[El rey de Ouidah] cuando hay gran escasez de esclavos y no puede proporcionarlos de otra manera a los buques, vende trescientas o cuatrocientas de sus esposas para completar el número…
Capitán THOMAS PHILLIPS, 1694
Hacia finales del siglo XVIII unos ochenta mil esclavos atravesaban el Atlántico todos los años. Hoy turba pensar en cómo se conseguían estos esclavos antes de serlo, igual que entonces. En 1721 la RAC inició una de las investigaciones que dan renombre a Gran Bretaña: pidió a sus agentes en África que descubrieran cómo se obtenían estos esclavos, cuántos días caminaban hasta la costa desde su propio país, si se habían convertido en esclavos de alguna manera que no fuera la de caer prisioneros de guerra y si existía alguna otra manera de hacerse con ellos sin llevarlos a la costa para su venta a los europeos.[380] La conclusión de la investigación fue poco clara, pese a la meticulosa acumulación de informaciones.
Los tratantes europeos obtenían la inmensa mayoría de esclavos mediante la compra o negociación con jefes locales, mercaderes o nobles. Algunos se conseguían directamente con las guerras libradas por europeos, principalmente en Angola, y excepto durante los primeros tiempos de los portugueses en la costa africana, hasta 1448, fueron pocos los europeos que los obtuvieron mediante secuestro.
Los africanos que proporcionaban la mayoría de esclavos a los europeos los conseguían como en la antigüedad mediterránea o en el Medievo europeo: primero, como resultado de guerras; segundo, como castigo a las personas afectadas; tercero, por la pobreza, que obligaba a vender los propios hijos o hasta a venderse uno mismo, y cuarto, por secuestro, tan frecuente entre los africanos como raro entre los europeos.
Los monarcas africanos a menudo compraban esclavos (que pudieron obtenerse previamente por alguno de estos procedimientos), con el fin de venderlos a europeos o a otros africanos, en especial árabes.
Distintos observadores expresaron juicios distintos, a menudo decisivos, en lo que se refería a ellos mismos. En el siglo XV, el veneciano Ca’da Mosto informaba que muchos esclavos eran cautivos de guerra, que a muchos de ellos los habían integrado en la economía local, mientras que a otros los vendían a los «moros» a cambio de caballos. Unos cien años más tarde, Pieter de Marees, sin embargo, creía que los esclavos de la Costa de Oro eran en primer lugar, «pobres gentes que se convierten en esclavos porque no pueden ganarse la vida; en segundo lugar, personas que deben a su rey algunas multas que no pueden pagar; en tercer lugar, niños vendidos por sus padres porque no tienen medios para criarlos». Jean Barbot, tras dos viajes de la trata a finales del XVII, indicaba sobre los esclavos que poseían los monarcas africanos que «son prisioneros de guerra… o, si son de su mismo pueblo, se condenan a la esclavitud por algún delito. Pero hay también los que han sido secuestrados por sus compatriotas, sobre todo niños que están en los campos para vigilar el molino, o que han sido capturados cuando iban por los caminos».[381] Poco después, Willem Bosman, de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, era de la opinión que la guerra explicaba la existencia de esclavos: «A veces sucede, cuando los países del interior están en paz, que no hay esclavos para vender, de modo que… el comercio es muy incierto en este lugar.»[382] En 1730, Francis Moore, un experimentado tratante inglés, que había sido factor de la RAC en Fort George en el río Gambia, describía cómo los mandingos, los intermediarios en la trata de la región, llevaban a la costa «esclavos en número de dos mil que, dicen, han sido capturados en la guerra y comprados a los distintos príncipes que los hacen prisioneros».[383] Unos años después, John Newton, que pasó varios años en Bissau y también sirvió como marinero y como capitán en buques negreros, creía que la mayoría de los esclavos procedían de guerras, que éstas se acabarían si se acabara la trata, aunque también creía que los europeos no fomentaban especialmente estas guerras.
En 1789 en otra investigación británica sobre la naturaleza de la trata, esta vez ordenada por el Consejo Privado, el capitán de la armada real sir George Young, que luego fue almirante, indicó que, a su parecer, la mayoría de los esclavos eran prisioneros de guerra, pues «una aldea más fuerte que otra ocupa la más débil y envía a sus habitantes al buque».[384] James Penny, un capitán de Liverpool que había realizado once viajes a África, declaró en la misma investigación que «en Bonny… los tratantes van tierra adentro para comprar esclavos… en grandes canoas, con dos o tres personas principales y con capacidad para cincuenta hombres en total. Las canoas van juntas, para defenderse si las atacan. En la fuente de estos dos ríos hay un mercado donde los tratantes negros compran los esclavos a otros tratantes negros, que los traen del interior del país». Cuando le preguntaron si había observado en estos esclavos heridas recientes, Penny contestó: «No muy a menudo», pero dijo que «algunas veces» lo observó.
Agregó que «por el gran número de esclavos que se exportan anualmente… uno podría imaginar que con el tiempo el país se despoblaría, pero en lugar de esto, no se percibe ninguna disminución de su número, y por todo lo que hemos podido saber por los propios indígenas que viajan al interior del país, éste está muy poblado, pero cómo se consigue tal número de esclavos es algo que, creo, ningún europeo sabe. La mejor información es que… gran número son prisioneros de guerra, traídos en grupos de cincuenta o cien por los tratantes negros de esclavos, otros tantos se venden por brujería y otros delitos verdaderos o imputados, y se compran a cambio de mercancías europeas y sal, que es un artículo muy apreciado y buscado con avidez por los indígenas, tanto que se separan de sus esposas e hijas y de todo cuanto les es querido para obtenerlo, si no tienen esclavos que vender, y que siempre forma parte de las mercancías para la compra de esclavos en el interior del país… La muerte o la esclavitud eran y todavía son las penas por casi todos los delitos… El destino de los presos está determinado también, en gran medida, por la estación del año y la oportunidad de utilizar sus servicios. Si se les capturó ya terminada la cosecha, no se les perdona, pero si se les captura antes de que comience la temporada del arroz, tienen una suerte distinta, pues se les guarda para que cultiven los arrozales, y se les vende después de la cosecha a las tribus cercanas al mar, que no tienen otro medio para conseguir esclavos que la compra, o bien se les retiene como esclavos de labor y se quedan para siempre en el mismo lugar».[385]
Treinta años más tarde, Eyo Honradez II, en el río Viejo Calabar, le dijo al misionero inglés Hope Waddell que los esclavos «vienen de distintos países y se venden por distintas razones, algunos como prisioneros de guerra, otros por deudas, otros por quebrantar las leyes del país, y algunos por personajes que los odian. El rey de una ciudad vende a quienes le desagradan o a quienes teme; su sucesor vende sus esposas. Uno engatusa a los hijos de su hermano para que vayan a su casa y los vende; el hermano no dice nada, pero espera su oportunidad y vende los hijos del otro».
Después de tomar en consideración estos informes tan diferentes, basados en observaciones personales y parciales, sostenidos con convicción por muchas personas de contradictoria experiencia, resulta un alivio encontrar algunas estadísticas. Éstas se derivan de un análisis de los esclavos llevados a Sierra Leona, cuando era una colonia de esclavos emancipados, y fueron elaboradas por el filólogo Sigismund Koelle a mediados del siglo XIX. No es una estadística exacta para toda África occidental, desde Arguin a Mozambique, pero sus cifras indican que el treinta y cuatro por ciento de los informadores de Koelle fue capturado en guerra, el treinta por ciento había sido secuestrado por africanos, el once por ciento había sido vendido después de que les condenaran en un proceso judicial (con el adulterio en numerosos casos, porque se trataba de uno de los pocos «delitos» que los acusados estaban dispuestos a confesar), un siete por ciento había sido vendido para saldar deudas y otro siete por ciento había sido vendido por parientes o amigos. El restante once por ciento era de esclavos que encajaban en dos o más de estas categorías, por ejemplo refugiados que fueron secuestrados. De los que fueron capturados en guerra, la mayoría había sido víctima, de una u otra manera, de una reciente jihad de los fulani islámicos, que eran los grandes «manufactureros» de esclavos de finales del XVIII, aunque tanto los fula como los mande fueron vendedores de esclavos en escala importante antes de la «guerra santa».
Durante los debates en Inglaterra y Norteamérica acerca de la abolición de la trata, los filántropos insistían en que los africanos emprendían guerras deliberadamente con el fin de obtener esclavos. Pero las guerras eran frecuentes en África antes de la llegada de los europeos, y probablemente se emprendían, a veces, para obtener esclavos. Ca’da Mosto, por ejemplo, señalaba que «los jefes negros están continuamente en guerra» y Pacheco, como se ha visto, afirmaba lo mismo refiriéndose a Benin. A finales del XVIII, visitantes europeos preguntaron sobre este asunto; Archibald Dalzell, partidario de la trata, al rey Kpengla de Dahomey, y Jean-Louis Dupuis, adversario de la trata, al rey Osei Bonsu, de los ashanti, preguntaron si iban a la guerra con el fin de procurar cautivos a los tratantes del Atlántico, y ambos contestaron que no, y que tenían sus propios motivos políticos para sus contiendas. Pudieron mentir, pero no está claro por qué lo harían. Mas los reyes de Dahomey apelaron repetidas veces a sus socios comerciales europeos para que les proporcionaran armas que les permitieran llevar a cabo las incursiones en territorio de sus vecinos del norte, indispensables para disponer de los esclavos necesarios con que llenar sus buques europeos.
Hubo ciertamente ocasiones en que se iniciaron guerras para obtener esclavos y venderlos a los europeos o a los árabes. Por ejemplo, un gobernador de Cabo Verde, de Almada, pensaba en 1576 que el jefe de Cayor, en el río Gambia, luchaba contra sus vecinos simplemente para pagar una deuda que tenía con un mercader de Cabo Verde. Incluso si la guerra en cuestión tenía un origen indígena, muy bien podía haberse prolongado expresamente más de lo necesario debido a la venta potencial de cautivos. Esto era especialmente así en la región de Senegambia, un punto importante de venta de esclavos en el siglo XVII. Y con seguridad hubo casos de guerras libradas por los europeos para hacerse con esclavos. Una fue la emprendida en 1620 por Mendes de Vasconcelos, gobernador de Angola, con el fin de ayudar al aumento de las exportaciones de esclavos. Los portugueses actuaron a veces como asesores militares de jefes africanos —del Congo y de Benin, en el XVI— y sus armas fueron muy útiles para lograr victorias y, en consecuencia, esclavos. A veces, en las monarquías de África occidental, si había mucha demanda de esclavos o mucha pobreza en la región, un jefe podía exagerar una ofensa recibida y ordenar que se destruyera la aldea supuestamente ofensora y sus habitantes reducidos a la esclavitud. En ocasiones, esto ocurría porque el jefe africano deseaba mercancías europeas. Al iniciarse el XVIII, la RAC se convenció de que las guerras eran favorables a sus negocios; por ejemplo, un agente suyo en Cape Coast, Josiah Pierson, comentaba en 1712 que «se espera para pronto el combate, tras el cual el comercio florecerá».[386]
Al término del XVIII, el Newport Mercury informaba que hubo un tiempo en que «los akim y los ashanti luchaban, los valerosos fanti [pueblo de la costa] saqueaban y robaban akim, que estaban tan debilitados por el hambre que se entregaban en gran número a quien les prometiera alimentos, de modo que abundaban los esclavos… No se limitaban a robar akim, pues los ashanti empezaron a saquear las fanty crooms [ciudades] y sus plantaciones, con lo cual reunieron unos mil, de los cuales nosotros [la RAC] compramos trescientos en ocho o nueve días, en el fuerte Brew [cuartel general de Richard Brew]».[387]
Por otro lado, en una investigación ordenada por la Cámara de los Comunes, un testigo, el teniente de la armada real John Matthews, buen conocedor de la costa occidental africana, dijo: «Acepto que los esclavos son a menudo prisioneros capturados en guerra, pero no que estas guerras se emprendan simplemente para hacerse con esclavos; pues el rey o jefe de una tribu no tiene poder para hacer la guerra a otra tribu sin la aprobación o el consentimiento de las gentes principales de su pueblo, y no puede concebirse que se pueda obtener este consentimiento sin que les atraiga el resentimiento de los países vecinos». El hecho era, agregó con ecuanimidad, que «las naciones que habitan el interior de África profesan la religión mahometana y siguiendo lo prescrito por su profeta, están perpetuamente en guerra con las naciones vecinas, que se niegan a aceptar sus doctrinas religiosas… Los prisioneros hechos en estas guerras religiosas proporcionan una gran parte de los esclavos que se venden a los europeos, y si no tuvieran este medio de librarse de ellos, los matarían».[388]
De todos modos, el minerólogo sueco Cari Bernard Wadström comentó: «Las guerras que los habitantes de las zonas interiores del país… sostienen unos contra otros son esencialmente de naturaleza rapaz y deben su origen al número de esclavos que los mandingo o los tratantes de la isla suponen que desearán los buques que llegan a la costa. De hecho, estas incursiones de rapiña dependen tanto de la demanda de esclavos que, si un año hay una presencia mayor de la habitual de barcos europeos, se observa que al año siguiente traen del interior mayor número de cautivos.»[389]
La diversidad de opiniones era considerable. Para la ensenada de Biafra, por ejemplo, nada indica que las incursiones y las guerras produjeran más que un pequeño porcentaje de los esclavos exportados en los siglos XVIII y XIX. La guerra, aunque siempre existía, era a una escala demasiado reducida para proporcionar muchos cautivos. En algunos lugares de esta zona africana, las reglas aceptadas impedían que se vendieran como esclavos los prisioneros; en lugar de eso, se los comían o a sus jefes se les cortaba la cabeza y se guardaba como trofeo, al modo como los europeos cortaban la cabeza de los animales que cazaban. Un médico naval que estuvo en Bonny alrededor de 1780, Alexander Falconbridge, escribió que «nunca vi a negros con heridas recientes, que hubieran debido estar presentes, al menos en algunos, de haber sido capturados en combate. Y como es deber del médico examinar a los esclavos cuando se compran, esta circunstancia no hubiese podido escapar a mi observación».[390]
Sin embargo, no puede ponerse en duda que la trata estimulaba las guerras en África central, de donde, a fin de cuentas, se exportaba la mayoría de los esclavos a través del Congo y Angola. Las armas vendidas por los norteuropeos exacerbaban las características agresivas de cualquier pueblo agresivo. Las constantes incursiones de los lunda contra sus vecinos, las de los jagga en contra de los suyos, y las tropas angoleñas de negros, mulatos o blancos, en las fronteras de sus dominios deben explicarse en gran parte por la demanda de esclavos. Muchos de los problemas de las monarquías africanas no habrían existido, sin duda, de no ser por la trata atlántica, pero debe darse por cierta la relación entre la trata y el hundimiento de algunos reinos y el ascenso de otros. Antes de 1500 no había habido un comercio importante de esclavos en esta región septentrional, a diferencia de lo que ocurría en la región conocida de modo vago como Guinea, y Vansina, un historiador de «los reinos de la sabana», ha dicho que «la trata explica gran parte de la historia de los reinos del África central entre 1500 y 1900».[391]
Los holandeses, por su parte, se convencían a sí mismos de que la trata tenía efectos pacificadores entre los africanos; los informes de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales indican que sus empleados creían que la paz era indispensable para que llegaran esclavos a la costa: «Que se haya casi extinguido el fuego de la guerra entre los indígenas es una buena noticia» decía un informe.[392] Pero los holandeses, en el siglo XVII, a diferencia de los portugueses antes, no vacilaban en cambiar armas de fuego, principalmente mosquetes, por esclavos. Tampoco les importaba hacerlo a los ingleses y los franceses.
Con frecuencia había escasa diferencia entre una guerra entre dos pueblos y una incursión de un jefe a la ciudad o aldea vecina a la suya. No existía mucha diferencia entre hacer prisioneros en el campo de batalla o apoderarse de ellos en una aldea después de capturarla. El secuestro de personas por parte de reyes tenía lugar casi a diario en África, por lo menos en la temporada seca, según la opinión del doctor Wadström, y esto lo hacían todos los reyes de la costa. Los europeos, ciertamente, a veces alentaban estas actividades. Por ejemplo, los militaristas habitantes de las islas Bissagos no buscaban territorio ni modificaciones estratégicas cuando en sus devastadoras canoas emprendían incursiones unos contra otros o contra la costa de tierra firme, en los siglos XVI y XVII; su único propósito era obtener esclavos para los portugueses. A finales del XVIII, sir George Young pensaba que en Senegambia «los funcionarios franceses y los mulatos que acompañan su embajada excitan a la guerra por medio de una embriaguez constante». El médico John Atkins describió al rey de Ouidah «tan absoluto como un verraco», que «a veces hace acuerdos con sus vecinos… pero si no puede obtener un número suficiente de esclavos por este medio, manda un ejército y despuebla. Él y el rey de Ardra [Allada] cometen grandes pillajes tierra adentro».[393]
En incursiones de este tipo, se consideraba carentes de valor a los viejos, las mujeres y los niños y a menudo se les mataba. A veces, como señaló el explorador alemán Heinrich Barth todavía en 1850, en Burnau, en el norte de Nigeria, en una de esas incursiones se dejó que murieran desangrados ciento setenta hombres en plena juventud. El oficial naval inglés sir George Young encontró una vez a un hermoso niño que había sido secuestrado la noche antes; los africanos no lograron venderlo e iban a arrojarlo al mar, dijeron, ante lo cual Young compró el niño por un «cuartillo de vino de vidonia» [islas Canarias] y en Inglaterra lo regaló al primer ministro lord Shelburne, que, según creía, todavía lo tenía diez años más tarde. En Angola, los intermediarios negros obtenían muchos esclavos mediante el secuestro, pero eran comunes las incursiones al norte, donde ayudaban a consolidar el califato de Sokoto.
En ocasiones, los reyes africanos recurrían a incursiones en su propio territorio para satisfacer la demanda europea de esclavos, pero esto era algo excepcional; fue a causa de esta costumbre que se derrumbó el imperio akwamu. De todos modos, en la cuarta década del XVIII, un rey del río Saalum, entre Cabo Verde y Gambia, solía atacar de noche sus propias aldeas, incendiaba las casas y capturaba a los habitantes que huían, para venderlos; tres décadas más tarde, los reyes de los ashanti Kusi Obudum y Osei Kodwo también permitieron al derrotado rey Ebicram hacer incursiones en las ciudades ashanti de Akwapim y Accra.
El secuestro a cargo de mercaderes o de individuos independientes era «una manera común de procurarse esclavos», según Wadström. De modo que si había que viajar, se hacía en grupos numerosos y armados. El científico sueco explicaba que «como cada ciudad tiene sus propios cabiceers o jefes… cada uno envidioso de los secuestros de los otros, no se atreven a alejarse ni siquiera un kilómetro o dos de su casa sin llevar armas de fuego, pues cada uno sabe que son sus propios robos y vilezas de unos contra otros lo que permite mantener el comercio de esclavos con los europeos, y como su fuerza fluctúa, no es raro que quien hoy te vende esclavos al cabo de unos días sea vendido en alguna ciudad vecina…».[394]
A los niños casi siempre se les dejaba con vecinos, si los padres se ausentaban, y muchos de ellos pasaban muchas horas sentados en lo alto de árboles, vigilando por si llegaban secuestradores. Olaudah Equiano, un esclavo de la región de Gambia, uno de los pocos que sobrevivió para explicar su experiencia de la trata, contó que «en general, cuando los adultos de la vecindad estaban lejos, trabajando en el campo, los niños se juntaban en la casa de alguno, para jugar, y alguno de nosotros solíamos encaramarnos a un árbol para estar alerta por si veíamos asaltantes o secuestradores. Un día, mientras vigilaba desde lo alto de un árbol de nuestro patio, vi a una de aquellas gentes llegar al patio de nuestro vecino, para raptar, pues había varios muchachos fuertes. Di inmediatamente la alarma y el raptor se vio rodeado… de modo que no pudo escapar antes de que llegaran algunos de los mayores y lo sujetaran. Pero… un día, cuando los mayores estaban lejos, trabajando, como de costumbre, y sólo quedamos en la casa yo y mi querida hermana, dos hombres y una mujer saltaron nuestros muros y en un instante nos atraparon y, sin darnos tiempo de gritar, nos taparon la boca y huyeron con nosotros hasta el bosque cercano. Luego, nos ataron las manos y nos llevaron tan lejos como pudieron». Equiano explicó que cuando llegaron a una aldea que él reconoció, trató de gritar, pero sus secuestradores lo metieron en un saco. Pronto lo separaron de su hermana y lo vendieron a un jefe africano, que se mostró razonablemente bondadoso. Se escapó, regresó a su casa, fue capturado y vuelto a vender y más tarde vendido de nuevo a gentes que lo vendieron a los ingleses.[395]
Wadström describió cómo esta «rapiña» era practicada por individuos que, «tentados por las mercancías traídas por los europeos, están al acecho unos de otros. Con este fin, vigilan los caminos, de modo que un negro que viaja no puede escapárseles… Un moro se apoderó de un negro y lo trajo a Senegal y lo vendió a la Compañía [Francesa de Senegal], Unos días después este mismo moro fue apresado por varios negros que lo vendieron a su vez. La compañía raramente compra moros, pero como estaba obligada, a consecuencia de su licencia, a abastecer a la colonia de Cayena con cierto número de esclavos, y como varios buques… no podían completar sus cargamentos, no tuvieron escrúpulos en comprar este moro… La suerte hizo que el moro, una vez comprado, fuese embarcado en el mismo barco en que iba el negro que él había apresado. En cuanto se vieron, se pelearon, lo que causó un gran tumulto de varios días en el barco. Estos encuentros suelen suceder en los buques de esclavos» añadía el sueco, «y la ira que provocan raramente o nunca se apacigua, hasta que ocurre algo malo».[396]
Willem Bosman, con cuarenta años de experiencia en la costa africana, escribió a principios del XVIII que «nueve de cada diez esclavos son de otros países».[397] Este comentario sugiere que una décima parte procedía de entre los del mismo pueblo que vendía. Había dos posibilidades: que los esclavos lo fueran como resultado de un castigo, o que se vendieran por la pobreza de sus padres. Sir George Young creía que el castigo era la forma más usual, aunque en segundo lugar. Era frecuente en Angola. En la sociedad africana, deudores, asesinos y adúlteros también eran castigados a menudo con la venta como esclavos. A veces se castigaban así delitos insignificantes. «Cualquier delito fútil se castiga del mismo modo», escribía Francis Moore de la RAC en los años de 1730. En ocasiones se trataba de igual modo la insolvencia. La mera existencia de la trata, pensaba Moore, significaba que cada vez más delitos se castigaban con la esclavitud, y que esto tenía una ventaja, pues «hacen de cualquier cosa un delito, para vender esclavos… En Cantor [en el río Gambia] un hombre que vio cómo un tigre [probablemente un león] devoraba un ciervo al que él había dado muerte y colgado cerca de su casa, disparó contra el tigre y la bala mató a un hombre; el rey no sólo lo condenó a él a ser vendido sino también a su madre, sus tres hermanos y tres hermanas…».[398]
Bonny, que a finales del XVIII estaba convirtiéndose en el mercado de esclavos más importante del delta del Níger, recibía esclavos como consecuencia de multas impuestas por el oráculo Chukwu. Estos esclavos eran condenados por delitos individuales o hasta familiares, y se decía que el oráculo se los había comido, pero en realidad los sacerdotes aro los entregaban a los mercaderes de la costa, una misión clerical que ciertamente ni los jesuitas superaban. Los adeptos que consultaban al oráculo cuyas preguntas se consideraban estúpidas, a veces, también acababan como esclavos en un extraño tratamiento de la locura. Se ha sugerido, acaso con exageración, que más de la mitad de los esclavos de los puertos del delta lo eran por este procedimiento.
En toda África la venta como esclavo era un castigo de los ladrones reincidentes. Secuestrar con el fin de esclavizar solía castigarse con la esclavización del secuestrador. El adulterio de la mujer o de un hombre si trataba de seducir a la esposa de un personaje podía conducir también a la esclavitud. En 1821 se vendió en Calabar un efik «por haber violado a las esposas de su padre». Las personas anormales a veces se vendían: gemelos, madres de gemelos, niños con deformaciones y hasta niñas que menstruaban antes de la edad prevista.
Thomas Poplett, de la Compañía de Mercaderes Comerciantes con África, que se hallaba en Gorée, durante el tiempo que la ocuparon los ingleses en la guerra de los Siete Años, informaba que las aldeas del Senegal que se retrasaban en el pago de tributos a menudo proporcionaban esclavos: «Cada aldea paga un impuesto al rey… y se paga en esclavos, pólvora, munición, brandy, tabaco y otras mercancías traídas de Europa; cuando este impuesto no se paga con regularidad, el rey avisa de que debe pagarse y si no se hace dentro de un plazo determinado, se presenta con un escuadrón y ocupa la aldea, y se lleva presos a gran número de sus habitantes, que retiene cierto tiempo; si se pagan los impuestos, devuelve los prisioneros, y si no, los vende como esclavos». El capitán Phillips recordaba en 1694 que el rey de Ouidah «a menudo, cuando hay gran escasez de esclavos y no puede proporcionarlos de otra manera a los buques, vende a trescientas o cuatrocientas de sus esposas para completar el número».[399]
Cuando una familia no tenía nada que comer podía suceder que vendiera a los niños. Podían empeñarse los hijos. También se vendían esclavos domésticos; el treinta por ciento de cuantos informaron a Sigismund Koelle, a mediados del XIX, habían sido esclavos domésticos antes de que sus amos los vendieran.
Los europeos secuestraban a algunos africanos. Pero la mayoría de los tratantes europeos, especialmente si trabajaban para una compañía importante, como la RAC, estaban siempre decididos a mantener buenas relaciones con los africanos y, por tanto, evitaban secuestrar al azar, pues esto privaría de su ganancia al tratante africano; pero los «tratantes separados», los intrusos, hombres de Nantes y Bristol a comienzos del XVIII, «no se preocupaban del futuro, en comparación con su deseo de ganancia inmediata», y a veces rompían las reglas. Hubo secuestradores que acabaron mal; el doctor Wadström describió cómo, en la isla de Gorée, el capitán de un buque inglés, que llevaba cierto tiempo en el río Gambia, atrajo a bordo a algunos indígenas y levó anclas. «Su buque… tuvo que volver a la costa desde la cual se hizo a la mar y se vio obligado a echar anclas en el mismo lugar donde cometió su acto de traición. En aquel momento, otros dos buques ingleses se hallaban anclados en el mismo río. Los indígenas estaban decididos a tomar represalias… Abordaron los tres buques y, después de adueñarse de ellos, mataron a la mayor parte de los tripulantes. Los pocos que escaparon para explicar lo sucedido tuvieron que refugiarse en la vecina factoría francesa.»[400]
En general, por tanto, los tratantes europeos con experiencia evitaban llevarse a africanos sin previa negociación y pago, pues de hacerlo habrían perjudicado las posibilidades para el futuro. Pero esta prudente conducta no era la de los lançados, los interesantes colonos afroportugueses cuyas familias habían vivido durante tres siglos en los estuarios de los ríos de Guinea. Se conducían como si fueran africanos y lanzaban incursiones en las costas en busca de esclavos, en la región de Bissau y de Cacheu. Al capitán Towerson, el primer tratante inglés que fue a la Costa de Oro, le dijo el rey de Shama alrededor de 1550, que los «portugueses son hombres malos… y los hacen [a los africanos] esclavos si pueden capturarlos».[401]
Pero los europeos también conseguían algunos esclavos «robándolos». En 1702, los africanos de cerca del cabo Mesurado se quejaron a Willem Bosman, de la Compañía Holandesa, de que «los ingleses habían estado allí, con dos grandes buques, y habían pillado la región, destruido todas sus canoas, saqueado sus casas y se habían llevado a algunos de sus hombres como esclavos».[402] En 1716, el rey de Fooni recibió cinco hombres del agente principal de la RAC en el río Gambia, cuya misión era «tomar un lugar río arriba llamado Geogray y panyar [secuestrar] a sus habitantes y hacerlos esclavos».[403] Dos años después, Bennet, el agente de la RAC en Commenda, en la Costa de Oro, fue acusado de alentar a su artillero, un africano, a apoderarse de muchachas y muchachos negros, con el fin de venderlos a capitanes ingleses. John Douglas, del Warwick Castle, un barco negrero, informó que desembarcó en Bonny, en 1771, y vio «a una mujer joven salir del bosque para bañarse en la costa y luego vio a dos hombres que salieron del bosque y capturaron a la mujer, le ataron las manos en la espalda, la pegaron y maltrataron, por la resistencia que opuso, y me la trajeron para subirla a bordo, cosa que hice, pues había orden del capitán a la tripulación que cuando alguien llegara con esclavos, en seguida se les subiera a bordo». Richard Drake, un locuaz capitán del siglo XIX, escribió que en el primer barco en que sirvió, alrededor de 1805, el capitán Fraley de Bristol solía comerciar por trueque, «pero también organizaba expediciones de caza por su cuenta… en los pequeños ríos que desembocan en el Gambia… Era costumbre que grupos de marineros y negros de la costa acecharan, ocultos, cerca de los ríos y aldeas, y que se apoderaran de los rezagados, de dos en dos o de tres en tres, cuando pescaban o cultivaban sus campos».[404] El general Rooke, con mando en Gorée cuando este lugar estaba en poder de los ingleses, declaró ante el comité de la Cámara de los Comunes, en 1790, que cuando unos ciento cincuenta africanos acudieron a recibirlo como gobernador, tres capitanes ingleses de la trata sugirieron que los llevaran a todos a las Indias occidentales, afirmando que cualquier gobernador anterior habría aprobado en seguida la idea.
Pero siempre había entre los tratantes cierto sentido de, digamos, las prioridades. Francis Moore explicó que además de los esclavos que los mercaderes traían del interior, muchos se compraban en el río Gambia mismo. «O los han capturado en la guerra, como los otros, o son condenados por delitos, o los han robado, lo cual es muy frecuente… Los hombres de la compañía nunca compran de los últimos si sospechan, sin llamar al alcalde o jefe del lugar y consultar el asunto con él». En 1765, el capitán Charles Thomas, que había llevado el Black Prince directamente de Virginia a Guinea, se enfureció cuando le sugirieron que «había llevado clandestinamente y por la fuerza a varios hombres libres de la costa de África… Me preocupa mucho que se me acuse de una acción que condenaría en otra persona».[405]
Mucho antes de que los europeos llegaran a las costas africanas, abundaban las ferias donde podían comprarse y venderse esclavos, a disposición de los pueblos costeños.
Entre los grandes mercados de Senegambia, por ejemplo, estaban los de Bambuhu, Khasso, Segú y Bambarena. A finales del XVIII, cerca del último de los citados, el jefe local disponía, bajo guardia, de algo que podría llamarse una aldea de esclavos, donde se retenía a los cautivos hasta que eran vendidos. A veces, como es natural, nacían esclavos en estas aldeas, y Mungo Park, el temible botánico hijo de un granjero en las tierras del duque de Fowleshiels, cerca de Selkirk, que viajó por esta región en la última década del XVIII, creía que los tratantes africanos preferían los que habían sido criados como esclavos, pues no habiendo conocido nunca la libertad no pensaban en huir.
En el xviii, en el llamado Sudán occidental la mayoría de los tratantes eran musulmanes. El islam, desde luego, seguía prohibiendo que se esclavizara a sus fieles, pero bendecía la esclavitud de los paganos al servicio de los musulmanes. Alrededor de 1780, casi todos los Estados islámicos del interior dependían del trabajo esclavo. Había esclavos en los hogares, en los talleres, en los campos, en los harenes (como eunucos y como concubinas), entre los funcionarios y en los ejércitos. Algunos esclavos llegaban a ocupar cargos importantes, como había ocurrido en Roma y en la España árabe, aunque ni siquiera estos esclavos privilegiados estaban protegidos contra las injusticias de sus dueños. Reyes y nobles dependían de las incursiones y de la trata. De no haber habido esclavos, las mujeres habrían tenido que trabajar y, por ello, no las habrían mantenido reclusas, cosa que hubiese sido un grave delito, según el Corán, y hubiese expuesto al delincuente al fuego del infierno. Una característica de la trata islámica, ausente en la atlántica, era el interés por los eunucos para guardar los harenes de las monarquías africanas y del imperio otomano; algunos eunucos llegaban a funcionarios; en el Sudán occidental era práctica corriente la castración de jóvenes esclavos, aunque, a menos que el cirujano fuera miembro de la tribu mossi, del actual Volta Superior y Ghana, reputada por su habilidad, las pérdidas de vidas en estas operaciones eran considerables.
En el mundo islámico los esclavos gozaban de ciertas ventajas. Era los únicos socialmente móviles. El transporte en un coffle de esclavos era una experiencia terrible, pero llegados a su destino, los esclavos tenían mayor posibilidad que en las Américas de llevar su propia vida. Los esclavos domésticos recibían siempre y no sólo ocasionalmente el trato de miembros de la familia. En las aldeas de esclavos, éstos tenían su propio huerto. Aunque existía siempre una distinción legal entre el esclavo y el hombre libre, había entre ambos poca diferencia económica y social. Los esclavos podían incluso poseer esclavos, y algunos participaron en las incursiones para hacerse con esclavos. Nada de esto afectaba directamente a la trata atlántica, pero la existencia en el interior africano de una vasta sociedad de esclavos estimulaba a las monarquías de la costa, tanto si eran islámicas como si no, a practicar la trata.
En el interior de lo que es hoy Nigeria había muchos mercados, entre ellos algunas importantes ferias, donde se vendían y compraban esclavos. Por ejemplo, en una isla más abajo de la confluencia de los ríos Níger y Benue, cerca de Igala, capital de Idah, se hallaba un importante mercado en el cual se vendían once mil esclavos por temporada, trescientos en una sola sesión. Estos mercados suministraban lo mismo a la trata musulmana que a la atlántica o a ambas.
De mercados como éste escribió Mungo Park: «Hay mercados… en los cuales el valor de un esclavo a los ojos de un comprador africano aumenta en proporción a la distancia de su reino de origen…» Por esto, era frecuente que los esclavos se transfirieran de un tratante a otro, hasta que perdían toda esperanza de volver a su reino de origen.
Park pensaba que los esclavos comprados por europeos en la costa se ajustaban habitualmente a la siguiente descripción hecha por él: «Cuando se captura a un hombre libre, sus amigos a veces pagan su rescate dando dos esclavos a cambio; pero cuando se captura a un esclavo, no tiene esperanza de redención… Los esclavos que Karfa [un tratante africano amigo de Park] traía eran todos prisioneros de guerra… Once de ellos confesaron que habían sido esclavos desde la infancia, pero dos se negaron a dar ninguna explicación sobre su condición anterior». Mostraban todos mucha curiosidad y miraban con horror a Park, y preguntaron repetidamente si sus compatriotas eran caníbales. «Querían saber qué le ocurría a un esclavo una vez atravesaba el agua salada. Les dije que les hacían cultivar el campo, pero no me creían, y uno de ellos, tocando la tierra con las manos, me dijo: “¿Tienen realmente tierra como ésta en la que poner los pies?”».[406]
Desde estos mercados del interior los esclavos marchaban bajo guardia, en coffles de un centenar, hacia los puertos. A menudo se les encadenaba de dos en dos o de tres en tres, y a veces tenían que cargar sobre la cabeza mercancías (agua, sorgo, marfil, cera, cuero) o hasta piedras, para dificultarles la huida.
Desde luego, se trataba mal a los esclavos, en África, antes de llevarlos a que los compraran los europeos. Barbot explicaba que muchos de ellos «recibían un trato duro y bárbaro de parte de sus amos, que los alimentan mal y les pegan inhumanamente, como puede verse por las cicatrices y heridas en los cuerpos de muchos cuando nos los venden. Apenas si les permiten llevar unos harapos para cubrir su desnudez, y se los quitan al venderlos a los europeos, y siempre van con la cabeza sin cubrir… Si mueren, nunca los entierran, sino que arrojan en cualquier lugar su cuerpo, para que lo devoren los pájaros o las bestias de presa».[407]
Tanto la RAC como Barbot, como todos los europeos, estaban a merced de los más fantasiosos relatos, y los africanos que les vendían los cautivos les decían que en el interior del continente «había enemigos feroces, salvajes e irreconciliables, que bebían sangre humana y devoraban a sus prisioneros…». Estas exageraciones las contaban tratantes que transportaban sus esclavos uncidos a yugos, llamados bois mayombé, mediante el cual, si el esclavo no avanzaba, el vigilante podía asfixiarlo tirando de él y hasta estrangularlo. No querían que los europeos curiosearan en sus actividades.
Según Bosman, muchos de los esclavos de la costa próxima al estuario del Gambia, eran «brumbrongos y petcharias, pueblos que tienen lenguas diferentes y que traen de muy al interior, atándolos unos a otros en largas hileras de treinta o cuarenta hombres, con un colmillo de elefante o una carga de maíz sobre la cabeza de cada uno. En su camino desde las montañas, avanzan a través de grandes bosques, donde durante días no pueden conseguir agua, de modo que la llevan en grandes bolsas de piel en cantidad bastante para aguantar… Emplean [los tratantes] asnos, además de esclavos, para transportar sus mercancías, pero no camellos ni caballos».[408]
Un funcionario francés, Meinhard Xavier Golbéry, viajó por Senegal alrededor de 1780; visitó veinte pueblos africanos, con el propósito de extender entre ellos la influencia francesa, y vio «largas filas de cautivos que llegaban de todas partes al mercado de la trata, y nos asombró saber que muchas de estas caravanas de esclavos no llegaban a Galam, en Senegal… ni a las factorías de los ríos Sherbro, Gabón, Volta, Benin y Zaire [Congo] sin haber hecho marchas de sesenta, setenta u ochenta días; calculando estas rutas, era evidente que venían de las regiones más centrales de África. Podemos, pues, estar convencidos de que el interior de este continente no es desierto como se ha imaginado…».[409] Lo más probable es que los esclavos a que se refería procedían de cerca de Timboctú.
El precio de un esclavo en la costa debía compartirse entre muchas personas, que durante el camino debían pagar peajes, impuestos y demás, de modo que es posible que el primer tratante, el secuestrador, o el captor en una ya olvidada escaramuza, recibiera sólo el cinco por ciento, más o menos, de lo que se pagaba en la costa.
Wadström señaló que en Senegambia «los desgraciados cautivos, muchos de los cuales son personas de importancia, como príncipes, sacerdotes y altos funcionarios, se ven conducidos por los mandingos en hileras de veinte, treinta o cuarenta, encadenados juntos, ya a Fort Saint Joseph en el río Senegal… o a lugares cercanos al río Gambia… Estos mandingos efectúan todo el viaje excepto en ciertas temporadas del año en que salen a su encuentro los tratantes de la costa, que reciben de ellos los esclavos y les dan a cambio las mercancías acostumbradas… Tuve la curiosidad de ver a algunos de los que acababan de llegar y se lo pedí al director de la compañía, que me condujo a las prisiones de los esclavos. Vi en ellas a los infortunados cautivos encadenados por los pies de dos en dos. Los magullados cuerpos de varios de ellos, cuyas heridas todavía sangraban, ofrecían un espectáculo abrumador…».[410]
Los pombeiros portugueses, que solían ser mulatos, entraron innumerables veces en las selvas tropicales al este de Luanda y Benguela, pero ninguno dejó un relato de sus experiencias. El único europeo que acompañó a una caravana africana de esclavos durante cierto tiempo y que escribió sobre ello fue Mungo Park. Su heroico viaje a Segú, capital de los bambara y gran mercado de esclavos, le permitió ver, el 10 de julio de 1796, «con infinito placer… el majestuoso Níger, tanto tiempo buscado, brillando al sol de la mañana, tan ancho como el Támesis en Westminster, corriendo hacia el este». Esta corrección de un error geográfico de siglos no necesita conmemoración alguna.[411]
Y, en efecto, no se conmemoró el 20 de julio 1996, en una época en que se recordaban sobradamente descubrimientos mucho menos importantes.
La Asociación Africana era una entidad fundada en 1788, científica en sus inicios, que luego se volvió comercial. Ante ella, Park informó en 1799 de que un coffle típico de esclavos en el valle superior del río Senegal pasaba de ocho a nueve horas diarias de camino, desde el alba hasta comienzos de la tarde, es decir, antes del más abrumador calor del día. Cubriría, en buenas condiciones, un promedio de treinta kilómetros diarios. Algunas caravanas comprenderían hasta un millar de esclavos, además de varios centenares de cargadores y de guardias. Su jefe o saatigi era elegido tras discutir sus méritos.
Park escribió que los esclavos que había visto estaban encadenados por la pierna derecha a la pierna izquierda de otro. Los grilletes se conectaban con una cuerda y así los esclavos podían caminar, aunque lentamente. Cada cuatro esclavos se sujetaban, además, por el cuello con una cuerda de cuero enroscado, y de noche les ponían grilletes en las muñecas. A veces se les colocaba una cadena alrededor del cuello. A los que protestaban se les ataba a un tocho de madera de cosa de un metro de largo, sujeto al tobillo por su parte plana, con una fuerte cuerda en forma de aro que se pasaba a ambos lados del tobillo. Todos los grilletes y cadenas estaban hechos con hierro africano.
Park pensaba, sin embargo, que en ciertos aspectos el trato a los esclavos no era duro ni cruel. Cada mañana se les conducía, con los grilletes puestos, a la sombra de un tamarindo, donde se les alentaba a participar en juegos de azar y se les pedía que cantasen, para mantenerlos animados. Entre los hombres libres que acompañaban la caravana había seis cantores, cuyo talento musical entretenía a los esclavos y daba y suscitaba la bienvenida a los extraños que se encontraban en ruta. Al anochecer se revisaban las cadenas y se les colocaban grilletes en las manos, tras lo cual se conducía a los cautivos a dos grandes chozas, donde, durante la noche, eran vigilados por los esclavos domésticos del jefe de la caravana.
Cuando Park y la caravana dejaron la ciudad de Kamalia, los habitantes les siguieron durante un kilómetro, unos llorando y otros estrechando las manos de parientes que iban a dejarlos para siempre, y al llegar a una colina desde la cual se veía toda la ciudad, se ordenó a los esclavos que se sentaran, con el rostro hacia el oeste, y a los habitantes de la villa se les pidió que se sentaran en otro lugar, con los rostros hacia Kamalia. El maestro de escuela recitó una plegaria. Al terminar esta ceremonia, todos los componentes de la caravana se levantaron y, sin despedirse de sus amigos, emprendieron la marcha. Como muchos de los esclavos habían estado encadenados durante años, el esfuerzo súbito de caminar de prisa, con pesadas cargas a cuestas, les provocaba espasmódicas contracciones de las piernas, de modo que apenas habían andado un par de kilómetros fue necesario desatar a dos de la cuerda y permitirles caminar más despacio.
Bala era la primera ciudad más allá de los límites del reino mandingo. La caravana se dirigía en fila hacia ella, precedida por los cantores, seguidos por otros hombres libres. Luego, los esclavos, atados de cuatro en cuatro por el cuello, y un hombre con lanza entre cada dos grupos de cuatro. Después, los esclavos domésticos y finalmente las mujeres libres. Así avanzaban hasta llegar a las puertas de la ciudad, ante las cuales los cantores empezaban a entonar su canto, halagando la vanidad de los habitantes, loando su bien sabida hospitalidad y su amistad con los mandingos. Al entrar en la ciudad, la caravana se dirigía a la plaza, donde se agolpaba la gente para escuchar el relato de dos de los cantores. Contaban cada aventura de la caravana y, al terminar, el jefe de la ciudad daba a los jefes de la coffle un pequeño regalo, y cada componente de la caravana, libre o esclavo, recibía la invitación de alguien para pasar la noche en su casa.
La siguiente ciudad a la que se acercaron era Koba. Antes de entrar, se pasó lista a los componentes de la coffle y se descubrió que faltaban un hombre libre y tres esclavos. Se supuso que los esclavos habían dado muerte al hombre libre y huido. Se decidió que seis hombres retrocedieran hasta la aldea anterior, para recoger el cadáver e informarse sobre los esclavos. Los demás esclavos esperaron, tumbados en un algodonal, y no se les permitió hablar salvo en susurros.
Al alba regresaron los seis hombres sin haber dado ni con el hombre libre ni con los esclavos. Ya que nadie había comido desde hacía veinticuatro horas, se decidió que la caravana continuara hasta Koba, para aprovisionarse. Entraron en la ciudad al amanecer, y el jefe compró cacahuetes, que asaron y comieron para desayunar. Hacia las once, el hombre libre y los tres esclavos que se creía que habían huido se presentaron en la ciudad. Al parecer, uno de los esclavos se había herido en un pie…
Más adelante se unieron a la caravana unos tratantes del pueblo serawoolli. Un esclavo dejó caer la carga que llevaba sobre la cabeza y le dieron de latigazos, antes de volverlo a cargar, pero no había caminado más allá de dos kilómetros cuando volvió a dejar caer la carga, por lo que recibió el mismo castigo. Después, caminó con mucho dolor y como el día era muy caluroso, se agotó, de manera que su dueño tuvo que soltarlo de la cuerda, pues yacía inmóvil en el suelo. Uno de los serawoolli se ofreció a quedarse con él y a llevarlo a la ciudad durante el frescor de la noche. Alrededor de las ocho, el serawoolli regresó y anunció que el esclavo había muerto. Todos pensaron que lo mató o que lo dejó morir en el camino, pues era sabido que los serawoolli eran más crueles con los esclavos que los mandingos. Sobre las diez de la mañana siguiente, la caravana se encontró con otra de veintiséis personas y seis asnos cargados; explicaron que regresaban del río Gambia, que no quedaba lejos. La mayoría de los hombres de la nueva coffle iban armados con mosquetes y varios llevaban al hombro anchas fajas de tela escarlata, sin duda de Manchester, y se tocaban con sombreros europeos. Explicaron que en la costa había escasa demanda de esclavos, pues hacía varios meses que no llegaba ningún barco de la trata. Al oír esto, los serawoolli y sus esclavos separaron de la caravana, pues dijeron que no podían mantener a sus esclavos en el estuario del Gambia hasta que llegara un buque, y no querían vender sus cautivos con pérdidas. Se marcharon hacia el norte, en dirección a Senegal. Park, con su caravana, continuó a través de los bosques y de una áspera tierra cubierta de extensos matorrales de bambú.
Uno de los esclavos, que desde hacía tres días había caminado con dificultad, no pudo continuar. Su dueño, uno de los cantores, propuso cambiarlo por una joven esclava perteneciente a uno de los habitantes de la próxima aldea. La muchacha en cuestión ignoró su destino hasta que estuvieron atadas todas las cargas que llevaban los esclavos, al día siguiente por la mañana, y la caravana se hallaba dispuesta a salir. Cuando llegó con otras muchachas a ver la partida de la coffle, su amo la tomó de la mano y la entregó al cantor. «Nunca», escribió Park, «un rostro sereno se cambió tan rápidamente en profunda desesperación. El terror que expresó al ver que le ponían una carga encima de la cabeza y que le ataban la cuerda alrededor del cuello, y el dolor con que dijo adiós a sus compañeras, resultaban verdaderamente enternecedores».
Park se separó «con gran emoción» por última vez de sus «infortunados compañeros de viaje, destinados, como yo sabía, a una vida de cautiverio y esclavitud, en una tierra extraña. Durante una fatigosa peregrinación de más de quinientas millas británicas, expuestos a los ardientes rayos del sol tropical, esos pobres esclavos, en medio de sus sufrimientos infinitamente mayores, se compadecían de los míos y a menudo, por su propia iniciativa, me traían agua para apagar mi sed y, de noche, recogían ramas y hojas para prepararme un lecho».[412]
Cuando los esclavos procedían del interior, como era tan frecuente, el largo camino hacia la costa debilitaba terriblemente a los cautivos, y muchos morían por la escasez de alimentos, el agotamiento, el calor y también por la disentería u otras enfermedades. Raymond Jalamá, un mercader de Luanda, estimaba a finales del XVIII que casi la mitad de los cautivos se perdían por fuga o muerte, desde el momento de la captura hasta el de la llegada al mar.[413] Fuese como fuese que tuviera lugar la captura inicial, según ha señalado un historiador moderno refiriéndose a Angola, ya por guerra, ya por secuestro, «las víctimas iniciaban su odisea [a través del Atlántico] agotadas, desesperadas y acaso heridas».[414]