20. LOS MÁS NEGROS CON ENSORTIJADO
CABELLO CORTO

[Esclavos] de los más negros con ensortijado cabello corto y ninguno de los morenos de cabello lacio.

Instrucciones a los capitanes ingleses que
comerciaban con Madagascar sobre las
preferencias de los compradores españoles

La pauta de la trata europea en África la establecieron los portugueses antes de finales del siglo XV. Los capitanes que navegaban por la costa de África occidental pretendían hacer escala en varios puertos, desembarcar con sus intérpretes, acaso traídos de Lisboa o las islas de Cabo Verde, y, observado por un notario, regatear con el jefe local por los esclavos que éste ofrecía. Casi desde un principio, los portugueses contaban con la ventaja adicional del uso de los lanzados o tangos-mãos, expatriados bilingües que a menudo concentraban los esclavos antes de la llegada de los buques; esto se hizo con regularidad en Arguin y Santo Tomé y, más tarde, a mayor escala, en Angola.

No obstante, la pauta clásica de las negociaciones variaba, pues África occidental no constituía una única nación y la idea que se tiene de ella, aun como parte de un continente resulta equivocada.

De igual modo, casi desde el principio, europeos de diferentes países se asentaron en diversos puntos de África. Los holandeses, los ingleses y luego los franceses contaban con factorías, sobre todo en la región del río Senegal y Gambia, en la Costa de Oro. A estas gentes con visión de futuro les siguieron, como ya hemos visto, los daneses, los suecos y los brandeburgueses. Sin embargo, eran el capitán, desde su barco en un estuario, y un tratante africano quienes seguían negociando la compra de muchos de los esclavos, acaso la mayoría.

Gran parte de los esclavos que compraron los europeos a lo largo de los siglos los vendieron reyes, nobles u otros agentes, pero hubo siempre tratantes independientes que los vendían en grupos de dos o tres. A menudo un representante especial del monarca, como el mafouk en Loango, llevaba a cabo las negociaciones y numerosos reyes africanos exigían un arancel de, pongamos por caso, ciento veinte lingotes de hierro, antes de permitir al capitán que comerciara. En los años treinta del siglo XVII, el rey de Barra, «un ceremonioso monarca de los mandingos» exigía un saludo de quienes entraban y salían de su río, al igual que el maloango de Loango. El rey de Allada insistía en que los primeros esclavos comprados fuesen de su propiedad, tras lo cual sus colegas tendrían prioridad; la ceremonia de iniciación de las negociaciones era siempre y en todas partes compleja, aun cuando el capitán del buque negrero ya hubiese estado allí anteriormente y hubiese experimentado algo como unos granos de sal echados en sus ojos; en Sierra Leona, si el capitán no tomaba una pizca de sal y la escupía, y si el negociador africano no respondía de igual manera, no habría trueque. En Angola la compra se llevaba a cabo de modo diferente que en Guinea: el mafouk y varios cortesanos abordaban el barco a fin de hacer los arreglos; bebían un poco de aguardiente, recibían una capa, algunas telas de seda, un barril de aguardiente, o quizá pañuelos y sábanas, o sea, un dache, término que aún se usa en África occidental y que podría derivar de doação o regalo, en portugués, o bien de medase, la palabra akim que significa «gracias», o hasta de dachem, corrupción portuguesa de datjin, una pequeña pesa de oro china. En 1699, James Barbot, accionista del Sun of Africa y sobrecargo en él, compró seiscientos cuarenta y ocho esclavos en el río Calabar, y obsequió al rey con un sombrero, un trabuco de pedernal y nueve sartas de cuentas; a otros cortesanos les ofreció sombreros, anzuelos y tejidos.

Los detalles de la trata variaban en muchos otros aspectos; así, en los primeros tiempos de la trata en Loango, la negociación se llevaba a cabo en dos etapas; en la primera, los pombeiros cambiaban las mercancías de los portugueses —telas o aguardiente, chucherías o cuentas— por tela de palma, a veces las mejores «telas pintadas», teñidas o bordadas con hilos de color, a veces songa de segunda y hasta telas de mala calidad obtenidas de los pueblos del norte selvático del Congo. Entonces, estas telas, usadas como prendas y como moneda, se cambiaban por esclavos.

Cada nación europea tenía sus propias excentricidades. Willem Bosman, hablando de sus compatriotas, informó que algunos tratantes «ignoran totalmente los usos de los pueblos, no saben tratarlos con la decencia que les corresponde». Sin embargo, también escribió que «la primera tarea de nuestros factores [los de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales] consiste en satisfacer las costumbres del rey y de los grandes hombres, que equivale a unas cien libras en valor de Guinea… Después de lo cual tenemos el visto bueno para comerciar, cosa que el pregonero hace saber por todo el territorio. Pero antes de poder negociar con alguien, estamos obligados a comprar todas las existencias del rey a precio fijo… por lo general un tercio o un cuarto más alto que lo normal. Después de esto, tenemos vía libre para tratar con todos sus súbditos, cualquiera que sea su rango».[415]

Thomas Phillips, capitán del Hannibal, de Londres, describió cómo, después de comerciar a lo largo de la Costa de Oro, fue recibido en 1693 en Ouidah: «En cuanto el rey supo de nuestro desembarco, mandó a dos de sus… nobles para homenajearnos en nuestra factoría, donde nos propusimos continuar esa noche y presentar nuestros respetos a Su Majestad al día siguiente… entonces envió a otros dos grandes de su reino a decirnos que nos esperaba y a invitamos a ir allí la primera noche… como hacían otros capitanes; entonces cogimos nuestras hamacas y nos llevaron a mí, al señor Pierson [el factor], al capitán Clay [del East-India Merchant], a nuestros médicos, a los tesoreros y a unos doce hombres, armados para protegemos, a la aldea del rey que contiene unas cincuenta casas…»[416]

Phillips aseguró al rey de Ouidah que la RAC sentía mucho respeto por él, por su cortesía y sus tratos justos con los capitanes de la compañía, y que, pese a que había muchos otros lugares que les rogaban que comerciaran con ellos, la RAC los había rechazado como muestra de buena voluntad hacia el rey y lo había enviado a él y al capitán Clay a comerciar con él y a suministrarle lo que su país precisaba. El rey contestó que «la compañía africana era [obviamente] un hombre bueno y valiente, que lo quería, que nos trataría con justicia y sin abusar… Después de interrogarnos acerca de nuestro cargamento, sobre la clase de mercancía que teníamos y cuántos esclavos deseábamos, etc., nos despedimos y volvimos a la factoría, habiéndole prometido que regresaríamos a la mañana siguiente para una palavera [un acuerdo]… sobre los precios».

Agasajaron al monarca con muestras de sus mercancías y llegaron a un acuerdo sobre los precios, aunque con gran dificultad, pues los que pedía el rey eran muy altos; entonces les asignó un almacén, una cocina y alojamientos, pero ninguno tenía puertas, hasta que ellos mismos las fabricaron y les añadieron cerrojos: «Entonces ordenó que el campanero [un hombre que tocaba una barra de hierro hueca que contenía unos veinte kilos de cauríes, produciendo un sonido apagado] informara a toda la aldea de que debían llevar sus esclavos al trunk [un calabozo generalmente húmedo, sin nada parecido a una cama, ni siquiera tablas de madera, sin agua y rara vez limpio; puesto que solían encadenar a los esclavos, a menudo éstos tenían que acostarse sobre sus propios excrementos].»

Los capitanes Clay y Phillips acordaron ir al calabozo por turnos a comprar los esclavos con el fin de evitar las discusiones entre europeos que los africanos solían utilizar para elevar los precios. «Cuando nos encontramos en el calabozo, los esclavos del rey… fueron los primeros que nos ofrecieron… aunque solían ser los peores… y pagábamos más por ellos que por los otros, cosa que no podíamos evitar, por ser ésta una prerrogativa de Su Majestad». Por cada esclavo que les vendían públicamente, los «nobles» se veían obligados a pagar al rey una parte de las mercancías que recibían a cambio del esclavo o la esclava, «como cuota o arancel, sobre todo cauríes, con las cuales llenaba un plato de cada medida; para evitarlo, solían pedirnos que fuésemos a su casa de noche y nos vendían dos o tres esclavos a la vez y nosotros les enviábamos, en privado, las mercancías que habíamos acordado…; aunque no lo hacían mucho por temor a ofender al rey si se enteraba… A veces, después de habernos vendido a una de sus esposas o un súbdito, se lo repensaba y nos pedía que lo cambiáramos por otro…».[417]

Unos años más tarde, en 1727, el capitán William Snelgrave escribió sobre su llegada a la capital de Dahomey: «A nuestra llegada a la corte… se nos indicó que nos quedáramos un tiempo hasta que llevaran los obsequios a la casa a fin de que Su Majestad [Agaja] los viera. Poco después nos introdujeron en un pequeño patio, al extremo del cual se hallaba el rey sentado con las piernas cruzadas sobre una alfombra de seda extendida en el suelo. Vestía con lujo y tenía pocos acompañantes. Cuando llegamos a donde estaba, Su Majestad preguntó, de manera bondadosa, cómo nos encontrábamos y ordenó que nos sentaran cerca de él, y por tanto colocaron finas esterillas para nosotros. Sentarnos en esa postura no nos fue muy fácil, pero pusimos buena cara al entender, por lo que nos decía el lingüista [el intérprete] que ésa era su costumbre.

»En cuanto nos sentamos, el rey ordenó al intérprete que me preguntara qué deseaba de él, a lo que respondí que, puesto que me dedicaba al comercio, dependía de la bondad de Su Majestad para que me diera suficientes negros para llenar mi bajel».

Un tal Zunglar, el agente del rey en Ouidah, antes de que éste conquistara este puerto, dijo que: «Su Majestad, resuelto a alentar la trata, aunque era conquistador… no impondría aranceles mayores de los que se pagan al rey de Ouidah». Snelgrave respondió que «ya que Su Majestad era un príncipe mucho más importante, esperaba que no nos cobrara tanto…», a lo que el rey contestó que «como yo era el primer capitán inglés al que había visto, me trataría como trataría a una joven esposa o recién desposada a la que no se le ha de negar nada al principio». Posteriormente, Agaja causaría muchos problemas a los tratantes ingleses y mataría a Testesole, el nuevo gobernador del fuerte inglés en Ouidah, por ayudar a los enemigos de los dahomeyanos.[418]

En ocasiones, los «cortesanos» de estas monarquías hablaban otros idiomas y uno o dos habían ido a Francia o a Inglaterra; así, por ejemplo, en 1750 el capitán del Dirigente se enteró que un tal Cupidon había pasado unos años en Saint-Malo.

Muchos eran hábiles negociadores y un director de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales escribió a Holanda diciendo que «para ser justo con los negros he de decir que, como mercaderes de cualquier tipo, son muy astutos; uno suele ver que un mercader trata de dañar al otro tanto como le es posible». Los africanos a menudo sabían más de los europeos de lo que éstos sabían de ellos. Thomas Phillips del Hannibal informó que sus homólogos «conocen nuestras medidas de peso tan bien como nosotros», y, según Jean Barbot, «los negros de la Costa de Oro, habiendo comerciado con los europeos desde el siglo XIV [sic] son muy buenos conocedores de los objetos y las mercancías allí vendidos… Lo examinan todo con la prudencia y habilidad con que lo haría cualquier europeo».[419]

En el siglo XVIII los barcos a menudo hacían escala en varios puertos de la costa occidental africana. Un ejemplo extremo de esto lo constituye el viaje en 1738 del buque francés Affriquain, de ciento cuarenta toneladas, propiedad de Charles Trochon, de Nantes. Llegó el 21 de noviembre a las islas Banana cerca del río Sierra Leona y consiguió veintiún hombres y dos mujeres. Poco después, los esclavos se rebelaron; el capitán Nicolás Fouré y un marinero murieron y numerosos tripulantes resultaron heridos; un nuevo capitán, Pierre Bourau, tomó el mando; nueve esclavos resultaron muertos y dos tan gravemente heridos que fallecieron poco después; Bourau hizo una asombrosa cantidad de escalas, casi como si condujera un autobús ribereño; así, el 11 de diciembre el Affriquain se encontraba en el cabo Santa Ana y llegó al río Gallinas el 14 del mismo mes; ancló en cabo Monte del 16 al 21, navegó al «pequeño cabo allí» el 21 y, el 24, fue a las Petites Mesurades (Mesurado), en lo que es hoy Liberia; el 26, se dirigió a Gran San Pablo, y el 29, a las Grandes Mesurades, donde se quedó hasta el 6 de enero de 1739, cuando puso proa hacia los ríos Petite Jonque, Grande Jonque y Petit Basam; el 8 llegó al Grand Bassam, el 9 al Grand Cories y el 10 al Sestre; el 17 fue a Sanguin, el 18 a Bafo, de allí a Tasse y Sinaux; el 21 había llegado a Sestre-Crous, el 23 a Crous-Sestre, el 26 a Gran Sestre y el 29 a cabo Palmas, donde la costa dobla hacia el este y se convierte en Costa de Marfil; pasó unos días en el estuario del río Canaille; el 4 de febrero se hallaba en Tabo, el día siguiente en Drouin y luego en Saint André; el 8 de febrero había llegado a cabo Laou; el 10 siguió hacia Jaques-Lahou, Petit Basam y Gran Bassam (en lo que es ahora Abidjan, capital de Costa de Marfil); el 11 fue a Issiny (Assini), donde los franceses habían intentado, sin éxito, establecer una factoría; el 13 fue a Cap d’Apollonis, donde se inicia la Costa de Oro; el 14 estaba en Pamplune, el 25 en Axim, el primer fuerte holandés; el 16 en Dixcove, el primer fuerte inglés; el 19 en Fuerte Botro y el 20 en Takoradi, puerto moderno de la Costa de Oro; el 22 fue a Shama y el 1 de marzo se encontraba en el cuartel general holandés de Elmina, donde permaneció seis días antes de poner rumbo a Cape Coast, el cuartel británico. Para entonces el capitán Bourau había comprado trescientos cuarenta africanos y un miembro de su tripulación había desertado. A continuación el Affriquain navegó hacia Saint-Domingue, con una escala en la isla de O Príncipe.[420]

A partir de la segunda mitad del siglo XVIII hubo pocos viajes como éste, pues los europeos solían comprar esclavos desde pequeños barcos soltados del buque madre y capaces de navegar río arriba, donde construían un almacén para los esclavos. Según dijo John Matthews de la armada británica en 1787, «cuando el aventurero llega a la costa con un cargamento adecuado manda sus [pequeños] barcos, bien equipados, a los diferentes ríos. Cuando llegan al lugar del comercio, se ponen de inmediato en contacto con el jefe de la ciudad, le informan de su propósito y le piden que los proteja y que él o una persona designada por él se convierta en garante para la persona y las mercancías del extranjero y para recuperar todo el dinero prestado, a condición de que se haga con su conocimiento y aprobación.

»Acabado el negocio y habiéndose obsequiado los regalos pertinentes (pues nada se hace sin ellos) [los capitanes] hacen el trueque, prestando sus mercancías a los nativos que los llevan tierra adentro, o esperando a que les traigan lo comprado. El primero es el modo más expeditivo cuando están en buenas manos, pero el segundo es siempre el más seguro».[421]

A partir de los años ochenta del siglo XVIII, los barcos negreros conseguían a menudo todos sus cautivos del mismo lugar, de modo que se acortaba el tiempo pasado en la costa y, por tanto, se reducía el número de muertes de los tripulantes. A principios del siglo los holandeses requerían doscientos veintiocho días para la trata y los franceses ciento cincuenta y cuatro días, pero en la última década del siglo los ingleses lo hacían en una media de ciento catorce días. Por otro lado, a los portugueses les gustaba conseguir sus esclavos en las islas de los ríos, en barracones como los de Luanda y Benguela o en almacenes como el de Santo Tomé, donde podían destinarlos a la agricultura antes de mandarlos a Brasil. En ocasiones, los ingleses en Gambia y ciertas compañías francesas, como Michel et Grou o Rollet du Challet, en Senegal, y Walsh cerca de la costa de Loango, decidían que los buques se convirtieran en almacenes y prisiones flotantes hasta la llegada de los mercaderes, cosa que permitía que los negreros partieran pronto. Para la mayoría de buques, un intercambio que entre dos y cuatro meses resultaba bueno y rápido, entre cuatro y seis meses resultaba normal, y más de medio año suponía un viaje difícil.

Los primeros tres meses del año, de enero a marzo, eran los mejores para la navegación a lo largo de la costa occidental africana o para cruzar el Atlántico; los tres últimos, de octubre a diciembre, eran los peores, debido al gran calor y a las espesas brumas, tan frecuentes «que no es posible ver de un extremo del bajel al otro». La mayoría de tratantes intentaba ir a esta costa en la temporada seca y salubre, de marzo a junio, a fin de disponer de esclavos para la zafra que en el Caribe solía iniciarse en diciembre. Otra razón para esto era que el ñame, el producto básico de la subsistencia africana, no podía cosecharse antes de julio. A diferentes zonas y a diferentes tratantes convenían diferentes épocas del año; así, los mejores meses en el río Calabar parecían ser de mayo a junio gracias a las lluvias, que resultaban más soportables que la niebla. Pero había quienes, entre ellos el capitán Phillips del Hannibal en 1694, creían que el verano era «considerada la estación más maligna por los negros mismos, a quienes casi no podemos convencer de salir de sus chozas mientras duran las lluvias…».[422]

Las prisiones o barracones, los calabozos donde guardaban los esclavos a la espera de que los compraran, iban de lo duro a lo atroz. En el cuartel general inglés de Cape Coast, «en este cuadrángulo… hay grandes sótanos con una puerta de hierro en la superficie que deja pasar la luz y el aire para estos pobres infelices, los esclavos, que están encadenados y encerrados allí hasta que llega un pedido…». John Atkins, el médico del que ya hemos hablado, recordaba que en 1721, en la isla de Bence, en Sierra Leona, «meten a los esclavos en casetas cerca de la casa del propietario, para que reciban aire, estén limpios y los clientes puedan examinarlos mejor. Cada día sentía yo curiosidad por ver su comportamiento, que, en la mayoría era muy desolado. En una ocasión, al examinar los esclavos de un viejo calafate, no pude evitar fijarme en uno de ellos, un varón alto y fuerte de aspecto audaz y severo. Como supuso, lo examinábamos con intención de comprar, y despreciaba a sus compañeros esclavos por dejarse estudiar de tan buena gana; desdeñó mirarnos y se negó a levantarse o estirarse como le ordenaba su amo; esto le acarreó una despiadada paliza a manos del propio calafate, con un látigo de piel de manatí; probablemente lo hubiese matado de no ser por la pérdida que le supondría; el negro lo soportó todo con dignidad, casi sin encogerse, y soltó una o dos lágrimas que intentó ocultar, como si estuviese avergonzado. Todos nos sentimos muy curiosos por su valor y quisimos que el calafate nos dijera cómo lo había conseguido; él nos dijo que el hombre, llamado capitán Tomba, era jefe de un país que se oponía a la compañía y a la trata, en el río Núñez, y había matado a nuestros amigos allí e incendiado sus casas; “quienes sufrieron esto, con la ayuda de mis hombres” dijo el calafate, “lo sorprendieron y ataron una noche hará un mes, y él mató a dos defendiéndose antes de que pudiesen someterlo; de allí me lo trajeron y ahora es mío”».[423]

Ambos bandos intentaban engañarse mutuamente; los africanos a menudo añadían latón al polvo de oro cuando vendían metal; pintaban a los esclavos enfermos y se afanaban en ocultar cualquier tipo de discapacidad; por su parte, los europeos a menudo añadían agua al brandy, al vino y hasta al ron; el rey Tegbesu de Dahomey solía tener a su lado un barril de brandy aguado que unos europeos le habían obligado a comprar y se lo ofrecía a cualquier tratante europeo que se quejara de que sus súbditos le habían robado, y añadía que si dejaban de aguar el vino y el aguardiente, los robos desaparecerían en Dahomey. Con frecuencia se cometía fraude en el peso de la pólvora mediante la sencilla técnica de añadir un falso fondo al barril; o bien abrían las telas y, dependiendo del largo, recortaban dos o tres metros del centro donde no se notaría el engaño hasta desdoblarla, añadiendo a veces un trozo de madera para compensar el peso.

Las disputas eran frecuentes. Así, por ejemplo, en marzo de 1719, el agente de la RAC, William Brainie, al mando de Fuerte Commenda en la Costa de Oro, describió cómo John Cabess, un tratante africano con el que comerciaba a menudo, «llegó gritando y diciendo que [los tratantes que habían acudido al fuerte]… eran tontos y él… no se dignaría tratar con ellos, pues, al ver a dos esclavos les preguntó su precio y ellos contestaron que seis onzas [una onza de oro equivalía a unas cuatro libras esterlinas] cada uno y que él les había ofrecido cuatro onzas y dicho que era lo más que podíamos pagar por ellos, y él creía que por esa suma o un poco más los conseguiríamos. Yo le respondí que me tomaba a mal que él se atreviera a negociar… sin mi conocimiento, sin embargo, al ver que había ofrecido cuatro onzas por los esclavos (aunque era lo más que la compañía me permitía pagar por los mejores), para salvar su cara entre los tratantes, le daría las cuatro onzas a condición de que los esclavos fuesen buenos, con lo que los mandamos traer, pero cuando llegaron encontré a dos viejos que no valían cuatro libras cada uno, y por esto me enojé mucho con John y sospeché que pretendía embolsarse el resto del dinero, de modo que lo registré y dije a los tratantes que los esclavos no valían nada. Sin embargo, en privado les pedí que volvieran después de que se marchara John, pues tenía que hablar con ellos. Lo hicieron y, cuando les interrogué, vi que habían acordado diez piezas por esclavo con John Cabess, con lo que él pretendía embolsarse seis piezas…». Disputas de esta índole no cesaron durante siglos.[424]

En todos los viajes europeos el médico del barco solía desempeñar un papel esencial en la selección de esclavos; de hecho, el consejo que daba a los capitanes sobre si debían comprar o no resultaba decisivo, y fuera cual fuese la nacionalidad del comprador, éste era el procedimiento normal. Como en casi todo lo que tenía que ver con la trata, los pioneros en esto, en el llamado palmeo, fueron los portugueses; consistía en medir al esclavo para asegurarse de que fuera como mínimo de unos siete palmos de alto, o sea, un metro cuarenta y siete; de ser así, y si tenía la edad adecuada y buena salud, podía considerársele «una pieza de indias» y no una fracción de ésta. En 1721, John Atkins comentó, al igual que muchas otras personas, que a los esclavos «los examinábamos como lo hacen nuestros hermanos mercaderes a los animales en Smithfield». Según otro testigo inglés, «nuestros médicos los examinaban a fondo en todos los aspectos y para comprobar que estaban sanos y eran ágiles les hacían saltar, estirar los brazos rápidamente, les miraban la boca para ver su edad… Lo que más cuidamos es que no tengan viruela para que no infecten a los demás… Por esto nuestro médico tiene que examinar las partes privadas de hombres y mujeres con la mayor atención, lo que es una gran esclavitud [sic]… Cuando escogíamos los que más nos gustaban, nos poníamos de acuerdo en qué mercancías pagar por ellos…». A principios del siglo XIX, el capitán Richard Willing empleaba un capataz mulato, «que con una mirada reparaba en los esclavos no saludables. Manoseaba a los negros desnudos de arriba abajo, apretaba sus coyunturas y sus músculos, les torcía las piernas y los brazos, les examinaba los dientes, los ojos y el pecho, les pellizcaba sin piedad los pechos y las ingles. Los esclavos se presentaban de dos en dos, totalmente desnudos, y él les hacía saltar, gritar, tumbarse, rodar y aguantar la respiración mucho tiempo».[425] Los capitanes franceses hacían lo mismo; sus médicos comprobaban minuciosamente el potencial del esclavo; también empleaban el término pièce d’Indes para el nègre perfecto y pagaban por él todo el precio pedido. Las esclavas habían de tener los pechos debout: Il faut choisir les nègres, surtout point de peaux ridées, testicules pendants et… graissés, tondus et rasés… (los pechos alzados: se ha de elegir a los negros sobre todo sin arrugas en la piel, los testículos colgando y… engrasados, rapados y afeitados…). Un esclavo al que le faltara un diente era defectuoso.[426]

Los portugueses también iniciaron, en Arguin en los años cuarenta del siglo XV, la práctica del carimbo, o sea marcar a los esclavos con un hierro candente, dejando una señal en carne viva en el hombro, el pecho o el antebrazo, con lo que resultaba obvio que eran propiedad del rey de Portugal o cualquier otro amo y que se había pagado el arancel fijado. Este procedimiento venía de la Edad Media y hasta de la antigüedad, pues los romanos solían marcar a sus esclavos, pero cuando Constantino el Grande decretó que a los esclavos condenados a trabajar en las minas o a luchar en las arenas se les había de marcar en las manos o las piernas, y no en la cara, muchos amos, en lugar de marcarlos, empezaron a ponerles collares de bronce.

En los siglos que duró la trata, cada nación europea aplicaba sus propios procedimientos. Así, a principios del siglo XVI a los esclavos desembarcados en Santo Tomé se les marcaba el brazo derecho con una cruz, diseño que posteriormente se cambió por una «G», la marca de Guinea. A los esclavos exportados de Luanda solían marcarlos dos veces, con la marca del mercader lusobrasileño a quien pertenecían y las armas reales en el pecho derecho, lo que daba a entender su relación con la Corona. En ocasiones, a resultas del bautismo añadían una cruz encima del diseño real. A los esclavos de la RAC se les marcaba con un hierro candente en el pecho derecho: «DY» por el duque de York, presidente de la compañía. En el siglo XVIII, una «G» indicaba que la Compañía Gaditana, encargada de la importación de esclavos en La Habana a finales de la séptima década del siglo XVIII, había marcado al esclavo. El capitán Thomas Phillips, un intruso, describió cómo «marcábamos a los esclavos que habíamos comprado, en el pecho o el hombro derechos con un hierro candente, que llevaba el nombre del buque; primero frotábamos un poco de aceite de palma en la piel para que el hierro le causara apenas un poco de dolor, y la señal se cicatrizaba en cuatro o cinco días».[427] Posteriormente, la Compañía del Mar del Sur marcó a sus esclavos con la marca del puerto del imperio español al que los llevarían, Cartagena de Indias, Caracas, Veracruz, etc., y lo hacían con oro o plata candentes, sobre todo plata, pues «formaba una cicatriz más clara». En 1725 el Consejo de Directores de esta empresa en Londres especificó que los esclavos habían de marcarse en el «hombro izquierdo, poniendo el hierro al rojo vivo y frotando antes la piel con un poco de aceite de palma u otro aceite, quitando el hierro muy rápido y volviendo a frotar la piel con aceite».[428] Willem Bosman informó de que sus colegas holandeses y él «hacemos todo lo posible por que no les quemen demasiado, sobre todo a las mujeres, que son más delicadas que los hombres». Unas instrucciones de finales del siglo XVIII a la Middelburgische Kamerse Compagnie eran más concretas e insistían en que «al comprar los esclavos, debéis marcarlos en el antebrazo derecho con un hierro de plata con la marca CCN… primero frotaréis la zona donde lo marcaréis con cera de vela o aceite… el hierro no ha de ser más caliente de lo que sería si al aplicarlo al papel éste se calentara…». La técnica francesa era similar: «Tras la negociación, el capitán inscribe en una pizarra la mercancía que ha de cambiarse, un funcionario la entrega mientras el africano comprado espera en una prisión antes de que lo sujeten a un aro y conduzcan a la canoa que lo llevará al buque. Con un hierro el cirujano pone en su hombro derecho la marca de la compañía tratante y del barco; esta marca no desaparecerá (si el esclavo es de segunda categoría, lo marcará en el muslo derecho).»[429] En el siglo XVIII a veces se marcaban las iniciales del tratante, une pipe sous le téton gauche.

El doctor Oettinger, de Suabia, médico alemán que en 1693 viajó en el Friedrich Wilhelm de la Compañía de Brandeburgo, redactó una de las descripciones más gráficas, en la que hablaba de cómo llevaba a cabo sus tareas en Ouidah: «En cuanto se reunía un número suficiente de infelices víctimas, yo los examinaba. Comprábamos los sanos y fuertes, y rechazábamos a los magrones [término portugués derivado de magro, débil], aquellos a los que les faltaban dedos [!] o dientes, o sufrían alguna deficiencia. Entonces, los esclavos comprados debían arrodillarse, veinte o treinta a la vez; les frotábamos el hombro derecho con aceite de palma y los marcábamos con un hierro que llevaba las iniciales de la [Churfürstlich-Afrikanisch-Brandenburgische-Compagnie] CAB… Algunas de estas pobres gentes obedecían a sus jefes sin voluntad propia y sin resistirse… Pero otros gritaban y bailaban. Había… muchas mujeres que llenaban el aire de gritos desgarradores que los tambores no podían ahogar, y me daban una pena enorme.»[430] En 1600 Pieter de Marees informó que los africanos también marcaban a sus esclavos.

En el siglo XVIII los portugueses prohibían embarcar a los esclavos que no hubiesen sido bautizados, pauta que no siempre había existido, pues en el siglo XV los esclavos llevados a Portugal no habían sido bautizados, cosa que no impidió que la Iglesia los recibiera, esto no evitaba que siguieran siendo esclavos, aun cuando el papa Pío II había condenado la esclavización de los cristianos, como hemos visto en el capítulo cinco. Pero a principios del XVI el rey Manuel el Afortunado ordenó a los capitanes portugueses que bautizaran a sus esclavos so pena de perderlos, a menos que los esclavos mismos no lo desearan, como ocurría con los pocos esclavos musulmanes comprados en África occidental. En Portugal todos los niños esclavos tenían que bautizarse. Gracias al rey Manuel, los esclavos negros en Portugal podían recibir el sacramento del párroco de Nossa Senhora da Conceição, iglesia lisboeta destruida en el terremoto de 1755. Los capitanes de los barcos podían bautizar a los esclavos que estaban a punto de morir, procedimiento que el papa León X regularizó al iniciar su pontificado, en una bula publicada en agosto de 1513, Eximiæ Devotionis, producto del Quinto Concilio Lateranense, y pidió que se añadiera una pila en la ya mencionada iglesia para el bautizo de los esclavos.

Ya a principios del siglo XVII solían bautizar a todos los esclavos antes de que partieran de África, requisito decretado en 1607 por el rey Felipe III de España (y II de Portugal) y confirmado en 1619. Por lo general a los cautivos no se les daba ninguna instrucción religiosa antes de la ceremonia y muchos de ellos, acaso la mayoría, ni siquiera sabían que existía un Dios cristiano, de modo que el bautismo se llevaba a cabo mecánicamente. En Luanda llevaban a los cautivos a una de las seis iglesias, o los congregaban en la plaza principal, y un catequista oficial, un esclavo que hablara kimbundu, el idioma de Luanda, les hablaba de la naturaleza de su transformación en cristianos; entonces un sacerdote pasaba entre las perplejas filas y daba a cada uno un nombre cristiano, previamente escrito en un papel; salpicaba sal en la lengua de los esclavos, seguida de agua bendita; finalmente, con la ayuda de un intérprete, les pedía que se consideraran hijos de Cristo, les informaba que irían a territorio portugués, donde aprenderían asuntos de la fe y les ordenaba no volver a pensar en su lugar de origen, no comer perros, ni ratas ni caballos, y conformarse.[431]

Los gobiernos portugueses trataron de que estas ceremonias fuesen menos rudimentarias, pues iba contra la ley canónica bautizar a adultos que no hubiesen recibido instrucción religiosa; decretaron, por tanto, que a los esclavos se les proporcionara dicha instrucción durante la travesía. El mismo rey Felipe que decretó el bautizo obligatorio de los esclavos también ordenó que en los barcos negreros portugueses viajaran sacerdotes que atenderían las necesidades espirituales de los cautivos, pero la escasez de sacerdotes impidió el cumplimiento de tan piadosa norma, y cuando los había, su entusiasmo por esta tarea parecía más bien tibio.

En Angola y el Congo, antes de abordar se bautizaba a los esclavos que iban a Brasil, pero los de «Mina», o sea los de las costas de Oro y de los Esclavos, no recibían el sacramento hasta llegar a Brasil.

Los esclavos no sólo procedían de todas partes de África sino también de todas las clases de los diferentes pueblos, incluida la más alta. A la legendaria «Teresa la reina» de Río de Janeiro, su marido, el rey de Cabinda la pilló cometiendo adulterio y la vendió como esclava; cuando llegó a Brasil aún lucía en brazos y piernas las ajorcas de cobre bañado que proclamaban su condición real y sus compañeros la trataban con respeto; se negó a trabajar y se mostró imperiosa hasta que la azotaron, sometiéndola, como si fuese plebeya. A la madre del rey Gezo de Dahomey, que antes de ser reina era esclava, la vendió su hijastro, predecesor de Gezo, y también fue a parar a Brasil; cuando su hijo, otro Gezo, llegó al trono inició en vano la búsqueda de su madre.

Los distintos colonos tenían sus preferencias en cuanto a la procedencia de sus esclavos. A los plantadores de Virginia no parecía importarles el origen étnico, actitud que algo tenía que ver con el crecimiento natural de la población esclava en este Estado, pero los de Carolina del Sur favorecían a los de Madagascar o Senegambia, sobre todo Malinke y Bambara en el siglo XVIII, porque sabían cultivar el arroz. Algunos españoles preferían a los angoleños porque ya en África habían trabajado en las tareas a que los destinaban en las minas reales de Prado, en Cuba. Los de Senegambia eran apreciados casi universalmente, pues tenían facilidad para los idiomas y muchos de ellos ya hablaban wolof y mandingo antes de llegar a las Américas; gracias a esta aptitud, a menudo utilizaban a los wolof como intérpretes en los barcos, lo que imprimió un carácter definitivamente wolof al «dialecto emergente»; a finales del XVI y principios del XVII los españoles los preferían porque, además, parecían inteligentes, trabajadores y hasta entusiastas y nunca dejaban pasar las oportunidades de bailar y cantar; en el siglo XVIII los franceses los tenían por «los mejores esclavos».[432]

Los rasgos físicos eran de gran importancia en estas consideraciones. Los plantadores de Carolina del Sur tenían prejuicio contra los esclavos bajos; en 1704 los de Barbados dejaron muy claro a la RAC que querían «mujeres jóvenes de pechos llenos»; parece que algunos franceses apreciaban a los congoleños por considerarlos «negros magníficos», según la descripción del capitán Louis Grandpré, «robustos, indiferentes al cansancio… dulces y tranquilos, nacidos para servir… parecían satisfechos con su suerte. Si tenían tabaco y plátanos no se quejaban».[433] Cuando la londinense Compañía del Mar del Sur se comprometió a suministrar esclavos al mercado español a principios del siglo XVIII, sus agentes se enteraron de que los compradores querían «los más negros con ensortijado cabello corto y ninguno de los morenos de cabello lacio», según se desprende de las instrucciones que recibieron los capitanes que comerciaban con Madagascar.[434] Otro tanto ocurría en Brasil, donde en palabras de un visitante inglés, los que más se valoraban eran «los de color más negro y nacidos cerca del Ecuador». Según Thomas Butcher, agente de la Compañía del Mar del Sur en Caracas en 1720, los poderosos plantadores de cacao pedían esclavos «del mejor y más profundo negro (los que más les gustan aquí son esclavos del Congo y Angola) [pero] sin cortes en la cara ni dientes limados, hombres maduros de estatura media, ni demasiado altos ni demasiado bajos… las mujeres de buena estatura: sin pechos caídos». El prejuicio contra los esclavos «con tonos amarillentos» continuó durante todo el tiempo que la Compañía del Mar del Sur participó en la trata.[435] En Brasil el plantador Caldeira Brant insistió en 1819 en que los esclavos de Mozambique eran «el diablo», pero esto no le impedía comprarlos, gracias a su buen color. Al parecer, los moçambiques dividían a los compradores brasileños: algunos los querían por ser «igual de inteligentes y más pacíficos que los “minas”, fieles y fiables, se venden a buen precio»,[436] pero disgustaban a otros por las cicatrices que tenían en la cara.

Había otras consideraciones, más políticas que estéticas. En el siglo XVIII los esclavos de la Costa de Oro eran tal vez los más populares entre los compradores de las Américas. «Los negros más solicitados en Barbados», escribió en 1694 el capitán Tomas Phillips del Hannibal, «son los de la Costa de Oro o, como los llaman, cormantines, que se venden a tres o cuatro libras más por cabeza que los de Ouidah… o… los papa [papaw, popo]». Christopher Codrington —un plantador de sentimientos elevados que poseía dos plantaciones en Antigua llamadas College y Society, la primera nombrada por el colegio de All Souls de Oxford y la segunda por la Sociedad de la Propagación del Evangelio, a la que legó ambas plantaciones para financiar una universidad en la isla— estaba de acuerdo, pues los cormantines «son no sólo los mejores y más fíeles de nuestros esclavos sino que todos son héroes natos».[437] En los años veinte del XVIII, John Atkins también dijo que los esclavos de la Costa de los Esclavos «se consideran mejores» y los de Ouidah tendían más «a contraer la viruela y enfermedades de los ojos», comentario con el que coincidía Thomas Phillips, en opinión del cual éstos eran «los peores y más débiles de todos» y «no tan negros como otros», mientras que «un negro de Angola es como un proverbio de la inutilidad».[438] Henry Laurens especificó que «en un buen cargamento de esclavos no ha de haber ningún “calabar”» y concordaba en que «la Costa de Oro o Gambia son los mejores, y la costa de barlovento es preferible a la de Angola», o sea que a los esclavos del río Calabar se les consideraba rebeldes y a los de la Costa de Oro los más responsables. Otro tanto pensaban los holandeses, a cuyos colonos desagradaban los calabarries por su tendencia a huir o por ser «locos y retrasados» o «nada dispuestos a trabajar o [propensos a] morir más fácilmente», además de «cobardes».[439]

Al igual que Laurens, Codrington y otros, preferían esclavos de la Costa de Oro o de la Costa de los Esclavos. Los colonos franceses en el Caribe, a los que no gustaban los bantú de África central, también preferían los de Guinea: «Los negros de la Costa de Oro, Popa y Ouidah… son los más valiosos para el laborioso cultivo de la caña de azúcar»; de modo característico, su preferencia se fundamentaba en razones intelectuales, pues estos africanos «han nacido en una parte estéril de África: por esto cuando toman la azada se ven obligados a cultivar la tierra para subsistir. También en condiciones duras, por lo que, cuando los traen a nuestras plantaciones, como están acostumbrados al trabajo duro desde la infancia, se convierten en un pueblo fuerte y robusto y pueden subsistir con la clase de comida que les dan los plantadores… pan de maíz, arenque y sardinas de Bretaña y pescado seco de Norteamérica, pues con esto se alimentaban en su país… Por otro lado, los negros de Gambia, Calabar, Bonny y Angola vienen de partes sumamente fértiles de África, donde todo crece casi espontáneamente… Por esto, los hombres nunca trabajan sino que su vida es de ocio, y son por lo general perezosos y de complexión delicada».[440]

En el siglo XVIII no era universal la predilección por los esclavos de la Costa de Oro y en Barbados y otras islas inglesas del Caribe se les consideraba «propensos a rebelarse»; en un debate en la Cámara de los Comunes en 1792, en el que abogaba por la abolición de la trata, William Pitt citó al historiador de Jamaica, Edward Long, quien creía que debía imponerse a la importación de esclavos cormantines un arancel que equivaliera a la prohibición. Los portugueses pensaban que los esclavos de las islas Bissagos poseían la misma disposición a rebelarse, y en la primera época de la trata, los colonos españoles, que solían recurrir más a los transportistas que a sus propios tratantes, opinaban que los astutos wolof (gelofes, los llamaban) eran rebeldes y peligrosos.

Los franceses, a pesar de preferirlos, creían que los esclavos de la Costa de Oro padecían une mélancolie noire que los llevaba a suicidarse por estar convencidos de que al morir regresarían a su tierra. En cambio, como muchos otros, los colonos de Jamaica veían con buen ojo a los akan, de la Costa de Oro, y con hostilidad a los ibo y a los del delta del Níger, «esclavos de la ensenada» o «calabares».

Los menos apreciados eran, sin duda, los angoleños, si bien se vendieron más angoleños que de otros pueblos. A mediados del siglo xviii Henry Laurens les consideraba «una clase de esclavo sumamente malo», y mucho antes los holandeses de la Nueva Holanda, o sea, Nueva York, opinaban que las angoleñas eran «ladronas, perezosas e inútiles, una basura»; los tratantes holandeses despreciaban también a los negros de la ensenada de Benin, que parecían «muy obstinados cuando son vendidos a los blancos, pero en cuanto están a bordo y ya no ven la tierra, quedan desolados y su salud se deteriora demasiado para el viaje».[441]

Los brasileños tenían siempre su propia opinión, pero ésta cambiaba. Así, al principio preferían los esclavos de Angola a los de «Mina», porque resultaba más fácil tratar con ellos y enseñarles y porque había más angoleños y, por tanto, encajaban mejor con los que ya habían llegado; además, el viaje desde Angola era más corto que desde Guinea, de modo que aguantaban mejor la travesía. Pero en el siglo XVIII, los brasileños preferían los «minas» a los angoleños, a los que empezaban a considerar inadecuados para el trabajo en las minas y las plantaciones, buenos sólo para el servicio doméstico; creían que al ser más fuertes los de Allada u Ouidah eran mejores para las plantaciones de caña, aun cuando a menudo se mostraban taciturnos, y no eran «tan negros y agradables a la vista como los del norte de Guinea y de la Costa de Oro… y tendían a rebelarse en los barcos». Los esclavos de la zona entre Cabo Verde y Sierra Leona eran considerados en Brasil como perezosos, pero «limpios y vivaces, sobre todo las mujeres, por esta razón los portugueses los compran y los usan para el servicio doméstico».

Lo que probablemente contribuyó a salvar a los europeos de más rebeliones fue que los hausa musulmanes, de lo que es hoy día el norte de Nigeria, eran los predilectos del Magreb, los hombres por su inteligencia, y las mujeres por ser limpias, meticulosas, de buen ver y alegres. Cuando en el siglo XIX, por razones internas africanas, Brasil importó numerosos hausa, hubo muchas más revueltas de esclavos, como veremos en el capítulo veintinueve.

Estas preferencias, a menudo debidas a razones superficiales, se expresaban en los precios; así, los esclavos de la Costa de Oro se vendían en los años cincuenta del siglo XVIII a cincuenta libras jamaicanas, mientras que los de Angola, Bonny y Calabar se vendían a treinta libras, como mucho.

Por supuesto, en África el precio de los esclavos varió en el transcurso de los siglos. A mediados del XVI, el precio medio por esclavo equivalía a unas diez libras, en 1600 ya era de catorce libras y en la octava década del XVII bajó a cinco libras, para volver a subir a veinticinco en los años cuarenta del XVIII, a treinta y hasta cincuenta tres años más tarde, y se mantuvo estable hasta las guerras napoleónicas, cuando como resultado de acontecimientos que analizaremos a fondo en los siguientes capítulos, el precio cayó de nuevo a quince libras y, a mediados del XIX volvió a su nivel de cuatro siglos antes, es decir, unas diez libras. Estos precios, comparados con los de otras mercancías, eran bajos, e incluso en el siglo XVIII equivalían apenas a cuatro veces el coste anual de su mantenimiento, pero como sugeriremos en otro capítulo, en el siglo XVIII el aumento de este precio supuso un enorme perjuicio para la trata.

En los puertos los esclavos africanos no eran los únicos disponibles. Debido a las actividades internacionales de Portugal y Holanda, en ocasiones se encontraban algunos malayos en Guinea; sabemos, por ejemplo, que en Accra se vendieron unos esclavos «de tez morena y largo cabello negro. Visten todos largos pantalones y chaquetas… y saben leer y escribir… se exhiben para su venta en los fuertes europeos».[442] Los holandeses los habían importado de Oriente y, según se desprende del citado pasaje de Journey to Guinea de William Smith, eran muy apreciados.

Cualesquiera que fuesen sus preferencias, la demanda de los compradores a menudo no se satisfacía y en muchas plantaciones del Nuevo Mundo la mano de obra no superaba la docena de esclavos. Una de las propiedades mejor documentadas de fines del siglo XVII es Remire, en la colonia francesa de Cayena, donde entre 1688 y 1690 había veintiocho esclavos de Allada, tres de la Costa de Oro, seis de los ríos Calabar, once de cerca del río Congo y nueve de cerca del río Senegal.

Mientras duró la trata se pedían menos mujeres y niños que hombres en la flor de la vida, a diferencia de la trata árabe del Sahara, en la que eran más importantes las mujeres, como también lo eran en algunos mercados de la costa africana (Benin en el siglo XVI y Senegambia en la segunda mitad del XVII), donde se vendían al doble que los hombres por su trabajo en la agricultura y por paridoras.

En el Nuevo Mundo ocurría a menudo lo contrario. Un decreto de Lisboa en 1618 intentó prohibir la importación de esclavas, así como la de hombres de menos de dieciséis años. La proporción que buscaba la RAC era de dos hombres por mujer. Los tratantes holandeses parecen haber transportado ocho mil mujeres y treinta y cuatro mil hombres entre 1675 y 1695. Esto porque los plantadores preferían esclavos a los que pudieran agotar trabajando para después descartarlos o dejarlos morir, sin preocuparse por criar a sus familias. De principio a fin de la trata, la mayoría de las plantaciones de caña eran empresas que precisaban un reabastecimiento continuo de la mano de obra, o al menos eso creían sus propietarios. La única excepción era el río Bonny, de donde poco menos de la mitad de los esclavos exportados eran mujeres.

Lo mismo ocurría con los niños: sólo el seis por ciento de los esclavos transportados desde Luanda entre 1734 y 1769 eran niños; desde Benguela, sólo el tres por ciento; y sólo entre ocho y trece por ciento de los cargamentos de esclavos de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. Un cálculo generoso sería probablemente de un diez por ciento en todos los siglos de la trata. A finales del siglo XVIII se transportaron más niños a Norteamérica y Sudamérica, pues allí aumentó su demanda para el servicio doméstico y posteriormente se creyó que los niños, como las mujeres, eran más eficaces en los campos de algodón, como, pongamos por ejemplo, los de Demerara, en Guyana.

Thomas Tobin, un capitán negrero de Liverpool en la última década del XVIII, describe cómo rechazó algunos esclavos porque eran demasiado jóvenes. En los años cuarenta, en el Comité Hutt, sir Robert Inglis, miembro del Parlamento británico por la Universidad de Oxford, un tory chapado a la antigua, preguntó a Tobin, ya anciano, y es de suponer que irónicamente, si «¿Pese a todas las ventajas del Pasaje Medio [la ruta de la trata del Atlántico, en el lenguaje de la trata], con cubiertas de un metro sesenta y cinco centímetros y médico a bordo, tiene usted razones para creer que algún negro fuera de África a las Indias occidentales por voluntad propia?». Tobin contestó que «las mujeres y los niños no se oponían; podría parecer que los hombres robustos y sanos no deseaban irse; pero si no los llevaba el capitán del barco, sabían que no serían libres, porque habían bajado ciento sesenta o trescientos veinte kilómetros y… de todos modos serían esclavos. Además, no podían conocer las ventajas… hasta llevar cierto tiempo a bordo; y entonces se reconciliaban con su suerte». Añadió que recordaba haber visto «a jóvenes cogerte de las rodillas y suplicarte que los llevaras a tu país».[443]

Desempeñaban un papel importante en las negociaciones para la compra de esclavos los intérpretes, «estos lingüistas [son] nativos y libres del país, a los que contratamos porque hablan bien el inglés durante el tiempo que permanecemos en la costa; y son intermediarios entre nosotros y los mercaderes negros».[444] A menudo había «lingüistas» a bordo de los barcos y en muchos aspectos resultaban más importantes que los marineros. Así, el capitán Joseph Harrison del Rainbow, propiedad de Thomas Rumbold & Co. de Liverpool, encontró un excelente negro libre al que usó como lingüista y llamó Dick. Posteriormente Richard Kirby, un marinero al que también apodaban Dick, informó que el Dick africano no era «mejor que un esclavo» y recomendó que lo vendieran en Barbados, con lo que el intérprete se mostró malhumorado; el capitán averiguó lo ocurrido y vio que Kirby era el culpable; el intérprete pidió que le castigaran, pero el capitán contestó que no tenía poderes para mandar azotar a un blanco, aunque, temiendo una rebelión de los esclavos, pidió a Dick que le castigara a su manera, cosa que éste hizo: le dio unos veintitrés latigazos; Kirby murió poco después y no castigaron a Harrison pues resultó que el muerto sufría de una enfermedad, tal vez hidropesía.[445]

En ocasiones los tratantes eran atacados en el curso de la travesía. En 1730 unos negros desconocidos atacaron e incendiaron el Phénix, de ciento cincuenta toneladas, de Adrien Vanvoorn de Nantes, mientras el capitán, Laville Pichard, negociaba la compra de esclavos cerca de la costa de Quetta, en la desembocadura del río Volta. En consecuencia, como solía ocurrir en situaciones similares, murieron numerosos esclavos. No obstante, el buque cruzó el Atlántico con trescientos veintiséis negros, de los cuales ciento ochenta y dos murieron camino de Martinica o mientras los vendían en esta isla. Por lo general todos salían mal parados en estos ataques. En 1758, al Perfect —un snow, es decir, un pequeño velero semejante a un bergantín con palo mayor y palo de trinquete, así como palo de vela triangular detrás del palo mayor—, capitaneado por William Potter de Liverpool, que se dirigía a Charleston, en Carolina del Sur, le «cortaron el camino unos negros, en el río Gambia, y todos los hombres a bordo fueron asesinados». Diez años más tarde, el Côte d’Or, buque de doscientas toneladas, de Rafael Méndez de Burdeos, encalló en un banco de arena cerca de Bonny; más de cien balsas se acercaron, cada una con entre treinta y sesenta negros, la mayoría blandiendo sables, cuchillos o rifles, que subieron a bordo del buque y robaron todo lo que veían; la tripulación se salvó cuando aparecieron dos buques ingleses que la llevaron a Santo Tomé.

En el siglo XVIII la RAC sufrió muchos desastres. En 1703, por ejemplo, los africanos se apoderaron del fuerte de Sekondi, en la Costa de Oro y decapitaron a su principal agente: aquel mismo año tuvieron preso durante dieciocho días a su agente en Anamabo, hasta que compró su libertad «con buenas obras y una buena suma de dinero»; en 1704 a tres agentes de la compañía los desnudaron y apresaron en la costa de Senegambia; en 1717, el capitán David Francis escribió que «se hacen con mis gentes y mis barcos en casi cada puerto al que los mando».[446]

En 1767 se produjo una famosa matanza en Calabar cuya conclusión fue distinta y que William Wilberforce mencionó en su primer discurso ante la Cámara de los Comunes proponiendo la abolición de la trata. Los capitanes de cinco buques de Liverpool, uno de Bristol y otro de Londres, se hallaban en el río Viejo Calabar; los jefes de la nueva y la vieja Calabar disputaban; los capitanes se ofrecieron como mediadores y sugirieron que los habitantes de la vieja ciudad subieran a bordo de uno de los barcos; nueve canoas con unos treinta hombres cada una salieron de la Vieja Calabar, encabezados por Amboe Robin John, uno de sus jefes; cuando se acercaban a los barcos ingleses los capitanes dispararon, se hicieron con las canoas y apresaron a tres jefes; los guerreros de la Nueva Calabar salieron de detrás de los arbustos y cayeron sobre los que trataban de llegar nadando a tierra. A Amboe Robin John lo obligaron a subir a una canoa y lo degollaron y a sus hermanos los vendieron en las Indias occidentales.[447]

En un par de ocasiones, los esclavos se rebelaron cuando estaban a punto de abordar un barco. Así, en 1727 en Christiansborg, el fuerte danés en la Costa de Oro, un grupo de esclavos cogió al capataz y lo mató; huyeron, pero atraparon a la mitad de ellos, y a los que encabezaron la revuelta los torturaron en la rueda y los decapitaron. Cuarenta años después, en Elmina, una dura respuesta siguió a la venta de seis esclavos ashanti, sirvientes personales del recién fallecido director de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, que habrían sido manumitidos si el asantahene pagaba unas deudas que tenía con la compañía; pero no lo hizo y los holandeses decidieron vender los hombres a unos tratantes: «Les encadenamos los pies», explica el informe, «y el día en que íbamos a venderlos, registramos a fondo los calabozos en busca de cuchillos y armas, pero por lo visto no lo hicimos lo bastante bien… El resultado… fue que, cuando se les ordenó que salieran al patio, se echaron para atrás y de modo salvaje e inhumano se degollaron a sí mismos y, cuando no lo consiguieron a la primera, se clavaron el cuchillo tres o cuatro veces; el que tenía cuchillo se lo daba a otro que no tenía. Un negro degolló a su esposa y después se degolló a sí mismo… El patio del principal fuerte de la noble compañía se convirtió así en un baño de sangre… Los que no se habían herido fueron cogidos, subidos al patio, vendidos en público y llevados a bordo de un barco inglés que esperaba».[448]

Muchos esclavos morían durante la a menudo larga espera previa a que los transportaran, en mayor cantidad que en las rebeliones y protestas; a veces la espera duraba hasta cinco meses, acaso más que el tiempo que se requería para el viaje a las Américas. Así, en 1790 el capitán William Blake compró novecientos treinta y nueve esclavos para James Rogers & Co. de Bristol, en Inglaterra; doscientos tres murieron «de causas naturales» sin haber salido de la costa occidental de África.

Embarcar a los esclavos resultaba complicado. En 1694 el capitán Thomas Phillips recordó que en Ouidah, «cuando comprábamos unos cincuenta o sesenta, los mandábamos a bordo; había un oficial, el “capitán de los esclavos”, cuya misión era llevarlos a la orilla y asegurarse de que todos abordaban; si mientras los llevaba al puerto perdía a alguno debía pagárnoslo, y el “capitán del calabozo” debía hacer lo mismo… Éstos son dos funcionarios nombrados por el rey [de Ouidah] para esto y el barco paga a cada uno el valor de un esclavo con cualquier mercancía que ellos prefieran…». Había también un «capitán de la arena», nombrado para «cuidar de la mercancía que hemos venido a comprar, para que los negros no la roben, pues nos vemos obligados a dejarla toda la noche en la orilla por falta de cargadores que nos la traigan; pero pese a este cuidado y autoridad, a menudo tenemos pérdidas…».[449]

Willem Bosman informó de que, a fin de evitar que los vendedores le impusieran recargos, enviaba a los esclavos a los barcos en cuanto podía, «antes de lo cual sus amos les quitan todo lo que visten para que suban a bordo desnudos, tanto hombres como mujeres, y se ven obligados a continuar así si el propietario del barco no es lo bastante caritativo… para darles algo con lo que cubrir su desnudez…».[450]

«Cuando nuestros esclavos», escribió el capitán Thomas Phillips en otra ocasión, «acudían a la orilla, nuestras canoas estaban preparadas para llevarlos a la chalupa… si el mar lo permitía, y ésta los llevaba al buque, donde encadenábamos a los hombres, de dos en dos, para evitar un motín o que nadaran hasta la tierra. Los negros son tan voluntariosos y tienen tan pocas ganas de dejar su país que a menudo han saltado al mar desde las canoas, las chalupas y buque, y se mantienen bajo el agua hasta ahogarse, por tal de que no los salvemos… pues tienen más miedo a Barbados que nosotros al infierno, aunque en realidad [éste era un comentario muy frecuente] viven mucho mejor allí que en su propio país; pero el hogar es el hogar, etcétera…».[451]

Algunos capitanes negreros descubrieron que siempre había algunos esclavos, generalmente «de un país situado muy en el interior, que se convencen los unos a los otros, con toda inocencia, de que los compramos para engordarlos y comerlos como si fuesen un manjar».

El capitán Snelgrave trató de enfrentarse a estas angustias. «Cuando compramos gentes maduras, les informo por medio del intérprete de “que ahora son míos”. Creo conveniente explicarles para qué han sido… comprados, con el fin de que se tranquilicen, pues cuando un hombre blanco las adquiere, estas pobres gentes suelen sentir un miedo terrible porque muchos creen que nos proponemos comérnoslos, cosa que me han dicho que creen los negros de tierra adentro.

»Así, después de informarles de que los he comprado para labrar la tierra en nuestro país y otras cosas, les explico cómo han de comportarse a bordo con los hombres blancos; que, si alguien abusa de ellos o les insulta, han de quejarse con el intérprete, y yo haré justicia; pero si molestan o amenazan con golpear a un hombre blanco pueden esperar un severo castigo… Cuando adquirimos los negros, emparejamos a los hombres robustos con grilletes, pero dejamos que mujeres y niños anden libres y, poco después de alejarnos de la costa, abrimos los grilletes de los hombres.»[452]

A finales del siglo XVIII el capitán Joseph Hawkins, de Carolina del Sur, ofreció una interesante descripción de cómo actuaban los esclavos a los que sacaban de su país. Había estado comerciando en uno de los ríos que forman el delta del Níger; se hizo a la mar y «los esclavos se hallaban en cubierta necesariamente encadenados con grilletes traídos con este fin; esta medida ocasionó una de las escenas más conmovedoras que haya visto jamás; gracias a mis palabras, durante el camino hasta la costa se sintieron esperanzados, pero el cambio de cuerdas a grilletes destrozó sus esperanzas y los espantó; sus sollozos y gritos me atormentaban más allá de lo que podría expresar, pero un retraso habría resultado fatal… íbamos por la parte estrecha del río cuando dos encontraron el modo de saltar al agua y un marinero, que se hallaba en la popa de un barco pequeño, cogió a uno por los brazos y, cuando al fin le arrojamos una cuerda, volvimos a subir al esclavo a bordo, aunque no sin dificultades.

»Al ver que a uno lo cogían y al otro le golpeaban la cabeza con un palo, los demás, que habían estado remando, soltaron un grito que repitieron los de abajo; los que no tenían grilletes trataron de arrojar dos marineros al agua; los demás marineros, excepto el del barco y el del timón, dormían, pero el ruido los despertó y los gritos los aterrorizaron. Cogieron los mosquetes y las bayonetas que tenían a mano y se abalanzaron sobre los esclavos, cinco de los cuales se habían soltado abajo y trataban de liberar al resto, mientras aquellos a que nos enfrentábamos arriba amenazaban con sacrificarnos a su desesperación… Por fin los dominamos; sólo uno escapó y otro murió; de inmediato encadenamos a los otros con doble grillete y a partir de entonces hasta llegar al buque no permitimos a ninguno salir a tomar el aire sin estar encadenado. Cinco de nuestros marineros sufrieron heridas graves pero no peligrosas… Llegamos al buque en cinco días y allí nos encontramos con que los oficiales se habían conseguido tres o cuatro esposas cada uno…».[453]

Las esclavas se beneficiaban a veces del hecho de que la tripulación no podía vivir sin mujeres. Así, en 1741 el capitán Yves Armés del Jeannette de Nantes encontró un barco inglés cerca de la costa de África occidental, donde «la costumbre entre ellos es tener cada uno su mujer». Algunos capitanes intentaban reprimir esto y el capitán Newton, el que luego sería sacerdote, recordó que «Por la tarde, cuando nos hallábamos en cubierta, William Cooney sedujo a una esclava hasta hacerla entrar en la habitación y vació con ella con brutalidad a la vista de todos en la cubierta, por lo que lo hice encadenar».[454]

Y ahora empezaba la peor parte de la vida del esclavo y también del marinero.