14. POR LA GRACIA DE DIOS

Luis, por la gracia de Dios… nos han informado que el señor Jacques-Alexandre Laffon de Ladébat, mercader en nuestra ciudad de Burdeos, ha llevado a cabo su comercio en África y en América y se distingue por su celo, por la extensión de sus operaciones y por la trata… que, desde 1764, ha hecho arreglos para enviar a nuestras islas de América más de cuatro mil esclavos, con quince bajeles que ha mandado a las costas de África… que en la actualidad sin cesar emplea siete barcos en la trata o en el suministro de nuestras islas…

Carta de LUIS XV respecto
al ennoblecimiento de un mercader
de Burdeos

La última mitad del siglo XVIII vio el principio de la revolución industrial que, doscientos años más tarde, aún no se ha acabado y que supuso el inicio subsiguiente de una transición entre una vida mayormente rural a una decididamente urbana. En Francia se forjó un nuevo lenguaje con el que se podía hablar de la historia social y política. También se vieron varias guerras en las que se creó o se reafirmó la identidad nacional de las principales naciones y de las que surgió una nueva generación de héroes, a saber, los redactores de la Constitución de Estados Unidos, los capitanes de Nelson en Inglaterra, los generales revolucionarios en Francia, los déspotas ilustrados y sus consejeros en Prusia, España y Portugal. Fue la era de los avances médicos cuyo símbolo fue la vacuna contra la viruela, pero fue asimismo la era del azúcar.

En Inglaterra pueden observarse las consecuencias de esto en los gruesos rostros de las bellezas y de los reyes, de los palafreneros y de las actrices. Ya en 1750, hasta «la esposa del más paupérrimo de los peones tomaba azúcar con el té», preparaba pastelillos y cubría de melaza tanto el pan como las gachas de avena. El famoso primer recetario de Inglaterra, el de la señora Hannah Greene, The Art of Cookery Made Plain and Easy con el subtítulo de Excelling any Thing of the Kind ever yet published (El arte de cocinar de manera sencilla y fácil: supera cualquier cosa jamás publicada), cuya primera edición salió en 1747, prueba que el azúcar ya no se consideraba medicina, al menos en un país supuestamente avanzado como Inglaterra: «tres cuartos de una libra del mejor azúcar húmedo…» forma parte de su receta para «un pastel al estilo español». En Sentido y sensibilidad de Jane Austen figura un momento de angustia cuando la inminente pobreza amenaza la compra de azúcar de la familia de la protagonista. El budín, hasta entonces hecho con pescado o carne, empezó su historia nada saludable como plato dulce aparte; comenzaron a emplear el azúcar como conservante, añadido a la sal. Cincuenta años después, el seis por ciento de los ingresos de una típica familia inglesa pobre se gastaba en azúcar. En 1848 un plantador con haciendas en Demerara (Guayana) y Grenada declaró a una comisión de la Cámara de los Comunes que el consumo de azúcar se había «convertido casi en una necesidad vital». Esto demuestra el alma edulcorada de la época dorada de Gran Bretaña. ¿Cómo asegurar el suministro de azúcar? A la sazón la idea de extraerlo de la remolacha era todavía un secreto en la mente de un desconocido silesiano, de modo que las plantaciones de las Indias occidentales parecían la fuente de todo bienestar.

La situación de Francia era semejante a la de Gran Bretaña; dos tercios de las exportaciones francesas se mandaban por mar a las Indias occidentales y, como en Inglaterra, el azúcar constituía por sí solo la importación más preciada; estimulaba a los tertulianos de los cafés de París y Burdeos; proporcionaba energía a los philosophes (filósofos) en los salones de las damas y sentido del humor a los petits marquis (marquesitos) en los fríos salones de Versalles; daría valor a los soldados y a los generales del Gran Ejército; el príncipe de Talleyrand acertó con su metáfora al referirse a la nostalgia por una época en que existía la douceur de vivre (la dulzura de vivir) y, por supuesto, en Francia como en otras partes, el azúcar dependía de la importación de esclavos africanos en el Caribe.

Durante estos años Gran Bretaña dominaba la trata atlántica. Entre 1740 y 1750 sus buques transportaron más de doscientos mil esclavos a las Américas, muchos más de los que cualquier otro país hubiese transportado en cualquier otra década. De estos cargamentos británicos, casi sesenta mil esclavos fueron probablemente entregados en Virginia y las Carolinas; más de cincuenta mil en Jamaica, treinta mil en Barbados, y muchos más de sesenta mil a otras colonias. Sólo en el año 1749, los mercaderes británicos emplearon más de ciento cincuenta barcos para la trata, con capacidad para al menos cincuenta mil esclavos; setenta salieron de Liverpool, casi cincuenta de Bristol, ocho de Londres y unos veinte de puertos menores como Whitehaven, Lancaster y Glasgow, puertos menores que no hemos de pasar por alto, pues en estos años Lancaster realizaba fuertes inversiones en la trata y se convirtió en el cuarto de la trata británica, en la que empleó doce buques en 1756; su ejemplo animó a sus vecinos más pobres de la costa noroccidental, como Preston, Poulton y hasta el desolado Ulverston. Carolina del Sur constituía un mercado especialmente agradecido, como se desprende de los papeles de Henry Laurens, comerciante de Charleston. Bien podía Malachy Postlethwayt, escritor mercenario de libros de economía y autor de The Universal Dictionary of Trade and Commerce, decir con tono aprobatorio en un libro publicado en 1745 en apoyo de la RAC, que el imperio británico era «una magnífica superestructura de comercio americano y poder naval, con cimientos africanos» [cursivas del autor].[279]

En 1750 un decreto facilitó aún más el comercio de esclavos a los mercaderes británicos al abrirlo enteramente, de modo que a partir de entonces sería «legal para todos los súbditos de Su Majestad comerciar y traficar con y desde cualquier puerto de África…».[280] Se fundó un nuevo holding para representar a todos los mercaderes que participaban en la trata africana y para vigilar las factorías y los fuertes británicos; lo administraría un consejo compuesto de tratantes de Bristol, Londres y Liverpool, que se dedicó a idear nuevas normas para el mantenimiento de esos lugares; el resultado fue un buen ejemplo del enfoque inglés a la economía mixta: la Corona daba a la compañía diez mil libras anuales para mantener los fuertes, pero la compañía, o sea los mercaderes, los administraba y nombraba a los gobernadores; todo mercader que comerciara con África pagaría dos libras, ya al secretario del Ayuntamiento de Liverpool ya al secretario de la Casa de los Mercaderes de Bristol o al tesorero de Londres, en concepto de cuota por el uso de los puertos africanos. Como muchas de las mejores instituciones inglesas, el carácter de la compañía era, pues, el de un club.

En los años cincuenta hubo pocos cambios en la entrega de esclavos, al menos hasta el inicio de la guerra de los Siete Años. En esa década Gran Bretaña entregó de nuevo unos doscientos mil esclavos; unos sesenta y cinco buques salieron de Liverpool, veinticinco de Bristol y diez de Londres; los de Liverpool transportaban ya más de la mitad de los esclavos exportados de África por los europeos; la trata con destino a Brasil no se quedaba muy atrás, pues se importaron allí unos ciento setenta mil africanos, la mitad aproximadamente de Angola, unos cincuenta mil de Mina y el resto de Mozambique, éstos llevados rodeando el cabo de Buena Esperanza. Los franceses, gravemente afectados por la guerra en la que tanto perdieron, transportaron unos noventa mil, pues el conflicto puso un virtual fin provisional a su participación en la trata. De 1757 a 1761 sólo dos barcos negreros partieron de puertos franceses, ambos de Bayona. Los ingleses se hicieron con más de cien barcos de Nantes, causando la ruina de varios famosos propietarios de barcos, entre ellos Michel et Grou, Trochonde Lorière, Rollet du Challet, Struickman y Desridelières-Leroux. Sin embargo algunos ataques a buques ingleses tuvieron éxito; así, el capitán William Creevey, padre del diarista de la Corte Thomas Creevey, recordaba cómo hundieron su barco, el Betty, cerca de la costa española, camino de Gambia.

La guerra afectó otros aspectos de la trata. Así, en 1758 una expedición británica enviada a raíz de una urgente recomendación de Thomas Cumming, de la Compañía de Mercaderes Comerciantes con África, conquistó Senegal (2 de mayo) y Gorée (27 de diciembre) y, poco después, todos los principales fondeaderos franceses en África, incluyendo las seis factorías, estuvieron en manos británicas.

Los vencedores empezaron de inmediato a exportar esclavos de estos puertos. Sin embargo, con o sin guerra, algunos mercaderes de Francia prosperaron: entre 1748 y 1757 y luego entre 1761 y 1765 un solo mercader, Guillaume Grou, envió desde Nantes cuarenta y tres négriers que habían de transportar más de dieciséis mil cautivos. El gobierno de París se mostraba tan resuelto a revivir la trata que introdujo subsidios para cada barco que saliera de Francia rumbo a África y aumentó los subsidios existentes para cada esclavo entregado en las Indias occidentales. No obstante, los plantadores franceses seguían insatisfechos, pues los esclavos seguían escaseando y como debían cosechar sus cultivos sin importar las causas de la guerra, compraban esclavos ilegalmente a los mercaderes ingleses u holandeses, en ocasiones de barcos «obligados» a refugiarse en uno u otro puerto francés, y en otras, de buques ingleses que atracaban en secreto en la quebrada costa de Saint-Domingue.

Mientras tanto, Francia se benefició inesperadamente del fracaso del príncipe Carlos (y Antoine Walsh) en sus esfuerzos por recuperar el trono británico para la Iglesia católica romana: un manufacturero jacobita de Manchester, John Holker, huyó a Francia y convenció tanto a los mercaderes como a los funcionarios de cuán deseable sería utilizar y robar las técnicas inglesas para el teñido y el estampado de telas, y abrió una fábrica en Saint-Sever, un suburbio de Rouen en el valle del Sena. Muchos de sus imaginativos productos acabaron en barcos negreros, lo mismo que los de Julien-Joseph Pinczon du Sel des Monts, que en Salleverte, cerca de Rennes, proyectó su nueva fábrica de tejidos para beneficio de los propietarios nanteses de barcos destinados a la trata. Sus Considérations sur le commerce de Bretagne le granjearon la simpatía de los états (consejos) de la región, que le otorgaron una sustanciosa subvención. Otro nuevo manufacturero, André Langevin, antaño tratante de poca monta, se convirtió en 1759 en indienneur, o sea, en fabricante de esas telas ya mencionadas, las indiennes, a fin de suministrarlas a sus antiguos colegas y rivales.

En estos años España estaba demasiado atrasada para ver en el azúcar la receta de la prosperidad. Los aristócratas podían comprarlo en Francia y olvidarse de los pobres —les nègres de l’Europe, según la frase de Chamfort—. Sin embargo en el imperio hispano se producía azúcar y en docenas de puertos todavía se consideraba que los esclavos eran esenciales. Cuando, después de 1739 y debido a la guerra de la Sucesión austríaca entre España y Gran Bretaña, la Compañía Británica del Mar del Sur perdió de nuevo y temporalmente el asiento, la Corona española contrató a un mercader de La Habana de origen vasco, Martín de Ulibarri el primer asentista español en dos generaciones, y, cuando éste fracasó, llegó a varios tratos por separado con varias compañías que, según esperaba el gobierno, satisfarían las demandas de los distintos mercados. Así pues, después de 1746 a la nueva Real Compañía de La Habana se le otorgó una licencia de veinte años para introducir mercancías en dicho puerto, incluyendo el derecho de vender quinientos esclavos a ciento cuarenta y cuatro pesos cada uno. Daba la impresión de que la compañía era nueva, pero sus directores pertenecían todos a conocidas familias oligárquicas cubanas que poseían ingenios azucareros. Otras compañías recibieron licencias semejantes; la mucho más próspera Compañía de Guipúzcoa (Caracas), que ganaba dinero con el transporte de cacao para satisfacer la nueva moda madrileña del chocolate, llevó casi doce mil esclavos al puerto de Caracas entre 1754 y 1765, y una concesión especial permitió a Ramón Palacio entregar dos mil o más negros a Chile y Perú.

Pocos cambios provocaron estos arreglos, pues las nuevas compañías no fueron a África a por esclavos, sino que continuaron comprándolos en Jamaica o en otros lugares del Caribe. Sin duda el gobierno español sabía que esto sucedería, aunque no fuera sino porque el agente de la compañía en La Habana, José Ruiz de Noriega, fue a Jamaica con el propósito concreto de hacer planes con George Frier, antaño representante de la Compañía del Mar del Sur en Cartagena de Indias.

La paz de 1748 conllevó la reactivación del asiento de la Compañía del Mar del Sur, pero dos años después, sus directores, entre ellos el miembro del Parlamento sir Peter Burrell, que se habían vuelto pasivos o sencillamente perezosos, pusieron fin a la aventura con el acuerdo de España y Gran Bretaña. Ni el gobierno británico ni los directores veían futuro a los acuerdos de 1713 antaño tan prometedores y España incluso pagó cien mil libras para que los británicos renunciaran a él.

De modo que España tuvo que reconsiderar sus necesidades. A otro mercader vasco, Martín de Ariostegui, se le pidió en 1754 que tratara de satisfacer las demandas del imperio, pero, pese a su entusiasmo inicial, no entregó un solo esclavo. A continuación se otorgó provisional e informalmente el asiento, y Antoine Walsh, financiero y amigo del príncipe Carlos Eduardo, se preparó para suministrar negros de su «factoría flotante» cerca de la costa de Angola. Según su plan, habría un punto de concentración, fortificado, en Saint-Domingue, desde donde se repartirían los esclavos a los mercados galos e hispanos. Sin embargo, tampoco él hizo gran cosa y, como resultado de ello, en 1753 la Corona española dio permiso a las compañías españolas para llevar esclavos directamente de África a Cuba. Por fin, se hizo caso omiso, sin miramientos, de la decisión papal según la cual sólo Portugal podía participar en la trata africana, en un momento en que los gobiernos español y portugués estaban revisando el reparto establecido por el papa Alejandro VI en el Tratado de Tordesillas de 1493.

Aun así, esta decisión liberal no tuvo resultados inmediatos. En el siglo XVII y a principios del XVIII los mercaderes hispanos habían ido ocasionalmente a la costa de África occidental, pero la Corona no poseía factorías africanas ni armada en la costa y tenía poca experiencia comercial en este territorio. Pero cuando se ofreció un contrato a una compañía catalana, la Compañía de Barcelona, para suministrar esclavos a Puerto Rico, Santo Domingo y Margarita, se proyectaron algunos viajes a largo plazo y, en 1758, La perla catalana, el primer barco en muchos años, llegó a San Juan directamente de África.

Las oportunidades que ofrecía la trata, y sobre todo el dominio de Gran Bretaña en ella, se reflejaron en Norteamérica, donde en los años previos a la revolución de los años setenta los tratantes de esclavos empezaban a ser hombres acaudalados, nunca tanto como los de Liverpool o Nantes, ni siquiera como los de Middelburg en Holanda, aunque en términos relativos eran importantes. En Carolina del Sur, por ejemplo, Henry Laurens, de Charleston, al que ya hemos mencionado, era un comerciante de antepasados hugonotes; como su abuelo André, era de La Rochelle, uno de los principales puertos negreros a finales del siglo XVII, y quizá llevara el comercio en la sangre. Cuando Henry nació, Carolina del Sur ya era conocida por su producción de arroz e índigo para el mercado interior; según un biógrafo suyo: «El penoso clima veraniego, aunado a la naturaleza nada saludable de las faenas, hacía inevitable la esclavitud africana».[281] Laurens entró en la trata con George Austen, también de Carolina del Sur, en 1748, cuando dijo a Foster Cunliffe, el tratante de Liverpool, que «hay una buena perspectiva de ventas de negros en esa provincia, puesto que el arroz [este año] promete ser un buen producto». Con otros tratantes, por ejemplo Isaac Hobhouse, de Bristol, habló de sus planes, que consistían en comprar esclavos a comerciantes ingleses o de otra nacionalidad y venderlos, sobre todo, aunque no exclusivamente, a plantadores de Carolina; a cambio de una comisión del diez por ciento, ofrecería un aval en Inglaterra y cobraría todas las deudas por concepto de trata, aunque no puso límite al tiempo de pagó del crédito. Su principal socio en Inglaterra era Devonshire, Reed & Lloyd, de Londres, pero también se asoció con Augustus Boyd, de Londres, que, con su hijo John, formaría una de las mejores colecciones de arte de Inglaterra, como veremos en el capítulo quince. Sin embargo, al cabo de unos años, los socios ingleses de Laurens, sobre todo los de Liverpool, empezaron a vender a otros comerciantes que ofrecían «entrega inmediata», de modo que otros tratantes, como Samuel Brailsford y Miles Brewton casi lo suplantaron en su puesto de tratante principal. Laurens mandó algunos barcos directamente a África, pero la mayoría de sus ganancias procedían de la compra y reventa de cautivos a capitanes enviados por sus amigos de Inglaterra.

Todos estos hombres podían ganar mucho dinero, pues los años cincuenta supusieron un hito en la trata de Carolina del Sur. En 1754 el gobernador James Glen informó que «aquí se venden los negros más caros que en cualquier otro dominio del rey… prueba de que esta provincia prospera, pues estas importaciones no son para suplir a los negros agotados por el trabajo duro o muertos… pero nuestro número crece aún sin este suministro anual. Supongo que es el índigo el que anima tanto a todos…».[282] En Carolina del Sur la proporción del incremento natural de esclavos era elevada: en una plantación, en treinta y ocho años el número de negros pasó de ochenta y seis a doscientos setenta, un aumento de ciento ochenta y cuatro, de los cuales sólo unos catorce fueron comprados. Sin embargo, en 1755 Laurens comentó que: «Nunca antes se habían peleado tanto por los negros. No hubiésemos satisfecho la demanda aunque hubiese mil.»[283] La empresa de Austen y Laurens comerciaba con vinos y licores, cerveza, piel de venado, arroz, índigo y sirvientes indentured, así como esclavos; representaba aproximadamente el veinticinco por ciento de la trata de Charleston, en 1755, año en que vendió setecientos esclavos, con una ganancia para Laurens del diez por ciento por esclavo importado frente al cinco por ciento para otras mercancías.

Aquel mismo año escribió al capitán Charles Gwynn del Emperor, a la sazón en Jamaica: «Si hubiese llegado hacia mediados de abril, o a partir de entonces, habríamos hecho una espléndida venta con su cargamento, pues nuestros plantadores están muy animados para comprar esclavos y han reservado casi todo su dinero para esto. El índigo se ha mantenido a un precio casi exorbitante en Inglaterra, así como el arroz… El capitán [William] Jeffries [del Pearl, propiedad de Thomas Easton & Co., de Bristol] llegó aquí el día 10 del presente con doscientos cincuenta y un buenos esclavos», la mayoría vendidos a entre doscientas setenta y doscientas ochenta libras por cabeza, «un precio muy bueno para esclavos de Angola», y añadió que había ganado cincuenta y dos mil doscientas noventa y cuatro libras con ese viaje.[284]

En otra ocasión, en Charleston, Laurens vendió esclavos del Orrel, propiedad de John Knight, de Liverpool, a un grupo de lo más diverso; entre otros, a Peter Furnell, de Jamaica; a Gedney Clarke, recaudador de aduanas en Barbados, a William Wells Jr., de St. Kitts; a Devonshire, Reed y Lloyd, de Bristol —presumiblemente para ser revendidos en Norteamérica— y a Robert y John Thompson, dos hermanos que encabezaban la trata en Lancaster. Esta venta demuestra cuán poco provincianos eran estos comerciantes de cautivos, aun en la entonces pueblerina Norteamérica; como Bartolommeo Marchionni de Lisboa en el siglo XV, o Coymans de Amsterdam en el XVII, pensaban en términos intercontinentales.

Laurens es uno de los hombres más interesantes de la larga historia de la trata atlántica, puesto que, como gran caballero que quería a sus propios esclavos, en sus últimos años de vida se arrepentiría de su participación en la trata; pero no hizo gran cosa al respecto y hasta compró un par de esclavos a un amigo inglés, Richard Oswald, de Londres, aun después de haberse convencido de la necesidad de un cambio. Una vez amasó una fortuna, se estableció en Mepkin, una buena propiedad a orillas del río Cooper, cerca de su ciudad natal, pero en el interior, y hacia 1764 dejó de participar activamente en la trata; más tarde intervendría en política, fue presidente del Congreso Continental y, tras un año de prisión en Inglaterra, en 1782 fue comisionado por la paz (de la Revolución o guerra por la Independencia), con Benjamin Franklin y John Jay, en París, donde Richard Oswald era uno de los principales negociadores. De esto hablaremos en mayor detalle en el capítulo veinticinco.

Pese a la importancia de Charleston como mercado, Rhode Island, y sobre todo Newport, era en los años cincuenta y sesenta la principal zona esclavista de las colonias norteamericanas. Esta ciudad, que siempre daba la bienvenida a las gentes emprendedoras sin preguntar de dónde venían, también utilizaba más esclavos en los pequeños negocios, las granjas y casas que cualquier otra colonia septentrional. Si, como parece probable, Rhode Island transportó poco más de ciento cincuenta mil esclavos de África al Caribe o Norteamérica, sin duda cien mil fueron financiados por mercaderes de Newport. Unos ciento diez tratantes salieron de Newport hacia África en los años cincuenta y ciento sesenta y cinco en los años sesenta, una bagatela, por supuesto, comparados con los principales puertos de la trata en Europa.

Un mercader de Newport interesado por la trata era John Bannister, «activo, alerta, astuto, audaz y autoritario», cuyos antepasados fueron comerciantes de Boston y que, como muchos otros, fue a Newport después de 1733 debido a los prejuicios de la austera ciudad de Massachusetts. Como Laurens en Charleston, Bannister se sentía tan a gusto en la vieja como en la Nueva Inglaterra, y hasta construía barcos para mercaderes de Inglaterra, como Joseph Manesty, de Liverpool, propietario del Duke of Argyll, nombrado se supone por el duque que fuera director de la Compañía del Mar del Sur, de la cual el reverendo John Newton fuera capitán y del que hablaremos en el capítulo quince. Por cierto que el «Muelle de Bannister» existe todavía en Newport. Otro importante tratante de esclavos fue Abraham Redwood, uno de los primeros norteamericanos en llevar la lógica comercial a su conclusión geográfica, pues no se contentó con comerciar en Newport y África, sino que poseía una hacienda en Jamaica, a la que su propio barco suministraba esclavos africanos. También participaron en la trata algunos mercaderes cuáqueros, entre ellos Joseph Wanton, que sería el cuarto de su familia en ocupar el cargo de gobernador de Rhode Island y que en los años setenta no veía nada malo en comprar y vender esclavos.

Sin embargo, en la segunda mitad del siglo, el más interesante de los negreros de Rhode Island fue Aaron López, de Newport, que, cosa bastante rara en los Estados Unidos de la época, era de origen judío portugués. De joven ocultó su judaísmo en Portugal y fue a Norteamérica en 1752 y a la acogedora Newport poco después. Al principio abrió una pequeña tienda en la calle Thames, donde vendía de todo, desde biblias hasta violines pero en especial velas hechas de esperma de ballena que él mismo fabricaba. Conservó su fábrica y entró en la trata en 1762, junto con su cuñado y su suegro, Jacobo y Abraham Ribera y en sus cargamentos con destino a África solían figurar las velas de espermaceti. En 1775, López era ya el mayor contribuyente fiscal de Newport y poseía treinta barcos; no se sabe con certeza cuántos buques negreros financió, pues en sus libros de contabilidad sólo figuran catorce viajes directos a África, pero más de cincuenta a las Indias occidentales, de las cuales es de suponer que sus capitanes regresaban con esclavos y los entregaban en Norteamérica, por ejemplo en Carolina del Sur. López, al igual que Abraham Redwood, era tan filántropo como acaudalado; el Dictionary of American Biography agota los adjetivos elogiosos en su descripción: «generoso con sus familiares, su nación y todo el mundo […] casi sin paralelo». También como Redwood, poseía una hacienda en las Indias occidentales británicas, en Antigua.

La trata se practicó en otras colonias norteamericanas; en Maryland, las familias Galloway, Rilghman y Ringgold y sus colegas habían vendido cien mil esclavos a finales de siglo, tal vez muchos descendientes de los que ya tenían pero también muchos comprados a capitanes cuya base estaba en Liverpool o Londres. Thomas Ringgold y Samuel Galloway, cuyas casas se encontraban en orillas opuestas de la bahía de Chesapeake, enviaron al menos un buque a África y varios a las Indias occidentales.

Tampoco hemos de pasar por alto Nueva York, en la que se iniciaron, según se sabe, al menos ciento treinta viajes a África entre 1747 y 1774; los tratantes más destacados eran William y Garret Van Home, John y Stephen Van Courtland y Nathaniel Marston y Philip Livingston, cuyos hijos también invirtieron en ella; parece que Marston y Livingston fueron los únicos mercaderes que lo hicieron en hasta cuatro barcos. Así pues, no es de sorprender que en la región del río Sherbro, en lo que es ahora Sierra Leona, John Newton, de Liverpool, capitán de un buque negrero, intercambiara esclavos con el capitán del balandro Rebekah, William Williams, de Nueva York. Por supuesto la trata constituía una parte minúscula —acaso el dos por ciento de todo el comercio de la ciudad— y muchos más barcos, o sea, casi seiscientos entre 1715 y 1764 fueron a las Indias occidentales que a África. En cualquier caso, a mediados del siglo XVIII, entre una tercera y una cuarta parte de los cuatrocientos mercaderes de Nueva York participaban de una u otra forma en la trata.

También lo hacían mercaderes de Massachusetts; entre las familias de Boston que invirtieron en ella en ese siglo estaban los Belcher, los Waldo y los Faneuil; entre las de Salem estaban los Crowninshield y los hermanos Grafton; y, un poco más al norte, en Kittery, un pequeño puerto justo en la frontera con Maine, estaban los Pepperell. No obstante, todos lo hacían a pequeña escala, y antes de 1774 rara vez salían más de diez barcos por año de Boston hacia África, comparado con los casi sesenta que iban a Gran Bretaña y los casi doscientos al Caribe.

En los años sesenta, también la piadosa Pennsylvania mandaba barcos a África a por esclavos. En esa colonia se había agotado el suministro de mano de obra indentured, lo cual incitó a mercaderes como Thomas Riche o a la poderosa empresa de Thomas Willing y Robert Morris, ya interesados en la trata, a entrar abiertamente en ella. La empresa de Willing y Morris resulta muy interesante, pues Morris, el futuro «financiero de la revolución», aunque ayudó a mandar el Granby a África, era hijo de un agente del bien relacionado tratante de esclavos de Liverpool, Foster Cunliffe, en Oxford una ciudad de la bahía del Chesapeake. Quizá una docena de barcos partió de la ciudad del amor fraterno hacia África en los diez años anteriores a la guerra de la Independencia y se habrían importado unos mil esclavos por año.

A la sazón se vendían pocos esclavos en Nueva Inglaterra, salvo en Rhode Island, y menos aún venían directamente de África, pues en la zona no había trabajo en el que emplearlos, excepto como sirvientes domésticos.

En 1750 se produjo un cambio importante. Los trustees (gobernantes) de Georgia prohibieron la importación de esclavos durante los primeros quince años de la existencia de esta colonia. Los colonos escoceses de Darien, en la costa meridional, y los colonos de Salzburgo en la cercana Ebenezer apoyaban esta prohibición, pero los colonos anglosajones en Savanna, ferozmente opuestos a ella, llevaban veinte años brindando con sus copas de tallo largo por «la cosa más necesaria» y acosando a los trastees, además de importar bastantes esclavos ilegalmente. En 1750 los anglosajones ganaron el debate y Georgia legalizó la esclavitud; a partir de entonces, la colonia se transformó, como se desprende del hecho de que en 1753 hubiese mil sesenta y cinco esclavos y en 1766 fueran ya siete mil ochocientos.

La guerra de los Siete Años, entre 1756 y 1763, constituyó la participación de mayor éxito de Gran Bretaña en un conflicto mundial. Su victoria sobre Francia, tanto en Canadá como en India, se vio acompañada por la conquista de las islas caribeñas azucareras de Guadalupe y, más tarde, Martinica, así como de los que les suministraban esclavos en África, como ya hemos visto. Francia había conquistado Menorca y el rey del azúcar William Beckford, alcalde de Londres entre 1762 y 1763 y miembro del Parlamento, aconsejó a su amigo el ministro Pitt que cambiara Martinica por Menorca cuando se negociaba la paz. En 1762 también Cuba cayó en manos inglesas.

En Cuba, unos treinta y dos mil esclavos trabajaban en unas cien pequeñas plantaciones de caña. A John Kennion, unitario nacido en Liverpool e intendente o proveedor general de los comandantes que conquistaron la isla, se le autorizó la importación de dos mil esclavos por año, mil quinientos hombres y quinientas mujeres. Kennion, al igual que numerosos emprendedores tratantes ingleses de su época, ya poseía plantaciones en Jamaica, pero aunque vendió muchos esclavos en el curso de los nueve meses de ocupación británica de la isla, probablemente unos mil setecientos, sus rivales vendieron otros tantos: «La adquisición de La Habana animará mucho a los plantadores de Georgia y Carolina a comprar negros», escribió Henry Laurens a John Knight en Liverpool y añadió: «Un cargamento de Angola se ha vendido recientemente a un precio más alto del que hayamos conocido, teniendo en cuenta su calidad.»[285] Cabe señalar que la firma Smith, Brewton y Smith, de Charleston, rival de Laurens, vendió doscientos setenta esclavos en La Habana. En 1762 y 1763 muchos de los hombres más respetados del mundo comercial anglosajón mandaron sus barcos a La Habana, entre ellos Samuel Touchett, pionero del algodón y parlamentario de Manchester, y otro parlamentario, sir Alexander Grant, de Glasgow y Londres.

En opinión de todos estos mercaderes, el trato privilegiado de Kennion los excluía. Debido a la sobreabundancia de esclavos en Cuba, los precios de los esclavos introducidos de contrabando cayeron en picado: antes de la guerra la vieja compañía estatal monopolista vendía las «piezas de indias» a trescientos dólares cada una y los nuevos mercaderes no conseguían más de noventa. Para colmo, el ejército británico vendió en La Habana el millar de esclavos que había llevado como cargadores y ayudantes de la campaña.

A los plantadores criollos del oeste de Cuba les encantó la ocupación británica —en fin de cuentas, todavía no había llegado la era del patriotismo—, pues además de esclavos, compraron a los británicos una considerable cantidad de telas, prendas de vestir y maquinaria para las plantaciones y los ingenios. Esta breve extensión del imperio británico a Cuba supuso un hito en la historia de la isla, como reconocería posteriormente el inspirado economista cubano Francisco de Arango; la importación de tantos africanos fue el motor del cambio económico gracias al cual a fines del siglo Cuba se había transformado en un formidable productor de azúcar; según Arango, gracias a su trágica rendición La Habana cobró vida primero por la considerable riqueza que permitió en apenas un año importar un gran número de esclavos, utensilios y telas, y, segundo, porque probó su importancia a la Corte española.[286] La ocasión demostró también a un gran espectro de gentes el encanto del azúcar cubano: «El azúcar de La Habana que vendo es sumamente bueno y muy claro», escribió Henry Laurens desde Charleston en abril de 1763.[287]

Así despegó Cuba en su asombrosa carrera como el azucarero más grande del mundo, y pronto, aparte de los historiadores, pocos recordarían la época anterior a 1763 cuando la isla, más pobre, contaba con una economía equilibrada, en la que el comercio de cuero y tabaco competían por la mano de obra e inversiones con la construcción de barcos.

En Guadalupe, los plantadores franceses compartían la actitud de los criollos de La Habana. Los conquistadores ingleses introdujeron aún más esclavos que en La Habana, probablemente más de doce mil, durante un período más largo, pues la ocupación duró siete años y transformó la economía de la isla.

La posibilidad de que con la paz se devolvieran algunas de estas conquistas preocupaba a los hombres de negocios de Londres. Así, en noviembre de 1762, ciento cuarenta y cinco mercaderes de Liverpool pidieron a lord Egremont, secretario de Estado del Departamento meridional, que guardara al menos Guadalupe porque allí vendían muchos esclavos: «La posesión de esta isla ha incrementado incomparablemente su comercio en cuanto a la demanda de esclavos de los manufactureros británicos… El comercio de las Indias occidentales y de África constituye, con mucho, la mayor parte del gran y extenso comercio de este reino… el comercio más provechoso no sólo para ellos sino para todo el reino, puesto que las exportaciones, principalmente de los manufactureros de este reino, se transportan en buques británicos con tripulaciones exclusivamente británicas…»[288]

De nada sirvieron sus protestas. La política de «tomar y guardar» por la que abogaban William Pitt y quienes habían ganado la guerra no impulsó a las almas más tranquilas y más preocupadas por hacer las paces. Lord Egremont cedió a lo que el polemista Junius describió como «un letargo fatal», de modo que, aunque Gran Bretaña ganó Canadá e India, abandonó la única oportunidad que hubiese tenido una importante potencia desde 1600 de unir el Caribe bajo una sola bandera.

En el Tratado de París se llevó a cabo una transferencia «de pueblos y provincias» en lo que, al firmar en esa misma ciudad la paz de la primera guerra mundial, el presidente estadounidense Woodrow Wilson llamaría «el gran juego del equilibrio de poder», pues aunque Gran Bretaña devolvió Gorée, Guadalupe, Martinica, Belle Isle, Desirade, Santa Lucía y Marie-Gallante a Francia, y La Habana a España, conservó el fuerte de San Luis en la desembocadura del río Senegal y otras factorías a orillas de ese gran río, así como varias islas de las Indias occidentales, o sea, Saint Vincent, Dominica, Tobago, con una población total de veinte mil, y Grenada (una nueva isla azucarera que en 1750 contaba con doce mil esclavos). El enorme territorio francés de Luisiana, que había sido concedido a Crozat, pasó a manos españolas, con sus seis mil esclavos, mientras que la escasamente poblada colonia española de Florida pasaba a manos británicas.

La reacción a esta paz, tanto de Francia como de España, consistió en compensar sus pérdidas. El primer ministro galo, Choiseul, intentó de inmediato desarrollar nuevos intereses en África para no depender de Gran Bretaña, formal o informalmente, para el suministro de esclavos; no le cabía duda de que el suministro francés constituía un aspecto esencial del comercio galo. En 1762 la Cámara de Comercio de Nantes declaró que «el comercio africano es valioso, no sólo por el oro y el marfil, sino que lo es mucho más por los negros, pues sólo ellos son capaces de llevar a cabo el duro trabajo que exigen la agricultura y la manufactura [de azúcar]…».[289] y Choiseul estuvo de acuerdo: «Considero este comercio el motor de todos los demás…» La Cámara de Comercio de La Rochelle declaraba en 1765: «Siempre se ha considerado el comercio africano como provechoso para la nación, y con razón. Más de cien buques [que partían de La Rochelle] se emplean anualmente en esta travesía… cada uno introduce trescientos negros. El ministerio ha demostrado que este comercio proporciona al reino once millones cuatrocientas setenta mil trescientas treinta libras francesas, sólo con estas expediciones… Si los extranjeros [la pérfida Albión, por ejemplo] introdujeran negros en nuestras colonias, nuestras manufacturas, nuestros marineros y nuestros granjeros se verían privados de incontables mercados…»[290]

Los quince años de paz entre 1763 y 1778, año en que Francia participó en la Revolución Americana contra Gran Bretaña, fueron buenos para la trata en todas las principales naciones comerciales, incluyendo la Norteamérica británica. La continuada popularidad del café, el té, la mermelada y el chocolate lo explican en parte. Dos tercios de los esclavos transportados a las Américas en los años setenta trabajaban en las plantaciones de caña, y al ochenta y cuatro por ciento de los esclavos de Jamaica, o sea ciento sesenta mil de ciento noventa mil, lo empleaban en el cultivo de la caña, la zafra, y la producción de azúcar en los ingenios. Al parecer, en estos años los esclavos también eran esenciales para las importantes operaciones militares europeas en las Américas; así, quinientos de Jamaica fueron con el almirante Vernon en su desastrosa expedición a Cartagena de Indias, y mil fueron con el general lord Albermarle a La Habana en 1762. De modo que no sorprende que entre 1761 y 1770 Gran Bretaña transportara cerca de doscientos cincuenta mil esclavos de un lado del océano al otro; de éstos, unos setenta mil fueron a las colonias meridionales del continente americano, donde Henry Laurens o sus sucesores los vendían a los propietarios de plantaciones de arroz o de índigo. Estos esclavos los transportaban sobre todo mercaderes y capitanes de Liverpool, ciudad que por primera vez envió más de cien buques a África y suministró más de veintiocho mil esclavos. El más grande, el Prince of Wales, cargó por sí solo seiscientos. Londres transportó ocho mil esclavos en cincuenta y ocho barcos, y Bristol unos cuantos más, casi nueve mil en veintitrés navíos; hasta Lancaster llevó novecientos en cuatro buques. En 1774, la trata británica parece haber entregado cuarenta mil cautivos, sobre todo de Benin (la ensenada de Benin), el delta del Níger y la costa de Loango.[291]

Fueron días dorados sobre todo para la sociedad británica de las Indias occidentales; la clase gobernante era poco numerosa pero la numerosa población esclava parecía haberse resignado a su suerte productiva aunque ignominiosa. Los visitantes veían el paisaje bonito, una versión tropical de Gloucestershire, pero con el contraste de los setos de jazmines y granados, palos Campeche y limeros. Era muy agradable escuchar las gráficas descripciones que hacían los viajeros de los festines que incluían tortuga acompañada de treinta y dos frutas diferentes. Entretanto, vestidos con su ropa de domingo, los esclavos soportaban la dureza de la vida con asombrosa paciencia y hasta buen ánimo, después de haber sobrevivido en el mar a peligros que habrían hecho palidecer a Dante.

No obstante, en esta misma época, Francia empezaba a superar a Gran Bretaña como productora de azúcar. Por primera vez, en 1767, sus colonias exportaron más que su rival de la siempre codiciada mercancía, es decir setenta y siete mil toneladas, comparadas con las setenta y dos mil de las colonias británicas antillanas. También por primera vez transportó cien mil esclavos en el curso de diez años; diríase que no echaba mucho de menos sus antiguos puertos negreros en el río Senegal. De los puertos franceses partían cada año una media de cincuenta y seis barcos negreros, un incremento modesto, es cierto, pero estos barcos eran más grandes y en ellos cabía una media de trescientos sesenta y cuatro esclavos. Además, la política gubernamental de reavivar la economía mediante la trata ayudó mucho a los mercaderes. Así, después del Tratado de París, Francia volvió a fortificar Gorée, remodeló las factorías francesas en el río Gambia y en Ouidah, construyó fuertes en Lahous, Quitta y Apollonia (en la costa meridional) y hasta se inició una investigación sobre las razones por las cuales su trata reportaba menos ganancias que la británica. Finalmente, en 1767, la vieja Compañía de las Indias de Law perdió su monopolio y a partir de entonces, para mantener sus fuertes en África, el gobierno empleó las diez libras francesas que le pagaban los tratantes por cada licencia.

Nantes continuó siendo el principal puerto negrero francés —de él partían cinco buques al año hacia África en los años sesenta, y ocho en los setenta—, seguido de Burdeos. Otros puertos se esforzaban por volver a participar en el provechoso comercio de esclavos; así, los mercaderes de Le Havre, como la familia Foäche y sus parientes por matrimonio, los Bégouen, se comprometieron fuertemente; como lo hacían las empresas de Nantes, los Foäche enviaron a uñó de sus hijos menores, Stanislas, a Saint-Domingue a fin de recibir a los esclavos enviados por el cabeza de familia, Martin-Pierre y su esposa, Catherine. En esos años Le Havre se convirtió, por tanto, en el tercer puerto negrero de Francia, por delante de La Rochelle. Esta nueva y prometedora situación alentó a René-Auguste de Chateaubriand, de Saint-Malo, a entrar de nuevo en la trata y envió el Saint-René a África en 1768, justo cuando su esposa daba a luz al que sería autor de la novela René. Saint-Malo envió un total de setenta y cinco buques a África en los primeros quince años después de la firma de la Paz de París. Entre quienes participaron en la trata en esta época destacaba Jean-Baptiste Prémord, de Honfleur, que en 1762 se comprometió a comprar mil quinientos esclavos en cinco años a los propietarios ingleses de la isla de Bence, entre ellos Richard Oswald y Alexander Grant, contrato que no cumplió, aunque Honfleur siguió participando en la trata de africanos, gracias principalmente a la resolución de Prémord, y mandó cuarenta y cuatro barcos a África entre 1763 y 1777, y otros setenta y siete entre 1777 y 1792. Rouen también desempeñó un papel significativo.

La Corona estaba encantada. En 1768, el rey Luis XV expresó su agrado, sobre todo por el modo en que «los comerciantes del puerto de Burdeos se dedican con mucho celo al comercio de la trata de negros».[292]

El gran éxito como puerto negrero de la bahía de Loango, cerca de la cual se hallaban Cabinda y Malemba, se debía a que siguió siendo una zona de libre comercio; los gobernantes de Loango conservaron su independencia y comerciaban con todo el que allí acudiera y en los años sesenta a los franceses les fue mejor, aunque no fuera sino porque eran más numerosos, pero también porque suministraban lo que Loango consideraba las mejores mercancías y pagaban más por los esclavos. En los años ochenta, dos tercios de la trata francesa partía de Loango, que «producía» entre diez mil y quince mil esclavos por año.

Los principales compradores de estos cautivos transportados por los franceses eran los plantadores de Saint-Domingue (tres cuartas partes), que también compraban ilegalmente esclavos a los británicos. En Saint-Domingue había ya más de doscientos mil esclavos en 1765, y se creía que debían introducirse quince mil por año para mantener un buen nivel de mano de obra. Mientras tanto, el gobierno francés hacía lo posible por impulsar este comercio al aumentar a cien libras francesas el subsidio por esclavo entregado, y en 1787 a ciento sesenta libras francesas.

Este gobierno, incapaz de escapar del todo de la tradición de Colbert, que tanto odiaba la idea del comercio libre, no pudo abandonar la idea del monopolio, de modo que otorgó derechos exclusivos durante quince años sobre la parte de la trata desde la recién fortificada Gorée a una nueva Compañía de la Costa de África, que en 1776 se convertiría en la Compañía de Guayana debido a la equivocada suposición de que vendería esclavos exclusivamente a la nueva colonia de Cayena-Guayana.

Que la esclavitud de los africanos se veía como la solución de todos los problemas de mano de obra de Brasil lo confirmó la formación de dos nuevas compañías estatales en Lisboa: la Compañía de Maranhão, creada en 1755, y la Compañía de Pernambuco, fundada en 1759. La primera se interesaba más por Bissau y Cacheu y se especializaba en buques grandes, como el Nostra Senhora da Esperança o el São Sebastião, que podían transportar entre quinientos y ochocientos esclavos por viaje.

La segunda, cuyos barcos tenían nombres igualmente religiosos, comerciaba principalmente con Luanda, el principal asentamiento portugués en Angola, del que entre 1761 y 1783 se convirtió en el mayor comprador. Ambas compañías comerciaban sobre todo en esclavos, aunque tenían otros intereses y ambas estaban exentas de los aranceles impuestos a sus rivales. En el siglo XVII había habido una Compañía de Maranhão, pero fracasó, pues el precio de los esclavos era demasiado elevado para los colonos del Amazonas, que a la sazón podían secuestrar indígenas con facilidad y sin mucho coste. Ahora, sin embargo, las tribus indígenas habían desaparecido o se habían ocultado en el frondoso interior; además, Pombal, el primer ministro, un hombre de quien su propio monarca creía que le crecían «pelos en el corazón», estaba decidido a introducir una nueva era para los indios de Brasil; efectivamente, su ley de 1755 rompió una lanza en favor de los indígenas supervivientes, pero supuso un mayor aliciente para la esclavitud de los negros.

Así pues, ésta era ya la forma característica de mano de obra en Brasil, tanto en los ambientes rurales como en los urbanos, aun cuando la minería de oro y de diamantes disminuía, y aunque Minas Gerais, la provincia con mayores yacimientos de oro, se volvía hacia la agricultura. La caña y el tabaco eran los principales cultivos de Brasil y ambos parecían ya mercancías de exportación tan importantes como los metales preciosos. En las plantaciones de —pongamos por caso— Recôncavo (cerca de Bahía), de Pernambuco, en la costa cerca de Río (Baixada Fluminense) y al poco tiempo también en São Paulo, parecía esencial una gran concentración de esclavos, sobre todo de la Costa de Oro.

La Compañía de Maranhão importó veinticinco mil esclavos entre 1757 y 1778 (de veintiocho mil subidos a bordo), casi catorce mil a Pará y casi once mil a Maranhão, la mitad de Bissau y la mitad de Cacheu; las mercancías exportadas a África para pagar por estos esclavos incluían muchos productos nuevos del Amazonas, como, por ejemplo, la zarzaparrilla, cuyo jugo se creía erróneamente que curaba la sífilis, el café, el algodón y las maderas duras. La compañía tuvo su auge en 1764, cuando hubo casi dos mil chegados vivos, cautivos que llegaban vivos.

La Compañía de Pernambuco, en cambio, introdujo en Brasil casi el doble que la Compañía de Maranhão entre 1761 y 1786, casi todos desembarcados en la ciudad que daba nombre a la empresa, la cual tuvo su auge en 1763, cuando importó unos cuatro mil esclavos, la mayoría de Angola. En 1781 José da Silva Lisboa escribía desde Bahía que «el comercio africano posee gran importancia aquí y se dirige hacia el suministro de esclavos, sin embargo rara vez se obtienen las ganancias que debería reportar. La principal producción es de tabaco, de hojas de desperdicio o de segunda, y fuertes aguardientes; más de cincuenta cargamentos salen cada año de Bahía en corbetas y barcos de pesca con vela áurica; ocho o diez corbetas van a Angola con mercancías europeas y otras van a la costa de Guinea [ambas] a comprar esclavos… la inversión que se arriesga en esta empresa es pequeña… un cargamento puede consistir en sesenta esclavos… Si pocos mueren… el viaje resulta lucrativo… Más de veinticinco mil esclavos han llegado este año, destinados a la agricultura, quince mil entraron por Bahía y diez mil por Río…».[293]

Entre 1760 y 1770 entraron a Brasil unos ciento sesenta mil esclavos. En 1757 el virrey conde de Arcos escribió a Pombal en Lisboa que en su opinión los esclavos constituían la mercancía más provechosa de las Américas: «Sin ellos los colonos recibirían un perjuicio irreparable a un comercio que ya está decayendo.»[294] No obstante, fue una mala época para ese país, pues el precio de los productos agrícolas era bajo y aunque al principio sorprende que las importaciones fuesen tan elevadas, esto se explica por el hecho de que los tratantes de Río llevaban a muchos de los esclavos que habían comprado (ilegalmente, por supuesto) a Buenos Aires, ciudad que, para disgusto de Lima, se estaba transformando en el mayor puerto del imperio hispano, así como a otros puertos del Río de la Plata y se hacían pagar mayormente en plata, ese metal tan codiciado en la Europa del siglo XVIII. Al naturalista francés Bougainville, camino de los Mares del Sur en 1766, le pareció que treinta de los barcos que vio en la bahía de Río estaban a punto de llevar esclavos al sur, a Buenos Aires, a cambio de plata o cuero.[295] La firma definitiva de la paz entre Portugal y España en 1777, que establecía las fronteras de Brasil a satisfacción de Portugal, legalizó este tráfico.

La posición de Angola cambió con los permisos otorgados en 1758 y 1762 a mercaderes tanto de Luanda como de Benguela para llevar la trata más al interior del continente; además, un enérgico gobernador de la colonia y protegido de Pombal, Francisco Innocêncio Sousa Coutinho, intentó, con el auténtico espíritu del despotismo ilustrado, diversificar la economía de la zona y hasta limitar la dependencia de la trata. Construyó una fundición de hierro y una curtiduría; financió numerosos proyectos agrícolas con el fin de crear plantaciones en África en lugar de en Brasil; trató de que los buques que salían de Goa para regresar a Portugal hicieran automáticamente escala en Luanda para vender allí mercancías indias: satén, cubiertos, floreros de esmalte; asimismo, convenció al gobierno en Lisboa para que aboliera las condiciones mediante las cuales se administraba indirectamente la trata, puesto que los aranceles eran recaudados por funcionarios ineficaces y fáciles de corromper.

Sin embargo, un gobernador por sí solo, por muy enérgico que fuera, no podía cambiar costumbres establecidas desde hacía doscientos años y le resultaba difícil superar y hasta limitar a los aproximadamente doce influyentes tratantes que había en los años ochenta en Luanda, cuya población ascendería a unos cuatro mil habitantes, y cuatro o cinco en Benguela, cuya población ascendía a unos dos mil; estos mercaderes se encontraban entre los más importantes de los lugares en cuestión, y operaban desde mercados internos bien conocidos, como Dondo, donde compraban los esclavos a mercaderes africanos que a la sazón solían capturarlos en el profundo interior y los llevaban en coffles, grupos de cien. En los años noventa ya había aproximadamente once empresas dedicadas a la trata en Dondo.

Estos tratantes de Angola tenían un sistema transatlántico: adquirían mercancías en Río de Janeiro o Bahía con el dinero que obtenían de la venta de esclavos y los llevaban al Atlántico Sur, donde compraban más esclavos. Benguela era pionera en esta práctica y a finales de siglo ya había allí unas veinte empresas dedicadas a la trata, cuyos directores solían ser lo bastante acaudalados para residir en las hermosas y melancólicas casas al sur de la ciudad, en un barrio que daba al mar, conocido como sobrados. Mientras tanto, Portugal desempeñaba un papel cada vez menor en este comercio y sus estadistas lo sabían, como se desprende de lo que escribió en 1770 el secretario de Estado en Lisboa, Martinho de Melo Castro: «No puede uno ver sin gran tristeza cómo nuestras colonias brasileñas han absorbido el comercio y el transporte en la costa africana en detrimento total de Portugal; y lo que no controlan los brasileños, lo controlan los extranjeros».

A la sazón, España, que también se modernizaba a su manera, aún no había perdido la fe en las propiedades mágicas de la concesión de un asiento. Después de la paz de 1763, el nuevo capitán general de Cuba, el conde de Riela, otorgó el primer nuevo contrato para la importación de esclavos en el imperio a Martín José de Alegría, de Cádiz; se le permitía introducir siete mil esclavos en Cuba, de los cuales mil se venderían a la Corona, cuyos funcionarios en La Habana habían iniciado un desmesurado proyecto de obras públicas. «La prosperidad de esta isla depende sobre todo de la importación de esclavos africanos… El rey [también] obtendrá muchos más ingresos por los aranceles impuestos a los esclavos…» escribió en abril de 1764 el general O’Reilly, responsable de la supervisión de las nuevas fortificaciones, en una carta desde La Habana a España.[296]

Luego se concedió un nuevo y extenso asiento, al estilo antiguo, a la Compañía de Esclavos de Cádiz, administrada por un imaginativo y persistente vasco, Miguel de Uriarte, de Puerto de Santa María, y apoyada por numerosos vascos residentes en Cádiz. Uriarte quería un contrato de diez años para vender esclavos a trescientos pesos por «pieza» donde a él se le antojara; la estructura de su proyecto era tradicional: de Cádiz zarparían barcos hacia África occidental llenos de mercancías europeas que se cambiarían por esclavos. Sugirió que no le cobraran impuestos ni por sus buques ni por sus mercancías y propuso llevar todos los esclavos a Puerto Rico, desde donde se distribuirían a otros puertos caribeños, al modo como Walsh se había propuesto concentrar a todos sus esclavos en Saint-Domingue.

Siguieron numerosas negociaciones y Uriarte se vio obligado a reconocer que tendría pocas posibilidades de conseguir esclavos en África puesto que los rivales europeos controlaban la costa entre el río Senegal y el cabo de Buena Esperanza. No obstante, en La Habana se preparó un informe con intención de explicar cómo los innovadores ingleses conseguían y vendían sus esclavos, pues parecía conveniente aprender de los maestros en la profesión.

En Madrid las discusiones acerca de éste y otros asuntos se prolongaban; en un momento dado se complicaron debido a otra solicitud para transportar esclavos al imperio español presentada por el inmortal Beaumarchais, que a la sazón se hallaba en la capital española reviniendo material para sus incomparables obras de teatro, a la vez que buscaba negocios, trataba de vengar el honor de su hermana y hacía el amor a la marquesa de Croix, esposa del ilustrado virrey de México.[297]

Sin embargo, Uriarte venció a sus rivales, incluyendo a Beaumarchais, si bien con las numerosas condiciones burocráticas que siempre formaban parte de los asientos; se le obligaba a llevar mil quinientos esclavos por año a Cartagena de Indias y Portobelo, mil a La Habana —aunque a La Habana le hubiesen convenido algunos más y Cartagena se habría contentado con menos—, seiscientos a Cumaná (cerca de Caracas), Santo Domingo, la isla de Trinidad, Santa María (el antiguo mercado de Hawkins cerca de Cartagena de Indias), Puerto Rico y el mercado de perlas de Margarita, así como cuatrocientos a Honduras y otros tantos a Campeche. Para obtener los esclavos, enviaría barcos españoles al archipiélago de Cabo Verde, al río Senegal (aunque estuviese en manos inglesas) o a Gorée, el fuerte francés, pero también podía transportarlos en buques extranjeros y distribuirlos desde Puerto Rico. El que Veracruz no figurara en esta lista demuestra que la población indígena ya satisfacía la demanda de mano de obra en Nueva España.

Entonces se formó la compañía, y en 1767 el Venganza zarpó de Cádiz hacia África. Si bien intentó comprar entre seiscientos y setecientos esclavos, sólo encontró doscientos cincuenta y a alto precio, casi todos en las islas de Cabo Verde, fracaso que se repitió un par de años más tarde, con otro buque, el Fortuna; a raíz de esto, la compañía decidió cambiar de táctica y conseguir en el Caribe cuantos esclavos pudiera, juntarlos en Puerto Rico y venderlos; el sistema se aplicó y Puerto Rico se convirtió por unos años en un gran centro negrero; en los primeros siete años del asiento, o sea de 1765 a 1772, se vendieron casi doce mil esclavos, pero aproximadamente mil quinientos murieron, ya sea durante el viaje a Puerto Rico o esperando en esa isla, y a menudo el precio obtenido (previamente fijado) ni siquiera cubría los gastos de la compra.[298]

La compañía sobrevivió hasta bien avanzados los años setenta, pero nunca ganó dinero, ya que los plantadores españoles del imperio, y sobre todo los de Cuba, querían comerciar directamente con Jamaica, lícita o ilícitamente, y los mal pagados funcionarios coloniales estaban demasiado acostumbrados a recibir regalos de los contrabandistas para permitir a Uriarte un auténtico monopolio.

En 1773 se creó un nuevo asiento y los socios de Uriarte, Lorenzo de Ariostegui y Francisco de Aguirre, formaron otra compañía, aunque para entonces estos monopolios resultaban casi imposibles. Estaban desfasados y, según informaría en 1787 un testigo —Philip Attwood, el primer mercader inglés que se estableció en La Habana, en representación de la empresa de Liverpool Baker y Dawson, fabricantes de barcos y tratantes—, Jamaica era responsable de al menos tres cuartas partes de los esclavos enviados a Cuba en los años setenta y para entonces Cuba era el principal comprador a gran escala de las Américas.[299]

Cuba se abría camino como productor de azúcar y como receptor de esclavos; en los años setenta produjo siete veces lo que había producido antes de la ocupación inglesa de 1762-1763. Este cambio se debió sencillamente a que se ganaba a la selva más terreno para plantaciones y, por tanto, claro, a la importación de más esclavos para la zafra y la limpieza de tierras vírgenes; esto, a su vez, supuso una mayor inversión de capital y más préstamos, generalmente de los mercaderes de La Habana que comerciaban con azúcar.

También Norteamérica se expandió; en 1766 se inició la trata directa de África a Florida, colonia británica desde 1763, y los tratantes pronto se aprovecharon de ello. Según una nota del 24 de diciembre de 1767 en el Massachusetts Gazette, el capitán Savery había llegado a Londres «desde San Agustín, en el bergantín Augustine, habiendo transportado allí setenta negros de África, los primeros importados directamente desde allí a esa provincia… Los nobles y caballeros de Gran Bretaña contrataron la importación de África de más de dos mil para el siguiente verano».[300] Este barco era probablemente propiedad de Richard Oswald, miembro destacado de un grupo de tratantes de Londres, al que nos hemos referido ya en este capítulo, y que en 1765 había creado plantaciones en Florida, al sur de San Agustín, en la costa atlántica (cerca de la bahía de Ponce de León); fue el principal negrero entre los primeros colonos y describía el lugar como un «paraíso» y «una nueva Canaan». Sin embargo, de esta nueva Canaan no fluirían ni miel ni leche en muchos años, pese a los esclavos de Oswald, pues la tierra no producía casi nada.

Richard Oswald era el mercader de Glasgow con base en Londres con el que Laurens había intercambiado esclavos. Consejero íntimo de lord Sherburne a quien lo presentó un amigo mutuo, Adam Smith, había sido intendente de las fuerzas armadas británicas en Alemania durante la guerra de los Siete Años (los «panes de Oswald» fueron famosos en ese país); era un prominente tratante que vendía sus esclavos desde la isla de Bence, en el río Gambia, isla que había comprado en 1747 con varios socios londinenses y cuyos placeres se describen en el capítulo diecisiete; también trató de criar africanos en Florida donde, con Benjamin Franklin, especulaba con la tierra. Sin importar cómo la reunió, resulta claro que su fortuna era cuantiosa dado que, con su oferta de sesenta mil libras, fue el mayor contribuyente a un préstamo al gobierno en 1757; le seguía el comerciante de algodón Samuel Touchett, que ofreció treinta mil libras.

Oriundo de Caithness, vivió parte de los años treinta y cuarenta en la bahía de Chesapeake, comerciando con tabaco en nombre de sus primos, los fundadores de la empresa que él acabó por controlar. En Jamaica se casó con Mary Ramsay, una heredera, también de origen escocés. El símbolo más obvio de su éxito fue la extensa propiedad que compró en 1764, Auchincruive, cerca de Ayr, donde los hermanos Adam le construyeron un palacio. Cuando murió, en los años ochenta, poseía también dos plantaciones en Jamaica y varios terrenos a orillas del río James, en Virginia. A su muerte dejó quinientas mil libras y la reputación de «hombre realmente bueno», en palabras de Benjamin Franklin.[301]

Como todos los conflictos del siglo XVIII, la guerra de Independencia americana tuvo consecuencias adversas para la trata. Entre 1771 y 1780 Gran Bretaña transportó menos de doscientos mil esclavos, cifra menor a la de los años sesenta precisamente a causa de la guerra que, habiéndose iniciado en 1774, resultó desastrosa tanto para Liverpool como para las Antillas británicas; así, la trata con destino a Barbados y Antigua casi cesó. Por otro lado, los franceses transportaron poco menos de cien mil esclavos entre 1770 y 1780, mientras que los países neutrales mantuvieron su nivel y la isla holandesa de San Eustaquio (Statia para los ingleses) se convirtió de nuevo en lo que había sido en los años veinte, o sea, en una «roca dorada» donde siempre había esclavos disponibles y donde los colonos de las Antillas británicas compraban los alimentos que precisaban para ellos y para sus esclavos; también suministró alimentos a las colonias rebeldes de Norteamérica hasta que el almirante Rodney la conquistó en 1781. En esos años los portugueses y los brasileños, también neutrales, transportaron unos ciento sesenta mil esclavos.

En esta guerra, igual que en otras ocasiones, numerosos buques negreros de ambos bandos se convirtieron en corsarios; como había ocurrido durante la guerra de los Siete Años; estos antiguos tratantes, atacaban a buques negreros y a otros corsarios, pero, aunque esto no ayudó a los plantadores, sí salvó a los mercaderes y a los capitanes. Entre muchos extraños incidentes está el de Clement Noble, capitán del buque negrero Brookes, que armó a cincuenta esclavos para luchar contra los franceses cerca de Barbados; según informó, lucharon «con excesivo ánimo»; a continuación fue a la bahía de Montego en Jamaica y los vendió.[302]

Liverpool sufrió también una alarmante anticipación del futuro; alarmante para los tratantes, muchos de los cuales no conseguían mantener el mismo nivel de empleo, lo cual acarreó disturbios por los salarios, inspirados por las tripulaciones de los buques negreros, una situación hasta entonces desconocida. Así, «la tripulación del Derby, a la que se le pagó sólo veinte chelines cuando se les había prometido treinta, se rebeló y la detuvieron. Pero aquella tarde se reunieron tres mil marineros, forzaron las puertas de la cárcel, liberaron a sus amigos e impidieron que todos los barcos [incluyendo los negreros] zarparan. Entretanto, los policías dispararon; siete personas murieron y cuarenta resultaron heridas. Los marineros se reunieron de nuevo esta mañana, más de mil, todos con lazos rojos en el sombrero, y… hacia la una atacaron».[303] En este asalto murieron cuatro personas, la casa del destacado negrero Thomas Radcliffe quedó destrozada y las de Thomas Yates, John Simmons y William James (miembro del Parlamento y dueño de veintiún barcos dedicados a la trata) también resultaron dañadas. Los rebeldes encontraron al paje negro de este último escondido en un reloj de péndulo. Todo esto demuestra que las tripulaciones de los buques negreros estuvieron a la cabeza de las actividades de la mano de obra organizada.

Al otro lado del Atlántico los disturbios eran de otra índole. Durante la prolongada ocupación británica de Newport, en Rhode Island, dos mil ciudadanos, incluyendo el tratante más eficaz, Aaron López, salieron de la ciudad y murieron poco después. Primero los ingleses y luego los franceses usaron la magnífica mansión del principal negrero, William Vernon, abandonada por su propietario, como cuartel general, pues los Vernon habían tomado parte activa en la protesta contra la política británica antes de la guerra.

Sin embargo, estos disturbios eran provisionales. En 1780 las perspectivas de la trata parecían excelentes, a condición de que las naciones estuviesen en paz. Así, el 12 de abril de 1775, David Mili, gobernador del fuerte británico en Cape Coast y miembro de una influyente familia de plantadores en las Antillas, escribió que «la trata se ha reducido en las últimas seis semanas, hecho que se puede atribuir en gran medida a que los fantee se encuentran en el sur resolviendo una disputa entre los accra y los akim. Sin embargo, probablemente sea tan buena como el año pasado, puesto que ya se ha enviado un buen número de esclavos a las Indias occidentales».[304] Todos los comandantes de los fuertes británicos —John Dixon en Commenda, Thomas Trinder en el fuerte James, en Accra, y Lionel Alson en el fuerte William, en Ouidah— informaron que la trata iba mal debido a dificultades con los africanos y no por la guerra; Richard Miles, sucesor de Mili en Cape Coast, informó que en 1780 se había comprado allí «un mayor número de esclavos» que nunca antes y que «la perspectiva actual parecía buena».[305]

De hecho, la trata no sólo se reanudó sino que alcanzó su apogeo en los años ochenta, a pesar de que al principio la prohibición del comercio entre las Indias occidentales y Estados Unidos, recién incorporada a las Leyes de Navegación británicas, afectó negativamente a la economía de las Indias occidentales y de que esta ampliación de las leyes excluía también el comercio entre el nuevo país y los imperios francés y español. Pese a esto, las colonias se recuperaron y la producción de azúcar en Jamaica siguió creciendo en esos años, tras una caída en picado a finales de los años setenta.[306]

De modo que en los diez años entre 1780 y 1790 se transportaron al menos setecientos cincuenta mil esclavos a través del Atlántico, de los cuales unos trescientos veinticinco mil acaso por Gran Bretaña, con Liverpool, como siempre, el puerto dominante. Cierto es que Newport, en Rhode Island, arruinada por la larga ocupación británica durante la revolución, ya no figuraba como primer puerto negrero de Estados Unidos, pero ocuparon su lugar los cercanos Bristol y Providence, también en Rhode Island, así como Boston y Salem en Massachusetts, por no mencionar Filadelfia y Charleston. En los años ochenta unos cuarenta barcos al año zarpaban desde Estados Unidos hacia África; una minucia comparada con Europa pero que parecía un buen principio para el comercio independiente.

No estaría mal detenernos en el nuevo puerto negrero de Bristol, en Rhode Island. Entre los tratantes de esta ciudad destacaba Simeón Potter, que empezó como tonelero en barcos que iban al Caribe a por melaza y caoba; en 1744 ya era capitán y durante las guerras de los años cuarenta y cincuenta, corsario; en 1756 había ganado suficiente dinero para dejar el mar e invirtió sus ahorros en los viajes dedicados a la trata de su cuñado, Mark Antony de Wolf (o D’Wolf) y los hijos de éste. De Wolf se había alistado como marinero en Guadalupe en una de las travesías de Potter, aunque se dice que era de linaje estadounidense, acaso parte de la línea bastarda de los Wolff holandeses de Nueva York en los años setenta del siglo XVII, de los cuales hemos hablado en el capítulo diez.

Potter entró en la trata en 1757 con el Phoebe, capitaneado por el hijo de Mark Antony, Charles. Las instrucciones, plagadas de faltas de ortografía, que dio siete años más tarde al capitán William Earle de su buque negrero King George son una muestra tanto de su personalidad como de su aptitud para la escritura. A partir de los años ochenta, cinco hijos de Mark Antony, sobrinos de Potter, se dedicarían a la trata y el menor, Levi de Wolf, abandonó el negocio después de su primer viaje, al parecer asqueado. Su hermano Charles no tenía los mismos reparos y en una ocasión dijo al pastor de la iglesia congregacionista local: «Pastor, siempre quise nadar en oro»[307] y a continuación se tumbó en un montón de sacos llenos de ese metal. Tras ganar dinero con la trata, William y John de Wolf se convirtieron en asegurador y granjero, respectivamente. Pero el que mayor éxito tuvo fue James de Wolf, más tarde senador y manufacturero de tejidos de algodón, que hizo su fortuna entre 1780 y 1808 transportando y vendiendo esclavos, como veremos en otro capítulo.

Entretanto, en los años ochenta los capitanes franceses transportaron doscientos setenta mil esclavos. Nantes, todavía el puerto negrero principal, era responsable del treinta y cinco por ciento, aunque seguido de cerca por sus rivales más ardientes, como Burdeos, La Rochelle (para compensar la pérdida del comercio de pieles canadienses después de 1763), Saint-Malo y Honfleur.

Los franceses se beneficiaron mucho de la revolución americana y recuperaron sus antiguos fuertes en el Senegal con la firma de la paz en 1783, y restablecieron sus intereses al sur de ese río. Durante la guerra, una media de cincuenta y tres buques por año partían de puertos franceses hacia las Indias occidentales, cifra que conviene comparar con la de apenas once durante la guerra de los Treinta Años. En 1777, Pierre-Paul Nairac, el principal negrero de Burdeos, pagó los impuestos más elevados de su ciudad, lo mismo que Pierre Meslé en Saint-Malo. Los hombres de negocios de Francia se sentían confiados. A principios de los años ochenta uno de los principales negreros de Nantes escribía a su hermano que «la trata es la única rama del comercio con perspectivas de ganancias».[308] Después de 1774 también Marsella participó en serio en la trata, si bien desde 1700 un buque negrero salía de ese puerto rumbo a Guinea cada cuatro años. Saint-Domingue, el «Edén de Occidente», importaba por sí sola casi cuarenta mil esclavos por año y, aunque los grandes señores de esa próspera colonia dormían au pied du Vésuve, según palabras de Mirabeau, sus fiestas en sus hermosas casas rebosaban de alegría.[309]

La trata también se extendía en España. En 1777 ganó a Portugal las desatendidas islas de Annobón y Fernando Poo, en el golfo de Guinea, a fin de contar con bases desde las que suministrar a sus colonias los tan necesarios esclavos mediante la trata directa desde África, ya permitida. Además, Portugal aceptó que España comerciara libremente con esclavos desde el cabo Formoso, en la desembocadura del Níger, y desde el cabo Lopo Gonçalves, al sur del estuario del río Gabón; no obstante, España no ocupó estos cabos.

Así fue como en 1780 la trata africana parecía una parte esencial de las economías de todos los países más avanzados, por tradición, pero también como algo que se ajustaba a todas las oportunidades modernas. Las telas de algodón de Lancashire —sobre todo la tela a cuadros de Touchett, el mismísimo símbolo del nuevo proceso industrial— se exportaban para conseguir esclavos. En Francia, como hemos visto, se fabricaban telas de algodón, desconocido allí antes de 1700, y a menudo, para complacer a los africanos, imitando tejidos orientales con las bonitas indiennes de Lille, Saint-Denis y Nantes, sin mencionar el terciopelo de Évreux, Amiens y Dieppe; parecía que Burdeos estaba a punto de alcanzar a Nantes como principal puerto negrero del país y se afanaba en la costa este de África, desde donde sus mercaderes transportaban esclavos hacia Île-de-France y Bourbon, así como hacia las Américas, rodeando el cabo de Buena Esperanza; los tratantes franceses se rebajaban a veces hasta vender las populares y más baratas telas de algodón inglesas. Extendían también sus intereses en África; así, en 1778, Jean-François Landolphe sucedió a los holandeses y estableció una factoría en Ughoton, a orillas del río Benin, donde los portugueses habían empezado en los años ochenta del siglo XV a comerciar con esclavos y pimienta, más cerca del mar que de la capital.[310] Los mercaderes de Nantes se adaptaban a la época y, como los Montaudoin, nombraban sus barcos Jean-Jacques (por Jean-Jacques Rousseau) y Voltaire. Cabe señalar que los mercaderes de Liverpool eran menos imaginativos y hasta el fin de la trata siguieron nombrándolos Charming Nancy y Betty, si bien James de Wolf, de Bristol, en Rhode Island, poseía un buque negrero bautizado Monticello, supuestamente en honor a Thornas Jefferson, pues así se llamaba su casa. Todos los plantadores con visión de futuro se dieron cuenta de que con la nueva caña Otaheite, de los mares del sur, las plantaciones bien organizadas incrementarían su zafra pues ya, gracias a ello, las de las colonias francesas producían más azúcar que sus vecinos jamaicanos.

Los colonos norteamericanos continuaron con esclavos indígenas a lo largo del siglo XVIII, pero, por razones que nada tenían que ver con lo moral, sino más bien por miedo a que los cautivos indígenas provocaran guerras entre las tribus de las que procedían; por esto algunas colonias prohibieron su importación, entre ellas Massachusetts, Connecticut y Rhode Island (entre 1712 y 1714). Esta misma prohibición se aplicó más tarde, en 1741, en Jamaica. Otros europeos limitaron el uso de esclavos indígenas a ciertas tribus; así, parece que los franceses de Canadá sólo usaron a los pawnee, restricciones que sugieren una mayor necesidad de mano de obra africana. Por cierto que en los años cincuenta en Brasil se prohibió terminantemente la esclavitud de los indios.

Hasta entonces, pocas gentes en Europa o América dudaban que, por miserable que fuese, la situación de un esclavo en una plantación de caña o en una mina de oro en Jamaica o en Brasil era mejor que la que podría tener en África. Sin embargo, en los años en que más esclavos africanos se vendieron se inició una discusión acerca de si ésta era una manera correcta de que hombres civilizados hicieran fortuna.