Los wolof son grandes bebedores y obtienen gran placer de nuestro vino.
VALENTIM FERNANDES, c. 1500
Los cargamentos para la trata cambiaron con el paso de los siglos; dependían del carácter, los medios económicos y la imaginación de los proveedores europeos, que respondían a una gran diversidad de demandas de los africanos, constantemente cambiantes. Aunque el cargamento debió de representar siempre unos dos tercios del costo total de un viaje de la trata, había muchas diferencias en el modo de transportar y financiar las mercancías para el intercambio. Por ejemplo, al llegar a su término el siglo XVIII, y dada la excepcional naturaleza de la trata anglobrasileña, los mercaderes portugueses llevaban mercancías a Angola y regresaban con productos africanos a modo de lastre, dejando a los lusoafricanos, encargados del lado angoleño del comercio con Brasil, que cambiaran las mercancías europeas por esclavos, cuando y como les pareciera mejor. En los primeros tiempos, cuando los portugueses llevaban esclavos desde Benin directamente a Portugal o a Elmina, el factor real de Santo Tomé indicaba a los capitanes con rumbo a Ughoton, el puerto de Benin, que no pagaran, ni siquiera por los mejores esclavos, más de cincuenta manillas (ajorcas de bronce). Pero al cabo de un siglo, esta táctica comercial del todo o nada habría sido inconcebible; así, en 1628, en Elmina se encontraban nada menos que doscientos dieciocho tipos diferentes de mercancías para cambiar. A finales del XVIII, un conocimiento de embarque de Newport, en Rhode Island, decía: «Embarcados por la gracia de Dios, en buen orden y condición, por Jacob Rod[drigues] Rivera y Aaron López, conjuntamente… en el buen barco llamado Cleopatra, del cual es capitán bajo Dios para el presente viaje James Bourk, ahora anclado en el puerto de Newport, y con la gracia de Dios destinado a África, a saber, doscientos cuarenta y cuatro bocoyes de ron de Nueva Inglaterra, dos barricas de vino, seis barriles de alquitrán, seis barriles de brea, seis barricas de trementina, dos medias barricas de pólvora, sesenta y cuatro barrilitos de galletas, seis toneles de maíz, un tonel grande de jamón ahumado, mil flejes, seiscientos setenta pies de tablas de roble blanco, once bocoyes y un barril pequeño de garbanzos, dos bocoyes de judías de carita, seis tercerolas y dos bocoyes de arroz, veinte barriles de harina corriente, diez barriles de harina superfina, treinta ovejas y forraje, seis barriles de pan común, seis barriles y cuatro tercerolas de pan muy cocido, veintiocho barriles de carne de buey, veinticuatro barriles de carne de cerdo, un barril pequeño de mantequilla, dos cajas de bastidores de ventana y persianas, dos mástiles y dos piezas de madera, un fardo de ropa de marinero, dos libras de chocolate y cincuenta pesas de azúcar…»[338]
Tras una expedición en 1721 para perseguirá piratas como el sanguinario capitán Roberts, un médico de la armada británica, John Atkins, informaba que «las partes de sotavento y barlovento de la costa son tan opuestas en sus deseos [con respecto a mercancías para cambiar por esclavos] como lo es la distancia entre ellas. Los lingotes de hierro, que no se piden en sotavento, son parte importante de los cargamentos hacia barlovento. Cuentas, naranjas, coral y machetes montados en latón, son peculiares de la costa de barlovento, como lo son las cacerolas de latón desde el río Sethos a Apollonia [en la Costa de Oro] y las conchas… en Ouidah, y el cobre y los lingotes de hierro en Calabar; pero las armas, la pólvora, el sebo, viejas sábanas, algodón [es decir, telas de indiana]… y el alcohol inglés [whisky] se piden en todas partes. La cera de sellar y las pipas se necesitan en pequeña cantidad, pues sirven para propinas…».[339]
Estos informes indican cuán variado era el negocio de la trata. En cuanto a la naturaleza del intercambio, en Ouidah, en Dahomey, en 1767 podía comprarse un esclavo por unos seiscientos trece litros de brandy o veinte cabess [o sea, cien mil] conchas, o doscientas libras de pólvora, o veinticinco mosquetes, o diez piezas de tela, o diez piezas azules de algodón de la India, o diez piezas de zaraza, o cuarenta lingotes de hierro.
En las costas de Malemba y Cabinda, puestos semiindependientes en lo que hoy es Angola, «los negros, antes de hacer un trato, señalan, en el almacén del capitán, que está al lado del mar, las mercancías que quieren llevarse, y quien ha vendido cuatro esclavos a quince mercancías por cabeza ha de recibir sesenta piezas de las mercancías que señala… Es costumbre dar por cada esclavo algo más de lo pedido, por ejemplo, tres o cuatro mosquetes y otras tantas espadas, quince botellas de brandy, quince libras de pólvora y doce cuchillos…».[340]
En lugares como la bahía de Loango, cuando se decía que los esclavos costaban «treinta», no significaba treinta piezas de lo que fuera sino «treinta veces el valor ideal que fijan y que llaman una pieza, de modo que una sola pieza se calcula en dos o tres piezas, y a veces varios objetos han de formar una sola pieza…».[341]
Más que nada, el cargamento que la mayoría de los tratantes transportaba y el que más les pedían en África, estimado en términos de su coste en Europa, era de tejidos, de lana y después de algodón, hecho en Europa, en la India o acaso en otras partes. El intercambio típico en el siglo XVI entre mercaderes portugueses y congoleños era para un esclavo una pieza de tejido bastante grande para cubrir una persona, o sea, unos dos metros. Un tipo de tela de algodón que llamaban tela de guinea, une pièce de guinée, sirvió de moneda en el río Senegal, como lo fuera en el antiguo México antes de la llegada de los españoles. Durante cierto tiempo se empleó en Angola una tela fabricada en África, y la tela de las islas de Cabo Verde, especialmente la ancha tela azul barafula, sirvió también de moneda durante cierto tiempo en el comercio de los colonos de las islas con los habitantes de tierra firme. Lo corriente era que la tela se llevara puesta, pues la mayoría de los africanos llevaba una especie de taparrabo y las mujeres, excepto las más pobres, se cubrían la parte superior del cuerpo, además de enrollarse una especie de cintura que daba vueltas al cuerpo. Los hombres ricos ostentaban taparrabos más grandes.
Los africanos occidentales tenían telas de distintas clases antes de la llegada de los europeos a sus puertos, y los primeros visitantes portugueses admiraron su calidad. Los tintes, especialmente los de índigo del río Núñez, eran excelentes. La mayoría de las comunidades del África occidental contaban con una tradición de hilar y tejer, de modo que los productos europeos sólo fueron meras adiciones a los de una industria ya existente. Algunas de las telas usadas en la trata eran realmente africanas, por ejemplo las «telas altas» tejidas en Cabo Verde por los colonos afroportugueses (o por sus esclavos), las telas de Benin y otras zonas de la actual Nigeria meridional, así como las telas quaqua de la Costa de Marfil, que los tratantes europeos cambiaban por esclavos en la Costa de Oro. En algunos casos, como con las telas de Allada en Dahomey, los africanos trataban las telas europeas con sus propios tintes para darles más color, lo que permitía a los mercaderes europeos venderlas en, pongamos por caso, Barbados.
Pero no había bastante tela africana y la diversidad de la que ofrecían los europeos resultaba atractiva. Los habitantes de Guinea preferían la tela blanca, y los de Angola, la azul.
En los primeros tiempos de la trata, cuando la controlaban los portugueses, era muy popular el lamben, capa de cuerpo entero, comprado en África del norte. Tenía agujeros para los brazos y una abertura en el centro para la cabeza, al modo de los ponchos peruanos. A veces era a rayas verdes, rojas, azules, blancas. Un buen lamben de Argelia podía cambiarse por un fuerte esclavo varón. Los africanos occidentales ya conocían esta prenda antes de la llegada de las carabelas portuguesas, pues el comercio transahariano les había llevado desde el Mediterráneo este apreciado artículo, aunque nunca en cantidad suficiente para satisfacer la demanda.
Durante los dos siglos en que dominaron la trata, los portugueses llevaron a África muchas y distintas telas europeas, entre ellas tejidos de lana de Holanda e Inglaterra mucho antes de que estas naciones entraran en la trata. También llevaron de las Américas un nuevo tipo de algodón, el Gossypium barbadense, con el cual se tejieron telas africanas en gran cantidad en el valle superior del Senegal.
Un conocimiento de embarque del buque Santiago, que se hizo a la mar en 1526 rumbo a Sierra Leona y el río Saint-Domingue (Cacheu), y trajo de regreso a Lisboa ciento veinticinco esclavos, incluía mil seiscientos codos de tela roja y amarilla, trescientas cincuenta y siete varas de material para pañuelos, veinticuatro telas de la provincia de Alentejo, ocho varas de cáñamo para sacos, y ciento veinte campanas, así como dos mil trescientas cuarenta y cinco manillas de cobre y mil doscientas cuarenta manillas de estaño.
Al entrar en la trata en el XVII los países protestantes del norte tenían, cada uno, sus propios tejidos para ofrecer a los africanos. La especialidad inglesa era, en los primeros tiempos, la tela de lana, que protegía contra el frío y furioso viento del golfo de Guinea, el harmattán, con el que hacer mantas durante las noches en que se temblaba de frío, cuando «el tajante aire obligaba a todos, blancos y negros sin excepción, a quedarse en su casa». Las telas de lana fueron siempre una mercancía apreciada en África occidental, especialmente las de estameña y las llamadas says, hermosos tejidos de lana mezclada a veces con seda, producidos en las aldeas cerca de Lille, Arras, Valenciennes y Armentières, pero con lana española, escocesa, alemana o frisia. Más tarde los ingleses produjeron también esta tela, así como perpetuanas, una tela resistente parecida al tweed, tejida en Devon, bays, brigwaters, de la ciudad de este nombre en Somerset, o plaines galesas, tela sencilla que se producía asimismo en los Midlands.
Cada uno de estos productos tiene su propia historia, y en Inglaterra sus manufactureros se encontraron entre quienes primero protestaron por la exclusión de los intrusos en la trata legal, hacia el fin del XVII y por la abolición a finales del XVIII. Tal vez el ochenta y cinco por ciento de las exportaciones británicas de tejidos iba a África, antes de 1750, y más del cuarenta por ciento en los siguientes veinte años. Hacia 1780, el porcentaje había descendido mucho, variaba entre el once y el treinta y dos por ciento, debido al aumento del mercado europeo. Inglaterra, después del Tratado de Methuen de 1703, dominaba también Portugal y su imperio, lo cual le permitía exportar allí tejidos sin pagar aranceles, a cambio del derecho, mucho más modesto, reconocido a Portugal de llevar a la Gran Bretaña su vino, es decir, oporto, también libre de aranceles. Gran parte de las telas inglesas iban a Lisboa, donde las adquirían mercaderes portugueses para cambiarlas por esclavos.
Aunque los alemanes tuvieron una participación mínima en la trata, sus telas sí tuvieron importancia en ella, igual que sus manillas de latón la tuvieron antes. Las telas alemanas de lino eran muy apreciadas en los puertos de las islas Bissagos, y el comercio africano en su conjunto fue un buen mercado para todos los tejidos alemanes, manufacturados en Westfalia, Sajonia y Silesia.
Los tejidos holandeses de lana para la trata se manufacturaban principalmente en Leiden o Haarlem. En el comercio de este país tenía también un papel importante el lino, en especial las sábanas de lino de segunda mano que se vendían como vestidos. Barbot señaló que en la Costa de Oro parecía que todo el mundo se vestía con telas holandesas, que se pasaban «entre las piernas y cuyos extremos colgaban hasta el suelo por delante y por detrás… Cuando pasean por las calles, toman un largo pedazo de estameña de Leyden o de perpetuana que se ponen en el cuello… como un manto».[342] Nobles y mercaderes por un igual, en la misma zona, utilizaban el raso chino, el tafetán o la tela india de colores, atavíos que los holandeses hicieron posibles desde que en el XVII empezaron a ofrecer cosas tan exóticas como batas japonesas de seda y otras sedas de India o de China. La Compañía Holandesa de las Indias Orientales traía de Oriente, especialmente de India, estos productos, y muchos de ellos se transferían inmediatamente a la trata.
Al principio los mercaderes ingleses y franceses compraban a los holandeses estos tejidos indios, para sus propios cargamentos de esclavos. Así, buques salidos de Londres daban un rodeo por Rotterdam, si no habían comprado esas mercancías en Londres mismo, y los barcos de La Rochelle podían adquirir en Le Havre telas holandesas, cuchillos y horquillas ingleses, lingotes de hierro suecos, pañuelos de Rouen, sidra de Honfleur, sábanas de Amsterdam y navajas y cadenas de otras partes de Holanda.
Durante mucho tiempo las mercancías indias estuvieron excluidas de los mercados ingleses y franceses, pero se obtenían a través de la Compañía de las Indias Occidentales holandesa y, más tarde, de la británica. En África occidental se apreciaban mucho, en parte a causa de sus brillantes colores, en parte por su calidad, que las hacía duraderas. A finales del XVII, en los buenos años iban a África, en buques ingleses, productos de las Indias Orientales, sobre todo telas, por valor de veinte mil libras. Los mercaderes de Bristol prestaban mucha atención a estas mercancías, que entre 1699 y 1800 representaban una cuarta parte del valor de todos los productos embarcados en Inglaterra hacia África. Entre los tejidos que mejor se vendían estaban las guinées bleues, que se manufacturaban en el sudeste de India, cerca de Madrás y Pondicherry, las principales factorías inglesa y francesa en la vieja India. Esta espesa tela se teñía de un azul oscuro, casi índigo, y era la favorita de los tratantes musulmanes del río Senegal, que a menudo insistían en obtenerla.
Las telas de las Indias orientales tenían sus mercaderes especiales, entre ellos, en Londres, Peregrine Cust, de la Compañía de Mercaderes Comerciantes con África de 1757, y John Sargent, miembro de un círculo de socios comerciales del que también formaba parte el proteico Richard Oswald, que comerciaba asimismo en lino con el Báltico y Alemania. A Sargent le abrieron la puerta, por decirlo así, los bien conectados emigrados hugonotes de la familia Aufrère. Había otros como él en Lisboa y Nantes, y hasta en Bremen y Copenhague.
En la segunda mitad del siglo XVIII, como ya se explicó, los manufactureros de Manchester y Rouen trataron de copiar los productos indios. Pero el tinte inglés y francés, incluso en Rouen, era al principio inferior al indio, y no se obtenían los brillantes colores orientales. Finalmente, los manufactureros de Manchester triunfaron con las telas de algodón a cuadros («la tela de Guinea» como se llamó), una imitación local del algodón indio, que obtuvo un gran éxito en África. Alrededor de 1750, los primeros manufactureros del Lancashire, William y Samuel Rawlinson, Samuel Taylor, obtuvieron grandes beneficios. Después de 1760, las gruesas telas de Manchester lograron un amplio mercado africano. Los portugueses y los franceses compraron gran cantidad de esta tela para sus capitanes. Estos tejidos europeos con frecuencia conservaron sus nombres indios (nicanee o cashtoé) o una variante de los mismos, aunque se manufacturaran en Lancashire. Rouen tenía un buen muestrario de indianas, que cargaban los barcos en la misma ciudad, Le Havre y Honfleur.
Nueva Inglaterra producía también gruesas telas de algodón, aunque este producto nunca tuvo tanto éxito como el ron en la trata de esta colonia.
Después de los tejidos, los metales tuvieron un papel importante en la trata europea en África.
En los siglos XV y XVI los objetos de cobre y latón eran bien recibidos por los africanos, cualquiera que fuese su forma y utilidad, en especial cuencos, pero también orinales, calderas, jarros o simples placas de cobre. Los africanos tenían cierta práctica del trabajo en metal y muchos de los objetos se fundían para darles otras formas. Así, las manillas hechas en Alemania meridional especialmente para la trata, compradas por los portugueses o sus representantes genoveses en Amberes, y usadas como ajorcas, se cambiaban a menudo por esclavos y, como algunas telas, a veces servían de moneda en las cercanías de Ouidah, en la Costa de los Esclavos, entre el río Volta y Lagos, y también en el delta del Níger oriental. Ya a mediados del siglo XVI los mercaderes alemanes de metal se establecieron en Lisboa para que los portugueses pudieran comprarles directamente sin pasar por Amberes.
El cobre fue el principal metal para el África occidental, hasta alrededor de 1520, cuando se entró en la era del latón, que duró hasta alrededor de 1630, cuando prevaleció el hierro, debido a que los europeos del norte relacionados con las fundiciones suecas se introdujeron en la trata. Pero el latón siguió siendo popular; los jarros, las ollas y las cacerolas hechas en Birmingham, en los talleres Holywell de Liverpool y en la compañía Cheadle de North Staffordshire, todavía se empleaban después de 1700. Otros objetos de latón, como el alambre fabricado por Baptist Mills de Bristol («varillas de Guinea»), tuvieron también su época de éxito.
En el siglo XVIII, los lingotes de hierro, que solían ser de unos veinte centímetros de largo, se convirtieron no sólo en un objeto de comercio sino también en un medio de efectuarlo, por lo menos en el golfo de Guinea, pues en el Congo y Angola nunca fueron tan populares como en el norte. Durante un tiempo, en Guinea, un lingote de hierro se consideraba equivalente a cuatro lingotes de cobre. En 1682, la RAC exportaba a África alrededor de diez mil lingotes de hierro al año. La mayoría procedían de Suecia y el resto de Alemania. En 1685, de los treinta y seis buques enviados por la RAC a África, sólo seis no llevaban esos lingotes en su cargamento. La gente de Gambia se interesaba especialmente por ellos, pues de un cuarto a la mitad de las exportaciones de la RAC a ese territorio eran lingotes, aunque algunos iban destinados a Angola. En 1733, en pleno auge de la trata, un buque inglés que iba de Bristol a Bonny a comprar doscientos cincuenta negros, cargaba por valor de mil doscientas veintiséis libras en mercancías, de las cuales las más valiosas eran los lingotes de hierro. La mayoría de éstos se transformaban en África, en beneficio de la agricultura, para fabricar, por ejemplo, arados.
La demanda de lingotes representaba, naturalmente, beneficios para quienes los transportaban de Escandinavia a los puertos de la trata. Algunos de estos mercaderes se interesaron por el comercio de esclavos; uno fue Anthony Tourney (Tournai), que estableció una lucrativa sociedad con el tratante y banquero londinense Humphrey Morice. Lo mismo ocurrió con George Aufrère, el comerciante hugonote que hizo su primera fortuna vendiendo telas de las Indias occidentales a los mercaderes ingleses. Tourney y Aufrère luego invirtieron en buques de la trata.
Estas importaciones de hierro no tuvieron mucha influencia en la producción africana del metal, pues los pueblos del interior habían aprendido el arte de la fundición no mucho después que los europeos. Dichos productos, por tanto, no destruyeron una tradición local de metalurgia, pero los clavos españoles, el hierro sueco, el cobre de Hamburgo, Ostende o Londres hicieron de la dimensión mineral de la trata una empresa internacional por sí misma.
El oro tuvo una participación modesta en la trata. Pero el brasileño, en polvo o en lingotes, llegaba a la ensenada de Benin a bordo de los buques de la trata brasileña, a partir de finales del XVII. Lo cambiaban por esclavos. No tenían derecho legal a hacerlo, de modo que, aunque tolerado, era una forma de contrabando. Estos tratantes incluso cambiaban oro por esclavos con los ingleses de Cape Coast, con lo que llevaban a cabo la insólita hazaña de llevar oro a la Costa de Oro. Algunos de los esclavos comprados con oro brasileño iban destinados a Minas Gerais, a cavar en busca de oro. A finales del XVIII, otros brasileños, de la región algodonera del norte de la colonia, también llevaron oro a Angola.
Algunas monedas de Europa o las Américas llegaron también a África. A los mandingos les gustaban las monedas de plata portuguesas o las de cobre españolas llamadas «patacas», que convertían en brazaletes o collares. La Compañía Francesa del Senegal llevó monedas de ochavo a Bissau y la RAC monedas de una guinea al río Gambia. Las piezas de veintiocho stuiver holandesas y las españolas se emplearon en pequeña cantidad como moneda de cambio, en la Costa de Oro, alrededor de 1700. Pero nunca se aceptaban los billetes de banco ni las cartas de crédito; el capitán William Snelgrave informaba en 1720 que en Dahomey a los agentes de esta región «no les agrada un pedazo de papel a cambio de sus esclavos, porque lo escrito podía borrarse o los billetes podían extraviarse, y entonces perdían el pago».[343]
En los siglos XVI y XVII, las conchas, especialmente las cauríes o bouges (del portugués búzios) de las islas Maldivas, en el índico, y las conchas de caracol marino, formaron parte de la trata, especialmente la concha corriente, la Cypraea moneta. En gran parte del subcontinente indio, habían sido adoptadas ya en el siglo X como moneda, aunque no con el carácter de moneda única, y en el XI se llevaban al Sahara a través del África occidental, donde se usaban en los mercados del valle del Níger. Se encontraban también en Venecia. En el siglo XIV existen varias referencias a su empleo como moneda en el imperio Malí, una en 1352 por el asombroso viajero Ibn-Battuta, que en 1344 había llegado incluso hasta las islas Maldivas, donde se casó con cuatro esposas. Cuando Ca’da Mosto llegó a Arguin ya encontró conchas allí. A finales del XV, los portugueses penetraron en el océano índico y en 1520 se hacían con conchas de las Maldivas, donde un año antes habían construido un pequeño fuerte. Los holandeses llegaron a las Maldivas en 1602 y los ingleses en 1658.
A comienzos del XVI a veces se vendían esclavos a cambio de conchas únicamente. El precio corriente de un esclavo varón destinado a Santo Tomé era, en el río Forcados, de seis mil conchas, y aunque después los mercaderes pedían muchas más cosas, las conchas siempre fueron parte del comercio de esa región, a veces como un tercio, a veces como mitad del precio. A menudo el precio de un esclavo se calculaba en conchas, que alrededor de 1760 era de ciento sesenta mil por cabeza.
En el siglo XVIII, cuando todavía se empleaban las conchas como moneda en la India, ya desempeñaban el mismo papel en gran parte del África occidental, especialmente en Ouidah, que en dicho siglo fue el mayor importador africano de conchas. Parece que entre 1700 y 1800, los tratantes europeos importaron a África más de veinticinco millones de libras de conchas. El año en que fue mayor la cantidad fue probablemente el de 1722, cuando solamente los capitanes ingleses y holandeses llevaron a África más de setecientas mil libras de conchas. La RAC descubrió que en algunos lugares las conchas eran indispensables para comerciar, particularmente en Ouidah y en el estuario del Benin. Los mercaderes africanos insistían en que una cuarta parte, a veces hasta la mitad, del precio de un esclavo se pagara en conchas.
En el África occidental las conchas se enfilaban por cuarentenas, y entonces se llamaban toque. Cinco toques formaban una galhina y ciento veinticinco toques formaban una cabeça. A mediados del XVII, igual que un siglo más tarde, una cabeça, o sea, cinco mil conchas, parece que tenía el mismo valor que un lingote de hierro.
Las conchas tenían muchas virtudes en su calidad de moneda. Hacían posible una moneda internacional, que circulaba por los mercados de grandes y pequeños Estados, en tanto que una sola concha tenía la virtud de poseer escaso valor; así, la moneda de menos valor de la Gran Bretaña, el farthing, equivalía, en 1780 y en el delta del Níger, a entre veinticinco y treinta y dos conchas. Además, son agradables a la vista y fáciles de manejar, son duras, de modo que no se rompen fácilmente, y no se gastan ni decoloran. No pueden falsificarse, como le dijo el rey Gezo al explorador Richard Burton, son difíciles de atesorar y no tienen ninguna otra utilidad. Su única desventaja, como unidad de cuenta, era que resultaban molestas para el transporte, aunque a lo largo de los siglos los camellos, los asnos y los esclavos africanos se acostumbraron a acarrearlas.
Después de las telas, los metales y las conchas, las armas de distintas clases, entre ellas las espadas, constituían probablemente las mercancías más importantes de la trata, aunque no antes de mediados del siglo XVII. A los portugueses y los brasileños se les prohibía por ley exportarlas; los primeros hicieron cuanto pudieron para evitar el cambio de armas por productos africanos, excepto por caballos en el siglo XV, y en el puerto de Lisboa había funcionarios encargados de hacer respetar esta prohibición. En el siglo XVIII reapareció el cambio de caballos por esclavos, según los libros de Nicholas Brown, de Providence, que en 1765 cambió en Surinam cuarenta caballos por ron, azúcar, melaza y «una muchacha negra». La prohibición portuguesa estaba en consonancia con una de las reglas más estrictas del comercio medieval: no vender armas a los paganos o infieles. A principios del XVIII, en 1718, un nuevo real decreto portugués repitió la prohibición de exportar armas «porque estas gentes son paganas». Pero a los lançados afroportugueses les agradaban las espadas alemanas para acompañar su anacrónica indumentaria, y algunas se extendieron por África, como los alfanjes de Söllingen, cerca de Düsseldorf, adonde, según la tradición, el arte de hacerlos había venido desde Damasco. A finales del XVI, llegaban al África occidental pistolas y mosquetes por las rutas de caravana del Magreb. Podían obtenerse no sólo mosquetes sino también mosqueteros turcos en Bornu, en la actual Nigeria septentrional, ya hacia 1570, y el gran ejército marroquí que marchó con éxito hacia el sur, en 1591, para conquistar los territorios ricos en oro del valle central del Níger, incluía también a mosqueteros.
Los portugueses mantuvieron su prohibición hasta el final de su participación en la trata. También prohibieron la exportación a África de papel, pues se daban cuenta de que la pluma podía ser más poderosa que el alfanje y ¿quién podía desear a africanos capaces de escribir? Pero la llegada al África occidental de los holandeses, y más aún de los ingleses, cambió las cosas. Contribuyó a ello el hecho de que el nuevo mosquete de chispa o pedernal era a la vez más eficaz y más fácil de transportar que el arcabuz.
A partir de 1650, los africanos occidentales se aficionaron al mosquete y se acostumbraron a usarlo. El «mosquete de Angola», de chispa y de cañón largo, pronto dominó el mercado desde cabo Negro a Benguela. Los mosquetes cortos franceses, con baqueta o cargador, los «decentes mosquetes daneses con baquetas de madera» y los baratos «mosquetes de Bonny» se encontraban en todos los palacios africanos del XVIII. William Bosman escribía hacia 1700: «Desde hace un tiempo, hemos venido vendiendo muchas armas. Estamos obligados a hacerlo para mantenemos al mismo nivel que los extranjeros y los intrusos [es decir, presuntamente, los ingleses y los franceses] pero preferiría que este comercio nunca hubiese comenzado aquí, y que no se continuara en el futuro.»[344] De todos modos, hacia 1780 muchas monarquías africanas consideraban necesarios los mosquetes para defenderse, y sabían que sólo podían obtenerlos vendiendo esclavos.
En el siglo XVIII, el cargamento de los buques de la holandesa Middeleburgische Kamerse Compagnie era en su catorce por ciento pólvora y en su nueve por ciento armas para cambiar por esclavos. Acaso se importaron a Luanda, todos los años, de seis a siete mil mosquetes, en las últimas décadas del XVIII, pero muchos más se cambiaron por esclavos en la costa de Loango. Los armeros de Londres y Birmingham hicieron considerables aportaciones. Lord Shelburne, entonces secretario de Pitt el Viejo, pensaba en 1765 que habían sido enviados a África, sólo desde Birmingham, ciento cincuenta mil mosquetes, con lo que se enriquecieron empresas como la de los cuáqueros Farmer y Galton, en dicha ciudad, y la de Thomas Falkner y John Parr en Liverpool, por no hablar de la Richardson & Co., fabricantes de pólvora de Hounslow, y la de Samuel Banner de Birmingham, que manufacturaba espadas lo mismo que armas de fuego. En la segunda mitad del XVIII, el total de armas de fuego exportadas de Europa se acercaba a las trescientas mil al año. Un mercader de Liverpool, llamado Henry Hardware, declaraba en 1756 que la pólvora y las armas de fuego eran «una parte necesaria» de los cargamentos de quienes comerciaban con África. Se decía a menudo que un esclavo valía lo mismo que un mosquete de Birmingham, del mismo modo que un caballo, tres siglos antes, valía una docena de esclavos. Pero el precio más corriente era de tres mosquetes por esclavo, y en algunos lugares hasta cinco o seis. De hecho, el precio de los esclavos se triplicó de 1680 a 1720, mientras que cayó el precio de las armas de fuego, gracias a lo cual se formaron en las costas de Oro y de los Esclavos varios grandes Estados bien armados, con los ashanti y Dahomey en primera fila.
Desde luego, los africanos tenían sus preferencias y al parecer entre las armas ofrecidas por los tratantes ingleses, los mosquetes de torre eran los favoritos, seguidos por los mosquetes redondos, los daneses y los «mosquetes Bonny». La zona del río Bonny era donde más se codiciaban los mosquetes a cambio de esclavos; a los tratantes vili de Loango también les interesaban mucho, y parece posible que en el último cuarto del siglo XVIII llegaran cincuenta mil armas de fuego todos los años a estos puertos, desde donde se dispersaban por toda el África central.
Estas armas se empleaban, sin duda, para proteger los campos de cultivo y también para realzar un palacio y para el comercio, pero era también considerable su empleo con el fin de permitir a los africanos obtener más esclavos.
Muchas de las armas eran de calidad inferior. El rey Tegbesu de Dahomey se quejó una vez de que unos mosquetes comprados a los ingleses estallaban cada vez que se empleaban, y herían a sus soldados, y formuló una queja semejante sobre mosquetes franceses. Después de visitar la fábrica de los Galton en Birmingham, lord Shelburne hizo este comentario: «Lo chocante es que casi la mitad de estas armas, por la manera como están acabadas, de seguro que estallarán en las primeras manos que las disparen.»[345]
También era popular la pólvora, «artículo con el que se hacen mayores ganancias que con cualquier otro», según el capitán de un barco de Liverpool, en 1765. Unos años después, la cantidad de pólvora importada de Inglaterra a África superaba el millón de libras anuales, y en 1790 excedía los dos millones.
El alcohol era también muy importante para la trata, aunque, como sucede en la «cultura occidental», se empleaba también para fomentar los buenos negocios. Los africanos occidentales disponían de su propio vino de palma. Algunos pueblos elaboraban vino con la miel o una especie de cerveza con el mijo. Pero el vino de palma «se vuelve agrio, de modo que no puede beberse al cabo de diez o doce días», explicaba Jean Barbot. Después de 1440, los africanos, y en especial los de la región de Gambia, preferían el vino portugués, y en el siglo XVI, el moscatel, vendido en toneles o «pipas» de quinientos litros. También se empleaban en la trata de los primeros tiempos toneles de madeira y oporto. «Los wolofs son grandes bebedores» señalaba en 1510 Valentim Fernandes, «y obtienen gran placer de nuestro vino».[346] Los portugueses siguieron proporcionando vino, y cuando los españoles volvieron a entrar en la trata, en el XVIII, las barricas de vino figuraban en abundancia en las listas de la Compañía de Cádiz, para cambiarlas por esclavos africanos. Los tratantes de La Rochelle, Burdeos y Nantes siempre enviaban vino como parte de sus cargamentos. La Rochelle era una gran productora de alcohol, hasta el punto de que la llamaban «la ciudad de Baco».
A finales del XVII, el procedimiento de destilación, gran invento de los benedictinos catalanes, se desarrolló mucho con la trata. Se llevaba alcohol especialmente en los largos viajes. Los licores franceses se encontraban a menudo en buques ingleses y holandeses. Burdeos y La Rochelle enviaban un aguardiente muy fuerte. En Oporto se fabricaba brandy especialmente para los africanos. Barbot informaba que ciento quince litros de este brandy le bastaban para comprar un varón joven. Los brasileños se hicieron populares con su gerebita, un brandy de caña hecho con la espuma de la segunda hervida del jugo de la caña, que como era de cincuenta o sesenta grados parecía superior a cualquier otro. El alcohol constituía una quinta parte del valor de los cargamentos portugueses, a finales del XVIII, y cada pipa de alcohol brasileño compraba diez esclavos. Este licor, producto de un centenar o más de destilerías de Río y sus alrededores, suponía la principal exportación brasileña a Angola. Los papeles de la Middeleburgische Kamerse Compagnie del siglo XVIII muestran que el alcohol constituía más del diez por ciento de los cargamentos que se cambiaban por esclavos.
Hay datos que se refieren a la afición de los africanos al alcohol. Del rey de Barsally (Gambia) se decía que «es tan insaciable su sed de brandy que la libertad de sus súbditos y las familias de éstos resulta precaria, pues, beodo, va a menudo con sus soldados, de día, a una aldea y regresa a ella de noche, y prende fuego a las tres cuartas partes de la misma y pone guardias en la cuarta para capturar a los habitantes que huyen de las llamas, les ata las manos a la espalda y los lleva al lugar donde los vende, que es Joar o Cohone», mercados junto al río.[347]
Avanzado el XVII, el ron anglosajón comenzó a sustituir al brandy en la compra de esclavos, por lo menos en los buques ingleses y norteamericanos. Era más barato y se creía que menos perjudicial para el hígado. Esta nueva era se inició cuando intrusos ingleses, principalmente de Bristol, empezaron a llevar sus cargamentos directamente de Barbados. Jean Barbot escribió que al regresar a la Costa de Oro, en 1679, encontró «un gran cambio: el brandy francés, del cual siempre tenía una buena cantidad a bordo, era menos solicitado, a causa de que una gran cantidad de alcoholes y ron había llegado a la costa… lo que obligaba a venderlos todos más baratos».[348] En 1698, Frederick Philipse, de Nueva York, cargó en su barco Margaret, entre otras cosas, dieciséis barriles de ron. En 1721 el factor de la RAC en Cape Coast informó a sus jefes en Londres que el ron se había convertido en la mercancía de cambio «más barata», incluso para el oro. En 1765 en Liverpool se establecieron dos destilerías, para abastecer de ron los barcos de la trata. En Massachusetts y Rhode Island había también, para entonces, sendas destilerías.
Una vez iniciada la trata directa de Norteamérica a África, los destiladores de la colonia empezaron a considerar el ron como uno de sus productos más importantes. En 1770, apenas antes de la revolución americana, el ron representaba las cuatro quintas partes del valor de las exportaciones de Nueva Inglaterra. Unos once millones de litros de ron de Rhode Island se cambiaron por esclavos africanos, entre 1709 y 1807, con una media de ochocientos mil litros por año; en los años anteriores a 1807, cada buque de la trata solía llevar de cincuenta a cien bocoyes de ron. En Newport se destilaba un «ron de Guinea» especialmente fuerte, destinado al mercado africano. El comercio del ron en la costa occidental africana era, para entonces, un «monopolio virtual de Nueva Inglaterra».[349] En 1755, Caleb Godfrey, un capitán de la trata de Newport, en Rhode Island, compró cuatro hombres, tres mujeres, tres muchachas y un muchacho a cambio de tres mil seiscientos litros de ron, dos barriles de buey y un barril de cerdo, además de algunas chucherías, y en 1767 el capitán William Taylor compró por cuenta de Richard Brew de Cape Coast esclavos varones por quinientos ochenta y cinco litros cada uno, mujeres por cuatrocientos noventa y cinco litros, y muchachas, por trescientos sesenta. En 1773 el precio era más alto: de novecientos cuarenta y seis a novecientos noventa litros por esclavo fue lo que pagó el capitán del Cleopatra de Aaron López.
Cuando la revolución americana interrumpió la trata, la escasez de ron en la costa occidental africana causó tanto desasosiego entre los factores y gobernadores europeos como entre los tratantes africanos. El gobernador de Cape Coast Richard Miles tuvo que contentarse durante unos años con ron del Caribe, pero no era lo mismo. Richard Brew se sentía igualmente desconsolado. Los africanos con quienes habían comerciado los tratantes de Rhode Island, especialmente en las costas de Oro y de Barlovento, eran aficionados al ron norteamericano, lo que dio gran ventaja a los capitanes de Rhode Island al reanudarse la trata en los años ochenta del XVIII.
El ron se empleaba también para pagar a los trabajadores africanos; en 1767 el capitán William Pinnegar pagaba algo menos de seis litros a cada uno de los remeros de las canoas en que llevaba a bordo a los esclavos.
La ginebra, la sidra, y la cerveza tuvieron también su participación en la trata. Los mercaderes de Bristol, por ejemplo, se especializaron durante cierto tiempo en el siglo XVIII en cambiar ginebra por esclavos; el capitán del Bance Island, cuando en 1760 dejó Charleston rumbo a Sierra Leona, llevaba sidra y vino de «Vidonia» de las islas Canarias. De hecho, es posible que se cambiara más cerveza y sidra por esclavos de lo que sugieren los documentos de la época, especialmente en barcos de Bristol.;
El tabaco fue otro producto de larga vida en la trata. El principal productor del tabaco que gustaba a los africanos había sido, ya en el XVI, la región de Bahía: «Bahía quería esclavos y tenía tabaco; Mina tenía esclavos y quería tabaco… en rollo y no en hoja», escribía el capitán Dampier en 1699. A partir de 1644, el comercio directo con tabaco, fuera del control de Lisboa, estaba autorizado por un real decreto portugués. El gobernador de Bahía, marqués de Valença, decía en 1779 que «la verdad es que el tabaco de Brasil es tan necesario para el comercio de esclavos como lo son estos esclavos para el mantenimiento de los portugueses en América».[350] Esto daba a los brasileños, en el XVIII, prácticamente el monopolio con el África occidental.
La razón de esta autorización era que el tabaco brasileño no era ni siquiera de segunda calidad, sino de la peor, de tercera, para el gusto de los portugueses, que lo llamaban soca. Su buen sabor, apreciado por los africanos, se debía a un accidente: lo trataban con melaza para impedir que se deshiciera.
El comercio con tabaco era de los más antiguos en la historia de las Américas, pues se inició a finales del XVI y era todavía popular en 1800. Muchos capitanes de Europa del norte lo compraban a los buques brasileños anclados frente a la costa, para agregarlo a sus propios cargamentos. Los capitanes franceses de La Rochelle y Nantes a veces hacían escala en Lisboa, donde compraban tabaco para su propio intercambio en la trata, aunque en teoría les estaba vedada la entrada en dicho puerto.
En los buques norteamericanos cargados de ron, en los brasileños cargados de gerebita, en los de Liverpool cargados de tejidos, había siempre otros productos para la trata; por ejemplo, pañuelos, bacalao ahumado, cacerolas, sombreros de seda y bacías. Los tratantes de Bristol, en Rhode Island, solían adquirir estos otros productos a los comerciantes de Boston, como Samuel Parkman. Estos productos variados —cuentas venecianas, o copias holandesas de las mismas, campanas de plata, pedazos de vidrio, objetos de peltre, ajorcas— eran muy apetecidos en África. En los años setenta del XVIII los buques de la Compañía de Cádiz llevaban a menudo porcelana sevillana; así, el San Rafael, uno de los primeros buques de la trata que después del final de los asientos salió de Cádiz en 1766, al mando del capitán Juan Antonio Zabaleta, llevaba «tres mil doscientas docenas de loza de Sevilla». En 1757, el buque negrero de Nantes Jeune Racine llevaba doce rosarios pequeños, cuarenta y ocho rosarios grandes y ciento ocho relicarios.
Las cuentas de cristal eran probablemente los objetos más importantes de entre estas menudencias. Los sapes codiciaban las de vidrio amarillo y verde, en el XVI, y los habitantes de Calabar, las de cornalina en el XVI. Los hugonotes de Londres Daniel y Claude Jamineau eran los mayores comerciantes de cuentas de la ciudad en el XVIII. Un tratante informaba de que recibió un varón negro a cambio de veintiocho campanillas de plata, tres pares de ajorcas, trece cuentas de coral y media sarta de cuentas de ámbar. En un buen año, a finales del XVII, los buques de la RAC llevaban cuentas, compradas en Amsterdam y fabricadas en Venecia, por valor de tres mil libras. Los holandeses pronto empezaron a hacer ellos mismos las cuentas, con más colores, tamaños y calidades que las de Venecia, algunas sueltas, otras ensartadas, de color y blancas, grandes y pequeñas, de cristal, de granate, de ámbar o coral y algunas salpicadas de puntos blancos. Pero los portugueses todavía a finales del XVIII enviaban a Angola cuentas hechas en Venecia. Las distintas zonas de la costa africana tenían, claro está, diferentes gustos; los jefes del río Gambia querían cuentas de ámbar, los de Ouidah y del delta del Níger, cuentas venecianas pequeñas.
En África se conocían desde mucho antes y hasta se fabricaban algunos tipos de cuentas. Por ejemplo, la cuenta de vidrio duro se había producido, al parecer, mucho tiempo atrás, en Ife, en el territorio de los yoruba.
En los primeros tiempos de la trata portuguesa en África occidental, Pacheco Pereira hablaba de los caballos como si hubiesen sido el principal componente de los cargamentos. El viajero francés Lacourbe, a finales del XVII, indicaba que veinticinco esclavos costaban un caballo árabe. Barbot creía que un caballo valía de doce a catorce esclavos, y el funcionario Pruneau de Pommegorge, a finales del XVIII, afirmaba haber visto a un africano vender cien esclavos y cien bueyes por un caballo. En aquella época los caballos casi podían verse como moneda, y un historiador del África islámica escribió que esclavos y caballos eran los regalos que más agradaban a los reyes musulmanes del interior del continente.
Las transacciones al margen de la trata eran, desde luego, las que proporcionaban a los comerciantes gran parte de sus ingresos; dos quintos para la RAC a finales del XVII. Se hacían con madera de pino de orillas de los ríos Sierra Leona y Sherbro, marfil, cera, pieles, resina, y oro, que se convertía en moneda. Estos cargamentos solían constituir el material del comercio directo de ida y vuelta con África. Pero a finales del siglo XVIII los esclavos dominaban el comercio de todas las naciones europeas con África occidental. Un tratante inglés instalado en la Costa de Oro, Richard Brew, explicaba en su fortaleza de Brew Hall, en 1771, que «antaño los dueños de barcos acostumbraban a enviar una doble carga de mercancías, una para esclavos y otra para oro… Ahora las cosas se han invertido extrañamente… Raramente vemos un barco hacerse a la mar sin su complemento de esclavos…».[351] Brew hablaba, claro está, como un satisfecho comerciante de familia anglosajona, en una época en que Gran Bretaña y Norteamérica constituían todavía una única y poderosa unidad política atlántica.