23. SOBRE TODO UNA ALMA BUENA

No puede uno ponerse en el estado de ánimo en que Dios, que es un Ser muy prudente, asumió el colocar una alma, sobre todo una alma buena, en un cuerpo tan negro.

MONTESQUIEU, L’Esprit des lois

«El atractivo meteoro africano», como describió la trata atlántica un polemista empleado por los capitalistas de Liverpool, estaba en su apogeo en los años noventa del siglo XVIII.[521] Barcos bien equipados transportaban todos los años unos setenta mil africanos o más a los entusiastas puertos de la costa del norte y del sur de las Américas y del Caribe. Tal vez la mitad de este número iba en buques al mando de capitanes de la nación más moderna y amante de la libertad, Gran Bretaña. Unos dos tercios de los cautivos iban destinados a colonias que producían el más deseado de los productos tropicales, el azúcar. Debía de haber unos tres millones de esclavos, en total, en el Nuevo Mundo. William Pitt, primer ministro británico de 1783 a 1801, pensaba que el comercio de las Indias occidentales, que tanto necesitaba de los esclavos, era responsable de las cuatro quintas partes de los ingresos que llegaban a Gran Bretaña desde el otro lado del océano.[522]

Muchos comercios subsidiarios dependían de la trata: el algodón de Manchester y Rouen, la lana de Exeter, el ron de Rhode Island, el brandy de Río de Janeiro, el vino de Burdeos y La Rochelle, y las armas de fuego de Birmingham y Rotterdam. Todos los interesados en estos productos sabían que el «comercio africano» constituía un mercado importante para los mismos.

Cada dos por tres aparecían nuevos avances marítimos o tecnológicos que facilitaban las cosas a quienes se dedicaban a este comercio. Así, en los años setenta los barcos de la trata comenzaron a navegar con quillas cubiertas de cobre, que resistían mejor el desgaste producido por los moluscos y avanzaban más de prisa. El primero de los buques con esta innovación fue la fragata Alarm, en noviembre de 1761. Hasta en Luanda, ese cementerio angoleño de blancos, un gobernador portugués introdujo nuevas reglas de higiene en los barcos con rumbo a Brasil e insistió en que sus propios funcionarios inspeccionaran los buques en vez de dejar esta tarea a elementos locales.

Las autoridades imperiales europeas se mostraban menos preocupadas por la exclusividad nacional. Después de 1783, Francia abrió sus puertos de la trata en el Caribe a los comerciantes extranjeros, a condición de que pagaran un impuesto. El liberal virrey de Nueva Granada, el arzobispo Caballero y Góngora, propició un activo comercio de esclavos entre Cartagena de Indias y las Antillas inglesas, a mediados de los años ochenta.

El mayor puerto francés de la trata, Nantes, que en el XVIII envió a África más de mil cuatrocientas expediciones de la trata, y que en la misma época desafiaba a Liverpool como principal transportador de esclavos, ofrecía «este signo de prosperidad que nunca engaña, es decir, nuevos edificios. El barrio cercano a la Comédie [el nuevo teatro] es magnífico, con todas las calles en ángulo recto y casas de piedra blanca», escribía Arthur Young. «Dudo que haya en toda Europa una mejor hostería que el hôtel Henry IV.»[523] En un informe de Francis Lefeuvre podemos vislumbrar a esos notables aristócratas, los tratantes de Nantes: «Forman una clase aparte que nunca, excepto cuando lo exigen los negocios, se mezcla con los otros mercaderes, quienes se les dirigen con muestras de profundo respeto… Son personajes importantes, que se apoyan en altos bastones de puño dorado… ataviados con esplendidez, con la peluca bien arreglada y empolvada, con trajes de seda de colores oscuros o claros, según la estación, que llevan largos chalecos y calzones también de seda, y medias blancas y zapatos con grandes hebillas de oro o plata. Llevan espada… Lo que más ha de admirarse es su ropa blanca y el resplandor de sus camisas, que envían a que las laven en los arroyos de montaña de Saint-Domingue, cuya agua blanquea la tela mucho mejor que la de los ríos franceses.»[524]

En Inglaterra, Temple Luttrell, diputado por Milborne Port, reflejaba el sentir común cuando declaraba en la Cámara de los Comunes, en 1777, que «algunos caballeros pueden considerar la trata de esclavos inhumana e impía, pero tengamos en cuenta que si han de mantenerse y cultivarse nuestras colonias, cosas que sólo pueden hacer los negros africanos, es mejor abastecernos… con bajeles británicos».[525] Por algo, podría añadirse, este miembro del Parlamento era nieto de un gobernador de Jamaica.

Los ambiciosos países europeos expandían sus intereses en el Caribe. En 1784 Suecia recibió una isla, la árida San Bartomeo, en las Antillas menores, con cuatrocientos ocho esclavos y quinientos cuarenta y dos colonos franceses; se la dio Luis XVI a cambio de que se concedieran a los franceses privilegios comerciales en la ciudad sueca de Gotemburgo. El gobernador de esta nueva colonia trató de fomentar una trata sueca, pero el proyecto no prosperó.

Como ya señalábamos, se acercaba un cambio fenomenal. En la Gran Bretaña, en las colonias anglosajonas, en Francia y luego en los muchos lugares donde eran influyentes las ideas francesas e inglesas, aumentaba la hostilidad tanto hacia la trata como hacia la existencia misma de la esclavitud.

El siglo XVII, tan productivo en ideas políticas, no fue pródigo en críticas a la esclavitud. Cierto que Millón escribió algunos hermosos versos insistiendo en que Dios «no hizo señor al hombre sobre el hombre, / reservándose para sí este título, / dejando a los humanos libres de los humanos».[526] Pero no queda claro si la idea de «africanos» está incluida en este generoso comentario. Grocio y Hobbes consideraban tan razonable la esclavitud como la había considerado sir Tomás Moro. Locke la veía como «un estado de guerra permanente entre un conquistador legítimo y un cautivo».[527] Probablemente inspiró un párrafo de las Constituciones Fundamentales o «Gran modelo de la nueva colonia de Carolina», y, según se vio, fue accionista de la RAC. George Fox, fundador de los cuáqueros, predicó por carta la hermandad a los propietarios de esclavos de las Indias occidentales y denunció la esclavitud en Barbados, mas en Pennsylvania era propietario de esclavos, igual que su discípulo William Penn, fundador de la colonia.

En la Iglesia católica había, desde hacía algún tiempo, cierta incomodidad sobre el tema, pero los documentos de la corona y del pontificado continuaban denunciando más bien la esclavización de los apacibles indios que la de los competentes africanos. En 1609 unas firmes declaraciones de Felipe III de España (y II de Portugal) se referían a los grandes excesos que podría provocar el hecho de permitir la esclavitud en todos los casos.[528] Pero el monarca se refería, evidentemente, a los esclavos indios. El papa Urbano VIII (Barberini), en una carta de 1639 a su representante en Portugal, condenaba de modo absoluto la esclavitud y amenazaba con la excomunión a quienes la practicaran, denuncia derivada explícitamente de la visita de jesuitas españoles a Roma para protestar contra la esclavización de miles de indios brasileños por los bandeirantes de São Paulo.[529]

La declaración del papa Urbano provocó una gran conmoción en Brasil. En Río expulsaron de sus colegios a los jesuitas, pues se sabía que habían incitado al papado, pero, una vez más, la controversia se refería solamente a los esclavos indios. Es cierto que a menudo los misioneros, en sus cartas a la Congregación por la Doctrina de la Fe, describieron los malos efectos en su labor de la esclavitud de negros, y en 1686 hubo una nueva e ineficaz condena papal de la esclavitud, pues en los puertos atlánticos los católicos se mostraban tan sordos a estas declaraciones como los protestantes. No hay constancia, en el siglo XVII, de ningún sermón, en la catedral de Saint André de Burdeos o en una reunión presbiteriana de Liverpool, que condenara la trata de negros. La Rochelle y Nantes estaban muy alejadas en cuestiones religiosas, pero eran unánimes en cuanto a los beneficios de la trata. El gran predicador de la época, Antonio Vieira, era amigo de los indios del Amazonas, pero no de los esclavos africanos, cuya suerte nunca mencionó en ninguno de sus asombrosos sermones. Como Las Casas ciento cincuenta años antes, sugirió que se resolviera el problema de la escasez de mano de obra en Brasil con la importación de esclavos africanos, gracias a lo cual los indios podrían vivir mejor.

Como se recordará, la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales al principio se pronunció contra la trata. Amsterdam adoptó una actitud humanitaria en este tema, a comienzos del siglo XVII, como ya se vio cuando se habló en el capítulo diez de la obra de Brederoo. Pero en la tercera década del siglo ya se habían olvidado estas vacilaciones, lo cual debería ser un recordatorio de que el humanitarismo puede aumentar lo mismo que disminuir, en el siglo XVII lo mismo que en el XX.

Entretanto, hubo algunos contratiempos en Francia para los tratantes. Cuando se propuso que se importaran africanos al imperio francés, se dice que Luis XIII palideció y se negó, dado que la esclavitud estaba prohibida en territorio francés, pero le convencieron de que al apartar a aquellos infelices seres del paganismo los negreros los convertirían a la religión cristiana. Parece ser que en su lecho de muerte dijo que «ya que los salvajes se convertirán a la fe cristiana, serán franceses capaces de todas las responsabilidades, honores y donaciones» propias de un francés.[530] Francia, así, se acostumbró en el siglo XVII a ver a negros, en su mayoría de las Antillas, pero algunos directamente de África, por ejemplo la esclava Aniaba, bautizada por Bossuet, y criada de la reina Ana de Austria. En 1642 el sínodo protestante de Rouen reprobó a las «personas excesivamente escrupulosas que consideran ilegal que los mercaderes protestantes comercien con esclavos»,[531] lo cual era una observación de apoyo al comercio, dado que Rouen estaba a punto de iniciar una larga, aunque poco importante, etapa como puerto de la trata. En 1698, el teólogo Germain Fromageu, que presidía en París un tribunal para casos de conciencia, denunció a los numerosos tratantes y propietarios de esclavos que no se aseguraban de que sus esclavos fuesen obtenidos legítimamente, es decir, por la guerra y no por el secuestro. Pero todo esto era una minucia y la trata francesa, como se ha visto, proporcionó abundantes beneficios económicos durante todo el siglo XVIII.

Pese a la condena de la esclavitud de indios formulada por el papa y otros personajes, existía poca diferencia en el trato dado por los europeos a los esclavos indios y a los africanos. A los indios capturados por los colonos anglosajones de América del Norte se les castigaba a veces trasladándolos a las Indias occidentales. Las dudas que los colonos pudieran experimentar acerca de la esclavitud de los indios se derivaban tanto de la razón de Estado como de la piedad, pues se consideraba peligroso convertir a ciertos pueblos indios en enemigos. Por esta razón y no, al parecer, por delicadeza de sentimientos, Massachusetts, Connecticut y Rhode Island prohibieron al principio del XVIII la importación de esclavos indios, y Jamaica, cuya población indígena se había extinguido mucho tiempo antes, hizo lo mismo, aunque esperó hasta 1741.

En la segunda mitad del siglo XVII se escucharon en Inglaterra algunas críticas del provechoso comercio con trabajadores indentured, pero en 1670 se rechazó una propuesta de ley que prohibía la exportación de condenados por la justicia, y ni siquiera se discutió otra contra el robo de niños. El juez Jeffreys, dando muestras de una humanidad por la cual no destacaba precisamente, quiso encarcelar a un alcalde de Bristol que permitía el secuestro de trabajadores, pero no se condenó a los mercaderes que se beneficiaban con ello.

De todos modos, en los inicios de la aventura anglosajona en América del Norte hubo algunas dudas sobre la moralidad de la trata y hasta de la esclavitud como tal. La Lista de Libertades de Massachusetts, de 1641, por ejemplo, contenía esta délfica declaración: «Nunca habrá entre nosotros ninguna esclavitud de cuerpo, vecindad o cautiverio, a menos que sea de cautivos hechos legítimamente en una guerra justa y de forasteros que voluntariamente se vendan a sí mismos o se nos vendan… con tal de que esto no exima a nadie de servidumbre que sea juzgada por la autoridad.»[532] Aunque, desde luego, el concepto de guerra justa era menos claro de lo que hubiese debido ser. Además, al publicarse en 1672, esta Lista dejó fuera las palabras «y de forasteros».

En 1644 un buque de Nueva Inglaterra regresó de África con dos esclavos; una disputa judicial demostró que habían sido secuestrados y no comprados; los magistrados de Massachusetts ordenaron que fuesen devueltos a África los dos esclavos y que los marineros que los secuestraron fuesen detenidos. Una decisión anterior del Tribunal General de Rhode Island contenía la mordaz reflexión de que si bien era «práctica común entre los ingleses comprar negros, con el fin de tenerlos a su servicio para siempre», se ordenaba solemnemente a los habitantes de Rhode Island que impidieran que «seres humanos negros o blancos fuesen forzados por contrato o de otro modo… a servir a cualquier persona… por más de diez años».[533] Era una orden que los habitantes de Rhode Island en particular iban a encontrar muy difícil obedecer.

Esos documentos son ambiguos; algunos investigadores modernos consideran que prueban que la esclavitud resultaba aborrecible para los primeros colonos, y otros estiman que indican que Massachusetts se daba tanta cuenta como otras colonias de la necesidad de esclavos. En realidad, el hecho de que se dispusiera de trabajadores indentured europeos restaba urgencia a la necesidad de esclavos, por lo menos hasta que a comienzos del XVIII los ingleses empezaron a preocuparse más de la insuficiencia que del exceso de población; de todos modos, el trabajador indentured, con su compromiso de trabajar sólo durante diez años, se consideraba habitualmente más caro que un esclavo negro.

Estas actitudes norteamericanas hallaron cierto apoyo en una petición del reverendo Richard Saltonstall, que en 1645 denunció no sólo el asesinato de algunos esclavos negros, de los que se decía que fueron traídos a Nueva Inglaterra desde África, sino también «el acto de robar negros o de capturarlos por la fuerza… el día domingo», lo cual era «contrario a la ley de Dios y de este país».[534] Pero Cotton Mather, que fue uno de los fundadores de Yale y que defendió constantemente el deber de dar buen trato a los esclavos, en varias de sus cuatrocientas cincuenta obras publicadas parecía inquieto por la «afición a la libertad en tantas mentes cautivas» pues, decía, haciéndose eco de una opinión compartida por millares de europeos, «viven mejor aquí de lo que hubiesen vivido como hombres libres en África».[535] Todas estas contradicciones tenían su origen en el hecho de que no hubiese ley alguna en la Norteamérica inglesa que afirmara positivamente que la esclavitud era legal, sino que se presumía que lo era debido a su inmemorial existencia.

Estas ambigüedades no persistieron. Joseph Dudley, un gobernador de Massachusetts frío, ambicioso y eficiente, informaba en 1708 que la colonia tenía quinientos cincuenta esclavos, la mayoría en Boston y comprados en las Indias occidentales. En Rhode Island, la hostilidad a la esclavitud, si es que llegó realmente a ser profunda, se vio limitada por el deseo de su asamblea de obtener ingresos con los impuestos a la importación, aunque se afirmaba que «el único abastecimiento de esclavos de esta colonia es de… Barbados».[536]

A finales del XVII se oyeron algunas voces protestantes inglesas que atacaban la esclavitud, precisamente cuando se iniciaba la participación inglesa en la trata. El puritano Richard Baxter, por ejemplo, comparaba a los propietarios ingleses de esclavos con los conquistadores españoles, comparación que estimaba muy insultante; pensaba que era más apropiado llamar demonios a los propietarios de esclavos que tenerlos por cristianos. Luego, la notable Aphra Behn, la primera mujer inglesa que se ganó la vida escribiendo, elogió en 1688, en su obra Oroonoko or the History of the Royal Slave, a un noble africano de la Costa de Oro, con un rostro de «ébano perfecto», muerto después de encabezar una rebelión de esclavos en Surinam, colonia holandesa que la autora había conocido de niña y donde su supuesto padre había sido gobernador durante el breve tiempo en que fue colonia británica. Una versión teatral de esta novela, realizada en 1696 por Thomas Southerne, en la que se presentaba la situación de estos nobles esclavos, fascinó al público inglés y francés durante casi un siglo. Oroonoko, es cierto, ofrecía «oro o una gran cantidad de esclavos» a cambio de su propia libertad, dando así muestras de un egoísmo que no agradó a los adversarios posteriores de la esclavitud. Pero la aportación de Aphra Behn a la iniciación del movimiento abolicionista no es una exageración, pues ayudó a preparar los espíritus cultivados para un cambio por razones humanitarias, en lo cual fue más influyente que papas y misioneros.[537]

A principios del XVIII cada vez fueron más y más frecuentes las señales de que algún tipo de dimensión moral debía influir en la trata. En 1707, un secretario nada menos que de la RAC, el coronel John Pery, escribía a William Coward, un vecino suyo interesado en organizar un viaje de la trata, que era «moralmente imposible que dos hileras de negros puedan almacenarse entre dos cubiertas en menos de dos metros», y reconocía que cualquier reducción en esto pondría en peligro los beneficios de la expedición, mientras que era posible añadir una hilera.[538]

Veinte años después, en 1729, el médico doctor Thomas Aubrey recordaba que su capitán, a bordo del negrero Peterborough, había preguntado «¿qué diablos hace que mueran tan de prisa esos apestosos sapos?», a lo cual el doctor contestó que «la inhumanidad, la barbarie y la gran crueldad del capitán y su tripulación». Aconsejaba a los tratantes que cuidaran tanto a los esclavos como si fueran hombres blancos, «pues aunque sean paganos, tienen una alma racional como nosotros, y Dios sabe si el día del juicio final no será más tolerable para ellos que para muchos que se proclaman cristianos».[539]

En Inglaterra, el siglo XVIII no fue precisamente una época sentimental, pero produjo una masa de poesía importante que directa o indirectamente condenaba la trata. Era poesía que seguía el estilo del famoso poeta escocés James Thomson, quien en un libro enormemente popular, Seasons, publicado en 1726, describía a un tiburón que sigue un barco negrero «atraído por el olor de multitudes sudorosas, de enfermedad y muerte…» y que «pide su parte de la presa a los socios de este comercio cruel / que priva de sus hijos a la desgraciada Guinea».[540]

Estos versos son tanto más acerbos cuanto que Thomson fue el autor, en 1740, del famoso poema patriótico Rule Britannia! en que se afirmaba que los británicos (aunque pudieran ser comerciantes de esclavos) nunca serían esclavos.

Daniel Defoe, Richard Savage, William Shenstone y hasta Alexander Pope preguntaban sin tapujos: «¿Por qué he de ver cómo los hijos negros de África / son vendidos como esclavos cuando la naturaleza los ha hecho libres?», e imaginaban, como Pope, «alguna feliz isla en la vastedad donde los esclavos una vez más tengan su tierra natal».[541] Sir Richard Steele también se refería con emocionadas palabras, en uno de sus ensayos, a la cuestión de la esclavitud, y lo mismo hacía Laurence Sterne en su Tristram Shandy.

Pero algunas de estas alusiones eran meros aspavientos, pues parecía señal de elegancia, para esos caballeros a la moda, fingir indignación por los sufrimientos de los africanos. Sus contemporáneos hablaban siempre de la esclavitud en uno u otro contexto, como cuando se decía que alguien era «esclavo de la pompa», como lo hizo Savage, o que alguien no «es esclavo de ninguna secta» como escribió Pope. Se llegó incluso a convertir África en Afric, para facilitar la versificación, que a veces llegó a extremos increíbles, como cuando el obispo Heber ensalzaba en uno de sus himnos «las soleadas fuentes de Afric…».

Poco imaginaban lo que entrañaba cuanto decían, por mucho que algunos libros describieran con exactitud el comercio de esclavos, como el Voyage to Guinea, Brasil and the West Indies de John Atkins (1735), que había sido médico de la armada. Daniel Defoe, más polemista que poeta, no insistió en el tema, al que aludió en su Robinson Crusoe, pues las iniquidades de Inglaterra misma atraían toda su atención y había participado en la creación de la mayor de las empresas de la trata, la Compañía del Mar del Sur. El poeta Thomson aceptó la sinecura de inspector general de las islas de Sotavento, entre las cuales había varias muy prósperas que utilizaban la mano de obra esclava, como Nevis y Saint Kitts. Sin embargo, las aportaciones de estos escritores fueron, a la larga, muy importantes, pues ayudaron a crear un estado de ánimo gracias al cual las personas cultas del país más libre de Europa, que era también el mayor país de la trata, deploraban la institución de la trata en África, ya que no la esclavitud en sí misma.

La Iglesia de Roma continuó formulando intermitentes condenas. En 1683, por ejemplo, el cardenal Alderamo Cibo, secretario de Estado del Vaticano, escribió en nombre del Sacro Colegio a la misión de los capuchinos en Angola, que tenía entendido que «el pernicioso y abominable abuso de vender esclavos continuaba… y nos exige que empleemos nuestro poder para remediar este abuso, aunque no tenemos mucha esperanza de conseguirlo, pues el comercio de ese país consiste enteramente en esclavos y marfil».[542] Lo que los capuchinos hicieron fue tratar de impedir que los protestantes ingleses y holandeses compraran esclavos, pero esto también resultó imposible. Cierto que en 1684 dos frailes capuchinos empezaron a hablar en La Habana contra la trata: el gobernador los envió de regreso a España en el primer barco, y el Consejo de Indias declaró que nunca se les permitiría volver a América. Luego, ya al final del XVII, el obispo de las islas de Cabo Verde, frei Victoriano Portuense, denunció que era habitual que no se bautizara a los esclavos: «Sabiendo las manifiestas injusticias con que se hace esclavos de las gentes de Guinea, la sola excusa… es decir que se llevan a estos gentiles para que reciban la luz de la Iglesia», pero, agregaba, tal vez con ironía, «mis escrúpulos no son tan grandes como para condenar totalmente este comercio, dado que lo toleran tantos hombres de letras y grandes teólogos».[543]

Por la misma época tuvo lugar en el Congo una curiosa conversación entre un capitán inglés y el padre Merolla, un italiano de la orden de los capuchinos, que para entonces era la más ejemplar y la única con misioneros en el interior del Congo, asolado por las fiebres. El capitán acusó al fraile de tratar de persuadir al rey del Congo de que no le vendiera esclavos, a lo cual contestó el padre Merolla que el rey de Portugal había dado órdenes de que no se hicieran ventas de esclavos a los herejes. El capitán dijo que el duque de York, presidente de la RAC, era católico romano, y el fraile contestó que estaba seguro de que el duque no deseaba que sus representantes saquearan ciudades africanas y capturaran esclavos, cosas que otro capitán inglés había hecho el año anterior; se proponía escribir a su paisana, la reina María de Módena, duquesa de York, explicándole cuán mal se conducían los ingleses. El capitán se enfureció, pero a fin de cuentas el rey del Congo comerció con el inglés, a espaldas del capuchino.[544]

Con todo, el único país cuyo gobierno intervino activamente para mejorar la condición del esclavo seguía siendo Portugal. Se habían dado muchas órdenes a los gobernadores de Angola sobre el buen trato a los esclavos, pero eran admoniciones generales más bien que medidas concretas. En 1664, una ley de Lisboa establecía el mínimo de agua que un barco negrero debía llevar. En 1684, como se indicó, otro decreto fijó el número de esclavos que se podían transportar por tonelada de desplazamiento del navío y, a partir de entonces, se registró en los papeles del buque su capacidad en esclavos; ésta variaba de dos y medio a tres y medio esclavos por tonelada, según el carácter del barco, si tenía cubiertas o portillo, etc. Los niños esclavos o molleques podían cargarse a cinco por tonelada, pero sólo si se transportaban en la cubierta abierta. Debía proporcionarse a cada esclavo una cantidad adecuada de agua, una cañada (poco más de un litro) al día. Otras cláusulas de la ley se referían a la comida y al tiempo que podía durar el viaje. Esto pudo parecer el comienzo de una mejor situación para los esclavos, pero el soborno de los funcionarios impidió que se cumpliera la ley y, de todos modos, como ya se indicó en el capítulo veintiuno, una canada de agua era insuficiente.

En las regiones más ricas del Nuevo Mundo dominicos, jesuitas, franciscanos y carmelitas seguían teniendo esclavos a su disposición. El sacerdote francés Labat, a su llegada a la próspera colonia caribeña de Martinica, en 1693, explicó que su monasterio, con nueve hermanos, era propietario de un molino de agua para la caña en el que trabajaban treinta y cinco esclavos, de los cuales ocho o diez eran viejos o enfermos y una quincena niños mal alimentados. Por humano, inteligente e innovador que fuera el padre Labat, y por mucho que apreciara el trabajo de sus esclavos, nunca se preocupó de decidir si la esclavitud y la trata eran éticamente aceptables. En 1695 se le pidió que comprara doce esclavos de un cargamento que había llegado de África a Basse-Terre en un barco propiedad de monsieur Maurelet de Marsella, uno de los menos activos puertos negreros franceses. Labat hizo la compra sin dudas de conciencia, aunque más tarde comentó la triste condición de esos cautivos, que habían llegado «cansados, después de un largo viaje». La única ocasión en que empleó la palabra «infame» para describir lo que veía fue cuando observó a un africano que bailaba, convencido como estaba de que la Iglesia tenía una responsabilidad especial de «inspirar en los africanos el culto del Dios verdadero», para librarlos de la idolatría y para hacerles «perseverar hasta la muerte en la religión cristiana que les habíamos llevado a abrazar».[545]

A comienzos del siglo XVIII el Vaticano volvió a manifestarse contra la esclavitud. Sabiendo que el reino de Portugal seguía teniendo el mayor número de esclavos de todo el mundo cristiano, el santo y activo papa Clemente XI hizo que la Congregación para la Doctrina de la Fe pidiera a sus nuncios en Madrid y Lisboa que actuaran para conseguir «el fin de la esclavitud». Pero no obtuvo respuesta alguna. Además, Clemente había ofendido a los reyes borbónicos de España y Francia al tomar partido por los Habsburgo en la guerra de sucesión española. La Inquisición seguía más preocupada por la posibilidad de que algunos tratantes pudieran ser judíos secretos que por la trata misma. Por ejemplo, respecto al asiento de la Compañía portuguesa de Cacheu, a finales del XVII, el Santo Oficio de Cartagena de Indias denunció ante la Corona española a tres agentes portugueses encargados allí de la trata —Felipe Enríquez, Juan Morín y Gaspar de Andrade—, porque eran «de la nación hebrea», y a quienes, se decía, se les había visto, en Cartagena, después de una entrega de esclavos, que mataban corderos y celebraban el sábat a la manera judía; pero las acusaciones no dieron fruto y los imputados eludieron fácilmente el castigo.

En la América inglesa las voces de duda o de hostilidad respecto a la esclavitud eran mucho más frecuentes. En 1676, el cuáquero William Edmundson, amigo y compañero de George Fox, fundador de la secta, envió una carta desde Newport, en Rhode Island, a los cuáqueros de todos los lugares donde había esclavos. Expresaba en ella la teoría de que la esclavitud debía considerarse inaceptable para un cristiano, pues era «una opresión del espíritu». Esto determinó que el anciano Roger Williams, padre de la colonia, le denunciara acusándolo de «no ser más que un fardo de ignorancia y ruido».[546] Edmundson justificó también las rebeliones de esclavos ocurridas en Barbados, donde dos cuáqueros, Ralph Fretwell y Richard Sutton, habían sido multados por el gobernador por el «delito de llevar a negros a sus reuniones» religiosas. En Nevis hubo acusaciones y multas similares.

Doce años después, en 1688, en Germantown (Filadelfia), un grupo de cuáqueros alemanes oriundos de Krisheim, en la Renania, firmaron una petición contra la idea misma de la esclavitud y no sólo de la trata. Hay que decir que los alemanes se habían opuesto a la trata desde los comienzos de la misma y aunque algunos poseían esclavos, la mayoría consideraba perniciosa la institución de la esclavitud. La prensa alemana de Norteamérica difería a este respecto de la inglesa, y en general no llevaba anuncios de ventas de esclavos ni sobre esclavos huidos. En 1696 y en 1711 las reuniones anuales de los cuáqueros en Filadelfia dieron el «consejo» de guardarse de futuras importaciones de africanos y también instrucciones para asegurarse del buen trato a los ya comprados. Cadwallader Morgan, un tratante cuáquero, decidió, después de honda reflexión, que «no he de ocuparme más de ellos».[547] ¿Puede decirse que éste fue el inicio del movimiento abolicionista de Pennsylvania? No, pues se ignoraron las protestas, y hubo cuáqueros que siguieron destacando lo mismo como tratantes que como dueños de esclavos, y durante años pocos siguieron el «consejo». Aunque les dolía el tema, Jonathan Dickinson e Isaac Norris, cuáqueros de Filadelfia, continuaron comerciando con esclavos. Hubo incluso, a principios del XVIII, un barco propiedad de miembros de la secta llamado Society (por la Sociedad de los Amigos, nombre de la organización cuáquera). El capitán de este buque era Thomas Monk, que en 1700 cargó en África a doscientos cincuenta esclavos y en la travesía los perdió todos menos veintidós.[548]

Pero durante los siguientes treinta años otros cuáqueros formularon protestas, aisladas y desoídas. En 1716 un manifiesto cuáquero de Massachusetts, en que se argüía que la trata perjudicaba la inmigración blanca, incluía la afirmación radical de que los esclavos tenían derecho a la libertad y que, por ella, podían recurrir a la rebelión armada. Los cuáqueros preguntaban: «¿Es que no somos, nosotros, los de este país, culpables de la violencia, traición y agresión que se emplean a diario para obtenerlos?»[549] Benjamin Lay, un jorobado oriundo de Colchester, en Inglaterra, que se había instalado en Abington, cerca de Filadelfia, después de haber vivido en Barbados, donde presenció escenas de crueldad con los esclavos «que perturbaron su mente», al ver delante de la casa de otro cuáquero a un esclavo colgando desnudo, muerto porque había tratado de huir, se vio impelido a una serie de excéntricos pero sensacionales actos de protesta, como vestirse con tela tejida en casa para no emplear material hecho por esclavos, y romper sus tazas de café para no emplear azúcar; una vez se plantó delante de la puerta de una reunión de cuáqueros, con una pierna desnuda y medio enterrado en la nieve, y a quienes le mostraban simpatía, les decía: «Fingís compadecerme, pero no sentís compasión por los esclavos en vuestros campos, que pasan el invierno medio cubiertos de harapos». Otra vez llenó de sangre la vejiga de una oveja y le clavó una espada, en una reunión de cuáqueros, diciendo: «Así derramará Dios la sangre de las personas que esclavizan a sus semejantes.»[550]

Todas estas protestas eran acciones individuales de personas excepcionales. Una reacción más característica fue la de algunos bautistas de Carolina del Sur, que escribieron a Inglaterra pidiendo consejo acerca de cómo tratar a un correligionario que había castrado a uno de sus esclavos; les contestaron que no debían arriesgarse a provocar disensiones en su iglesia «por causas ligeras o sin importancia».

Pero no eran solamente estos disidentes los que estaban preocupados. En 1700 un juez de Boston, Samuel Sewall, escribió un folleto, The Selling of Joseph (La venta de José) acogido con «fruncimientos de cejas y palabras duras» pues formulaba la primera crítica razonada de la trata y de la esclavitud misma. Sewall era uno de los jueces que en 1692 condenó a las brujas de Salem y puede que participara, antes, en la trata.

Por fin, en 1754 la reunión anual de los cuáqueros, en Filadelfia, dio un paso decisivo contra la trata. En una carta abierta recordó que a menudo en sus «reuniones se había expresado su inquietud y falta de unidad ante la importación y compra de negros y otros esclavos», y ahora afirmaban claramente que «vivir con abundancia gracias al trabajo de aquellos a quienes la violencia y la crueldad han puesto en nuestro poder» era incoherente con el cristianismo y la justicia. Tras varios párrafos con vividos ejemplos, el documento apelaba a los cuáqueros a que consideraran la causa de los africanos como la suya propia y que reflexionaran sobre «lo que sentiríamos y lo que pensaríamos si nos encontráramos en su situación».[551]

Este cambio era resultado de una cierta agitación entre los cuáqueros, coincidiendo con las dudas sobre cómo reaccionar ante las incursiones de indios en la colonia de Pennsylvania, y estaba inspirado por cuáqueros tan francos, entusiastas y decididos como William Burling de Long Island, Ralph Sandiford, de Filadelfia y, sobre todo, John Woolman, un sastre de Nueva Jersey que en 1754, después de visitar a cuáqueros dueños de esclavos en Virginia y Carolina del Norte, publicó el folleto Some Considerations on the Keeping of Negroes (Algunas consideraciones sobre la posesión de negros). Woolman dedicó su vida, a partir de entonces, a visitar, habitualmente a pie, a destacados cuáqueros dueños de esclavos, para tratar de convencerles, con razonamientos serenos y argumentados, de la «inconsecuencia de tener esclavos».[552] Fue incluso a Newport, en Rhode Island, el gran puerto de la trata norteamericana, donde habló a sus amigos cuáqueros al parecer con ciertos resultados. En 1758 la reunión anual de los cuáqueros de Filadelfia se mostró de acuerdo con Woolman en que ningún cuáquero podía poseer un esclavo sin arriesgarse a la condena eterna, pues ningún dueño podía resistir la tentación de explotar a su esclavo. Aquel mismo año, los cuáqueros de Londres consideraron también, en su reunión anual, la «práctica inicua de comerciar con negros y otros esclavos» y amenazaron con excluir de cargos de responsabilidad, en su secta, a quienquiera participara en la trata. En 1761 una resolución de la reunión anual de los cuáqueros de Inglaterra declaró que «ya que algunos bajo nuestro nombre se ocupan del anticristiano tráfico de negros», condenaba y repudiaba a quienes no desistieran de practicarlo. Esto, tratándose de cuáqueros, era algo muy duro, pero una vez decididos, ya no podían retroceder. En la reunión anual de Filadelfia de 1763, se condenó incluso a quienes invirtieran en la trata o proporcionaran cargamentos para ella.[553]

Un prominente ciudadano de Boston pudo escribir más tarde que «alrededor de la época de la Ley del Timbre [1765], lo que antes eran sólo ligeros escrúpulos en la mente de personas preocupadas, se convirtieron en dudas graves, y en un número considerable, maduraron en la firme convicción de que el comercio de esclavos era malum in se».

La consecuencia directa de esta actividad de los cuáqueros fue que en 1767 se presentara por primera vez en una asamblea legislativa real, la Cámara de Representantes de Massachusetts, una propuesta contra la trata; aunque no se aprobó, se fijó un impuesto considerable a todo importador de esclavos.

Entretanto, otro punto de vista se iba desarrollando en las colonias británicas de Norteamérica. Según él, debería restringirse la importación de esclavos a las Américas, no por existir dudas acerca de la moralidad de la misma, sino por temor a las consecuencias de que hubiera demasiados esclavos, la de una rebelión ante todo. Después de 1770 esta opinión influyó tanto como la filantropía en el crecimiento del movimiento abolicionista. Incluso en Carolina del Sur, ya en 1698 se aprobó una ley para alentar el empleo de servidores blancos, debido al «gran peligro» de revolución y alteraciones que podía representar la presencia de demasiados esclavos. William Gooch, teniente gobernador de Virginia, terrateniente nacido en Suffolk, que más tarde luchó en el cerco inglés de Cartagena de Indias, escribía a Londres en 1730 que en Virginia había treinta mil esclavos, en una población de ciento catorce mil personas, y que «su número crece cada día tanto por nacimientos como por importación. Y si se alzara un hombre de desesperado valor, exasperado por un desesperado destino, podría, con más ventajas que Catilina, encender una guerra servil [sin duda se refería a Espartaco]. Un hombre así sería terriblemente peligroso antes de que pudiera formarse una oposición contra él, y teñir con sangre nuestros ríos, con ser éstos tan anchos… Valdría, pues, la pena que el Parlamento británico… pusiera fin a este comercio anticristiano que convierte en mercancía a nuestros semejantes… Tenemos montañas en Virginia a las cuales podrían retirase en seguridad… lo mismo que en Jamaica… Me pregunto si la legislatura tolerará a unos cuantos voraces traficantes a cambio de la seguridad pública…».[554]

En 1736 expresó este mismo punto de vista, pero en privado, el coronel William Byrd, en una carta escrita en su hermosa mansión de Westgrove, cerca de Jamestown, en Virginia; era hijo del tratante londinense del mismo nombre que había importado, empleado y vendido muchos esclavos de Barbados. En su carta, dirigida al excéntrico John Perceval, que había trazado planes para proclamarse rey de los judíos y que ahora, como lord Egmont, era presidente de los síndicos de la nueva colonia de Georgia, Byrd le decía que envidiaba a Georgia por su prohibición de importar esclavos —prohibición que, por lo demás, se mantendría sólo breve tiempo—, y comentaba: «Quisiera que pudiéramos disfrutar de la misma prohibición. Aquí importan a tantos negros que me temo que esta colonia acabará siendo llamada Nueva Guinea. Me doy cuenta de las muchas malas consecuencias de multiplicar a esos etíopes entre nosotros. Hinchan la vanidad y arruinan el afán de trabajo de nuestros blancos, que al ver a tantas pobres criaturas por debajo de ellos, detestan el trabajo por temor a que les haga aparecer como esclavos. Otro efecto desgraciado de tantos negros es la necesidad de mostrarse severo. El número les vuelve insolentes y entonces las malas artes han de hacer lo que no pueden las buenas. Aquí no tenemos, sin embargo, nada parecido a la inhumanidad que se practica en las islas [de las Indias occidentales] y Dios no quiera que la tengamos nunca. Pero estos malos humores han de ser dominados con riendas fuertes o si no echarán al suelo al jinete… Las maldades privadas no son nada comparadas con el peligro público. Tenemos ya a diez mil descendientes de Ham en condiciones de manejar las armas.»[555]

En la propia Georgia se expresaron puntos de vista similares, pero algunos colonos escoceses de Darien declararon que era ofensivo «para la naturaleza humana que alguna raza humana… fuese condenada a la esclavitud a perpetuidad, y en justicia no podemos pensar sino que han sido arrojados entre nosotros para que sean nuestro azote algún día por nuestros pecados, y como a ellos les ha de ser tan querida la libertad como a nosotros, qué escenas de horror provocará». Erogue Whitfield, que pasó un tiempo en la colonia como secretario del gobernador Oglethorpe, escribió una carta abierta a las demás colonias del sur en la cual se quejaba no tanto de la trata (sobre cuya legalidad, curiosamente, decía que no se sentía capaz de decidir) cuanto del hecho de que los colonos trataran a sus esclavos peor que a sus caballos.[556]

Puede comprenderse que la idea de las rebeliones de esclavos estuviera presente en todas las mentes. Durante el siglo XVIII se contaron más de una docena en Jamaica, donde esclavos huidos sostuvieron una guerra de guerrillas en las montañas selváticas. En 1708 hubo una rebelión de esclavos en Long Island, y otras en la ciudad de Nueva York en 1712 y 1733; en 1739 un grupo de esclavos de Carolina del Sur se apoderó de armas y emprendió la marcha hacia Florida, donde imaginaban, erróneamente, que hallarían la libertad.

La posición oficial en Carolina del Sur era interesante por otra razón. El consejo de esta colonia aconsejó al rey en 1733 que rechazara una petición de los mercaderes de Bristol y Londres contra un impuesto sobre la importación de esclavos, y razonó así su consejo: «La importación de negros es un tipo de comercio que ha crecido excesivamente en esta provincia, donde tantos negros se adiestran actualmente para ser artesanos, con gran desaliento de los súbditos blancos de Vuestra Majestad, que vienen aquí con el deseo de establecerse en sus diversas ocupaciones pero a menudo han de ceder el puesto a personas en esclavitud.»[557] Lewis Timothy, impresor de las Leyes de Carolina del Sur y durante un tiempo socio de Benjamin Franklin, escribía en 1738 en la South Carolina Gazette, de la cual era propietario, que los tratantes arruinaban la colonia al convencer a muchos dueños de plantaciones de que compraran negros, pues «podría decirse que el negro es el cebo apropiado para atrapar a un plantador de Carolina, con la misma certeza con que con buey se atrapa un tiburón. ¿Cuántos, con la idea de crédito por dieciocho meses, se han visto tentados a comprar más negros de los que pueden esperar pagar en tres años?».[558]

Varias asambleas coloniales votaron leyes que imponían tributos prohibitivos a la importación de esclavos, ante el temor de que la importación se desbocara y amenazara el orden público. En 1750, Pennsylvania impuso una tasa que se suponía sería prohibitiva. En 1757, en Virginia, Peter Fontaine, rector hugonote de Westover, escribía a su hermano Moses acerca de sus «enemigos intestinos, nuestros esclavos», pero añadía que «vivir en Virginia sin esclavos es moralmente [sic] imposible… Un trabajador corriente, blanco o negro, si tienes la suerte de encontrar a uno, cuesta un chelín o quince peniques al día… es decir, para que un tipo perezoso corte leña y acarree agua son diecinueve libras con dieciséis chelines y tres peniques al año [sic]… añade a esto [sólo] siete u ocho libras más y tienes a un esclavo para toda la vida…».[559]

En 1769 Nueva Jersey impuso también una tasa prohibitiva de quince libras por cabeza importada. En 1771, un impuesto de ocho a nueve libras acabó por un tiempo con la trata en Maryland. Carolina del Norte, que a diferencia de su vecina del sur nunca empleó a muchos esclavos, fue escenario de algunas protestas; los propietarios de tierras del condado de Rowan decidieron que «el comercio de africanos es perjudicial para esta colonia, impide la población de la misma por hombres libres y dificulta que manufactureros y otros inmigrantes útiles de Europa se instalen entre nosotros, y causa un aumento anual de la balanza de comercio desfavorable para las colonias». Tres semanas después, el congreso provincial decidió que «no importaremos ningún esclavo… ni compraremos ningún esclavo… importado o traído a esta provincia por otros desde cualquier parte del mundo después del primer día del próximo noviembre».[560] Los esclavos que llegaran después de esta fecha debían reembarcarse hacia las Indias occidentales. Por la misma época, la asamblea de Rhode Island prohibió la importación de esclavos y decidió que cualquier esclavo que llegara a la colonia sería emancipado, pero la asamblea era entonces demasiado débil para impedir que los tratantes operaran desde Newport. Merece la pena subrayar que ninguna de estas prohibiciones se adoptó por razones humanitarias, sino por miedo y por motivos económicos.

Fue lento el camino hasta que obtuviera apoyo lo que llegaría a ser el principal argumento contra la esclavitud y la trata de africanos y que provocaría indignación ante la idea misma de la trata, y esto incluso en Inglaterra, Francia y Norteamérica. En otras partes, el avance fue todavía más parsimonioso, pues se limitó a declaraciones aisladas de escritores cuyas obras, por bien intencionadas que fuesen, circulaban poco. Entre ellas estaban, por ejemplo, las de dos polemistas portugueses: André João Antonil, que en Cultura e opulencia do Brasil por suas drogas e minas, publicado en Lisboa en 1711, pedía la mejora, pero no la abolición, de la esclavitud, y frei Manuel Ribeiro da Rocha, que en Ethiope Resgatado, Empenhoado, Sustenado, Corregido, Instruido e Libertado, publicado en Lisboa en 1758, llegó a pedir la prohibición de la trata, la sustitución del trabajo esclavo por el trabajo libre, y argumentaba que debía prepararse a todos los esclavos para la posible libertad, pues creía que la trata era ilegal «y debe ser condenada como un crimen mortal contra la caridad cristiana y la justicia común».[561] Por muy despectivos que los anglosajones se mostraran más tarde respecto a estas actitudes portuguesas, esto constituía una denuncia formulada antes que nadie, en Gran Bretaña o en Norteamérica, hubiese llegado tan lejos.

Solamente disponemos de un indicio de que en aquellos años el aspecto moral de la trata se tomara en cuenta por lo menos por algunos que la practicaban. En agosto de 1736, Antonio de Salas, gobernador español de Cartagena de Indias, escribió al rey Felipe V quejándose de que la Compañía del Mar del Sur importaba «cristianos negros» al imperio español, concretamente de la región del río Congo. El rey comprendió en seguida y contestó que «no es legal esclavizar a alguien nacido libre ni es legal que un cristiano esclavice a otro».[562] Pero ahora que los esclavos habían llegado, agregaba, estaban mejor en manos de los españoles que en las de protestantes ingleses. Parece que estos esclavos se quedaron en Cartagena y el comienzo de la guerra con Inglaterra en 1739 evitó que el rey Felipe tuviese que cambiar de posición. De todos modos, la serie de leyes relativas a las Indias, que se reunieron tan cuidadosamente en Madrid en los años de 1680, contenían sólo breves referencias a esclavos negros.

La gran oleada de ideas y emociones conocida en Francia y entre sus seguidores como la Ilustración fue, en contraste con el Renacimiento, hostil a la esclavitud, aunque ni siquiera las inteligencias más poderosas sabían qué hacer al respecto en la práctica. El dramaturgo Marivaux, el gran Voltaire, el brillante Montesquieu, el asiduo Diderot y los colaboradores de la Encyclopédie, así como Jean-Jacques Rousseau, condenaron, se burlaron o denunciaron la esclavitud, pero presumían que cuanto debían hacer era expresar ideas en los cafés y que los gobiernos seguirían su opinión, incluso si ésta era sólo implícita. Ya en 1725 Marivaux escribió su obra en un acto L’Île des esclaves, en la cual dos altivos atenienses, náufragos en una isla habitada por esclavos huidos, cambian su lugar por el de sus propios esclavos domésticos. El tema de esta obra era que «la diferencia en la condición humana es sólo una prueba a la que nos someten los dioses». Cuando regresan a Atenas, sus atenienses se han curado de su inhumanidad. Aunque ahora la obra parece muy suave, fue un éxito, con veinte representaciones en París y una en Versalles; más tarde el británico J. M. Barrie plagió la idea para su obra teatral The Admirable Crichton.[563]

La gran figura de la Ilustración fue, desde luego, Voltaire, que se reía de «aquellos que se llaman a sí mismos blancos… y compran negros a bajo precio para venderlos a precio alto en las Américas». Se burlaba también de la Iglesia de Roma por haber aceptado la esclavitud. En su Scarmentado, de 1756, ofrece una variante del tema de Marivaux: un asombrado capitán negrero europeo ve cómo los africanos se apoderan de su barco y su tripulación, a la que esclavizan. El capitán pregunta qué derecho tienen a violar la ley de las naciones y esclavizar a hombres inocentes. Y el cabecilla de los africanos contesta: «Vosotros tenéis narices largas y nosotros, planas; vuestro cabello es lacio y el nuestro, ensortijado; vuestra piel es blanca y la nuestra, negra; en consecuencia, por las sagradas leyes de la naturaleza, debemos ser enemigos. Nos compráis en los mercados de las costas de Guinea como si fuéramos ganado, para hacernos trabajar sin descanso en labores empobrecedoras y ridículas… Cuando seamos más fuertes que vosotros, os haremos esclavos, os haremos trabajar en nuestros campos y os cortaremos las narices y las orejas.»[564] Voltaire hizo que el joven Cándido observara a un joven esclavo cuya pierna y cuyo brazo habían sido cortados como precio por el azúcar que debía enviarse a Europa. En su Dictionnaire philosophique de 1764 criticó también la esclavitud de manera más bien indirecta, y argumentó que «la gente que trafica con sus propios hijos es más condenable que el comprador, y este tráfico muestra nuestra superioridad».[565] No es sorprendente, a la vista de esta observación, que, al parecer, también participara en la trata y, ciertamente, que aceptara complacido que el conocido negrero de Nantes Jean-Gabriel Montaudoin ofreciera dar su nombre a uno de sus buques.[566]

Con mayor profundidad, Montesquieu, que creía en la influencia determinante del clima sobre los modales, pensaba que la esclavitud, aunque no apropiada para Europa (por lo menos entonces), podía tener una base natural en los países tropicales, donde el calor «debilita el cuerpo» y donde, por tanto, no podía esperarse que nadie trabajara a menos que temiera el castigo. A diferencia de Voltaire, a Montesquieu le interesaba el tema, como cabía esperar de quien había sido presidente del Parlamento de Burdeos, puerto de la trata. El meollo de su argumentación, en L’Esprit des bis era que la esclavitud resultaba tan mala para el amo como para el cautivo, pues llevaba al primero a adquirir toda clase de malos hábitos y le inducía a ser orgulloso, impaciente, duro, colérico, voluptuoso y cruel, en tanto que su condición impedía al esclavo hacer nada de modo virtuoso. Agregaba con ironía: «Si tratara de justificar nuestro derecho a hacer esclavos de los negros, esto es lo que diría: Los europeos, después de exterminar a los pueblos de las Américas, han tenido que esclavizar a los de África, con el fin de desbrozar grandes extensiones de terreno. El azúcar sería demasiado caro si no se pudieran conseguir esclavos para producirlo. Los esclavos de que hablo son negros de pies a cabeza y tienen narices tan desfiguradas que no hay manera de quejarse de ellos… No puede uno ponerse en el estado de ánimo en que Dios, que es un Ser muy prudente, asumió el colocar una alma, sobre todo una alma buena, en un cuerpo tan negro». Y continuaba: «Los negros prefieren un collar de vidrio a uno de oro, al que las naciones cultas dan tanta importancia. Es imposible que supongamos que estas criaturas son hombres, porque si se les permitiera serlo, se deduciría la sospecha de que nosotros no somos cristianos.»[567]

En nuestro siglo puede parecemos que ni Montesquieu ni Marivaux eran muy radicales. Pero su burlona insistencia en que había que discutir sobre la esclavitud resultaba muy importante en su tiempo. Desde entonces sus comentarios influyeron a quienquiera que pensara en el tema, incluso las modestas reflexiones del gran Gibbon en el capítulo II de su Decline and Fall of the Roman Empire (Decadencia y caída del Imperio romano). Inspiraron también un apasionado ensayo, Les chaînes de l’esclavage (Las cadenas de la esclavitud) escrito en 1774 para la Academia Francesa por el joven Jean-Paul Marat, que había sido maestro en Burdeos de los hijos de Pierre-Paul Nairac, el más importante tratante de esclavos de Burdeos.

Jean-Jacques Rousseau, más radical que cualquier otro, sobre la esclavitud como sobre todo, la condenó absolutamente en su Discours sur l’origine et les fondaments de l’inégalité (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad), de 1755, y la describió como la manifestación final del degradante y estúpido principio de autoridad. En su Du contrat social de 1762 agregaba: «Mírese como se mire, el derecho de esclavizar es nulo y carente de valor, no sólo porque es ilegítimo sino también porque es absurdo y sin sentido. Las palabras “esclavitud” y “derecho” son contradictorias.»[568] Luego en el artículo sobre la trata, en el volumen publicado en 1765 de la gran Encyclopédie de Diderot, Louis de Jaucourt, un erudito muy trabajador y modesto que parece haber sacado muchas de sus ideas de las obras del filósofo escocés George Wallace, afirmaba sin ambages: «Esta compra [de esclavos] es un comercio que viola la religión, la moral, la ley natural y todos los derechos humanos. No hay una sola de estas desgraciadas almas que no tenga el derecho de que se le declare libre, pues en verdad nunca ha perdido su libertad, y no podía perderla, pues era imposible que la perdiera, y ni su príncipe, ni su padre ni nadie tenía el derecho a disponer de ella». La Enciclopedia afirmaba también, tajantemente, que si un esclavo entraba en Francia y se le bautizaba, se convertía automáticamente en libre, por un procedimiento que se basaba en un «largo uso [que ha] adquirido fuerza de ley».[569]

Estas firmes declaraciones hicieron de las ideas contra la esclavitud parte del nuevo pensamiento radical francés, y por una vez el pensamiento radical coincidió con el pensamiento católico, pues en 1741 el papa Benedicto XIV (Lambertini) repitió las prohibiciones de la esclavitud formuladas un siglo antes por el papa Urbano VIII en su bula Immensa. Benedicto, como sus predecesores, estaba preocupado ante todo por la esclavitud de los indios del Nuevo Mundo, pero su declaración se refería claramente también a los negros, y el nuncio en Lisboa informó más tarde que entre las causas de que le desagradaran los jesuitas en los dominios portugueses estaba la de que la Sociedad de Jesús «se dedicaba a la trata».[570] Pero Benedicto pesaba aún menos que Urbano en el ánimo de los mercaderes. Sin duda algunos tratantes pensaron que habían satisfecho su conciencia cuando bautizaron sus buques negreros Liberté, Ça-Ira y Jean-Jacques en vez de Saint-Hilaire, Saint-François u otros nombres de santos que se escogían en el pasado.