Los amigos que se reúnen de vez en cuando son mejores amigos que si son vecinos, dada la naturaleza del corazón humano.
El rey CARAMANÇA a Diogo da Azambuja,
fundador de Elmina, 1482
Los fondeaderos donde se consiguieron esclavos africanos a lo largo de los siglos se extendían desde la zona frente a las Canarias, hacia el sur por toda la costa occidental de África y, bordeando el cabo de Buena Esperanza, hasta Mozambique y Madagascar. Todos esos puertos conocieron períodos de prosperidad y períodos de declive, pero desde el comienzo de la trata hacia las Américas en el siglo XVI hasta su final, en el XIX, se podían encontrar siempre esclavos de casi todas las regiones de esa amplia zona. Por ejemplo, en una lista contenida en el testamento de Hernán Cortés en México en 1547, figuraban esclavos tanto de Senegambia como de Mozambique. Esclavos de ambos lugares se hallaban entre los que trabajaban en el molino de azúcar movido a vapor Álava, propiedad de Julián Zulueta en Cuba en 1870.
El comercio de esclavos africanos era en gran medida una cuestión de ríos, de esos vastos y maravillosos caminos de agua que a menudo nacen en el corazón mismo del continente y que fascinaron a los viajeros, desde Ca’da Mosto en 1450 hasta Livingston cuatro siglos más tarde; eran el medio de transporte por canoa de millones de cautivos negros hacia el Atlántico, cuya visión dejaba a los esclavos tan sorprendidos como asustados.
La zona más septentrional de África usada como fondeadero era la costa de unos ochocientos kilómetros frente a las islas Canarias, entre Agadir y cabo Bojador, que el Tratado de Alcaçovas de 1479 entre España y Portugal había atribuido a los españoles, para la pesca y el comercio. Los colonos hispanos de las Canarias llevaron a cabo, en esa zona, numerosas incursiones, a finales del siglo XV y comienzos del XVI, e hicieron también en ella algunas compras negociadas de esclavos. De allí se llevaron a varios miles de esclavos bereberes para que trabajaran en las plantaciones de las Canarias o para enviarlos a España misma. Pero el fuerte español junto a cabo Juby, el punto más cercano a las Canarias, fue ocupado en los años treinta del siglo XVI por los bereberes, y a finales del XVIII el comercio de esclavos del cual había sido base era apenas un recuerdo.
La primera zona de comercio intensivo de esclavos estuvo muy al sur de esta zona, en Arguin, más allá del cabo Blanco. De allí consiguieron sus primeros esclavos los portugueses, en su mayoría del pueblo azanaghi, en los años cuarenta del XV. La Corona portuguesa construyó, al cabo de diez años, una fortaleza poligonal en lo alto de un acantilado de sesenta metros; un siglo después todavía seguía siendo utilizada por los portugueses. Entre 1441 y 1505 se llevaron de allí hacia Portugal entre veinticinco mil y cuarenta mil esclavos, muchos de ellos cambiados primero a unos trescientos kilómetros tierra adentro, en el oasis de Wadan, en el extremo occidental de la ruta de caravanas del África subsahariana a Marruecos. Los portugueses, por decirlo así, desviaron a esos esclavos de su camino normal hacia el norte.
Los españoles se apoderaron de Arguin cuando en 1580 unieron su imperio con el de Portugal, pero perdieron esta factoría en 1638 frente a los franceses, que la desmilitarizaron, pues la ruta de las caravanas corría ahora mucho más al este de Wadan y el fuerte había dejado de ser el mercado que fuera en tiempos del infante Enrique el Navegante. A finales del siglo XVII, los tratantes menos importantes, los de Brandeburgo, ocuparon Arguin y establecieron allí una guarnición de veinte hombres para utilizarlo como puesto intermedio camino de su cuartel general en Prince Town, en la Costa de Oro. Cuando el interés de los alemanes por este comercio se desvaneció, los holandeses compraron Arguin, pero en 1721 lo perdieron en beneficio de los franceses, en cuyo poder permaneció ya sin ningún provecho. Estas vicisitudes en lo que ahora es Mauritania, sin consideración alguna por la gente del lugar, eran cosa corriente entre los colonos europeos del África occidental.
Los franceses se esforzaron en extender su comercio, en marfil y resina así como en esclavos, hacia el sur de Arguin, a lo largo del río Senegal. Durante mucho tiempo se creyó que este río era como un Nilo del África occidental, debido a las crecidas causadas por las lluvias del interior, de junio a octubre, y porque la corriente parecía llevar el río un gran trecho mar adentro. El puerto francés se protegió con un fuerte de muros de barro, mal diseñado, el Saint-Louis, construido en la isla de este nombre en la desembocadura del río. En torno a este edificio había un cementerio, un hospital y, desde luego, una iglesia, así como algunas casas de ladrillos para la pequeña población de blancos y mulatos, y numerosas chozas donde vivían los africanos. Alrededor de 1760 había allí unos seiscientos franceses, oficiales, soldados y algunos residentes nacidos en Europa, así como un número indefinido de mulatos, especialmente mulatas, las signares, es decir, las senhoras, descendientes de los colonos portugueses de los viejos tiempos, y cuya combinación de físico atractivo y sentido comercial hicieron de Saint-Louis un lugar agradable para el visitante. El gobernador francés hacía cuanto podía para favorecer el comercio de esclavos tanto como el de la resina, que sus compatriotas obtenían de los bosques de acacias de la orilla septentrional del río, y que era necesaria, como tinte, para la manufactura francesa del calicó estampado. Dio normas austeras: por ejemplo, que no se vendiera coñac a quienes no asistieran a los oficios religiosos de la mañana y de la tarde.
La región resultaba favorable para comerciar con esclavos no sólo porque estaba en el Atlántico, sino porque se hallaba bien conectada por ríos a través de la sabana con las antiguas rutas de caravanas hacia el Magreb, accesibles desde Arguin. Había también salinas, unas artificiales y otras naturales. Por agua se podía acceder al oro de los bambuk, a cuatrocientos cincuenta kilómetros tierra adentro. La selva tropical no empezaba hasta unos ochocientos kilómetros al sur, de modo que el valle del Senegal quedaba muy al norte de la zona de la mosca tse-tsé, lo cual permitía criar ganado y secar carne para su consumo en los viajes transatlánticos. A comienzos del siglo XVII, se daba tan bien el ganado importado que las exportaciones de pieles producían más beneficios que las de esclavos. Recuérdese que los portugueses consideraron el río Senegal como la línea divisoria entre moros y negros, y que ya en 1506 el impresor y viajero alemán que adoptó el nombre de Valentim Fernandes señaló que si bien «se cambia aquí poco oro, hay muchos esclavos negros».[352] Esto hubiera podido repetirse a finales del XVIII.
Los primeros esclavos que se vendieron aquí eran wolofs (jolofs), el pueblo que dominaba el territorio. Pero, como ocurre con muchos nombres del África atlántica, no pocos de los que en América llamaban wolofs procedían de territorios más al interior, más allá de la parte navegable del Senegal. El reino wolof mismo se fundó probablemente en el siglo XIV, con una nobleza musulmana y una capital entre los ríos Gambia y Senegal. Los wolofs dominaron durante largo tiempo el primero de estos ríos y sus orillas, y sus afluentes regaban algunos de los reinos tributarios de la costa, como Walo, Cayor, Baol, Sine y Salum, así como, al sur, los más numerosos sereres, parientes suyos. Los portugueses intentaron sin éxito colocar a un wolof cristianizado, Bermoi, en el trono de sus antepasados, pero ya en el siglo XVI el poder de este reino estaba en decadencia y había pasado a los principados subordinados. Más tarde, algunos rebeldes del imperio songhai, en el Níger, los mande y los fulani, se abrieron paso hasta la costa y se establecieron en las colinas de Futa Toro, al sur del Senegal, donde antes los wolofs habían sido todopoderosos. Muchos de los esclavos vendidos a mediados del siglo XVI habían sido capturados por este pueblo, al que consideraban como un nuevo imperio. Hacia 1600, este «Imperio del Gran Foul», como lo llamaban los ingleses, parece ser que cubría todo el Senegal superior, donde estaban los yacimientos de oro de Bambuk.
Otros fulani, conocidos como mane, avanzaron desde el sudeste, y establecieron en el siglo XVI numerosos reinos pequeños a lo largo de una costa que había sido gobernada desde tiempos inmemoriales por monarcas locales y no por estos intrusos musulmanes.
Estos cambios políticos tuvieron lugar sin una abierta influencia europea, pues los rebeldes del imperio songhai habrían buscado probablemente el poder por la fuerza y la prosperidad a través de la venta de esclavos, independientemente de que hubiese habido compradores de africanos para los mercados de las Américas.
La corriente y el viento que soplaba hacia el mar hacían difícil remontar el río Senegal antes de la época de la navegación a vapor. Se navegaba río arriba arrastrando con cuerdas, desde la orilla, los navíos, o arrojando una ancla desde una canoa, por delante del buque, y luego arrastrando el barco por medio del cabrestante. Este trabajo lo hacían, habitualmente, africanos, los llamados laptots, palabra wolof afrancesada y que acabó designando a los africanos que trabajaban para los europeos.
Como la mayoría de los fuertes europeos, el de Saint-Louis cambió a menudo de manos; los ingleses lo capturaron en 1693, y fue recuperado por Francia con la paz, pero los ingleses volvieron a capturarlo con la guerra de los Siete Años y lo perdieron otra vez en 1779. Cuando lo controlaban oficialmente, los ingleses dejaban el comercio del Senegal en manos de los barqueros afro-franceses. Varios puertos del río, como Podor, a ciento cuarenta kilómetros tierra adentro, habían pertenecido desde comienzos del XVIII a compañías francesas con licencia, como la Compañía de las Indias de Law, que estableció allí lo que aspiraba a ser un monopolio, y no sólo para esclavos, pues esta compañía dejó de comerciar con ellos en 1748, sino también para resina. Los franceses tenían al servicio de estos intereses un puesto en Saint-Joseph, un fuerte de muros de barro seco que podía guardar a doscientos cincuenta esclavos en su captiverie. Esto fijaba un límite a la trata, pues no podía rebasarse esa cifra durante la estación seca; ampliar la prisión hubiese resultado demasiado costoso y era inconcebible no meter a los esclavos en una prisión. Los que llegaban en la «temporada alta» se enviaban río abajo a Saint-Louis, en cuyos sótanos podían amontonarse hasta mil. El doctor Cari Bernard Wadström, director de la Oficina de Pesas y Medidas sueca, que visitó África en los años noventa del XVIII «para hacer descubrimientos en botánica, mineralogía y otros departamentos de la ciencia», creía que todos los años se embarcaban río Senegal abajo cuando menos un millar de esclavos. Para entonces, varios tratantes independientes franceses se habían instalado de modo permanente en Saint-Louis. Uno de ellos era Paul Benis, un marinero analfabeto que aprendió el wolof y que se enriqueció. La firma Aubrey de la Fosse, de Nantes, tenía también un administrador permanente en Saint-Louis, con la misión de exportar anualmente trescientos esclavos.
El interior de esta región, Senegambia, fue relativamente estable durante casi todo el tiempo de la trata. La mayoría de sus habitantes hablaba el fulbe. Testigos ingleses ante la comisión investigadora de Londres, en 1788-1789, describieron el gobierno absoluto de esta zona como dominado por los mercaderes moros, que habitaban el desierto en el lado norte del río Senegal. Pero a finales del siglo XVIII parecía que llegaba a su fin la antigua estabilidad, pues eran frecuentes los combates entre las antiguas monarquías costeñas supervivientes y los musulmanes, que trataban de extender o consolidar su poder con el fin de evitar su propia esclavitud, pero sin oponerse en modo alguno a la esclavitud de los infieles.
Entre 1440 y 1780, pocos senegambios veían Europa o la cristiandad como una amenaza política, pues el peligro exterior, especialmente en la primera mitad del XVIII, venía de los marroquíes, con su poderoso ejército de esclavos y, después de 1750, de los bambara, un pueblo negro musulmán del Níger medio. El islam había tratado de penetrar ya siglos antes de la llegada de los portugueses, pues Senegambia era una región fronteriza, aunque, a diferencia de España antes de 1492, había gobernantes musulmanes que gobernaban pueblos tradicionales. Y en el centro de ciudades todavía fieles a antiguas deidades vivían poderosos mercaderes musulmanes.
Productos del nuevo continente americano, como cacahuetes, tabaco, yuca y, sobre todo, maíz, se habían cultivado desde el siglo XVI, pero la irregularidad de las lluvias había impedido que se hiciera a gran escala. Las distintas clases de mijo, por tanto, seguían siendo el alimento básico; se cultivaba también el algodón y abundaban el ganado, las ovejas y las cabras.
El comerciante de esclavos que siguiera la costa africana, divisaría, a unos ciento sesenta kilómetros más allá del estuario del Senegal y antes de alcanzar el río Cambia, una península de tierras altas que se elevaban gradualmente hasta dos colinas cónicas llamadas los Paps. Era el Cabo Verde, después del cual la costa se inclina lentamente hacia el sudeste. Al llegar allí, los portugueses creyeron que sería más fácil de lo que suponían su tan deseada circunnavegación del continente. Se equivocaron. El lugar era verde en la estación de las lluvias, pero el resto del año era amarillo y árido. En los primeros tiempos de la trata, este territorio, en el cual se levantó Dakar en el siglo XIX, fue una gran fuente de suministro de esclavos para los portugueses y también para los contrabandistas españoles.
En el archipiélago de Cabo Verde, la principal isla, Santiago, fue durante siglos un depósito de esclavos. Había también grandes depósitos naturales de sal, en la isla de la Sal, así como de orchilla, un liquen útil para el tinte. En el siglo XVI se cultivaron el índigo, la caña y el algodón, y se crió ganado. En los primeros tiempos, las islas se beneficiaron mucho del hecho de que la Corona portuguesa consideraba la costa frente a ellas una dependencia del archipiélago. En 1582 la población de las dos islas más importantes, Santiago y Fogo, ascendía a unos mil seiscientos europeos, cuatrocientos cautivos libertados y casi catorce mil esclavos. Pero en el siglo XVII las islas decayeron, como el resto de la región, principalmente porque siendo musulmanes los pueblos de la costa continental, los compradores portugueses y españoles de esclavos desconfiaban de ellos. Además, esos berberiscos, como llamaban a estos esclavos de Levante, no eran de tez muy oscura, y los plantadores españoles los preferían muy negros. Finalmente, por razones religiosas, se prohibió repetidamente la entrada de berberiscos en el imperio español.
Con todo, en el siglo XVIII hubo muchos años de nuevo éxito de la trata desde las islas de Cabo Verde, especialmente después de la creación de las dos compañías portuguesas de monopolio, fundadas por recomendación del primer ministro Pombal; incluso tras el hundimiento de estas dos empresas, en los años noventa del siglo, probablemente se exportaban todos los años a Brasil unos dos mil doscientos esclavos, la mayoría procedente sin duda de muy arriba del río Senegal.
La amistad sin inhibiciones entre portugueses y negros, en los primeros tiempos de la trata, tuvo por resultado una población mulata, en Cabo Verde, donde seguía habiendo familias que se consideraban a sí mismas blancas, por más que pocos visitantes compartieran esta opinión. Las familias de la mayoría de los mulatos o morgados se habían liberado hacía tiempo del control portugués directo, aunque formalmente seguían siendo católicas y estaban bajo la dirección política del debilitado gobernador portugués, que ni siquiera cobraba sueldo por su cargo, pese a que se suponía que controlaba todas las posesiones lusas del norte del África occidental. Pero esta relativa independencia no condujo al éxito económico. A comienzos del siglo XVII, Praia, la principal ciudad de la isla Santiago, era, en opinión de su propio gobernador, «el osario y el estercolero» del imperio portugués, y en 1804, un tratante norteamericano no encontró allí «más que mendigos, desde el gobernador hasta el último negro».[353] El comercio con España en tintes y en esclavos era continuo, aunque lo prohibieran sucesivos decretos de Lisboa. Los comerciantes ilegales españoles eran populares porque ofrecían mejores mercancías que los portugueses.
Al sur de Cabo Verde se abría una bahía que Ca’da Mosto consideró hermosa, probablemente porque cuando la vio las palmas llegaban casi hasta la playa. Allí se encontraba Gorée, una isla alargada con dos fuertes, Fort Saint-Michel y Fort Vermandois (más tarde Saint-François), construidos sobre una sombría excrecencia basáltica; en el siglo XVIII era un depósito y factoría tan importante que dio nombre al principal muelle del nuevo puerto de Liverpool y a una parroquia pobre de Bristol, en Rhode Island, que fue durante un tiempo uno de los puestos de esclavos más prósperos de Estados Unidos. A partir del siglo XVII, los capitanes europeos de la trata apreciaban mucho Gorée, pues allí encontraban agua de buenas fuentes y comida para los esclavos, además de intérpretes y de información sobre las cotizaciones en los mercados, que les proporcionaban tratantes europeos o mulatos residentes en hermosas casas, rodeados de signares mulatas y de lindas muchachas negras. El doctor Wadström explicó que en 1788 uno de esos mulatos le dijo que los esclavos cautivos debajo en las captiveries de estas hermosas residencias eran unos mil doscientos, pero el sueco pensó que tenía «razones para creer que no son tantos».[354] Entre los residentes permanentes había algunos excéntricos, como el capellán padre Demanet, que en los años ochenta, so pretexto de fundar una hermandad del Sagrado Corazón, disponía de las más lindas mulatas de la región.
Protegido por la curva de la costa septentrional de Cabo Verde, resultaba fácil acercarse a Gorée, no había dificultades en la bocana, el clima era agradable y la estación lluviosa, corta. Abundaba el pescado en el cercano mar. La historia del lugar era similar a la de Arguin: primero lo ocuparon los portugueses, los holandeses lo conquistaron en 1617 y construyeron un fuerte, los portugueses lo recuperaron, tras asediarlo, para volver a perderlo frente a los holandeses, que lo fortificaron de nuevo en 1647; los ingleses lo capturaron en la primera guerra anglo-holandesa durante el reinado de Carlos II, los holandeses lo recuperaron, y luego lo tomó el mariscal d’Estrées con una expedición francesa, conservándolo, salvo por un breve período después de 1693, cuando los ingleses reaparecieron y durante unos pocos años durante la guerra de los Siete Años, en que ocurrió lo mismo, hasta que Gran Bretaña lo devolvió a Francia en 1763.
Los franceses hicieron de Gorée la factoría más espaciosa de cuantas construyeron los europeos en África occidental, descontando Elmina en la Costa de Oro. Había espacio para abrir las líneas de fortificación en zigzag recomendadas por los grandes arquitectos de fortalezas europeos, como Vauban. Fue el primer puerto de esclavos africano que empleó monedas en lugar de lingotes de hierro o conchas, en este caso el dólar de plata o la moneda holandesa de veintiocho stuivers. La empresa mercantil de David Gradis et fils, de Burdeos, estaba bien establecida en Gorée, igual que otras de la misma ciudad francesa.
El ancho río Gambia se hallaba a apenas ciento sesenta kilómetros al sur de Gorée. Para 1780 habían pasado por allí muchas generaciones del más diverso carácter. Estaba rodeado, como muchas otras corrientes de la región por manglares hasta el límite de las mareas. Disponía de una llanura aluvial mucho menor que el río Senegal, pero, de todos modos, sus aguas estaban influidas por las mareas hasta por lo menos doscientos cuarenta kilómetros río arriba, hasta las cataratas de Barkunda, de modo que la sal tenía un efecto perjudicial para la agricultura en las llanuras inundables del río bajo. Durante mucho tiempo se creyó que el río conducía a un Eldorado africano porque en la ciudad mercado de Cantor, a casi trescientos veinte kilómetros tierra adentro, los mercaderes mandingas cambiaban oro, que procedía de más adentro todavía, de Bambuk, pero estas fantasías se demostraron erróneas. Después de 1586 no parece que ningún barco portugués navegara hasta Cantor, de modo que la venta de oro quedó en las capaces manos de los intermediarios bereberes, que decidían si era preferible vender a los europeos de la costa o a los mercaderes del Magreb.
En 1780 la parte baja del río estaba en poder de los colonos afro-portugueses, los lançados como se les llamó en el siglo XV, algunos de los cuales eran originarios de Cabo Verde. En el siglo XVIII, estos aventureros todavía ocupaban varias ciudades del río Gambia, como Tankula y Sika, que servían de cuartel general de un comercio de amplio alcance, sobre todo de esclavos. Tierra adentro, el punto más alejado donde se hallaban establecidos era Cantor. Jean Barbot describió una comida fastuosa pero primitiva que le ofreció en 1680 uno de esos tratantes, la senhora Catarina. El momento culminante de su comercio tuvo lugar en la tercera década del XVIII, pero luego la parte central del río cayó bajo control de los mercaderes mandinga, que dejaron impresionados a los primeros exploradores portugueses por su inteligencia y su energía; en la misma época, la parte superior del río estaba bajo dominio de los santones mercaderes ambulantes musulmanes conocidos como morabitos y que en el inglés de la época llamaban marybuckes.
En 1651, unos alemanes del Báltico, enviados por Jaime, duque de Curlandia, compraron al jefe ñomi local la isla de Saint Andrew, antes deshabitada y a la que no se prestaba mucha atención, en la desembocadura del Gambia. Estos representantes de la antigua Liga Hanseática pensaron que la posesión de esta isla les daría el control del río y les permitiría hacer pagar peaje a cuantos europeos y africanos quisieran navegar por él. Se construyó un fuerte con piedra arenisca local, se nombró un pastor luterano y se colocaron cañones que dominaban los canales hacia el norte y hacia el sur. El plan, como ya se indicó en el capítulo doce, consistía en vender esclavos a la colonia del duque en Tobago, empresa que no prosperó.
En 1658 los holandeses compraron esta isla al duque y el gobernador báltico se marchó a Jamaica «con sus bienes y esclavos», pero en 1661 los ingleses tomaron la isla, a la que dieron el nuevo nombre de Fort James, en honor del duque de York, futuro Jaime II, a la sazón almirante mayor. Desde entonces, la desembocadura del río quedó bajo dominio británico, aunque los franceses capturaron la isla tres veces, la devastaron y la abandonaron, pues no querían ocuparla en permanencia. Un pirata galés la capturó en 1715 y comerció mucho desde ella; más tarde la RAC reforzó considerablemente el fuerte.
En 1779 los ingleses la perdieron en beneficio de los franceses, que no la utilizaron y la dejaron sin ocupar al llegar la paz de 1783. Los británicos reanudaron, pues, su control y la Compañía de Mercaderes Comerciantes con África nombró un gobernador, subordinado al de Cape Coast. Los ingleses habían fundado dos factorías muy río arriba, en Joar y Cattajar, y los franceses, decididos a mantener cierta presencia, tenían una factoría en la ciudad mandinga de Albreda, fundada en 1681 en el estuario, que fue un motivo constante de fastidio para los ingleses, pues se quedaba con no poco del comercio del río.
La región, conocida por Senegambia, que incluía lo que ahora son Guinea-Bissau y Guinea, así como Gambia y Senegal, exportó en el siglo XVIII unos sesenta mil esclavos, transportados en unos trescientos cuarenta buques, de modo que iban como promedio ciento setenta y seis esclavos por navío y unos seiscientos al año. Probablemente esto era algo menos que las exportaciones de finales del siglo XVI.
Más abajo en la costa occidental africana había una serie de ríos, el Casamance, el Cacheu y el Gebo, que los portugueses utilizaron mucho a partir del siglo XV. En casi cada estuario había un mercado de esclavos, a veces en contacto directo con Cabo Verde, a veces como una especie de centro de contratación para las factorías mayores, como los de los ríos Cacheu y Gebo, cuyos estuarios estaban protegidos de las incursiones por las islas Bissagos. Esta región siguió siendo portuguesa durante toda la trata atlántica aunque muchos capitanes españoles se acercaban a ella para comprar ilegalmente esclavos, cosa que también hacían los franceses a finales del XVII. Un siglo más tarde podían verse dos fuertes o praças casi en ruinas, uno construido en 1591 en Cacheu, por los lançados y que al cabo de tres siglos disponía sólo de una empalizada de madera defendida por rufianes, y otro en el estuario del Bissau, en la boca del río llamado ahora Corubal, fundada en 1587, que había sido restaurada y reforzada en 1641 y luego en 1776 por la Compañía del Maranhão a costa de muchas vidas y de la enemistad del pueblo pepel, que habitaba la región. En su buena época, Cacheu era el centro del comercio hispano-portugués de esclavos y contaba con una población de unos quinientos europeos y mil negros en distintos grados de libertad. Dependían de esta plaza varias guarniciones o presidios, en la mayoría de las cuales vivían condenados de Portugal o lançados y gentes procedentes de Cabo Verde. Fue durante un tiempo, en el XVII, un astillero importante, pues de la madera de un árbol local, el cabopa, se decía que resistía la tiñuela, y hasta el despreciado mangle proporcionaba una fibra que podía usarse para calafatear. Cuando Barbot visitó este río en 1680, lo encontró más saludable que el Gambia y vio unas cuatrocientas chozas o casas, «la mayoría de tablas, al estilo portugués», así como cuatro iglesias católicas.
Cuando los portugueses comenzaron a comerciar con esclavos en el río Cacheu, en el siglo XV, la mezcla de pueblos en la región (balantas, pepel, djolas, casangas, banhuns), unos musulmanes y otros no, hacía de la región un paraíso para los tratantes, pues eran frecuentes las guerras y resultaba fácil estimularlas. A finales del XVIII y mediados del XIX todavía se traficaba allí con esclavos.
A diferencia de Cacheu, que siempre fue portugués, Bissau cayó cada vez más bajo la influencia francesa, en el siglo XVIII, pero en 1755 la nueva compañía portuguesa fundada para desarrollar el norte de Brasil, la Compañía de Grão-Pará y Maranhão, volvió a exportar esclavos a gran escala desde allí; como disponía de recursos considerables, podía permitirse construir a lo grande y Bissau gozó de un momento de prosperidad que continuó incluso después de que la compañía monopolista perdiera su licencia en 1778, tras llevarse a veintiocho mil esclavos de las dos cuencas, en algo más de veinte años.
Las islas Bissagos, frente a la costa, habían sido siempre una buena fuente de esclavos, pues sus habitantes, de espíritu muy guerrero, poseían una larga experiencia en incursiones por tierra firme, a la que llegaban en grupos de veinticuatro hombres en canoas de madera de ceiba o almadías de siete metros de largo. Al cabo de un tiempo, sin embargo, los pueblos a los que estos isleños acostumbraban a atacar, como los beafadas y los pepel, aprendieron a comerciar por su cuenta con esclavos; los beafadas alcanzaron tal reputación, que sus vecinos les acusaban de haber inventado la trata.
En el siglo XVIII, en las islas Bissagos dominaban ya los mulatos o los ochavones, que tenían habitualmente una abundante reserva de esclavos, prontos para la venta cuando acostaba un buque negrero. Dado que la demanda europea de la época era sobre todo de hombres, y dado que los isleños retenían indiferentemente a hombres y mujeres, en la isla había una fuerte mayoría femenina, como si por fin allí se hubiese materializado la mítica isla de las Amazonas, que tanto buscaban los primeros conquistadores españoles. De hecho, gran parte de la trata de la isla la efectuaban mujeres.
Los ríos Pongo y Núñez, los llamados «ríos del sur», entre Bissau y lo que luego fue Sierra Leona, en el actual Estado de Guinea, fueron también puntos importantes de la trata, desde el siglo XV al XVIII. Acaso salieron del Núñez la décima parte del total de las exportaciones de esclavos africanos; el mejor año fue, al parecer, el de 1760, cuando se consolidó el Estado teocrático islámico de Futa Jallon, en las montañas de tierra adentro, lo cual envió a millares de fugitivos hacia la costa. De todos modos, la zona había sido siempre un territorio importante de la trata. En ella se dio antaño el caso excepcional de un gobernante africano que intentó impedir, o al menos resistir, la trata, pero la alianza de algunas aldeas, formada por este personaje, Tomba, del pueblo baga, fracasó y a él mismo lo hicieron esclavo. De él hablaremos en los capítulos veinte y veintiuno.
En el siglo XVIII diversas compañías o individuos europeos eran dueños de islas de la desembocadura de uno u otro de los ríos citados. Por ejemplo, en 1754, Miles Barber, de Londres, compró una de las islas Los (o Ídolos), próxima a la tierra firme de lo que ahora es Conakry, plantó arroz y construyó una factoría, con dos captiveries en la costa este; el agua era buena y abundaba la pesca; Barber poseía otras once factorías en la costa occidental de África, y probablemente vendía unos seis mil esclavos al año al Nuevo Mundo, en la novena década del siglo, cuatro mil de ellos de las islas Los, además de cera, marfil y madera de tinte. Durante la guerra de la independencia norteamericana, su empresa fue saqueada por los americanos pero después de ella volvió a vender esclavos, especialmente a un capitán francés, Rousseau, que actuaba por cuenta de la Compañía del Senegal; tres mil salieron anualmente de Los a las Indias occidentales francesas, en el decenio indicado. A finales del XVIII, cuando empezaron a llegar a África buques norteamericanos, la factoría de Barber era una de sus escalas favoritas.
Algo al sur de las islas Los desembocaba el río Bereira, donde alrededor de 1780, se había instalado una notable mujer, Betsy Heard, hija de un hombre de negocios nacido en Liverpool que se había trasladado a las islas Los a mediados del siglo y que tuvo a Betsy de una africana hija de esclavos; tras una educación convencional británica en Liverpool, Betsy regresó a Bereira, donde fue la reina de facto del río hasta finales del siglo. Su éxito como tratante se debió a la jihad islámica de Futa Jallon. Un pueblo islámico, los morianos, tomó Bereira, e intentó obligar a la población a convertirse al islam, lo cual no afectó al éxito comercial de Betsy, pues, a fin de cuentas, los musulmanes nunca rechazaban un buen negocio, y a diez años de terminar el siglo se la conocía como una de las figuras de más éxito de la trata. Al sur y cerca de su factoría corría el río Scarcies, donde un pueblo de habla mande, los susu, que había huido del Níger superior en la Edad Media, instaló una serie de mercados, especialmente para el comercio nigeriano de la sal, pero sin desdeñar la trata de esclavos.
Otro ejemplo de una explotación privada en una isla de esa región fue la de Bence, una de las varias islas del estuario del río Sierra Leona, posesión inglesa durante varias generaciones. La mayoría de esas islas estuvieron, durante años, infestadas de piratas, pero a partir de 1670 Bence fue el cuartel general local de la RAC. En 1728, los africanos, al mando de un lusosenegambio, destruyeron sus edificios y el lugar cayó en manos de negreros de Londres. Uno de ellos, George Fryer, vendió la isla en 1748 al conglomerado formado por sir Alexander Grant, Augustus y John Boyd, padre e hijo, y Richard Oswald, todos los cuales, como se ha visto, eran mercaderes escoceses muy activos establecidos en Londres, junto con John Mili y John Sargent, londinenses ambos; este último era uno de los compradores de mercancías de las Indias orientales más importantes de la ciudad y, por tanto, uno de los que más abastecía a los tratantes de esclavos de cargamentos para su intercambio.
La fortificación de la isla de Bence era de forma rectangular, con todos los cañones apuntando al mar; los tratantes ingleses confiaban para su seguridad en «un buen entendimiento con los indígenas». Grant y Oswald dieron a la isla un lujoso edificio central, con una «galería muy fresca y conveniente», y hasta abrieron un campo de golf —servido por caddies africanos vestidos con kilts tejidos especialmente en Glasgow—, donde los capitanes de la trata podían entretener la espera con una versión poco usual de su juego nacional. Unos treinta o cuarenta escribientes blancos y sus ayudantes, la mayoría escoceses y algunos de ellos parientes de los dueños, administraban Bence bajo la dirección de otro escocés, James Aird. En 1779 los franceses capturaron fácilmente la isla y la redujeron a un «montón de ruinas», pero la devolvieron con la Faz de París. Uno de los negociadores británicos de aquélla fue Richard Oswald, aunque, según parece, para entonces ya no se interesaba por la trata. Tras la muerte de Oswald, en 1784, sus sobrinos, Alexander y John Anderson, de Philipot Lane, en Londres, dirigieron la isla hasta comienzos del siglo XIX, vendiendo esclavos a gran escala por lo menos hasta 1800, especialmente a compradores daneses, que eran los más frecuentes en ese momento de la historia de la isla.
A partir de 1760, la isla de Bence fue un lugar de encuentro de la trata. A los cautivos se les compraba sin dificultad en los reinos africanos, la mayoría desde algunos kilómetros río arriba del Sierra Leona, y los retenían durante un tiempo en las factorías exteriores de las islas Banana, en las islas Los y cerca del río Sherbro, lugares donde se habían establecido los intermediarios europeos o mulatos, descendientes unos de los lançados portugueses y otros una versión inglesa de los mismos. Ahí estaban James Cleveland, instalado en las Banana, y Harrison, y Matthew que, como Miles Barber, residían en las Los. Cleveland gobernaba con mano dura su pequeño reino, a finales del XVIII, rodeado de africanos aterrorizados por la perspectiva de ser encarcelados si no pagaban sus deudas y ser vendidos como esclavos.
Estos intermediarios reunían de antemano a los esclavos y así ofrecían a los capitanes la ventaja de poder comprarlos rápidamente, con lo que se reducía el tiempo que debían pasar en África. Mercaderes franceses de Honfleur, Le Havre y Rotterdam frecuentaban Bence, pero los principales clientes eran los propietarios que enviaban sus propios buques desde Londres para recoger cada uno alrededor de cuatrocientos esclavos, y mandarlos a Norteamérica, Grenada, Saint Christofer o Jamaica, donde varios de ellos poseían plantaciones. La Florida fue otro mercado una vez los ingleses la ocuparon en 1763.
En una ocasión hubo aquí una feroz rebelión: «Armados solamente con las cadenas y grilletes, los esclavos encerrados atacaron al guardia de las llaves, en el momento en que los iba a meter en su calabozo, tras unas horas de tomar el sol. Pero esto les hizo objeto del fuego de los mosquetes… que probablemente nunca habían oído ni visto… y así se realizó su único deseo, un alivio de su desesperación gracias a la mano de la muerte…»[355]
Se construyó un fuerte en la isla más cercana pero cenagosa de York, desde antes llena de mulatos de origen inglés. Una nota de 1684 a la RAC informaba que «cada hombre tiene su puta», y el prusiano Otto von der Grüben reconocía pudorosamente que la mayoría de los funcionarios, incluyendo al gobernador, tenía «concubinas» que les daban hijos.[356]
La densa selva de la costa de Guinea empezaba cerca de lo que es ahora Conakry. Al sur se hallaba el estuario del río Sierra Leona, llamado así por los portugueses debido al perfil de león que tenían las montañas del fondo. Este estuario, a pesar de algunas traicioneras rocas en la bocana, ofrecía el mejor puerto en esta costa de fuerte oleaje. Por esto fue desde comienzos del siglo XVI uno de los principales puertos de escala para los buques con rumbo a la costa más al sur de Guinea y hasta a la India. Por esta misma razón se había convertido en uno de los cuarteles generales de los lançados, que en sus canoas buscaban en bahías y ríos cercanos a indígenas a los que capturar y ofrecer en el estuario del Sierra Leona. A veces, las demandas de la trata obligaban a largos viajes hacia el interior. En un cabo al sur del estuario, el Tagrin, fue donde John Hawkins compró sus esclavos en 1564. En esta región los principales pueblos africanos eran los bulom, los temne y los limba, en la costa, y en el interior los susu, los fula (fulani, fulbe, peul) y los loko. Cada uno era independiente y en el siglo XVIII para todos el arroz constituía el alimento base. Vendían a los europeos algo de oro y mucho marfil. La RAC tuvo en esta zona una factoría, hasta que fue ocupada en 1728 por los hombres que capitaneaba un poderoso tratante mulato, José Lopes de Moura, del que se decía que era nieto de un rey mane y que en el XVIII dominaba la trata en la región del Sierra Leona. Después, ya no se estableció ninguna factoría europea permanente. Cuando las ciudades de Futa Jallon, donde nace el Sierra Leona, fueron convertidas por la fuerza al islam, varios de los pueblos costeños se adaptaron y entonces mercaderes musulmanes se establecieron en la mayoría de los puertos de la zona. Vendían como esclavo a cualquiera que les debiera algo y no les pagara. Gracias a esto, el capitán Nye pudo informar a la RAC en 1751 de que había un «comercio prodigioso» de esclavos, especialmente en la isla George.
Al sur corre el río Sherbro, con orillas pantanosas y, por esto, difíciles para los viajeros. No resulta, pues, sorprendente que hubiese muchas pequeñas monarquías del pueblo sherbro (o bulom) cerca de la costa, y del pueblo mende en el interior. Ya en 1620 los ingleses se establecieron en esta región, aunque la empresa de Wood & Co., la primera que se interesó por ella, no buscaba esclavos sino la dura madera roja para la ebanistería. En el xviii había ya muchas familias medio africanas y medio inglesas, y en 1700 se comerciaba mucho con esclavos en la bocana del río, cerca del cabo Monte. Los primeros colonos ingleses habían construido un pequeño fuerte, con muros de tierra y una casa de piedra en el interior, pero en 1726 estaba en ruinas. Los ayudaban intermediarios mulatos, de la familia Caulker, descendientes de Thomas Corker de Falmouth, último factor de la RAC en la costa, que se había casado con una dama de la familia Ya Kumba, famosa en la región, la senhora Dolí, a la que los capitanes que recibía en su casa se dirigían como «duquesa de Sherbro». Ella y sus descendientes formaron un pequeño ejército de negros libres, con el cual ejercían el control sobre un amplio territorio a orillas del río; mantenían esclavos durante largos períodos en campamentos, hasta que hacían una venta ventajosa. Ahí estaba el «Liverpool negro» (aunque había otro lugar con el mismo nombre, al norte, cerca del río Pongo) donde John Newton se negó una vez a comprar una esclava negra porque tenía «pechos caídos». A mediados del siglo XVIII, Nics o Nicholas Owen, de Irlanda, se instaló como intermediario a orillas del Sherbro, vendiendo esclavos desde un gran buque, y tratando con ello de recobrar la fortuna de su arruinada familia. Más tarde, dominó la región Henry Tucker, el descendiente de un John Tucker que en el XVI trabajó para los aventureros de Cambia; Tucker era un formidable intermediario, con sus siete esposas, sus criados, su plata, sus riquezas y su plantación, cuyo producto vendía a los capitanes de la trata. Más tarde todavía, en una de las islas Plantain, en la desembocadura del Sherbro, la malévola señora Clow, esposa africana de un inglés, trató muy mal a John Newton mientras su marido estaba lejos comprando esclavos.
En 1785 el gobierno británico quiso aligerar sus prisiones, que estaban abarrotadas, enviando a condenados a Sierra Leona. Edmund Burke, el gran orador parlamentario, salvó a los presos de este destino al manifestarse con pasión en contra de mandarlos a lo que veía como una muerte segura en África. Entonces se escogió como alternativa el lugar, al parecer más salubre, de Botany Bay, en Australia.
El río al sur del Sierra Leona es el Gallinas, que en los siglos XVII y parte del XVIII no fue importante en la trata, pero que a finales del XVIII era ya centro de operaciones de algunos famosos tratantes portugueses. Había varios pueblos a orillas del río cuyo único comercio era el de la venta de esclavos, que se amontonaban en barracones, hasta quinientos o seiscientos a la vez, mientras se esperaba que hubiese compradores europeos.
Todavía más al sur, en el cabo Monte, se había construido a comienzos del XVII un fuerte holandés para proteger las plantaciones experimentales allí existentes. Pero los africanos del lugar las destruyeron, y ni allí ni en el cercano Junko había esclavos; los buques hacían escala sólo para comprar los alimentos indispensables. Y esto pese a que se hubiese podido reanudar la trata, pues entre Sestre (Cestos) y Junko, el pequeño puerto de Sanguin había sido un viejo mercado de esclavos; a finales del XV, los portugueses cambiaban en Sestre un esclavo por dos bacías, precio que en 1500 había subido a cinco bacías.
Esta zona, hasta el cabo Palmas, se conocía como la Costa de la Pimienta o de los Cereales, porque el grano de pimienta o grano del paraíso o la malagueta se cultivaba allí. En el siglo XVI era un producto muy codiciado, pero hacia 1780 casi se había desvanecido el interés por él. En esa zona podían obtenerse habitualmente unos cuantos esclavos, especialmente capturándolos, pues sus habitantes no querían saber nada de la trata y atacaban a los europeos. De todos modos, la población era escasa en aquellas costas con densos bosques. Otro obstáculo al comercio, de cualquier clase que fuese, era la ausencia de puertos; la costa era de fuerte oleaje y una poderosa corriente del este hacía difícil abordar tierra. En el siglo XVI, el territorio había sido lugar favorito de los comerciantes franceses de pimienta, antes de que comenzaran a comerciar con esclavos.
La siguiente costa era la llamada Costa de Marfil, entre el cabo Palmas y el cabo Tres Puntas. Recibió su nombre, que todavía hoy conserva, por la cantidad de colmillos de elefante que podían obtenerse allí en el siglo XVI. El cabo Palmas, donde la costa se inclina hacia el este hasta llegar a la ensenada de Biafra, era territorio de los kroomen, dotados para el aprendizaje de lenguas y buenos marineros. Los capitanes europeos a menudo los contrataban para sus barcas o como intérpretes. Había varias albuferas cerca de la ciudad que los franceses llamaban Cap Lahou o, antes, Cap de la Hou, y, después de 1787, Grand Lahou, para distinguirla de Moyen Lahou y Petit Lahou. Eran una buena fuente de esclavos, en los siglos XVIII y comienzos del XIX, aunque en el XVIII se concedía más importancia al comercio del marfil, pues se le consideraba «el mejor del mundo».
El pueblo del lugar, los avikam, vendía muchos esclavos, desde los que ya lo eran en la sociedad avikam hasta los que procedían de tierra muy adentro y a los que habían comprado con sal o con mercancías europeas. Ya fuera mediante la compra o el robo, procuraban obtener tantas mujeres esclavas como podían, para que parieran y así pudieran vender los hijos. Parece que ésta fue la única zona de África donde se siguió de modo coherente este sistema. La Costa de Marfil produjo unos tres mil quinientos esclavos al año, a mediados del siglo XVIII, y los mayores embarques se hacían en Drouin, Saint-André y Cavailly.
En el fuerte holandés de Axim, a unos cincuenta kilómetros al sur del cabo Tres Puntas, los holandeses poseían plantaciones de algodón, como las tenían también en Shama, un poco más lejos. Durante un tiempo hubo plantaciones de caña en Butre, con cuyo producto elaboraban ron.
La Costa de Oro, la moderna Ghana, se hallaba entre el cabo Tres Puntas y el río Volta. La costa, que se inclinaba suavemente en dirección este-nordeste hasta la moderna ciudad de Accra, era montañosa, con lomas rocosas cerca de la costa. Tierra adentro se alzaban altas montañas que podían divisarse desde el mar. En el siglo XVIII había en la Costa de Oro un centenar de factorías y fuertes europeos de distintas dimensiones y pretensiones, de los cuales los más importantes eran los holandeses. Esto se debía, posiblemente, a que en esta zona no había selvas densas, que sólo volvían a empezar más allá del Volta, cerca de Allada. Durante la mayor parte de la época de la trata, hubo en esta región una docena de pequeños reinos cuyas capitales estaban algo tierra adentro, y que dominaban un territorio que los europeos no se atrevieron a explorar mucho. Los reyes, sin embargo, habían concluido algunos acuerdos, de modo que a finales del siglo XVIII la mayor parte de la costa se hallaba repartida entre los ingleses, los holandeses y los daneses. Los portugueses habían perdido sus negocios en esta zona y los franceses nunca lograron establecer los suyos, aunque lo intentaron en el oeste, en Assini. Los esclavos exportados eran producto de las numerosas pequeñas guerras entre los reinos costeros, que probablemente no se emprendían para obtenerlos.
Estos fuertes europeos estaban construidos con barro seco y ladrillos, estos últimos traídos en gran cantidad como lastre de los barcos de la trata. Sólo los portugueses aportaron piedra, para Elmina, en 1481. La mayor parte de estos fuertes se levantaron por acuerdo con los reyes locales, como arriendos perpetuos contra el pago de un alquiler anual, aunque a veces los vendieron a los europeos, si bien en algunos casos éstos simplemente impusieron su presencia. Es conocida la renuencia del gobernante africano Caramança, cerca de lo que luego fue Elmina, a hacer un contrato con el rey de Portugal, y otros probablemente la compartían, aunque no las registrara el gran cronista portugués Barros. Según éste, Caramança pidió a los portugueses que se marcharan y que siguieran comerciando como era su costumbre, pues, decía, «los amigos que se reúnen sólo de vez en cuando resultan mejores amigos que si son vecinos, dada la naturaleza del corazón humano».
Las compañías buscaban el monopolio del comercio local, a cambio del cual garantizaban la defensa de la ciudad africana contra cualquier ataque. Los acuerdos a menudo irritaban a los africanos, pero los aceptaban como precio por poder comerciar y recibir las mercancías europeas que codiciaban. A veces, ante la amenaza de ataque de un imperio del interior, como el de los ashanti, esta garantía podía ser útil. La posesión europea de esos lugares no significaba que fuesen los dueños del país, pues lo africanos controlaban las comunicaciones de las guarniciones al ocupar el territorio que las rodeaba, y sólo ellos conocían los caminos de las selvas tropicales hacia los mercados del norte, que los europeos nunca se atrevieron a recorrer debido a la amenaza de la enfermedad del sueño, que se contraía fácilmente en la selva.
En esos fuertes, la vida social era brutal pero melancólica, caracterizada por el exceso de alcohol, las campanadas señalando los períodos de comercio y de cambio de guardia, la ignorancia de la situación local, el trabajo esclavo y el miedo a la muerte. El aceite de palma y el vino de palma, el ron, el brandy y la ginebra apaciguaban muchas inquietudes. Desde luego, había momentos de dicha, como cuando, al regresar a su patria el primer gobernador holandés de Elmina, en 1645, ofreció una fiesta en los jardines del fuerte e invitó a los africanos principales de la ciudad, a algunos capitanes y a sus propios funcionarios, que consumieron «diez barriles y algunas botellas de vino, un barril de brandy y tres vacas… y al anochecer estaban alegres y cada uno se fue muy satisfecho a su casa». Estaban también las prostitutas, pues todos los pueblos, desde la Costa de Marfil a Allada, tenían «tres o cuatro burdeles», según observó el geógrafo holandés Olfert Dapper.[357]
Hasta finales del siglo XVII se enviaron pocos esclavos desde la Costa de Oro, pues allí los mercaderes europeos buscaban oro y marfil. Hasta 1700, el comercio de esclavos de Elmina siguió siendo de importación y no de exportación. Entre 1480 y 1550 llegaron allí, en buques portugueses, unos treinta mil esclavos, procedentes sobre todo de Santo Tomé o de alguno de los cinco ríos de esclavos de la ensenada de Benin. A algunos se les ponía a buscar oro en los ríos de la selva, detrás de Elmina, y a otros sus amos africanos los trataban como una pieza cualquiera de mercancía, y los vendían a los siempre codiciosos mercados del norte. Pudo haber esclavos que llegaran al Mediterráneo después de iniciar su vida de esclavitud en Santo Tomé bajo los auspicios de Portugal.
Pero hacia 1700 esta trata concreta estaba en decadencia. Alrededor de 1740, los esclavos de la Costa de Oro destinados a las Américas habían sustituido al oro y al marfil como principales productos de exportación.
El fuerte mayor seguía siendo el de Elmina, que los holandeses arrebataron a los portugueses en 1637. Era la sede africana de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, donde vivía el director para África de la compañía, rodeado de unos cuatrocientos funcionarios, soldados, marineros y artesanos, la mayoría de los cuales comía alimentos salados, sufría de paludismo y del «gusano de la penitencia», y a quienes servían unos trescientos esclavos del fuerte. A diferencia de la costa superior de Guinea, la región de Elmina había estado relativamente libre, en tiempos de los portugueses, de lançados, los intermediarios mestizos que penetraban en el interior. El mejor historiador portugués de las relaciones raciales escribió que «las negras de Mina preñadas por hombres blancos parece que recurrían al aborto o al infanticidio, y los mulatos eran mucho menos numerosos que en la Guinea superior».[358] Pero en 1700 había en Elmina una ciudad, a la sombra del fuerte, en la que vivían unos mil africanos.
Los diseños originales del castillo, obra de Diogo da Azambuja, en el siglo XV, se habían modificado con añadiduras realizadas por los portugueses y los holandeses. El fuerte de Elmina, según Jean Barbot, era «famoso con justicia por su belleza y fuerza, sin igual en toda la costa de Guinea. Es cuadrado, con muros muy altos de una piedra de color marrón oscuro, tan firmes que puede decirse que son a prueba de cañón».[359] A finales del XVII servían allí un centenar de soldados blancos, muchos de ellos alemanes, junto con un centenar de soldados negros. La gran cisterna detrás del fuerte, construida por Azambuja, seguía suministrando agua a todos los capitanes que la necesitaban, pero Elmina no era ya la gran factoría que había sido un siglo antes, cuando tantos mercaderes africanos se reunían allí para comprar las nuevas mercancías que los portugueses traían en sus buques, entre ellas esclavos de la isla de Santo Tomé. Ni los portugueses ni los holandeses habían podido utilizar el fuerte, por imponente que apareciera, con el fin de dominar los alrededores, y el poder del gobernador apenas si rebasaba los límites de la ciudad. A partir de 1660, como ya se indicó, los capitanes brasileños, que llevaban directamente de Bahía el codiciado tabaco empapado en melaza a su propia costa favorita de Dahomey y Ouidah, debían cumplir con la cláusula de un tratado que les obligaba a dejar el diez por ciento de su cargamento, incluyendo esclavos, a los holandeses de Elmina.
Detrás de Elmina estaba el reino de los ashanti, formado a finales del XVII en torno a un mercado, Kumasi, a unos ciento noventa kilómetros tierra adentro, en un emplazamiento ideal entre la costa y las rutas comerciales hacia el interior. Los ashanti, como los fanti de la costa, descendían de un pueblo llamado akan. Durante mucho tiempo, los holandeses habían tratado con los anteriores soberanos de los ashanti, los denkyera, a los que ayudaron. Pero hacia 1701 se percataron de que ahora la ventaja militar estaba del lado de los ashanti, que en su capital de Kumasi habían aprendido a usar los fusiles, y en consecuencia los holandeses empezaron a intentar atraérselos, enviando aquel mismo año un emisario a su monarca, el asantahene. Un representante holandés residió en territorio ashanti durante la mayor parte del siglo XVIII, y un representante ashanti se instaló en Elmina para hacer de intermediario de todo el comercio local, del cual recibía un tributo.
En el siglo XVIII los reyes ashanti proporcionaban gran parte de la exportación europea de esclavos desde Elmina, con seguridad más de mil esclavos al año en el decenio de 1770. Los holandeses de Elmina eran todavía los mejores amigos de los asantahene, uno de los cuales envió a catorce de sus hijos para que se educaran en Holanda. Los ashanti, como los holandeses, se esforzaban en mantener abiertos los caminos a través de la selva desde su capital a Elmina y a otro fuerte holandés, Axim, porque a lo largo del mismo había muchos filones de oro y porque el «gran camino» hacia Elmina era la mejor línea de comunicación terrestre de todo el África occidental. Por ella viajaban también esclavos y tratantes, así como los recaudadores ashanti del kostgeld que los holandeses pagaban a uno u otro de los potentados locales ya desde 1642 y al asantahene desde 1744.
A finales del XVIII, los más eficaces comerciantes de aquellos territorios eran los tapoeijers o mulatos afroholandeses. La Compañía Holandesa de las Indias Occidentales había permitido desde mediados de siglo que sus funcionarios comerciaran por su cuenta, y poco a poco empleó a los tapoeijers para que buscaran esclavos para ella. Después de 1792 se les permitió la trata por su cuenta, y dos de ellos, Jacob Ruhle y Jan Niezer, fueron, por breve tiempo, los hombres más poderosos y ricos de la costa; el segundo fue incluso el agente de los ashanti en Elmina; su padre, Johann Michael Niezer, de Würzburg, había llegado a la Costa de Oro como médico de la Compañía Holandesa y su hijo trabajó, de muchacho, con un conocido mercader de Vlissingen, un tal Looyssen, con quien cambiaba manufacturas por esclavos, y luego comenzó a vender esclavos en las Américas; su primer buque llevó un cargamento de ciento veinticinco esclavos a Demerara, en 1793. Jan Niezer y su esposa, Aba, del pueblo ga, vivían en una gran mansión a la que llamó Armonía.
El mayor fuerte inglés era el de cabo Corso (Short Cape, corrompido en Cape Coast), fundado en 1655 por los suecos al mando de Henrick Carloff; se le consideraba el mejor desembarcadero de toda la costa, pues en ninguna otra parte podían los barcos acercarse tanto a la orilla. Tras cambiar a menudo de manos y de pertenecer durante breves períodos a los holandeses y a los daneses, en 1664 lo capturaron finalmente los ingleses, que lo ampliaron.
La nueva fortificación consistía en defensas exteriores, plataformas y bastiones, con viviendas para el gobernador, el director general, los factores, empleados y artesanos, así como para los soldados. Había almacenes, depósitos, graneros, cuartos de guardia y dos grandes cisternas, construidas con ladrillo inglés y mortero local. Los almacenes de esclavos podían contener de mil a mil quinientas personas: «Mantener a los esclavos en sótanos es una buena medida de seguridad contra cualquier insurrección», escribió Jean Barbot.[360] Había también bodegas para ron y talleres para herreros, armeros y carpinteros. Setenta y seis cañones guardaban el fuerte, a finales del XVIII, y en la armería podían hallarse una buena cantidad de armas cortas, uniformes de soldado, pistolas de bucanero, trabucos, pistolas, cajas de munición, espadas y alfanjes. El castillo tenía huertos donde crecían plátanos, piñas, maíz, coliflores, boniatos y coles, y también tenía estanques de agua fresca. Había agradables paseos bordeados de naranjos, limeros y cocoteros. Y no faltaba, desde luego, una capilla.
Sin embargo, los ingleses parecieron durante años los parientes pobres entre los europeos, pues tenían pocos hombres, sus fuertes eran toscos y no disponían de muchas mercancías. La subvención del gobierno, pagada a la Compañía de Mercaderes Comerciantes con África a partir de 1750 para que mantuviera los fuertes ingleses, era insuficiente. Los visitantes europeos a Elmina no podían dejar de fijarse en la grandeza con que vivía el gobernador holandés y compararla con la vida en el cuartel general inglés.
La RAC tenía un factor jefe; el más inteligente fue sir Dalby Thomas, que había deseado establecer una colonia real en Cape Coast, y el más interesante fue el seductor Nicholas Buckeridge, amante de la corpulenta reina del cercano reino de Winneba. A partir de 1750, la Compañía de Mercaderes llamó gobernador al comandante de Cape Coast, cargo en que se sucedieron varias personas con experiencia: Thomas Melvill el primero, David Mili el más rico, y Richard Miles el más enérgico. A finales del XVIII el gobernador tenía el curioso nombre de General Morgue, cuya correspondencia sobre la trata con los Grafton, de Salem, en Massachusetts, llena muchas páginas del libro de cartas de esta firma.
Los ingleses construyeron un nuevo y amplio fuerte en la década de los cincuenta, en Anamabo, a treinta kilómetros al este de Cape Coast. En él, caso único, había un calabozo con celdas para los esclavos que esperaban su traslado a ultramar, y que, con ser sombría, tenía el mérito de mantener una temperatura constante.
El principal fuerte danés a finales del siglo XVIII era Christiansborg, en Accra, con una guarnición de unos treinta y cinco oficiales, algunos de ellos alemanes. Los daneses compraron el lugar en 1661 al principal rey local, por el equivalente en mercancía de un centenar de onzas de oro; de este fuerte dependían nueve factorías subordinadas en el este. El arquitecto Christian Cornellsøn diseñó el mejor fuerte que podía hallarse en toda el África europea. Pero «había un horrible puerto» para desembarcar y los buques debían anclar lejos de la costa, al este, y aun allí tenían que levantar las anclas todos los días pues el fondo marino estaba sembrado de afiladas rocas. Durante un tiempo, a finales del XVII, la fortaleza estuvo en manos portuguesas, pero en la generación siguiente ya era firmemente danesa. En aquella época Accra tenía fama de ser uno de los mejores lugares para conseguir esclavos, por las continuas pequeñas guerras locales, gracias a las cuales estaban disponibles muchos prisioneros.
Los gobernadores de todos los fuertes europeos, lo mismo ingleses que holandeses, daneses o brandeburgueses, comerciaban en privado e ilegalmente con esclavos. Se informó de que «el gobernador Melvill hasta su muerte, y otros funcionarios del comité durante su mando, llevaron a cabo la trata de negros y los enviaron de África a América, por su propia cuenta, sin ninguna reserva ni límite…; lo mismo hicieron el gobernador Sénior y sus oficiales».[361] En 1761, el irlandés Richard Brew fue nombrado gobernador del fuerte inglés de Anamabo, cuando ya tenía navegando un buque de esclavos, el Brew, equipado en Liverpool, y acabó como tratante independiente en una espaciosa casa cerca de Accra, que llamó Brew Castle, en la que había paneles de caoba, arañas de cristal y un órgano. Su amistad, basada en un profundo aprecio del ron de Newport, con los Vernon de esta ciudad era tal que pensaron en apoderarse de Anamabo para convertirla en factoría norteamericana. Cuando era gobernador del fuerte inglés de Tantumquerry, Richard Miles mantenía estrechas relaciones con los tratantes franceses y en seis años compró y envió a las colonias galas por lo menos tres mil esclavos, antes de que lo nombraran gobernador de Cape Coast, donde tuvo siete hijos de su «ramera», pero en la última década del XVIII dejó a sus descendientes en la costa africana y se instaló como uno de los más importantes tratantes de esclavos de la ciudad de Londres.
Estos fuertes dependían, hasta para sus necesidades más nimias, de los abastecimientos de europeos; así, el agente Bradley pedía desde Cape Coast en 1679 «tablas, clavos, tornillos, cerraduras, barrotes, palas, brea, alquitrán, yeso, de París, cuerdas para barcos, algunas anclas pequeñas, tablas de revestimiento, hachas y obreros, como albañiles, herreros, armeros, carpinteros y médicos para enviarlos a otros lugares y un ayudante para éste, bórax para soldar… treinta o cuarenta hojas de buen plomo… dos pares de fuelles para el herrero y cuero para repararlos, cuatro docenas de buenas pieles de oveja como esponjas, cuatro o cinco docenas de agujas para velas, mil tejas de diez pulgadas… y tinta para plumas, cuchillos para afilar plumas, dos manos de papel y otro buen papel para escribir, cera y obleas, pieles de pergamino para tambores…».[362]
Una de las dificultades que encontraban los capitanes, cuando comerciaban en esos territorios con esclavos y otros cargamentos, en los siglos XVII y XVIII, era que con frecuencia ignoraban si sus gobiernos en Europa estaban en guerra unos con otros. Pero incluso cuando no lo estaban, los franceses y los ingleses siempre se peleaban; así, en 1737 el capitán francés Cordier, del Vénus de Burdeos, empezó a comerciar en Anamabo y permaneció en el puerto veintiún días, a pesar de la áspera oposición de doce capitanes ingleses, hasta que llegaron dos guardacostas británicos y el comandante inglés «subió a su lancha para subirse al Vénus y obligarle a que se marchara, diciendo que el puerto no era para ellos, que sus compatriotas habían pagado grandes cantidades al rey de Anamabo para comerciar aquí y que los franceses no habían pagado estos impuestos… El capitán Cordier se vio obligado a levar anclas y dejar el puerto».[363]
Dada la inversión europea en hombres y dinero en la Costa de Oro, en el siglo XVIII, resulta sorprendente que no se hicieran esfuerzos más serios para alentar el desarrollo de la agricultura. Con que sólo se hubiesen organizado plantaciones de arroz, café, caña y algodón, habría sido posible concentrar allí los esclavos para trabajar en ellas, en vez de llevarlos con tan extraordinario riesgo a través del océano. Cierto que sir Dalby Thomas sugirió en 1705 que se fundaran plantaciones de algodón, pimientos y «mineral», y que su colega holandés Willem de la Palma fue más lejos y envió a buscar a Surinam «doce negros experimentados para que enseñaran a los esclavos de aquí los métodos de cultivo de la caña de azúcar».[364] Pero estas débiles tentativas no tuvieron éxito, pues en cuanto los ponían a trabajar, los esclavos huían. El alambre de púas, aquella ingeniosa idea del siglo XIX, que hubiese podido evitar estas fugas, todavía no se había inventado.