El esclavo negro es la base de la hacienda y la fuente de toda la riqueza.
JOSÉ DE LOS RÍOS,
procurador general de Lima, 1646
Los reveses en Brasil y Angola no fueron los únicos que sufrió la Corona hispano-lusa en aquellos años, pues en 1640 se rebelaron tanto Cataluña como Portugal. Después de numerosas batallas España reabsorbió a Cataluña y creó un resentimiento que no ha desaparecido aún. En Portugal, en cambio, los Braganza hicieron valer sus derechos, situación que conllevó el fin de la colaboración de la Corona imperial española con los mercaderes portugueses en la trata destinada a su imperio. De no haber sido por la revolución, el viejo asentista Cristóbal Méndez de Sosa probablemente habría podido revalidar los derechos que habían caducado. En lugar de esto, él y otros como él se fueron a Lisboa y, de momento, no hubo nuevos asientos. Durante diez años, pues, la trata española quedó suprimida.
Estos acontecimientos parecían pronosticar una catástrofe; así, en 1646 José de los Ríos, procurador general de Lima, escribió que la escasez de negros amenazaba con la ruina total del reino entero, pues el esclavo negro constituía la base de la hacienda y la fuente de toda riqueza que ese virreinato producía.[185] Sin la mano de obra africana, proseguía en tono lúgubre, acabaría toda actividad económica: huertos, maizales, viñedos, ingenios azucareros, minas, ya que la agricultura dependía mucho de la mano de obra de los africanos; en los viñedos de los valles de Pizco e lea trabajaban treinta mil esclavos y para mantener este número los amos debían reabastecerse constantemente de negros. Los propietarios de las minas de plata de Nueva Granada y de Nueva España se quejaban de lo mismo. Además, todos en las Américas se acordaban de que la construcción de los grandes fuertes del imperio —San Juan de Ulloa, La Habana, Cartagena de Indias— se debía sobre todo a la mano de obra esclava, o sea que gracias al trabajo de entre cien y doscientos esclavos el imperio podía defenderse.
Prosperó la trata ilegal, tanto, que en lugares menos importantes del imperio, como Buenos Aires, se diría posteriormente que la época en que mejor abastecidas de esclavos estuvieron las colonias fue cuando la metrópoli dejó de enviarlos.[186] Pero los colonos antiguos en las haciendas color de rosa de Lima y México, de Cartagena de Indias y de Jamaica, que sería española todavía unos años, y los mercaderes de perlas en Margarita recordaban con nostalgia los días en que los grandes mercaderes portugueses conversos abastecían al imperio con regularidad. Por cierto que, a falta de mano de obra indígena, los esclavos africanos, sobre todo muchachos de entre quince y dieciséis años, aprendieron a bucear por perlas y a llevarlas a tierra firme en grandes canoas. Si los últimos años resultaron insatisfactorios en muchos aspectos, pues nunca había suficientes esclavos, lo que vendría sería sin duda peor, pues ahora los intrusos eran mayormente herejes holandeses.
En los años cuarenta del siglo XVII la presencia holandesa, tanto en África como en el Caribe, fue de suma importancia. En estos años Holanda era la potencia mundial dominante, la sucesora de Portugal a ambos lados del Atlántico y contaba, además, con numerosos dominios en el este. En la metrópoli, sus pintores, Rembrandt y Vermeer entre otros, se encontraban en el apogeo de su arte y varios artistas distinguidos fueron a Brasil a plasmar el triunfo holandés.
En África, Elmina, antaño el imán del poder portugués en el golfo de Guinea, permaneció en manos holandesas con la firma de la paz de 1640, una paz que fue provisional. Reforzaron el lugar, construyendo cerca de allí el fuerte de Conradsburgo y no tardaron en tener una cadena de fuertes semejantes en la Costa de Oro. Con ellos la venta de esclavos aumentó vertiginosamente. Así, entre 1636 y 1640 la media de esclavos vendidos en Pernambuco fue de entre mil y mil ochocientos, mientras que en los seis años siguientes, de 1641 a 1646, la cifra se fue incrementando de 1188, a 1337, a 2312, a 3948, a 5565 y volvió a bajar a 2589. «Sin los negros y los bueyes, nada podría esperarse de Pernambuco», le dijeron en 1640 al Heeren XIX, la suprema autoridad de la Compañía de las Indias Occidentales,[187] y en 1648 frei Antônio Vieira, nieto de una negra y principal defensor y amigo de los indígenas, escribiría que «sin negros no existiría Pernambuco y, sin Angola, no habría negros». Señaló también el incómodo hecho de que los portugueses luchaban contra un pueblo más blanco que ellos, los holandeses, y preguntó si «¿no somos tan morenos comparados con ellos como los indios con nosotros?».[188]
Una vez establecidos en Luanda, los holandeses cuidaron su relación con los vili en la costa de Loango y mejoraron el comercio con ellos, en el sentido de que podían intercambiar sus finas telas, la tan preciada madera de secoya y las conchas de nzimbu por esclavos, casi con la misma facilidad que los tejidos holandeses y los lingotes de hierro suecos. Los reyes locales se alegraron todos de tener un nuevo amo europeo y el del Congo incluso envió un emisario a Maurits de Nassau en Brasil a fin de asegurarse de que la trata dirigida a este país continuaría igual que con los portugueses. Mandó regalos, entre ellos dos esclavos para el gobernador y unos cuantos para sus consejeros. Otros embajadores africanos fueron a Amsterdam a pedir ayuda contra Portugal. El monarca del Congo colocó imágenes de la Iglesia Reformada Holandesa en el altar de su catedral católica. La invencible reina Nzinga (en la retirada su reino se conoció también como Matamba) se alió asimismo con los holandeses y libró varias pequeñas guerras locales a fin de suministrarles más esclavos de los que habría podido proporcionar de otro modo.
Sin embargo, los portugueses resistieron. Tras la conquista holandesa de Luanda, el gobernador Pedro Cesar de Menzes llevó a los colonos unos kilómetros al norte del río Bengo, donde los jesuitas tenían sus plantaciones y desde donde intentaron evitar que sus viejos amigos (v enemigos) africanos colaboraran con los conquistadores. Como no lo consiguieron, el gobernador y sus amigos se trasladaron mucho más tierra adentro, al fuerte de Massangano, a orillas del río Coanza; allí Cesar de Menzes contaba con el apoyo de Ari, el ngola de Ndongo, títere de los portugueses.
Dada la interrupción de la trata portuguesa a Brasil, algunos nobles de Lisboa (Gaspar Pacheco, Francisco Fernandes de Furna, Antônio Lopes Figueroa y Ruy da Silva Pereira) ya habían presentado un nuevo plan a su rey, plan que fue adoptado en 1643 y que consistía en armar buques flamencos, dotarlos de una tripulación portuguesa y mandarlos a Mozambique, rodeando el cabo de Buena Esperanza, a por esclavos y maderas muy estimadas para la ebanistería; en Río se pagarían los mismos impuestos por estos esclavos que por los que venían de Angola. De modo que al poco tiempo se exportaban por este medio entre cuatro mil y cinco mil esclavos, sobre todo a Río, pero también a otros mercados de las Américas. Mozambique, tan remota y exótica, se convirtió en el último recurso de los comerciantes europeos de esclavos y pronto la diminuta isla-puerto así llamada se volvió un importante centro de actividad, y no sólo de los portugueses.
En Angola, pasado un tiempo, los holandeses y los portugueses llegaron a un acuerdo práctico: los primeros, en Luanda, tolerarían el asiento de Massangano y le venderían alimentos, a condición de que los portugueses les proporcionaran esclavos. De hecho, los conquistadores holandeses estaban decepcionados, pues esperaban encontrar en el África portuguesa un mercado autosuficiente de exportación de dieciséis mil esclavos por año y el no obtenerlo sin mucho más esfuerzo del que preveían les obligó a practicar toda clase de regateos; así, exigían un alto precio (en esclavos) por los alimentos, de modo que, como si fuesen africanos locales, los colonos portugueses tuvieron que librar guerras a fin de conseguir esclavos para todo el mundo.
Portugal, de nuevo independiente después de 1640, constituía una potencia mucho más formidable que una nación atada a los faldones del rey de España. Los moradores, o sea, los colonos lusobrasileños que se habían quedado en lo que ahora era Nueva Holanda, se rebelaron y en una corta y eficaz campaña expulsaron a los holandeses de sus antiguos territorios, salvo de Recife-Pernambuco. Luego, en 1648 enviaron quince buques, al mando de un brillante general, Salvador Correa de Sá, al otro lado del Atlántico sur a reconquistar Luanda y Santo Tomé. Esta expedición triunfó de inmediato, pues los holandeses estaban tan mal preparados en 1648 como lo habían estado los portugueses en 1641. De modo que el enclave portugués en Massangano (sitiado por los aliados africanos de Holanda) fue liberado y Correa de Sá, ahora gobernador de Angola, destruyó las factorías holandesas (al norte del Congo, en Pinda y hasta en Loango), mientras que, como castigo por recibir a los holandeses, García, rey del Congo, tuvo que aceptar, entre otras cosas, la soberanía portuguesa al sur del río Dande (ochenta kilómetros al norte de Luanda) y entregar a los colonos portugueses novecientas cestas llenas de tela de palma por año, que equivalían al precio de mil esclavos, y a renunciar a todos los esclavos angoleños que se habían refugiado recientemente en su reino.
Dadas estas guerras y otros reveses, algunos debidos a las disputas por las fuentes de mano de obra destinada a las Américas, no es de sorprender que en el segundo cuarto del siglo XVII se exportara el mismo número de esclavos que en el primer cuarto, o sea, unos doscientos mil, de los cuales probablemente unos cien mil fueron a Brasil y cincuenta mil a la América española. En los años veinte y treinta, el Caribe inglés y el francés fueron por primera vez una importante zona importadora, es decir que los ingleses de Barbados y de las islas de Sotavento importaron veinte mil y dos mil esclavos, respectivamente, y los franceses de Martinica y Guadalupe, dos mil quinientos. La media de esclavos exportados anualmente de todas partes de África occidental sería de quizá ocho mil, muchos de los cuales, en la última parte de este período, eran transportados en buques holandeses, incluyendo los que iban a la América española, y probablemente la fuente más frecuente fue Angola, si por tal se entiende toda la región al sur de la bahía de Santa Catalina.[189]
Sin embargo, en los años cincuenta, y pese a las derrotas militares, los mercaderes holandeses aún dominaban la trata dirigida a las Indias occidentales y esta superioridad reflejaba su posición global, pues Holanda seguía siendo la mayor potencia económica, tanto en Europa Central como en el Báltico. La Compañía Holandesa de las Indias Orientales continuaba prosperando y dominaba gran parte del comercio mundial; como Amberes un siglo antes, y Londres un siglo después, Amsterdam constituía un mercado para todo lo que pudiera venderse. Mantenía su posición con costes bajos; así, por ejemplo, a los mercaderes franceses les costaba menos comprar en Amsterdam mercancías bálticas para el trueque con los africanos que obtenerlas directamente donde se fabricaban.
En cuanto a los esclavos, los holandeses no tardaron en regresar a la zona del Congo, aunque no a Luanda. Después de todo, contaban con una antigua relación con Loango, sobre todo en lo relativo al marfil y al cobre, y ahora la reanudaron, si bien en los años cincuenta y setenta se concentraron en la trata. En 1670, el Consejo de Ultramar en Lisboa hablaba de las actividades holandesas en Loango como si constituyesen todavía una amenaza real para la trata portuguesa, puesto que, de los esclavos vendidos en la bahía de Loango a muchos los conseguían en lo que antaño fuesen fuentes angoleñas, y a otros en Allada (Ardra) el comercialmente prometedor territorio de la llamada Costa de los Esclavos.
Aunque los holandeses pronto perdieron todos sus dominios en Brasil, conservaron los que poseían al norte de Sudamérica, en las Guyanas, en los ríos Demerara, Essequibo, Berbice y, después de 1667, Surinam, así como algunas islas del Caribe: Curaçao cerca de la costa venezolana, a la que añadieron las cercanas Aruba y Bonaire; también poseían las islas del norte del archipiélago de Sotavento: San Eustaquio, Santo Tomás (tomado por los ingleses en 1667), Saba y la mitad de San Martín.
De estas colonias caribeñas, Curaçao se tornaba cada año más rica e importante. No tenía oro ni, ahora, población indígena; era demasiado seca para las plantaciones y, para colmo, demasiado pequeña; sin embargo, contaba con un buen puerto, Willemstad. Allí los españoles habían conseguido maderas tintoreras y habían llevado ganado. Los holandeses la utilizaron primero como estación naval; plantaron naranjos de cuyo fruto destilaban el ya famoso licor. Luego en 1641 su Compañía de las Indias Occidentales empezó a usarla como punto de concentración de esclavos capturados en buques extranjeros; construyeron una amplia prisión-depósito con cabida para tres mil cautivos. En los años cincuenta esta sombría isla era ya un importante centro de trata, al que llevaban cada año entre quinientos y seiscientos esclavos, directamente de África, y en el que los vendían, ilícitamente, sobre todo a españoles, pero también a ingleses y franceses. En 1659 el gobernador Matthias Beck escribió a Peter Stuyvesant, su superior en Nueva Amsterdam, que el comercio «con nuestros vecinos más cercanos», los españoles, prometía, pese a la diferencia de religiones.[190] En el último cuarto del siglo, la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, que en 1674 se había reestructurado y se dedicaba mayormente a la trata, enviaba cada año de tres a cuatro buques de África al Caribe, esto sin contar los viajes a las Guayanas.
Hasta 1664 hubo también colonias holandesas en Norteamérica, y parece que éstas precisaban al menos algunos esclavos africanos. El 26 de julio de 1646, por ejemplo, según las instrucciones dadas al director general y al ayuntamiento de la Nueva Holanda (la colonia holandesa en Norteamérica) «para la promoción de la agricultura… se considera adecuado permitir… el transporte de tantos negros como estén dispuestos a comprar por un precio justo…».[191] Dos años después, a los colonos de Norteamérica se les autorizó a mandar alimentos a los colonos holandeses de las Guayanas a cambio de esclavos. Nueva Amsterdam, en la isla de Manhattan, recibió autorización de comerciar con Angola y se habló de convertir esta ciudad en un mercado de esclavos para las colonias inglesas del continente americano, como empezaban a serlo Curaçao y San Eustaquio para las islas del Caribe. Sin embargo, parece que sólo se transportaron dos cargamentos importantes de esclavos de las Guayanas a la Norteamérica holandesa, uno en 1654, con un número no especificado de africanos, en el buque Witte Paert de la Compañía de las Indias Occidentales y el otro, en 1664, con doscientos noventa en el Gideon. Aparte de esto, los holandeses de Norteamérica compraron un número reducido de esclavos en Curaçao, y de éstos probablemente vendieron algunos a los ingleses de Maryland o Virginia, costa abajo.
Entre los mercaderes holandeses que participaban en esta nueva trata sobresalían los De Wolff, el más prominente de los cuales, Abel de Wolff, nació en Amsterdam en 1636; comerciaba con cereales bálticos, vino de Burdeos, la caza de ballenas, oro y marfil, y sal en Nueva York, así como esclavos. Su padre, Dirck de Wolff había sido panadero en Haarlem antes acceder al consejo del gremio de cambistas de Amsterdam. La mayoría de mercaderes holandeses de Norteamérica se arruinaron cuando los ingleses conquistaron Nueva Amsterdam en 1664, pero Abel de Wolff sobrevivió, gracias, en parte, a sus inversiones en la caza de ballenas en Groenlandia, pero también a sus inversiones en la trata. En 1670, sus ganancias con la trata africana excedieron los cincuenta mil florines. Algunos de sus amigos (Gerrit Zuyuck y Tobías Van Hoorbeeck, por ejemplo) también superaron la crisis al dedicarse a la trata con destino a Surinam, al este de los principales establecimientos de las Guayanas, una colonia fundada en 1651 por los ingleses pero capturada en 1667 por los holandeses, que la conservaron. Con los ingleses la isla había prosperado, pero no así con los holandeses, al menos hasta que en 1682 se fundó una Sociedad de Surinam con la que se inició una trata más elevada, de modo que en 1700 ya habían llevado allí a veintidós mil cautivos africanos.
Cuando en 1654 el cuarto de siglo de control holandés del nordeste de Brasil llegó a su fin, con la expulsión de las últimas tropas de Holanda de Recife-Pernambuco, algunos colonos, entre ellos unos de la comunidad judía, se trasladaron a Barbados. Según un documento titulado «Referente a Barbados», redactado en inglés, «cuando los holandeses perdieron Brasil muchos holandeses y judíos fueron a Barbados y empezaron a plantar caña y fabricar azúcar… Asimismo, los holandeses de la costa de Guinea que comerciaban… con esclavos negros, habiendo perdido Brasil, no sabían dónde venderlos y los confiaron a Barbados».[192] En menor medida también los vendieron a la isla francesa de Guadalupe. Brasil había sido la principal región de las Américas donde se practicaba el cultivo de la caña de azúcar a gran escala y ahora el Caribe empezó a cubrir esa función, y de un modo que desde un punto de vista económico parecía más eficaz que el de Brasil, si bien no por esto desapareció de este último.
En Barbados ya había cultivos de caña antes de la llegada de los holandeses. En 1654, Jean Aubert, oriundo de Rouen, antaño cirujano, la introdujo en las Indias occidentales francesas en San Cristóbal. No obstante, en Barbados el impacto de los pocos colonos holandeses fue desproporcionado a su número, pues transformaron casi todas las recién colonizadas islas caribeñas. Los más claros indicios de esto se advierten en el propio Barbados, donde en 1645 los algo más de once mil granjeros ingleses empobrecidos que allí residían poseían unos seis mil esclavos y cultivaban tabaco de muy mala calidad. En 1667 había ya setecientos cincuenta propietarios de plantaciones de caña y más de ochenta mil esclavos y se consideraba que la isla era casi ochenta veces más rica que antes de la llegada del azúcar. La subida del precio de la tierra resultaba aún más asombrosa; así, en 1640 se vendían algo más de doscientas hectáreas por cuatrocientas libras, mientras que ya en 1648 la mitad costaba siete mil. Los pequeños hacendados blancos que no quisieron o no pudieron dedicarse a la caña lo perdieron casi todo y emigraron a donde pudieron, muchos de ellos al continente norteamericano, sobre todo a Carolina, que durante mucho tiempo continuaría dando la impresión de ser un Barbados al otro lado del mar. En cambio, los hacendados que llevaron a cabo esta revolución azucarera, como James Drax, acabaron por regresar, ya ricos, a Inglaterra, y sus familias empezaron a pensar en sus haciendas azucareras del Caribe como si fuesen minas de oro. La mayoría de las pequeñas islas del Caribe pasaron por la misma experiencia que Barbados, aunque un poco más tarde.
En un primer tiempo, los ingleses compraron a los holandeses los esclavos que hicieron posible esta transformación, pero posteriormente serían los tratantes ingleses, de los que hablaremos en el próximo capítulo, quienes los transportaran.
La conversión del Caribe en un archipiélago azucarero —situación que duraría más de doscientos años— se debió sobre todo a las empresas francesas e inglesas, pero que se inspiraron en las ideas de los holandeses de Brasil y funcionó gracias a la mano de obra de esclavos suministrados por tratantes holandeses.
La inversión en esclavos y en maquinaria fue tan alta que los riesgos estratégicos parecían considerables, y la necesidad de un suministro constante de esclavos era tan apremiante que todas las principales naciones coloniales organizaron compañías nacionales como las que parecían haber tenido tanto éxito en el caso de Holanda. Se creía que los tratantes privados no construirían fuertes en África y, aunque lo hicieran, no los sostendrían; no pagarían impuestos, firmarían con los monarcas africanos acuerdos inconvenientes desde el punto de vista político y quizá los incumplirían, perjudicando así a la metrópoli. De modo que no sólo los franceses y los ingleses, sino también los gobernantes de pequeños Estados, como el rey de Dinamarca y el duque de Curlandia (la actual Letonia), crearon estas empresas emuladoras de las holandesas, que combinaban los intereses africanos con los de las Indias occidentales. Estas compañías pronto crearon una especie de burocracia que no volvería a verse hasta la aparición de las grandes empresas nacionalizadas de principios del siglo XX.
Así pues, el Caribe y la trata se convirtieron en el tesoro de tres monopolios: el del azúcar —el cultivo dominante—, el del comercio —que se había de realizar exclusivamente con las respectivas metrópolis, «depender directamente de su madre patria», según palabras de Malachy Postlethwayt, panfletista del siglo XVIII— y el de una empresa nacional que controlaría el monopolio del comercio entre la metrópoli y sus colonias. A fin de proteger estas colonias «mercantilistas», cada país tenía su propia versión de las leyes de navegación británicas, cuyo objetivo consistía en asegurar que nada pudiera comprarse en las colonias que no fuese fabricado en Inglaterra, tanto si era un sombrero como si era un martillo. Con el afán de ganar popularidad entre la comunidad mercantil, los gobiernos apoyaron también el comercio atlántico; así, de 1651 a 1847, a los productores de las Indias occidentales se les protegía imponiendo aranceles al «azúcar extranjero» que entraba en Inglaterra.
El «sistema colonial» de Colbert, en Francia, fue el más elaborado de todos. Se basaba en la idea de que las colonias debían ser hijos económicamente dependientes cuyos intereses se subordinarían del todo a la madre patria. Las dependencias producirían azúcar o, más tarde, café y quizá índigo para la metrópoli y esta producción requeriría mano de obra esclava. Nada que no fuera esto satisfaría las necesidades. Las colonias no producirían nada que no hubiesen pactado con el gobierno de la madre patria y, en general, para sobrevivir, los colonos dependerían de las mercancías producidas en la metrópoli. En las colonias nadie podía fabricar algo para venderlo; tampoco podían importar divisas, en lugar de las cuales se idearon unas monedas teóricamente caribeñas, una receta tanto contra la inflación como contra el uso subrepticio de monedas extranjeras, como el ochavo español. Según este principio llamado l’exclusif, las colonias francesas comerciarían exclusivamente con Francia y mediante buques franceses.
Los plantadores protestaron y, naturalmente, en todos los imperios numerosos mercaderes privados o independientes llevaron a cabo actos de desafío. Los capitanes holandeses e ingleses, tan hábiles en esos años cuando se trataba de incumplir las leyes tanto de otros países como del propio, se volvieron especialistas, sobre todo en el contrabando de esclavos, pero también de otras mercancías, en las colonias españolas, cuyos amos en Madrid aún no contaban con dominios africanos.
Cabe explicar las razones del repentino interés por el azúcar en Europa. La que suele darse es que en Gran Bretaña, Holanda y Francia, países cada vez más prósperos, el incremento de la demanda se debió a la moda introducida en los años cincuenta del siglo XVII de beber café, té y chocolate y que esto por sí solo provocó el aumento del procesamiento del azúcar. (Parece que el primer café de Londres abrió sus puertas en 1652; en 1658 ocurrió con las casas de té y las de chocolate siguieron al poco tiempo). Sin embargo, el té, el café y el chocolate se tomaban sin edulcorante en sus países de origen.
En realidad, parece que en el siglo XVII, como luego en el XX, el primer paso que daban los pobres para salir de la indigencia iba acompañado del deseo de añadir azúcar a la leche y al té. Según un informe publicado en 1961 por la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO) de las Naciones Unidas: «El gran aumento en el consumo que se da en los países de ingresos bajos en cuanto los ingresos personales crecen se relaciona, al parecer, con la doble función del azúcar… primero como fuente de calorías… [y segundo] como elemento apetitoso en una dieta muy sosa y por lo general monótona… Se desea el azúcar porque añade sabor, variedad y atractivo…»[193] En el siglo xvii Europa Occidental y, en menor grado, Norteamérica, experimentaron por primera vez y a gran escala el encanto de este producto y no sólo por las bebidas clásicas, sino también por el ron, que tuvo un maravilloso éxito en Gran Bretaña, como lo tuvieron las mermeladas.
Las condiciones de vida de las plantaciones de caña se iban endureciendo, y en esto se puede condenar en igual medida a los plantadores portugueses, ingleses, holandeses, franceses y, posteriormente, españoles. Ya en 1664 un sacerdote francés, Antoine Biet, expresó horror por los azotes a que los capataces ingleses de Barbados sometían a los esclavos por la menor falta.[194] Los franceses hacían lo mismo y sería infantil suponer que alguna nación se comportó «mejor» que sus rivales. En todas partes se obligaba a veces a los esclavos a trabajar hasta casi veinticuatro horas seguidas durante los ocho meses desde la plantación hasta la zafra; además, lo largo del «día» de trabajo aumentaba el riesgo de accidentes con la maquinaria primitiva. En ocasiones, al principio, a los esclavos de estas nuevas plantaciones (en Cayena, Guadalupe, Barbados y Jamaica, por ejemplo) se les permitía construirse casas y convivir con sus esposas y hasta formar familia. Sin embargo, cuanto más crecían las haciendas tanto más disminuía esta posibilidad y los cautivos empezaron a vivir en barracones; había pocas mujeres, pues los hacendados consideraban que eran demasiado débiles para servir en los cañaverales y que costaba demasiado mantenerlas si tenían hijos.
Los holandeses inspiraron y sirvieron la primera etapa de esta confederación del azúcar. Con su Compañía de las Indias Occidentales tenían todavía el monopolio más antiguo, más rico y al parecer el mejor administrado. Poseían una línea de fuertes tanto en África nordoccidental (Gorée, Arguin) como en el golfo de Guinea, y sobre todo en Elmina, antaño portuguesa y, aunque el oro era todavía la principal exportación de esta última factoría, de año en año aumentaba el número de esclavos que venían de allí o de la vecina Costa de los Esclavos, al este. Para la explotación del oro de la Costa de Oro los mercaderes continuaron importando esclavos, tanto de la Costa de los Esclavos como de Angola —como lo habían hecho los portugueses—, destinados a ser cargadores en las minas africanas. En 1679 la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales buscaba el modo de incrementar el número de esclavos transportados y decidió que la costa de Loango sería la zona que más debía desarrollar. Con eso en mente, planeó la construcción de dos factorías en los pequeños puertos de Malemba y Cabinda, cada una de las cuales contaría con un factor y otros funcionarios. Esperaba poder exportar desde allí cuatro mil esclavos al año. Enviaría un buque de guerra para que se apoderara de los intrusos, extranjeros u holandeses. De hecho, sin embargo, nada más pensarla, abandonó la idea de un mercado permanente en Loango y, a finales de siglo, los holandeses seguían comprando esclavos de esa región desde buques anclados cerca de la costa. En el capítulo doce, por cierto, hablaremos del comportamiento de Holanda en el imperio español de finales del siglo XVII.
Por su parte, Francia empezaba a necesitar más esclavos, tanto en las Indias occidentales como en Canadá. Así, en 1643 se creó una nueva Compañía de las Islas de América para administrar los dominios franceses en el Caribe; contrató a un mercader de Rouen, Jean Rozer, para que transportara sesenta africanos al puerto de Guadalupe al precio de doscientas libras francesas cada uno. En nombre de esta compañía, Charles Houel, el primer gobernador general de las islas francesas, diría más tarde que los había pagado de su propio bolsillo y exigiría, en vano, la isla de Marie-Galante entera como compensación, puesto que la compañía no parecía dispuesta a reembolsarle.
Entretanto y con el apoyo de la Corona, unos contrabandistas franceses se asentaron temporalmente en la parte occidental de La Española y, al ver que la tierra era fértil, crearon plantaciones. Así se iniciaba la historia al principio brillante pero finalmente trágica de lo que sería la colonia francesa de Saint-Domingue (ahora Haití). Por cierto que España reconoció formalmente la posición de Francia al final de ese siglo, cuando la influencia francesa en Madrid estaba en su apogeo. En el futuro habría años de gran prosperidad.
Sin embargo, en los años sesenta, las Indias occidentales francesas no parecían muy prometedoras. La Compañía de las Islas sufrió una bancarrota y vendió la mayoría de sus posesiones a particulares que las administraron como si fuesen ducados dependientes de la Corona francesa, y hasta la orden de San Juan de Jerusalén compró la primera colonia caribeña colonizada por Francia, Saint-Christophe (San Cristóbal, llamada St. Kitts por los ingleses). Hubo, además, otras excentricidades.
No obstante, en 1664 el estadista proteccionista Colbert fundó una más eficaz Compañía de las Islas Occidentales, empresa que debía administrar todas las actividades francesas, tanto en el Caribe como en África. Compró las acciones de los peligrosamente independientes propietarios particulares, pues no podía esperarse que Francia permitiera la creación de un régimen feudal en su imperio cuando estaba limitando el poder de los nobles en la metrópoli. Para empezar a funcionar, la compañía recogió tres millones de libras francesas de inversores privados; el rey prometió invertir personalmente tres millones y el Estado contribuyó con otros dos millones. Una de sus principales tareas era la de entregar esclavos a las colonias.
Pese al símbolo de nacionalismo egoísta de la expresión l’exclusif, lo primero que hizo la nueva compañía fue contratar al aventurero danés Henrick Carloff para que entregara los primeros esclavos a las Indias occidentales francesas; Carloff había expulsado con éxito a los ingleses del cabo Corso, como se ha visto en el capítulo nueve, y aceptó suministrar esclavos de su propio fuerte en Guinea durante seis años; en concepto de impuestos daría el siete por ciento de los esclavos a la compañía y vendería el resto como quisiera en las posesiones francesas.
Sin embargo, esto no satisfizo la demanda, pues Carloff era de esos hombres que hacen grandes planes y nunca los llevan a cabo. De modo que de nuevo se pidió a la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales y a intrusos holandeses que vendieran, sin trabas, esclavos a los colonos francesas; así, de 1688 a 1725, los intrusos holandeses vendieron catorce mil esclavos. En 1669 Colbert decidió una vez más intentar excluir a los holandeses de las islas francesas y mandó varias expediciones francesas al río Senegal, con apoyo gubernamental; hubo, por ejemplo, la de lean Clodoré, gobernador de Martinica, señor de Elbée y comisario de la Marina, que dejó un gráfico relato de sus experiencias.[195] Entre 1670 y 1672 la capacidad de carga de la trata francesa era oficialmente de mil esclavos por año, cifra que permite darse cuenta de cuántos esclavos se transportaban ilegalmente, pues la importación real de todas las fuentes, incluyendo intrusos franceses, se acercaba a los cinco mil. Los mercaderes responsables del incremento eran sobre todo de La Rochelle, todavía el principal puerto atlántico francés en estos primeros años de participación francesa en la trata; desde allí empezaron a salir barcos hacia África en 1643 y entre 1670 y 1692 partieron cuarenta y cinco. Sin embargo también lo hicieron desde otros puertos; André l’Espagnol, por ejemplo, mandó en 1688 el Pont d’Or desde Saint-Malo en Bretaña, y en 1672 el primero que salió de Burdeos a África fue el Saint-Étienne con un capitán de Honfleur, entre cuyos inversores se encontraban algunos de los consejeros del rey en París. En Dieppe, los hermanos Hamel se mostraron igualmente activos.
En 1672, en parte como resultado de esta trata ilegal, Colbert perdió la paciencia con la compañía, que quedó sin el derecho y la obligación de vender esclavos. Al año siguiente se creó otra compañía, la primera de muchas que se llamarían «de Senegal», administrada por un grupo de empresarios parisinos (Maurice Egrot, François François, Claude d’Apougny y François Raguenet). Esta empresa compró las factorías francesas de África nordoccidental, sobre todo las recién establecidas en el río Senegal. Este cambio supuso, de momento, el fin de los esfuerzos del gobierno francés de organizar el comercio con toda África y el Caribe mediante una única gran compañía.
Los nuevos arreglos funcionaron mejor. Entre 1675 y 1700 Martinica importó, al parecer, unos cuarenta mil esclavos, Guadalupe unos ocho mil, el nuevo asentamiento (aún ilegal) de Saint-Domingue más de siete mil y la igualmente nueva colonia en el continente, Cayena (Guayana francesa), unos dos mil.
En 1677, para asegurar que estas colonias recibieran sus esclavos, Jean, conde de Estrés (sobrino de Gabrielle, la hermosa amante de Enrique IV), quitó a los holandeses Gorée, esa isla tan bien situada, justo al sur de Cabo Verde, y el brillante y joven capitán Jean Ducasse conquistó el año siguiente el fuerte portugués de Arguin. En principio, a partir de entonces las compañías francesas dedicadas a la trata habían de suministrar dos mil esclavos al año, pero nunca alcanzaron este objetivo.
Tras seis años de éxito, la nueva Compañía del Senegal se amplió y se le asignaron nuevas responsabilidades: el monopolio de toda la costa africana. Esto le supuso la ruina, pues, como sus predecesoras, no pudo con la ampliación de su autoridad, se extendió demasiado y, con el excesivo número de funcionarios en París, quebró.
Colbert intentó fundar otra compañía, esta vez con funcionarios en lugar de mercaderes —le entusiasmaba la burocracia—, pero también resultó inadecuada. Unos buques se hundieron, otros fueron capturados por piratas, los capitanes no recibían sus sueldos, los plantadores se negaban a pagar o se retrasaban en los pagos, muchos esclavos murieron. En 1681 esta nueva compañía también se declaró en quiebra y entregó sus activos a otra compañía monopolista, la Nueva Compañía de Senegal. Ésta inició sus labores con un capital de seiscientas mil libras francesas, pero no tardó en acumular deudas y en enfrentarse a nuevas crisis. En 1682-1684 sus capitanes transportaron mil quinientos veinte esclavos anuales de la región del río Senegal, pero nunca se sobrepasó esta cifra. Para colmo, en 1684 se restringió su zona de actividad comercial al norte del río Gambia, pues el hijo de Colbert, Jean-Baptiste, marqués de Seignelay, que había estudiado con los jesuitas, creó la Compañía de Guinea, que monopolizaría el comercio al sur del río. Ambas compañías colaboraron entre sí para la venta de esclavos a las Indias occidentales, pero la Nueva Compañía de Senegal tampoco daba abasto, pues los nada entusiastas inversores privados franceses, cuando se interesaban por la trata, preferían apoyar a los intrusos, de modo que la compañía sólo podía financiarse con préstamos de la Corona, estrategia que demostraba su falta de autonomía. En 1685 la situación se complicó aún más, con la creación de otra Compañía de Senegal, cuya misión era la de suministrar mil esclavos anuales a las Indias occidentales; tenía, además, el derecho de comerciar durante veinte años al sur del río Gambia. Cinco años más tarde, las Indias occidentales francesas contaban con veintisiete mil esclavos (destinados sobre todo a los aproximadamente cuatrocientos ingenios azucareros), menos de veinte mil colonos franceses y unos mil quinientos negros o mulatos libres. A finales del siglo XVII estas islas recibían un par de miles de esclavos cada año y, a principios del XVIII, quizá unos tres mil.
El propio Rey Sol, Luis XIV, se inmiscuyó en el asunto. En 1685, pidió a su consejo en París si realmente se precisaban dos mil esclavos anuales en las Indias occidentales. Se le respondió que, efectivamente, suponían un requisito mínimo, en vistas de la constante expansión. Entonces el rey Luis sugirió que se enviaran los buques franceses al archipiélago de Cabo Verde, donde podrían comprar esclavos a los portugueses, como habían hecho a menudo los españoles, y de allí, ir a las Indias. No obstante, en sus peticiones los colonos insistían en que la mejor solución era que se les permitiera comprar esclavos en otras islas del Caribe. Esto no entusiasmó al rey, pero en privado, aunque ilegalmente, aprobó el plan, una decisión virtualmente inevitable dada la guerra con Holanda. A Ducasse, el vencedor de Arguin y a la sazón gobernador de Saint-Domingue, se le dijo que a causa de la guerra podía conseguir esclavos donde quisiera.
El rey debía saberlo todo acerca de la capacidad de los esclavos, pues éstos seguían remando en sus galeras y en 1685, Michel Misserel, un emprendedor mercader de Tolón, se comprometió a suministrar ciento cincuenta turcos para estas galeras; debían contar entre dieciocho y cuarenta años y ser saludables. El cónsul francés en Candia hizo las veces de agente del rey para llevar a cabo la operación. En 1679, la Compañía de Senegal proporcionó doscientos veintisiete esclavos africanos para el mismo fin. En esa época no se prestaba atención a la mezcla racial y en las galeras reales había rusos, polacos, búlgaros y negros. Algunos de los soldados turcos capturados por los austríacos después del sitio de Viena acabaron sus días en estos barcos, y unos dos mil ayudaron a construir las fortificaciones de Cádiz. Más temprano, en ese mismo siglo, los turcos habían esclavizado a cientos de cristianos tras sus victorias en Hungría y los Balcanes.
Mientras tanto, el gobernador francés en Canadá, el vizconde de Denonville, suplicó a la Corona que autorizara el envío directo de esclavos de África a su colonia. El procurador general en París, Ruette d’Auteuil, le apoyó, alegando que Denonville no sólo no había cumplido sus órdenes de convertir a los salvajes indígenas de Canadá en franceses sino que los colonos del Quebec se estaban volviendo cada día más salvajes, y según Ruette esta tendencia sólo podría revertirse con la presencia de africanos; creía que la supervivencia de los esclavos en Nueva Inglaterra y Nueva Holanda demostraba que los africanos soportarían los inviernos canadienses, que en el río San Lorenzo podrían abrigarse con abrigos de piel de castor, que los cazadores estarían, naturalmente, encantados de vender a los plantadores. El rey apoyó la idea, pero los tratantes no hicieron gran cosa, pues los francocanadienses no podían permitirse muchos esclavos y, a principios del siglo XVIII, la mayoría de los que poseían eran indios indígenas.
La Nueva Compañía de Senegal, dirigida por parisinos, pronto se confesó en bancarrota. Todas sus acciones fueron vendidas a uno de los directores, Claude d’Apougny, que al poco tiempo fundó otra compañía. Quedaba explícito que no debía rivalizar con la Compañía de Guinea, que había obtenido éxito con los intereses comerciales franceses al sur del río Gambia. Esta nueva empresa mandó a África primero a Jean-Baptiste de Gennes y luego al formidable André Brüe, con instrucciones de recuperar la influencia y posición francesas. Gennes expulsó a los ingleses del fuerte James, a orillas del Gambia, que Francia conservó hasta la firma del Tratado de Ryswick en 1697, cuando se lo devolvió a Inglaterra. Brüe, sin embargo, construyó un puerto en Albreda, en la orilla septentrional de este río, y una factoría en un brazo meridional del mismo, el Vitang, una espina que los ingleses tuvieron clavada largo tiempo. Se inició así un largo período de gobierno eficaz con base en Saint-Louis (San Luis), en la desembocadura del Senegal; fundó otros centros de comercio, negoció con reyes y jefes, comerció con esclavos, exploró el país y hasta trabó amistad con los ingleses.
Este incremento de la trata desde África occidental coincidió con varios acontecimientos turbulentos en la zona que los franceses empezaban a considerar suya. Así, un movimiento reformista islámico, encabezado por un rey-profeta, Nasir-al-Din, tomó el poder en lo que ahora sería el sur de Mauritania; un ejército musulmán arrasó el sur del río Senegal y los musulmanes locales, que vivían en enclaves en las afueras de las sociedades en cuestión, les apoyaron; capturaron numerosas capitales, como Jolof y Euta Toro. Este movimiento se inició para oponerse a la esclavitud de musulmanes, aunque sin duda algo tuvo que ver el deseo de convertir a los habitantes al islamismo y de reconquistar el rico valle del Senegal. Sin embargo, los franceses se aliaron con los monarcas no musulmanes y expulsaron a los que consideraban usurpadores y Nasir-al-Din fue muerto en 1673. Pero el temor a un nuevo despertar de la amenaza musulmana ensombreció sin cesar estos deseables ríos septentrionales.