Todos saben que el comercio de esclavos es la fuente de la riqueza que sacan los españoles de sus Indias, y el que sepa suministrar los esclavos compartirá esta riqueza con ellos.
BENJAMiN RAULE DE ZELANDA
al elector de Brandeburgo, 1680
Tras la separación de Portugal del reino conjunto en 1640, durante unos años España careció de política concreta en cuanto al suministro de esclavos a sus posesiones imperiales. El rey Felipe IV aprobó la concesión de licencias por separado, sin asientos, como las que prevalecieron antes de 1580, pero esto resultó aún peor en el siglo XVII que en el XVI, puesto que la presencia en el Caribe de holandeses, franceses e ingleses acarreaba el contrabando a gran escala. Pese a este contrabando, la escasez era continua; así, en 1648 Pedro Zapata de Mendoza, gobernador de Cartagena de Indias, en lo que es ahora Colombia y que a la sazón era el mayor puerto de entrada de esclavos, escribió a Madrid diciendo que en siete años no había llegado ningún esclavo e hizo hincapié en el hecho de que, aparte del desastroso efecto que esto tenía en la economía, también suponía una considerable pérdida en concepto de impuestos: un buque lleno de negros daba más al tesoro que galeones y flotas juntas, comentó.[217] En esos años, fueron capitanes holandeses los que importaron ilegalmente la mayoría de los pocos esclavos que llegaron a esos territorios, como se desprende de la correspondencia de Beck, vicedirector de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales en los años cincuenta del siglo XVII, que hablaba sin cesar de las posibilidades de dejar esclavos en la costa septentrional de Cuba, donde había pocos fuertes y ningún guardacostas, o en Portobelo, mediante arreglos. En África unos cuantos buques españoles comerciaban ilegalmente en territorios portugueses como Cabo Verde o en los ríos Cacheu y Bissau, con lo que provocaban bastante irritación y hasta escándalo, aunque no resolvían significativamente los problemas de las Indias.
No obstante, en 1640 había en la América española unos trescientos cuarenta mil esclavos africanos, de los cuales la mitad en Perú y en la región andina, ochenta mil en Nueva España, unos cuarenta y cinco mil en lo que es ahora Colombia, más de veinticinco mil en Centroamérica, acaso dieciséis mil en las Antillas españolas y unos doce mil en lo que es ahora Venezuela, esto según los cálculos del capitán Fernando de Silva Solís, que escribió al rey diciéndole que, tras haber residido veinticinco años en las Indias, sabía que el imperio requería nueve mil esclavos por año.[218] Los esclavos de África ya eran considerados esenciales para las minas de plata de Potosí, en Bolivia, y en Zacatecas, en la Nueva España, así como para la pesca de perlas y la construcción de fuertes, y también para el trabajo en las plantaciones de caña y los ingenios, si bien aún no resultaban tan eficientes como los anglosajones y franceses, que estaban ya bien establecidos.
El que los plantadores españoles dependieran cada vez más de los intrusos holandeses, franceses o ingleses significaba, ante todo, que la Corona perdía unos ingresos por impuestos que siempre había considerado esenciales, de modo que en 1651, por primera vez desde 1580, a los mercaderes españoles se les dio la oportunidad de suministrar esclavos africanos al imperio. De la trata se encargaría, de 1651 a 1662, el consulado, o sea, la Universidad de Mercaderes, de Sevilla, un gremio compuesto por los principales mercaderes, creado un siglo antes, en 1543, cuando la de España parecía una economía próspera, con objeto de enviar y equipar flotas a las Américas, en nombre de la Casa de Contratación. De los comerciantes que aprovecharon la oportunidad, los más prominentes fueron Juan Rodrigo Calderón, Juan de Salcedo y Jacinto Núñez de Loarca.
Cuatro años más tarde, en 1655, España perdió Jamaica a manos de los ingleses. Desde hacía unos años, esta isla, con su larga y poco frecuentada costa, era un centro de trata ilícita en el Caribe. Esto supuso una grave derrota para la Corona, pero para los mercaderes de Sevilla, que todavía no habían organizado la trata desde África, fue una bendición disfrazada. Jamaica, por muy inglesa que fuese, se convirtió en un próspero mercado de esclavos, que los nuevos amos suministraban sin pedir disculpas, como lo hacían también los holandeses, y al que los antiguos amos, los españoles, podían regresar a comprar con provecho. Cierto que depender de los suministradores herejes ingleses suponía una píldora amarga para los buenos católicos españoles, pero hacía ya años que habían aceptado la humillación de comprar a los holandeses, y, además, en 1642 dos mercaderes ingleses de Barbados, Burchett y Philipps, ya habían ofrecido suministrar dos mil esclavos por año a los españoles; este ofrecimiento fue como un anuncio de lo que vendría, pues resultó que actuaban como intermediarios de los holandeses.
En 1662, unos mercaderes españoles de Cartagena de Indias propusieron a Humphrey Walrond, presidente del Consejo de Barbados, comprarle esclavos para Perú. El que esto fuera ilegal según las leyes españolas e inglesas no impidió que Walrond les permitiera comprar cuatrocientos esclavos por entre ciento veinticinco y ciento cuarenta ochavos por cabeza; esto fue posible porque Walrond, uno de los personajes más peculiares de la extraña historia de las Indias occidentales, era virtualmente un agente español desde que siendo caballero pasó varios años al servicio de Felipe IV, que le nombró marqués de Vallado —una aldea montañosa poco conocida cerca de Oviedo—, y hasta grande de España.
En 1663, el Consejo de Indias desconfiaba de estos arreglos; harto ya de la falta de acción de los sevillanos y deseoso de aplicar las normas que tan bien habían funcionado antes de 1640, creó un nuevo asiento para Domingo Grillo y Ambrosio y Agustín Lomelin, tres mercaderes genoveses españolizados cuyas familias tenían contacto con España y Portugal desde hacía muchos años. Así, unos ricos antepasados de Lomelin fueron influyentes en Madeira en el siglo XV, y en 1542 otro miembro de la familia, Leonardo, recibió un contrato para suministrar esclavos a Cortés; un Lomelin fue cónsul portugués en Génova mientras un primo suyo vendía azúcar en Madeira. Los Grillo también tuvieron una brillante historia mercantil en el siglo XV, tanto en España como en Génova y sus buques ya se habían introducido ilegalmente en la costa de Angola.
La idea de emplear a estos genoveses fue de un dominico influyente en la Corte española, fray Juan de Castro, cuyo inocente cargo de regente de la orden de los Predicadores le daba acceso a todos los miembros, tanto del Consejo de Indias como de la Junta de Negros y conoció a los nuevos asentistas cuando eran tesoreros de la Santa Cruzada, lucrativo cargo fiscal. Grillo y los hermanos Lomelin se comprometieron a entregar, en el transcurso de los siguientes siete años, en Veracruz, Cartagena y Portobelo veinticuatro mil quinientas «piezas de indias» (una «pieza de indias» era un esclavo varón, en la flor de la vida y saludable; dos niños y hasta dos o tres mujeres viejas equivalían a una «pieza de indias»), por las cuales pagarían impuestos por valor de trescientos mil pesos. Sin embargo no debían comprar sus esclavos a mercaderes cuyo país estuviera en guerra con España, de modo que el plan, por muy adecuado que fuese para intrusos ilegales, resultaba confuso; para colmo, en la práctica, los colonos españoles seguían obteniendo los esclavos que precisaban en la isla holandesa de Curaçao, tan cerca de Cartagena, y, en menor grado, en Jamaica y otras islas inglesas. De modo que Grillo y los Lomelin establecieron una red de agentes en Londres y Amsterdam que les ayudarían a encontrar los esclavos que habían prometido y, como pago por el contrato, aceptaron correr con el costo de la construcción de dos galeones para el gobierno español.[219]
Esteban de Gamarra, embajador español en La Haya, advirtió a su rey que estos genoveses buscarían esclavos en todas partes bajo el sol, que en aquellos momentos los introducían vía Curaçao, donde, según tenía entendido, poseían amplios depósitos en los que guardaban toda clase de mercancías que luego entregaban de noche con chalupas a cambio de lingotes de plata y otros productos.[220]
Los judíos sefardíes holandeses desempeñaron cierto papel en la trata desde Curaçao; poseían excelentes contactos con cristianos nuevos portugueses, tanto en el Caribe como en Brasil; también participaron en empresas administradas por conversos con sede en Amsterdam. En 1702, más de un tercio de la riqueza de la isla pertenecía a los aproximadamente seiscientos miembros de la comunidad judía sefardí holandesa que habitaban en ella. Curaçao prosperó y entre 1668 y 1674 habría exportado unos cuatro mil esclavos por año, pese a que en 1668 tuvieron que guardar más de tres mil en los «depósitos» debido a las dificultades que atravesaban las ventas.
No obstante, a la larga los ingleses pudieron complacer más a los compradores españoles que los holandeses. Grillo lo reconoció al subcontratar a los Aventureros Reales de Londres la entrega anual de tres mil quinientos esclavos, obtenidos sobre todo de la Antigua y la Nueva Calabar, en el delta del Níger, aunque se esforzó por mantenerlo en secreto, pues sabía que a los españoles no les agradaría. Sin embargo, los Aventureros no cumplieron y la verdad salió a la luz, después de lo cual, y durante un tiempo, Grillo volvió a conseguir lo que necesitaba de los portugueses y los holandeses.
En esto le ayudó una decisión tomada en 1666 por el Consejo Portugués de Ultramar, en el sentido de que los genoveses podían conseguir en Angola, entre otros lugares, los esclavos que venderían en las Américas españolas, a condición de pagar a la Corona entre un millón y dos millones de reales, los mismos que había exigido España. Pero como ocurría tan a menudo, este asiento provocó la desdicha, aun entre aquellos a quienes se otorgó este privilegio. Así, Agustín Lomelin murió camino de Veracruz a México, víctima de una rebelión de los esclavos que llevaba a la capital —éste es el único ejemplo de un importante tratante de esclavos asesinado por su carga—. Su hermano Ambrosio perdió tanto el interés como el dinero. En 1667 Grillo, que actuaba solo, tomó la radical decisión de nombrar como administrador del asiento a Baltasar Coymans, un importante banquero holandés, a la sazón residente de Cádiz y representante de su hermano, Jan Coymans, uno de los principales banqueros de Amsterdam. Por supuesto, se daba cuenta de que la mayoría de esclavos serían de Curaçao, muchos de ellos por medio de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. Así fue como Amsterdam se convirtió en la sede oficiosa de la trata española.
En 1670 a Grillo le cancelaron el asiento; para entonces se había granjeado el odio de fray Juan de Castro, el dominico que los había promovido a él y a los Lomelin, y cuya esperanza de enriquecerse gracias a la construcción de barcos en La Habana no se había cumplido. Antonio García y Sebastián de Siliceo, comerciantes portugueses residentes en Madrid, conjuntamente con el consulado de Sevilla y Juan Barroso del Pozo, mercader independiente, también de Sevilla, se encargaron de suministrar esclavos al imperio español durante los cinco años siguientes. Todos cargaban sus buques en Curaçao y se financiaban en bancos holandeses de Amsterdam. Cuando un par de años después el contrato fue a parar únicamente a manos de García, éste compró lodos sus esclavos en Curaçao con dinero prestado del banco de los Coymans en la capital holandesa, que continuó de este modo dominando el comercio detrás de las bambalinas, como si fuese un supercapitalista en una obra de teatro de Bernard Shaw o en un panfleto de Marx.
El gobierno español hizo lo que pudo para oponerse a esta dependencia del enemigo hereje y en 1676 otorgó un asiento de cinco años a otro consorcio de mercaderes de Sevilla, organizado por el consulado de esta ciudad, con instrucciones de no comprar esclavos en Curaçao; numerosos mercaderes de Sevilla, Cádiz y Sanlúcar de Barrameda, entre ellos algunas mujeres, como Jerónima Vabas o Juana Balcano, invirtieron en él, pero al consulado le resultaba difícil encontrar suficientes esclavos y en 1679 confesó haber fracasado y, avergonzado, devolvió el contrato.
Pese a tales fracasos, entre 1650 y 1675 más de sesenta mil esclavos fueron transportados a las Américas españolas. Sin duda quien más suministraba a su viejo enemigo era la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales para la cual, en el último cuarto del siglo XVII, la trata se había convertido en su actividad principal, pese a que al principio dudó de la conveniencia de participar en ella, como ya se señaló.
Los constantes cambios de asiento a finales del siglo XVII son extraños y sorprende que la Corona no pidiera al papa que revisara el control de la trata en África otorgado por el Vaticano a Portugal en el siglo XV; es de suponer que se dio cuenta de que los españoles no resultarían eficaces para obtener sus propios esclavos en ese continente, aunque nada hizo por cambiar la situación. Después del fracaso de los sevillanos, por ejemplo, otorgó el contrato a Juan Barroso del Pozo, el mercader independiente de 1670 al que ya hemos mencionado, y a su yerno, Nicolás Porcío, otro italiano españolizado. El plan, como todo lo relativo al asiento, era complejo: en diez años tendrían que importar esclavos en la cantidad necesaria para llenar buques por once mil toneladas de desplazamiento y, a cambio de este privilegio, pagarían más de un millón de pesos en concepto de impuestos y se harían cargo de doscientos mil escudos de los gastos del gobierno en Flandes; además, la Corona aceptó que compraran los esclavos en Curaçao.
Este acuerdo duró sólo hasta 1685. Barroso y Porcío operaban a pequeña escala, si bien Porcío se trasladó a Cartagena de Indias; al parecer no importaron más de ochocientos treinta y tres esclavos, casi todos de Curaçao, aunque sus grandes buques habrían podido transportar cuatro veces más y aunque Porcío se interesara por la ya próspera Jamaica.
Los colonos españoles compraban ilegalmente cada vez más esclavos en Jamaica, incluyendo muchos de la RAC. En 1684, sir Thomas Lynch —por entonces gobernador de esta isla, en la que desde su conquista en 1655 había desempeñado otros varios cargos— escribió a Londres acerca de la dificultad con que se topaba a la hora de impedir que los españoles compraran esclavos a los intrusos ingleses; cumplir los contratos con España le parecía difícil, pues «su mal comportamiento arruinará a quien confíe en ellos», y reconoció que «algunos españoles pueden ser sensatos, pero el gobierno no lo es… En suma, si nosotros podemos conseguir negros es muy probable que quienquiera que tenga el asiento vendrá a nosotros…»[221] El año siguiente, una orden del Consejo en Londres prohibía a los buques extranjeros anclar en puertos ingleses, a excepción de los barcos españoles, que «vengan a comprar negros en Jamaica o Barbados…».[222]
En aquellos tiempos la piratería asediaba a menudo a los buques que transportaban esclavos a los puertos españoles; así, en 1677, con una tripulación mezcla de holandeses, franceses e ingleses, James Browne, un pirata escocés, se apoderó de un barco holandés cerca de las costas de Cartagena de Indias, mató al capitán y a algunos de sus hombres y se llevó los ciento cincuenta esclavos de vuelta a Jamaica. A Browne lo ahorcaron por pirata y a su tripulación la indultaron, pero los esclavos permanecieron a disposición del gobernador de Jamaica.
Barroso murió en 1685 y Porcío, su yerno, se vio obligado a abandonar el asiento del que tan poco provecho había sacado, en parte por enfermedad y en parte porque el gobernador de Cartagena de Indias, Juan de Pando, tras hacer un trato con los holandeses de Curaçao, hizo correr el rumor de que Porcío estaba loco, se apoderó de sus barcos y lo encarceló. Porcío apeló a la Corte Suprema, o sea a la Audiencia, en Panamá, y hasta llevó su causa al Consejo de Indias en España. La causa prosperaba cuando Baltasar Coymans, el banquero de Amsterdam, el poder detrás de los recientes asentistas, presentó su candidatura al asiento; le apoyaron varios miembros del Consejo de Indias, entre ellos el duque de Medinaceli, presidente de este organismo, y unos amigos de Juan de Pando; el embajador holandés en Madrid también ejerció mucha presión a favor del banquero y sin duda se untaron algunas manos. En todo caso, Coymans ganó el contrato.
Así fue como la eminencia gris salió de la sombra y por fin el gran privilegio estuvo abiertamente en manos de un hereje, como se esforzó en señalar el deán de la catedral de Cádiz, Pedro Francisco de Barroso, cuñado de Porcío. Esto hubiera parecido un gran triunfo para Holanda, pero la realidad es que este Estado antes tan agresivo ya iba perdiendo fuerzas y la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, con la que Coymans había tratado para vender sus esclavos en las Indias españolas, estaba a punto de declararse en bancarrota, y aunque los holandeses habían tenido éxito en la guerra y en el comercio cuando sus rivales eran católicos, españoles o portugueses, ahora sus vecinos protestantes, los ingleses, empezaban a superarlos.
El asiento que recibió Baltasar Coymans contenía ciertas condiciones: su empresa debía pagar una sustanciosa suma al contado al Ministerio de Finanzas hispano y, al igual que Grillo y Lomelin, tuvo que prometer que construiría barcos para la armada española, cuatro en esta ocasión. A fin de cubrir sus gastos, que eran como un préstamo, la Corona le eximió del habitual pago de aranceles por una parte de los esclavos que había de entregar. Aun así, la Inquisición, al parecer advertida por el deán Barroso y por el nuncio papal en Madrid, comenzó a interesarse por el asunto. Miguel de Villalobos preparó un documento para el nuncio acerca del peligro que suponía dar poder a un hereje; señaló que en el este, aprovechando una oportunidad mucho menor de la que tendría Coymans en Occidente, los holandeses habían puesto fin a la propagación de la verdadera fe. El nuncio maquinó con el obispo de Sigüenza, confesor del rey, y ambos manifestaron al rey su opinión de que, si se enteraba de su existencia, el papa se opondría del todo al nuevo asiento.
El nuncio se había extralimitado. ¿Acaso le incumbía este asunto? De todos modos, en Roma constantemente se hacían tratos con los herejes. ¿Por qué habría de parecerle insoportable en las Indias lo que el santo padre toleraba a la sombra de la catedral de San Pedro? Un comité del Consejo de Indias autorizó la confirmación del asiento pero, en uno de sus raros ejemplos de autoafirmación, Carlos II insistió en que iniciara una pesquisa acerca de las implicaciones del asunto. El informe resultante, redactado tras muchas discusiones, declaraba que la introducción de negros no sólo era deseable sino que era absolutamente necesaria; que las consecuencias fatales de no tenerlos se deducían fácilmente, pues eran ellos los que cultivaban las tierras de las haciendas, y nadie más podía hacerlo debido a la escasez de indios; que si no hubiese trata, las haciendas, cuya mayor riqueza eran los esclavos negros, se perderían y América se enfrentaría a la ruina más absoluta.
En un pasaje aún más curioso, referente a si Dios o la Iglesia permitían esta esclavitud, decía que muchos autores hablaban de ello y que en opinión del Consejo no cabía duda en cuanto a la necesidad que se tenía de esos esclavos para sostener el reino de las Indias ni en cuanto a la importancia para el bienestar general que suponía continuar y mantener este procedimiento, sin cambio alguno; en lo relativo a la cuestión de la conciencia, según el informe, las razones expresadas, las autoridades citadas, la costumbre generalizada desde hacía mucho tiempo en los reinos de Castilla, América y Portugal, y el que el santo padre y la Iglesia no sólo no se opusieran a ella sino que la toleraran, probaban cuán deseable era la trata.[223]
Este documento sugiere que, al menos en España, se reconocía que en la trata existía una dimensión moral, aunque no se enfrentaran a ella. No obstante, una declaración del Consejo Supremo de la Inquisición debilitó el efecto de las afirmaciones del Consejo de Indias, al opinar que el contrato con los Coymans no garantizaría la pureza de la fe y permitiría la introducción en las Indias de africanos que subvertirían el orden establecido. La importante Congregación del Vaticano para la Propagación de la Fe apoyó a la Inquisición al hablar de «la ruina espiritual» que conllevaría otorgar el asiento a un hereje. La siguiente etapa consistió en que un comité especial del Consejo de Indias recomendara que se anulara el asiento de Coymans.
Sin embargo éste ya había iniciado su tarea y conseguía sus cautivos tanto en Jamaica, el depósito inglés, como en Curaçao. Pero ni siquiera Jamaica satisfacía la demanda que se había incrementado debido a que desde hacía poco se cultivaba tabaco en Cuba, a pesar de que las plantaciones de caña y los ingenios azucareros se administraban todavía de modo primitivo. Entre las instrucciones que recibió en 1685 el nuevo gobernador de Jamaica, sir Philip Howard, estaba la de permitir a un agente español, Diego Maget, de Cartagena de Indias, instalarse «en Jamaica, a fin de continuar con el comercio de negros» en nombre de Coymans. En 1689, el Consejo y la Asamblea de Jamaica —recordemos que estas islas inglesas contaron siempre con Parlamento, cuyas decisiones solían ser impredecibles— protestaron porque los españoles recibían los «mejores negros» y los jamaiquinos, sólo «los desechos», y porque cuando los plantadores jamaiquinos subían a bordo de los buques a comprar esclavos, rechazaban su dinero «pues no eran ochavos».[224]
Da la impresión de que para introducir mercancías holandesas o del norte de Europa en los puertos españoles, además de los esclavos, Baltasar Coymans no pretendía usar su aproximadamente docena de barcos —como el Rey Baltasar, bautizado con total falta de modestia, construido especialmente para la trata en Amsterdam, o el Profeta Daniel—, aunque es obvio que hubo algo de contrabando, dando pie al miedo a la expansión holandesa expresada por los funcionarios de Madrid. Sin duda Coymans había cometido antes este perdonable delito, pues incluyó una cláusula en el contrato mediante la cual se le perdonaba todo negocio ilícito del pasado. Como resultado de la intervención del Consejo de Indias, Coymans aceptó también llevar frailes capuchinos en sus buques, y al parecer lo intentó. (Algunos frailes capuchinos, mayormente italianos, llegaron en 1645 al Congo, a la comunidad de los sonyo, con un decidido propósito de evangelización, esfuerzo que continuó al menos hasta el año 1700).
Pero este imaginativo holandés murió de repente y a su ayudante y heredero, Jan Carçau, nacido en Holanda y residente en España, católico por cierto, lo encadenaron y encarcelaron en Cádiz por fraude. La contribución de Coymans a la trata fue mucho menor de lo que había esperado el gobierno hispano, pues entre 1685 y 1686 sólo importó legalmente quinientos esclavos, aunque sin duda fueron más los de contrabando. Coymans había tropezado con problemas para obtener el permiso de salir del puerto de Cádiz, cuyas autoridades encontraban una excusa tras otra, como que debía transportar correo, pasajeros y hasta tropas, para retrasar unas salidas que desaprobaban de todo corazón; además, se vio obligado a contratar a una extensa burocracia en los principales puertos del imperio. Dadas las frecuentes discusiones que impedían el suministro libre de esclavos al imperio español, en 1687 el depósito de Curaçao se vio desbordado de nuevo, tanto que un buque especial tuvo que zarpar para África a fin de traer de allá alimentos para los aproximadamente cinco mil esclavos.
Pese al interés de su hermano Jan y, con él, el de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, la empresa de Baltasar Coymans Perdió el asiento; primero lo devolvieron a Nicolás Porcío, que alegaba que Coymans lo había suplantado injustamente, y luego se lo otorgaron a Bernardo Marín de Guzmán, mercader de Caracas que tenía muchos contactos con la metrópoli. Como Coymans, Porcío usó Curaçao, pero Marín de Guzmán fue en busca de sus propias mercancías, Por mediación de la nueva compañía portuguesa Cacheu (fundada en 1676 por iniciativa de Duarte Nunes, mercader portugués residente en Hamburgo), de la cual había sido agente y de la cual recibió un fuerte apoyo. Ésta no era la primera empresa portuguesa privilegiada, pues también existió, por breve tiempo, la Compañía de la Costa de Guinea, organizada en 1664 por los hermanos Lorenzo y Manuel Martins. La Corona estaba a favor de la estrategia de Marín de Guzmán, pues significaba que España podría evitar la embarazosa dependencia de herejes. Sin embargo, Marín de Guzmán murió en circunstancias misteriosas en 1696, según se rumoreaba asesinado por un agente holandés. Entretanto, en 1690, en Londres una orden del Consejo había dado permiso a Barbados y a Jamaica para comerciar con esclavos con España y hasta pidió a los gobernadores de ambas islas que protegieran a todos los mercaderes españoles que allí fueran; el año anterior, un agente español de Coymans, Santiago Castillo, había ido a Londres a negociar con la RAC la venta regular de esclavos, con el fin de normalizar, de hecho, lo que hasta entonces era una práctica ilegal aceptada.
Esto supuso una asombrosa concesión al comercio libre, pero duró muy poco. Una Compañía Cacheu reconstituida pidió el asiento, que le fue otorgado tras las acostumbradas y complicadas negociaciones en Madrid; ofreció a la Corona un préstamo de doscientos mil pesos y se comprometió a entregar treinta mil esclavos a las Américas españolas en el curso de los siguientes seis años y medio. Este acuerdo demostraba que se había acabado el resentimiento de España hacia Portugal tras la separación de 1640. Las relaciones de los mercaderes conversos de Portugal y de Holanda probablemente permitieron a los primeros obtener sus mercancías para la trata africana en Amsterdam con mayor facilidad y a mejor precio de lo que las hubiesen conseguido otros mercaderes, como afirmaba en una carta a finales de 1670 un mercader y capitán hugonote francés, Jean Barbot: «Los portugueses… consiguen la mayoría de sus cargamentos en Holanda, a nombre de los judíos que allí residen…»[225]
No obstante, la compañía portuguesa no suministró lo prometido, por lo que Simón y Louis de Souza, agentes de la empresa, entraron en contacto con la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, como lo habían hecho sus predecesores asentistas, y le pidieron ayuda para conseguir los esclavos necesarios, petición que ciertamente mantuvo las propiedades de Curaçao, pero, como siempre, la demanda excedía con mucho la oferta. En resumidas cuentas, la Compañía Cacheu logró transportar legalmente a diez mil esclavos a los puertos imperiales hispanos, la mitad de los cuales venían directamente de África. Sin embargo, también introdujeron ilegalmente a cientos de esclavos; algunos en Cartagena de Indias sin pagar impuestos, so pretexto de que habían muerto o estaban muriéndose (podría decirse que esto es una versión anterior de la novela de Gógol, Las almas muertas), y más de dos mil entraron en el pequeño puerto de Río de la Hacha, uno de los antiguos mercados de John Hawkins. Esto último colmó la paciencia del nuevo gobernador de Cartagena de Indias, Juan Díaz Pimenta, que detuvo al agente de la compañía, Gaspar de Andrade, y cerró su despacho. A continuación se presentó un litigio en el que las pruebas de la compra de esclavos en Jamaica y Curaçao apoyaron al gobernador y, pasado un tiempo, hasta pareció que el propósito principal de los portugueses consistía en defraudar a los españoles, aun cuando se dice que el rey Pedro II era uno de los principales inversores de la compañía. Como comentaría Luis XIV de Francia a principios del siglo XVIII: «Los ingleses y los holandeses son los únicos que han sacado provecho…»[226]
En la América portuguesa —o sea, Brasil—, parecen exagerados los habituales cálculos de esclavos africanos importados en la primera mitad del siglo XVII; así, según un historiador habrían sido doscientos mil, o cuatro mil por año, pero sus pruebas resultan dudosas; después de todo, todavía se disponía de miles de indígenas que los innumerables bandeirantes obtenían en las razias que llevaban a cabo tierra adentro y que servían para todo excepto el trabajo más duro de las plantaciones de caña. No obstante, es casi seguro que en la segunda mitad del siglo trescientos cincuenta mil cautivos africanos fueron llevados a Brasil.[227]
Por cierto que el fin de los sesenta años de asociación con España afectó poco a la trata portuguesa con destino a Brasil; así, entre 1636 y 1644 un único contratista, Pero Avoiz de Abreu, tuvo derecho de vender esclavos de Angola y conservó su lugar durante la ocupación holandesa; le siguió una sucesión de notables mercaderes lisboetas —Tomas Figueira Bultão y Diogo Sanches Garaçe, luego Antonio da Gama Nunes y Jeronymo Teixeira da Fonseca—. Esta misma continuidad se dio en la menos provechosa trata desde las islas de Cabo Verde, donde de 1637 a 1643 Gaspar da Costa gozó de la licencia. Los mercaderes privados mantuvieron activa la trata desde Lisboa y Porto hasta finales del siglo, cuando se creó una compañía nacional, muy parecida a las formadas en otros países europeos. Se trataba de la Compañía Cacheu, nombrada así por el río de ese nombre, entre el Gambia y el Sierra Leona y cuyas actividades con respecto a los españoles ya han sido analizadas.
Después de la expulsión de los holandeses, los gobernadores de Angola, João Fernandes Vieira y André Vidal de Negreiros, revivieron las antiguas relaciones con los reyes del Congo (cada vez más dependientes en un reino que se desintegraba por momentos), restauraron al ngola de Ndongo como títere útil, hicieron la paz con la todavía resistente reina Nzinga, que no murió hasta 1663, buscaron el modo de conectar por tierra Angola con la colonia portuguesa de Mozambique y, sobre todo, iniciaron un proceso mediante el cual Angola se convirtió más en dependencia comercial de Brasil que en colonia de Portugal. A finales del siglo, en su famosos Sermōes, frei Antônio Vieira declararía que, si bien el cuerpo de Brasil se hallaba en América, su alma se hallaba en África y alentaba a los esclavos negros a resignarse.
A finales del siglo, durante una generación, el Congo supuso la mejor fuente de esclavos para Brasil. En 1665 los portugueses habían hecho la guerra contra el rey Antonio I y tras la victoria lo habían ejecutado (llevando su cabeza a Luanda de modo nada cristiano) y, aunque el reino seguía siendo en teoría independiente, de hecho había aceptado la soberanía de Portugal. Esto significaba que los portugueses podían sacar del territorio cuantos esclavos quisieran. Entonces el Congo empezó a dividirse y varios miembros de la vieja dinastía cristiana (los «infantes», cada uno con un incongruente nombre cristiano, como Pedro Constantino y hasta Pedro del Valle de Lágrimas) lucharon entre sí; el monarca de nombre no era ya sino un fantasma comparado con su antigua eminencia, y, pese a la aparición de una profetisa que alegaba que se había comunicado con san Antonio de Padua a fin de poner fin a las guerras, varios pequeños principados autónomos continuaron vendiendo esclavos sin interrupción.
Al cabo de unos años, el reino títere de Ndongo también decayó y, tras una rebelión, desapareció como entidad en sí; después de 1681 la monarquía separada de Matamba, fundada por la reina Nzinga, se encontraba más o menos en la misma situación y aceptó proteger a los pombeiros portugueses que se internaban en su territorio en busca de esclavos. Más allá, el antaño feroz reino de los lunda también se había dejado domar, y en 1700 constituía ya la mayor fuente de esclavos para los portugueses, con quienes el pueblo cambiaba vino y prendas de vestir por almas.
Entretanto, los sonyo confirmaron su independencia de los reyes cristianos del Congo, aunque parece que el asombroso papel desempeñado allí por los capuchinos limitaba su libertad; a los hijos del monarca sonyo, por ejemplo, les nombraron «los diez amos de la Iglesia» y hacían las veces de intérpretes, salmodiaban la misa y ayudaban en las confesiones. No obstante, esta presencia espiritual no interfirió con la creciente exportación de esclavos.
Al final del siglo XVII el mercado brasileño se transformó gracias al descubrimiento de grandes yacimientos de oro. Así como en el siglo XVI fue el primero en América en desarrollar la agricultura basada en la caña, también fue el primero en experimentar un alud de buscadores de oro, en 1698, en Minas Gerais; nunca se había visto nada semejante y «nada parecido se volvió a ver hasta el alud de buscadores de oro de 1849 en California».[228] Al principio se usaron esclavos indígenas para abrir las minas pero, como de costumbre, resultaron (o hicieron lo posible por parecer) inferiores a los negros en cuanto a resistencia, compromiso y docilidad; de modo que la demanda de africanos iba aumentando a medida que se descubrían más yacimientos de oro, a menudo en lugares cada vez más remotos, como Mato-Grosso, Goiás y Cuiabá. La demanda de esclavos superó tanto la oferta que los propietarios de minas llegaron incluso a cargar con los impuestos adicionales por cada esclavo cobrados por unos funcionarios que no dejaban de buscar el modo tanto de rellenar el tesoro como de enriquecerse. Pronto fueron los esclavos africanos quienes llevaban a cabo la mayor parte del trabajo en las minas, supervisados, por supuesto, por amos brasileños. Los propietarios de minas hilaban muy fino en sus distinciones entre esclavos; así, descubrieron que los cautivos de Guinea eran más fuertes y más aptos para este trabajo deslomador que los de Angola, y durante algunos años creyeron que los de Whydah, en la Costa de los Esclavos, poseían el mágico don de descubrir nuevos yacimientos.
Ahora los esclavos se transportaban con facilidad y directamente desde Angola, el Congo y acaso Mozambique a través del sur del Atlántico, a Brasil. Pero muchos, quizá la mayoría, eran del golfo de Guinea, o Mina, como acabaron por llamarlo los portugueses (diminutivo cariñoso de la perdida Elmina). Según un cálculo, un total de más de ciento cincuenta mil fueron a Brasil en los primeros diez años del siglo XVIII, de los cuales, se decía, menos de la mitad, o sea, unos setenta mil, eran de Angola, y unos ochenta mil, de Mina.[229] En aquellos años, la mayor parte de colonos asentados en Luanda participaban en uno u otro aspecto de la trata, y en los años ochenta del siglo XVII rara vez había menos de veinte buques de transporte de esclavos en el puerto. Cabe decir que los holandeses habían permitido a los portugueses regresar a Azim, en Guinea, aunque no a Elmina, a condición de que pagaran un diez por ciento de impuestos sobre todas las mercancías llevadas a la costa. A partir de entonces, los tratantes portugueses se establecieron en otros cuatro puertos de la Costa de los Esclavos, a saber, Gran Popo, Ouidah (Whydah), Jaquin y Apa.
Si bien las travesías de casi todos estos barcos se programaban todavía en Lisboa, algunos mercaderes de Río mandaban cada vez más buques directamente al otro lado del océano, y ésta fue, en cierta forma, la más importante consecuencia a largo plazo del alud de buscadores de oro en Minas Gerais. El Robinson Crusoe de Daniel Defoe participó en una de estas primeras travesías directas de Brasil a África y fue en el viaje de regreso cuando naufragó.[230] Más tarde, algunos de estos tratantes de Río también llevarían esclavos de contrabando a los españoles de Buenos Aires, en el Río de la Plata. Si bien estos mercaderes ganaban dinero, y en ocasiones mucho, su posición a largo plazo era más débil de lo que parecía, porque no podían ofrecer todos los productos europeos que garantizaban los capitanes de Lisboa gracias a sus relaciones en Inglaterra y Holanda. Pero Brasil contaba con dos productos de exportación directa con los que pagaba la mayoría de esclavos que le llegaron en estos años: el tabaco de mala calidad edulcorado con melaza que agradaba a los habitantes de Benin y un fuerte y áspero aguardiente de caña, la gerebita, extraordinariamente popular en Angola.
Además del comercio con Brasil, la trata costeña de Angola con Guinea y Santo Tomé continuaba floreciendo y hasta desde Luanda a la ciudad meridional de Benguela. A los miembros de los consejos municipales de las diferentes zonas de Luanda, al gobernador, al obispo y a la mayoría de funcionarios gubernamentales y eclesiásticos se les pagaba indirectamente con «marfil negro», y en 1716 se les otorgó un tercio del espacio de los buques a cambio de sus servicios.
Al otro lado del Atlántico, a finales del siglo XVII quienes viajaban a Bahía quedaban asombrados por la multitud de esclavos, sobre todo destinados al servicio doméstico y más todavía por la frecuencia con que las africanas, que por mucho que las adornaran con joyas eran esclavas, se convertían en amantes y hasta esposas de los colonos portugueses. El viajero francés La Barbinais escribía en 1729: «Los portugueses nacidos en Brasil prefieren poseer a una mujer negra o mulata en lugar de la más hermosa blanca. A menudo les he preguntado de dónde les viene tan extraño gusto, pero ellos mismos no conocen la respuesta. Yo creo que, como estas esclavas los crían y los amamantan, adquieren la tendencia con su leche.»[231]
Para entonces, los escandinavos también participaban en la trata desde África. Uno de ellos, Louis de Geer, un genio financiero de Lieja, había ganado una fortuna con las fábricas de hierro suecas durante la guerra de los Treinta Años. Samuel Blommaert de Amsterdam despertó su interés por África y de su primera travesía regresó a Goteburgo pasando por África occidental y el Caribe con un cargamento de tabaco y azúcar, así como de marfil y oro. A éste siguieron otros viajes. Si bien suecas de nombre, quienes encabezaban estas expediciones eran casi siempre capitanes holandeses rechazados por su propia Compañía de África, y el capital lo invertían los amigos de De Geer en Amsterdam. En 1649 se fundó una compañía cuyos estatutos eran calcados de los de 1621 de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, salvo que, cuando fuera posible, usaría buques suecos con tripulación sueca y fabricados en Suecia y si construían fuertes en África su guarnición la formaban soldados suecos.
La compañía encargó a Henrick Carloff, el ya mencionado inquieto capitán oriundo de Rostock, en el ducado de Mecklenburgo a orillas del mar Báltico, que estableciera colonias en África. Empezó a hacerlo en el cabo Costa (Carlosburgo), entre Elmina y Nassau y parece que la primera piedra la puso el suizo Isaac Melville. Ya hemos descrito algunas de las aventuras posteriores de Carloff. Los ingleses, los holandeses y los portugueses poseían factorías cerca de allí y, por supuesto, se opusieron al recién llegado. Éste, astuto, renovó un viejo tratado entre un predecesor sueco y el rey Fetu, y construyó fuertes en Anamabo y Takoradi, así como otros menos imponentes en Gemoree y Apollonia. Estas colonias prosperaron durante varios años, sobre todo porque los holandeses y los ingleses estaban en guerra.
Después de Carloff entró en la trata un aristócrata báltico, el duque de Curlandia, a la sazón dominio de Polonia, si bien los antepasados del duque eran de la Gran Orden de Caballeros Teutónicos. En 1651, en nombre de este lejano noble, unos marinos se apoderaron de la isla de San Andrés en el río Gambia; el origen del fuerte James (Isla James) que en 1658 cayó en manos de los holandeses y, en 1660, en las de los ingleses al mando del almirante Holmes, que posteriormente conquistaría los fuertes holandeses del río Guinea antes de hacerse con Nueva Amsterdam. El duque de Curlandia también pretendía vender mil «o más» esclavos en las Américas, concretamente en Tobago, donde en 1654 quiso establecer una colonia azucarera. No obstante, no existen pruebas de que iniciara siquiera este comercio.
El año 1651 fue también aquél en que los daneses empezaron en Guinea una aventura que duraría más de doscientos años. El plan se ideó en Glückstadt, ciudad fortificada de Holstein, en el río Elba, que a la sazón formaba parte de Dinamarca y era famosa por su generosa acogida a los judíos portugueses. Al parecer estos últimos tomaron la iniciativa del comercio danés en África; Simón y Henrik de Casseres fueron los primeros en recibir del mecenas de la ciudad, el conde Dietrich Reventlow, «pases marítimos» para comerciar en Barbados. Tenemos conocimiento de buques daneses en África a partir de 1649 y en 1651 se redactaron los estatutos de la Compañía de Glückstadt. En Copenhague, Jens Lassen, secretario del ministro del Tesoro, pidió permiso para entrar en la trata a Bernardino de Rebolledo, el asombrado ministro español; así pues, el Neldebladet, propiedad de Lassen y sus socios, fue el primer buque danés que transportó esclavos de África a las Indias occidentales y regresó al Elba con azúcar, marfil, oro y aceite de palma. El éxito de este viaje supuso un estímulo para nuevas expediciones.
En 1657 Carloff, que había reñido con sus patrones suecos, salió de Dinamarca con un nuevo barco, el Glückstadt, con una fuerza danesa a bordo, se apoderó de los fuertes suecos que él mismo había fundado en Takoradi, Ursu (Accra) y Anamabo y hasta capturó el Stockhold Slott, un barco sueco repleto de oro y probablemente de esclavos. Regresó a Europa; los suecos pidieron que se le capturara por pirata, pero las autoridades danesas le dejaron huir con su botín; siguió una guerra entre Dinamarca y Suecia. Carloff, por su parte, regresó a Guinea y fundó su propio fuerte, Christiansborg, en lo que luego sería Accra; más tarde construyó el fuerte de Friedrichburgo. Los suecos mandaron un buque de la armada a reconquistar los territorios perdidos en África, pero no tuvieron éxito y a partir de entonces, más ocupados con su ambición de conquistar Polonia, desaparecieron de la historia de África, aunque no por completo de la de la trata. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con Carloff, quien abandonó a los daneses como había abandonado a los suecos y, como ya hemos señalado, en los años sesenta hizo las veces de agente de la trata francesa.
Entretanto, tras varias batallas navales con los holandeses, los daneses comerciaron en esclavos a escala modesta desde varios de los fuertes que Carloff había capturado para ellos, pero también desde Friedrichburgo y Christiansborg. En los años setenta, de este último puerto partía un barco anual, rumbo al Caribe, que en los veinticinco años entre 1675 y 1700 transportó unos cuatro mil esclavos. Sin embargo, para entonces los ingleses se habían apoderado de Carlosburgo.
Los daneses no actuaban de manera regular. Carloff murió y en 1679 un mayordomo griego mató a Johann Ulrich, su sucesor en el fuerte de Christiansborg; el sucesor de éste, Pieter Bolt, vendió el fuerte a los portugueses y a los africanos de la zona por tan sólo treinta y seis libras en oro. No fue sino hasta 1682 cuando, con la ayuda de los holandeses, los daneses recuperaron el fuerte, pero los africanos se lo volvieron a quitar en 1692; lo recuperaron de nuevo y lo mantuvieron a lo largo del siglo XVIII, preocupados principalmente por enviar esclavos a Santo Tomás, la diminuta colonia azucarera que ya habían adquirido en el Caribe.
Otro país del norte de Europa apareció en la escena africana: Brandeburgo. Aquí también, como ocurrió con la participación danesa en la trata de África, parece que fueron unos intrusos holandeses los que tomaron la iniciativa, en este caso para presionar al gran elector Federico Guillermo. Así, los alemanes entraron en el comercio africano con una expedición encabezada por un holandés, el capitán Joris Bartelsen, bajo la bandera de Brandeburgo. Pretendía transportar esclavos desde Angola a Lisboa y Cádiz; recibió también instrucciones de llevar al gran elector de Berlín «seis esclavos de entre catorce y dieciséis años, guapos y de buen cuerpo».[232]
Si bien esta expedición no resultó, otro intruso holandés, Benjamin Raule, de Zelanda, fundó asentamientos en nombre de Brandeburgo: en Gross Friedrichburgo, que posteriormente se llamaría Princestown, cerca de Axim; el fuerte Dorothea en Akwidah y una factoría en Takoradi. En 1685 los brandeburgueses se establecieron también en la abandonada factoría portuguesa de Arguin, la primera factoría europea en África, y el Tratado de Ryswick confirmó su dominio de este lugar desde el que se practicaba el contrabando. Desde estas bases los capitanes germanos podían vender esclavos a Santo Tomé y a la colonia holandesa a orillas del río Berbice, y hasta llevarlos a Berlín. En el Caribe, donde no poseían colonias, vendían la mayoría de los esclavos a los daneses de Santo Tomás.
Estos brandeburgueses acudieron a África con gran fuerza, mayor que los demás europeos, y en el más pequeño de sus fuertes había un capitán al mando de al menos cien hombres, dieciséis cañones de seis libras y mil quinientas granadas de mano. Al cabo de un tiempo, buscando una base en las Indias occidentales intentaron, como lo había hecho el duque de Curlandia, conquistar Tobago, pero ante la oposición de los holandeses desistieron.
Sin duda como resultado de este fracaso, los brandeburgueses se cansaron de la trata africana y en 1720, tras unos cuantos retrasos, vendieron sus fuertes a los holandeses, de modo que Gross Friedrichburgo cambió el nombre por el más modesto de Fuerte Hollandia.
Para 1700 todas las compañías nacionales, ambiciosas «industrias nacionalizadas» fundadas con el fin de comerciar con África y llevar esclavos al Nuevo Mundo, parecían haber fracasado desde el punto de vista financiero; por lo general no atraían suficiente capital y los gobiernos se veían en la continua tesitura de subvencionarlas; sus funcionarios no podían evitar los elevados costes debidos al mantenimiento y la defensa de los puertos en Guinea, así como a los salarios de estos mismos funcionarios; no conseguían empleados capaces dispuestos a renunciar a sus propios intereses; y dadas sus obligaciones, como la de suministrar cierto número de esclavos por año a compradores concretos, tenían que comerciar, sin importar los términos. Eran criticados sin cesar, sobre todo por los mercaderes independientes excluidos de su monopolio, los manufactureros que se oponían a las condiciones impuestas para cambiar sus mercancías por esclavos y los rivales políticos del poder monárquico. Hasta la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales se veía suplantada por intrusos y esto era también cierto para sus equivalentes ingleses, franceses y portugueses.
A consecuencia de ello, en 1700 los comandantes de los asentamientos en África que dependían de estas compañías empezaban ya a adoptar una política de «vivir y dejar vivir» en lugar de intentar conquistar territorios, una política impulsada no por sus principios sino por la debilidad y el agotamiento. Las compañías monopolistas no lograban vencer a los intrusos, lo mismo que los ingleses no podían aniquilar a los holandeses, ni éstos a los ingleses. Lo que se aplicaba a las naciones se aplicaba también a los diferentes grupos de estas naciones.
A finales del siglo XVII en la Costa de Oro, la región de África donde residían más extranjeros, había cuatrocientos ciudadanos holandeses, unos doscientos ingleses, unos ochenta y cinco daneses y otros tantos brandeburgueses. En los ríos Cacheu y Bissau, entre Cabo Verde y el río Sierra Leona y en las islas de Cabo Verde había todavía unos cuantos asentamientos portugueses. Los franceses y los ingleses poseían fuertes en los ríos Senegal, Cambia, Sierra Leona y Sherbro, así como en Gorée. Los holandeses, portugueses e ingleses tenían factorías en Whydah (Ouidah) en la Costa de los Esclavos, donde los monarcas sólo permitían a los europeos construir fuertes de barro y a unos cinco kilómetros de la costa. Todas estas naciones, salvo los portugueses, evitaban formar verdaderas colonias y la mayoría de gobiernos europeos deploraba que sus funcionarios crearan jardines y plantaciones, so pretexto de que no poseían la tierra sino que la arrendaban. Así, en 1678, el agente principal de la RAC en África recomendó que todo comercio con esclavos se hiciera desde chalupas en el mar: «Una vez asentado en tierra firme, el factor acaba bajo las órdenes del rey del lugar donde vive, y es posible que ante la menor ofensa pierda todos los bienes que posee, y hasta que peligre su vida», decía.[233] Todavía en 1752 el Ministerio de Comercio británico prohibió a la Compañía de Mercaderes que Comerciaban en África, sucesora de la RAC, como veremos en el capítulo catorce del presente, introducir cultivos de toda índole en la Costa de Oro, puesto que eran «sólo arrendatarios de la tierra que tenemos gracias a la buena voluntad de los nativos».[234] Los asentamientos portugueses en África al sur del Ecuador, o sea, Santo Tomé, el Congo y Angola, así como Mozambique, de donde salía ya un flujo constante de esclavos, constituían empresas más sólidas. Luanda era una auténtica factoría imperial, con gobernador, burocracia y, por supuesto, obispo, con sus respectivos y adecuados edificios públicos.
En el último cuarto del siglo XVII se produjo un gran aumento en la exportación de esclavos de todos estos puertos africanos. Según el mejor historiador de las estadísticas al respecto, se habrían exportado casi trescientos setenta mil entre 1650 y 1675, o sea, poco menos de quince mil por año, mientras que para los años entre 1675 y 1700 calculaba poco más de seiscientos mil, es decir, una media anual de más de veinticuatro mil, la mayoría de los cuales iban ya a las islas del Caribe.[235]
El impacto en África occidental fue, naturalmente, colosal, aunque no resulta fácil exponer una impresión de sus consecuencias hasta ese momento. Por ejemplo, durante largo tiempo, el marfil rivalizó con la trata en la mente de los europeos (en el siglo XVII la región de Río del Rey, al este del delta del Níger, exportaba dieciocho mil kilos de marfil por año), sin embargo dos siglos de caza indiscriminada habían reducido mucho el número de elefantes. El oro, en cambio, seguía rivalizando con la trata. Además, casi todos los tratantes europeos se dedicaban a varios aspectos del comercio africano; así, los portugueses trocaban nueces de cola de Sierra Leona por esclavos en Senegambia; los holandeses llevaban cuentas y telas de Benin a la Costa de Oro. Esto dificulta la distinción entre el impacto del comercio europeo y el de la trata en sí.
No obstante, la trata provocó obviamente algunos cambios políticos en África. La trata árabe del Medievo había hecho surgir nuevas ciudades en el Níger, como Timboctú, y la trata atlántica de los siglos XVI y XVII consolidó nuevos Estados: Ashanti y Accra, por ejemplo, en la Costa de Oro, Dahomey y Lagos, en la Costa de los Esclavos, como también las oligarquías del delta del Nilo. En Senegambia, la región de los wolof, el damel (gobernante) de Lat Sukaabe llevó a cabo reformas que supusieron un incremento de esclavos guerreros; el reino de Bambara, por su parte, fundado hacia 1710 en el Medio Níger, pronto se convertiría en una «enorme máquina de producir esclavos».[236] La decadencia del reino del Congo es un buen ejemplo del impacto que tuvo la trata en una monarquía indígena.
El surgimiento del reino ashanti en la Costa de Oro demuestra cuán difícil resulta hacerse una idea absoluta del impacto del comerció atlántico. Los ashanti, que vivían a unos ciento sesenta kilómetros al norte de Elmina, y al norte de las minas de oro de la selva de Akan, dependieron durante muchos años de los akan; sin embargo en 1700 ya habían conquistado a estos últimos, con el uso de armas de fuego suministradas por los ingleses y los holandeses, y encabezados por Osei Tuti, su primer asantahene, o monarca independiente, quien haría de su pueblo el dominante en la Costa de Oro. La nueva capital de Osei Tuti era Kumasi, construida cerca de la antigua ciudad comercial de Tafo, y el símbolo del poder del nuevo imperio era el banquillo de oro. Los ashanti no tardaron en comerciar a gran escala con los holandeses. Pero probablemente se habrían convertido en una importante potencia aun sin la trata; después de todo, la primera generación tras la liberación del yugo de los akan se ocupó más del oro que de los esclavos. Entre 1675 y 1700 el oro constituía las tres cuartas partes del valor de las importaciones holandesas de Guinea y los esclavos representaban sólo un trece por ciento. Luego, la trata desempeñó un papel más importante; así, un director de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales informó en 1705 que la Costa de Oro «se está tornando completamente en costa de esclavos, y los nativos ya no se concentran en buscar oro sino que hacen guerras entre sí para obtener esclavos».[237]
En 1700 ya debería haber quedado claro que ninguna empresa gubernamental tenía futuro, pero todas siguieron funcionando, a trancas y barrancas, como suele ocurrir con las empresas estatales, y hasta se fundaron otras nuevas. A la Corona española debió de resultarle evidente también que buscar un asiento ideal para la trata era tan inútil como la búsqueda de la fuente de la eterna juventud, y los que deseaban obtener estos contratos debían de saber ya que la empresa resultaba tan poco afortunada como poco provechosa. No obstante, la Corona no sólo otorgaba nuevos privilegios de esta clase sino que eran solicitados con mayor entusiasmo que nunca. De hecho, durante la guerra de Sucesión española, que empezó en 1701, uno de los problemas más importantes consistía en qué nación tendría el asiento.
En 1700 los portugueses poseían todavía el asiento, pero, como hemos visto, su control era tema de fuerte controversia; para colmo, una gran parte de las mercancías transportadas hacia África eran a menudo francesas, suministradas por poderosos mercaderes franceses residentes en Portugal y en España. De modo que no sorprende que el generoso pago de un millón de pesos incitara a la Compañía Cacheu a devolver el asiento a la Corona hispana. El nuevo monarca de España, el Borbón Felipe V, nacido en Francia y nieto del rey de este país, también Borbón, dio de inmediato la oportunidad a Francia. Las ganancias futuras se repartirían entre ambos borbones y Jean-Baptiste Ducasse, el héroe de Gorée, a la sazón gobernador de la extraordinariamente próspera colonia azucarera de Saint-Domingue. Había sido enviado especial francés en Madrid y tenía mucha experiencia en la trata africana, pues había trabajado para la Compañía de Senegal, como capitán de barcos de esclavos y como eficaz administrador. De hecho, su influencia con Luis XIV se debía a haberse apoderado tanto de Cartagena de Indias como de Jamaica durante las guerras de los años noventa del siglo XVII. (Por cierto que, en sus memorias, Saint-Simon reservó algunas de sus frases más respetuosas para este hijo de un vendedor de jamones de Bayona: «gentil, educado, respetuoso», era muy fogoso y vivaz y «nunca falso consigo mismo»). Como resultado de estos arreglos, el rey Pedro de Portugal se alió con Inglaterra y los Habsburgo contra los Borbones, y Felipe V canceló de inmediato todos los pagos que había acordado hacer a su colega portugués.[238] Esto supuso un auténtico triunfo para Francia, pues, después de todo, uno de los objetivos de Colbert había sido controlar el mercado imperial español.
Los franceses debían conseguir sus esclavos en Angola y la isla de Coriseo, cerca de Gabón; tendrían un monopolio de diez años, de 1702 a 1712; habían de entregar cuatro mil ochocientas «piezas de indias» cada año en cualquier puerto de las Indias españolas que no les estuviese específicamente vedado; pagarían un impuesto de treinta y tres y un tercio écus por esclavo; también llevarían tres mil esclavos a las Indias francesas, y fuera cual fuese la compañía que se encargara de ello en Francia pagaría seiscientas mil libras francesas al rey de España.
Aconsejado por su astuto canciller Louis Pontchartrain —otro héroe de Saint-Simon—, Luis XIV asignó el premio del asiento a la Compañía de Guinea, a la sazón una de las tres compañías africanas de Francia que aún sobrevivían. Las otras eran la Compañía Real de Senegal, fundada en 1696 y la Compañía Real de Saint-Domingue.
A fin de alentar la trata, el rey pagaría trece libras francesas por cada esclavo entregado vivo en las Américas, y se eximía a la compañía de cualquier impuesto francés sobre las mercancías transportadas, si bien había de pagar doscientos mil pesos a la Corona española por el contrato y un arancel de treinta y tres y un tercio pesos por esclavo, un cuatro y medio por ciento menos que los aranceles impuestos por los portugueses. Además, se deduciría un diecisiete por ciento del arancel por cada esclavo, a condición de entregar los cuatro mil ochocientos esclavos contratados; esta cláusula da fe de las escasas expectativas de que se cumpliera con el contrato. En realidad, la compañía no tendría el monopolio completo, pues se permitiría a otros mercaderes franceses participar en la trata destinada a Cayena y las islas de Sotavento. Todos los mercaderes del puerto bretón de Nantes podían ir a Guinea, a condición de pagar a la compañía veinte libras francesas por cada esclavo que transportaban a Saint-Domingue y diez libras francesas si iban a las otras islas francesas. Los mercaderes de Martinica podían importar entre cuatrocientos y quinientos esclavos por año, si pagaban trece libras francesas a la compañía y enviaban cien esclavos a Guadalupe. Según la última cláusula de este sumamente complicado acuerdo, los dos reyes, Luis XIV y Felipe V, abuelo y nieto, poseerían cada uno una cuarta parte de las acciones de la compañía y los inversores franceses podrían disponer del resto. La compañía aceptaba también hacer a Felipe V un préstamo que le permitiera comprar las acciones que le reservaba.
En España este tratado no gozó de popularidad. En el siglo XVII los españoles se habían mofado constantemente de Francia y ahora parecía que la economía imperial se entregaba a este objeto de la burla nacional. Si un cortesano acicalado al que los madrileños pedían que pronunciara «ajo» o «cebolla» no podía hacerlo corría el peligro de ser apaleado por el crimen de ser francés. En opinión del Consejo de Indias, a los mercaderes franceses les resultaría fácil, gracias al tratado, importar al imperio toda clase de mercancías, así como esclavos y los «intereses nacionales españoles» (utilizaron la frase moderna) se verían indudablemente perjudicados. El rey se esforzó —apenas— por ablandar a los ofendidos dirigentes de la comunidad mercantil de su nuevo país prohibiendo a los buques de la Compañía de Guinea anclar en puertos del Pacífico y reduciendo el número de esclavos entregados en Buenos Aires. Esto sirvió de poco y los funcionarios españoles, tanto en la metrópoli como en las Indias, hicieron cuanto pudieron por poner obstáculos a los nuevos asentistas. Hasta el Consejo de Indias prohibió en 1702 la importación en el imperio de esclavos de la Costa de Oro o de Cabo Verde, so pretexto de que eran bárbaros difíciles de convertir al cristianismo y tendían a comer carne humana «con voracidad». Cuando uno de los barcos de la compañía, La Gaillarde de La Rochelle, llegó a Cartagena de Indias en 1703, con treinta y seis de los ciento tres esclavos varones a bordo enfermos, el gobernador Díaz Pimenta le cobró el total de los aranceles. Y los españoles se deleitaban haciendo pasar a sus nuevos «protectores» por otras pequeñas humillaciones y trabas.
La trata ilegal continuaba. La Compañía de Guinea declararía más tarde que en los años en que gozó del privilegio había transportado un total de diez o doce mil esclavos, pero en realidad fueron más bien casi cuarenta mil los que llevaron al imperio hispano. Durante la guerra de Sucesión la demanda pareció crecer aún más; las nuevas minas de oro de El Choco, en Nueva Granada, aunque nunca fueron tan importantes como las de Brasil, «gastaban» muchísimos esclavos; aunque Holanda y Francia estaban en guerra, en Curaçao la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales vendió un buen número de esclavos a la Compañía de Guinea; sabía que podría haberle vendido más de haberlos tenido, pues Gaspar Martin, Jean Chourra y Louis Chambert, representantes de los asentistas franceses les visitaron para pedírselo. Cabe añadir que según los registros de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, entre 1700 y 1729 esta empresa vendió casi veinte mil esclavos en Curaçao a compradores españoles.
En la misma época Jamaica, el principal depósito del más importante de los enemigos de Francia, Gran Bretaña, se mostraba aún más activa y trataba directamente con la compañía que tenía el asiento y con intrusos. Sin embargo, a los ingleses, sobre todo a los directores de la RAC, les indignó que Francia obtuviera tan provechoso contrato. Después de todo, Gran Bretaña se había convertido ya en una nación esclavista más importante que Francia, como se desprende del hecho de que en 1701 la población esclava de Martinica, Saint-Domingue y Guadalupe ascendiera apenas a cuarenta y cuatro mil personas, de las cuales muchas habrían sido compradas en Jamaica o Barbados, mientras que las colonias británicas importaron el doble sólo en los primeros diez años del siglo.
En mayo de 1702, una enfurecida RAC sugirió al almirantazgo que si se podía evitar que los franceses adquirieran esclavos para cumplir con su contrato, acaso los colonos españoles se vieran obligados a comprárselos a Inglaterra. El factor en Jamaica de la Compañía Africana, el vicegobernador Peter Beckford, un plantador de caña originario de Gloucester que iniciaba la gran carrera de su familia hacia la riqueza, escribió al secretario de Estado, James Vernon, sugiriendo que los ingleses debían apostar fragatas cerca de las costas tanto de Portobelo y de Cartagena de Indias como de África, a fin de «constreñir el comercio francés».[239] Creía que se debía prohibir a los mercaderes ingleses hacer tratos con los franceses o entregarles esclavos. El año siguiente la propia RAC hizo una sugerencia del mismo tenor al sucesor de Vernon, lord Nottingham: puesto que los barcos negreros ingleses pasaban unos dos meses en las costas africanas reuniendo esclavos, tres buques de guerra y un brulote británicos podrían echar a perder todo su comercio.
El gobierno británico no siguió esta táctica, si bien, dada la guerra, había batallas entre buques británicos y franceses. Así, en 1703, Handasyd, nuevo vicegobernador de Jamaica y enemigo de Beckford, el ya mencionado factor de la RAC en esa isla, al que acusó de asesinato, escribió al ministerio de comercio y plantaciones en Londres, diciendo: «nos han llegado desoladoras noticias de la gran pérdida de buques mercantes por corsarios [franceses] de Martinico [Martinica] que, según me informan, son veintiocho y han robado unos setenta barcos y balandros. Algunos están cargados de negros». Y añadió: «Nuestro número de esclavos aumenta a diario pero, para mi gran pesar, el número de blancos disminuye a diario.»[240]
Los británicos y los franceses competían entre sí en todas partes, hasta para la trata de la bahía de Loango; ahora que los holandeses se retiraban de esos puertos, los franceses deseaban destruir a todos sus rivales en la región y establecer su propio monopolio, pues les habían dicho que, con una supervisión adecuada, podían comprar dos mil esclavos al año en Loango y otros tantos en los dos puertos cercanos de Cabinda y Malemba. Sin embargo, la rivalidad de las grandes potencias resultó negativa para la trata en la zona y en 1706 un capitán holandés informó que, aunque había muchos esclavos disponibles en estos puertos, no había nadie que los comprara.
En 1707, con el fin sobre todo de satisfacer a la RAC, el gobierno británico redactó un borrador de contrato entre la reina Ana y el archiduque Carlos, candidato británico al trono de España; envió el contrato a James Stanhope, su ministro en España; en este contrato, los británicos se comprometían a encontrar en diez años los cuarenta y ocho mil esclavos que los franceses se habían comprometido a transportar, pero que no habían podido enviar debido a la guerra; se pagarían anticipos, como ocurre ahora con los contratos para publicar libros. «Los contratistas adelantarán doscientas mil pesetas [en ochavos] o cuarenta y cinco mil libras inglesas, en concepto de anticipo, pagadero en dos plazos, el primero dos meses después del visto bueno a este contrato de Su Católica Majestad y el segundo, dos meses después del primero, suma que no será reembolsada a los contratistas», rezaba el contrato. Pero éstos eran asuntos que se resolverían con la paz.
Los franceses, por su parte, tenían planes más ambiciosos. Ese mismo año, Luis XIV mandó un emisario a Holanda, un joven y rico oficial, Nicolás Mesnager, a proponer una colaboración entre todas las potencias marítimas para suministrar esclavos a las Américas. El rey Felipe V propuso algo semejante: España, Gran Bretaña, Holanda y Francia devengarían una cuarta parte cada una. Este asombroso proyecto de mercado común europeo para la trata fracasó, puesto que los holandeses se negaron a considerar siquiera la posibilidad de unir fuerzas con los franceses, y nada se hizo al respecto.
Los británicos continuaron presionando a España. En 1710 ya vendían más de diez mil esclavos al año a las Indias, incluyendo el imperio hispano; los franceses vendieron menos de trece mil en los doce años entre 1702 y 1713. Era obvio, pues, que los primeros se encontraban en posición dominante. Además, los franceses y los españoles empezaban a tener problemas. Por ejemplo, en 1712, la Compañía de Guinea cobró a la Corona de España cinco millones de pesos en concepto de deudas, intereses y daños. Muchos colonos del imperio español y varios funcionarios en la metrópoli empezaban a pensar que sólo si recurrían a Inglaterra podrían suministrar al imperio suficiente mano de obra africana. Al mismo tiempo, en Londres, «este abstruso comercio» se había convertido en «el más beneficioso para toda la nación».[241] La Cámara de los Comunes recibió innumerables peticiones de fabricantes de armas de fuego, cuchilleros, tintoreros, veleros y tejedores, manufactureros de hierro forjado de Birmingham, fabricantes de serga, mercaderes de Edimburgo y Chester, por no hablar de los fabricantes de franela galesa, temerosos todos de la horrible posibilidad de que la inminente paz limitara en lugar de extender su participación en el comercio con África, y, por tanto, la limitara en la trata.
Como resultado, cuando en 1713 se redactó el Tratado de Utrecht para dar fin a la guerra de Sucesión de España, los británicos pudieron insistir en hacerse con el asiento. Si bien un Borbón gobernaba en Madrid, serían buques británicos los que llevaran africanos a las Américas para que trabajaran en las haciendas, los palacios, las minas y las plantaciones de caña y tabaco de su gran imperio. Una nueva Compañía Francesa de Senegal, administrada por mercaderes de Rouen poco podía hacer, aparte de quejarse. Esto supuso una victoria para la diplomacia británica al lado de la cual parecía poca cosa la adquisición de Gibraltar y Menorca en virtud del mismo tratado.