Si quisiereis aprender a rezar, id a la mar.
Proverbio portugués
Es perfectamente imposible hacer de un viaje con esclavos un viaje saludable.
El capitán DENMAN al comité
de William Hutt de la Cámara
de los Comunes, 1848
Tanto en mi barco como en cualquier otro, todos los oficiales y la tripulación estaban enteramente ocupados en tratar de mantener a los esclavos en buena salud y con buen ánimo.
THOMAS TOBIN, capitán de la trata,
de Liverpool, al Comité Hutt, 1848
La travesía de lo que los españoles del siglo XV llamaban el gran mar Océano era la experiencia característica de la trata atlántica. De no ser por esto, el viaje de un cautivo hacia la costa desde su remoto punto de origen, en el interior africano, entre las ciudades en ruinas del imperio songhai, o en el reino del Congo, antes de Ngola, pongamos por caso, habría sido igual si al esclavo lo llevaban a un puerto mediterráneo o a uno americano, a Elmina o a Brasil. Habría sido igualmente duro. Pero era el mar, el vasto, aterrador, misterioso «verde mar de las tinieblas» lo que daba a la trata atlántica su dramatismo especial.
Ningún esclavo, antes de 1750, nos dejó una descripción de lo que significaba ver el océano por primera vez, al final del largo camino desde el fondo de África. Pero no hay duda de que muchos africanos pensaron que los europeos no tenían país y que vivían en buques. Un esclavo que contó su propia historia fue Olaudah Equiano, un cautivo muy especial capturado por los ingleses y llevado por ellos a las Indias occidentales en los años de 1760. «Lo primero que saludaron mis ojos», escribió «fue el mar y un barco de esclavos que estaba levantando anclas… Me llenaron de asombro, que cuando me llevaron a bordo se convirtió en terror. Inmediatamente algunos de los tripulantes me tocaron para ver si estaba sano, y me convencí de que había entrado en un mundo de malos espíritus y que iban a matarme. Su piel era tan distinta de la nuestra, que con su largo cabello y la lengua que hablaban… se unieron para confirmarme en esta creencia. Tal era el horror de lo que veía y tales mis temores, que si hubiese poseído diez mil mundos, los habría dado con gusto para cambiar mi condición por la del más bajo de los esclavos de mi país».
«Al mirar a mi alrededor, en el barco», continúa Equiano, «vi una gran caldera de cobre… y ya no dudé de mi destino… Caí inmóvil sobre cubierta y perdí el sentido. Al recobrarlo, encontré a mi alrededor a algunos negros que eran, creo, los que me habían traído a bordo y habían recibido su paga. Me hablaron para tranquilizarme, pero fue en vano. Les pregunté si nos comerían aquellos hombres blancos de aspecto horrible, caras rojas y cabello suelto. Me dijeron que no, y uno de los tripulantes me trajo en un vaso de vidrio licor alcohólico… Tragué un poco, que al tocar mi paladar me sumió en una gran consternación por la extraña sensación que producía, pues nunca había probado antes de un licor como aquél…».
Equiano muestra la superstición, muy extendida por toda África, de que los hombres blancos (o «rojos») eran probablemente fieles del Señor de la Muerte, el diablo angoleño Mwene Puto, y que se habían apoderado de los esclavos para comérselos. Algunos africanos estaban seguros de que el vino tinto que los europeos bebían tan alegremente procedía de la sangre de los negros, que el aceite de oliva que usaban con tanto cuidado era producto de exprimir los cuerpos negros, y hasta que el queso de fuerte olor de la mesa del capitán venía de cerebros africanos.
Equiano preguntó si los tripulantes «no tenían país». ¿Vivían en aquel «lugar vacío»? ¿No tenían mujeres y, si las tenían, dónde estaban? ¿Cómo navegaba el barco? Las respuestas que recibieron estas agudas preguntas no fueron satisfactorias ni explicaban nada.[455]
La travesía del Atlántico iba a comenzar. Los barcos que transportaban esclavos no cambiaron mucho a lo largo de las generaciones. Así, en el XVII, en la era del asiento portugués, un buque corriente que llegara a Cartagena de Indias llevaba unos trescientos esclavos. El buque francés corriente en la trata del XVIII cargaba unos cuatrocientos, y uno portugués, unos trescientos setenta. En un navío inglés, la carga era menor: unos doscientos treinta, a finales del mismo siglo. Pero había innumerables excepciones, como la del Comte d’Hérouville, de Nantes, propiedad de René Foucault ainé, con Jean-François Cadillac de capitán, que llevó a Martinica, en 1766, sólo un esclavo adulto y una négritte. Muchos barcos ponían rumbo a las Indias con menos esclavos de lo que esperaban y otros llevaban más de los que podían.
Si las condiciones eran buenas, la travesía del Atlántico llevaba unos treinta y cinco días, en los viajes portugueses del XVII, desde Angola a Pernambuco, cuarenta a Bahía, y cincuenta a Río. A finales del XVIII, parece que estos viajes por el Atlántico meridional se habían reducido a un promedio de treinta días, debido al mayor tamaño de los navíos. En los años sesenta del XVII, los barcos británicos que partían de Guinea tardaban unos cuarenta y cuatro días en llegar al Caribe. Pero los holandeses de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales solían emplear ochenta días para arribar a Curaçao, aunque hay datos de que el viaje más corto duró veintitrés días y el más largo, doscientos ochenta y cuatro. La mayoría de las travesías francesas y británicas del Atlántico duraban de dos a tres meses; setenta días era lo corriente en los barcos de Honfleur, pero eran frecuentes los viajes que llevaban más tiempo. Eran relativamente fáciles, pues en circunstancias normales los capitanes daban un amplio rodeo para evitar la zona de altas presiones del Atlántico central.
El viaje más breve desde África occidental a Portugal, en los siglos XV y XVI, tomaba menos tiempo, acaso de veinte días a un mes, desde Arguin a Lisboa; desde Santo Tomé la duración debió de ser de tres a seis meses.
En el xviii, la travesía de la trata más corta la hizo en 1754 el Saint-Philippe, de Nantes, de trescientas cuarenta toneladas, propiedad de los hermanos Jogue, que llevó a cuatrocientos sesenta y dos africanos de Ouidah a Santo Domingo en sólo veinticinco días.
La travesía más larga, en el mismo siglo, parece que fue también francesa, con el Sainte-Anne, de Nantes, propiedad de Louis Mornant, que en 1727 tardó nada menos que nueve meses para ir de Ouidah a Cayes Saint-Louis, en Santo Domingo, y durante los cuales perdió a cincuenta y siete esclavos.
Cuando el barco se hacía a la mar, el capitán creía que, con buena suerte, los vientos alisios del sudeste llevarían casi automáticamente el buque a través del océano. Pero antes de poder alcanzar estos vientos, cuando estaba todavía a la vista de África, a los esclavos varones se les solía mantener encadenados a pares, con el tobillo derecho de uno conectado al tobillo izquierdo del otro.
Jacques Savary, un brillante hombre de negocios de Angers, protegido del favorito de Luis XIV, Fouquet, que era un teórico del comercio, escribió en su libro Le Parfait Négociant, a finales del XVII, que «desde el momento en que se embarca a los esclavos, hay que izar velas. La razón de esto es que estos esclavos aman tanto a su país que se desesperan al ver que lo abandonan para siempre, y esto les hace morir de pena y he oído decir a mercaderes que se dedican a este comercio que mueren más a menudo antes de abandonar el puerto que durante el viaje. Unos se arrojan al mar, otros se golpean la cabeza contra la madera del barco, otros retienen el aliento para tratar de ahogarse, mientras que otros tratan de morir de hambre negándose a comer, pero en cuanto han dejado su país, empiezan a consolarse, en especial cuando el capitán los entretiene con la música de algún instrumento».[456] El capitán Thomas Phillips, de Londres, escribió por la misma época, basándose en su experiencia personal, que «cuando llegamos a alta mar, les soltamos las cadenas y nunca tratan de rebelarse… El único peligro es cuando están a la vista de su país… Llevamos unos treinta o cuarenta negros de la Costa de Oro, para vigilar a los negros de Ouidah, y duermen entre ellos para evitar que se peleen».[457] Cien años más tarde, en 1790, Ecroyde Claxton, médico a bordo, explicó al comité investigador de la Cámara de los Comunes que recordaba que una vez un esclavo consiguió arrojarse al mar, como protesta, y que se hizo mucho para tratar de recuperarlo; el esclavo «dándose cuenta de que lo alcanzarían, se sumergió en el agua y, gracias a esto, escapó, salió a la superficie a varios metros del barco, e hizo signos, que no puedo describir con palabras, expresando su dicha por haber escapado de nosotros».[458]
En cuanto a los barcos mismos, los holandeses creían que los suyos eran los mejor dirigidos. «Aunque el número de esclavos a veces asciende a seiscientos o setecientos, gracias a una buena dirección… están tan bien administrados que parece increíble, y en esto nuestra nación supera a todas las otras europeas, pues los buques de esclavos franceses, portugueses e ingleses están siempre sucios y apestan, y los nuestros, al contrario, son limpios y aseados.»[459]
Era normal que los barcos estuvieran atestados. El padre Dionigio Carli, de Piacenza, escribió, a finales del XVII, refiriéndose a los navíos portugueses, que en ellos «reunían a las mujeres encinta en la cabina de popa, a los niños los metían en el primer almacén, como si fueran sardinas en una barrica. Si alguien quería dormir, se ponían unos encima de otros. Para satisfacer sus necesidades naturales, tenían sentinas por encima de la borda, pero como muchos temían perder su lugar se aliviaban donde estuvieran, sobre todo los hombres que estaban cruelmente amontonados, de tal manera que el calor y el hedor resultaban intolerables».[460] Cien años más tarde, James Morley, que había sido artillero en el barco negrero Medway, declaró ante un comité de la Cámara de los Comunes que había «visto a los esclavos con grandes dificultades para respirar, las mujeres en particular, que suben hasta las vigas, donde se levantan a menudo las rejas con barandas, cosa de algo más de un metro por encima de los bordes más elevados [que impiden que entre el agua]; así obtienen algo de aire, pero en general las empujan hacia abajo, porque quitan aire a los demás. Ha visto esclavos con náuseas con la boca llena de arroz, hasta que casi se asfixian; ha visto al médico de a bordo empujar entre sus dientes el pan y arrojarles medicina de tal modo que ni la mitad de la misma les entraba en la boca… y esos desgraciados chapoteaban en su sangre… y esto con ayuda del látigo».[461]
Debemos reconocer que los portugueses trataron de fijar reglas para el transporte de esclavos. El mismo rey Manuel, que a comienzos del XVI había insistido en el bautismo de los esclavos, ordenó que éstos —llevados entonces más a Europa que a las Américas— tuvieran cuando menos camas de madera bajo techado, para protegerlos de la lluvia y el frío. También trató de que se les proporcionara una alimentación adecuada, con batatas por ejemplo, aunque la orden de que debía proporcionárseles bastoncillos para roer con el fin de calmar el hambre y mantener limpia la dentadura no parece un gesto de alta generosidad.
Pero ni siquiera estas tibias sugestiones de humanidad se aplicaban, y los buques portugueses de la trata llevaban a bordo las mismas cadenas y esposas y grilletes para sujetar a los esclavos que llevarían tres siglos después.
La ley de 1648 trataba de establecer claramente los requisitos del arqueaçao, es decir, la obligación de los funcionarios de medir el tonelaje de los buques, tomando en cuenta la necesidad de definir la diferencia entre las bodegas, reservadas para la carga, y las cubiertas, para los esclavos. La ley no indicaba la altura de estos espacios, pero contenía normas para la «comodidad» que podían interpretarse como que se exigía una altura mínima.
Como resultado de estas y otras reglas, se supone a menudo que los portugueses fueron los tratantes europeos más humanos con los esclavos. Jean Barbot dijo que eran «dignos de alabanza, pues llevan con ellos una cantidad suficiente de ásperas esteras para servir de camastro, que cambian cada dos o tres semanas por esteras nuevas, y esto no sólo hace que sea más blando tumbarse sobre ellas que sobre el duro suelo sino que debe también ser más sano, pues la madera se humedece, ya porque la cubierta se lava a menudo para mantenerla limpia, ya porque el agua de lluvia entra algunas veces… y hasta por el sudor mismo de los esclavos, que, por estar tan apiñados en un lugar bajo, es perpetuo».[462] El minerólogo sueco Wadström, escribía en 1790 que «los buques portugueses nunca están abarrotados y los marineros son sobre todo… negros ladinos, que hablan su lengua y consuelan y atienden a los infelices durante el viaje. El resultado es que apenas hay necesidad de los grilletes que se emplean de modo constante en los otros buques europeos de esclavos, y que realizan su viaje desde Angola, etc., a Brasil con muy poca mortalidad…».[463] En el siglo XVIII las condiciones en los buques portugueses se mejoraron cuando a cada marinero se le asignó la tarea de cuidar de quince esclavos; a estos marineros se les pagaba una cantidad por cada esclavo que entregaban vivo.
De todos modos, los portugueses eran perfectamente capaces de mejorar los beneficios a costa de las comodidades. El doctor Wadström indicó que «algunos mercaderes de esclavos envían a Mozambique barcos en busca de esclavos. Me explicaron que aunque en el largo, tormentoso y frío viaje por el cabo de Buena Esperanza morían más esclavos incluso que en la travesía de la costa de Guinea a las Indias occidentales… el precio tan barato que pagaban en Mozambique les compensaba plenamente por el aumento de mortalidad».[464]
Así, aunque los portugueses acaso enfocaron el negocio con esclavos con más humanidad que sus cofrades de Europa del norte, en la práctica no existía mucha diferencia entre unos y otros. Por ejemplo, sólo en la segunda mitad del XVIII empezaron a llegar a Lisboa, Luanda y Río las disposiciones europeas respecto a la higiene, con ser tan modestas. Tal vez la verdadera diferencia era sicológica. Los portugueses, con sus marineros esclavos, no veían en un cautivo negro a una persona excepcional sino a una más destinada a sufrir dentro del plan inexplicable de Dios, mientras que para los protestantes blancos del norte, los africanos resultaban tan exóticos como inquietantes.
El esclavo Equiano escribió sobre la primera etapa del viaje a través del Atlántico: «El hedor de la bodega, mientras estábamos en la costa, era tan intolerablemente molesto que resultaba peligroso permanecer en ella mucho tiempo, y a algunos se nos permitió estar en cubierta para gozar del aire fresco, pero ahora que todo el cargamento del barco estaba encerrado junto, el aire se volvió pestilente. El apiñamiento y el calor del clima, añadido a la cantidad de personas en el barco, que estaba tan abarrotado que apenas si podíamos damos vuelta, casi nos asfixiaban. Esto causaba un sudor constante… y provocó una enfermedad entre los esclavos, muchos de los cuales murieron víctimas de la avaricia imprevisora, como puede llamarse, de sus compradores. Esta calamitosa situación se agravaba por el roce de las cadenas, que se habían vuelto insoportables, y por la suciedad de las cubas, en las cuales caían a menudo los niños, y casi se asfixiaban. Los chillidos de las mujeres y los gemidos de los moribundos presentaban una escena de horror casi inconcebible.»[465]
El infatigable abolicionista Zachary Macaulay viajó como pasajero en un buque inglés de la trata, alrededor de 1795, para descubrir lo que era un viaje de esta clase. Macaulay tomó sus notas en griego, para confundir a la tripulación. En una explica que «el capitán nos dijo que un barco de esclavos es algo muy distinto de lo que se dice. Habló con las mujeres [esclavas], que lo aclamaron. Se dirigió luego a la cubierta de proa y dijo lo mismo a los hombres, que lo aclamaron. “Y ahora”, dijo, “¿no está convencido que el señor Wilberforce tiene una idea falsa de los barcos de esclavos?”». A Macaulay le enseñaron dónde colgar su hamaca y le preguntaron si no le molestaría que algunos esclavos durmieran debajo de ella; le dijeron que el olor sería desagradable durante unos días, «pero cuando lleguemos a los vientos alisios, ya no lo percibirá».[466]
Poseemos diagramas hechos en 1790 del buque negrero Brookes, (llamado así porque era propiedad de una conocida familia de constructores de Liverpool que llevaba ese mismo apellido), y los trazados en 1823 del barco de Nantes de doscientas treinta y dos toneladas Vigilant, propiedad de François Michaud, que después de recoger en Bonny a trescientos cuarenta y cuatro esclavos fue interceptado, rumbo a Cuba, por los navíos de la armada británica Iphigenia y Myrmidon. Estos diagramas sugieren que los ingleses en los años ochenta del XVIII y los franceses en los años veinte del XIX, encerraban a sus esclavos en un espacio de menos de dos metros de alto y menos de metro y medio de ancho. El doctor Thomas Trotter, de Edimburgo, que más tarde escribió un libro bien conocido en su época sobre La embriaguez y sus efectos en el cuerpo humano, y que en 1783 viajó como médico a bordo del Brookes, respondió a las preguntas de un comité de la Cámara de los Comunes sobre si los esclavos tenían espacio para volverse o para tumbarse, afirmando que «de ningún modo. A los esclavos que no están encadenados, se les encierra “a modo de cucharas” [es decir, lo que en castellano popular se llama “hacer el cuatro”], estrechamente atados unos a otros. El primer oficial tiene la misión de hacerlos encerrar de esta manera todas las mañanas, y de obligar con el látigo a los que no se colocan rápidamente en su lugar, y cuando se les encierra de este modo y el barco se mueve mucho, se dan golpes contra la madera o contra los demás… He visto cómo se hinchan sus pechos y observado cómo sueltan el aliento, con esos angustiados y trabajosos esfuerzos que observamos en los animales moribundos sujetos a experimentos sobre el mal aire de diversas clases». En el viaje en que participó Trotter, el Brookes llevaba más de seiscientos esclavos y perdió a sesenta mientras navegaba.[467]
Por la misma época en que Trotter prestaba esta declaración, Thomas Clarkson, conocido adversario de la trata, habló con un testigo que le dijo: «Las penalidades que los esclavos sufren debido a su amontonamiento no son fáciles de describir. Les he oído frecuentemente quejarse del calor, y les he visto perder el sentido, casi morir por falta de agua. Su situación es peor cuando llueve. Hacemos por ellos cuanto podemos. En todos los buques de esclavos en que he navegado nunca cubríamos las rejas con una tela alquitranada, sino que con la tela formábamos un toldo sobre los botalones… pero algunos seguían jadeando y es en situaciones así que los marineros no tienen más remedio que sacarlos a cubierta, por temor a que perdieran el sentido y murieran.»[468]
De vez en cuando se sugería que con mejores condiciones a bordo de los barcos negreros se podrían reducir las pérdidas o, mejor, aumentar los beneficios. «Creemos que la codicia de los capitanes al amontonar sus esclavos por encima de la proporción conveniente para el flete es la única razón de la gran pérdida para la compañía», escribían en 1681 los factores de la RAC desde Cape Coast a los directores de Londres. «Si sus señorías tuvieran a bien disminuir su número aunque les dieran cinco chelines extra por cabeza, sus señorías saldrían ganando al terminar el año.»[469] Pero la RAC no hizo nada; en Londres era difícil imaginar una muestra de inhumanidad en África, y el amontonamiento siguió siendo moneda corriente.
En todos los buques europeos se colocaba a los dos sexos aparte, siguiendo la costumbre portuguesa; se hacía mediante «un fuerte tabique junto al palo mayor, con la proa para los hombres y la popa para las mujeres. Si se trataba de grandes buques, con quinientos o seiscientos esclavos, la cubierta debía tener una altura de casi dos metros, pues así resultaba más aireada y conveniente para un número tan considerable de criaturas humanas y, por tanto, más saludable para ellas». Las esclavas recibían mejor trato que los varones, pues no las encadenaban. La razón de todo esto no era sólo la de evitar que los varones sedujeran a las mujeres, sino porque se decía que las mujeres negras a menudo empujaban a los hombres a mostrarse firmes y atacar a la tripulación.
Las cubiertas de los esclavos solían estar entre la bodega y la cubierta principal. Si se bajaba el techo de la cubierta de los esclavos o se la extendía hacia popa o proa, se disponía de más espacio para los esclavos, pero se reducía la superficie de almacenamiento de los barriles de comida y agua. En algunos barcos se instalaba una segunda cubierta de madera, dentro de la cubierta de los esclavos, para poder llevar un segundo grupo de cautivos en dos compartimentos más estrechos. Muchos barcos tenían portañolas, pero solían ir tan cargados que no se las podía abrir excepto con mar chicha. Escotillas que daban a cubierta permitían a los esclavos recibir aire sin ofrecerles ninguna posibilidad de huida por ellas.
Varios distinguidos investigadores han indicado recientemente que a pesar del citado comentario de los factores de la RAC, no había una relación directa entre el amontonamiento y la mortalidad. Un meticuloso análisis de las estadísticas sugiere que los buques en que había amontonamiento de esclavos no sufrían un número de muertes significativamente mayor que los buques en que se les encerraba de modo más humano: «el número de los que se cargaban a bordo no se relaciona con la mortalidad experimentada por los esclavos africanos» durante la travesía. La desventaja del amontonamiento no era, al parecer, que condujera a una mayor incidencia de enfermedades, sino que entrañaba habitualmente una reducción del espacio disponible para almacenar alimentos para el viaje, y esto, desde luego, causaba malnutrición. Una epidemia se extendería incluso por un buque con poca carga humana, y si no había epidemias y el capitán era tan hábil como afortunado, podía desembarcar la mayor parte de su cargamento aunque lo hubiese transportado muy amontonado.[470]
A veces se empleaba una chimenea o canalización hecha con velas para hacer entrar aire en la cubierta de los esclavos, pero su eficacia dependía, como es lógico, de que soplara bastante viento.
Los oficiales y la tripulación, así como los viajeros, si había alguno, también sufrían estrecheces a bordo de los negreros. Los marineros dormían en hamacas o en literas colgadas o construidas en cualquier rincón disponible. En el Brookes, por ejemplo, el departamento de la tripulación estaba a popa del de los esclavos, y en la cubierta de arriba había compartimentos para los oficiales, con un buen camarote para el capitán, de unos cuatro metros y medio por casi dos y dos metros de alto. En ocasiones, si había sobrecarga, los marineros dormían en los botes, en cubierta o en los portalones. El capitán y los oficiales a veces sacrificaban parte de su espacio para cargar tantos esclavos personales como podían, debajo de sus literas o en sus camarotes. Esto era especialmente habitual en los viajes entre Luanda y Río, alrededor de 1800, cuando por lo menos doce de estos esclavos ilegales, según fuera el número de tripulantes, viajaban escondidos. A veces el capitán y los oficiales ocultaban su presencia a los funcionarios de Luanda que inspeccionaban el peso del buque y el número de esclavos por tonelada que transportaba, o bien los embarcaban de noche, por encima de la borda, ya pasada la inspección, o haciendo escala en alguna de las bahías de la costa, más allá de la ciudad, para tomar a bordo el cargamento humano de contrabando.
Al cabo de ocho días, los buques ya habían perdido de vista la costa y entonces se permitía a los esclavos subir a cubierta. Se procuraba que mantuvieran el buen ánimo y la higiene. Se les organizaba en grupos para limpiar el barco y se les obligaba a cantar mientras lo hacían. Jean Barbot escribió que en los navíos franceses de La Rochelle en que había servido, «tres veces por semana perfumamos entre las cubiertas con una buena cantidad de vinagre en baldes, con balas al rojo vivo dentro de ellos, para despejar el mal aire, después que se ha fregado todo con escobas, tras lo cual se limpia la cubierta con vinagre frío».[471] El capitán Phillips, del Hannibal, recordaba que en la Costa de Oro los esclavos a los que utilizaba como cabos «se encargan de hacer que los negros limpien a fondo todas las mañanas el lugar donde duermen, para evitar cualquier enfermedad que pueda engendrar la suciedad; cuando nombramos a un guardia le damos un látigo como insignia de su cargo, de lo cual se muestra muy orgulloso». A menudo se pedía a las esclavas que se ocuparan de moler el trigo, para ponerlo, a veces con arroz o pimienta, en la sopa de judías. Thomas Tobin, de Liverpool, recordaba ante el comité de la Cámara de los Comunes que «una quincena después de hacernos a la mar, traté, una mañana, manteniéndolos de buen humor, de dejar a una docena sin cadenas, e hice lo mismo a la mañana siguiente, y los hombres lo tomaron bien y solían sacar a suertes, entre ellos, a quiénes desencadenaría al día siguiente, hasta que hubo casi la mitad sin cadenas, y entonces los dejamos a todos sueltos».[472]
La brutalidad no era ni normal ni inevitable. Interesaba a todos entregar en las Américas a tantos esclavos vivos como fuese posible. Unas instrucciones de la Middelburgische Kamerse Compagnie de 1762-1786, insistían concretamente en que «no permitan que ningún negro o negra sea maltratado o mancillado».[473] Luego ordenaba que «el doctor y el sobrecargo inspeccionen las bocas y los ojos de los esclavos todas las mañanas». Jean Barbot, después de sus viajes, recomendó que se diera buen trato a los esclavos con el fin de «dominar sus inclinaciones brutales» y también para «aliviar el sentimiento de su lamentable condición, que muchos son bastante sensibles para percibir, pensemos lo que pensemos de su estupidez». Creía también que en general, a bordo de los buques «se pone mucho cuidado en protegerlos y alimentarlos en interés de sus dueños».[474]
Sin embargo, el siglo XVIII era una época violenta y no se sentía mucho respeto por la vida humana. Según la descripción de una travesía de la trata, «una vez lejos de la costa, el barco se convierte en mitad manicomio y mitad burdel». Los capitanes con frecuencia trataban su propia tripulación con sadismo criminal. Al capitán William Lugen, de Bristol, se le juzgó en Charleston por asesinato, porque una de sus cautivas tuvo un hijo y la mujer murió; la tripulación «entregó el infeliz niño a la gente de su propio color y ellos, como verdaderos salvajes, lo dejaron en cubierta y se negaron a admitirlo entre ellos, pues creían que su enfermedad era infecciosa. Se dejó al niño bajo el ardiente sol y agonizante (el médico dijo que no podía pasar del día). El capitán ordenó que lo arrojaran por la borda». Lo declararon inocente de asesinato, pues en su acción «no pudo haber malicia premeditada».[475] En un barco francés, probablemente en los años de 1770, el capitán informó que su segundo, Philippe Liot, había «maltratado a una negra muy linda, rompiéndole dos dientes y le provocó un estado tal de terror que sólo pudo venderla a muy bajo precio en Santo Domingo, donde murió dos semanas después».[476]
Thomas Tobin afirmó ante los comisionados de la Cámara que si los esclavos que transportaba «hubiesen estado en un cuarto de niños de la casa de una familia, no los hubiesen tratado más bondadosamente». Toda la tripulación, agregó, «estaba constantemente ocupada haciendo que todo fuese lo más cómodo posible para los esclavos. Se levantaban hacia las ocho de la mañana y se nombraba a algunos para que se colocaran en las escotillas con trapos y se frotaban unos a otros».[477] El capitán Thomas Phillips, ya citado, escribía en 1694 que «me han informado que algunos capitanes han cortado las piernas o los brazos de los esclavos más tercos, para aterrorizar a los demás, pues creen que si pierden un miembro ya no podrán volver a su tierra; algunos de mis oficiales me aconsejaron que hiciera lo mismo, pero no pudieron convencerme de que me pasara siquiera por la cabeza hacerlo, y menos que pusiera en práctica esta barbaridad y crueldad con las infelices criaturas que, excepto por su falta de cristianismo y de religión verdadera, por su desgracia y no por culpa suya, son tan obra de las manos de Dios como nosotros y sin duda tan queridas por Él como nosotros».[478]
En la travesía, la comida era, desde luego, sencilla, con algunas diferencias nacionales, como cabe suponer: la mandioca o yuca o casava era el ingrediente principal en los barcos portugueses; el maíz (al que los ingleses llamaban ya «trigo indio») lo era en los barcos holandeses y británicos, mientras que en los franceses se daba avena traída de Francia. El arroz y el mijo, cosechados en África, eran frecuentes. Se añadían, a veces, alubias, plátanos, batatas, patatas, cocos, limas y naranjas. La comida de los esclavos no era muy inferior, ni en calidad ni en cantidad, a la de la tripulación y probablemente era mejor que la que habían recibido durante los meses de viaje o de espera en África.
Al terminar el XVIII, la ración típica diaria de un esclavo en un buque de la trata debía ser de unas tres libras o poco más de batata, diez onzas de galleta, tres onzas y media de judías, dos onzas de harina y un pedazo de buey en salazón. Tres de cada cinco días recibían un plátano y una mazorca de maíz. Por las mañanas, un poco de vinagre o de jugo de limón, para enjuagarse la boca, con el fin de evitar el escorbuto, pues para entonces ya se sabía que esto era necesario, tras el famoso tratado de James Lind de 1754, aunque el Almirantazgo no ordenó hasta 1794 que se administraran esos jugos; como ya hemos mencionado, el médico Trotter fue un pionero en esta práctica a bordo del Brookes.
Una vez más, los portugueses habían fijado ya en 1519 reglas concretas acerca de la alimentación durante el viaje y estas reglas se mantuvieron, por lo menos durante cierto tiempo. La ley de 1684 las refino. Pero los capitanes que iban a Río desde Luanda o Benguela, en Angola, se negaban a menudo a comprar lo que se necesitaba, e incluso sobornaban a funcionarios de los puertos para que les permitieran en secreto aumentar su carga de esclavos empleando con este fin el espacio reservado a almacenar los alimentos.
Los abastecimientos eran casi siempre menos de los necesarios. Un marinero irlandés, Nics Owen, que en 1753 navegó con el capitán William Brown desde Sierra Leona a Newport, en Rhode Island, se encontró con que la ración para los tripulantes era de una onza de carne en salazón cada veinticuatro horas, con media galleta de propina.
Los holandeses alimentaban a sus esclavos «tres veces al día con buenas vituallas», según afirmaban los tripulantes «mucho mejores que en su país» africano. Por otro lado, en los barcos franceses se cocían cada día unas gachas de avena a las que se añadía carne de tortuga salada, que podía obtenerse en Cabo Verde, o verduras secas. Cada vez que el buque hacía una escala se compraban agua y verduras frescas. En los buques ingleses, la comida se distribuía a los esclavos por grupos de diez, «en un corto y ancho cubo, fabricado para este fin por nuestros herreros… y cada esclavo tenía una pequeña cuchara de madera para comer muy bien…». El capitán Phillips recordaba que estas comidas se daban en la cubierta principal y en el castillo de proa, para «poder tenerlos a todos bajo mis armas desde el puente de mando, en caso de que hubiera algún disturbio; las mujeres esclavas comían en el puente de mando, con nosotros, y los muchachos y las muchachas, en popa». La comida se distribuía dos veces al día, a las diez de la mañana y a las cinco de la tarde: «La primera comida era de judías grandes, hervidas con cierta cantidad de manteca de pato que teníamos de Holanda… La otra comida era de vainas de guisante, trigo indio dabbadabb [maíz molido en un molinillo de hierro], que llevábamos con este fin, tan fino como la harina de avena, mezclado con agua y bien hervido en un horno de cobre, hasta que se espesaba, y sazonado con sal, aceite de palma y malagueta [pimienta].» Se creía que esta pimienta malagueta protegía «a nuestros negros de la diarrea y de los retortijones».[479]
Los buques de la RAC siempre llevaban sus propias galletas desde Inglaterra, así como manteca y algarrobas, y compraban maíz en la Costa de Oro antes de dirigirse a Calabar. A principios del XVIII, estos barcos llevaban cestas de patatas, barriles de sal, bocoyes de aceite de palma, pimienta, arroz, cajas de trigo y a veces queso de Suffolk, vinagre, «alcohol inglés» (sin duda ginebra) y tabaco.
Distintos observadores nos dejaron impresiones contradictorias de lo que deseaban los esclavos. Jean Barbot creía que «los esclavos tienen un estómago mucho mejor para judías que para maíz, yuca o batata». Thomas Phillips recordaba también que «los negros gustan exageradamente de las judías, y comiéndolas se dan golpes en el pecho y gritan “pram, pram”, que quiere decir muy bueno». En cambio, Barbot declaraba alrededor de 1700 que «un buque que lleva a quinientos esclavos debe cargar unas diez mil batatas, lo cual es muy difícil, pues cuesta almacenarlas por el mucho espacio que ocupan, pero no han de ser menos, pues el esclavo tiene una constitución que ninguna otra comida lo sostiene, ya que el maíz, las judías y la yuca no sientan bien a su estómago».[480] Cien años más tarde, Thomas Tobin decía lo mismo, excepto que a menudo necesitaba quince mil batatas.
Algunas veces era necesario forzar a los esclavos a comer, para impedir que se mataran de hambre. Barbot, que decía que era «de natural compasivo», habíase visto, sin embargo, «en la necesidad de ordenar que rompieran los dientes de esos desgraciados porque no querían abrir la boca». Wilberforce dio el ejemplo de un capitán que ordenó a su segundo que con una mano ofreciera un pedazo de batata a un esclavo y «un pedazo de fuego» con la otra. A bordo llevaban para estos recalcitrantes unas tijeras especiales o speculum oris, cuyas hojas se introducían a la fuerza entre los dientes de los rebeldes y luego se daba vuelta a un tornillo que las separaba y así abrían las mandíbulas.[481] En la historia de la abolición de la trata de Clarkson se encuentra una reproducción de éste y de otros instrumentos.
La hora de las comidas era la más peligrosa para las tripulaciones: las cuatro de la tarde era «el momento apropiado para amotinarse, pues los esclavos se encontraban en cubierta… Por lo tanto, en esa ocasión, todos nuestros hombres que no se encuentran ocupados distribuyendo vituallas a los esclavos… están sobre las armas, y algunos, con mechas encendidas junto a los grandes cañones que los apuntan, cargados con cartucho, hasta que han terminado…».[482]
Después de comer, informaba Barbot, «ordenábamos a los hombres que bajaran entre las cubiertas, pues a las mujeres se las dejaba en cubierta a su gusto mientras quisieran, aunque muchos de los hombres tenían la misma libertad, por turnos, ya que pocos o ninguno, estando en la mar, llevaba cadenas… Además dábamos a cada uno, entre comidas, un puñado de maíz y yuca, y luego pipas pequeñas y tabaco para fumar en cubierta, siempre por turno, y algunos granos de cacao… y las mujeres se cubrían con un pedazo de tela basta y lo mismo muchos de los varones, que cuidábamos de que lo lavaran de vez en cuando, para evitar los piojos. Hacia el atardecer se divertían como querían en cubierta, unos conversando, otros bailando o cantando y jugando a su manera, lo cual les agradaba mucho y nos entretenía a nosotros, especialmente las mujeres, que estaban aparte de los varones en el castillo de proa, y muchas de ellas jóvenes doncellas, llenas de alegría y buen humor, nos proporcionaban abundante recreo». A ambos sexos se les animaba a «cantar y bailar lo más posible», declaró el capitán de un barco francés, «a cuyo fin se les proporcionaban dos tambores. A los esclavos que bailaban bien se les solía dar una pequeña ración de aguardiente, así como un pedacito de carne o galleta. Esto les daba algo por lo que esperar. Nunca les dábamos pipas, por miedo al fuego, pero un poco de tabaco en polvo servía para el mismo fin». A veces estos bailes se ejecutaban bajo la amenaza del látigo, como recordaba Thomas Phillips: «A menudo, cuando estábamos en la mar, por las tardes, dejábamos que los esclavos salieran a airearse bajo el sol y los hacíamos saltar y bailar cosa de una hora o dos, mientras tocábamos las gaitas, violines y harpas.»[483]
En los años de 1790 un capitán inglés, Sherwood, afirmó que en los barcos de la trata había, casi siempre, bastante agua. Esto era a veces cierto, pero habitualmente no lo era. Se suponía que una persona requería, en una forma u otra, un litro de agua para beber a lo largo del día, y un litro y medio en la comida. Los africanos estaban acostumbrados a beber más que los europeos. Los portugueses establecieron en 1519 que en los buques de la trata debía proporcionarse el agua necesaria y su ley de 1684 precisaba que esto significaba que debía llevarse bastante agua para dar a cada esclavo una cañada (menos de un litro) al día para beber y cocinar, lo cual era sólo la mitad de la ración considerada necesaria a comienzos de dicho siglo. Los buques de Liverpool llevaban bastante agua para dar poco más de un litro diario, y los de Nantes casi un litro y tres cuartos de litro o hasta algo más de cuatro litros.
El espacio necesario para almacenar el agua era considerable; un buque portugués que transportara trescientos esclavos debía llevar, por ley, treinta y cincos pipas. Jean Barbot dijo que «en cada comida dábamos a cada esclavo una cáscara de medio coco llena de agua, y de vez en cuando, un poco de brandy». De hecho, a menudo se cargaba un abastecimiento de agua mayor del necesario. Así, el Brookes llevaba en los años ochenta del siglo XVIII, ciento cincuenta y cuatro mil litros de agua para sus seiscientos esclavos y cuarenta y cinco marineros. Pero una ración diaria de casi dos litros por esclavo habría exigido solamente cincuenta y cuatro mil litros.
Los viajes eran muy calurosos además de sobrecargados. Muchos esclavos sufrían de disentería y, por tanto, perdían agua en una proporción mayor incluso que la ración prescrita por la ley portuguesa. Era frecuente la deshidratación cuando bajo cubierta hacía más de cuarenta grados centígrados.
En los primeros años del XVIII, la RAC trató de utilizar máquinas «para potabilizar el agua salada… para hacer más corto el viaje… y disminuir la mortalidad de los negros». Pero no se consiguió.
A menudo se transportaba el agua de manera poco saludable. Por ejemplo, en el viaje entre Angola y Brasil, se almacenaba en los mismos barriles que se usaban para traer de Río un aguardiente de caña, la gerebita, una bebida que viciaba cualquier líquido a menos que se limpiaran a fondo los barriles. Y el agua de Luanda y Benguela era notoriamente mala, además de escasa.
Pese a los esfuerzos de capitanes previsores, las enfermedades eran habituales en los barcos de la trata. El dominico Tomás de Mercado, cuyo libro Tratos y contratos de mercaderes, publicado en 1569, contenía, como se explicó en el capítulo octavo, una de las primeras críticas de la trata, recordaba que un barco portugués perdió en una sola noche, a causa de una enfermedad cuya naturaleza no consta, a cien esclavos de los quinientos que transportaba.[484] Más adelante, si el médico encontraba indispuestos a algunos esclavos, «ordenaba llevarlos al lazaretto, debajo del castillo de proa… una especie de hospital… Así, lejos del amontonamiento, el médico estaba en mejores condiciones y con más tiempo para administrar el remedio adecuado, cosa que no puede hacer entre cubiertas, a causa del mucho calor que hace allí, que a veces es tan excesivo que el médico se desmaya y las velas no arden, además de que en este amontonamiento de gente primitiva siempre hay alguno dispuesto a molestar y dañar a los otros, y todos en general son tan codiciosos que arrebatan al esclavo enfermo la carne o la bebida que se le da». Esto afirmaba Jean Barbot, que añadía: «No es aconsejable poner a los esclavos enfermos en la larga barca de cubierta, como se hizo imprudentemente en el Albion, pues quedan expuestos al aire libre y como vienen del ardiente depósito entre cubiertas, al yacer en el frescor de la noche durante un tiempo, justo debajo de la caída del viento por las velas, pronto enfermaron de violentos cólicos y diarreas sanguinolentas, y murieron en pocos días.»[485]
Un médico inglés pensaba en 1790 que dos tercios de las muertes en un viaje de la trata se debían al banzo, una melancolía mortal, según se describía en un diccionario brasileño, o un «suicidio involuntario».
En realidad, la disentería era la peor enfermedad, que causaba probablemente una tercera parte de las muertes a bordo, ya directamente, ya por la deshidratación que provocaba. Probablemente la segunda causa de muerte era la viruela, y al principio de la trata parece que fue más destructiva que la disentería: «Los negros son tan propensos a las viruelas» escribía el capitán Phillips a finales del XVII, «que pocos de los barcos que los transportan escapan a ellas, y a veces causan grandes perjuicios y destrucciones entre los negros; pero aunque tuvimos a cien de ellos enfermos de viruelas, que cubrieron todo el buque, no perdimos más de una docena… aunque nunca atacaron a un blanco».[486] Hay que decir que esta inmunidad de los blancos era algo a lo que los europeos se habían acostumbrado después de la epidemia que causó tantos estragos en México en tiempos de Hernán Cortés. El escorbuto (conocido como «mal de Luanda» en los barcos lusos) también se encontraba muy a menudo, lo mismo que las enfermedades de la piel. Algunos tipos de oftalmía tuvieron también, alguna vez, efectos devastadores.
Era costumbre registrar las pérdidas de vida en los buques de la trata, aunque hace mucho que desapareció la mayoría de los «libros de muertos» de las entregas portuguesas y españolas de esclavos de los dos primeros siglos de la trata. En los siglos XV y XVI se registran cifras bajas, como es natural, en los buques portugueses que van directamente a Lisboa, con un máximo del cinco por ciento, si el barco procede de Arguin, pero el promedio es más alto si el viaje se inicia en Santo Tomé, en la insalubre ensenada de Benin, tal vez del treinta al cuarenta por ciento. Tomás de Mercado en 1569 creía que el promedio de mortalidad en un viaje de la trata era del veinte por ciento. Algunos historiadores brasileños han sugerido pérdidas del quince al veinte por ciento en el XVI, para la trata de Brasil, y del diez por ciento en el XIX, pero a veces eran mucho mayores; en 1625 por ejemplo, cinco buques enviados a Brasil por el gobernador de Angola João Correa de Sousa, con mil doscientas once «piezas», perdieron quinientas ochenta y tres, y otros sesenta y ocho esclavos murieron poco después de desembarcar, lo cual da una pérdida de más del cincuenta por ciento.
Cuando entraron en la trata los protestantes del norte, en el XVII, se registraron mejor las cifras de muertos. Se sabe que la RAC perdió catorce mil trescientos ochenta y ocho esclavos (el veinticuatro por ciento de los sesenta mil, más o menos, transportados) en viajes de ciento noventa y cuatro buques entre 1680 y 1688. A comienzos del XVIII este porcentaje bajó al diez. Hacia 1780 la tasa de defunciones en los navíos ingleses había descendido al cinco con sesenta y cinco por ciento. Las estadísticas para Nantes del período 1715-1755 sugieren que la pérdida mayor fue del treinta y dos por ciento en 1732, y la menor del cinco por ciento en 1746 y 1774. En la misma época, los buques de Honfleur perdían el ocho con siete por ciento. William Wilberforce, sin embargo, en su discurso de 1788, al comenzar la larga serie de debates parlamentarios sobre la trata, habló del doce con cinco por ciento como normal, cifra que deducía de una investigación sobre las muertes en los buques ingleses llevada a cabo por el Consejo Privado. En 1791, la Cámara de los Lores estimó una pérdida del ocho con siete por ciento en 1791 y predijo una del diecisiete por ciento para 1792. Pero Thomas Tobin, que era, como se recordará, capitán de la trata, al declarar muchos años después ante un comité de la Cámara de los Comunes, indicaba que el tres por ciento de muertes era el promedio de sus diez viajes en la última década del siglo. Un promedio del nueve por ciento puede, sin embargo, considerarse una estimación razonable para el siglo XVIII, siendo los holandeses quienes presentaban la menor mortalidad entre los tratantes europeos.
Como es natural, los buques que hacían los viajes más largos (por ejemplo, desde África oriental), eran los que tenían una mayor tasa de mortalidad. Así, el capitán del George, de la Compañía del Mar del Sur, que en 1717 de sus quinientos noventa y cuatro esclavos sólo salvó a noventa y ocho, atribuía el desastre no sólo a la duración del viaje, sino también al mal tiempo.
Muchas muertes en los viajes transatlánticos de la trata tenían como causa la violencia, las peleas y, sobre todo, las rebeliones. Probablemente había una rebelión cada ocho o diez viajes, aunque en los buques franceses fueron sólo, al parecer, una en cada veinticinco viajes. La mayoría de estos alzamientos de esclavos ocurrían cuando el barco se hallaba todavía frente a la costa africana o próximo a ella, en el momento de embarcar o entre este momento y el de levar anclas, pero también hubo algunos en alta mar.
Todas las naciones de la trata sufrieron estas rebeliones. Habitualmente, la tripulación conseguía dominarlas sin pérdidas entre sus miembros. Hay pocos ejemplos de rebeliones de esclavos que tuvieran éxito. Por ejemplo, en 1532, en el buque portugués Misericordia, al mando del capitán Estevão Carreiro, con ciento nueve esclavos que iban a ser trasladados de Santo Tomé a Elmina, los cautivos se rebelaron y mataron a toda la tripulación, excepto al piloto y dos marineros, que escaparon en un bote y llegaron a Elmina, pero nunca más se volvió a saber del Misericordia. Los esclavos no sabían navegar y, en la mayoría de los casos, el buque casi con seguridad se perdía. En 1659, un barco que iba de Panamá a Lima naufragó frente al cabo San Francisco, en lo que es ahora Ecuador. Los cautivos mataron a los españoles supervivientes y su capitoste, un audaz esclavo que se hacía llamar Alonso de Illescas, se instaló como señor de los indios en la región de Esmeraldas. En 1742, el galeón Mary, al mando del capitán Robert, propiedad de Samuel Wragg de Londres y Charleston, embarrancó en el río Gambia y la gente de la región lo saqueó y destruyó, mientras que los esclavos que transportaba se alzaron y mataron a los tripulantes, pero mantuvieron prisioneros en su camarote al capitán y a su segundo, durante veintisiete días, hasta que huyeron hacia el fuerte francés del río Senegal.
En 1752 una rebelión con un curioso desenlace tuvo por escenario el Marlborough de Bristol, propiedad de Walter Lougher & Co. El capitán embarcó a unos cuatrocientos esclavos, algunos de Bonny y otros de la Costa de Oro. Veintiocho de estos últimos estaban en cubierta, mientras que los marineros se hallaban abajo, limpiando la cubierta de los esclavos. Los cautivos se apoderaron de algunas armas y mataron a toda la tripulación de treinta y cinco hombres, aunque se salvaron siete marineros y el contramaestre, que recibieron la orden de dirigir el barco hacia Bonny, donde el barro negrero británico Hawk trató de capturarlo, pero fracasó, pues los antiguos esclavos habían aprendido entretanto a manejar las armas de fuego. En esto, estalló una pelea entre los que procedían de Bonny y los de la Costa de Oro; los segundos vencieron, cuando ya un centenar de los antiguos cautivos había muerto en la reyerta. Los de la Costa de Oro navegaron hacia Elmina, guiados por los supervivientes de la tripulación. Nunca se les volvió a ver y sólo los que quedaban vivos de entre los esclavos de Bonny pudieron contar lo sucedido.
Pero lo corriente era que las rebeliones fuesen aplastadas brutalmente. Willem Bosman relató cómo a finales del XVII llevaron el ancla de un buque inglés a su propio barco holandés y la colocaron donde guardaban los esclavos. Estos «se hicieron con un martillo y en poco tiempo rompieron las cadenas golpeándolas contra el ancla, tras lo cual subieron a cubierta y se echaron sobre nuestros hombres, algunos de los cuales cayeron malheridos, y se habrían apoderado de nuestro barco de no haber sido porque, afortunadamente, un navío inglés y otro francés estaban cerca del nuestro y dándose cuenta por el disparo de uno de nuestros cañones de que algo iba mal a bordo, acudieron inmediatamente en nuestra ayuda con chalupas y hombres e hicieron retroceder a los esclavos bajo cubierta… Una veintena de estos esclavos murió».[487]
Hubo también una importante rebelión en el Robert de Bristol, al mando del capitán Harding. El capitoste de los esclavos fue aquel Tomba que había sido maltratado antes de partir de África, como se explicó en el capítulo diecisiete. «Tomba… se unió a tres o cuatro de sus paisanos entre los más fuertes, para matar a los tripulantes y tratar de fugarse, mientras tenían una costa a la que huir, y casi lo habrían logrado, gracias a la ayuda de una esclava que les avisaría del momento oportuno, pues estaba más a la vista de todo. Una noche hizo que se les avisara de que no quedaban en cubierta sino cinco blancos, y dormidos, y les llevó al mismo tiempo un martillo, que era la única arma que pudo hallar, para llevar a cabo su traición. Tomba alentó a sus cómplices… pero sólo pudo convencer a uno más y a la mujer que lo siguieran a cubierta. Encontró a tres marineros dormidos en el castillo de proa, y mató a dos de ellos con un solo golpe en la sien; el otro, al despertar con el mido, fue sujetado por los compañeros de Tomba y éste lo mató de la misma manera. Se dirigieron a proa para acabar lo comenzado y se encontraron, afortunadamente para el resto de los tripulantes, con que el mido ya había despertado a los otros dos y estaban en guardia, y al defenderse hicieron mido que despertó a su oficial que dormía abajo y que corrió, y al ver a sus hombres defendiéndose, agarró lo primero que encontró, una palanca, y descargó con ella repetidos golpes contra Tomba, hasta dejarlo tendido y luego encadenaron a todos…
»El capitán Harding, viendo la fuerza y lo que valían dos de los esclavos, hizo lo que en otros países hacen con canallas con dignidad, los castigó con latigazos y los dejó cubiertos de cicatrices, mientras que a los otros tres, cómplices pero no autores pues no tenían fuerza para ello, los condenó a una muerte cruel, haciéndoles comer primero el corazón y el hígado de uno de los muertos. A la mujer la colgó por los pulgares, le dio de latigazos y le hizo cortes con un cuchillo, delante de los otros esclavos, hasta que murió…»[488]
En 1727 William Smith contó que «una noche con la luna muy brillante… oímos dos o tres tiros de mosquete a bordo del [cercano] Elizabeth. Ordené que arriaran nuestros botes y después de asegurarme de que todo estaba en orden a bordo, para impedir que nuestros esclavos se amotinaran, fui en nuestra pinaza, seguido por los otros botes, a bordo del Elizabeth. De camino vimos a dos negros nadando, pero antes de llegar a ellos unos tiburones los destrozaron. Llegamos al lado del barco y encontramos a dos negros agarrados a una cuerda con sólo la cabeza fuera del agua, temerosos, al parecer, de nadar al ver a sus compañeros devorados por los tiburones. Cargamos en nuestra pinaza a estos dos esclavos y subimos a bordo del barco, donde encontramos a los negros muy silenciosos, todos bajo cubierta, pero los tripulantes estaban en la cubierta, en gran confusión y decían que creían que el barrilero, al que habían colocado de centinela en proa, había sido asesinado… Lo encontramos tendido muy muerto, con la cabeza separada por una hacha que estaba a su lado.
»A la vista de esto, llamé al intérprete y le ordené que preguntara a los negros quién había matado al blanco… Uno de los dos negros que habíamos recogido al lado del buque acusó a su compañero y éste confesó en seguida que había muerto al barrilero sin otro propósito que el de que él y sus paisanos pudieran fugarse sin ser descubiertos, nadando hasta la costa. Dijimos al negro que iba a morir por asesinar a un blanco y contestó que confesaba que fue un acto insensato matarlo, pero que me pedía que considerara que si lo mataba, perdería todo el dinero que yo [sic] había pagado por él.
»A esto pedí al intérprete que le contestara que aunque sabía que era costumbre en este país conmutar la pena de muerte por una suma de dinero, no era lo mismo con nosotros y que ya vería que no pensaría en mi beneficio respecto a esto, pues en cuanto hubiese pasado una hora, en el reloj de arena que entonces mandé colocar, lo haría matar… Al vaciarse el reloj de arena, llevamos al preso al castillo de proa, donde le atamos una cuerda por los sobacos para levantarlo a medio mástil y dispararle… En cuanto lo alzaron, diez blancos armados, que estaban detrás del barricado de proa, dispararon sus mosquetes y lo mataron al instante. Esto desanimó a los negros que creían que, pensando en mi beneficio, no lo haría ejecutar. Dejamos caer el cuerpo sobre cubierta, le cortamos la cabeza y la arrojamos al mar, pues muchos de los negros piensan que si los matan pero no los descuartizan volverán a su país cuando los echen por la borda».[489]
El capitán Peleg Clarke, de Newport, en Rhode Island, fue testigo en 1776 de una insurrección en Accra, y escribió al propietario del buque, John Fletcher, de Londres, que lamentaba «tener que explicarle algo tan desagradable como que el 8 del mes pasado nuestros esclavos se amotinaron a bordo y gran número de ellos se arrojaron al mar, donde se ahogaron veintiocho hombres y dos mujeres. Seis fueron capturados por las gentes de la aldea de Moree, que el señor Klark, gobernador [holandés] del fuerte de este lugar, les hizo entregar y los tiene en su fuerte. Traté de recuperarlos, pero piden once onzas [de oro] por cabeza para entregarlos, de modo que no pude llegar a un arreglo y estoy obligado a regresar de nuevo a Accra para negociar y he pedido la ayuda del señor Mili [de una conocida familia de mercaderes de Guinea y las Indias occidentales] para que negociara por mi cuenta…».[490]
La prensa, una vez empezó a desarrollarse, informaba a menudo de los motines de esclavos. En 1765 el Newport Mercury daba esta noticia: «Por carta del capitán Hopkins del bergantín Sally, de Providence, llegada aquí desde Antigua, en la costa de África, nos enteramos de que poco después de dejar la costa, como la enfermedad redujo su tripulación, se vio obligado a permitir a algunos de los esclavos que subieran a cubierta para ayudar, y estos esclavos se las arreglaron para libertar a los otros, y todos ellos trataron de apoderarse del buque, pero el capitán pudo impedirlo, felizmente, matando, hiriendo y echando al mar a ochenta de los cautivos, lo que obligó a los demás a someterse.»[491]
Parece que el trato más brutal a un esclavo amotinado fue el que sufrió el cabecilla de una rebelión a bordo del buque danés Friedericius Quartus en 1709. Le cortaron la mano derecha y la mostraron a todos los esclavos; al día siguiente le cortaron la mano izquierda y también la expusieron; el tercer día le cortaron la cabeza y el cuerpo quedó expuesto durante dos días colgado de la verga mayor; a los que tomaron parte en la rebelión se les azotó y sobre sus heridas esparcieron sal, pimienta y ceniza.[492] He aquí, ahora, el relato de uno de los verdugos del Affriquain de Nantes, cuyo viaje a numerosos puertos africanos ya se ha descrito en el capítulo veinte. «Ayer, a las ocho de la mañana, atamos de pies y manos a los africanos más culpables, es decir, los que encabezaron la rebelión, los echamos sobre la espalda y los azotamos. Luego embadurnamos sus heridas con emplastos calientes, para que sintieran más sus culpas». El capitán dejó que murieran a causa de sus heridas.[493] Un capitán holandés colgó por los brazos de un travesaño al rebelde ashanti Esserjee, después de cortarle las manos, y la tripulación lo insultó y torturó hasta que murió. El capitán John Newton recordaba que, después de una rebelión, había visto a esclavos sentenciados a «azotes sin piedad y sin cesar hasta que al infeliz no le quedaban fuerzas ni para quejarse y apenas le quedaban signos de vida. Los he visto agonizando durante horas, hasta creo que por días, sometidos a la tortura de las empulgueras».[494]
Otros peligros que afrontaban los barcos de la trata eran las tempestades, las calmas chichas y los piratas.
Durante las tormentas, a menudo se ordenaba a los esclavos que ayudaran a los marineros agotados o insuficientes para lo que debían hacer. Así, sabemos que «en medio de estas desgracias, el barco, después de tres semanas en el mar, tenía tantas vías de agua que había que manejar constantemente las bombas y, por tanto, se consideró necesario desencadenar a algunos de los negros más fuertes y emplearlos en esta tarea, en la cual se les mantenía a menudo hasta que perdían las fuerzas».[495]
El más vergonzoso de los viajes de la trata lo fue a causa de una tempestad. En 1738 el buque holandés Leuden se vio arrojado por el mal tiempo contra las rocas de la costa de Surinam, en la desembocadura del río Marowijne (que ahora marca la frontera entre Surinam y la Guayana francesa). Los tripulantes cerraron las escotillas de la cubierta de los esclavos, para evitar el pánico general, y luego abandonaron el barco junto con catorce esclavos que los habían ayudado, dejando ahogarse a setecientos dos esclavos. Más costoso aunque menos vergonzoso fue el caso del barco danés Kron-Printzen, que naufragó en 1706 durante un temporal, con ochocientos veinte esclavos a bordo.
Cualquiera que fuese su desenlace, siempre se temía, desde luego, una tempestad. De la costa de Mozambique un capitán portugués describía que «súbitamente se cierra el tiempo y el mar se eleva tanto y con tanta fuerza que los barcos obedecen a las olas sin ruta ni control, a merced de los vientos. Es entonces cuando el ruido de los esclavos, encadenados unos a otros, se vuelve horrible. El choque del metal, los gemidos, el llanto, los gritos, las olas rompiendo contra un lado del buque y luego contra el otro, las vociferaciones de los marineros, el silbido del viento y el rugir continuo de las olas… Parte de las reservas de alimentos cae por la borda… A muchos esclavos se les rompen las piernas o los brazos, y otros mueren asfixiados… La furia de la tempestad rompe un buque, que se hunde… El otro barco, arrastrado por las olas, pierde los mástiles… a punto de zozobrar».[496]
En cuanto a las calmas chichas, el fraile capuchino Carli contó que yendo de Benin a Bahía, a finales del XVII, el barco permaneció inmóvil durante días y días. Todo el mundo a bordo estaba aterrado. Los marineros rezaban de rodillas delante de la imagen de san Antonio, que habían colocado en cubierta.
Hubo también mucha maldad entre los propios europeos, incluso cuando los tratantes estaban todavía en África. Por ejemplo, Matthew y John Stronge, de Liverpool, informaron en 1752 de que enviaron a su buque Clayton al río Bonny, donde embarcó a trescientos veinticuatro esclavos y que dos días después de levar anclas fue capturado por «nueve ingleses, que antes habían robado a su propio capitán y otro barco; después de herir cruelmente a dicho capitán, lo dejaron a merced de las olas en su bote y ordenaron al segundo de a bordo que dirigiera el barco hacia Pernambuco, en Brasil. Pero poco después de su llegada, el capitán desembarcó, descubrió lo sucedido al capitán John de Costa Britto, capitán del Nazarone, de la armada portuguesa».[497] Britto vendió los esclavos que ya no eran más de doscientos, a causa de las enfermedades, y entregó el dinero a la tesorería portuguesa. Los hermanos Stronge trataron durante muchos años, sin lograrlo, que el rey de Portugal les reembolsara.
El capitán John Jones, del John and Mary de Virginia, adonde se dirigía con un cargamento de ciento setenta y cinco esclavos, se hallaba en 1724 anclado a unos diez kilómetros del cabo Charles, al final de la bahía de Chesapeake, cuando «un barco con bandera británica se le acostó y él… como no temía que fuese un pirata… no ofreció hacerse a la vela, pero se sorprendió al verse atacado con la orden de arriar su bandera e ir a bordo en un bote, y vio al mismo tiempo unas setenta armas cortas apuntando a su barco, con la amenaza de disparar si no hacía inmediatamente lo que le decían.
»Al subir a bordo de su bote, se vio inmediatamente capturado con cuatro de sus hombres, y lo llevaron al camarote de una persona a la que llamaban capitán, que ordenó a unos catorce hombres, la mayoría españoles, que tomaran posesión del John and Mary, izaran velas y lo siguieran… Hacia las once de la mañana del mismo día encontraron el bergantín Prudent Hannah de Boston… El barco español le dio caza y al acercársele, ordenó al capitán, Mounsell, que fuera a bordo. Lo hizo en su bote, con sólo un grumete, y enviaron inmediatamente su bote con cinco españoles para tomar posesión del barco… El 6 de junio, el español, con su presa al ENE de los cabos de Virginia, a unas ocho leguas, avistó una vela, que resultó ser el Godolphin de Topsham, con destino al río Rappahannock de Virginia [punto importante de la trata de Virginia]. Los españoles izaron una bandera inglesa y un gallardete e interceptaron el barco y bajo estos colores dispararon un gran cañón y ordenaron que se les acercara, cosa que hizo, y el capitán Theodore Bañe subió a su bote y los españoles tomaron posesión…
»Los tres capitanes cautivos… recibieron de varios ingleses e irlandeses [unos sesenta] que formaban parte de la tripulación, estos informes: “que el barco pertenece al gobernador de Cuba, que se llama San Francisco de la Vela, que el capitán es don Benito, que es caballero de una de las órdenes españolas, que el buque es una galera construida en Bristol, tomada primero por los piratas de Marruecos, tomada a ellos por un buque de la armada española, vendido en Cales [¿Cádiz?] y fletado por algunos mercaderes a las Indias occidentales… y alquilado a Benito”. Al parecer, el capitán Jones perdió su biblia, unas trescientas cincuenta libras esterlinas en oro en polvo, cuatro mil quinientos litros de ron, unas doscientas libras por lo que quedaba del cargamento de Guinea y treinta y ocho de sus mejores esclavos…».[498]
Algunas veces, los mismos tratantes se volvieron piratas. En 1723, por ejemplo, la RAC señaló que «nuestros tratantes han recibido aviso de que el barco Baylor, al mando del capitán [William] Verney, después de comerciar con esclavos en la costa de Guinea, de donde navegó rumbo a Virginia, se ha vuelto pirata, y los negros han sido arrojados por la borda».[499]
Este largo viaje transatlántico, conocido en la historia marítima como el «Medio Pasaje», con sus innumerables tragedias, llegó, sin embargo, a su término.