¿Cómo es que oímos los más fuertes gañidos pidiendo libertad entre los negreros?
Doctor SAMUEL JOHNSON
Sorprende ver a hombres vender su libertad, su vida y también a sus conciudadanos como lo hacen atolondradamente esos desdichados negros. ¡Pasión! Ignorancia, ¡cuántas muertes causáis al género humano!
VOLTAIRE, Ensayo sobre las costumbres,
capítulo 197
En 1752, un príncipe de Anamabo, en la Costa de Oro, conocido como William Ansa Sessaracoa, regresó a África después de una estancia en Inglaterra. Ya antes otros africanos habían hecho visitas como la suya, pero ninguno con tanto éxito como él en la sociedad inglesa. Su padre, John Corrantee, los envió, a él y a un amigo, a aprender modales, habiéndolos encomendado a un capitán negrero que, sin embargo, los traicionó y los vendió; a su muerte, los oficiales del buque informaron a las autoridades de Jamaica de lo ocurrido, de modo que el príncipe y su compañero noble fueron llevados a Inglaterra, donde veló por ellos el conde Halifax, a la sazón presidente de la Comisión de Comercio y Plantaciones. El conde poseía una cuantiosa fortuna, heredada del abuelo de su esposa, sir Thomas Dunk, fabricante de paños, cuyos tejidos no faltaban nunca entre las mercancías de los tratantes londinenses de finales del XVIII. Una vez educados, los presentó al rey y, según el sin par escritor de cartas, Horace Walpole, «estuvieron de moda en todas las reuniones».[571] Asistieron incluso a la presentación de una de las numerosas versiones de la obra de Aphra Behn, Oroonoko, en Covent Garden, de la cual Walpole comentó que «el diálogo entre Oroonoko e Imoinda conmovió tanto al príncipe que tuvo que marcharse, llorando…». Esta visita aumentó la tendencia de las gentes humanitarias a ver con romanticismo al «noble negro», el príncipe injustamente esclavizado, olvidando a los esclavos que no eran de noble cuna y que sufrían tanto como lo había hecho él.
La combinación de poesía popular y de periodismo empezaba ya a influir en las imaginaciones cultas de Inglaterra y Norteamérica en lo referente a la esclavitud. A mediados del siglo varios autores criticaban la institución en la prensa. De hecho, gracias a la existencia de la prensa se propagaron estas ideas, que pronto fueron discutidas en las asambleas elegidas y las convirtió en tema de debate del entonces cuarto Estado, incluso antes de que los otros lo hicieran. La relativa libertad de expresión en Gran Bretaña explica por qué, pese a la fuerza imaginativa con que escribían los filósofos franceses, el «abolicionismo» prosperó primero en los países anglosajones. Recordemos que, aunque bajo Luis XV y Luis XVI de Francia no necesariamente se censuraba la crítica de la esclavitud, cualquiera que criticara a la Iglesia y al orden establecido se arriesgaba a ser perseguido. La extensión del movimiento abolicionista se debe también, y esto es importante, a lo fácil que resultaba la correspondencia entre Norteamérica y Gran Bretaña.
Así, en 1738 el semanario inglés Weekly Miscellany publicó un artículo en el que se decía que era fácil imaginar los gritos que se oirían contra la «injusticia» si los africanos se apoderaban de gentes en la costa de Inglaterra. En 1740 la revista Gentleman’s Magazine incluyó una carta de un tal Mercatus Honestus dirigida a «los mercaderes de Guinea» de Bristol y Liverpool, que declaraba que los hombres nacían con el derecho natural a la libertad; que sólo podían perder este derecho si despojaban a otro de su propiedad; que la pérdida de libertad de un padre o una madre no daba derecho a esclavizar al hijo; que los mercaderes en Guinea comerciaban con hombres, mujeres y niños; que estimulaban la guerra entre africanos; que los negros africanos eran más virtuosos en su país que después de haber sido llevados a América, y que era indignante el trato que dispensaban a los africanos en las Indias occidentales. La alegría de los esclavos al morir, continuaba, se debía no a la ignorancia, sino a «una natural nobleza del alma», y pedía que explicaran sus razones para dedicarse a la trata quienes en ella participaban, «entre los cuales sin duda hay hombres sensatos y buenos» añadía con una buena dosis de hipocresía inglesa.[572]
La respuesta apareció en el London Magazine. En ella se argumentaba que los habitantes de Guinea «sufren, tanto en su vida como en su propiedad, la más deplorable de las esclavitudes bajo los poderes arbitrarios de sus príncipes. En las varias subordinaciones todo hombre es amo absoluto de sus dependientes inmediatos. Y peor aún; todo amo de una familia es propietario de sus esposas, hijos y sirvientes y puede mandarlos a la muerte o a un mejor mercado… Esta situación va contra la naturaleza y la razón, puesto que todo ser humano tiene absoluto derecho a la libertad… sin embargo no está en nuestro poder curar el mal universal y liberar a todos los reinos del mundo del dominio de los tiranos… Lo único que puede hacerse en este caso es dar tanta libertad y felicidad como lo permitan las circunstancias y como acepten las personas, y esto se hace sin duda con la trata en Guinea, pues al comprar, o más bien, al rescatar, a los negros de sus tiranos nacionales, al trasplantarlos a las benignas influencias de la ley y el Evangelio, avanzan hacia un grado mucho mayor de dicha, aunque no a la libertad absoluta…».[573]
En su contrarréplica, que apareció en el número de diciembre del Gentleman’s Magazine, Thomas Astley, que había dirigido una famosa colección de libros de viajes en 1745, se refirió al relato del capitán Snelgrave de un viaje a África occidental, al que nos hemos referido ya varias veces. Escribió que si los africanos se beneficiaban de la esclavitud en las Américas, entonces había que pedirles que tomaran la decisión de ir allí o no.
De todos modos, todavía no había controversia pública de alcance, pues, por muy influyentes que fueran, la tirada del Gentleman’s Magazine y del London Magazine era limitada y ningún parlamentario había tratado aún el tema.
En 1750, como explicamos en el capítulo catorce, pese a las declaraciones de ciertos ciudadanos de Georgia en cuanto a la iniquidad de la institución, las autoridades gubernamentales de este estado decidieron permitir la esclavitud y la trata. Esta decisión alegró a muchas gentes prudentes en Inglaterra, aunque otras la criticaron, entre ellos Horace Walpole. «Nosotros, el templo de la libertad, el sostén del cristianismo protestante», escribió a su corresponsal preferido, sir Horace Mann, embajador británico en Florencia, «llevamos dos semanas [en el Parlamento] ponderando los métodos que hagan más eficaz ese horrible tráfico, la venta de negros. Nos hemos enterado de que cuarenta y seis mil de estos infelices son vendidos [anualmente] sólo en las colonias inglesas. Se le hiela a uno la sangre».[574]
Los comentarios de Walpole demuestran lo que empezaban a pensar los ingleses cultos de mediados del XVIII; sugieren que, si no se oponían a la trata, ya hablaban de ella «en términos morales», según la expresión del capitán Pery años antes. La misma impresión da un informe de 1750 de la armada británica, que insistía en que el dinero del gobierno estaría mejor gastado en enviar mejores instructores a los fuertes de la Costa de Oro, «pues los africanos son muy tratables para aprender oficios».
Podría decirse, por tanto, que la cuestión de la legalidad de la libertad ya formaba parte de los temas a debatir. Así, en 1755 se publicó el libro A System of Moral Philosophy (Un sistema de filosofía moral) de Francis Hutcheson, un protestante irlandés, profesor de Filosofía en Glasgow, muerto unos años antes, que se interesaba mayormente por definir la felicidad; fue él quien acuñó la frase, que Bentham hizo famosa, en cuanto a lo deseable de asegurar «la mayor felicidad para el mayor número» de personas. Respecto a la esclavitud, lo original de su obra se halla en la conclusión de que «todos los hombres [sin excepción] experimentan un fuerte deseo de libertad y propiedad» y que «ningún daño o crimen cometido puede transformar a un ser racional en una mercancía desprovista de todo derecho».[575] Influyó en las ideas de Hutcheson el culto conde de Shaftesbury, Anthony Cooper, «el mayor filósofo inglés», según Voltaire. En su obra Characteristics of Men, Manners, Opinions, Times (Características de los hombres, costumbres, opiniones, tiempos), publicada en 1701, figuraba una generosa descripción de la benevolencia; así lo reconoció el capitán negrero John Newton, quien halló el libro por azar en el gran puerto holandés de Middleburgo. El lector actual, sin embargo, no encontrará mucho de interés en Shaftesbury, salvo algunas frases importantes como «sentido moral», que aparecen en su Inquiry Concerning Virtue, (Investigación sobre la virtud) publicado en 1712. Cuatro años después del libro de Hutcheson, otro profesor de Glasgow que había asistido a sus conferencias, Adam Smith, escribió su Theory of Moral Sentiments (Teoría de los sentimientos morales): «No hay negro de la costa africana que no posea cierto grado de magnanimidad que el alma de su sórdido dueño es apenas capaz de concebir». Muchos de los alumnos de Smith y Hutcheson absorbieron estos puntos de vista.[576]
Pero las afirmaciones no eran siempre tan claras. Cinco años después, el Gentleman’s Magazine publicó un artículo quejándose de que los africanos en los alrededores de Londres «ya no se consideran esclavos… y no están más dispuestos a llevar a cabo tareas laboriosas que nuestra propia gente».[577] A fin de cuentas en el Londres de fines del XVIII había muchos «mirlos negros de Saint Giles», así llamados por el barrio cercano a la iglesia de Saint Giles. Cuando el Gentleman’s Magazine decía que los esclavos no podían respirar en Gran Bretaña, lo que quería decir era que debía exigírseles, a ellos y a todos los negros, que se marcharan.
Otros intelectuales escoceses trataron el asunto; uno de ellos, el abogado George Wallace, que publicó su System of the Principies of the Laws of Scotland (Sistema de los principios de las leyes de Escocia) en 1761, casi parafraseó L’Esprit des lois de Montesquieu, quien influyó mucho en él, cuando escribió: «Debería abolirse una institución tan contraria a la naturaleza y tan inhumana como la esclavitud.»[578] Otro influyente escocés, Adam Ferguson, profesor de Filosofía en Edimburgo, alegó en su Institutes of Moral Philosophy, basado en los apuntes que tomaba para sus cursos y publicado en 1769, que «nadie nace esclavo, porque todo el mundo nace con sus derechos originales. [Es más], nadie puede convertirse en esclavo, porque nadie puede pasar de ser una persona a, según la expresión del Derecho romano, ser un objeto o sujeto de propiedad. La supuesta posesión del esclavo por el amo constituye, por tanto, una usurpación, y no un derecho».[579] Por cierto que, siendo capellán de la Guardia Negra, un regimiento de la infantería escocesa en el ejército británico, había asombrado a su coronel al cargar contra el enemigo en Fontenoy a la cabeza de sus hombres.
Lo que Wallace hizo por Montesquieu en Escocia, el juez sir William Blackstone lo hizo en Inglaterra; en sus Commentaries on the Laws of England (Comentarios sobre las leyes de Inglaterra), publicados en Oxford entre 1765 y 1769, expuso más directamente que Montesquieu los argumentos contra la esclavitud, aunque a la generación actual no debe escapársele que un gran francés influyó profundamente en esta declaración clásica de la naturaleza del derecho inglés. Se mofó de las tres causas para la esclavitud expresadas en el Código Justiniano, a saber, a consecuencia de la derrota en la guerra, por haberse vendido a uno mismo y por haber nacido esclavo; declaró también que el derecho inglés «aborrece y no tolerará la esclavitud en esta nación», e insistió en que «en cuanto desembarca en Inglaterra, a un esclavo o un negro lo protegen las leyes y, con respecto a todos los derechos naturales, se convierte eo instanti en hombre libre».[580] No obstante, el impacto de esta firme declaración se debilitó considerablemente con la matización en la segunda edición pues, aun así, «es probable que el derecho del amo a su servicio [del esclavo] continúe», y, en la cuarta edición, publicada en 1770, el «probable» se cambió por «posible».[581] Puede que esto se debiera a la influencia del amigo y benefactor de Blackstone, lord Mansfield, a la sazón juez mayor de Inglaterra, hombre tolerante pero cauto, que tenía una sirvienta mulata, Dido, hija de su sobrino, el almirante sir John Lindsay, y una esclava, a la que había capturado en un buque español durante el sitio de La Habana.
La obra de Blackstone obtuvo un éxito inmediato; sus comentarios acerca de la esclavitud probablemente influyeron en Isaac Bickerstaff cuando éste escribió la muy bien acogida obra de teatro, The Padlock (El candado), puesta en escena en 1768; una canción cantada por Mungo, un esclavo, incluye la estrofa: «Querida mía, cuán terrible es mi vida / La de un perro es mejor, o sea, con techo sobre su cabeza y alimentado / De noche y de día es igual, / Mi dolor…»[582] En la misma vena, en 1766, en su Account of Giants Lately Discovered (Informe sobre gigantes recién descubiertos), Horace Walpole sugirió socarronamente que deberían esclavizar a una recién descubierta tribu de gigantes de la Patagonia y ponerlos a trabajar en una hacienda azucarera, teniendo en cuenta la experiencia de los plantadores de Norteamérica de matar de trabajo a los esclavos en cuatro años, pues para entonces ya habrían amortizado el precio que habían pagado por ellos.[583]
Sin embargo, acaso lo más importante en los años setenta del XVIII fue la clara señal de que los cuáqueros, que ya se habían pronunciado en contra de que sus correligionarios participaran en la trata, empezaban a llevar el debate contra la esclavitud más allá de su propio movimiento. Los «Amigos» todavía comerciaban con esclavos y probablemente poseían algunos, pero Anthony Benezet, descrito por Granville Sharp como un «digno y viejo cuáquero» de Filadelfia (aunque nació en San Quintín, en Francia y estudió unos años en Inglaterra), hablaba al mundo más allá del Hogar de los Amigos, tanto a Inglaterra como a Norteamérica, cuando entre 1759 y 1771 escribió varias obras, entre ellas A Caution and Warning to Great Britain and the Colonies (Una advertencia y aviso a Gran Bretaña y a las colonias) y Some Historical Account of Guinea (Relato Histórico de Guinea). Éstos y otros estudios asombraban por su uso de material extraído mucho más allá de las lecturas habituales de los cuáqueros, como por ejemplo los ya citados Montesquieu, Wallace y Hutcheson, además de relatos de primera mano de la trata en África, incluyendo los de Bosman, Barbot y Brüe. La obra de Wallace impresionó especialmente a Benezet, un hombre diminuto y feo que pasaba desapercibido, a quien también conmovieron la resolución y el entusiasmo de John Woolman; empezó a estudiar la cuestión de la trata en los años cincuenta y las decisiones tomadas por los cuáqueros de Filadelfia obedecieron en gran parte a su poder de persuasión. Gracias a la tranquila persistencia de Benezet y Woolman los cuáqueros formaron «pequeñas asociaciones en las provincias medias de Norteamérica, con el fin de desalentar la introducción de esclavos por las personas de su entorno», incluyendo las que no fueran de la Sociedad de los Amigos. Quizá a Benezet y Woolman les impulsó el saber que, a finales de la sexta y séptima décadas del siglo, el número de esclavos importados en Filadelfia aumentó más que nunca, o acaso los esfuerzos de Benezet se alimentaron de su propia experiencia como miembro de una minoría perseguida. Su comentario predilecto de Montesquieu era que la esclavitud «no es útil ni para el amo ni para el esclavo; para el esclavo porque no puede hacer nada por principio (o virtud) y para el amo porque se le contagian toda clase de malos hábitos del esclavo y se acostumbra insensiblemente a la falta de todas las virtudes morales».
De joven, en Filadelfia, Benezet fue hombre de negocios, pero no tratante, y no empezó a militar hasta después de jubilarse, en 1766. En la segunda edición de Caution and Warning, publicada en 1767, citó el comentario (que luego tomaría como tema) de alguien que visitó las Indias occidentales, en el sentido de que «es asombroso que un pueblo [los ingleses], que, como nación es considerado generoso y humano… pueda vivir practicando tan extremada opresión e inhumanidad sin percatarse de lo inconsecuente de esta conducta».[584]
Cierto es que afirmaba, erróneamente, que los problemas de África se debían todos a la trata atlántica, pero como sabía Las Casas y han descubierto muchos desde entonces, la exageración constituye la esencia del éxito de la propaganda. Benezet emprendió una campaña para convertir a los cuáqueros a sus ideas, sobre todo mediante la correspondencia, pero no sólo escribió a los cuáqueros, sino también a Edmund Burke, al arzobispo de Canterbury y a John Wesley.
Alentado por Benezet, el doctor Benjamin Rush, que no era cuáquero sino presbiteriano, redactó en los años setenta unos admirables folletos que todavía se dejan leer y ayudó a fundar en Filadelfia la primera asociación dedicada al abolicionismo.
Benezet, como Aphra Behn y el casi olvidado Tomás de Mercado, debería ocupar un lugar de honor en la historia de la abolición, pues estableció un vínculo no sólo entre los escritos de los filósofos morales, como Montesquieu, y los cuáqueros, sino también entre Norteamérica y Gran Bretaña y entre los anglosajones y los franceses.
Pero de momento en Inglaterra el impulso de las influencias filantrópicas era jurídico y no religioso y es en el contexto de alguien que había leído a Blackstone —no a Benezet— como debe verse el caso del esclavo Somerset planteado en 1771 ante el juez lord Mansfield, cuya sentencia determinó, sin sensacionalismos, que no podía haber esclavos en Inglaterra. El caso supuso un hito en la historia tanto de la trata como de la esclavitud en sí, aunque no tenía que ver directamente con la trata y aunque algunos historiadores modernos han descartado su importancia por considerarlo sentimental.
Es una historia conocida, de modo que nos limitaremos a resumirla. La inició Granville Sharp, a la sazón oficinista del Estado Mayor; procedía de una familia de sacerdotes anglicanos y era nieto del arzobispo de York; constituye un buen ejemplo de los pacientes filántropos con capacidad para llevar a cabo con gran eficacia tareas aburridas, difíciles, meticulosas, capacidad que todavía hoy asombra en los británicos.
En 1765 hizo amistad con el esclavo Jonathan Strong; lo encontró en la calle, gravemente herido por su amo, David Lisie, de Barbados. Sharp y su hermano William, médico, lo curaron, tras lo cual trabajó para un apotecario, pero Lisie lo vio, por azar, y lo vendió a un plantador en Jamaica; quedaba entendido que no recibiría el pago de treinta libras hasta que Strong se encontrara en un barco, ya listo para navegar a su destino. Dos cazadores de esclavos lo capturaron y lo llevaron a una cárcel privada. Sharp consiguió que lo soltaran, alegando que lo habían detenido sin mandamiento judicial; el plantador de Jamaica demandó a Sharp y Lisie le retó a duelo; ante esto, a Sharp no le quedaba más que estudiar la ley sobre la esclavitud y le inquietó ver que las leyes inglesas poco tenían que decir al respecto.
En tiempos de la reina Isabel un tal Cartwright había traído de Rusia un esclavo, al que declararon libre porque «el aire de Inglaterra era demasiado puro para que lo respirara un esclavo», punto de vista recordado por Serjeant Davy, uno de los abogados en la causa de Somerset. Pero este fallo puede haber sido espurio y en el Londres isabelino y jacobeo se veían esclavos. Cierto que en 1672 Edward Chamberlayne escribió, en The Present State of England (La situación actual de Inglaterra): «Esclavos extranjeros en Inglaterra, no los hay, pues prevalece el cristianismo. Al esclavo extranjero traído a Inglaterra se le libera ipso facto, aunque no se lo libera del servicio ordinario». Este libro, sin embargo, era una copia de otro del mismo título publicado en Francia, en el que se hacía la misma afirmación, igualmente falsa.
A finales del XVII hubo varias sentencias al respecto, debidas al incremento de la trata. Tanto el Tribunal Supremo como el Tribunal ordinario fallaron que los esclavos podían reclamarse en Inglaterra, pero parece que en la causa de Smith contra Brown y Cooper, vista en 1706, el juez sir John Holt determinó que «uno puede ser villano en Inglaterra, pero no esclavo» y hasta que «en cuanto un negro entra en Inglaterra, es libre». Sin embargo, su sentencia no atrajo mucha atención, y el juez Powell, uno de los jueces que presidieron la causa con él, opinaba, al contrario, que «las leyes de Inglaterra no se fijan en los negros». De todos modos, en respuesta a una petición de los plantadores de las Indias occidentales, sir Philip Yorke, fiscal del Tribunal Supremo de sir Robert Walpole, y el procurador general Charles Talbot (mecenas del poeta Thomson) revocaron el fallo en 1729, opinando que en Inglaterra un esclavo no quedaba automáticamente libre y que el bautismo no «le otorga la libertad, ni altera su condición temporal en estos reinos». Además, un amo podía obligar legalmente «a un esclavo a regresar a las plantaciones», decisiones que Yorke confirmó veinte años más tarde, cuando era canciller, ya lord Hardwicke, en la causa de Pearne contra Lisie.
Yorke era reputado como uno de los hombres más duros que hubiesen llegado a canciller, como lo demostraba su actitud con respecto a la ejecución de los pares jacobitas y al caso de almirante Byng, cuyo escuadrón fue derrotado cerca de las costas de Menorca, por lo que fue sometido a consejo de guerra y ejecutado en su propio alcázar, una tragedia que, vista de lejos, hizo que el Candide de Voltaire regresara a Francia. Pero Talbot era un hombre ingenioso y encantador. Resulta difícil entender sus decisiones. También resultó evidente que ni siquiera el bautismo hacía libre a un hombre, a diferencia de lo que hasta entonces daban por supuesto gentes como el esclavo Olaudah Equiano, que en 1761, dos años después de ser bautizado, fue vendido en Gravesend y secuestrado por el capitán Doran en su buque el Charming Sally.
Así pues, en la Inglaterra de los años setenta del siglo XVIII no parecía existir una ley clara al respecto: un juez había dicho una cosa y otro lo contrario. No existía algo como el Code Noir francés, que explicara cómo debía tratarse a los esclavos. Pero la opinión de Yorke era tan conocida que se la consideraba una sentencia. En 1788 una investigación de la Cámara de los Comunes sobre la esclavitud en Barbados declaró que «el poder general que ejerce un amo… sobre su esclavo es más resultado de la implicación (por haber sido comprados como bien, al igual que los caballos y otros animales) que de una ley positiva que defina el poder de un amo en esta isla». En la práctica, pues, la ley del amo era «ilimitada». A la pregunta de qué protección otorgaba la ley a los esclavos en Barbados, la respuesta era: «De hecho, ninguna.»[585]
En Inglaterra también parecía haber falta de «ley positiva» sobre la esclavitud. Se trataba de un asunto importante, pues todos los esclavos negros en Londres podrían presentar demandas si se creían libres. Algunos africanos lo eran, como Francis Barber, criado del doctor Johnson, manumitido por su anterior amo, el coronel Bathurst, y el mayordomo negro de sir Joshua Reynolds; pero otros no lo eran. ¿Acaso no había tenido el rey Guillermo III, «de glorioso recuerdo», un negro favorito cuyo busto se veía aún en el palacio de Hampton Court? A menudo se hacían ventas públicas de esclavos en Bristol y Liverpool. Era ambigua la situación legal de los esclavos en el servicio doméstico de los plantadores que regresaban a Gran Bretaña, como los Hallet de Stedcombe, en las afueras del pequeño puerto negrero de Lyme Regis; sin embargo, cuando John Hallett murió en 1699 y liberó a «mi criado Virgil» es de suponer que creía estar otorgando algo real.
Los esclavos negros que había en Inglaterra habían sido traídos en su mayoría por capitanes, pero, fuera cual fuese su situación, a principios del siglo XVIII se incrementó su número y muchos eran alquilados por sus amos a propietarios de barcos o a capitanes negreros.
Granville Sharp actuó como si las opiniones del fiscal del Tribunal Supremo Yorke no tuviesen validez; fundamentó sus alegatos en la ley de hábeas corpus de 1679 e insistió en que un amo sólo tenía derechos sobre un esclavo si podía demostrar que el cautivo se había «comprometido sin coacción o coerción ilegales», voluntariamente y por escrito. Sin importar las costumbres en las colonias, en Inglaterra los esclavos africanos podían acogerse de inmediato a la protección del rey.
Sus alegatos triunfaron y sus contrincantes en la causa de Jonathan Strong no insistieron. Su éxito y el folleto que redactó después, A Representation of the Injustice and Dangerous Tendency of Tolerating Slavery in England (Una exposición de la injusticia y la peligrosa tendencia a tolerar la esclavitud en Inglaterra), publicado en 1769, Sharp recibió quejas de otros negros en Inglaterra secuestrados o amenazados con el secuestro.[586] Puso el asunto a prueba con la causa del esclavo Thomas Lewis, propiedad de un plantador de las Indias occidentales, que huyó en Chelsea; cuando lo volvieron a capturar y lo embarcaron en un buque a punto de zarpar hacia Jamaica, Sharp entregó al capitán una notificación de hábeas corpus. La causa se presentó ante el juez Mansfield, quien preguntó al jurado si el amo había dejado claro que el esclavo era de su propiedad; si decidían que sí, emitiría un fallo sobre si esta propiedad podía seguir en Inglaterra. El jurado decidió que el amo no había probado nada, de modo que la pregunta más importante no se resolvió y, cosa curiosa, lord Mansfield manifestó que esperaba que nunca se planteara el problema de si a los esclavos se les podía embarcar a la fuerza de vuelta a las plantaciones.
En 1772 Sharp representó al esclavo James Somerset, traído en 1769 de Jamaica a Inglaterra por su amo, Charles Stewart de Boston; escapó en 1771, fue capturado de nuevo y puesto a bordo del Ann and Mary, capitaneado por John Knowles que iba a venderlo en Jamaica. En esta ocasión no cabía duda sobre el derecho del amo sobre el esclavo, pero Sharp consiguió que la causa fuese vista por el Tribunal Supremo, donde, tras un juicio que duró varios meses en el que el abogado de la defensa planteó claramente los problemas esenciales, lord Mansfield decidió que no existía una definición legal en cuanto a si podía haber esclavos en Inglaterra o no. No era el más convincente de los paladines de la libertad, pues obviamente deseaba evitar pronunciarse sobre la cuestión fundamental; para empezar exhortó a las partes a llegar a un acuerdo amistoso y hasta sugirió que el Parlamento podía aprobar una ley que asegurara la propiedad de los esclavos. Sin embargo, cuando no se hizo ni lo uno ni lo otro, y tras dar largas, decidió que la esclavitud era tan «odiosa» que no había nada que la apoyara aun cuando no existiera una ley positiva al respecto, y Somerset fue liberado. Mansfield, como diría él mismo en 1779, «no hizo más que determinar que el amo no tenía derecho a obligar al esclavo a ir a un país extranjero».[587] No hizo una declaración en favor de la emancipación en Inglaterra. Pese a su sentencia, continuó el secuestro de negros en Gran Bretaña para ser llevados de vuelta a Jamaica u otros lugares, caso de que sus amos pudieran arreglárselas.
Cierto es que el representante de las colonias norteamericanas (éstas solían tener un representante en Londres), se burló de los ingleses por manumitir a los esclavos en Gran Bretaña mientras seguían comprando más en las costas africanas. Sin embargo, la nueva sentencia hizo mella en la opinión pública y los periódicos provincianos, incluyendo el Liverpool General Gazette realizaron un buen seguimiento del caso.
Por supuesto, muchos negros presentes en el Tribunal Supremo, que a la sazón se hallaba en el palacio de Westminster, celebraron la «sentencia de Mansfield». Pero pocos cambios hubo en el Caribe y en África. Un joven plantador que fuera a Nevis o Jamaica en los años ochenta podría haber escrito lo mismo que John Pinney diez años antes, después de asistir por primera vez a un mercado de esclavos: «Te lo aseguro, me conmocionó la primera exhibición de carne humana puesta a la venta, pero sin duda Dios los destinó para nuestro uso y provecho; si no, su Divina Voluntad se habría manifestado con una señal o una prueba.»[588]
La causa de Somerset puso en contacto a Granville Sharp y Anthony Benezet, quienes iniciaron una correspondencia. Benezet fue a Londres en 1773 y afirmó en público que si se abolía la trata «espero que el sufrimiento de los que ya lo son [esclavos]… se mitigaría».[589] El viaje de Benezet a Londres, y el de John Woolman, que murió de viruela en York después de pronunciar un discurso ante los cuáqueros de esa ciudad, demuestra que la oposición transatlántica a la esclavitud se extendía, cosa facilitada por el origen inglés de varios de los principales cuáqueros norteamericanos. En 1774 William Dillwyn, ex alumno y amanuense de Benezet, también llegó de Norteamérica con el fin declarado de ayudar a los cuáqueros ingleses a organizar su movimiento en favor de la abolición. Aquel mismo año, inspirado por las cartas de Benezet, John Wesley publicó su Thoughts Upon Slavery (Pensamientos sobre la esclavitud) y de hecho usó profusamente las palabras de Benezet. Impulsado por sus recuerdos de Georgia, donde vivió cuarenta años antes, y por sus conversaciones con los alemanes de Moravia que allí residían, atacó con ferocidad la trata y elogió a los africanos, que se le antojaban dotados de una sensibilidad con la que los capitanes negreros no podían siquiera soñar. A esos capitanes hizo unas preguntas retóricas, a saber: «¿No sienten nunca el dolor de otros? ¿No experimentan compasión? ¿Ninguna lástima por el desdichado? ¿Acaso eran piedras o brutos al ver los ojos anegados, los pechos que subían y bajaban…?» En América —sin duda se refería a Georgia—, se veía a «madres inclinadas sobre sus hijas, humedeciéndoles los pechos desnudos con lágrimas y a hijas colgadas de sus padres, hasta que los latigazos los obligan a separarse». ¿Acaso no probaba eso la humanidad de los africanos? Según Wesley, era preferible que las Indias occidentales se hundieran «en el fondo del mar a que las cultivaran a un precio tan alto».[590]
La novedad aportada por Wesley, el gran metodista, fue su predicción en un folleto de que pronto le llegaría a Inglaterra el momento de arrepentirse; su peor pecado, insistió, era su aceptación y participación en la trata. Dada la atracción del metodismo, ya mayor que la de los cuáqueros, y la atención que despertaba todo lo escrito por Wesley, esta publicación constituyó el más serio ataque a la esclavitud y a la trata que se hubiese lanzado hasta entonces.
Al doctor Johnson le interesaba mucho la creciente controversia y dictó para Boswell una nota al respecto; «Es imposible no concebir que en su estado original los hombres no fueran iguales. Un hombre puede aceptar la vida de un enemigo que lo conquista a cambio de una servidumbre perpetua, pero dudo que pueda legar esa servidumbre a sus descendientes… El argumento se reduce… [al hecho de que] ningún hombre es por naturaleza propiedad de otro. [De modo que] el defendido es por naturaleza libre. Se ha de renunciar a los derechos de la naturaleza… antes de que puedan quitarse con justicia… Exigimos que se pruebe que el defendido haya renunciado a los derechos de la naturaleza.»[591]
Sin embargo, Boswell hablaba para la galería aún convencional cuando proclamó su «más solemne protesta contra la doctrina general [de Johnson] con respecto a la trata, porque… su concepto desfavorable se debía al prejuicio y a informaciones imperfectas o falsas… Abolir una condición que Dios, en todos los tiempos, ha sancionado… no sólo constituiría un robo a un incontable número de conciudadanos sino que constituiría una extrema crueldad hacia los salvajes africanos, a una parte de los cuales salva de la matanza o de una intolerable esclavitud en su propio país y los introduce a una vida mucho más feliz… Abolir esta trata sería», añadió con surrealista extravagancia, «como cerrar a la humanidad las puertas de la misericordia».[592]
Johnson se había opuesto siempre a la esclavitud y en una ocasión, en compañía de «unos graves ancianos en Oxford» brindó por «la próxima insurrección de los negros de las Indias occidentales», ante lo cual Boswell dijo sentirse indignado. El «violento prejuicio [de Johnson] contra nuestros colonos de las Indias occidentales y americanos», escribió, «aparecía en cuanto se presentaba la oportunidad». Johnson, el gran médico, hacia el final de su obra Taxation No Tyranny (Impuestos, no tiranía), preguntaba «¿cómo es que oímos los más fuertes gañidos pidiendo libertad [en las colonias americanas] entre los negreros?». Una vez, conversando con John Wilkes, preguntó burlonamente: «¿Dónde aprendieron el inglés Beckford [el alcalde de Londres] y Trecothick?», ambos de conocidas familias de las Indias occidentales.[593]
La riqueza de las naciones de Adam Smith, publicada en 1776, contenía una crítica diferente pero más eficaz. Si bien, curiosamente, no mencionaba la trata, reconocía que el descubrimiento de América era uno de los dos principales acontecimientos de la historia (el otro era el descubrimiento de la ruta a la India) y sí hablaba de la esclavitud. Siguiendo el hilo de su Teoría de los sentimientos morales, publicada diecisiete años antes, alegaba que la esclavitud no era sino otra limitación artificial al interés propio del individuo. Obviamente, si un hombre no tenía esperanzas de conseguir una propiedad, pensaba Smith, trabajaría mal, pues «en la experiencia de todos los tiempos y naciones… el trabajo realizado por hombres libres es más barato a fin de cuentas que el realizado por esclavos». Esta frase tuvo muchísima influencia, pero se sostenía aún menos que su afirmación de que la tez de las muchachas irlandesas era buena porque comían patatas.[594]
En 1775, por impulso de los cuáqueros, se nombró una comisión de la Cámara de los Comunes para investigar la trata. Una vez acabada la tarea, en 1776, David Hartley, diputado por Hull, hijo de un médico que, como Pope, había escrito un Ensayo sobre los hombres, inició un debate sobre la idea «de que la trata es contraria a las leyes de Dios y a los derechos de los hombres». Le apoyó el filántropo sir George Savile. Así pues, el tema figuró en la agenda política de Inglaterra, si bien, siendo un charlatán aburrido, obstinado, presumido, carente de encanto e ingenuo, Hartley no resultaba el paladín adecuado para una gran causa; fue él quien inspiró el comentario siguiente: «Nadie que no haya ido al Parlamento tiene una idea cabal de lo que es un pesado.»[595]
Al otro lado del Atlántico, la Revolución americana retrasó el debate. Se inició, por supuesto, como rebelión contra el pago de los gravámenes impuestos por una legislatura lejana y nada representativa. No tenía nada que ver con la esclavitud; después de todo, aún había menos esclavos en las colonias británicas continentales que en «las islas»: en 1770 constituían apenas el veintidós por ciento de toda la población de las trece colonias, mientras que en «las islas» el porcentaje era de más del noventa; además, alrededor de un ochenta por ciento de los esclavos en Norteamérica había nacido en ese continente, pues, a diferencia de lo ocurrido en el resto de las Américas, allí el crecimiento natural parecía ya el elemento determinante del tamaño de la población esclava.
Pero el lenguaje utilizado por quienes se rebelaban contra la Corona inquietaba a los cuáqueros abolicionistas. En diciembre de 1771, el semanario Boston Gazette publicó una carta «de un americano» al rey Jorge III, atacando la doctrina según la cual las leyes adoptadas por el Parlamento británico eran vinculantes para los norteamericanos; «decir lo contrario es decir que somos esclavos, pues la esencia de la libertad consiste en someterse únicamente a las leyes aprobadas por nosotros mismos, y estar sometidos a las leyes adoptadas por otros pueblos constituye la esencia de la esclavitud». Este lenguaje, sin duda peligroso, se repetía sin cesar. El doctor Johnson se percató de que los comentarios hechos por dirigentes como Joseph Warren, de Massachusetts o John Dickinson, de Delaware —por ejemplo, «las interminables e incontables maldiciones de la esclavitud», «mis hijos rechazan ser esclavos», el «plan británico de esclavitud», «esclavos tan abyectos como los que se ven en Francia y Polonia en zapatos de madera», o «recibirlos es peor que la muerte, ¡es ESCLAVITUD!»—, demostraban cómo las personas podían utilizar metáforas sin pensar, sobre todo porque tanto la familia como el suegro de Dickinson, Isaac Norris, participaban en la trata.
La rebelión empezó con una decisión tomada por la llamada Asociación, una unión de las colonias, de poner fin al intercambio comercial con la madre patria. Puesto que significaba una importante parte de este comercio, la trata fue una de las primeras que se vio afectada, a lo que se opusieron los mercaderes de Liverpool y Bristol, apoyados por el presidente de la Cámara de Comercio de Londres, el conde de Dartmouth, quien dijo que: «De ninguna manera podemos permitir que los colonos limiten o desalienten un tráfico tan provechoso para la nación.»[596] Fue el conde de Dartmouth quien propuso a John Newton para la parroquia de Olney. Cuando Newton preguntó a Richardson en quién se había inspirado para crear el protagonista sir Charles Grandison de su novela homónima, Richardson contestó que «Dartmouth, si no fuera metodista». El Dictionary of National Biography lo describe como «absolutamente carente de dotes administrativas», lo cual no impidió que fuese uno de los impulsores de la creación de la Universidad de Dartmouth.
En octubre de 1774, tras varias declaraciones de las asambleas de las diferentes colonias, el Congreso Continental dispuso que después del 1 de diciembre ningún esclavo sería introducido en Estados Unidos y prohibió el comercio con otras naciones que tuviera que ver con la trata. Sin embargo, salvo Georgia, cuyas autoridades eran tan ingenuas que creyeron que debían cumplirla, las colonias se pasaron por alto la disposición que, de hecho, casi no recibió atención en la prensa.
Massachusetts es un caso interesante, pues antes de la guerra, su asamblea había intentado por dos veces poner término a la importación de esclavos, con el habitual argumento de que se corría el riesgo de una rebelión de negros si había demasiados, pero el gobernador, general Thomas Gage frustró estos intentos, de modo que la colonia (commonwealth), entró en la guerra por la independencia sin una ley que limitara la trata. Mas el 13 de setiembre de 1776 en la nueva Cámara de Representantes se presentó una resolución que se hacía eco de los philosophes franceses —es probable que el autor leyera la Encyclopédie de Diderot—, por la cual «la venta y esclavización de la especie humana constituye una violación directa de los derechos naturales correspondientes a todos los hombres». Cualquier venta efectuada a partir de entonces sería «nula y sin valor», pero el 16 de septiembre se redactó otro borrador, con un cambio de retórica: «No se permitirá vender a los negros tomados en alta mar y traídos como prisioneros.»[597]
En realidad, la mayoría de rebeldes norteamericanos daban por supuesta la esclavitud. Así, Samuel Phillips Savage, que presidió la famosa reunión en la Vieja Iglesia del Sur, de Boston, en la que se decidió que no se desembarcaría el té si lo gravaban, era asegurador de buques negreros, aunque sin duda también de otra clase de barcos. Destacados negreros o ex negreros, como Philip Livingston y Henry Laurens, nuestro constante punto de referencia, y los mercaderes de Newport y Filadelfia, apoyaron la revolución con su dinero; los encabezaba Robert Morris, el «financiero de la revolución» nacido en Liverpool que, en tanto que socio de la firma Willing & Morris, de Filadelfia, había participado en la trata en los años setenta; también era socio de Anthony Bacon, uno de los comerciantes más astutos de Liverpool que en esa misma década suministraba esclavos a las colonias británicas en nombre del gobierno, si bien antes de la Revolución americana abandonó la trata, se dedicó al hierro en Gales del Sur y pronto hizo fortuna suministrando armas de fuego al ejército británico en Norteamérica. El miembro más importante de la Junta de Comisionados Navales de los estados orientales era William Vernon, de Newport, en Rhode Island, uno de los más conocidos tratantes de esa ciudad.
Varios hombres de mar que ahora disfrutaban de su tiempo de gloria también habían participado en la trata, entre ellos Esek Hopkins, capitán negrero de Newport, que había navegado a África y Surinam para los Brown de Providence, y que en 1775 fue nombrado comandante en jefe de las fuerzas armadas de Rhode Island y más tarde de la armada del Congreso americano, cargo del que fue destituido cubierto de ignominia; el valiente John Paul Jones, capitán del famoso Bonhomme Richard, había sido piloto, en el río Rappahannock, en Virginia, de buques negreros que partían de Fredericksburg; las operaciones contra los británicos en el mar convirtieron en héroe a James de Wolf, de Bristol, en Rhode Island y así se inició una de las grandes carreras y fortunas en la trata; hasta Benjamin Franklin, el más reflexivo de los norteamericanos, se mostraba cauteloso en lo referente a la abolición: «La esclavitud es una degradación tan atroz de la naturaleza humana», dijo, «que su extirpación, si no se hace con solícito cuidado, podría en ocasiones suponer la fuente de graves males».[598] Por su parte, en estos años los cuáqueros se vieron desacreditados por negarse a apoyar la acción armada en la guerra contra los ingleses, aunque en 1776 hicieron un llamamiento a los propietarios de esclavos para que se salieran de la Sociedad de los Amigos.
Así y todo, en las discusiones que prepararon el terreno para la redacción de la Declaración de Independencia se hicieron algunas críticas a la trata y el primer borrador de Jefferson contenía una cláusula condenando a Jorge III por librar una «guerra cruel contra la mismísima naturaleza humana, violando sus derechos más sagrados a la vida y a la libertad en las personas de pueblos distantes que nunca lo ofendieron, capturándolos y llevándolos en esclavitud a otro hemisferio», afirmación tan poco ajustada a la realidad histórica como injusta, aunque el rey se entusiasmaría posteriormente con la trata. Más tarde Jefferson explicaría que esta frase se omitió «para complacer a Carolina del Sur y a Georgia, que nunca intentaron restringir la importación de esclavos y que, al contrario, deseaban seguir haciéndolo». «Nuestros hermanos del norte», añadió, «se sintieron, creo, también un poco heridos por esas censuras, pues, aunque pocos esclavos poseían, habían provisto a otros de considerables cantidades [de esclavos]». Los Artículos de la Confederación guardaron, así, silencio en cuanto a la trata.[599]
No era de sorprender, pues, que fuese el conde de Dunmore, gobernador de Virginia y leal al rey, el único comandante que manumitió a los esclavos en un intento de granjearse el apoyo de los negros; pero, aunque estos guerreros esclavos llevaban un emblema que rezaba «Libertad para los esclavos», no fueron de gran ayuda en el aspecto militar. El gobierno británico rechazó el audaz plan de Dunmore para reconquistar las colonias meridionales con un ejército negro, si bien muchos más esclavos lucharon por los británicos que por los rebeldes (es posible que los británicos evacuaran hasta cincuenta mil a Canadá o Nueva Escocia, algunos de los cuales luego regresaron a Estados Unidos). El ejército revolucionario norteamericano también hizo uso de los negros (negros libres en las batallas de Lexington y Bunker Hill), pero luego los rechazó para acabar permitiéndoles que se alistaran de nuevo. John Laurens, hijo del arrepentido Henry, trató de crear un ejército de tres mil esclavos en Carolina del Sur, aunque el Congreso no le apoyó.
Entretanto, las prósperas colonias caribeñas, encabezadas por Barbados y Jamaica, se negaron a apoyar a las colonias continentales, pues temían perder sus esclavos, cosa que supuso un alivio para Gran Bretaña, porque en 1773 Jamaica por sí sola importaba cinco veces más que las trece colonias norteamericanas juntas.
Cabe añadir otro comentario de la época, el de Edmund Burke, el filósofo y estadista, favorable a una política de conciliación con las colonias norteamericanas, pero que a la sazón era diputado por Bristol, uno de los principales puertos negreros de Gran Bretaña; para colmo, el otro diputado de esta ciudad, Henry Cruger, nacido en Norteamérica, había invertido a menudo en viajes de la trata. En el discurso que pronunció ante la Cámara de los Comunes en marzo de 1755, Burke abogó por negociar con los colonos y se opuso a la idea de castigarlos mediante la manumisión de sus esclavos, pues «resultaría bastante extraño» ofrecerla libertad a esclavos «que llegaran en un buque africano con un cargamento de trescientos negros al que se niega la entrada en los puertos de Virginia y Carolina; sería curioso ver al capitán de Guinea intentar a la vez hacer pública su proclamación de libertad y anunciar la venta de los esclavos».[600] Pero, mientras los norteamericanos luchaban por una clase de libertad, no pensaban mucho en la libertad de los esclavos.
Nada más terminar la guerra, empezaron las discusiones acerca de la esclavitud. Varios estados aceptaron no sólo la abolición de la trata sino la emancipación. Los impulsores de estos asombrosos cambios fueron de nuevo los cuáqueros, que con la paz recuperaron el respeto público; a la sazón la Sociedad de los Amigos constituía un movimiento transatlántico y en ambos lados sus miembros se mantenían en constante contacto. Nuevos polemistas tomaron la palabra, entre ellos David Cooper, que señaló que Washington y sus amigos habían pedido a Dios que liberara a los norteamericanos de la opresión, mientras se oían «suspiros y quejidos» a consecuencia de una opresión peor.[601]
Pennsylvania abolió la esclavitud en 1780, aunque bien es cierto que la ley se refería sólo a generaciones futuras y retrasaba la libertad de los esclavos hasta que cumplieran los dieciocho años, y que la participación en la trata de este estado no se prohibió hasta 1789. Entre 1780 y 1804 Nueva York, Nueva Jersey y hasta Rhode Island adoptaron, no sin oposición, leyes similares de emancipación gradual o matizada. Canadá septentrional y meridional, que eran todavía colonias británicas y donde había pocos esclavos, los imitaron. En 1786 sólo en Georgia se podían importar legalmente. ¡Qué ironía teniendo en cuenta que era el estado que no había legalizado la esclavitud hasta 1750!
En Gran Bretaña, que contaba con más esclavos —probablemente unos ochocientos mil en las Indias occidentales— que en los nuevos Estados Unidos —acaso unos seiscientos cincuenta mil—, las gentes progresistas empezaban a pensar, no en la abolición de la esclavitud y la trata, sino en lo deseable de que la esclavitud fuese menos cruel y se reglamentara. Así, en 1780, Burke ideó un plan para que la esclavitud y la trata fuesen más humanas, así como para civilizar las costas de África, pero se retractó al ver la influencia de los intereses de las Indias occidentales en la Cámara de los Comunes. Unos años antes, y pese a la admiración que sentía por Montesquieu, había demostrado, en una carta dirigida a su amigo Harry Garnet, que la trata no le preocupaba en absoluto: «Sólo te molestaré con otro punto y es recomendarte que analices con seriedad las consecuencias que probablemente tendría cualquier proyecto de alterar los estatutos actuales de la Real Compañía Africana [la RAC]. La ley en que se sustenta fue redactada por los hombres más experimentados y después de las deliberaciones más ponderadas». Sin embargo, algunos pensadores escoceses siguieron oponiéndose a la esclavitud; así, el historiador William Robertson, miembro de una sociedad de debates en Edimburgo a la que también pertenecían Adam Ferguson y Adam Smith, explicó en su History of America (Historia de América), publicada en 1777, que la trata era «un comercio odioso, no menos repugnante para los sentimientos humanos que para los principios de la religión».
En Francia, que a la sazón parecía menos propensa a las alteraciones sociales que Gran Bretaña, ya se expresaba una oposición más enérgica a la esclavitud. En 1769 el poeta Charles-François Saint-Lambert, en su novela Zimeo, creó a Wilmouth, cuáquero filántropo y curioso personaje; en 1770 Louis-Sébastien Mercier, en su L’An 2440: Rêve s’il en fut jamais (El año 2440: Un sueño, como no lo ha habido nunca), describe cómo el protagonista se despierta después de setecientos setenta y dos años de sueño y se encuentra con un París en el que han desaparecido todas las injusticias, donde se habla griego y latín en la calle y donde se ve un «monumento singular» de mármol, con «en un magnífico pedestal, un hombre, desnuda la cabeza, con el brazo tendido, la mirada orgullosa, porte noble, imponente. En torno a él había veinte cetros destrozados. A sus pies se leía la leyenda “al vengador del Nuevo Mundo”». El libro, claro, fue proscrito.[602]
Luego, en su Histoire philosophique et politique des Indes (Historia filosófica y política de las Indias), el abate Raynal y sus colaboradores, entre ellos Diderot, volvieron a alegar que la esclavitud iba contra la naturaleza y era, por tanto, universalmente mala. Hoy día el libro resulta confuso, por muy elocuente que fuese, pero cuando se publicó, en Amsterdam, en 1770, resultó electrizante. Raynal había sido jesuita, periodista del Mercure de France y había frecuentado los salones de París, incluyendo el de la famosa madame Geoffrin. Aunque uno de sus biógrafos ha sugerido que había invertido en la trata, describió en términos polémicos las condiciones viles en que vivía la mayoría de africanos en el Nuevo Mundo y añadió que a las mujeres se les daban trabajos tan duros que no podían siquiera pensar en tener hijos; según él, los españoles hacían de sus esclavos compañeros de su indolencia, los portugueses los hacían instrumentos de su libertinaje, los holandeses los convertían en víctimas de su avaricia y los ingleses los trataban como seres puramente físicos, nunca con familiaridad, no les sonreían y ni siquiera les hablaban. En su opinión, los franceses, menos orgullosos y menos desdeñosos, les conferían una moralidad que les permitía olvidar lo intolerable de su condición. Los protestantes dejaban que sus cautivos se cocieran en su propio «mahometanismo» o su idolatría, a condición de que trabajaran, mientras que los católicos se creían en el deber de darles el bautismo, aunque fuese rudimentario.
Raynal consideraba necesario hacer más soportable la situación de los esclavos: debía dárseles más música, decía, para que bailaran; alentar a las mujeres a formar familias para que hubiese más mano de obra acostumbrada desde la infancia a la luz de las Américas. «Probaré que ninguna razón de Estado puede autorizar la esclavitud» alegó con orgullo. «No temeré denunciar, ante el tribunal de la razón y la justicia, a esos gobiernos que toleran esta crueldad o que ni siquiera se avergüenzan de sustentar en ella su poder». A continuación, destrozó sistemáticamente los argumentos de todos los «verdugos de sus hermanos» que trataban de justificar la esclavitud y reservó una golpe final para quienes alegaban que la esclavización de los africanos era «el único modo de conducirlos a la beatitud eterna mediante el gran beneficio del sagrado bautismo». «¡Oh, piadoso Jesús!», continuó, «¿habrías podido predecir que Tus dulces doctrinas podrían usarse como justificación de tal horror?».
Según Raynal, la gradual abolición de la esclavitud en Europa se debía no a la religión sino a las decisiones de varios monarcas que creían con eso arruinar a sus vasallos feudales. Las Américas habían ofrecido un nuevo e ilimitado campo para la explotación de los seres humanos y la expansión europea a América estuvo marcada desde un principio por la opresión. Desde el Renacimiento, la trata podía atribuirse a una generación de piratas de Francia y Gran Bretaña. «Quien justifique tan odioso sistema merece el silencio burlón del filósofo y que se le clave una daga en la espalda».
En opinión de Raynal, la abolición de la esclavitud sería resultado de una revolución de esclavos encabezada por un héroe que emborracharía «a los americanos con sangre largo tiempo esperada», como casi había sucedido en una terrible rebelión esclava en la isla danesa de Saint John en 1731; desaparecería el Code Noir que, se suponía, regulaba el trato que habían de dispensar los amos a los esclavos en los territorios franceses, y sería sustituido por un Code Blanc, que sería terrible, creía Raynal, si reflejaba el derecho a la venganza.[603]
Si bien el clero de Burdeos pidió que se prohibiera la obra de Raynal por su trato de la religión, y en París el Parlamento ordenó que el verdugo público la quemara, su influencia se extendió pronto en la sociedad. Fue por haberlo leído que en 1777 un comerciante hugonote, A. Triquier, declaró abiertamente en una reunión de la Academia en Marsella: «¿Pero cómo podemos pasar por alto y en silencio los medios que hemos inventado para arruinar América, después de haberla devastado…? ¡Somos unos bárbaros!», exclamó —Raynal también había descrito a los europeos como «bárbaros»—, y añadió: «¿Queréis persuadirme de que un hombre puede ser propiedad de un soberano, un hijo, propiedad de un padre?» Después de todo, Dios era el Padre, no el amo. Por este discurso ganó un premio.[604]
Pero de momento la respuesta administrativa a los problemas planteados por los cuáqueros, los philosophes, Granville Sharp, unos cuantos frailes portugueses y Raynal, se limitó a trazar una línea entre lo que se refería a los imperios y lo que ocurría o se permitía en la metrópoli. En 1773, con una medida presentada como progresista, a «las gentes de color» de Brasil se les prohibió entrar en Portugal, que había abolido la esclavitud en 1750.
Parece que la última venta pública de un negro en Inglaterra se llevó a cabo en Liverpool en 1779. En 1777, una declaración real prohibió la entrada de negros en Francia, porque «se casan con europeos, infectan los burdeles, y se mezclan colores», aunque cabe dudar de que surtiese efecto, pues en 1783 una circulaire ministerial se quejó de que todavía se desembarcaban sirvientes negros: «A diario los confiscan y sus amos insisten que no han oído hablar de la ley de 1777.»[605]