Sólo Dios sabe lo que haremos con los que quedan, son un rebaño de lo más roñoso.
HENRY LAURENS, c. 1756,
Charleston, Carolina del Sur
Habíamos conseguido el milagro de perder sólo veinte negros. Sin embargo el cargamento estaba en un estado lastimoso.
RENÉ-AUGUSTE DE CHATEAUBRIAND
El pasado jueves llegó de la costa de África el bergantín Royal Charlotte con un cargamento de esclavos de la Costa de Oro, sumamente buenos, saludables y con buenas extremidades, hombres, mujeres, muchachos y muchachas. Los caballeros de la ciudad y del campo tienen ahora la posibilidad de aprovisionarse con los que les convengan… Se exhibirán en el buque en el muelle de Taylor. Dirigirse a Thomas Teckle Taylor, Samuel & William Vernon…
Newport Gazette, 6 de junio de 1763
Después de pasar cuarenta o cincuenta días en alta mar, y hasta muchos más, como hemos visto que ocurría en algunos casos, la presencia de aves o de hierba con olor a pantano indicaba al capitán de un buque negrero que se acercaba a las Antillas, o, si había seguido otra ruta y tardado más o menos días, a la costa de Brasil o de Virginia, y entonces, según la bandera del barco, veía aparecer un puerto que quizá le resultara familiar.
Disparaba un cañón para anunciarse, atrayendo así la atención de un timonel y la visita de un médico. Gracias al lejano pero pestilente olor a vómitos, sudor, orina y excrementos que sin duda flotaba sobre el puerto, sus habitantes sabían que había arribado un buque negrero.
Lo que ocurría en el Portugal del siglo XV a la llegada de los esclavos marcó la pauta de lo que estaba por venir. En cuanto un buque negrero anclaba en Lisboa, el director de la Casa de Guiné, el tesorero del puerto, un magistrado, un recaudador de impuestos y sus guardias y escribanos se dirigían al buque a fin de inspeccionar el cargamento; reunían a los esclavos en cubierta y pasaban lista, antes de llevarlos a la Casa dos Escravos, donde los separaban en grupos para decidir qué impuestos aplicarles. El director y el tesorero examinaban cuidadosamente cada esclavo, que estaba desnudo, fijaban un precio, lo apuntaban en un pergamino y lo colgaban del cuello del cautivo. Entonces los compradores los inspeccionaban, al modo como lo habían hecho ya el médico del buque y otras personas en las costas de África; los esclavos se vendían según el parecer de los mercaderes que habían financiado el viaje, aunque en ocasiones éstos pedían a la Casa de Guiné que llevara a cabo la venta, aunque por lo general se encargaban de ella unos agentes que cobraban el dos por ciento del total de lo obtenido. Después se pagaban los impuestos y quizá se daba un regalo a los funcionarios del puerto equivalente en algunos casos a un décimo del valor de los esclavos transportados.
Ésta era la pauta, pero esta «ceremonia de llegada» era distinta en cada puerto de las Américas, desde Brasil hasta Nueva Inglaterra, así como en Lisboa. A diferencia de Lisboa, en casi todos los puertos reunían a los esclavos no a bordo del barco sino en un campamento en la costa; allí los alimentaban, lavaban y cuidaban para que perdieran toda huella de las «fatigas» del viaje. Entretanto, desinfectaban o fumigaban los buques, tarea que, por supuesto, realizaban los esclavos.
Desde el siglo XVII hasta el XIX, Río de Janeiro fue el principal puerto negrero de Brasil; los viajeros que acudían a él por mar lo consideraban «el puerto más magnífico del mundo». Bahía, la vieja capital, no era ni la mitad de próspera y en 1750 Pernambuco, Recife y Maranhão empezaban a tomarle la delantera, lo que no impedía que allí siguieran vendiéndose esclavos. «¿Quién iba a creerlo?», escribió, refiriéndose a Bahía, Amadée-François Frézier, un ingeniero francés que fue a Sudamérica a principios del XVIII a ver las fortificaciones imperiales de España y Portugal. «Hay tiendas llenas de estos desdichados, a los que exhiben totalmente desnudos y donde los compran como si fueran ganado… No veo cómo combinan esta barbarie con las enseñanzas de la religión que conceden [a los esclavos] la misma alma que a los blancos.»[500]
«Como no existe diferencia entre los negros y las mercancías», en palabras de un funcionario portugués en 1724, la venta de esclavos en todos estos puertos se hacía de manera metódica, sencilla y bien organizada.[501] Pocos iban de estos puertos a lugares lejanos, pues las plantaciones de caña del nordeste y los yacimientos de oro de Minas Gerais se encontraban cerca. En Río, a finales del siglo XVIII, la mayoría de tratantes vivía en grandes casas, desde las que también llevaban su negocio, en la larga rua (calle) Vallongo, que terminaba en una playa en el nordeste de la ciudad. Era un lugar bonito y los viajeros se fijaban en las casas de tejado rojo encajadas entre los montes Livramento y Conceição, cubiertos de árboles; sin embargo cada casa parecía contar con un «almacén» en el que «exhibían» a trescientos o cuatrocientos esclavos, «para venderlos como cualquier otra mercancía». Los mercaderes vivían en el primer y segundo pisos y alojaban a los cautivos en la planta baja, en grandes estancias abiertas sobre patios refrescados por la brisa marina; allí los preparaban para la venta; los afeitaban, los engordaban y, de ser necesario, los pintaban para dar una impresión de salud, tareas que a menudo llevaban a cabo esclavos de su mismo país; acaso preparaban comidas al estilo africano, o sea, pirão, un guiso de yuca, y angu de fubá, gachas de harina de maíz, para que los cautivos se sintieran a gusto; tal vez les daban algunas clases de religión y, a los que se portaban bien o a los que se sentían melancólicos, tabaco y rapé; también les hacían bailar y cantar para animarlos, como lo habían hecho en el buque que los había transportado desde África.
Los compradores examinaban de nuevo con cuidado la mercancía, palpaban sus extremidades y torsos como lo hacían los carniceros con los terneros; acaso les pedían, como les habían pedido antes de salir de África, que enseñaran la lengua y los dientes o que estiraran los brazos. El Manuel do Faxendeiro (Manual del hacendado) de Imbert, publicado en el siglo XIX, insistía en la importancia de examinar minuciosamente el pene del esclavo para desechar a los que lo tuvieran infradesarrollado o mal formado y fueran, por tanto, malos procreadores. Los alineaban según su sexo, su edad y, en ocasiones, su lugar de origen; a menudo empresas especializadas los vendían en subasta, y las pujas se hacían desde la puerta de la aduana. A veces los mercaderes los encadenaban y los vendían de puerta en puerta. En cuanto los compraban en Río solían volver a marcarlos con el nombre del nuevo amo, que pagaba al gobierno un impuesto del cinco por ciento, la siza.
No obstante, en estas salas de exposición, la muerte por calor, hacinamiento o enfermedades contraídas en los barcos era tan frecuente como en los calabozos africanos y, aunque residieran bastante lejos, los vecinos se quejaban sin cesar del hedor; de modo que empezaron a construir numerosas chozas en la costa pantanosa, donde, sin embargo, en los cincuenta años siguientes morirían aún más esclavos de «escorbuto, sarna, peste y disentería». No deja de sorprender que, cuestiones de humanidad aparte, los tratantes que tanto se habían esforzado por hallar y transportar a los cautivos no los cuidaran mejor.
En 1769, un virrey de talante filosófico, el marqués de Lavradio, quien fue el primero en llevar arroz a Brasil, asignó esta avenida de lágrimas, la rua Vallongo, hoy día rua Camerino, a los tratantes, pues, según escribió, antes los esclavos «hacían todo lo que la naturaleza les sugería en plena calle, donde los sentaban sobre unas tablas, y no sólo provocaban el más horroroso hedor en esas calles y sus cercanías, sino que daban el peor espectáculo que pueda presenciar el ojo humano. Las gentes decentes no se atrevían a mirar por sus ventanas y las que carecían de experiencia aprendían lo que no sabían ni debían saber».[502]
Cartagena de Indias era el equivalente de Río de Janeiro como principal puerto negrero en el imperio español; en sus «mejores tiempos», a principios del siglo XVII, recibía al menos tres mil esclavos por año, transportados por unos veinte barcos. Allí, cuando llegaba un buque negrero, se le sometía a una inspección tan compleja como ineficaz, con objeto de evitar el contrabando. Revisaban el cuaderno de bitácora, y el «protomédico», o inspector de salud, subía a ver si había enfermedades y, caso de haberlas, poner el barco en cuarentena, aunque, como había tanta demanda de esclavos, lo normal era que sólo retuvieran a los enfermos en barracones a las afueras de los muros de la ciudad; los principales condestables y un representante del gobierno español y hasta, dependiendo de las circunstancias, el gobernador, recibían a los cautivos sanos. Numerosos documentos de Cartagena hablan del trato bondadoso dispensado a los esclavos por sacerdotes y otras personas, pero sobre todo por el jesuita catalán fray Pedro Claver, el «santo de los esclavos negros» canonizado por León XIII en 1888, que a principios del XVII daba una afectuosa bienvenida a los cautivos en Cartagena, los abrazaba y les aseguraba que los colonos no pretendían hervirlos para hacer aceite con ellos. En incontables ocasiones Claver entró en las bodegas infestadas de los barcos donde encerraban a los cautivos y no sólo les daba consuelo espiritual, sino que les vendaba las heridas y a veces sacaba a los enfermos a cuestas; también bautizaba a los que no habían sido acogidos por la Iglesia antes de salir de África, como ocurría con la mayoría de los que partían de las costas de Oro y de los Esclavos, acaso unos diez mil durante su ministerio, que duró de 1616 hasta su muerte en 1654.[503] Otros sacerdotes españoles hicieron nobles esfuerzos por acoger en la Iglesia a los esclavos moribundos, y otros volvían a bautizar a los cautivos a fin de compensar la ineficacia de los bautismos llevados a cabo en África, y les entregaban medallas para que se las colgaran del cuello.
El desembarco en Cartagena también tenía su aspecto terrible, pues los barracones en que los encerraban solían ser «verdaderos cementerios», según la descripción de fray Alonso de Sandoval, uno de los inspiradores jesuitas de fray Pedro Claver, quien relató haber entrado un día en un patio de Cartagena y encontrado dos esclavos muertos totalmente desnudos, echados sobre el suelo como si fuesen animales, con la boca abierta y llena de moscas.[504] A algunos esclavos los guardaban en haciendas en las afueras de Cartagena de Indias, preparadas para recibir a los cautivos desembarcados antes de que el barco atracara con el fin de evitar el pago de los aranceles. El contrabando, por supuesto, era el núcleo de toda la trata americana, y esto no era menos verdad en el territorio de Nueva Granada; pero hasta los contrabandistas querían que su mercancía se viera bien, de modo que tenían que alimentarlos bien antes de venderlos; los defectos físicos que hubiesen escapado al ojo penetrante del médico del barco en África, como los defectos de la vista, por ejemplo, o marcas en la piel, reducían el precio, cosa que no ocurría con los defectos morales, como la tendencia a beber, a robar o a huir.
Antes de ser vendidos, los esclavos eran sometidos a otro palmeo y, en Brasil, por ejemplo, los volvían a marcar con un carimbo, un marcador de plata con el que se demostraba que habían sido importados legalmente.
En el siglo XVII muchos compradores iban, incluso desde México o Lima, al mercado de esclavos de Cartagena de Indias, que era como una pasadera para ambas ciudades, sobre todo para Lima vía Portobelo. Entonces los cautivos emprendían otro largo viaje, gran parte por mar, seguido de una extenuante marcha por tierra si el destino era México. La reventa, por ejemplo bajo las arcadas del Zócalo de esta ciudad, debía parecerles casi misericordiosa; aquí, y en lugares semejantes lejos del puerto en el que habían desembarcado primero, los precios variaban mucho; así, a principios del XVII un esclavo en la flor de la vida costaría entre doscientos cincuenta y doscientos setenta y cinco pesos en Cartagena, trescientos setenta en México, quinientos en Lima y hasta ochocientos en Potosí, y, naturalmente, los esclavos con oficio, o sea albañiles, capataces de hacienda, costureras, cocineras, eran más caros.
En 1750 Buenos Aires ya se había convertido en el puerto negrero más importante del imperio español; constituía un depósito para Córdoba que, a su vez, era un centro de distribución para Potosí y la parte montañosa de Perú. Entre 1715 y 1738 los agentes locales de la Compañía del Mar del Sur llevaron a Chile, Bolivia o Perú al menos a siete mil ochocientos de los esclavos transportados por esta empresa; ingleses a caballo, que tenían un permiso especial para viajar por el imperio hispano, conducían las caravanas de esclavos a pie, acompañados por algunos españoles, uno de los cuales era médico. El frío en estas prolongaciones terrestres del Pasaje Medio constituía un nuevo horror añadido al excesivo calor soportado en la travesía desde África; no es extraño, pues, que en una caravana de cuatrocientos ocho esclavos enviados en 1731, treinta y ocho hombres y doce mujeres murieran de frío en el camino a Potosí.
Curaçao y San Eustaquio eran los dos principales puertos holandeses en el Caribe al iniciarse el siglo XVIII; aunque muy pequeños, los frecuentaban mercaderes privados, intrusos y tratantes independientes de todas las nacionalidades, que revendían los cautivos a plantadores de las islas inglesas, francesas y, sobre todo, españolas; la época dorada de Curaçao fue en el XVII y un siglo después San Eustaquio era la «roca dorada», en la que se vendían de dos a tres mil esclavos por año; en ambas islas, el contrabando resultaba tan importante como el comercio legal. Otro puerto fue Berbice, Nueva Amsterdam, en la entonces colonia holandesa de Surinam; allí solía verse a sirvientes holandeses examinando a los esclavos antes de subastarlos; los obligaban a «toda clase de movimientos, como si los descoyuntaran o les rompieran la mandíbula… Una dama no se sintió satisfecha hasta haber obligado a una muchacha a chillar al pellizcarle cruelmente el pecho».[505]
Las travesías francesas acababan más o menos como las de otros países. Un barco de Nantes, Burdeos, Honfleur o La Rochelle que se dirigiera a El Dorado que Saint-Domingue suponía para los franceses después de 1750, pasaría por las islas Vírgenes o Puerto Rico, tras lo cual aparecía la costa septentrional de Saint-Domingue, en cuya lujosa capital, Cap Français, o le Cap, los mercaderes alquilaban un vasto campo con unas cuantas chozas, donde, como en otras partes del mundo de la trata, con unos días de descanso y buena comida preparaban a los esclavos para venderlos y los animaban con potentes bebidas alcohólicas. Parece que en este puerto el examen de los cautivos resultaba más riguroso que en otras colonias francesas; en Luisiana un agente de la Compañía de las Indias, la empresa importadora, revisaba los activos del plantador para averiguar si podía pagar.
Saint-Domingue era una colonia relativamente reciente y en las más antiguas prevalecían otras costumbres. El padre Labat describió cómo, al llegar a Fort-de-France, en Martinica, ordenaban a los esclavos que se bañaran en el mar y les rapaban la cabeza, les frotaban el cuerpo con aceite de palma y los convencían de comer a menudo y poco. «Este buen trato, además de la ropa que se les da, junto con ciertas muestras de bondad (douceur), hace que sean afectuosos y que olviden su propio país y la desdichada situación a que los ha reducido la esclavitud.»[506] En ocasiones, en Saint-Domingue, la venta se efectuaba a bordo del buque, donde resultaba más fácil evitar que huyeran, y a veces se hacía en el campo alquilado por el mercader donde se habían «refrescado».[507]
Además, estaban los impuestos. En 1715 Achille Lavigne, capitán del Grand Duc de Bretagne, de Nantes, propiedad de la familia Bertrand, se quejó de que al llegar a Martinica tuvo que pagar no sólo dos mil setecientas cincuenta libras franceses al gobernador, Abraham Duquesne, sino también tres mil al intendant, monsieur Caucresson, y mil a monsieur Meunier, el commissaire, «sumas que me obligaron a pagar, sin las cuales no me habrían permitido vender sus negros [los de Bertrand] en dicha isla…»[508] Cabe señalar que el intendant y el commissaire eran funcionarios importantes en Francia y que estos cargos existían también en el imperio.
Para asegurarse una buena venta, lo mejor que podía hacer un capitán era tener un despacho subsidiario y un buen agente en el puerto americano, técnica desarrollada por los tratantes franceses; así, a Jacques-François Begouën-Demeaux, probablemente el negrero más rico de Le Havre en la segunda mitad del XVIII, lo representaba su cuñado, Stanislas Foäche en Puerto Príncipe, y en 1791 la firma nantesa de Riedy & Thurninger tenía una compañía subsidiaria en Cayes Saint-Louis; a los Chauraud de Nantes les fue mal en el Nuevo Mundo antes de comprar una quinta parte de Guilbaud, Gerbier & Cie., en Cap Français.
En Saint-Domingue se precisaban de diez a veinte días para deshacerse de entre quinientos y seiscientos esclavos y, puesto que en los años prósperos acudían allí cincuenta négriers, los mercados de esclavos debían de ser continuos.
Los puertos ingleses como Jamestown en Barbados, Charleston en Carolina del Sur o Kingston, el principal puerto de Jamaica a finales del XVIII, eran menos ceremoniosos y burocráticos que los franceses y holandeses, y también menos cuidadosos con la higiene y la preparación de los esclavos antes de venderlos. De hecho, parece que en Kingston, «abundaban los estercoleros y de éstos, después de las fuertes lluvias, se llenaban los baches de las calles. A primera hora de la mañana podía verse a los esclavos negros cargando tinas abiertas de los distintos alojamientos y vaciando sus indescriptibles contenidos en el mar».[509]
En 1773, después de la venta de unos esclavos destinados ilegalmente a Cuba, Thomas Dolbeare informó acerca de los cautivos transportados por el Ann, buque que pertenecía a Aaron López y Jacobo Rodrigues Ribera, de Newport, en Rhode Island: «Se vendieron cincuenta y siete el primer día a un precio medio de sesenta y tres libras después de impuestos, catorce el tercer día a cincuenta y una libras, veintidós el quinto día a treinta y dos libras y el resto a sólo ocho libras. De haber habido cinco veces más negros y buenos, se habrían vendido al mismo precio que el primer día, había varios ancianos, pero por los muchachos pagaron mucho… He actuado según mis principios, caballeros», concluyó Dolbeare en su carta a López, «en la venta de este cargamento y espero que se sientan ustedes satisfechos…».[510]
No obstante, a los esclavos importados en Jamaica para su posterior reventa en el imperio español los trataban con mayor cuidado. Como de costumbre, los engordaban y aclimataban. La Compañía del Mar del Sur recurría a complejos medios para restablecer su salud después del viaje desde África. Durante cierto tiempo se creyó que lo mejor era bañar a los esclavos enfermos en agua en la que habían remojado hojas de ciertas especias, probablemente les daban dos comidas por día, ron para beber y, ocasionalmente, tabaco para fumar; luego, al cabo de un mes más o menos, los enviaban en pequeños barcos a Cartagena de Indias u otro de los grandes puertos españoles.
A veces, después de las travesías en barcos ingleses, la gente se agolpaba para comprar los esclavos. Así, el doctor Thomas Trotter, médico del Brookes, recordó que las gentes estaban «dispuestas a comprar a los esclavos en lotes y, en cuanto oyen la señal de inicio de la venta, se abalanzan sobre los cautivos, maniobra inesperada que producía un efecto asombroso en los esclavos quienes gritaban a sus amigos, afligidos porque los separaban». Equiano, el elocuente esclavo que escribió su autobiografía, dejó una descripción de cómo se llevaba a cabo esta clase de venta. Lo vendieron en Barbados, «del modo acostumbrado, que es que al darse la señal (como el redoble del tambor), los compradores entran todos juntos y corriendo en el patio donde están confinados los esclavos y escogen el lote que prefieren. El ruido y el clamor con que lo hacen y el entusiasmo visible en la cara de los compradores sirven no poco para aumentar la aprensión de los aterrorizados africanos… De este modo, sin escrúpulo, separan a familiares y amigos, y la mayoría ya no volverá a verse jamás».[511] A veces, sin embargo, los tratantes eran más tolerantes. Jean Barbot describió cómo en 1679 vendió una familia entera a un mismo comprador «porque no quería separarlos».[512]
Con frecuencia dejaban morir a los esclavos que no suscitaban interés o estaban demasiado enfermos para suscitarlo, los «esclavos basura», abandonados, en el muelle del puerto de entrada a las Américas. James Morley, artillero y marinero en un buque negrero en los años sesenta del siglo XVII, recordó haber visto a cautivos «tumbados en la playa de Saint Kitts, en el mercado, y en diferentes partes de la ciudad, en muy mal estado y al parecer sin nadie que les cuidara».[513]
Ocasionalmente se producía un amago de rebelión entre los esclavos en el puerto de llegada. En Saint Kitts, el 14 de marzo de 1737, un capitán negrero «encontró mucho descontento entre los esclavos, sobre todo entre los hombres, que duró hasta el 16 a las cinco de la tarde, cuando, con gran asombro nuestro, más de cien esclavos saltaron al mar y nos costó mucho salvar a tantos como salvamos; del total perdimos treinta y tres de los mejores varones que teníamos a bordo… La razón, como me he enterado después, fue que uno de sus paisanos que subió a bordo les dijo, en broma, que primero les sacarían los ojos y luego se los comerían…».[514] Por cierto que en el capítulo treinta y tres hablaremos de una broma parecida que acabó en terrible tragedia.
Charleston, en Carolina del Sur, era el mayor puerto de entrada de esclavos en Norteamérica, aun cuando los tratantes tenían su base en Rhode Island o en Bristol, Inglaterra. Fuera del puerto, los barcos negreros tenían que esperar diez días en la isla Sullivan; si resultaba que a bordo había gente con viruela los ponían en cuarentena otro mes. Las ventas solían llevarse a cabo al aire libre detrás del correo, al pie de la Broad Street, a pocos pasos del muelle al que llegaban los esclavos, en vestido azul de franela, las mujeres y en pantalón de algodón azul, los hombres. A veces, en invierno, los tratantes más humanos les daban zapatos y ropa que los calentara un poco.
Henry Laurens, el más interesante de los tratantes de esta ciudad, describía en 1755 cómo «nuestro habitual método para vender a los esclavos, sin importar cuándo lleguen, consiste en pagar el siguiente enero o marzo. Si son un lote muy bueno, a menudo aparecen compradores con dinero en mano para apartar a los que prefieren. Los compromisos a que llegamos en la trata son… cargar el barco de cuanto arroz haya disponible, pagar las comisiones de la costa y la mitad del sueldo de la tripulación y mandar el resto [a Bristol, por ejemplo] cuando vence el plazo de pago». Refiriéndose a una venta que salió mal en Charleston, Laurens escribió a Samuel y William Vernon, sus socios en Newport, en Rhode Island, que el 29 de junio de 1756 había puesto a la venta esclavos de Sierra Leona transportados en un buque de los Vernon, el Haré, que el propio Laurens había asegurado. «Había cuantos compradores pudiésemos desear de haber tenido tres veces más [cautivos] por vender, pero, al verlos por encima antes de que los hubiéramos desembarcado, muchos se pusieron furiosos porque los habíamos invitado a venir desde ciento treinta o ciento cincuenta kilómetros a ver un lote de “esclavos basura”, como los llamaban, y con cierta dificultad les convencimos de que esperaran a que los pusiéramos en venta… Estábamos dispuestos a creer que el capitán [Caleb] Godfrey había obtenido los mejores [esclavos], pero en verdad eran un cargamento lastimoso, uno que no habríamos tocado ni por tres veces nuestra comisión.
»Hoy vendimos cuarenta y dos por siete mil cuatrocientos cincuenta y cinco chelines», continuaba, «incluyendo los que vendimos en subasta por apenas treinta y cinco chelines. Parecía imposible que se recuperaran. Sólo Dios sabe lo que haremos con los que quedan, son un rebaño de lo más roñoso… Varios tienen los ojos muy mal, tres miserables niños y, añadido a esto, la peor de las enfermedades que sufren seis u ocho, a saber, la vejez… Una chalupa llegó con ciento cincuenta robustos esclavos de las factorías de Gambia y la isla de Bance [Bence] la noche antes de la venta de vuestros negros que no habrían perjudicado su venta de haber sido buenos, pues no descubrimos cuán bueno era el lote hasta que se acabó la venta del primer día».[515] En esta época William Vernon y Abraham Redwood, también de Newport, compraban esclavos en África por quinientos y pico litros de ron por varón y cuatrocientos y pico litros por mujer.
En 1755 la mayoría de la gente en Charleston creía que la nueva guerra, la de los Siete Años, bajaría el precio de los esclavos, pero ocurrió lo contrario; así, con respecto a un cargamento importado por el capitán Robert Bostock, de Liverpool, en el Prince George, informó Laurens, «fue tan al contrario que los compradores se agarraban del cuello los unos a los otros y habrían acabado a golpes, si alguien no lo hubiese evitado, en su competencia por los mejores, con lo que dieron al vendedor una excelente oportunidad de hacerles pagar el precio que quería y consiguió trescientas libras por algunos».[516] Sin embargo, un año más tarde, escribiría a Richard Oswald, accionista de la factoría en la isla de Bence, a orillas del río Sierra Leona, que no había vendido todos los esclavos que había enviado: «Todavía nos quedan algunos; de vuestros nueve, dos [de] Gambia, de los que nos desprenderíamos por un precio muy modesto si encontrásemos a alguien que hiciera una oferta, pero nadie se siente tentado por los que no son jóvenes robustos.»[517]
En el siglo XVIII los tratantes ingleses, al igual que los franceses, ya tendrían representantes en el Nuevo Mundo. Isaac Hobhouse, por ejemplo, que tantos esclavos vendió en Virginia, tenía agentes en varios lugares de Norteamérica, muchos de los cuales estaban muy introducidos en el comercio local de tabaco o acaso de índigo.
Muchos capitanes de buques negreros solían considerar terminada su misión cuando entregaban los esclavos en las Indias occidentales, aunque resultaba a menudo imposible cobrar las ganancias de la venta lo bastante rápido para obtener un cargamento de azúcar para el viaje de vuelta; mercaderes y capitanes no estaban nunca seguros de los precios que les pagarían en su puerto base por las mercancías que llevaban por cuenta propia; los plantadores podían tardar años en pagar por los esclavos. A veces, a cambio de los esclavos, los mercaderes europeos preferían letras de cambio en lugar de azúcar, índigo, algodón o jengibre, porque en Londres los precios de estas mercancías resultaban impredecibles o bien bajos. En ocasiones, los plantadores preferían dar documentos en los que se comprometían a pagar en un plazo de cinco años en lugar de las letras de cambio pagaderas a doce o dieciocho meses; con estos documentos se hacían los pagos, pero podía ocurrir que los hacendados tuviesen que dejar de pagar cuando debían sumas considerables a los proveedores en Londres o a los manufactureros de Manchester o Birmingham, si eran ingleses. De modo que, ocasionalmente, los viajes de retomo de los numerosos buques negreros, que pertenecían a todos los países que participaban en la trata, se hacían con lastre; el propietario del buque podía decir al capitán que regresara pronto «a menos que se presente la posibilidad de un cargamento… por el que merezca la pena esperar dos semanas». Sin embargo, los viajes de vuelta en lastre eran raros y, de los trescientos barcos que salieron de Jamaica en los últimos años del XVIII, sólo doce lo hicieron así.
La mayoría de plantadores de Norteamérica y el Caribe tenían cuentas bancarias en su país de origen, Inglaterra, Francia u Holanda, y cuando efectuaban su compra lo hacían de una de estas tres maneras: pagaban al contado, en dinero «de las islas» que, en el caso de la libra francesa valía un tercio menos que en Francia; pedían crédito al tratante, normalmente de un par de años, aunque excepcionalmente podía ser de diez años, o pagaban con mercancías, rara vez la suma total y con frecuencia sólo un pequeño porcentaje. Según la colonia, esta mercancía sería ante todo azúcar, semirrefinado o sin refinar, índigo, que después de 1750 sufrió una caída, algodón y café, que en el Caribe se mencionó por primera vez en 1730 y a partir de entonces gozó de popularidad entre los capitanes negreros; también, aunque de modo irregular, se pagaba con jengibre, vainilla, tabaco y pieles, así como rapé.
Rara vez se pagaba el total a la entrega del esclavo; si bien la deuda se expresaba en moneda colonial, el pago se hacía a menudo con mercancías valiosas en Europa. Así, el procedimiento más habitual en los años ochenta del XVIII consistía en pagar el veinticinco por ciento de inmediato, al contado o con mercancías, y el resto en dieciocho meses; el plantador daba al agente del mercader varias letras pagaderas en fechas fijadas, por lo general en intervalos de treinta, sesenta o noventa días; parte de la cuenta se pagaba a veces con recibos por ventas anteriores de esclavos, y el resto de la deuda con una letra de cambio avalada en Europa.
En las colonias españolas, el pago de los esclavos que formaban parte del asiento se hacía casi siempre en plata, en ochavos, equivalentes cada uno a un peso, equivalente a su vez a ocho reales. Por eso el mercado español fue siempre tan atractivo y por eso la trata en La Habana, autorizada en 1789, se convertiría en un mercado popular entre los tratantes norteamericanos. «Consiga todo el dinero al contado que pueda» pidió el propietario de un buque a un capitán de Rhode Island.
A finales del XVIII las ventas portuguesas en Brasil resultaban menos complicadas, pues, hasta su venta en Río, Bahía u otra ciudad, los esclavos pertenecían a mercaderes angoleños; el pago al contado o en mercancías se depositaba en el banco del mercader en Brasil, transacción más sencilla que la de los tratantes del norte de Europa.
Todo esto se debía a la insaciabilidad de los colonos por esclavos; solían llegar a su límite de crédito, y hasta sobrepasarlo, como si cada transacción supusiese su última oportunidad de conseguir mano de obra esencial; así, los plantadores pedían prestado y extendían el sistema de crédito agrícola más allá de todo límite. De hecho, en el siglo XVIII en Charleston y en otras partes de la Norteamérica británica la mayoría de esclavos se compraron a crédito, por lo que muchos tratantes no sabían cuándo les pagarían y esto hizo que insistieran, sobre todo los de Liverpool, en el «pago inmediato», lo cual, a su vez, provocó que los agentes coloniales les enviaran en el buque negrero recibos por la compra en forma de letras pagaderas a largo plazo emitidas por los factores a cargo de sus garantes en Inglaterra.
En el puerto americano, fuera como fuese que se pagaran los esclavos y que el puerto formase parte del imperio británico, español, francés, holandés o portugués, el capitán reorganizaba su tripulación, pues algunos marineros no deseaban regresar a Europa y pocas travesías se acababan sin que murieran algunos tripulantes; puesto que habrían pasado mucho tiempo lejos de su casa, los marineros que pretendían regresar querían hacerlo pronto, al igual que el capitán.
El viaje de regreso de las Indias occidentales a Europa a través del Atlántico duraba una media de dos a tres meses; luego empezaban la venta de las mercancías que habían traído y el cálculo de las ganancias, caso de haberlas.
La cuestión de las ganancias es compleja. En la quinta década del xviii Henry Callister, un agente oriundo de la isla de Man, encargado del depósito del tratante de Liverpool Foster Cunliffe en la bahía de Chesapeake escribía a su hermano Anthony: «La trata en África hace peligrar la salud y la vida, pero es muy rentable». Sus vecinos, los mercaderes Thomas Ringgold y Samuel Galloway, no estaban de acuerdo: «Se producen más desastres en esos viajes que en cualquier otro», escribió el primero al segundo en 1762.[518] ¿Quién tenía razón?
Consideremos el tema del modo más sencillo: en 1783 la firma nantesa de Giraud & Rimbaud mandó su buque de ciento cincuenta toneladas, el Jeune Aimée, a Angola y obtuvo doscientos sesenta y cuatro esclavos que vendió en Saint-Domingue. El buque costó seis mil libras; el coste inicial, incluyendo otros gastos, como los sueldos de la tripulación, el cargamento y los esclavos en Mayombe, ascendía a unas ciento cincuenta y seis mil libras francesas; los esclavos y las mercancías se vendieron por más de trescientas sesenta y seis mil libras francesas, de modo que las ganancias ascendieron a doscientas diez mil libras francesas, es decir alrededor de un treinta y cinco por ciento. Pero se trataba de una travesía ideal, aquella con que soñaban los tratantes, la que hacía que arriesgaran tanto dinero y tantas vidas, incluyendo las de numerosos marineros y capitanes europeos; la clase de viaje que inspiraba a los capitanes que creían, con razón, que un día ellos también podrían convertirse en tratantes, y que alimentaba la imaginación de los jóvenes oficiales que esperaban llegar a ser capitanes. Pero cuando en 1790 a John Newton se le preguntó en la Cámara de los Comunes si creía que la trata proporcionaba ganancias, contestó: «Mi participación en ella no resultó rentable para quienes me empleaban [Joseph Manesty, de Liverpool]: en algunos viajes tuvimos ganancias, pero nos parecía que eran más los viajes en que perdíamos. Solía considerarse una especie de lotería en que todo aventurero esperaba ganar un premio.»[519] Quienes se enteraron de que la RAC compraba esclavos en África por poco más de tres libras por cabeza y los vendía en las Américas por veinte, no solían tener en cuenta el hecho de que la compañía debía administrar sus fuertes en África y transportar sus cargamentos desde Londres para cambiarlos allí por cautivos. Algunos tratantes se arruinaron, como Noblet Ruddock, de Bristol, en 1726, tras «administrar» treinta viajes de la trata entre 1698 y 1729, más que cualquier otro mercader en esa ciudad, a excepción de James Day, y luego se convirtió en factor en Barbados.
No obstante, los «milagros» ocurrían, pese al escepticismo de Newton. Tomas Leyland, tres veces alcalde de Liverpool, obtuvo ganancias de doce mil libras con el viaje del Lottery, cuyo capitán era John Whittle; en 1798 este buque transportó cuatrocientos sesenta esclavos del río Bonny a Barbados. De hecho, según el relato de Leyland, tuvo otros éxitos: al capitán Cesar Lawson del Enterprise en 1803 (véase el apéndice 5), al capitán Charles Kneal del Lottery en 1804, y al capitán del Fortune en 1805 les fue muy bien, con unos beneficios de unas cuarenta libras por esclavo entregado.
En casi toda la historia de la trata los tratantes independientes tuvieron ganancias; las privilegiadas compañías nacionales, en cambio, sufrían frecuentes pérdidas, porque sus funcionarios, tanto en el país como en África, creían tener el puesto para que la empresa les diera ganancias; sin embargo, en ocasiones hasta estas empresas privilegiadas tenían suerte. Contarnos con registros de los viajes de la RAC a la costa de barlovento africana de 1680 a 1687, entre Sierra Leona y el cabo Tres Puntas; en esos años se realizaron noventa y tres viajes, de los cuales tres sufrieron una franca pérdida; la mayor ganancia fue del ciento cuarenta y uno por ciento. Parece que en el XVIII también la Compañía del Mar del Sur obtuvo ganancias de casi el treinta por ciento con la trata destinada a Buenos Aires, y ningún director se quejó de que los costes fuesen demasiado elevados.
Sin embargo, los que realmente ganaban en esa época eran los «intrusos», que solían vender esclavos en las Indias occidentales o a los habitantes de Nueva Inglaterra y a los de Brasil por más del doble de lo que costaban en la costa de Congo. Las ganancias de estos tratantes eran considerables, y podían ascender hasta el doscientos por ciento, como ocurrió, por ejemplo, con un buque de Nantes, aunque a principios del XVIII las ganancias habituales en Nantes iban del cincuenta al ciento por ciento. La noticia de estas grandes ganancias corrió y es de suponer que por esta razón Alexander von Humboldt, viajero, naturalista y polígrafo, autor de Voyage aux régions équinoxiales du nouveau continent, sugirió que una ganancia del ciento por ciento resultaba normal, y que algunos polemistas dieron por sentada una ganancia del trescientos por ciento.
Los precios a ambos lados del Atlántico a finales del siglo XVIII se iban acercando; el coste de los esclavos en África, como hemos visto, equivalía ya a unas cincuenta libras en 1780, diez veces más que cien años antes. No es de sorprender, pues, que se redujeran las ganancias, y en la segunda mitad del siglo, los tratantes de Luanda que comerciaban con Bahía se encontraban con que algunos esclavos «se vendían por debajo del coste». De los registros de Aaron López, en Newport, Rhode Island, se desprende un asombroso cambio comparado con el principio del siglo; de los catorce viajes a África que financió entre 1760 y 1776, sólo entre cuatro y siete tuvieron ganancias; disponemos todavía de informaciones razonablemente verídicas de veinticinco buques negreros que partieron de Nantes entre 1783 y 1790; diez tuvieron ganancias —de éstos, seis de más del diecinueve por ciento— y seis sostuvieron pérdidas, una salió tablas, y ocho estaban a punto de tener pérdidas cuando dejó de pagar, a finales de 1796, gracias a la revolución, en Saint-Domingue, de la cual hablaremos en el capítulo veintiséis. En los últimos sesenta años de la trata británica, las ganancias anuales parecen haber ascendido a menos del diez por ciento; según otro cálculo referente a la trata británica entre 1761 y 1807, las ganancias fueron del nueve y medio por ciento; el mayor nivel, del trece por ciento, se consiguió entre 1791 y 1800 y el menor, del tres por ciento entre 1801 y 1807.[520] En 1789 John Tarleton, de Liverpool, declaró en una investigación británica que «la ganancia neta de la trata en África debería ser del diez por ciento». Según los registros del negrero William Davenport, también de Liverpool, ganó una inedia del diez y medio por ciento en setenta y cuatro viajes y del ocho por ciento anual. Un análisis de las ganancias del círculo londinense escocés de Richard Oswald, Augustus Boyd y sir Alexander Grant, que como ya hemos visto comerciaba desde la isla de Bence, cerca de Sierra Leona, sugiere que en sus casi sesenta viajes negreros obtuvieron treinta mil libras, es decir, apenas un seis por ciento de ganancias.
De cien viajes de los barcos holandeses en la segunda mitad del siglo, parece que cuarenta y uno tuvieron pérdidas. De un cuidadoso análisis de las expediciones de la trata emprendidas tanto por la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales como por los intrusos holandeses, se desprende que sus ganancias alcanzaron poco más del tres por ciento, con una media anual del dos por ciento en casi todas las inversiones. Un estudio de la Compañía de Middelburgo arroja cifras del uno con cuarenta y tres por ciento, si bien fue de más del ocho por ciento entre 1751 y 1760.
A mediados del siglo la Compañía de Maranhão de Brasil tuvo una ganancia del treinta por ciento, pero esta cifra no tiene en cuenta muchos de los costes.
A partir de principios del siglo XVIII hubo siempre en la Compañía Danesa de las Indias Occidentales quienes se quejaban de que la trata no reportaba sino pérdidas, razón por la cual Frederik Holmsted, contable de la empresa desde 1708, criticaba la trata, pero la compañía nunca le hizo caso, pues sus directores creyeron siempre que habían de proveer a las colonias en las Indias occidentales, es decir Saint Thomas, Saint John y Saint Croix.
En resumen: en los siglos XVII y XVIII la trata proporcionó enormes ganancias; sin embargo, a finales del XVIII, los precios de los esclavos sufrieron un considerable aumento en África, de modo que los beneficios ascendían a una media de entre ocho y diez por ciento, el mismo porcentaje que se obtenía con las empresas comerciales de otra índole. Sin embargo, algunos tratantes hábiles o afortunados continuaron prosperando mucho. En todo momento, los costes de las compañías privilegiadas, a saber, los salarios, el mantenimiento de los fuertes y otras actividades burocráticas, limitaban las ganancias. Sin duda algunos tratantes pensaban, ya en 1780, en la reducción de las ganancias de la trata a fines del XVIII, pero diríase que esto no tuvo gran efecto sobre el extraordinario curso de los acontecimientos inminentes.