Ninguna nación en Europa se… ha hundido tanto en esta culpa como la Gran Bretaña.
WILLIAM PITT EL JOVEN en la Cámara
de los Comunes, abril de 1792
En 1713, el Tratado de Utrecht, nombre holandés para una paz latina, hizo varios regalos a la Gran Bretaña: dos plazas desde las cuales dominar el Mediterráneo, Gibraltar y Menorca; Terranova y Nueva Escocia, dos desiertos de hielo, como Voltaire describiría más tarde a Canadá, y el regalo mayor, el Eldorado del comercio según parecía entonces, el asiento (contrato) deseado desde siempre para importar esclavos y algunas otras mercancías a la América hispana. El conocimiento del fracaso financiero de otros contratistas anteriores no enturbiaba la satisfacción que se sentía en Inglaterra.
El autor de este triunfo británico era lord Lexington, embajador inglés en Madrid, aconsejado por un experto comercial, un amigo del jacobita Bolingbroke, Manuel Manasses Gilligan, que iba a recibir el siete y medio por ciento de los beneficios, sin duda alguna en provecho de su protector. Lexington, que era también jacobita, hubiera desempeñado un papel en el nuevo régimen de los Estuardos si se hubiese restaurado en 1714, como esperaban sus correligionarios jacobitas.
El gobierno de Londres vendió el nuevo privilegio, como se preveía, por siete millones quinientas mil libras a la Compañía del Mar del Sur, formada sólo dos años antes como respuesta de los tories (conservadores) al Banco de Inglaterra de los whigs (liberales), y justamente para exportar a perpetuidad mercancías al imperio español. El «mar del Sur» del título de la empresa se refería de modo general al Pacífico, pero también al Atlántico frente a América del Sur. Robert Harley, canciller del Tesoro y de hecho primer ministro, fue el primer gobernador (o presidente) de la nueva compañía. En el corazón de la City de Londres se estableció con el tiempo la South Sea House, en la esquina de la calle Threadneedle con la Bishopgate. Se esperaba que la deuda nacional se liquidaría gracias al abundante comercio español y se cambiaron obligatoriamente por acciones de la compañía títulos gubernamentales sin fondos por valor de nueve millones de libras.[242]
El genio de la compañía, «la obra maestra del conde de Oxford», era un aventurero de las finanzas, John Blunt, hijo de un zapatero bautista de Rochester, que se hizo rico manufacturando hojas de espada y que oportunamente se casó con la hija de uno de los directores de la RAC, Richard Craddocke. Se decía que Blunt vivía con su libro de oraciones en la mano izquierda y un prospecto de la compañía en la derecha, sin que dejara saber al uno lo que estaba escrito en el otro. Daniel Defoe, el autor de Robinson Crusoe, escribió un apasionado folleto en favor de la creación de la compañía: «No hay en nuestra memoria ninguna empresa de tal importancia» decía, si bien no mencionaba ni una sola vez en sus cuarenta páginas el propósito principal de tal empresa, aunque se ha sugerido que la idea de la compañía surgió de él.[243]
Un desfile de antorchas a través de Londres acogió la noticia de la concesión. Se creía que habían vuelto los días de prosperidad. Ya se preveía esto en el discurso al Parlamento de la reina Ana del 6 de junio de 1712: «Hemos insistido y obtenido que el asiento o contrato para proveer de negros a las Indias occidentales españolas se hiciera con nosotros por treinta años.»[244]
Era un triunfo muy especial para Londres, con sus cientos de compañías por acciones, sus contables, sus doscientos cafés, sus cinco mil mercaderes, sus hermosas casas de cambio y sus numerosas comunidades extranjeras (hugonotes, holandeses, alemanes, escoceses), sus dieciocho periódicos, sus innumerables autores de panfletos, su imaginación y su facilidad para contagiarse la fiebre de la especulación.
La Compañía del Mar del Sur tenía las mismas obligaciones que habían asumido otros asentistas; además de su compromiso de llevar anualmente cuatro mil ochocientos esclavos durante treinta años, debía pagar al rey de España treinta y tres pesos y medio en plata por cada esclavo entregado sano y salvo, y por añadidura pagarle, por adelantado, doscientos mil pesos. Todos los puertos de las Indias españolas que en 1702 fueron abiertos a Francia debían abrirse ahora a los buques de la compañía. A ésta se le permitía enviar un buque de quinientas a seiscientas toneladas, cada año, a Portobelo, Cartagena de Indias y Buenos Aires, con mercancías inglesas. Pero los esclavos eran lo más importante del comercio que se preveía.
España se aseguró de salir bien librada del acuerdo, pues funcionarios de Madrid, como el presidente del Consejo de Indias y los cinco miembros de la Junta de Negros recibieron abundantes recompensas. Al rey Felipe V se le atribuyó el veintiocho por ciento de las acciones de la compañía, y el veintidós y medio por ciento a la reina Ana de Inglaterra; más, igual que se hizo diez años antes con la Compañía Francesa de Guinea, se prestaría al rey de España un millón de pesos para comprar sus acciones.
No todo el mundo en Inglaterra recibió el plan con alegría, y los plantadores de Jamaica se opusieron a él, pues creían que arruinaría su próspero comercio ilegal con el imperio español, ya que antes de 1713 Jamaica había proporcionado, como admitió el propio Robert Harley, «de un año para otro, de tres a cuatro mil negros, a cambio de lo cual y de llores [sic], lana y otras mercancías, se ha recibido de ellos en oro y plata y productos de la Nueva España, de doscientas mil a doscientas cincuenta mil libras anuales». El hábil, pese a su juventud, nuevo enviado británico en Madrid, George Bubb, pensaba igual: «He echado un vistazo al tratado del asiento», escribió al secretario de Estado, «y creo que es uno de los peores que he visto y el más calculado para enredos y engaños».[245] Este personaje, que al heredar dinero de un tío tomó el nombre de Dodington, se hizo popular andando el tiempo como el más adulador de los solicitantes de cargos de mediados del siglo XVIII. Los mercaderes de Bristol también estaban descontentos con lo que consideraban como una confirmación de los privilegios de los mercaderes de Londres.
Pero el plan no se detuvo. La Compañía del Mar del Sur acordó con la vieja RAC que le compraría en África los esclavos que necesitara para llevarlos a Jamaica, donde los más débiles, los esclavos «de desecho», se eliminarían, es decir, en muchos casos se les dejaría morir, sin atención, en el muelle. Luego, llevaría los esclavos sanos a los mercados españoles de América. Un segundo contrato concretaba cómo la RAC proporcionaría los cuatro mil ochocientos esclavos anuales. En realidad, estos acuerdos no se cumplieron, pues un tercio de los navíos de la compañía iban a la bahía de Loango, en la Costa de Oro, poco menos de otro tercio a Dahomey, y el resto, a Senegambia; algunos buques fueron hasta Mozambique e incluso a Madagascar.
La nueva compañía estableció factorías en Barbados (dirigida por Dudley Woodbridge) y en Port Royal, de Jamaica (controlada por John Merewether), desde donde se embarcaba a los esclavos hacia los puertos españoles de América. Los destinados a Buenos Aires, que ya era, por primera vez, un puerto con el que había que contar, se llevaban directamente a través del Atlántico meridional, en dos o tres buques al año. En las factorías de Barbados y Jamaica se «refrescaba» a los esclavos, para que tuvieran aspecto sano, después del largo viaje transoceánico. La compañía alquilaba botes de carga o balandros en Jamaica o Barbados, para los viajes cortos hacia los puertos españoles cercanos. La empresa contaba también con agencias en Cartagena de Indias, Panamá, Veracruz, Buenos Aires, La Habana, Santiago de Cuba y, después de 1735, Caracas. Cada encargado o factor de estas agencias tenía mano libre para hacer regalos a los funcionarios españoles. En unas instrucciones al factor de La Habana, Richard O’Farrill, cuyos padres procedían de Longford, en Irlanda, aunque establecidos en Montserrat, se le advertía que debía «tomar muy en cuenta qué negros le llegan por cuenta de la compañía… Debe vender tantos como pueda a cambio de moneda, pero cuando tenga la necesidad absoluta de fiar, debe investigar la honestidad y capacidad de las partes interesadas, aceptando las garantías que crea que serán puntualmente respetadas, y ser muy cauteloso y circunspecto para que la compañía no sufra pérdidas por esto… Debe llevar una cuenta regular y exacta de qué negros llegan en cada buque, de cuántos son hombres, mujeres y niños, de su edad y de a quién se venden y a qué precio».[246]
En este contrato entre la RAC y la Compañía del Mar del Sur se satisfacía una vieja ambición británica, aunque, como suele suceder a menudo, apenas se alcanzaba un objetivo se presentaba otro. El 15 de diciembre de 1713, en una reunión de la Comisión de Comercio (Board of Trade) de Londres, el coronel Cleland, agente de la misma en Barbados, sugirió a los comisarios de Plantaciones, que de hecho eran los administradores del imperio colonial, que «debemos procurar excluir a todas las demás naciones del comercio de negros, etc., en la costa de África… El señor Kent contestó que sería de gran provecho si fuese posible…». Se discutió también si era conveniente abastecer a Brasil, «pero esos caballeros estuvieron todos de acuerdo en que llevar negros a Brasil sería perjudicial para las plantaciones británicas en América».[247] La trata portuguesa era, desde luego, como todos sabían, una empresa considerable, pues en aquel tiempo las minas de Minas Gerais, en las que trabajaban esclavos, daban más oro que cualquier otra del mundo. Por su parte, la RAC planeó en 1721 vender esclavos a los portugueses; debían proceder de Gambia y los que no se «colocaran» en África podían entregarse a un tal Playden Onely en Lisboa; al parecer, así se hizo con ciento cincuenta esclavos, pues, según dijo el duque de Chandos, «nos han indicado que allí hay un buen mercado».
Aparte del misterioso Manasses Gilligan (tras el cual acaso se ocultaba Bolingbroke), entre quienes podían sacar provecho de todas esas disposiciones estaba, en primerísimo lugar, la reina Ana, con su importante número de acciones. A su muerte, en 1714, su sucesor, Jorge I, heredó sus acciones y compró más, lo mismo que hizo su heredero, el príncipe de Gales, que en 1715 fue nombrado gobernador (o presidente), después de que se descartara judicialmente a Harley. A consecuencia de una disputa familiar, el rey se nombró a sí mismo presidente de la compañía, en 1718. Con este motivo la duquesa de Ormonde escribió a Jonathan Swift, el autor de Los Viajes de Gulliver, que también era accionista: «Debéis recordar que se decía que el Mar del Sur era hijo del duque de Oxford. Ahora el rey lo ha adoptado y lo llama su hijo querido.»[248] La más prudente inversión de Swift, según su biógrafo, consistió en 500 libras en acciones de la Compañía del Mar del Sur. En 1720 se organizó un astuto plan en virtud del cual las dos hijas ilegítimas del rey con su amante alemana, Melusina, duquesa de Kendal, recibirían ciento veinte libras por cada punto que aumentara el valor de las acciones.
Entre los directores de la Compañía del Mar del Sur que también ganarían mucho estaban John Blunt, inspirador de toda la empresa, políticos como Bolingbroke y, más tarde, el duque de Argyll y Edward Gibbon, abuelo del famoso historiador de la caída del imperio romano. Otro director era el fascinante sir John Lambert, un exiliado hugonote dedicado a las finanzas que viajaba entre Inglaterra y Francia con aparente facilidad, y que tenía intereses en la trata de Nantes lo mismo que en la de Londres. Entre los accionistas con más de diez mil libras figuraban el conde de Halifax, fundador del Banco de Inglaterra, el político James Craggs, el alto funcionario sir Joseph Jekyll y, a partir de 1719, el duque de Chandos, escandaloso financiero pero buen administrador, que había organizado el abastecimiento del ejército en las guerras de Marlborough. Entre los accionistas menores se contaban el novelista Daniel Defoe, el pintor sir Godfrey Kneller, retratista de todos sus compañeros inversionistas, y el físico sir Isaac Newton.[249]
La Compañía del Mar del Sur no fue un éxito tan grande como se esperó. Se había exagerado su capacidad para ser «un escudo para el comercio ilícito», según dijo Bolingbroke. Los directores de la compañía siempre se interesaron por este aspecto de su actividad; los buques de la compañía llegaban a Cartagena y a Buenos Aires no sólo con esclavos sino también con mercancías de todas clases, para las cuales en lugar de pagar impuestos el capitán hacía un regalo al gobernador local. Un francés que vivía en Londres, Guillaume Eon, representante del rey de España en el comité directivo de la compañía, recibía una pensión de ochocientas libras, además de un regalo de mil libras, para que no prestara atención a estas irregularidades. El virrey de México también esperaba recibir similar trato. Pero los «buques permitidos», los navíos autorizados con mercancías inglesas, se encontraban con muchas dificultades, pues sólo tenían derecho a ir al Nuevo Mundo cuando había una feria en uno de los dos puertos principales de recepción de esclavos, México y Portobelo (éste en tránsito hacia Lima), y estas ferias se celebraban sin regularidad y ni siquiera una vez al año.
Otro problema surgió del hecho de que la Asamblea de Jamaica, organismo más independiente de lo que creían los forasteros, imponía una tasa local de una libra por cada esclavo exportado de la isla, incluso los que iban a ser trasladados al mundo hispánico. El Consejo de Comercio y Plantaciones de Londres trató de impedir que le aplicaran aranceles sobre los esclavos que desembarcaban simplemente para «refrescarlos», pero la asamblea jamaicana mantuvo su posición, pues sus miembros consideraban que se les robaban los beneficios de su viejo comercio ilegal con puertos españoles. Por esto la compañía comenzó a pensar en comerciar directamente con el imperio español sin la muy necesaria etapa en las Indias occidentales británicas.
La compañía mostraba una imprudente lentitud en contestar a las numerosas peticiones de licencias especiales formuladas por mercaderes privados; Neil Bothwell, por ejemplo, que deseaba exportar esclavos transportados por buques ingleses desde Santo Domingo; William Lea, que esperaba hacer lo mismo en Guatemala; un tal Durepaire, que quería un comercio similar con Puerto Rico, y Antonio Francisco de Coulange, que aspiraba a vender no más de veinte esclavos al año comprados en el puerto danés de Saint Thomas.
El hecho de que continuara el comercio privado, independiente e incluso ilegal a los ojos de la ley inglesa, presentaba otro escollo. Oficiales de la Marina se dedicaban a él y la compañía confesó, en 1723, que no podía hacer nada para impedirlo: «En cuanto a lo que escribe acerca de nuestros navíos de guerra protegiendo y llevando a cabo comercio privado», escribieron los directores de la compañía a su agente en Portobelo, «no nos deja indiferentes, pues aunque pueda ser beneficioso para esta nación en general, es muy perjudicial para la compañía en particular, pero no estamos facultados para quejarnos». Entre 1738 y 1745 incluso hubo quejas de marineros; por ejemplo; «Este testigo, a su llegada a Anamabo [en la Costa de Oro] en febrero… a bordo del Spence, vio a negros de ambos sexos en número de setenta y más, junto con diversas mercancías, tendidos en cubierta y en la cabina del capitán, que, como este testigo cree firmemente, habían comprado en dicha costa para comerciar con ellos.»[250]
Todos los viejos comerciantes de esclavos —holandeses, portugueses y franceses— continuaban llevando esclavos a los españoles, cuando y donde podían. Así, el capitán Goldsborough, que mandaba un buque de la compañía en ruta a Buenos Aires, en 1731, se quejaba de que «a causa de los intrusos portugueses, era imposible vender cincuenta negros en seis meses». Los agentes de la compañía, haciendo uso de su derecho, capturaron a doscientos treinta y un esclavos introducidos ilegalmente en Portobelo en los tres años de 1716 a 1719. Pero estos agentes a menudo temían actuar y algunos de ellos participaban en el comercio ilegal.
El principal abastecedor de la Compañía del Mar del Sur, la RAC, también se inquietaba por el viejo problema de los comerciantes independientes. En 1714, Gerrard Gore, agente de la compañía en Cape Coast, informaba que «los intrusos ingleses siguen infestando la costa… Rara vez hay menos de cinco o seis en Anamabo, y frecuentan constantemente Sbidoe…».[251] Estos buques intrusos procedían frecuentemente de Bristol, cuyos mercaderes se resentían del monopolio de las compañías porque las dominaban los inversores londinenses. Sus costes eran, desde luego, menores que los de las compañías, pues todavía no contribuían al mantenimiento de los fuertes, aunque consideraban que conocían y sabían satisfacer mejor los deseos de los monarcas africanos que los hombres de la RAC.
Además, estaban los piratas, el peor de los cuales era el español Miguel Enríquez, que tenía su cuartel general en Puerto Rico y que atacaba buques franceses e ingleses por un igual, con «la mayor cruel dad», abandonando a menudo las tripulaciones en islas deshabitadas, donde las dejaba morir de hambre y sed tras robarles los esclavos.
La guerra volvió a interrumpir el comercio en 1718, y se cerró el asiento hasta 1721. En las Indias se incautaron de los bienes de la compañía. Cuando se restauró la paz, se reanudó el contrato (con gran enojo del primer ministro español, cardenal Alberoni, que detestaba el Tratado de Utrecht). Se devolvieron los bienes incautados, aunque los españoles crearon nuevas dificultades a la Compañía del Mar del Sur al estipular que todos los esclavos importados debían proceder de África, pues, de lo contrario, estarían afectados por la herejía. En 1727, otra breve guerra con España volvió a interrumpir el comercio y de nuevo los bienes de la compañía quedaron incautados durante dos años.
Finalmente, para que la compañía no pudiera cantar victoria, hubo una fuerte especulación con sus acciones en 1720, cuando Change Alley, el centro de compra y venta de acciones en Londres, vivió días turbulentos. Para el historiador de la trata, esto es interesante por el hecho de que la lista de la llamada Tercera Suscripción Monetaria, de 1720, se lee como un directorio de la Gran Bretaña de aquel año: cuatrocientos sesenta y dos miembros de la Cámara de los Comunes, cien miembros de la Cámara de los Lores (que tenía doscientos); además, el poeta Alexander Pope, sir John Vanbrugh, John Gay, y toda la familia real, incluso los bastardos. El speaker (que preside las sesiones) de la Cámara de los Comunes y el Black Rod de la Cámara de los Lores (que convoca a ambas cámaras para sesiones señaladas) y el canciller estaban en la lista, lo mismo que algunas distinguidas personalidades francesas. El cantón suizo de Berna poseía numerosas acciones, lo que constituía una inversión excepcional en la trata, y lo mismo el King’s College de la Universidad de Cambridge y lady Mary Wortley Montagu. No es evidente, ni mucho menos, que todos estos accionistas desconocieran que el principal propósito de la compañía consistía en llevar esclavos al imperio español. Pero todos habrían pensado, de detenerse a pensar en ello, lo mismo que Carlos II y Jacobo II, que era preferible para los esclavos negros que les dieran trabajo amos cristianos en las Américas que los descreídos príncipes africanos. Lady Mary Wortley Montagu viajó por todo Oriente y le pareció bien la institución de la esclavitud.
Varios inversores ganaron dinero antes del hundimiento de la compañía. Uno de ellos fue la amante del rey, la duquesa de Kendal, y otro el librero y filántropo Thomas Guy, que en 1720 poseía cuarenta y cinco mil libras de las acciones originales. Cuando el precio de las acciones subió a trescientas libras, Guy empezó a vender y por su última acción le dieron seiscientas libras; con la fortuna así acumulada, pudo legar dinero a su hospital «para los más pobres y los más enfermos de los pobres».
Pero la mayoría fue menos afortunada, pues el precio de la acción subió hasta mil libras en junio de 1720 y cayó a ciento ochenta en septiembre. Bancos, directores de la compañía, grandes compañías de seguros, políticos y nobles, vieron hundirse sus imaginadas fortunas. Se arruinaron algunos de los personajes más poderosos del país, como el duque de Portland, hijo del favorito de Guillermo III, que tuvo que pedir un cargo como gobernador colonial, y cuyo traslado a Jamaica, principal factoría de la Compañía del Mar del Sur, pareció un desenlace apropiado a sus sueños. El otro centro de esclavos británico, Barbados, tuvo como gobernador, también adecuadamente, a otro que había perdido su fortuna, lord Bellhaven, que perdió la vida, de paso, cuando el buque de la compañía, el Roy al Anne, en que se dirigía a tomar posesión de su puesto, se hundió frente a las islas de Escila. Lord Isaac Newton perdió veinte mil libras y se dijo que durante el resto de su vida no pudo soportar que se pronunciaran en su presencia las palabras mar del Sur. El dramaturgo John Gay y el retratista de moda Kneller también perdieron mucho. Dada la relación entre la compañía y la deuda nacional, así como la implicación real en la empresa, el país mismo habría tenido que enfrentarse a la bancarrota de no haber sido por la serenidad del nuevo primer ministro, sir Robert Walpole, la inteligencia de su banquero, Robert Jacombe, y el admirable nuevo gobernador del Banco de Inglaterra que gozaba del amenazador nombre de John Hanger.
La Compañía del Mar del Sur, sin embargo, sobrevivió y entre 1715 y 1731 vendió un total de sesenta y cuatro mil esclavos. Portobelo-Panamá recibió unos veinte mil de ellos, seguido por Buenos Aires, cosa sorprendente, mientras que el gran puerto de la trata en el mundo hispánico, Cartagena de Indias, quedaba en tercer lugar, con unos diez mil esclavos. La mayoría llegaron vía Jamaica. Un capitán español, Antonio de Cortayre, embarrancó frente a esta isla, en 1718, y se vio obligado a vivir en ella casi un año, durante el cual vio a más de doscientos pequeños navíos salir de Port Royal, la mayoría rumbo al imperio español, llevando de treinta a cincuenta esclavos cada uno, así como, desde luego, otras mercancías ilegales.
En esos primeros años del dorado siglo XVIII, Francia y la Gran Bretaña pasaron por experiencias similares. Al tiempo que la segunda perdía la cabeza con la Compañía del Mar del Sur, la primera lo hizo con la Compañía del Mississippi. Resulta difícil no pensar que ambos países se vieron afectados por el mismo virus de autoengaño. En ambos casos, la trata fue un factor no reconocido de la crisis.
En 1708, el financiero Antoine Crozat —cuyo hermano, Pierre Crozat le pauvre se convirtió, gracias a la fortuna de Antoine, en el más formidable coleccionista de arte de su época— había obtenido el monopolio del comercio en la enorme colonia francesa de Luisiana, un territorio que a la sazón se extendía desde el golfo de México hasta lo que es hoy Illinois. Esta concesión le permitía llevar cada año un cargamento de negros africanos, cosa que parecía muy aventurada, pues cuando comenzó a comerciar solamente había diez esclavos en la colonia. Pero Crozat, que había tenido la precaución de ir a la India y al Próximo Oriente pero no a las Indias occidentales, perdió un millón doscientas mil libras francesas y vendió sus intereses a la Compañía del Mississippi (oficialmente Compañía del Oeste, aunque seguía usándose el antiguo nombre), de John Law. Éste era un brillante aventurero escocés que había huido de Londres al continente para evitar las consecuencias de haber matado en duelo a un tal Beau Wilson, en la plaza de Bloomsbury. En Amsterdam adquirió conocimientos comerciales al mismo tiempo que una fortuna gracias al juego. Impresionó con sus ideas al regente de Francia Felipe, duque de Orleans, que le permitió fundar un banco que transformaría la economía francesa ofreciendo préstamos a bajo interés, y también emitió billetes de banco que fueron más populares que la vieja moneda metálica francesa. En 1718, Law, instalado suntuosamente en la place Louis-le-Grand (actual place Vendôme), compró la licencia de la Compañía del Senegal (formada en 1709 con los restos de la compañía del mismo nombre de 1696), a la que agregó en 1719 la Compañía Francesa de las Indias Orientales, la Compañía de China y la Compañía de África, que comerciaba con Barbaria. Junto con la Compañía del Oeste formó finalmente una Nueva Compañía de las Indias (Nouvelle Compagnie des Indes) que apareció como una «gran salvadora del pueblo francés». En consecuencia, Louisiana gozó de una breve reputación como nuevo Eldorado, lugar de fabulosas riquezas, y la compañía se encontró, formalmente por lo menos, en posesión de un imperio, aunque solamente se introdujeron quinientos esclavos, en 1719, en aquel vasto territorio. En la rue Quincampoix, centro bursátil de París, la multitud parecía vivir en una orgía de especulaciones, como ocurrió en Londres. Todos los franceses previsores querían convertirse en «mississippianos». Lady Mary Wortley Montagu escribía que «os diré que no vi nada en Francia que me deleitara tanto como ver a un inglés, o por lo menos un británico, serlo todo en París; me refiero a mister Law, que trata a los duques y pares muy de haut en bas».[252]
En 1720 Law añadió a su conglomerado las Compañías de Saint-Domingue y de Guinea. La Compañía de las Indias era, para entonces, la organización comercial más grande que hubiese visto el mundo y aún ahora debe considerarse como una de las mayores de la historia. En cualquier día de 1720, la compañía tenía sesenta y dos buques navegando, así como el monopolio de acuñar moneda y la administración de la deuda nacional francesa. Las acciones de quinientas libras francesas subieron a diez mil y, como en Londres, se hicieron grandes fortunas de la noche a la mañana. Se permitió a Law reformar a fondo el sistema fiscal del país y hasta se realizó la fusión del banco nacional y de la compañía. Pero en cuanto la gente quiso comenzar a ver en moneda contante y sonante sus ganancias, el valor de los billetes de banco de Law se hundió y Law huyó a Bruselas, pasando en cuestión de días de ser el héroe de los franceses a ser un maldito villano.
Parece que durante un tiempo las extraordinarias fusiones de Law galvanizaron la trata francesa. Aunque el fundador huyó, la compañía siguió y se le concedió el monopolio de comerciar con esclavos de la costa de Guinea, a condición de que entregara treinta mil esclavos en los siguientes veinticinco años, por cada uno de los cuales recibiría de la corona una recompensa de ciento cuarenta y tres libras francesas.
La compañía, aunque tenía su sede en la nueva ciudad de Lorient, mantenía estrechos lazos con Nantes. Los tratantes de esclavos privados de la última, opuestos en teoría al monopolio, en la práctica se beneficiaron con él, pues obtuvieron licencias de la privilegiada compañía. Ésta seguía enviando cuatro buques a África, en 1740, la mayoría grandes, de un promedio de trescientas toneladas.
A pesar de la decepción causada por la Compañía del Mar del Sur, la trata de esclavos británica creció muchísimo a comienzos del siglo XVIII. En 1720, ciento veinte barcos se dedicaban a los esclavos, la mayoría de Bristol y Londres, pero algunos también de Liverpool, Whitehaven y puertos menores, como Lancaster, Chester y hasta Glasgow, pues la ley de la unión entre Escocia e Inglaterra, de 1707, permitía a Glasgow participar en «el creciente y extenso comercio con las Indias occidentales y las colonias americanas que, si se me ha informado correctamente, han puesto los fundamentos de riqueza y prosperidad que si se refuerzan pueden sostener, algún día, un inmenso edificio», según declaraba el protagonista de la brillante novela de sir Walter Scott Rob Roy. Incluso se remozó la vieja RAC, gracias al interés del duque de Chandos, que se esforzaba en recuperar su riqueza después de perderla en lo que bien pueden llamarse las burbujas del mar del Sur. Este noble, que recibió su título en 1719, patrocinó a Haendel y construyó en Edgware una colosal casa, Canons; Swift dijo de él que «todo lo que ganó con el fraude lo perdió con las acciones».[253] Este personaje fue objeto de los ataques de Pope en su «Epístola a Lord Burlington», pero el poeta presentó sus excusas y empezó a hablar aduladoramente del «apuesto Chandos… al que se quiere con sólo verlo»; este mismo Chandos erigió una estatua a Jorge I en el jardín de su casa, que, según un biógrafo, más tarde «contribuyó a que la plaza de Leicester fuese horrorosa».
En una reunión del comité de la RAC, en 1728, a la que asistieron el duque y el subgobernador, Edward Acton, y sir Robert Davers, el nuevo agente del gobierno en Barbados, y a la vez tratante independiente en África, «se convino… que se le proporcionaran sesenta negros adultos de catorce a treinta años de edad, la mitad hombres y la mitad mujeres, y también treinta muchachos y muchachas, y tantos más cuantos su agente quisiera recibir, de diez a catorce años de edad, y que esto se hiciera entre diciembre y julio…, que fueran negros de Cape Coast, Ouidah o Jaquin, ambos puertos de la Costa de los Esclavos, y que se entregaran al agente de sir Robert Davers en Barbados, en los tres primeros buques de la compañía que allí lleguen… y que su agente debería aprobar todos los negros, y que la suma que se pagara por cada negro fuera en libras, por cada hombre veintitrés libras, por cada mujer, veintidós libras, por cada muchacha y muchacho, veintiuna libras…». Un informe posterior de la RAC sobre la situación del comercio de esclavos incluía la nada habitual recomendación de que «se haga todo lo posible para enseñar a leer y escribir a los negros».[254]
La consecuencia de toda esta actividad fue que en diez años, entre 1721 y 1730, los ingleses llevaron a las Américas a más de cien mil esclavos, es decir, un número igual al de la década anterior; de ellos, casi cuarenta mil fueron a Jamaica, más de veinte mil a Barbados, desde donde se llevaban muchos a Cuba y al imperio español, unos diez mil a las colonias de tierra firme, como Carolina del Sur, y casi cincuenta mil a las colonias del Caribe británico. En cuanto a buques, Londres seguía siendo el primer puerto, pues de él salió un promedio de cincuenta y seis al año, entre 1723 y 1727, mientras que Bristol envió treinta y cuatro y Liverpool, once.
El príncipe de los mercaderes de esclavos londinenses, en aquellos años, era Humphrey Morice, de Mincin Lane, miembro del Parlamento y gobernador (presidente) del Banco de Inglaterra entre 1727 y 1728. Había sido un eficaz portavoz de los mercaderes independientes en las quejas contra la RAC; en 1720 tenía ocho buques destinados a la trata, bautizados con los nombres de su esposa e hijas, y que a menudo llevaban a Rotterdam alcohol y pólvora. Parece que prefería vender los esclavos que intercambiaba en la Costa de Oro a los portugueses de África, antes que enviar sus buques a través del Atlántico. «Puede aceptar tabaco de Brasil en pago» le dijo a su capitán William Clinch en 1721.[255] Pero a veces sus capitanes llevaban su cargamento de cautivos a Virginia o Maryland, donde casi todos los esclavos importados a comienzos del siglo XVIII llegaron en buques de Londres o Jamaica. Morice fue un pionero del tratamiento médico tanto de la tripulación como de los esclavos y solía tener un médico a bordo de sus navíos; por razones de salud, sus capitanes debían comprar limas antes de atravesar el Atlántico, y esto mucho antes de que el doctor James Lind publicara, en 1754, su famosa recomendación sobre los beneficios del empleo regular de esta fruta, en su tratado sobre el escorbuto.
En la tercera década del siglo, Bristol alcanzó a Londres como principal puerto británico de esclavos, aunque Londres siguió siendo el centro de los seguros marítimos y también el lugar adecuado para escoger los cargamentos apropiados, y que algunos mercaderes de la ciudad mantuvieron buques en la trata hasta casi finales del XVIII. Bristol envió a África casi cincuenta navíos por año, entre 1728 y 1732, con unos cien mil esclavos. En comparación, Londres y Liverpool, que subía en el comercio de esclavos, enviaron, en esos mismos años, cuarenta y cuarenta y cuatro buques, respectivamente. Los mercaderes de Bristol fueron también de los primeros en enviar esclavos a Virginia y en trasladar a esclavos de una a otra de las colonias de América del Norte.
Los mercaderes de africanos más destacados de Bristol fueron Isaac Hobhouse, que entre 1722 y 1747 hizo cuarenta y cuatro viajes, James Dav con cincuenta y seis viajes entre 1711 y 1742, Richard Henvill, que comenzó en la trata en 1709, y más tarde James Laroche, de familia hugonote de Burdeos, cuyo padre llegó a Inglaterra en el séquito del príncipe Jorge de Dinamarca alrededor de 1705, y que fue el más importante tratante de esclavos de la ciudad, pues organizó ciento treinta y dos viajes entre 1728 y 1769.[256] En el Caribe hubo cambios similares. Barbados alcanzó a Jamaica como colonia más importante de los ingleses. Con una precisión por las matemáticas que no siempre se manifestaba en sus cuentas, los colonos constataron que Jamaica era veintiséis veces mayor que Barbados, por lo que parecía que llegaría a ser la más rica de las islas británicas. Al comenzar el siglo XVIII había unos siete mil europeos y cuarenta y cinco mil esclavos, y en 1712 su producción de azúcar superaba ya la de Barbados. El plantador más rico de la isla, Peter Beckford, era también el más poderoso, pues cuando murió en 1735 era dueño de nueve plantaciones de caña y poseía parte de otras siete. Su hijo William regresó a Inglaterra, donde fue miembro del Parlamento y el hombre de negocios más poderoso de la City de Londres, ciudad de la cual fue dos veces alcalde (lord mayor) y donde pudo considerarse uno de los pocos amigos íntimos de William Pitt el Viejo. Pero siempre conservó sus novecientas hectáreas de caña en Jamaica, y la mansión Drax Hall, orgullo de la familia, en la parroquia central de Santa Ana, ostentaba a la vez un molino de viento y un molino de agua.
Fue, desde luego, una gran época para el comercio y la manufactura de la Gran Bretaña. Parecían ilimitadas las perspectivas comerciales de América del Norte y de las Indias occidentales. Casi todos los aumentos de las exportaciones británicas en los sesenta años que siguieron a la ley de la Unión, de 1707, fueron a mercados no europeos. También aumentaron los europeos continentales que querían mercancías inglesas, pero más lentamente, y alrededor de 1750 la mitad de las exportaciones a África (telas, lingotes de hierro, brandy) eran reexportaciones de la Europa continental.
En los años treinta del siglo los navíos británicos transportaron quizá un total de ciento setenta mil esclavos; por primera vez, probablemente, más de los que los portugueses llevaron en diez años a Brasil. Unos cuarenta mil esclavos fueron a las colonias meridionales de Norteamérica (Virginia, Maryland y las Carolinas; Georgia se opuso, por lo menos formalmente, al empleo de esclavos hasta 1750). Era un total cuatro veces superior al de los diez años anteriores. A Jamaica fueron probablemente cuarenta y dos mil, algo menos de treinta mil a Barbados y sesenta mil a otros lugares. Cabe suponer que una tercera parte de los esclavos británicos llevados a América estaba destinada al imperio español vía Jamaica.[257]
El comercio de contrabando patrocinado por la Compañía del Mar del Sur, en mercancías lo mismo que en esclavos, había alcanzado una dimensión tal al final de la cuarta década que empezaba a afectar a la economía imperial española. En 1737 la Casa de la Contratación informó al rey de que los mercaderes de Sevilla no lograban vender sus prendas de vestir en el imperio debido a la cantidad de mercancías inglesas de contrabando disponibles. El gobierno español hizo lo posible para limitar los daños y en 1733 ordenó incluso al virrey del Perú que no llevara oro ni plata a los puertos en que pudieran anclar los buques de la compañía. Se creó una pequeña flota de balandros guardacostas frente a Cartagena y La Habana. La llamada «guerra de la oreja de Jenkins» fue desencadenada por el supuesto trato dado en Cuba por uno de estos guardacostas a Robert Jenkins, capitán del bergantín Rebecca. En 1739 los gobiernos británico y español, con el fin de conservar la paz, dieron por terminadas estas operaciones de busca y captura, pero la compañía se negó a dejar que el gobierno español examinara sus libros y, en cambio, pidió una fuerte indemnización por la mercancía requisada. En noviembre estalló la guerra, tras la cual la compañía nunca consiguió recobrar su posición anterior.
La preeminencia de Bristol en la trata duró apenas veinte años. Del mismo modo que, con la decadencia relativa de la RAC, Londres cedió su lugar a Bristol, ahora ésta se vio superada por Liverpool, cuyo ascenso constituye una interesante historia en la cual la trata tuvo una parte importante, acaso decisiva. Esto era lo que afirmaba el general Bonastre Tarleton, un diputado perteneciente a una familia de tratantes de esclavos y que en un discurso de 1806 defendió el comercio de esclavos describiendo cómo Liverpool había pasado de ser una aldea de pescadores a ocupar el «segundo lugar en riqueza y población del imperio británico».
La actividad marítima de la ciudad había comenzado con el comercio irlandés y ya en 1670 comerciaba a pequeña escala con Norteamérica y las Indias occidentales, lo mismo que con Madeira y las Canarias. Los mercaderes de Liverpool fueron, al principio, intrusos, que operaban a pequeña escala y sin prestar gran atención al rendimiento. La ciudad contaba ya con muchas industrias locales, lo que favorecía buenas exportaciones de lino, cristal, cuero, diversos productos metálicos y también la construcción de buques.
Durante las guerras francesas de comienzos del XVIII, Liverpool ya era un puerto próspero, con hermosas calles y muchas mansiones de piedra en las que vivían los mercaderes más acaudalados, que solían apoyar la sucesión protestante, pues eran en su mayoría anglicanos y whigs (liberales), aunque muchos de los marineros eran disidentes. En 1726 Defoe llamó apropiadamente a Liverpool «la Bristol de esta parte de Inglaterra».[258] Su nuevo dique flotante, el primero comercial en Inglaterra, aparte del de Londres, se abrió en 1715.
La entrada de Liverpool en la trata tuvo lugar en la última década del siglo XVII, aunque el primer buque de esclavos del que haya datos fue el Liverpool Merchant, que en 1700 llevó doscientos veinte esclavos a Barbados. Desde el comienzo, como en otras ciudades, la trata interesó a los más poderosos de la ciudad: sir Thomas Johnson, arquitecto del nuevo dique flotante, miembro del Parlamento y alcalde, poseía el cincuenta por ciento de las acciones del Blessing, el segundo buque de esclavos de la ciudad del que se tenía noticias. Mientras que Bristol llevaba muchos esclavos a Jamaica para su venta a los mercaderes españoles que visitaban regularmente esta isla, Liverpool se especializó, a partir de 1713, en la trata directa e ilegal con el imperio hispano, especialmente con La Habana y Cartagena de Indias.
Ya para 1740, Liverpool enviaba treinta y tres buques al año a África, un número que fue creciendo por diversas razones. Su puerto estaba mejor situado que el de Londres para el comercio atlántico, y menos expuesto a los franceses, en tiempo de guerra, que Bristol. De regreso, los capitanes de Liverpool solían desembarcar su carga en la isla de Man, que era «un vasto almacén de mercancías de contrabando», y con ello eludían los impuestos en sus cargamentos. Sus tratantes encontraban también en esa isla lo necesario para la trata, como latón, armas y pólvora. Además, los mercaderes de Liverpool podían evitar el peligro de encontrarse con merodeadores del mar enviando a sus buques al Atlántico por la ruta del norte de Irlanda. También parece que los dueños de los buques trataban a sus capitanes y tripulaciones con mayor austeridad que los de Londres y Bristol: «El común de sus capitanes cobraba un salario anual», comenta un historiador de Liverpool, «y si era mensual, se consideraba una buena paga la de cuatro libras… no había privilegios de camarote, era desconocido entre ellos el botín, y no se les daba ni un chelín por su estancia en puertos».[259] Los mercaderes de Liverpool, que a menudo habían sido capitanes o marineros, pagaban a los tripulantes peor que los de Bristol, lo cual les permitía vender sus cargamentos a un precio inferior en un doce por ciento al del resto del reino y regresar con iguales beneficios. En África, los mercaderes de Bristol tendían a mantenerse en lugares conocidos y seguros de la Costa de Oro y Angola, mientras que los de Liverpool iban en busca de africanos a Sierra Leona, Gabón y Camerún.
En 1753 cuatro familias poseían carruajes en Liverpool, tres de los cuales eran propiedad de tratantes de esclavos. El más destacado de éstos era Foster Cunliffe, que había llegado a la ciudad desde el campo del Lancashire. Se asoció con el tratante Richard Norris, que se dedicaba a la trata desde 1720. Cunliffe hizo una fortuna y fue alcalde tres veces. Solía enviar a África cuatro o más buques al año. Sabemos que era «severo y obstinado», pero también filántropo, pues fue presidente de la Enfermería (hospital) y protector de la escuela Blue Coat. En una capilla de la iglesia de San Pedro, en su ciudad, se le describe como «un mercader cuya sagacidad, honradez y diligencia proporcionaron riqueza para sí y su país; un magistrado que administró justicia con ecuanimidad, sinceridad e imparcialidad; un cristiano devoto y ejemplar…».[260] Antes de morir aseguró la elección de su hijo Ellis al Parlamento, con una campaña de la que se dijo que le ayudó «la popularidad de su padre». Los Cunliffe tenían también una excelente representación comercial en América del Norte, con sede en Oxford, en la orilla oriental de la bahía del Chesapeake, así como un gran almacén en New Town (la actual Chestertown), en Maryland. Su principal representante allí, durante muchos años, fue Robert Morris, padre del financiero de la revolución [de la independencia] americana, como veremos en el capítulo catorce.
El colega parlamentario por Liverpool de Ellis, Charles Pole, era también tratante de esclavos, como lo fuera su predecesor John Hardman («el gran Hardman») y también su sucesor, Richard Pennant, que más tarde inició el comercio escocés de pizarra y poseía propiedades en Jamaica; tenía relaciones de parentesco con las principales familias de la isla, como los Beckford, y en 1780 se convirtió en lord Penrhyn.
Liverpool no se mostraba timorata sobre las ganancias obtenidas con la trata de esclavos. La fachada de su Bolsa ostentaba relieves de cabezas de africanos, con elefantes, en un friso, y una de sus calles se conocía popularmente como «de los negros». Hablaremos de los negros en Inglaterra en el capítulo veintitrés.
Bristol no produjo dinastías de tratantes de esclavos. Su historiador más severo comentó con agudeza que cinco de los veintiséis principales mercaderes de esclavos de esa ciudad murieron solteros y diez más murieron sin herederos varones.[261]
En cambio, varios de los tratantes de Liverpool fundaron grandes familias, muchas de las cuales siguieron conservando con su riqueza e influencia después del fin de la trata, como por ejemplo los Leyland, los Cunliffe, los Bold y los Kennion. Las fortunas de varios de estos mercaderes de esclavos, como los Leyland, los Hanly y los Ingram, fueron la base de bancos y de nuevas manufacturas.
Liverpool era también el principal mercado para los nuevos productos de Manchester, cuyas telas de algodón dominaron, a comienzos del XVIII, el mercado de las Indias occidentales y atraían también a los muy buscados clientes españoles. El costo del transporte entre Manchester y Liverpool, ya de por sí bajo, disminuyó cuando se abrió el canal de Bridgewater, y después de 1772 el precio del transporte por tonelada cayó de cuarenta chelines por tierra a seis chelines por el canal.
El efecto de esta baja fue notable: en 1739 el comercio de exportación de Manchester, por valor de unas catorce mil libras al año, era insignificante. Veinte años después había subido a más de cien mil libras y en 1779 a más de trescientas mil. Una tercera parte de estos productos iba a África, sobre todo para cambiarlos por esclavos, y la mitad a Norteamérica o el Caribe. Las mercancías favoritas eran telas de algodón, especialmente la burda a rayas llamada entonces annabase, copiada de la India. Los tintes ingleses, como los franceses, eran de poca calidad y al principio no se consiguió obtener los brillantes colores indios. Pero Manchester fue hábil en la comercialización de sus telas a cuadros («tela de Guinea» la llamaban), cuya popularidad aumentaba en África de año en año. Cada vez más, las mercancías que se cambiaban por esclavos africanos procedían de manufacturas inglesas, hasta llegar casi a las tres cuartas partes en 1750. El algodón en bruto llegaba de las Indias occidentales, del Levante y de India, más tarde de Brasil, y finalmente, desde luego, de Estados Unidos, tras el invento de la desmotadora.
El más destacado fabricante de tela de algodón a cuadros era Samuel Touchett, que también se dedicaba ocasionalmente a la trata. Hijo de un manufacturero de alfileres de Warrington, figuró entre uno de los tres primeros patrocinadores de la fracasada máquina de hilar de Lewis Paul; también era asegurador a gran escala. Ayudó a equipar la expedición inglesa que arrebató a los franceses las factorías del río Senegal, en 1758, y trató, sin conseguirlo, de que le dieran el monopolio del comercio en esa región. Luego fue a Londres, como representante de la firma familiar; allí figuró como uno de los inductores de la agitación parlamentaria y presentó al gobierno las numerosas peticiones de Manchester. Le eligieron miembro del Parlamento, sirvió los intereses del duque de Newcastle, y tuvo por amigo al corrupto y encantador pagador general, Henry Fox. Era socio de negocios en las Indias occidentales, a las que envió buques con esclavos, especialmente a La Habana, cuando los ingleses capturaron esta ciudad en 1762. Tras la ocupación británica de Florida, en 1763, compró tierra allí. Y como se suponía que lo sabía todo sobre Norteamérica y sobre finanzas, siguieron su consejo cuando sugirió a Charles Townshend, canciller del Tesoro, que decretara los impuestos que condujeron en su momento a la rebelión de las colonias de América del Norte. Su carrera fue tan variada que cuando Edmund Burke comparó su canciller a «un pavimento de mosaico sin cemento», bien pudo referirse también a él.
Tanto en Liverpool como en Bristol, el éxito de la trata estimuló la construcción naval, y a finales del siglo, la principal empresa de esta actividad en Liverpool, Baker y Dawson, se había convertido en la mayor también en la trata, con licencia especial para vender a las colonias españolas.
Este nuevo comercio de capitanes y mercaderes ingleses significaba, en ausencia de leyes en contra, que ahora se vendían africanos en Gran Bretaña, aunque a pequeña escala. Podían verse anuncios de muchachos negros «preparados para servir a un caballero» o, por ejemplo, de «muchacha negra y sana, de quince años, que habla inglés, sabe coser, lavar y ocuparse de la casa, y que ha tenido la viruela».[262] En Liverpool se anunciaba a menudo a estos esclavos en las escaleras de la nueva casa de aduanas, de ladrillo rojo, de Silvester Moorecroft, por considerarse que lo que se hacía en las Indias occidentales debía también hacerse en la ciudad. Lord Chesterfield tenía a un muchacho esclavo en La Haya, en 1728, cuando era allí embajador británico, y también lo tenía Charles Lennox, tercer duque de Richmond, político radical y tolerante. Con frecuencia las duquesas trataban como juguetes a los muchachitos negros. Cuando los esclavos envejecían, solían enviarlos a las Indias occidentales. Los periódicos anunciaban recompensas por esclavos huidos. En 1690, el Williamson’s Advertiser hablaba de «un negro llamado Will, de unos veintidós años, con traje gris y habla bien inglés. Quien lo capture y avise al señor Lloyd [el fundador de la aseguradora Lloyd] en su café de la calle Tower tendrá una recompensa de una guinea». La mayoría de los huidos acababan siendo capturados de nuevo, pues el color de la piel los delataba. Pero había algunas personas compasivas que ayudaban a los huidos y la huida se consideraba un delito y no un crimen. En el capítulo veintitrés hablaremos de las implicaciones de esto.
Entretanto, el hecho de que Francia no consiguiera el asiento en el Tratado de Utrecht de 1713 tuvo un efecto notable en el comercio de esclavos de este país. Tras el fracaso de los grandes planes de Law, el realismo se adueñó de los políticos franceses que regían el comercio; se abolieron las viejas compañías del Senegal y Guinea, y aunque la compañía de Law sobrevivió, se abrió el comercio con África a todos los mercaderes franceses que quisieran ir allí, a condición de que se hicieran a la mar desde uno de los cinco puertos con privilegio: Rouen, La Rochelle, Burdeos, Saint-Malo y, sobre todo, el «afortunado» Nantes, el «ojo de Bretaña».[263] Cierto que desde entonces hubo que pagar una tasa de treinta libras francesas por cada esclavo que se llevara a Saint-Domingue y de quince por los que fueran a Guadalupe o La Martinica. La posibilidad de recaudar dinero a través de los impuestos sobre esclavos era la justificación de que la trata se limitara a los cinco puertos citados, pese al enojo que esto provocó en otras ciudades. El dinero recaudado con estos impuestos debía emplearse en la construcción de fuertes y factorías en África. Pero hubo concesiones para alentar la trata francesa, como la de que todas las mercancías importadas de las Indias orientales que se emplearan para comprar esclavos estaban exentas de impuestos de exportación y se reducía a la mitad el impuesto de entrada en Francia sobre «el azúcar y otros productos de las islas comprados con el producto de la venta de esclavos»; además, estas importaciones no pagaban ningún impuesto si se reexportaban a Holanda o Alemania, entre otros países.
Los dos centros de la trata francesa, en el siglo XVIII, eran Nantes y Saint-Domingue. Éste era el territorio del oeste de La Española que España había cedido a Francia por el Tratado de Ryswick de 1697. Vivió un período de auge como colonia de plantaciones, que producía principalmente azúcar para servir en las casas de café, chocolate y té europeas. A comienzos de siglo esperaba la llegada de buques de esclavos cada dos meses, pero en 1750 era ya cada semana. Su éxito deslumbró a París, cuyos mercaderes, banqueros y funcionarios creyeron que habían no descubierto, sino creado, un verdadero Eldorado.
Los mercaderes de Nantes eran el complemento de Saint-Domingue, pues facilitaban la mayor parte de la mano de obra. Nantes, que no era ni enteramente bretón ni enteramente angevino, ni siquiera parte del Poitou, era un puerto destacado desde hacía varias generaciones debido a su posición en el estuario del Loira, con numerosas islas cercanas.
Situada a cincuenta kilómetros del mar, en el punto en que el Erdre, que pronto iba a canalizarse en su parte urbana, desemboca en el Loira, se encontraba comunicada por estos ríos con el interior y hasta con París a través del canal de Orleans. Pero hasta mediados del siglo XVII limitó su comercio a la costa francesa, con ocasionales incursiones de pesca en Terranova. Nantes entró de lleno en el comercio internacional, pues la Compañía del Senegal había empleado su puerto como lugar principal de venta de su mercancía, y esto la favoreció frente a otros puertos, en particular al especializarse en la importación de mercancías de India, sobre todo telas de algodón, que desde allí podían llevarse a África. A finales del XVII probablemente salieron de Nantes algunos buques de esclavos, rumbo a África, y es seguro que uno lo hizo en 1707. A partir de 1725 y hasta la Revolución, Nantes envió unos ochocientos navíos negreros y ya en 1720 era el principal puerto francés de la trata, del que salían la mitad de las expediciones francesas.
La familia Montaudoin, encabezada por los hermanos Jacques y René, proporcionó los grandes nombres nanteses de la trata. Un artesano de París, Jean Montaudoin, es el primer antepasado conocido en Nantes, ciudad a la que llegó en 1616. Desde 1713 fueron responsables de la mitad de los buques. «Cuando algunas pobres clarisas visitaban a René pidiendo caridad, abría un cofre lleno de oro y les decía: “Metan las manos.”»[264] Esta familia equipó trescientos cincuenta y siete buques entre 1694 y 1791, cifra que probablemente les convierte en los mayores tratantes independientes. Luego venían los de Luyne, con ciento ochenta y dos buques negreros, los Boutelhier con ciento setenta y uno, seguidos por los Bertand, los Drouin, los Grou, los Michel y los Richard. Pero la mayoría de las empresas de Nantes, como las de Bristol y Liverpool, tenían alrededor de una docena de accionistas cada una.
Entre las figuras destacadas de este negocio, en Nantes, estaba Antoine Walsh, un inmigrante católico irlandés y uno de los personajes más poderosos de la trata francesa, que envió hasta cincuenta y siete expediciones a África; se casó con Marie, hija de Luc Shiell, otro gran tratante de esclavos de comienzos del XVIII, también de origen irlandés, una de cuyas hermanas se casó con otro destacado mercader de Nantes, un Grou. Altivo con los funcionarios, desdeñoso de las cantidades pequeñas, Walsh era un romántico jacobita y, al mismo tiempo, un hombre de aguda visión comercial. Su padre había llevado a Jacobo II desde Londres a Francia, en uno de sus buques, y en 1745 Antoine mismo acompañó al príncipe Carlos Eduardo a las Tierras Altas escocesas en el Du Teillay. Ese mismo año se percató de las posibilidades de comprar esclavos en la costa africana conocida entonces como Angola (en realidad, la costa de Loango), y con la ayuda de banqueros parisinos, como Tourton y Baur, y París de Montmartel, estableció una compañía con un capital de dos millones de libras francesas para enviar diez buques en 1749, con el propósito de llevar dos mil esclavos a Saint-Domingue y otras partes del Caribe. Walsh tenía la reputación de escoger a míseras tripulaciones y de perder muchos esclavos en ruta, pero es posible que esto no se le pueda achacar personalmente.
Walsh se excedió. Vivía en la elegante Île Feydeau, que parecía anclada a la ciudad de Nantes por dos nobles puentes; en 1749 compró una gran propiedad próxima, Serrant, para su hermano François-Jacques, por la entonces enorme suma de ochocientas veinticuatro mil libras francesas, y perdió dinero como presidente de la Société d’Angola, en parte porque en las Américas los esclavos angoleños se consideraban inferiores a los de la Costa de Oro. Aunque fracasó, esta sociedad era una empresa innovadora, pues estacionó en permanencia tres grandes buques frente a Loango, Cabinda y Malemba, con el fin de tener siempre disponibles mercancías europeas para comprar esclavos; desde estos grandes navíos, otros cinco, de menor tamaño, partían todos los años hacia Saint-Domingue, adonde llevaron a diez mil esclavos en siete años.
En Nantes los mercaderes holandeses eran tan numerosos como los irlandeses; manejaban el comercio con el norte de Europa y formaban una «nación» hasta el punto de que el abate Expilly, en los años sesenta, encontraba «difícil distinguir el verdadero carácter de la población nativa».[265] Proporcionaban a los mercaderes de Nantes gran parte de sus cargamentos: lingotes de hierro suecos, telas de las Indias orientales y los muy buscados cauríes de las islas Maldivas del océano Indico.
La caña que llegaba a Nantes desde las islas francesas solía refinarse cerca de la ciudad, de modo que ésta podía exportar mucho azúcar, por valor de veinticinco millones de libras francesas al año, sobre todo a Holanda, pero también a Alemania, España, Suecia, Italia, Dinamarca y hasta a Guinea.
Otra importación tropical que se elaboraba en Nantes era el algodón, que tenía una conexión directa con África, pues la primera relación entre un comerciante de esclavos nantés y la manufactura de algodón tuvo lugar a finales de los años veinte del XVIII, cuando René Montaudoin, el gran tratante y director del hospital general La Sanitat, sugirió que los talleres del mismo se consagraran a la manufactura de algodón para emplearlo, en parte, en la trata. Más tarde, Montaudoin y sus socios construyeron un anexo del hospital, al que llamaron La Providence, dedicado especialmente a la manufactura de algodón. Los tintoreros de la ciudad pronto encontraron procedimientos para copiar los diseños indios, y estas bonitas telas indiennes tuvieron un papel esencial en los cargamentos destinados a África. Finalmente, Montaudoin y sus socios fundaron La Gran Manufactura, una fábrica, en el sentido moderno del término, que fabricó las primeras telas de algodón teñido, empleando como tinte el índigo de las Américas. Otra firma nantesa era la Real Manufactura de Vidrio, dirigida al principio por Joseph de Wansoul, de Lieja, y uno de cuyos objetivos principales era fabricar botellas para el comercio de esclavos y de las Indias occidentales.
Cuando tuvieron éxito, muchos de los mercaderes de esclavos, algodón, azúcar y vidrio, como los Grous, compraron propiedades rurales a menos de una jornada de viaje de sus despachos, lo cual no sólo les proporcionaba la ilusión de la calma sino que también les permitía cultivar viñedos, que producían el brandy más barato necesario para la trata africana. De igual modo, doscientos años antes los Jorge de Sevilla habían utilizado su finca de Cazalla de la Sierra para hacer vino que cambiaban por esclavos de Cabo Verde.
Hubo mercaderes de Nantes que trataron de obtener esclavos en la Costa de Oro y en Ouidah, en la Costa de los Esclavos, pero los ingleses y los holandeses dominaban la primera de estas zonas, y el comercio de la segunda, como veremos en el capítulo dieciocho, estuvo amenazado durante un tiempo después de que Dahomey se apoderara de ella, de modo que los capitanes nanteses se interesaron cada vez más por la trata en la costa cercana a la bahía de Loango. Hacia 1740, un tercio de los buques de Nantes iba a esta región.
Aunque en el siglo xviii Burdeos era el primer puerto comercial de Francia, nunca se acercó a la actividad de Nantes en la trata, excepto en 1802, año de la paz de Amiens. De todos modos, hacia 1730 enviaba un buque al año, el Heureuse Paix, el Henriette o el Union, propiedad en gran parte de un mismo mercader, Jean Marchais, hijo de un sastre y que tenía experiencia de las islas, donde vendía vino lo mismo que «ébano». Otros magnates de la marina bordelesa comenzaron a prestar atención a la trata después de 1750, entre ellos David Gradis, Pierre-Paul Nairac, Isaac Couturier y Laffon de Ladébat. La mayoría venía de tierras lejanas, como del Tarn en el caso de Nairac, de Portugal en el de Gradis, de Irlanda en el de Jean Valentín Quin, o de La Rochelle en el de Elie Thomas. Casi todos eran, como sus homólogos de Nantes, católicos, pero algunos eran protestantes (Nairac) o judíos (Gradis, Samuel Alexandre).
Une seule passion dominait mon père —un noble de Saint-Malo— celle de son nom, escribió Chateaubriand.[266] Pero otra se acercaba en fuerza a ésta: la de hacer dinero, y en especial gracias al comercio, limitado pero constante, de esclavos, en el cual el padre del escritor sirvió como capitán del Apollon, buque propiedad de un amigo, que en 1754 llevó cuatrocientos catorce esclavos desde diversos puertos africanos a Saint-Domingue, y que luego, en 1763, fue propietario del Renoncule, capitaneado por su hermano Pierre du Plessis, y el Amarante. Los puertos de La Rochelle, Le Havre, Honfleur, Saint-Malo, Lorient y Marsella hicieron también su aportación, por este orden, a la trata; cada uno de estos puertos envió más de cien expediciones a África en busca de esclavos, a lo largo del siglo. La Rochelle envió cuatrocientos, treinta de los cuales de la familia Rasteaus; Le Havre, por su parte, mandó casi trescientos cincuenta.
Como resultado de todos esos viajes africanos, aumentó el número de negros que vivían en Francia, como había aumentado en Inglaterra. En 1691, el Oiseau había llegado a La Rochelle con dos esclavos de la Martinica; no los mandaron de vuelta porque «la libertad se adquiere, según las leyes del reino, apenas los esclavos tocan tierra».[267] Pero hubo cierta vacilación sobre esta sentencia, y aunque los dos esclavos quedaron libres, su precio, de trescientas libras francesas cada uno, se mantuvo en la lista de mercancías del capitán. Una nueva ley de 1716, propuesta apresuradamente por el regente Felipe de Orleans, permitía a los amos conservar los esclavos traídos a Francia desde las colonias. Un decreto de 1738 refinaba las condiciones con que podían retenerse. Los esclavos negros en Francia estarían obligados a aprender un oficio y no podrían quedarse en el país más de tres años; si rebasaban este período, el rey los confiscaría, lo cual significaba que podía mandarlos a galeras; por otra parte, los colonos de regreso no podían tener esclavos en sus propias casas. Estos cambios suponían un paso atrás en lo que había parecido el rechazo de Francia a aceptar la institución de la esclavitud dentro de sus fronteras, aunque, en teoría, a los amos no se les permitía vender esclavos, y ni siquiera cambiarlos, en la propia Francia.
En consecuencia pronto hubo en Nantes innumerables negros, hombres y mujeres; parecían, con los niños, los monos y los loros, parte de la familia. Los comerciantes de esclavos, en sus hermosas casas, con el rostro de Neptuno encima de las puertas cocheras de la rue de la Fosse, cerca de los muelles, o en la más elegante Île Feydeau, daban como propina a sus criados alguno de esos négrillons o algunas de las négrittes. En 1754, una orden disponía que los colonos sólo podían traerse a un negro por persona, si bien esta regla se olvidaba a menudo. Al comienzo de la Revolución había en Nantes suficientes negros para formar un batallón, los húsares de Saint-Domingue, que en realidad eran una banda de asesinos, asaltantes y saqueadores que ayudó a convertir la ciudad, en aquel momento, en una de las más sangrientas de Francia. En Burdeos y La Rochelle sobrevivieron también pequeñas poblaciones de negros.
Entre 1721 y 1730 los franceses transportaron menos esclavos que los ingleses o los portugueses, pero de todos modos llevaron al menos ochenta y cinco mil. En la cuarta década del siglo la cifra aumentó, probablemente hasta cien mil. Entre 1738 y 1745, Nantes sola transportó cincuenta y cinco mil esclavos en ciento ochenta buques, especialmente a los nuevos ricos, los plantadores de Saint-Domingue, que se quedaron con las tres cuartas partes del total, y de Martinica, que se contentaron con un quinto.[268]
Después de 1741 se permitió que todos los puertos franceses entraran en la trata, aunque este permiso no afectó a los demás principios colbertianos sobre los que se había levantado el imperio francés: ni esclavos ni nada podía venderse a otros imperios.
En términos convencionales, los Países Bajos no parecían una potencia atlántica importante, en el siglo XVIII. Pero ésta no sería la impresión que sacaría un comerciante de esclavos de la época. Los holandeses seguían manteniendo cuatro colonias en la costa norte de América del Sur, lejano recuerdo de los viejos tiempos en que controlaban la mitad de Brasil; eran los puertos a orillas de los ríos Essequibo, Demerara y Berbice, y el más importante de Surinam. En el siglo XVIII la colonia de Essequibo recibió quince mil esclavos; la de Demerara, donde la colonización empezó en serio en 1746, once mil; la de Berbice, catorce mil, y la de Surinam, donde empezaba a cultivarse el algodón, ciento cincuenta mil. Además, la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales convirtió la pequeña isla de San Eustaquio, en las islas de Sotavento, en mercado de esclavos, primero como complemento de su viejo centro de Curaçao, y luego como sustituto del mismo. La citada compañía todavía llevó algunos esclavos a Brasil; probablemente unos tres mil quinientos, de 1715 a 1731.
Pero en 1734 la Compañía Holandesa perdió su monopolio oficial en África, y cuatro años después el de las Indias occidentales, y en consecuencia abundaron los intrusos holandeses. Desde entonces, cualquier ciudadano holandés que quisiera comerciar con esclavos podía hacerlo libremente, con tal de pagar un impuesto. Muchas empresas independientes aprovecharon esta oportunidad, especialmente a finales del quinto decenio, cuando Holanda se mantuvo neutral en la guerra de sucesión austríaca que significó un período dorado para la trata holandesa. Los mercaderes de Zelanda, sobre todo los de Middelburgo, ocuparon la primera línea, con firmas tan importantes como la Compañía de Comercio de Middelburgo, que envió más de cien viajes a África en busca de más de treinta mil esclavos. En 1750 los holandeses conservaban todavía sus fuertes de Gorée y de la costa de Guinea, de Elmina, Nassau, Axim, Accra, Anka y Benda. Pero pronto su decisión de aliarse con los enemigos de los ashanti les acarreó problemas, pues el poder de este pueblo iba aumentando año tras año, en parte gracias a los envíos de armas que recibían a cambio de esclavos, envíos de los que la propia compañía holandesa se encargaba.
El ejemplo británico de ocuparse a gran escala de la trata fue imitado por naciones que consideraban a Inglaterra la principal potencia económica europea. Así, aumentó el interés de los daneses por la trata y en 1725 su Compañía de las Indias Occidentales empezó a permitir la introducción en sus pequeñas islas de esclavos traídos por tratantes privados. En 1733 añadieron Saint Croix a sus posesiones caribeñas de Saint Thomas y Saint John, esta última adquirida en 1719, y que formaban lo que ahora son las islas Vírgenes de Estados Unidos, que este país compró en 1917 por veinticinco millones de dólares, justo antes de que el presidente Wilson redactara los Catorce Puntos que señalaban cómo debería ser el mundo después de la primera guerra mundial. Esta nueva colonia era mayor que las demás y pronto sustituyó la producción de algodón por la de azúcar. El gobierno no logró persuadir a los colonos que emigraran, pues Saint Croix estaba ya colonizada por católicos ingleses procedentes de Montserrat y encabezados por Nicholas Tuite, pero mantuvo con los españoles un abundante comercio de esclavos ilegales. Las plantaciones de caña necesitaban también cautivos africanos: nueve mil en 1755, veinticuatro mil en 1775, muchos de los cuales no procedían directamente de África sino de otros puntos del Caribe. Santo Tomás, pequeña y montañosa isla, era, más que un terreno de plantaciones, un lugar de tránsito para los esclavos, para lo cual resultaba muy apropiado su hermoso puerto de Charlotte Amalie, por el cual probablemente pasaron más de veinticinco mil en la segunda mitad del siglo.
Aunque a pequeña escala, los inversores daneses en las plantaciones de caña amasaron buenas fortunas, como los de otros países. Entre estos afortunados estuvo la familia Schimmelmann, que dirigió la economía danesa durante buena parte de la segunda mitad del siglo XVIII, pues Henrik fue ministro de Hacienda entre 1768 y 1782 y su hijo Ernest lo fue a partir de 1784.
Finalmente, entre las innovaciones de estos años debe señalarse la Compañía de Ostende, fundada en 1723, que demostró que los Países Bajos austríacos no querían ser meros espectadores en el gran comercio africano de esclavos. Este reingreso en la trata de un dominio de la familia Habsburgo no dejó de tener contratiempos. Por ejemplo, los moros de Argel seguían con sus operaciones de esclavos y en 1724 un buque de Ostende que se dirigía a África, el Keyserinne Elizabeth, fue capturado, en la entrada del canal de la Mancha por dos corsarios, y su tripulación de cien europeos blancos fue vendida en Argel.
Pese a la actividad de ingleses y franceses, los portugueses siguieron siendo, hasta alrededor de 1730, los más importantes transportadores de esclavos a través del Atlántico. En 1724 se estableció una nueva compañía portuguesa para monopolizar el mercado brasileño, y durante la tercera década del siglo probablemente se llevaron allí ciento cincuenta mil esclavos, de los cuales unos ochenta mil de Mina y unos setenta mil de Angola. La necesidad urgente de esclavos en las minas de oro de Minas Gerais explica el volumen de estas cifras. Las mercancías inglesas, junto con las traídas de la India por las compañías de las Indias orientales inglesa y holandesa, compradas en Lisboa con oro brasileño, se cambiaban por esclavos en Angola.
Pero sólo una minoría de los navíos que iban a buscar esclavos a Angola tenía todavía contacto con Portugal, pues el comercio con Brasil se volvía horizontal en lugar de triangular como antes. En cuanto a África, la mayoría de los esclavos vendidos en Angola procedían del interior, de mucho más allá del reino tributario de Ndongo, y hasta de más allá de Matamba, la monarquía descendiente de la reina Nzinga o del antaño violento Lunda de Kasanje. Todas estas monarquías eran ahora meros corredores por los cuales llegaban a la costa los esclavos. Aunque en general ya se habían terminado las guerras que caracterizaron los primeros cien años de la presencia portuguesa en Angola, y aunque los gobernadores lusos solían controlar con eficacia los territorios que les estaban encomendados, las disputas entre ellos y otros funcionarios enviados por Lisboa y los colonos de Luanda eran constantes. Éstos consideraban que los gobernadores descuidaban sus deberes para dedicarse a amasar fortunas con la trata. Los portugueses de Angola consiguieron finalmente convencer a Lisboa, en 1721, para que se prohibiera a los gobernadores el tráfico de esclavos, a cambio de grandes aumentos de sus salarios. Tal vez como resultado de estas disputas y otras parecidas, tan típicas de las sociedades coloniales tanto de las Américas como de África, hubo menos exportaciones de esclavos a cargo de españoles y portugueses a comienzos del siglo XVIII que las registradas a comienzos del siglo anterior: en vez de diez mil al año, el promedio entre 1710 y 1720 fue de unos seis mil.
Durante la cuarta década, Brasil recibió mucho más de ciento cincuenta mil esclavos, de los cuales al menos cien mil de Angola y casi sesenta mil de Guinea (Mina). Río seguía siendo el puerto más importante de importación de esclavos; llegaban allí más del doble de los que desembarcaban en Bahía. Los compradores de ambos lugares parecían estar siempre escasos de mano de obra, como lo indica una carta del virrey al gobernador de Pernambuco, en 1742, en la cual le dice que «a menos que encontremos una manera de reorganizar la llegada de esclavos, temo que podría acabarse del todo. La consecuencia sería la ruina del Brasil, que no puede subsistir sin el servicio de los esclavos… Los mineros que vienen y buscan negros se arruinan pagando precios exorbitantes e intolerables. Los propietarios de molinos de azúcar y los plantadores de tabaco se encuentran en la misma situación».[269]
En Brasil se inició la minería de diamantes hacia 1720; como las minas de oro, dependía del trabajo de los esclavos africanos. Del mismo modo que éstos ocultaban con medios muy ingeniosos oro, escondían diamantes, y se decía que la iglesia de Santa Efigenia, de Río, se sostenía gracias al polvo de oro que caía del cabello de las muchachas negras que se arrodillaban frente a su entrada.
El comienzo del siglo XVIII vio el final del noviciado de Norteamérica en el comercio de esclavos. En el xvii, los colonos, demasiado pobres o demasiado ocupados en una agricultura primitiva, apenas habían participado en la trata. Siempre hubo, en todas las colonias, algunos pocos esclavos como criados, pero sólo cuando los plantadores de las Carolinas, aprendiendo de su propia experiencia en Barbados, se dieron cuenta de que podían ganar mucho con el índigo y el arroz, empezó a haber un comercio constante de esclavos. Los de Virginia hicieron un cálculo semejante con el tabaco. Y desde entonces se buscó a los africanos, al mismo tiempo que fracasaban los granjeros independientes, como había sucedido ya en Barbados y en otras islas del Caribe cuando en ellas se empezó a cultivar la caña. Se creía que para estas nuevas plantaciones de tabaco no bastaban unos cuantos obreros indentured y que los blancos no trabajaban bien en los arrozales, o por lo menos no tan bien como los negros. La esclavitud, pues, parecía la única solución, como lo había parecido en las Indias occidentales y antes en Brasil.
Fueron tratantes independientes ingleses, entre ellos algunos de puertos menores, como Exeter y Dartmouth, quienes en la primera década del nuevo siglo empezaron a proporcionar a estas «colonias de plantación» los esclavos que requerían. De todos modos, hubo cierta vacilación entre los colonos de las trece colonias, menos por razones morales, por supuesto, que por prudencia. ¿No correría el riesgo de rebeliones una colonia con demasiados esclavos, como se sabía que de vez en cuando sucedía en «las islas»? Por esto la asamblea de Carolina del Sur aprobó una ley que exigía el pago de dos libras por esclavo. Pero la misma ley afirmaba firmemente que «las plantaciones y fincas de esta provincia no pueden administrarse y utilizarse bien y suficientemente sin el trabajo y el servicio de negros y otros esclavos», por más que esa gente pudiera tener una «naturaleza bárbara, salvaje y feroz, que la haga plenamente incapaz de regirse por las leyes, costumbres y usos de esta provincia».[270] De modo que Carolina veía las cosas desde dos ángulos distintos. Lo mismo podía decirse de Virginia. En Carolina del Norte, más pobre, el reverendo John Urmstone escribía en 1716 a la Sociedad para la Propagación del Evangelio pidiéndole que le enviara tres o cuatro esclavos de Guinea, «tres hombres de estatura mediana, de unos veinte años, y una muchacha de unos dieciséis años, pues aquí no se puede vivir sin criados y no hay ninguno, de ningún color, que pueda alquilarse, y los negros no se venden por menos de cincuenta o sesenta libras».[271] Por cierto que repitió en vano y a menudo su petición. En su Natural History of North Carolina, publicada en 1737, John Brickell declaraba que se consideraba a los esclavos «como la mayor riqueza, en estas tierras» y que los plantadores «se esforzaban en reunir oro y plata con que comprar negros en las Indias occidentales y otros lugares». Todo demostraba, agregaba, y con razón, que en Norteamérica se trataba a los esclavos mejor que en el Caribe, donde su vida era inhumana debido a las condiciones de las plantaciones de caña.[272]
Entre mayo de 1721 y septiembre de 1726 llegaron a Carolina del Sur más de tres mil quinientos esclavos. En 1734 había en esta colonia probablemente catorce mil habitantes blancos y treinta y dos mil negros; era la primera vez que se registraba una mayoría negra en una colonia inglesa de tierra firme. De forma algo irónica, resulta que para el cultivo del arroz, en Carolina del Sur, que había inspirado estos cambios, las semillas de arroz se trajeron desde Madagascar y los esclavos procedían de esta isla y de Senegambia, y por tanto estaban bien informados de cómo cultivarlo, ya antes de llegar a América, como lo indica el desbroce de los pantanos de cipreses y la recolección de la nueva cosecha, tareas que sólo mano de obra con experiencia podía realizar.
Ante la Comisión de Comercio, el señor Samuel Wragg, mercader de Carolina que comerciaba con esclavos y que recibiría un título nobiliario por alentar la inmigración a la colonia, declaró que Carolina importaba mil esclavos al año, en gran parte debido a que el comercio del arroz había aumentado de mil quinientos a veinticinco toneles anuales, de modo que «un negro puede representar para su amo un beneficio limpio de diez libras».[273]
En 1730 encontramos ya a seis mil esclavos en Carolina del Norte, aunque la mayoría probablemente no llegaron por mar, sino que los trasladaron desde Virginia. Los colonos solían pagar sobre todo mediante el trueque con alimentos, rebaños y hasta brea. La colonia se quejaba de ello, pues no llegaban entregas directas de África que «la gente puede pagar» y en cambio recibía «el desecho de negros refractarios y malhumorados traídos de otros gobiernos».[274]
Pennsylvania comenzó a importar negros a los tres años de su fundación, en 1684, cuando llegaron ciento cincuenta africanos que se emplearon en desbrozar y en construir casas. La mayoría de los primeros colonos agotó su dinero comprando estos esclavos, de modo que a comienzos del XVIII hubo escasos abastecimientos nuevos, pero ya en los años treinta, gracias a la reducción o supresión de los impuestos de importación, el comercio aumentó considerablemente. El principal importador fue un cuáquero, Isaac Morris, que compró casi todos sus cautivos en las Indias occidentales.
Lo que molestaba a los mercaderes dedicados a la trata eran los impuestos fijados por los gobiernos coloniales, cuyo objetivo era reducir el número de importaciones por temor a rebeliones. Así, en 1733 hubo peticiones de mercaderes ingleses contra «el impuesto exorbitante» establecido sobre los esclavos en Carolina del Sur. Entre los que protestaban figuraban algunos de los tratantes más poderosos: Isaac Hobhouse de Bristol, Ben Whitaker y Richard Acland de Londres, y Charles Pole de Liverpool.
Aunque lentos y con ciertas vacilaciones, los tratantes británicos del XVIII fomentaron la trata a gran escala en Norteamérica. Pronto se vieron anuncios de «fuertes y robustos negros» y de «jóvenes esclavos en la flor de la edad», y hubo ventas de «grupos de negros muy fuertes», a veces con el incentivo de que eran «del tipo más negro», y a menudo hubo ventas combinadas de «negros, cacao y azúcar». En 1721 la Boston Gazette describía la venta de «varios fuertes hombres negros, llegados recientemente de la isla de Santiago» en el archipiélago de Cabo Verde.[275] En 1724, un mercader de origen irlandés, Thomas Amory, con relaciones portuguesas y francesas, escribía a un cliente de Carolina del Norte, desde su muelle de Boston, en Massachusetts, que era entonces el puerto mayor de Norteamérica, que «en el otoño esperamos negros directamente de Guinea, pues ha salido para allí un buque de aquí y otro de [Newport] Rhode Island».[276] En Boston se realizaron, desde entonces, varias ventas anuales de esclavos llegados directamente de África. Sabemos de la goleta William, del bergantín Charming Betty y también del Charming Molly, que llevaron a la ciudad «grupos» de esclavos, sin que se especifique su procedencia. El 19 de junio de 1732, Godfrey Mallbone, de Rhode Island, vendía en Boston «escogidos esclavos jóvenes de la Costa de Oro». Y buques de puertos más al norte, como Salem, también en Massachusetts, pronto se hicieron a la mar hacia África, imitando a sus rivales ingleses.
Por cierto que la carta de Amory sugiere que incluso si en un principio, en la trata en Norteamérica los marinos solían ser de Nueva Inglaterra, los clientes más importantes se hallaban en el sur y el Caribe, y que en Nueva Inglaterra la colonia de Rhode Island fue preeminente desde el comienzo.
Esto último se debía a que esta colonia poseía excelentes puertos pero escaso terreno cultivable. No tenía las praderas de Connecticut o Massachusetts, ni fácil acceso, como estas otras colonias, a las costas pesqueras de Terranova. Había poco que hacer, excepto construir buques, destilar ron y dedicarse a la trata. De modo que la pequeña y desolada colonia tenía una economía veneciana o comparable a la de Hong Kong en el siglo XX. El puerto de Newport era el centro de toda actividad, y la trata, aunque no fuese el único comercio, figuraba en lugar importante. Según el historiador Jay Coughtry el comercio de esclavos de Rhode Island y el comercio americano de esclavos eran «virtualmente sinónimos», aunque al escribir esto subestimaba la trata desde Nueva York, Maryland y Carolina del Sur.
Los viajes regulares a África parece que se iniciaron en Newport, en 1725, cuando salieron de allí tres navíos, aunque había habido antes viajes esporádicos, el primero de los cuales, al parecer, en 1700, en que también salieron tres buques hacia África. Eran propiedad de dos mercaderes de Barbados. Newport tenía excelentes destilerías de ron, y desde por lo menos 1723 estos buques llevaron a África alcohol como su aportación especial a las mercancías que se trocaban por esclavos. Otra característica de esta actividad era el menor tamaño de estos navíos respecto de los europeos, pues podían llevar sólo de setenta y cinco a cien esclavos, que las tripulaciones cargaban tan rápidamente como podían en los puertos africanos, para reducir así el riesgo de enfermedades o muertes tanto para ellas como para sus cautivos.
El ron obtuvo un éxito inmediato en África, y por lo tanto los capitanes norteamericanas fueron bien acogidos. Los pioneros de estas actividades fueron John y William Wanton, Abraham Redwood, el patrocinador de la biblioteca Redwood, y Henry Collins, el «Lorenzo de Médicis de Newport». A mediados del siglo destacaban Samuel y William Vernon, hijos de un famoso platero, que tenía como distintivo una flor de lis dentro de un corazón.
Así, Newport se convirtió en un importante puerto comercial cuyos capitanes vendían esclavos por todo el imperio británico, y en especial a plantadores del Caribe. Este comercio era en muchos aspectos una extensión de los primeros trueques que llevó a cabo Rhode Island en los mismos lugares por madera y alimentos. El comercio condujo de modo natural a que Jamaica y Barbados se convirtieran en los principales abastecedores de Rhode Island de las melazas necesarias para la elaboración del ron.
La ciudad de Providence, de la misma Rhode Island, se introdujo en la trata en 1736, cuando James Brown, un mercader casi analfabeto, a juzgar por sus cartas, deseoso de encontrar dinero para ampliar su negocio de fabricación de velas de cera, envió el primer buque que salió de este puerto hacia África, el Mary, en el cual viajó como sobrecargo su hijo Obadiah. Pero fue un caso aislado; el siguiente buque de esclavos de Providence fue el Wheel of Fortune, enviado por Obadiah, ya por su propia cuenta, pero sólo en 1759.[277]
Nueva York se encontraba muy por detrás de los puertos de Nueva Inglaterra. Parece que desde su puerto sólo se hicieron catorce viajes a África a comprar esclavos, entre 1715 y 1747, en navegaciones transatlánticas de ida y vuelta. Los mercaderes interesados pertenecían a viejas familias holandesas, como los Schuyler y los Van Horne, y también a anglosajonas o escocesas, como los Livingston y los Walter; hubo alianzas entre estos dos grupos sociales, como cuando Arnot Schuyler y John Walter invirtieron juntos en el Catherine, que trajo de África doscientos sesenta esclavos, en los años cuarenta del siglo.[278]
No debe suponerse, sin embargo, que las Américas constituían en aquel tiempo el único mercado para los esclavos del África occidental. El sultán marroquí Mulai Ismail organizó un gran ejército de esclavos, alrededor del año 1700, con ciento ochenta mil soldados, de los cuales veinte mil estaban todavía encuadrados cuando murió en 1727. Estas cifras sugieren que por lo menos cuatro mil esclavos negros se exportaron desde el África occidental a Marruecos en el primer cuarto del siglo XVIII, y que Egipto importaba probablemente otros tantos.