15. UN ASQUEROSO VIAJE

Vuestros capitanes y marineros… no han de tener dedos delicados ni delicadas narices; pocos hombres son adecuados para estos viajes si no han sido criados para ellos. Es un asqueroso viaje y muy pesado.

SIR DALBY THOMAS, comandante
de la Compañía Real Africana
en Cape Coast, Costa de Oro, c. 1700

Fijaos en ese constructor de barcos que, inclinado sobre el tablero, determina, pluma en mano, cuántos crímenes puede provocar en la costa de Guinea, que examina sin prisas el número de fusiles que necesitará para conseguir un negro, cuántas cadenas precisará para tenerlo atado a bordo, cuántos latigazos para hacerle trabajar…

ABATE RAYNAL, Histoire philosophique
et politique des Indes,
1782

La trata atlántica fue, durante gran parte de su larga vida, una empresa gubernamental en los países que participaban en ella. La Corona portuguesa dio el tono, al establecer el principio de que las expediciones a la costa occidental de África debían ser aprobadas por su Casa da Guiné y estaban sujetas a impuestos. A ciertos mercaderes se les concedía licencia para comerciar en África con esclavos y otras «mercancías», dándose por supuesto que venderían sublicencias a otros mercaderes. Un beneficiario temprano de este sistema, como se ha visto, fue el formidable florentino de Lisboa Bartolommo Marchionni, que obtuvo licencia para comerciar en el río de los Esclavos, el Benin, entre 1486 y 1493, y en «los ríos de Guinea» entre 1490 y 1495. Por operar a gran escala y con apoyo gubernamental, fue el prototipo del comerciante europeo de esclavos.

Ya en el siglo XVI se daba por sentado que un mercader portugués de oro y esclavos que operara en África occidental debía cumplir con ciertas obligaciones caritativas en Lisboa, ayudar a mantener al clero de las islas de Cabo Verde y mandar al menos doce buques a África en tres años, así como comprometerse a no vender ni trocar armas europeas con los africanos, y debía aceptar que los colonos de Cabo Verde comerciaran libremente en tierra firme africana con sus propios productos y obtener tantos esclavos como necesitaran personalmente. Durante muchos años se daba también por descontado que los mercaderes de esclavos que iban a África occidental debían detenerse en Santiago, en las islas de Cabo Verde, y pagar allí impuestos, aunque como a menudo no lo hicieron, se nombró a un funcionario para cobrarlos en el Río africano Cacheu. Más adelante, la Corona portuguesa delegó la recaudación de estos impuestos a diversos hombres de negocios, que con ello realizaron grandes beneficios, en Angola lo mismo que en Cabo Verde y otros lugares, hasta que en 1769 el gran reformador Pombal cambió esta política. De todos modos, y pese a la participación de muchos mercaderes, el principal protagonista en el negocio de la esclavitud fue el Estado.

Existían obligaciones similares en España para los mercaderes que compraban esclavos a los portugueses con el fin de llevarlos al Nuevo Mundo, pues desde buen principio se exigió licencia y, además, se estableció un impuesto de dos ducados por cada esclavo entregado. Más tarde, como se ha explicado ampliamente, el asiento o contrato para llevar esclavos al imperio español constituyó otra fuente de ingresos muy apreciada por la Corona hispana.

De diferentes maneras, las coronas francesa, inglesa y holandesa tuvieron intereses financieros similares en la trata, y monarcas como Luis XIV de Francia, Jorge I de Inglaterra y los reyes de Suecia y Dinamarca, por no hablar del Stadtholder holandés ni del duque de Curlandia, por separados que estuvieran en otros asuntos, tenían un interés común en la prosperidad de la trata.

Las principales naciones dieron licencia a compañías encargadas de llevar esclavos desde África al Nuevo Mundo; los portugueses, por ejemplo, fundaron en el siglo XVII la Compañía de Cacheu, y las Compañías de Maranhão y Pernambuco a finales del XVIII; Holanda tenía su propia y poderosa Compañía de las Indias Occidentales, y Gran Bretaña estableció la Compañía Real de Aventureros, la Compañía Real Africana y, al final, la Compañía del Mar del Sur. España contó también con numerosas compañías, con licencias privilegiadas, en el siglo XVIII, y el lector habrá olvidado prudentemente cuántas se fundaron en Francia una vez Colbert estableció la primera en la sexta década del siglo XVII, sin contar la extraordinaria Nueva Compañía de las Indias, de John Law. Hasta los países escandinavos tenían sus compañías especiales, aunque más modestas. Todas estas empresas querían fijar el número de esclavos que debían transportar así como los precios a los que debían venderse, y perturbaban de estas y otras maneras el libre funcionamiento del mercado. Sólo los portugueses trataron de intervenir con el fin de reglamentar cómo debían tratarse y transportarse los esclavos.

La única nación que se vio libre de esta curiosa mezcla de capitalismo y de administración estatal fue Estados Unidos, uno de los menores entre los transportistas de esclavos.

Estas empresas estatales fueron dirigidas por personalidades muy diversas, a medias burócratas y a medias negociantes, pero se acabó reconociendo casi en todas partes que la empresa privada, con las menores restricciones posibles, daba los mejores resultados.

El comerciante de esclavos, que tuvo tan importante papel en el siglo XVIII, es una persona de enorme interés. El «negrero» típico (y no deja de ser interesante que pueda emplearse el mismo sustantivo para la persona y para el buque) resulta fácil de imaginar en su casa despacho de aspecto importante, con salas de reuniones en la planta baja, dormitorios para la familia en el primer piso, y más arriba cuartos para los criados. Todavía hoy pueden admirarse los hermosos hôtels de los Montaudoin en Nantes y de los Nairac en Burdeos, con la cabeza de Neptuno encima de la puerta cochera, y aunque sólo podemos imaginar sus equivalentes en Londres, donde el urbanismo de finales del siglo XX acabó lo que había comenzado la Luftwaffe, hay muchas calles en Bristol y en Liverpool donde aún pueden verse las casas de los negreros de antaño. En Le Havre puede descubrirse a duras penas la casa de Stanislas Foäche, y la de Jean-Baptiste Prémord en Honfleur, así como las de Coopstad, Rocheussen y Michiele Baalde en Rotterdam. Las nobles mansiones de los negreros de la edad de oro española, como los Caballero y los Jorge, la familia del genovés Corzo y de Pero López Martínez sobreviven en el casco viejo de Sevilla. Al otro lado del Atlántico, las espléndidas mansiones de Nicholas y John Brown en Providence, de George de Wolf, llamada Linden Place, en Bristol, y la de la familia Vernon en la calle Clarke de Newport, todas ellas en Rhode Island, pueden visitarse, aunque haya desaparecido la de Philip Livingston en la calle Duke de Nueva York, lo mismo que su espléndida casa de campo en Brooklyn Heights, a la que, de existir todavía, podría irse por la Livingston Road, que aún está abierta.

El comerciante típico de esclavos estaba interesado en toda clase de negocios, además de la trata. Podía ser banquero, como Pierre Cornut, que financió el segundo viaje de esclavos desde Burdeos, en 1684. O podía ser alguien interesado también en la pesca de la ballena, con el fin de obtener materia prima para las velas de esperma, como los Brown de Providence y Aaron López de Newport, en Rhode Island. O podía ser alguien como el gigantesco John Brown, que empujó a sus hermanos a ocuparse de esclavos y él, luego, se interesó por el comercio con China y el Báltico, por los seguros, por la banca, por la ginebra. O como Richard Oswald, de Londres, que se interesaba ante todo por el tabaco de Maryland y se enriqueció ocupándose de la intendencia de las tropas británicas en Alemania en la guerra de los Siete Años. Los vascos que en la segunda mitad del siglo XVIII encabezaron la trata española, como Ariostegui y Uriarte, eran comerciantes para quienes la trata era parte importante, pero no predominante de sus negocios. Jean-François Begouën-Demeaux llegó Le Havre en 1720, se hizo rico y sólo entonces, hacia 1748, se dedicó a la trata, en la que siempre se limitó a poseer un tercio de las acciones. Richard Lake, que compró y vendió esclavos en Jamaica, era también plantador de café, generoso y hospitalario. Étienne Dhariette, el principal comerciante de esclavos de Burdeos, tenía, en los años setenta del XVII, acciones en ciento treinta y tres buques que iban a África y a las Indias occidentales llevando a «las islas», entre otros, a engagés, es decir, trabajadores franceses, herreros, albañiles, barberos, que tenían el mismo compromiso que los ingleses indentured, aunque pronto comprendió que podía hacer más beneficios con negros que con blancos. Lo mismo podía decirse del mercader de Liverpool Foster Cunliffe, que operaba con tanto éxito en la bahía de Chesapeake como en su ciudad. Samuel Sedgely, de Bristol, se interesó asimismo en llevar presos condenados a Maryland, lo mismo que hacía Lyonel Lyde, uno de los socios de Isaac Hobhouse, que también participaba en negocios de cobre. El azúcar, el tabaco, el índigo y el arroz eran productos con los que comerciaban muchos de estos mercaderes, además de con telas indias, seda, lingotes de hierro suecos, objetos de cobre y lino, tanto en el Nuevo como en el Viejo Mundo.

Algunos tratantes ingleses y norteamericanos querían comprar plantaciones en las Indias occidentales. Abraham Redwood, Aaron López, James de Wolf y George de Wolf las poseían, lo mismo que Simón Potter, el padre de la trata de Bristol, en Rhode Island. El escocés de Londres sir Alexander Grant, uno de los tratantes cuyos barcos llegaron a La Habana en 1762, había sido médico rural en Jamaica, donde acabó poseyendo, cuando murió en 1772, siete plantaciones con una superficie total de cuatro mil quinientas hectáreas, y sus buques llevaban a Inglaterra su propia caña, en tanto que sus capitanes compraban esclavos en la desembocadura del río Sierra Leona, en una propiedad de la que era accionista, la isla de Bence. John Tarleton, de Liverpool, poseía, cosa nada habitual, una propiedad y una tienda en Curaçao. La esposa de Richard Oswald, Mary Ramsay, heredó tierras de Jamaica, a las que su marido llevaba esclavos que cargaba en una isla frente al río Sierra Leona, de la que era en parte propietario, además de tener, como Samuel Touchett, tierras en la entonces poco cultivada Florida, donde criaba esclavos.

De modo parecido, muchas familias de Nantes tenían parientes o agentes en el Caribe francés, especialmente en Saint-Domingue, donde, por ejemplo, los Walsh de esa ciudad poseían plantaciones. Los Gradis de Burdeos disponían de sus primos, los Mendès, que se ocupaban allí de sus intereses.

Hubo mercaderes que fueron también capitanes de buques de la trata. El caso más notable fue, sin duda, el del capitán Jean Ducasse, «el héroe de Gorée», que llegó a ser uno de los principales beneficiados por el asiento francés de comienzos del siglo XVIII. Otro fue Manuel Bautista Peres, converso portugués, capitán de buques negreros en Angola a principios del XVII, antes de hacer una gran fortuna en Lima. Alrededor de una cuarta parte de los negreros de Nantes fueron capitanes o hijos de capitanes, por ejemplo Louis Drouin, «el segundo hombre más rico de Nantes», hijo del capitán René Drouin. El tratante con más éxito de La Rochelle, Jacques Rasteau, había sido capitán de joven. En Norteamérica encontramos a Godfrey Mallbone y Peleg Clarke de Newport, James de Wolf de Bristol, Joseph Grafton de Salem. Obadiah Brown, fundador de la empresa Nicholas Brown y Cía., fue sobrecargo del primer viaje de esclavos de Providence, en 1736. En Nueva York, Jasper Farmer capitaneó el Catherine de la familia Schuyler y más tarde invirtió en la trata. En Inglaterra, los capitanes James Bold y John Kennion, de Liverpool, se convirtieron en ricos mercaderes y el segundo monopolizó el comercio de La Habana durante la ocupación británica de esta ciudad. Patrick Fairweather, de Liverpool, fue capitán en la séptima década del siglo y en los años noventa era ya dueño de su propio barco, el Maria. El tratante con más éxito de Liverpool en la última década del siglo, John Dawson, había comenzado como corsario y capturó en 1778 el buque francés Carnatic, lleno de diamantes, y lo llevó desde alta mar a Mersey; se casó con la hija del poderoso constructor de barcos Peter Baker, alcalde varias veces, y colaboró con él en llevar esclavos a Cuba, en los años de 1780, en los veinte buques de su propiedad, algunos de los cuales podían transportar hasta mil esclavos.

A veces el propietario o copropietario de un buque lo capitaneaba, especialmente en los primeros tiempos de la trata portuguesa, cosa que continuó hasta finales del XVIII, como en los casos de Thomas Hinde de Lancaster, William Deniston y Peter Bostock de Liverpool, y John Rosse de Charleston.

El mercader más poderoso de Londres a finales del XVIII era Richard Miles, que había sido empleado de la Compañía de Mercaderes de África en diversos fuertes de la Costa de Oro y que acabó su carrera de oficial como comandante del fuerte de Cape Coast. Según su declaración ante un comité del Consejo de la Corona, siempre había «comerciado por su cuenta»; era hombre culto, que sabía hablar fanti.

En cierto modo, sin embargo, la idea de un tratante actuando como individuo aparte induce a error, pues la mayoría de los viajes «independientes» de la trata se financiaban con la participación de seis o más mercaderes que sufragaban el coste del viaje y que podían asociarse en otras ocasiones; en puertos pequeños, como Whitehaven, de Inglaterra, invertían en la trata profesionales, solteronas, prestamistas y costureras. Lo mismo podía decirse de La Rochelle, especialmente cuando, a finales del XVIII, los buques de esclavos constituían una tercera parte de los que se hacían a la mar desde ese puerto. El tipo más frecuente de sociedad, en Newport como en Liverpool, en Nantes como en Río, era la de parientes, único lazo que podía confiarse que duraría. Por esto la trata parecía, en gran medida, como cosa de familias: los Montaudoin, los Nairac, los Foäche, los Cunliffe, los Leyland, los Hobhouse, los De Wolf, los Brown. Muchas sociedades eran de padre e hijos, por ejemplo la de Guillaume Boutellier e hijo en Nantes, la de David Gradis e hijo en Burdeos, la de Jacques y Pierre Rasteau en La Rochelle. No era raro que un tratante tuviera varios socios sucesivos; Isaac Hobhouse, de Bristol, que nunca viajaba, según decía, porque «soy tan débil que a bordo apenas me muevo», trabajó con siete socios principales, dos de los cuales eran hermanos suyos.[311]

Gentes completamente ajenas a la trata podían querer acciones. Cárter Braxton, plantador de Virginia, más tarde político revolucionario de la independencia americana, escribía en 1763 a Nicholas Brown y Cía., de Providence: «Señores… me satisfaría tomar parte en el comercio africano y ser una cuarta parte en el viaje, si lo aceptan… Desearía estar asegurado y cualquier gasto de mi parte además del costo de los esclavos, se lo remitiré al regreso del buque que traiga a los esclavos. Dejo a su cargo todo el viaje y pueden empezar a prepararlo… pues el precio de los negros sube asombrosamente.»[312]

Casi todos los viajes de esclavos de Liverpool fueron financiados por personas residentes en la ciudad, aunque la sociedad de ésta era muy diversa; hubo, es cierto, una o dos excepciones de personas de fuera de ella, como varios manufactureros de Sheffield o armeros de Birmingham, que también invirtieron. Las firmas francesas dependían a menudo de socios silenciosos de muy lejos; así, para sobrevivir a los difíciles años de la guerra, Henry Romberg, Bapst y Cía., de Burdeos, recurrió a Frederick Romberg y a los hermanos Walckiers de Bruselas; por cierto que este caso fue uno de los muy raros en que esta última ciudad participó en la trata transatlántica. Financieros de París, como Dupleix de Bacquencourt, Duval du Manoir y Jean Coton Tourton y Baur invirtieron considerablemente en la Nueva Compañía de las Indias, de Law, luego en la Sociedad de Angola de Antoine Walsh y en la Sociedad de Guinea, para acabar participando, con igual persistencia, en firmas privadas. En 1752, las dos terceras partes de las acciones de la sociedad de Begouën-Foäche, de Le Havre, estaban en manos de parisinos.

Hubo tratantes de esclavos que invirtieron en propiedades rurales, igual que hicieron muchos mercaderes. Jacques Conte, el negrero que reanimó la trata en Burdeos, durante la paz de Amiens, en 1802, se estableció en un agradable château en Saint-Julien-Beychevelle, en el corazón de los viñedos del Medoc. Richard Oswald encontró la dicha rural en Auchincruive, de Ayshire, en una mansión diseñada por los hermanos Adam, mientras que su socio, John Boyd, se hizo construir una en Danson Hill, cerca de Bexley Heath. Thomas Lyeland, de Liverpool, se estableció en Walton Hall, en las afueras de su ciudad. Otro tratante de Liverpool, George Campbell, construyó en Everton una casa de extraño aspecto eclesiástico, con gárgolas, que llamó apropiadamente Saint-Domingue. La casa de John Brown en Providence era la mejor de Nueva Inglaterra, y al cabo de unos años se dijo lo mismo de la de James de Wolf, Mount Hope, a unos treinta kilómetros más allá, con vistas sobre el puerto de Bristol y con un parque de ciervos: «Espaciosa y cómoda. No se desperdició nada y no se escatimó nada», según el historiador de la familia; el periódico United States Gazetteer agregaba que «por la elegancia de su estilo, por su aspecto general de esplendidez, y por la belleza y extensión de sus reformas, estará entre las más bellas de nuestro país».

En Carolina del Sur, Henry Laurens compró por lo menos ocho propiedades, entre ellas su favorita, la plantación Mepkin, a orillas del río Cooper; su principal rival en la trata, Samuel Brailsford, compró en 1758 la plantación Retreat, en Charleston Neck. Mucho antes, los Jorge habían adquirido tierras cerca de Constantina, en la Sierra Morena, al norte de Sevilla, donde hacían un fuerte vino que empleaban en la trata.

Algunos negreros reunieron buenas colecciones de arte. En Londres, por ejemplo, los Boyd, George Aufrère y Oswald; este último poseía una buena colección de pintores holandeses, entre ellos un Rubens; Aufrère afirmaba poseer un Durero, un Rafael y un Rembrandt, pero Boyd era propietario de los que consideraba tres Brueghel, nueve Rubens, un Velázquez, cuatro Turner y dieciséis Morland. Se decía que Baltasar Coymans poseía muchos cuadros en su casa de Cádiz, entre ellos «varias marinas» y que su comedor estaba lleno de mapas.[313]

Otros negreros invirtieron en manufacturas; los Brown, de Providence «introdujeron en el país la manufactura de algodón», según su historiador, que agregaba afablemente que «la financiaron originalmente con la transferencia de fondos adquiridos en actividades marítimas», cierto que no todas relacionadas con esclavos. En Nantes, la más importante familia de negreros, los Montaudoin, fueron los primeros en ocuparse de la manufactura de algodón. John Kennion de Liverpool, el que luego en 1762 tendría el monopolio de la trata en La Habana, se interesó también por esta manufactura en Rochadale, y Samuel Touchett, cuyas inversiones en algodón le condujeron a la trata, invirtió en la máquina de hilar de Paul. Brian Blundell de Liverpool invirtió en carbón, Henry Cruger y Lyonel Lyde de Bristol se interesaron por el hierro, mientras que Joseph y Jonathan Brooks de Liverpool fueron los mayores constructores de la ciudad y levantaron el famoso edificio del ayuntamiento, diseñado por John Wood, con su friso con cabezas esculpidas de esclavos. Samuel Sedgely de Bristol se ocupó también del transporte de condenados a Maryland, y John Ashton, tratante de Liverpool a mediados del siglo, ayudó a financiar el canal Sankey Brook que unió esta ciudad con Manchester. Pero los beneficios de la trata no parecen haber sido una causa decisiva del desarrollo industrial, aunque muchos negreros participaran en él.

Algunos tratantes acabaron siendo banqueros; el mejor ejemplo de ellos es Thomas Leyland, que en 1807 fundó su propio banco, Leyland & Bullins, y que al morir, en 1827, dejó la entonces espléndida suma de seiscientas mil libras.

Todas las tendencias cristianas participaron en la trata. Habitualmente la iglesia que dominaba en el puerto decidía la posición religiosa de los mercaderes del mismo. En Liverpool, Londres y Bristol la mayoría de los tratantes eran anglicanos; en Nantes, Burdeos, Lisboa, Sevilla y, desde luego, Bahía y Luanda, la mayoría eran católicos. Pero en La Rochelle casi todos eran hugonotes, del mismo modo que en Middelburgo eran calvinistas, aunque había en otras partes importantes firmas de hugonotes que participaban en la trata, como los Dhariette y los Nairac en Burdeos, y los Feray en Le Havre. Los Nairac creían que no les dieron un título de nobleza, cuando lo recibieron los Laffon de Ladébat, debido a su religión, a pesar de que los primeros habían enviado veinticinco buques a África, entre 1740 y 1792, y los Laffon solamente quince.

Los cuáqueros fueron importantes en la trata de Nueva Inglaterra en el siglo XVIII, especialmente en Newport, donde la familia Wanton todavía comerciaba con esclavos en los años sesenta del siglo. Destacaban también en la trata de Pennsylvania, pues llevaban a menudo esclavos desde las Indias occidentales a su propia ciudad. William Frampton fue al parecer el primero en llevar esclavos a Filadelfia, en los años ochenta del siglo anterior; le siguieron James Claypole, Jonathan Dickinson, que transportó negros de Jamaica a Filadelfia en su buque Reformation, e Isaac Norris, quien, sin embargo, tenía sus dudas, pues, ya en 1703, escribió a Dickinson: «No me gusta esta clase de negocio». Otros nombres de cuáqueros relacionados con la trata son los de William Plumstead, Reese Meredith, John Reynell y Francis Richardson.[314]

En Inglaterra la firma de fabricantes de armas de fuego de Farmer & Galton, de Birmingham, era propiedad de cuáqueros, y envió, por lo menos, un buque, el Perseverance, para llevar a quinientos veintisiete esclavos a las Indias occidentales.[315]

En Brasil, los negreros de Bahía tenían su propia hermandad, que organizaba una procesión por Pascua en torno a la iglesia de San Antonio da Barra, a la cual llevaron en 1752 un busto de San José, venerado desde hacía mucho tiempo en Elmina como patrón de los negreros.

El obispo del Algarve puede que fuera el único príncipe de la Iglesia que enviara una carabela a África, en 1446. Pero otros dignatarios espirituales eran accionistas de los viajes de la trata. El cardenal Enrique, hermano del rey Felipe III de España, fue, a través de sus secretarios, un formidable tratante con destino a Buenos Aires, a comienzos del siglo XVII. Tanto los jesuitas como sus enemigos tradicionales también participaban. Y en Burdeos, a finales del XVIII, muchos francmasones eran, al parecer, tratantes de esclavos.

Durante un tiempo, la trata en España y Portugal estuvo en manos sobre todo de conversos judíos, como Diego Caballero, de Sanlúcar de Barrameda, benefactor de la catedral de Sevilla, o la familia Jorge, también sevillana; en Lisboa estaban Fernão Noronha, un monopolista de los primeros tiempos en el delta del Níger, y sus descendientes, y los numerosos mercaderes que de 1580 a 1640 tuvieron el asiento para enviar esclavos al imperio español. El más notable de todos fue Antonio Fernandes Elvas, asentista desde 1614 a 1622, relacionado por parentesco con casi todos los tratantes importantes del imperio hispano-portugués en la época en que las dos coronas estaban unidas.

Pero estos hombres eran formalmente cristianos. La Inquisición pudo aducir y hasta creer que muchos de ellos practicaban en secreto el judaísmo, y juzgó en consecuencia a algunos de ellos, dejando que a otros los castigara el brazo secular. Varios, sin duda, fueron judíos secretos pero sería imprudente aceptar las «pruebas» del Sacro Oficio en cuanto a su «culpa», pues esta institución «fabricaba judíos como la casa de la moneda fabricaba monedas», como señaló un inquisidor.[316] La inmensa mayoría de los conversos se hicieron cristianos de verdad; y fueron insultados a menudo por judíos en cuya persecución participaron algunas veces.

Más tarde, judíos de origen portugués desempeñaron un papel menor en la trata de Amsterdam (Diogo Dias Querido), en Curaçao, en Newport (López y los Ribera), y en Burdeos (los Gradis, Mendès y Jean Rodrigues Laureno). La firma de los Gradis fue fundada en Burdeos en 1695 por Diego Gradis, inmigrante portugués, cuyo hijo David la dirigió después: en 1728 poseía un capital de ciento sesenta y dos mil libras francesas; David dejó cuatrocientas mil libras francesas al morir en 1751, pero la firma, para entonces al mando de su hijo Abraham, valía cuatro millones en 1788, lo que permitió a Abraham donar sesenta y una mil libras francesas a la sinagoga de la ciudad en 1777; la mitad de su fortuna estaba invertida en Saint-Domingue y la Martinica, aunque hacia 1788 comenzaban a interesarse más por la viticultura que por el comercio.

A finales del siglo XVII, comerciantes judíos como Moses Joshua Henriques tenían un papel importante en la pequeña trata danesa de Glückstadt. Pero, cosa más importante, no existen indicios de mercaderes judíos en las grandes capitales europeas de la trata cuando ésta estaba en su auge, durante el siglo XVIII, o sea, en Liverpool, Bristol, Nantes y Middelburgo. Un examen de la lista de cuatrocientos mercaderes de los que se sabe que vendieron esclavos en Charleston, el mercado de esclavos mayor de Norteamérica, en los años cincuenta y sesenta, sólo descubre a un judío, y éste sin gran importancia, Philip Hart. En Jamaica su equivalente fue Alexander Lindo, que luego se arruinó abasteciendo al ejército francés cuando trató de reconquistar Saint-Domingue.

Viejos enemigos de los judíos, los gitanos tuvieron un papel menor en la trata, en las ciudades de Brasil, durante el siglo XVIII, cuando se ganaron fama de sádicos y de que robaban niños para venderlos como esclavos.

Muchos tratantes fueron diputados, miembros del Parlamento o su equivalente. En la Inglaterra del XVIII, su lista incluye a Humphrey Morice, George René Aufrère, John Sargent y sir Alexander Grant, de Londres, a James Laroche y Henry Cruger, de Bristol, a Ellis Cunliffe, Charles Pole y John Hardman, de Liverpool, así como a sir Thomas Johnson, alcalde de Liverpool, que fue en parte responsable de uno de los primeros buques de la trata que salió de este puerto, el Blessing, en 1700. Muchos de los alcaldes de Liverpool fueron tratantes, como también fue alcalde a mediados del siglo Miles Barber, de Lancaster, el más rico de los tratantes de este pequeño puerto. Diputado de la Asamblea Nacional francesa de 1789 fue el principal tratante de Burdeos, Pierre-Paul Nairac. Entre los tratantes del Congreso Continental de Filadelfia estaban Thomas Willing, alcalde de esa ciudad, Henry Laurens de Charleston, Cárter Braxton de Richmond, en Virginia, y Philip Livingston de Nueva York. John Brown de Providence fue diputado por Rhode Island y James de Wolf, de Bristol, fue senador de Estados Unidos. Caleb Gardner y Peleg Clarke, capitanes de la trata, fueron miembros de la Asamblea de Rhode Island.

Los tratantes fueron a menudo también filántropos. En la iglesia de San Pedro de Liverpool hay una placa que recuerda a Foster Cunliffe como «cristiano devoto y ejemplar en el ejercicio de todos los deberes públicos y privados, amigo en la misericordia, apoyo en la desgracia, enemigo sólo del vicio y del ocio…». Brian Bundell de Liverpool fundó la escuela Blue Coat. A Robert Burridge, último de una familia de tratantes del puerto de Lyme Regis, en el Dorset, se le recordó por sus donaciones a los ancianos, los tullidos «y cuantos pobres suelen recibir la cena del Señor». Philip Livingston, de Nueva York, fundó una cátedra de Teología en su propia universidad, Yale, y ayudó al establecimiento de la primera sociedad metodista de América. John Brown, de Providence, fundó la admirable universidad que hoy lleva su nombre. La biblioteca de Abraham Redwood en Newport sigue siendo un monumento a la generosidad del tratante cuyo nombre lleva. René Montaudoin, de Nantes, donó millares a instituciones caritativas y hasta Isaac Hobhouse, de Bristol, tan duro de corazón, ordenó en su testamento que se diera una guinea a cada uno de los veinte hombres y mujeres que vivían en la calle del muelle de Minehead en donde había nacido.[317]

La trata despertó el interés de muchos forasteros de los lugares donde se practicaba. En su inicio, los florentinos desempeñaron un papel decisivo en Lisboa y Sevilla; entre ellos estaban los hermanos Berardi, amigos de Colón, que vivían en Sevilla, y el tan citado Bartolommeo Marchionni, cuyo agente en Sevilla, a comienzos del XVI, era Piero Rondinelli. Otro florentino que participó en la trata a mediados del XVI fue Giacomo Botti, socio de Hernán Cortés, a quien el conquistador legó su mejor lecho. Hubo también los que recibieron licencias imperiales, como Gorrevod y los representantes de los Welser. Desde el comienzo, se encuentran muchos genoveses en la trata española, entre ellos Grillo y los Lomelin, que obtuvieron un asiento en los años sesenta del siglo XVII. Coymans, de Cádiz, era holandés. En Nantes, George Reidy y Benjamin Thurninger eran suizos, y había descendientes de inmigrantes irlandeses como el jacobita Antoine Walsh y Richard O’Farrill, de Longford, o como el acaudalado Cornelius Coppinger, de Dublín, que actuaba en La Habana; las ruinas del fuerte de este último todavía pueden verse cerca de Glandore, en el condado de Cork. Firmas importantes de la trata nantesa eran las de Peloutier, de origen alemán, y la de Bouchard o Burckhardt, relacionada con la firma de Basilea del mismo apellido, que en 1756 formaron una sociedad para manufacturar calicó para la trata. En Rhode Island, Aaron López y su cuñado Abraham Ribera eran de origen judío portugués. Henry Laurens de Charleston tenía un abuelo hugonote, lo mismo que James Laroche de Bristol en Inglaterra y George Aufrére de Londres.

A finales del siglo XVIII, el colosal comercio de esclavos de Angola a Brasil estaba organizado en general por lusoafricanos, descendientes de lançados, los aventureros portugueses que se habían quedado a vivir con los africanos. Conseguían los esclavos en el interior, los guardaban en barracones de Luanda, en la costa, y luego los vendían directamente a capitanes brasileños de Río y Bahía.

No faltaban los aristócratas, como el duque de Chandos de Londres, el padre del escritor Chateaubriand en Saint-Malo, y los Espivent y los Luyne de Nantes, aunque los últimos procedían de Orleans. Muchos tratantes independientes franceses recibieron títulos nobiliarios gracias a su éxito comercial, como sucedió con casi todos los negreros de Nantes. Y hay que aceptar como aristócratas, en sentido amplio, figuras como Philip Livingston de Nueva York, nieto del hijo de la casa de los Livingston, y John Van Courtlandt, que descendía de Stephanus Van Courtlandt propietario de una vasta propiedad a orillas del río Hudson.

Ninguno de los tratantes citados financió más de un centenar de viajes a África en busca de esclavos. El máximo fue probablemente la cifra de ochenta organizados por la familia nantesa de los Montaudoin. De unos mil ciento treinta negreros que había en Francia en el siglo XVIII, más de la mitad enviaron sólo una o dos expediciones a África, y únicamente veinticinco familias invirtieron en más de quince viajes.[318]

Varios tratantes declararon ante comisiones británicas que investigaron la trata en las dos últimas décadas del XVIII, aportando detalles sobre lo que sucedía, pero pocas reflexiones generales. De haber tenido tiempo para meditar sobre el tema, sin duda habrían estado de acuerdo con lo expresado por, entre otros, Jean Barbot, el hugonote que alrededor de 1680 comerciaba con esclavos, y según el cual, por desagradable que fuese ser esclavo en las Américas, era mejor que serlo en África, e incluso que ser libre en suelo africano. Habrían aceptado la declaración de sir Dalby Thomas, el comandante inglés del fuerte de Cape Coast, que en 1709 escribió un ensayo titulado Un relato verídico e imparcial… de lo que creemos para la buena marcha de este comercio, ensayo en el que daba una imagen muy negra de la moral africana: «Los nativos no tienen ni religión ni ley que los ligue con la humanidad, la buena conducta o la honradez. Frecuentemente, sacrifican a un hombre inocente en aras de su grandeza…» Creía que los «negros son por naturaleza granujas, criados con principios tan picaros que consiguen lo que pueden por fuerza o por engaño».[319] En Francia se hacían juicios aún más severos: «En el fondo, los negros se inclinaban por naturaleza al hurto, el robo, la pereza y la traición. En general, sólo son adecuados para vivir en servidumbre y para el trabajo y la agricultura de nuestras colonias», según escribió Gérard Mellier, alcalde de Nantes a finales del XVIII.[320] William Chancellor, médico del buque Wolf de Philip Livingston, escribía en 1750 que la trata era una manera de «salvar de un dolor inconcebible a un pueblo desgraciado».[321]

De todos modos, algunas dudas hubo entre destacados comerciantes norteamericanos de esclavos. A principios del siglo XVIII, varios cuáqueros de Filadelfia pusieron en duda la ética de lo que hacían, pero muchos de ellos, como Jonathan Dickinson e Isaac Norris, siguieron, con todo, en la trata. En 1765, Stanislas Foäche escribió desde Saint-Domingue a su ciudad de Le Havre: «La venta [de esclavos] me ha causado crueles inquietudes, me ha hecho palidecer»,[322] pero esto no le impidió continuar comerciando con esclavos en la colonia durante veinte años más. En 1763, Henry Laurens, el principal tratante de Charleston, en Carolina del Sur, que unos años antes se vanagloriaba de haber realizado «una espléndida venta del cargamento», escribía a John Ettwein, futuro obispo moravio de Norteamérica, para decirle que «a menudo he deseado que nuestra economía y nuestro gobierno fueran diferentes del actual sistema, pero ya que nuestra constitución es lo que es, ¿qué pueden hacer los individuos? Cada uno puede obrar sólo en su única y desunida capacidad, porque la sanción de las leyes da la marca de la rectitud a las acciones del grueso de la comunidad. Si ocurriera que cada uno cambiara sus sentimientos respecto a la esclavitud, y que pensaran seriamente que salvar almas era un acto más provechoso que añadir una casa a otra casa y un campo a otro campo… estas leyes que ahora autorizan la costumbre se derogarían en seguida…». Más adelante, Laurens abandonó la trata y explicó a William Fisher, mercader de Filadelfia al que a menudo había vendido arroz, que su decisión se debía a que veía como reprobables «muchos actos de los amos y otros, desde el momento de comprarlos al momento de volver a venderlos…». Laurens fue la primera persona destacada del sur de lo que pronto sería Estados Unidos que expresó remordimientos por la trata. «Odio la esclavitud» le dijo más adelante a su hijo John, uno de los héroes de la guerra revolucionaria de la independencia americana.

Pero esto lúe después de haber amasado una fortuna.[323] Por la misma época, en 1773, Moses Brown se apartó de la firma familiar, en Providence, se declaró abolicionista, emancipó a sus propios esclavos y no dejó de criticar a su hermano John por continuar con la trata, y de esto hablaremos en el capítulo veinticinco. Luego, en 1788, el hijo de un destacado tratante de Burdeos se declaró de modo sensacional contra la trata, como se explicará más adelante. Pero estos casos son poca cosa ante la masa de tratantes, sus justificaciones y su falta de consideraciones humanas.

La mayoría de los mercaderes de esos puertos de la trata conocían cómo eran sus cargamentos. Nantes tenía una abundante población negra, en la octava década, incluyendo a varios cientos de cautivos importados a continuación de las leyes que legalizaron en Francia la esclavitud. La población de Liverpool, en 1788, comprendía una cincuentena de muchachos y muchachas negros y mulatos, la mayoría hijos de tratantes africanos que los enviaban a educarse a la inglesa. Había aún más negros en Bristol y en Londres, algunos libres y la mayoría en una especie de limbo entre la servidumbre y la libertad. Middelburg, en Zelanda, el principal puerto de la trata holandesa en el XVIII, tenía también su minoría negra, igual que, a mayor escala, Lisboa, y Sevilla. Había asimismo negros en los puertos norteamericanos, aunque, aparte de Charleston, menos de lo que cabría suponer, pues en Bristol de Rhode Island sólo se contaban setenta y tres, y pocos de ellos propiedad de la familia de los Wolf, que era, en esos tiempos, la que dominaba tanto la trata como la ciudad.

Se supone que el viaje típico de la trata era triangular. Esta figura geométrica podría tomarse como emblemática de su especial carácter. Pero hubo muchas excepciones, como los viajes directos entre Angola y Brasil y también entre las colonias inglesas de Norteamérica y África, a finales del siglo XVIII, y viajes similares, más tarde, entre Cuba y África. Durante los primeros cien años de la trata atlántica, los portugueses, como se ha explicado ya, navegaban entre Lisboa y distintos puertos africanos, y llevaban algunos esclavos de Benin a Elmina, Santo Tomé o Cabo Verde. Muchas expediciones del siglo XVIII terminaban con la venta del buque en las Indias occidentales, o con su regreso a Europa con lastre. Pero el viaje clásico, que abarcó probablemente las tres cuartas partes de todos los viajes, se iniciaba en Europa, recogía esclavos en África a cambio de mercancías europeas, los llevaba a las Américas, y regresaba a Europa con cargamentos de productos tropicales americanos, que probablemente los esclavos habían ayudado a cosechar.

En el siglo XV los portugueses habían fundado este comercio empleando carabelas de un solo puente, con velas cuadradas o latinas, y un desplazamiento de cincuenta a cien toneladas. Cada uno podía llevar alrededor de ciento cincuenta esclavos. Usaban buques más pequeños, de unas veinte o veinticinco toneladas, entre Benin y Elmina, Benin y Santo Tomé o Santo Tomé y Elmina. Tenían también algunos navíos de hasta ciento veinte toneladas, con tres mástiles de aparejo cuadrado. En la trata a pequeña escala de los españoles entre la costa de Barbaria y las islas Canarias, a finales del XV y en el XVI, se usaban probablemente buques de entre treinta y cinco y cuarenta toneladas, que podían llevar, como mucho, cuarenta esclavos.

Un buque típico que navegara, pongamos por caso, de un puerto europeo a África y a las Indias occidentales, no era un navío especializado sino más bien un carguero de madera; tal vez, en el XVII, un buque de guerra medio armado, y en el XVIII, una fragata de tres mástiles y dos cubiertas. Algunos tenían castillos, algunos pocos eran rápidos, y otros apenas maniobrables. A mediados del XVIII, se empleaban los buques de la flota del país de que se tratara aprovechando que estuvieran disponibles y, si era necesario, se los adaptaba. Cada bajel era, a su manera, una obra de arte en cuanto a complejidad, ensamblaje y diseño, en el que se combinaban de modo creativo distintas maderas, como si fuese la obra de un ebanista. Los navíos de Clément Caussé, de La Rochelle, por ejemplo, eran obras maestras. Todos los buques estaban expuestos a los destructores ataques de los percebes y los gusanos de la madera, pues sólo a finales del siglo XVIII se empezaron a poner en los buques del norte de Europa cascos cubiertos de cobre, una innovación que no sólo protegía la madera sino que, además, aumentaba la velocidad.

Un buque de esclavos francés de alrededor de 1700 habría tenido un desplazamiento de entre ciento cincuenta y doscientas cincuenta toneladas, de veinticinco a treinta metros de eslora, de seis a nueve metros de ancho, de veintidós a treinta y dos metros de quilla y con dos y medio a tres metros de bodega, es decir, las medidas de una goleta de pesca corriente actual. Los barcos ingleses solían ser más pequeños. Los buques de esclavos hubieran podido ser mayores y llevar, así, más esclavos, pero las características de la navegación costeña y ribereña africana imponían una gama de cien a doscientas toneladas. A finales del XVIII, el más conocido de los constructores de buques de Nantes, Vial du Clairois, afirmaba que el négrier ideal era de trescientas a cuatrocientas toneladas, con poco más de tres metros de bodega y casi metro y medio entre las cubiertas. Pero los buques del asentista Baltasar Coymans nos muestran la diversidad de la trata, pues iban de las cuatrocientas toneladas del Profeta Daniel a las treinta y una del Armas de Ostende.

Casi la mitad de todos los barcos ingleses de esclavos eran presas navales, obtenidas fácilmente al final de las guerras, y el resto salía de los astilleros británicos. En el último decenio del XVIII, un quince por ciento de la flota británica estaba destinada al comercio con Guinea, y casi todos esos buques transportaban esclavos.

Todavía en 1780, el típico buque europeo de la trata tenía menos de doscientas toneladas y sus dueños no esperaban que hiciera más de seis viajes a África o que durara más allá de diez años. De los más de ochocientos buques que salieron de Nantes entre 1713 y 1775, sólo uno hizo seis viajes y duró diez años, el Vermandieu, propiedad de N. H. Guillon, que navegó entre 1764 y 1775. El navío holandés que duró más fue el Leusden, que hizo diez viajes, entre 1720 y 1738, y transportó casi siete mil esclavos. Los buques que iban de Brasil a Angola solían hacer todavía menos, o sea, un promedio de dos por buque, aunque uno o dos hicieron más de doce, y cuatro, pertenecientes a la Compañía de Pernambuco, más de diez, y uno con el complicado nombre de Nuestra Senhora de Guia, San Antônio e Almas, hizo veinte.

Al principio, todos los buques portugueses que dominaron la trata en sus comienzos tenían nombres de vírgenes o santos; nunca sabremos exactamente cuántas Nuestras Señoras de la Misericordia o de la Concepción, cuántos San Miguel o Santiago cruzaron en esa época el mar de las tinieblas. En el siglo XVIII, estos nombres todavía predominaban entre los navíos portugueses y brasileños; los cuarenta y tres barcos que llevaron esclavos bajo la bandera de la Compañía de Grão-Pará y Maranhão, ostentaban todos nombres de santos excepto dos, el Delfim y el Africana, y de cincuenta buques de la Compañía de Pernambuco, sólo diez no tenían nombres religiosos. En una lista de buques de esclavos que arribaron a Bahía, Nossa Senhora aparece mil ciento cincuenta y cuatro veces, con cincuenta y siete sufijos diferentes, aunque Nossa Senhora da Conceição se lleva la palma con trescientas veinticuatro veces; en la misma lista, los nombres de santos varones aparecen mil ciento cincuenta y ocho veces, de los cuales San Antonio de Padua (pero con la identidad trasladada a Lisboa) era el más popular con seiscientas noventa y cinco veces, mientras que Bom Jesus aparece ciento ochenta veces, sobre todo Bom Jesus do Bom Sucesso.

Sin embargo, a partir de 1800 son frecuentes en los buques portugueses y brasileños las deidades paganas, con Diana, Venus, Minerva y Hércules entre las más frecuentes, y declinan los nombres religiosos, que en el siglo XIX sólo aparecen unas docenas de veces en la lista de Bahía, para un total de mil seiscientos setenta y siete viajes.

En el mundo anglosajón los nombres más frecuentes eran los de pila, especialmente de muchachas, a menudo con un adjetivo, como Charming Sally (Encantadora Sally). En los años 1789, 1790 y 1791 salieron de Liverpool, Londres y Bristol trescientos sesenta y cinco buques con destino a África; de ellos, ciento veintiuno tenían nombres de muchacha, entre los cuales los más populares eran Mary, Ann, Margery, Diana, Hannah, Fanny, Isabella, Ruby y Eliza. Aveces había muestras de un mayor refinamiento, como por ejemplo en el Othello, propiedad de William y Samuel Vernon, de Newport. El Reformation y el Perseverance pertenecían a cuáqueros, uno a los Dickinson de Filadelfia y el otro a los Galton de Birmingham.

En Francia, muchos buques recibían el nombre de alguna cualidad; una cuarta parte de los que salieron de Burdeos se llamaban Confiance, Coeurs-Unis, Paix o algún otro concepto similar. Ni el Amitié, perteneciente a Rasteau, de La Rochelle, ni el Liberté, perteneciente a Isaac Couturier, de Burdeos, eran nombres excepcionales. Pero también en Francia abundaban los nombres femeninos: un quinto en Burdeos, a menudo, como en Inglaterra, con adjetivos: Aimable-Cécile o Aimable-Aline. Entre los últimos buques de esclavos que se hicieron a la mar en Nantes, antes de la revolución de Saint-Domingue, los había con nombres como Cy-Devant, Nouvelle Société, Soldat Patriote, Ami de la Paix y Egalité. El último, antes de que la revolución cerrara por un tiempo el negocio, era el Subordinateur, propiedad de Haussman & Cía.

Los buques portugueses de los primeros tiempos solían llevar unos veinte oficiales y marineros en las pequeñas carabelas, y a veces hasta sesenta en una ñau. Con los años, las cosas cambiaron. Suponiendo un buque de ciento cincuenta toneladas a finales del siglo XVIII, el capitán, los oficiales y la tripulación podían sumar en total una treintena en un buque inglés, mientras que en los navíos algo mayores franceses u holandeses podía haber hasta cuarenta y cinco. Las tripulaciones se comprometían a servir y obedecer a su capitán como si fuese su comandante en tiempos de guerra. Debían darse cuenta de que sus posibilidades de supervivencia eran escasas, menores que las de su cargamento de esclavos.

En los buques portugueses de los primeros tiempos siempre viajaba un notario, para vigilar el comercio y evitar transacciones ilegales.

Los tripulantes de los buques franceses eran más numerosos al principio del XVIII que al final de este siglo. Así, en 1735, el Victorieux, de Nantes, de doscientas cincuenta toneladas, perteneciente a Luc Shiell, suegro de Antoine Walsh, empleaba a noventa y nueve tripulantes, o sea, un hombre por cada dos toneladas y media. Al cerrarse el siglo, la proporción solía ser de un hombre por cinco toneladas, como era ya habitual en Inglaterra.

El capitán de un barco inglés de esclavos solía recibir un estipendio de cinco libras por mes de calendario, o de cien a doscientas libras francesas en Francia. En 1754 René Auguste de Chateaubriand, de Saint-Malo, en el Apollo recibió ciento cincuenta libras francesas y una gratificación del cinco por ciento por cada esclavo entregado vivo, un porcentaje alto, pues lo normal era una gratificación del uno o el dos por ciento. Los otros oficiales, los tripulantes, el médico, el carpintero y el tonelero percibían de una a cuatro libras al mes; los marineros con experiencia, dos libras mensuales, los que carecían de ella, treinta chelines y los grumetes sólo una libra. La costumbre era pagar por adelantado la mitad de estos salarios, antes de hacerse a la mar, y el resto «en el puerto de entrega de los negros de dicho navío en América y en la moneda local». En los buques de otros países europeos, los salarios eran similares. A los toneleros se les pagaba muy bien por la necesidad de transportar tanta agua, unos trescientos barriles más o menos. Los carpinteros, que se encargaban de adaptar los buques de transportar cargamentos muertos a transportar esclavos, recibían a menudo más que los otros especialistas.

Los marineros tendrían de veinte a treinta años de edad, el capitán y los oficiales, de treinta a cuarenta, aunque algunos de los especialistas tal vez más, hasta pasados los cincuenta, y había numerosos muchachos de menos de veinte.

A veces, especialmente en los buques de Rhode Island en el XVIII y en los brasileños a partir del XVI, había negros libres entre los tripulantes, y a veces los marineros eran esclavos alquilados por sus dueños a los capitanes. La carabela Santa María das Neves, por ejemplo, llevaba a siete negros en su tripulación de catorce, cuando viajó del río Gambia a Lisboa, en 1505-1506, época en que a menudo las tripulaciones entre Guinea y Santo Tomé estaban formadas por esclavos. A mediados del siglo XVI, el geógrafo francés André Thevet creyó que toda la tripulación de uno de los navíos portugueses que cruzó estaba formada por esclavos y que por esta razón su capitán no quiso combatir. A finales del XVIII, casi la mitad de los trescientos cincuenta navíos que fueron a Brasil y de los cuales hoy sobrevive el registro, llevaban a esclavos en la tripulación; éstos podían llegar a ser buenos marineros, pero nunca oficiales o capitanes.

Muchos de los oficiales y algunos de los especialistas tenían derechos especiales, por ejemplo podían llevar uno o dos esclavos propios, acaso cuatro para un capitán, o un muchacho para un abanderado. La RAC permitía a un capitán dos esclavos libres de «pasaje» por cada cien cautivos que transportaba, tres por ciento cincuenta, y cinco por quinientos, «y el capitán marcará a sus esclavos en presencia de todos sus oficiales»[324] estas marcas se hacían con hierro candente o un marcador de plata. La Compañía del Mar del Sur ofrecía a sus capitanes cuatro esclavos por cada ciento cuatro esclavos entregados vivos y estaba dispuesta a comprárselos por veinte libras cada uno. El propósito de esto era, evidentemente, alentar a los capitanes a interesarse por el bienestar de sus cargamentos; en esa compañía, el primer oficial podía llevar un esclavo, el segundo oficial y el médico, uno entre los dos, y así sucesivamente.

El capitán tenía que ser hombre inteligente, pues era el alma de todo el viaje, capaz, ante todo, de negociar el precio de los esclavos con los mercaderes o los monarcas africanos, además de ser bastante fuerte para sobrevivir al clima de África occidental y bastante sereno para hacer frente a las tempestades y las calmas chichas y a la pérdida de equipo. Debía tener la serenidad necesaria para tratar con tripulaciones difíciles que podían abandonar el buque y debía estar dispuesto a hacer frente, fría y valerosamente, a rebeliones de los esclavos. Un buen capitán siempre discutía con sus oficiales los problemas que se suscitaran. Thomas Clarkson, en su historia de la abolición de la trata, señala las hazañas de algunos brutales capitanes de barcos de esclavos, entre ellos algunos asesinos, pero el valor, la paciencia y la serenidad eran frecuentes. Los capitanes franceses debían pasar un examen antes de tomar el mando. Muchos capitanes llevaban a bordo pequeñas bibliotecas de libros útiles; por ejemplo, el capitán del Créole de La Rochelle llevaba, en 1782, además de seis volúmenes que trataban de la construcción naval y la técnica de navegación, y de seis obras comerciales, los doce volúmenes de las obras completas de Rousseau, una historia de Louisiana, los viajes del père Labat y la Histoire Philosophique de Raynal. Este último libro, pese a su feroz crítica de la esclavitud, era lectura frecuente de los capitanes negreros y el padre de Chateaubriand se refería al abate diciendo que era un maître-homme.[325] El aventurero francés Landolphe, que trató sin éxito de desarrollar la región del río Benin como colonia de esclavos, allá por 1780, leía a orillas de ese río la Encyclopédie de Diderot, que criticaba la esclavitud con frases lapidarias.

A menudo el capitán se convertía en dueño, como ya se explicó, y ésta solía ser su ambición. Tras algunos viajes como capitán del buque de otro mercader, podía haber hecho bastante dinero, vendiendo, por ejemplo, sus esclavos de gratificación, para invertir en los viajes de otro mercader o para comprar su propio navío. A veces, el capitán era ya propietario de su buque. Robert Champlin, de Newport, era capitán de barcos propiedad de sus hermanos Christopher y George.

De todos modos, capitanear un barco de esclavos no era propiamente una profesión y ni siquiera los muy experimentados iban a África más de tres o cuatro veces. Era necesario que hubiese siempre disponible un sustituto para tomar el mando, en caso de que el titular muriera, cosa que sucedía en uno de cada diez viajes, por lo menos según los registros de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales.

Los capitanes hicieron más declaraciones que los propios mercaderes acerca de lo que pensaban de la trata. Por ejemplo, Hugh Crow, que capitaneó varios viajes por cuenta de los Aspinall de Liverpool, creía que «el envío de esclavos a nuestras colonias es un mal necesario». Parece que estaba sinceramente convencido de que los esclavos africanos se sentían mejor en las Indias occidentales que como esclavos en su propio país, donde se hallarían «sujetos a los caprichos de sus príncipes nativos». De haber sido esclavo él mismo, agregaba en sus memorias, hubiese preferido ser un esclavo negro en las Indias occidentales que un hombre libre en Inglaterra que fuera, pongamos por caso, pescador, minero del carbón, trabajador en una manufactura o prisionero «por haber muerto una insignificante liebre o una perdiz». Y añadía: «Pensad en los míseros campesinos irlandeses. Pensad en los abarrotados asilos de pobres.»[326]

Joseph Hawkins, de Charleston, en Carolina del Sur, fue a África en 1793, como capitán de un barco negrero. Aunque tenía dudas al principio, confesó que cuando llegó a un barracón de esclavos, donde había muchos cautivos esperando que los vendieran, se «convenció plenamente que llevarse a esos infelices, aunque fuera a la esclavitud en las Indias occidentales, sería un acto de humanidad más bien que merecedor de censura… Los esclavos que había comprado eran jóvenes, muchos de ellos impacientes por liberarse de su cautiverio en Ebo, y que preferían el mal del que no sabían nada que el mal que ya sufrían, pero», reconoció, «la mayoría estaban apenados ante su próxima partida…».[327]

Tanto el capitán Thomas Phillips de Londres, a finales del siglo XVII, como el capitán William Snelgrave de Bristol, al comienzo del XVIII, sentían cierto remordimiento por su actividad, pero, al igual que algunos mercaderes con similar estado de ánimo, continuaron con su negocio, y ambos escribieron relatos de lo que hacían. Los comentarios de Phillips, que era escocés, son notables para su época. Hablando de los esclavos, escribió que «no puedo imaginar por qué se les desprecia por su color, dado que no pueden evitarlo… No puedo pensar que haya ningún valor intrínseco en un color más que en otro, que el blanco sea mejor que el negro, sino que lo pensamos así porque somos blancos y estamos inclinados en juzgar favorablemente nuestra propia causa…».[328]

John Newton, capitán del Duke uf Argyll, propiedad de los hermanos Manesty de Liverpool, acabó de vicario de Saint Mary’s Woolnoth; reflexionó mucho sobre su antigua ocupación, pero, a diferencia de Crow, no trató de justificarla. Al contrario, explicó que no conocía «ningún método para obtener dinero, ni siquiera el de robarlo en los caminos, que tenga una tendencia tan directa a borrar el sentimiento moral…». Pero Newton sólo abandonó la trata debido a su mala salud. Tuvo una visión que le llevó a hacerse sacerdote, mas cuando era capitán negrero ya se consideraba cristiano, y escribió a su esposa, al alejarse de África en su buque hacia las Indias occidentales, que «los innumerables peligros y dificultades que nadie puede eludir o superar sin protección superior, ya han terminado felizmente, gracias a la bondad divina». Dos días después de escribir esta frase tuvo que enfrentarse a una rebelión de esclavos y dijo que pudo hacerle frente gracias «a la ayuda divina». Solía leer plegarias dos veces al día a su tripulación de esclavos. Era autodidacta, aprendió por sí mismo el latín, lo que le permitía leer a Virgilio, Tito Livio y Erasmo mientras mandaba su buque de esclavos. Esto no le impedía «poner a los muchachos… un poco las empulgueras para obtener una confesión». Newton era todavía capitán negrero cuando escribió su mejor himno religioso, Cuán dulce suena el Nombre de Jesús.[329]

El capitán Crassous, del Dahomet de La Rochelle, al llegar a Las Palmas de las islas Canarias en 1791 sintió lástima por los pobres españoles que, a diferencia de los franceses, todavía vivían bajo un gobierno arbitrario. Confiaba, dijo, en que algún día el ejemplo de «la Revolución francesa despertaría a la pobre España de su esclavitud [sic] y letargo». Dicho esto, puso rumbo a Mozambique, para comprar africanos destinados a Saint-Domingue.[330]

El médico (cirujano se le llamaba entonces) de un buque negrero tenía a su cargo todo lo relativo a la salud y llevaba consigo medicamentos como el alcanfor en goma, el ruibarbo en polvo, el agua de canela, la mostaza y varios ácidos; siempre se le consultaba cuando había que adoptar una decisión importante acerca del viaje. Muchos de estos médicos aportaron informaciones inapreciables sobre cómo funcionaba la trata. Entre ellos cabe citar a Alexander Falconbridge, Thomas Trotter del Brookes, y William Chancellor del balandro Wolf de Philip Livingston, que en 1750 encontró hermosa África y despreciables a los africanos. El médico, que era la figura más importante a bordo, recibía una paga igual a la del primer oficial o del carpintero, es decir, cuatro libras en un navío inglés. A finales del XVIII, un médico a bordo de un buque de Liverpool posiblemente se había educado en el hospital de esta ciudad (la Royal Infirmary) de la cual surgió con el tiempo la Universidad de Liverpool. El hecho de que muchos buques de este puerto llevaran médico a bordo favoreció que se forjara una tradición de medicina tropical, lo cual, a su vez, llevó a la fundación de una escuela eje esta ciencia e indirectamente, a finales del siglo XIX, a que sir Ronald Ross señalara al mosquito como el agente transmisor del paludismo. Pero no era obligación legal llevar un médico, y numerosos buques de la trata ahorraban gastos prescindiendo de él, sin excluir muchos de los que navegaban bajo la bandera de Estados Unidos.

Otros oficiales de los navíos de la trata dejaron constancia de sus experiencias. Uno de ellos fue Jean Barbot, de La Rochelle, en las últimas décadas del XVII; confiaba en que los oficiales que sintieran la tentación de mostrarse brutales «tendrían en cuenta que esas infortunadas criaturas eran hombres como ellos, aunque de color diferente y paganas».[331] A Edward Rushton, segundo oficial en un buque propiedad de Richard Watt y Gregson de Liverpool, le salvó la vida un esclavo y luego se volvió ciego, después de tratar, camino de Dominica, a esclavos que sufrían de oftalmía, se hizo abolicionista, poeta y librero. En sus Églogas de las Indias occidentales se incluye un verso, «¡Oh, poder hacer sangrar a esos tiranos!», que expresa el sentimiento que le hizo popular entre los enemigos de la trata, aunque le causó problemas en su ciudad natal.

Los marineros de los barcos de la trata solían ser jóvenes de pocas aspiraciones y escasa habilidad, debido sobre todo a la parca paga, las malas condiciones de vida y el peligro. Los nombres de los marineros en buques norteamericanos e ingleses no indican nada excepto una hosca genealogía anglosajona. Por ejemplo, en el Margaret de Frederick Philipse encontramos en 1698 a marineros llamados Burguess, Lazenby, Powell, Ransford, Harris, Dorrington, Upton, Herring, Dawson, Whitcomb, Whore, Oder, Laurence y Crook, apellidos que abundaban también entre los miembros del Parlamento.

A veces a esos marineros los atraían a bordo de los negreros llenándolos de bebida en alguna taberna, hasta que, sin dinero y ebrios, se los llevaban gracias a un trato entre el tabernero y el capitán. Un carpintero naval, James Towne, explicó a un comité de la Cámara de los Comunes que se ocupaba de la trata: «El método de Liverpool para obtener marineros consiste en que un escribiente de un comerciante vaya de taberna en taberna, dándoles de beber para que se emborrachen y, así, llevarlos muy a menudo a bordo. Otro método es el de hacerles contraer deudas y entonces, si no deciden ir a bordo de los buques que van a Guinea, los mandan a presidio los taberneros a los que deben dinero.»[332]

John Newton estaba convencido de que la trata echaba a perder los sentimientos de las tripulaciones. «La necesidad real o supuesta de mostrarse riguroso con los negros lleva al corazón, gradualmente, una especie de entumecimiento, y convierte a quienes se ocupan de esto en indiferentes a los sufrimientos de su prójimo». También pensaba que en ninguna otra navegación se mostraba a los marineros «tan poca humanidad». Los oficiales trataban a los marineros, en efecto, tan mal o peor que a los esclavos. James Morley, que fue mozo de cabina en el Amelia de Bristol, dijo en respuesta a una investigación de la Cámara de los Comunes sobre cómo «han sido tratados los marineros a bordo de los buques de Guinea», que «con mucho rigor y muchas veces con crueldad». Recordó que una vez rompió por accidente una copa perteneciente al capitán Dixon y «me ataron las manos en la caña del timón y me azotaron y me dejaron colgado allí un buen rato». Muchos marineros, dijo Morley, dormían en cubierta. «Se acuestan en cubierta y mueren en cubierta.»[333] Otros muchos testigos de esta investigación declararon que se trataba atrozmente a los marineros. En 1761, a bordo del Haré, el capitán Colley de Liverpool mató con un espeque al carpintero, a su ayudante, al cocinero y a otro hombre. «He viajado en muchos barcos», informó un marinero, «y siempre encontré el mismo trato que en el mío, es decir, a hombres muriendo por falta de alimentos, por exceso de trabajo, por palizas inhumanas».[334] Un novelista francés, Edouard Corbière señaló en Le Négrier que un viaje con esclavos era un enorme desafío a la paciencia y resistencia de la tripulación: «Cuántas heridas se causaron en el carácter, las costumbres y hasta las pasiones de esos hombres, a menudo muy diversos, al encontrarse reunidos en medio de tantos peligros en este angosto espacio que llamamos buque.»[335] Chancellor, el médico del Wolf de Philip Livingston, dudaba, al regresar a Nueva York, que «alguna vez me puedan compensar por los sufrimientos soportados en este viaje».

Raramente moría menos de la quinta parte de la tripulación, y en ocasiones, más. El Nymphe, en 1741, perdió a veintiocho de un total de cuarenta y cinco; el Couéda llegó a Cap François en 1766 con sólo nueve tripulantes. Tal vez el peor caso fue el del Marie-Gabrielle de Nantes, que en 1769 perdió treinta y un marineros de una tripulación de treinta y nueve. El Deux Pucelles de Nantes perdió a todos sus oficiales en 1750. Un análisis de la trata holandesa sugiere que un dieciocho por ciento de las tripulaciones murió en sus viajes registrados, en comparación con el doce por ciento de los esclavos. Una proporción semejante debía ser cierta para la trata inglesa; por ejemplo, más del veinte por ciento de las tripulaciones inglesas murió en los buques de la trata de Bristol y Liverpool en la década de 1780. Pero las tripulaciones pasaban más tiempo que los esclavos a bordo de los buques.

Los barcos negreros necesitaban ir armados. Tanto el golfo de Guinea como el Caribe estaban infestados de piratas. El armamento promedio de un buque francés de la trata de doscientas toneladas debió ser, alrededor de 1700, de quince a dieciocho cañones. Algunos, como los pertenecientes a los Montaudoin, llevaban todavía más armas. Cuando, más tarde, disminuyó el peligro de los piratas, los buques de doscientas toneladas acaso llevaban, alrededor de 1730, sólo de ocho a doce cañones. Los negreros que navegaban en tiempos de guerra debían ir mejor armados y a menudo se les consideraba como buques de guerra y se les trataba como corbetas o fragatas auxiliares.

Todos los buques estaban asegurados, a menudo a nivel internacional. Parece que los seguros marítimos se iniciaron en Amberes, pero siguieron pronto Amsterdam, Londres y París y luego los puertos negreros crearon sus propias compañías por iniciativa de los mercaderes que tenían participación en la trata. Los buques norteamericanos solían asegurarse con compañías inglesas. Los tratantes de Nantes y La Rochelle estimaban que el seguro representaba alrededor del siete por ciento del valor del buque, en tiempos de paz, pero este porcentaje podía elevarse hasta el treinta y cinco por ciento en momentos de tensión internacional, incluso si el buque asegurado iba en un convoy o bajo escolta. Los barcos de La Rochelle a menudo se aseguraban en otros puertos, por ejemplo Nantes o hasta Amsterdam, Hamburgo o Londres. Por lo menos un asegurador, Duvivier, de La Rochelle, se convirtió el negrero a gran escala. Un importante asegurador marítimo de Londres, Hayley, de la empresa Hayley & Hopkins, explicaba en 1771 a Aaron López de Newport que «la prima para un viaje de invierno desde Jamaica no es nunca inferior al ocho por ciento, y para buques no conocidos en la trata, raramente menos del diez».[336]

Por cierto que este Hayley se había casado con Mary, hermana del gran defensor de la libertad constitucional John Wilkes, y que otra de sus hermanas, Sarah, sirvió de modelo a Charles Dickens para la figura de miss Havisham en su novela Grandes esperanzas. Algunos aseguradores norteamericanos, como Tench Francis, el principal de Filadelfia, ya aseguraban antes de 1774, pero después de la independencia muchos mercaderes se aseguraron en Boston. Samuel Sanford fundó la Newport Insurance Co., pero cuando la infiltraron adversarios de la trata, se creó la Bristol Insurance Co. a la que siguió la Mount Hope Insurance Co. fundada por los Wolf, tratantes de esclavos a gran escala. Las primas variaban del cinco al veinticinco por ciento.

Los capitanes recibían instrucciones concretas de los propietarios de los buques acerca del lugar adonde debían ir y lo que debían hacer. Una de estas instrucciones, muy característica, es la que le dieron en 1730 al capitán William Barry de Bristol: «Dado que el viento parece inclinarse a suave, se le ordena que con sus hombres (que le autorizamos a que sean veinte, contándole a usted) aborde el bergantín Dispatch, del cual es usted comandante, y que sin perder tiempo navegue inmediatamente… a la costa de África, o sea, a la parte de la misma llamada Andony [en la bahía de Biafra, al norte de Fernando Poo], sin tocar ni tomar tierra en ningún otro lugar, donde cargará esclavos… El cargamento de mercancías es el que usted ordenó y como es muy bueno y monta a mil trescientas treinta libras con ocho chelines y dos peniques y medio, esperamos que compre doscientos cuarenta esclavos escogidos, además de dientes [de elefantes], con tal de que sean grandes…»[337]

Cabía prever que un buque como éste estaría por lo menos un año navegando, que cubriera unos veinte mil kilómetros y que contara con que encontraría huracanes en el Caribe, tornados en la costa de Guinea y en todas partes piratas, putrefacción, percebes y filtraciones. Un viaje corriente, a lo largo de toda la época de la trata, duraba entre quince y dieciocho meses. El más rápido, en la era clásica de la trata, a mediados del siglo XVIII, fue probablemente el de Michel y Grou a bordo del Sirène, de Nantes, que en 1753 tardó solamente ocho meses y treinta y dos días en llevar trescientos treinta y un esclavos de Senegal a Léogane en Saint-Domingue, y en que solamente murieron dos esclavos.

Cada puerto de la trata tenía sus propias características. Los mercaderes de Liverpool, por ejemplo, solían comprar provisiones en Irlanda, para así poder decir a las autoridades del muelle que sólo se dirigían al puerto irlandés de Kinsale. A veces los barcos de Bristol cargaban el alcohol para su tripulación en Jersey, punto favorito de los contrabandistas. Los navíos de Londres iban, con este fin, a Rotterdam. Los capitanes de buques holandeses de Middelburg o Amsterdam solían embarcar cuando su embarcación ya estaba en alta mar. Muchos barcos franceses se detenían en Portugal, pongamos por caso en Lisboa, o en España, en Cádiz, para cargar agua, vino, que a veces usaban para el intercambio, y comida fresca. Algunos hacían escala en Madeira o Tenerife, y más a menudo en Prava, en las islas de Cabo Verde. Hugh Crow escribió que, por lo que había visto, los barcos negreros ingleses se dirigían primero a las Canarias.

Los barcos se hacían a la mar llevando pollos, pavos, y hasta ganado, para matarlos durante el viaje; además, debían llevarse galletas para año y medio de consumo, es decir, cuatro o cinco toneladas. Los capitanes procuraban también llevar bastante vino para dar un litro y cuarto al día a cada tripulante. El agua se limitaba a la reserva necesaria para llegar a África. Y había bastante harina para que el panadero de a bordo la convirtiera en pan. La carne ahumada era la aportación irlandesa a la dieta, como el queso era la de Holanda. Con el fin de completar la ración, sin duda se pescaba.

Había dos itinerarios clásicos al África occidental desde Europa; el primero, en terminología francesa, era la petite route, vía las islas de Cabo Verde, tras las cuales el capitán se mantenía cerca de la costa. La grande route obligaba al capitán a navegar mar adentro, en el Atlántico, antes de poner proa al este-sur-este hacia Angola o el Congo. La primera era habitual en invierno y se empleaba siempre, desde luego, cuando el punto de destino era el golfo de Guinea. Durante la mayor parte de este itinerario se tenía costa a la vista. Era prudente seguir la grande route entre marzo y agosto, cuando los vientos del sudeste podían causar dificultades, y era, desde luego, la normal cuando se iba al África central. Los buques camino de Mozambique u otros puntos del África oriental seguían este segundo itinerario, pero tratando de evitar los vientos y corrientes que hicieran difícil doblar el cabo de Buena Esperanza.

Los buques portugueses con destino a Angola tomaban siempre la grande route o una variante de la misma después de Cabo Verde, para aprovechar los vientos que soplaban hacia el sur por la costa de Brasil, como lo hizo Cabral en su extraordinario primer viaje en 1500. Luego llegaban a Pernambuco o Río, aunque muchos no lo hacían, sino que viraban hacia mar abierto, al norte de la tierra firme brasileña, y se dirigían a Angola.

Los tratantes norteamericanos hacían, evidentemente, un viaje muy distinto, que solía tomarles de siete a doce meses, desde la Nueva Inglaterra hasta África y de ahí a un mercado que podía ser el de las Indias occidentales o Charleston o, rara vez, la propia Nueva Inglaterra.

Los buques negreros que partían de Europa eran a veces presa de piratas frente a la costa noroeste de África, especialmente de los aterradores corsarios de Salé. Por esto, a comienzos del siglo XVIII, los capitanes prudentes trataban de llevar consigo un «pase turco», que compraban a los piratas de Argel y que permitía al capitán pasar sin que lo molestaran. Pero eran frecuentes las capturas de barcos negreros. En 1687, por ejemplo, hundieron a un negrero holandés en ruta hacia África porque su capitán no llevaba «pase».

Debido a estos riesgos, así como a los peligros de enfermedades y de rebelión, por no hablar de las acciones enemigas, los capitanes y sus tripulaciones con frecuencia se olvidaban de pensar en los esclavos.