de cuatro mil esclavos en Egipto, y todos los años se importaban cuando menos cien más, pero a nadie se le ocurría que su suerte pudiera aliviarse con la filantropía cuáquera. Lo mismo cabe decir de los tres a cuatro mil esclavos importados todos los años a Túnez desde Timboctú a través del Sahara, que procedían, según informaba el cónsul británico, sobre todo de los bambara del Níger medio, cuyo rey todavía «da de doce a veinte eunucos por un caballo». También prosperaba el comercio de esclavos con Trípoli. Alquilando barcos franceses, a veces venecianos y hasta ingleses, los tratantes vendían mucho a Quíos y Esmirna, a Constantinopla y hasta a Atenas, Salónica y la Morea. Cabe suponer una venta anual de estos esclavos, originales del Fezzán, de unos dos mil, alrededor de 1790, cada uno de los cuales valdría unos setenta cequíes, y algo más si eran eunucos. Hay pruebas de que la venta de esclavos al norte de África aumentó durante estos años, pues los precios comenzaron a bajar en África occidental a finales de siglo. Esclavos de las regiones subsaharianas podían encontrarse en Marruecos cuidando de los palmerales de dátiles, de las minas de sal y de los camellos. También crecía la trata en el África oriental. Solía creerse que la llegada a Egipto de Mohamed Alí después de la invasión de este país por Bonaparte estimuló allí la trata, pero ya había habido un aumento de importaciones antes de la llegada de Napoleón. Cuando Jeremy Bentham fue de Esmirna a Constantinopla en 1785, informó de que «nuestra tripulación se componía de quince hombres, además del capitán… y además de dieciocho jóvenes negras [esclavas] bajo las escotillas».[636] El pionero del radicalismo filosófico no parecía en absoluto sorprendido.