9. UNA BUENA RELACIÓN CON LOS NEGROS

En el siglo XVI, España y Portugal consideraban que podrían conservar el Atlántico como su lago privado. Pero desde el principio, el comercio de estas naciones imperiales se vio hostigado por piratas o intrusos, tanto en África como en las Américas.

La primera captura de un cargamento de oro de Elmina por un pirata francés ocurrió ya en 1492. En 1525, un buque galo echó anclas frente a Mpinda, al norte del río Congo, y el rey Afonso acogió en su capital a los que creía eran dos nuevos amigos europeos; los portugueses protestaron con vehemencia e hicieron cuanto pudieron por impedir que se repitiera la incursión. Pero hacia los años treinta, los portugueses consideraban ya insoportables a los capitanes franceses, en su mayoría de Dieppe, que era un gran arsenal tanto de buques como de latrocinios en alta mar. La figura más temida, constructor de navíos para el rey de Francia, pero pirata para los españoles y los portugueses, era Jean Ango, más tarde vizconde de Dieppe; uno de sus capitanes capturó en 1522 la flota del tesoro de Cortés. Ango obtuvo en 1530 la aprobación real para saquear los navíos lusos. En 1533 dos de sus buques atacaron sendos barcos portugueses frente al río Mahin, cerca de Benin, y en 1539 los mercaderes franceses ya compraban en aquella ciudad pimienta, aunque no esclavos, por lo que se sabe. Los portugueses trataron de proporcionar escolta naval a sus buques, pero ya era demasiado tarde, pues Francia había comenzado a desplazar a Portugal en los ríos Gambia y Senegal. Un renegado portugués, João Alfonso, que navegaba bajo bandera francesa con el nombre de Jean-Alphonse, fue de los primeros en realizar lo que ahora se conoce como comercio triangular, navegando hacia la Costa de los Granos en busca de pimienta, y hacia la France Antarctique, una prometedora colonia en Río de Janeiro, en busca de madera. Además de atacar buques portugueses, probablemente llevaba algunos esclavos. Otro aventurero francés, Balthazar de Moucheron, dándose cuenta de las posibilidades del comercio africano, trató de establecer una colonia permanente en la costa de Guinea y atacó a los portugueses de Elmina con un pequeño destacamento, pero no logró desalojar a esa fuerza superior. Otras tentativas galas de ocupar Príncipe y São Tomé también fracasaron. Francia, sin embargo, estaba evidentemente decidida a desempeñar un papel en los destinos de África tanto como en los de Brasil. Los registros de Le Havre, Dieppe y Honfleur sugieren que cerca de doscientos buques emprendieron viaje desde esos bonitos puertos normandos hacia Sierra Leona, de 1540 a 1578, y entre 1524 y 1565 por lo menos catorce navíos dejaron La Rochelle, que era entonces el principal puerto atlántico de Francia, rumbo a África. En 1544, Estevan Darrisague, de Burdeos, alquiló su navío Baptiste de Saint-Jean-de-Luz a un conocido capitán, André Morrison, para otro viaje triangular: Guinea, Brasil, Burdeos, comerciando con lo que podía, pues así solía hacerse en aquellos tiempos. No se conservan documentos que indiquen que llevaba esclavos, pero nada prueba que en la etapa más fácil del viaje de Congo a Brasil, más tarde tan bien conocida, de Guinea a Brasil, no llevara algunos.

El comercio francés decayó durante las desastrosas guerras de los protestantes en la última mitad del siglo, pero tan pronto como volvió la paz, se reanudó el sostenido en África y se sabe con certeza que en 1594 un buque de cincuenta toneladas, L’Espérance, de La Rochelle, llevó sin duda a esclavos del cabo López, cerca de Gabón, a Brasil.[163]

Mucho antes de esto, los ingleses también hicieron acto de presencia en las tentadoras aguas africanas. El primer aventurero que se introduciría en ellas fue William Hawkins, de Tavistock, en el Devonshire, que puso rumbo a la costa de Guinea en los años 1530, y que en 1532 trajo incluso a Inglaterra a un jefe indígena de Brasil. Sólo se proponía enseñarlo, pues había dejado como rehén a uno de sus marineros, que volvió más tarde, aunque el jefe murió en la ruta de regreso. No se trataba, por tanto, de una viaje de esclavos.

En 1553, hubo un viaje similar a Guinea, concretamente a la Costa de Oro y a Benin, al mando de dos pendencieros capitanes, Thomas Wyndham, de Norfolk, y Antônio Anes Pintado, un renegado portugués, tal vez un converso, pues su colega inglés le denunció como «hijoputa judío», pero quizá éste sólo era un insulto típico de la región de East Anglia. Tenían la intención de introducirse en el comercio del oro y lo lograron, pues sus buques trajeron ciento cincuenta onzas del metal, aunque los dos capitanes murieron en el viaje. La expedición remontó algo el Níger, entrando por el río Nun y más tarde visitó Benin, donde, siguiendo los pasos de los franceses, compró pimienta directamente al oba. Los capitanes resistieron la tentación del comercio de esclavos. Wyndham, que antes había navegado y fanfarroneado con Hawkins, no fue el último miembro de su familia relacionado con el comercio africano, pero sí fue el primer inglés que navegó por las peligrosas aguas del gran golfo de Benin.

El año siguiente, otra expedición, al mando del capitán John Lok, regresó de África occidental con oro, marfil, pimiento de Guinea (malagueta) y también algunos africanos de una aldea situada entre el cabo Tres Puntas y Elmina, pero sólo como figuras de espectáculo, y los tres regresaron a su pueblo pasado un tiempo. El viaje lo financiaron algunos mercaderes de la City londinense, muchos de los cuales empezaban a interesarse por el comercio con Marruecos a medida que los portugueses se retiraban de allí, hasta el punto de que, a mediados del siglo XVI, los ingleses controlaban ya la mayor parte del comercio exterior marroquí. Incluso la reina María se interesaba por esta empresa. El éxito de la expedición de Lok inspiró otros viajes, por ejemplo, dos del capitán William Towerson, en 1555 y 1558, aunque, de nuevo, no parece que se interesaran por esclavos.

Estos viajes ingleses inquietaron mucho a los portugueses, de modo que en 1555 un anciano y preocupado rey Juan III envió a un embajador especial, Lope da Sousa, para que recordara a la reina María las concesiones papales que daban a los portugueses el monopolio en África, y pedirle que impidiera más intrusiones inglesas en Guinea. El Consejo Privado, de Londres, en consecuencia, prohibió estos viajes, pero la prohibición no duró ni siquiera el tiempo que la muy católica reina María permaneció en el trono inglés. En abril de 1557, el gobernador portugués de Elmina escribe a Lisboa pidiendo al rey que le envíe todos los años una flota que le ayude a proteger el castillo contra los intolerables navíos extranjeros, cuyos capitanes «saturan toda la costa con muchas mercancías de todas clases» y compran la mitad del oro disponible en la región de Elmina.[164] El éxito de los ingleses y franceses se debía al bajo precio de las mercancías que ofrecían, comparado con el de las portuguesas. Se construyeron nuevos fuertes en San Sebastian da Shama y en Accra, al oeste y al este, respectivamente, de Elmina, para impedir el comercio del norte europeo en el futuro. Pero no dieron resultado.

Con Isabel en el trono, más capitanes ingleses acudieron a Guinea, como Richard Baker, cuya expedición, al parecer, inspiró mucho después el poema de Coleridge Rime of the Ancient Mariner. Se habló incluso de fundar una factoría inglesa, y luego, en 1562, el capitán John Hawkins inició el comercio inglés de esclavos. Sin duda su padre, antes de morir, le había dado informaciones muy útiles sobre las corrientes, la geografía, los pueblos y los mercados africanos.

John Hawkins decidió ir a África en un momento en que el gobierno español parecía resquebrajarse bajo el peso de un exceso de compromisos. Estaba seguro, entre otras cosas, de que los negros eran mercancía muy apreciada en La Española y que en la costa de Guinea podía conseguir fácilmente un surtido de ellos. Hawkins decidió, en consecuencia «hacer una prueba».[165] Su seguridad se basaba en una visita anterior a las islas Canarias. Sus apoyos financieros eran tan distinguidos, por lo menos, como los de los tratantes de esclavos de Lisboa: su suegro, Benjamin Gonson (tesorero de la Marina); sir Thomas Lodge (alcalde o lord mayor de Londres, presidente de la Compañía Rusa y comerciante en Holanda y «Barbaria», es decir, Marruecos y África del norte); sir William Winter (jefe de la intendencia de la Marina) y sir Lionell Duckett (más tarde alcalde de Londres), «todos los cuales se complacieron tanto con sus intenciones que fueron generosos contribuyentes y aventureros [es decir, en el lenguaje de la época, inversores] de la empresa».

La reina, al aprobar la expedición de Hawkins, expresó la piadosa esperanza de que no llevara a los esclavos sin su libre consentimiento, pues esto sería «detestable y atraería sobre los mercaderes la venganza del cielo», al decir lo cual demostró plenamente su ignorancia tanto de las intenciones de Hawkins como de la situación de África.

Hawkins emprendió ruta con tres navíos, en 1562. Hizo escala en las Canarias, donde recogió a un piloto, se dirigió luego al río Cacheu y allí o, después, en el río Sierra Leona, capturó a trescientos negros por lo menos, «en parte con la espada y en parte por otros medios», según se dijo. De hecho, capturó a la mayoría de sus esclavos en seis buques ya llenos de lançados portugueses, dispuestos a salir hacia Cabo Verde.

Atravesó entonces el Atlántico hacia la costa norte de La Española, concretamente Isabela, Puerto de la Plata y Monte Cristi. Fingió que debía carenar sus buques y que sólo podía pagarlo vendiendo esclavos. Este subterfugio le permitió, en esas destartaladas ciudades tropicales y, tras algunas tortuosas negociaciones, cambiar los esclavos por «cuero, azúcar, jengibre y cierta cantidad de perlas, pero cargó también otros dos navíos con pieles y mercancías parecidas», que envió a España para su venta. Según las leyes españolas, este comercio era ilegal, y estableció el precedente de muchos actos de contrabando posteriores; así, «con mucho éxito y mucha ganancia, para sí mismo y los citados aventureros», regresó a Londres en septiembre de 1563. Había estado fuera nueve meses. Perdió las mercancías de los dos navíos suplementarios porque se las confiscaron en España pero, de todos modos, sus amigos de la City «hicieron un buen negocio».

En 1564, animado por su éxito, Hawkins emprendió un segundo viaje, contando con las inversiones de uno o dos de los que le ayudaron antes (Gonson y Winter), y también de tres influyentes lores, Pembroke, Leicester (favorito de la reina) y Clinton, así como de Benedict Spinola, uno de esos ubicuos mercaderes genoveses que se encontraban en toda ciudad europea próspera. La reina debió de aprobar esa implacable combinación de aristocracia y burguesía, pues envió con la expedición uno de sus buques, el Jesús of Lübeck, de setecientas toneladas, que su padre había comprado, años antes, a la Liga Hanseática. El momento parecía favorable para otro impertinente viaje al imperio español, pues acababa de llegar a Inglaterra un protestante francés refugiado, Jean Ribault, que había internado sin éxito establecer una colonia en lo que ahora es Port Royal, en Carolina del Sur (Estados Unidos).

La expedición se dirigió de nuevo a Sierra Leona, probablemente fue también a la isla de Ceberro, al sur, y todos los días desembarcaron «para llevarse a los habitantes… incendiando y destruyendo sus pueblos». Esto fue muy mal visto por los portugueses, que tenían la costumbre de negociar cautelosamente por sus esclavos. Una vez más, Hawkins capturó algunos esclavos en buques portugueses, realizó intercambios con dos monarcas locales tras lo cual puso proa hacia las Indias occidentales, esta vez con cuatrocientos africanos a bordo. Llegó a la costa de Venezuela, donde vendió sus esclavos, primero en la isla de las perlas, Margarita, luego en Borburata, cerca de lo que es ahora Puerto Cabello, en Curaçao, una isla próxima a tierra firme que había sido ocupada recientemente, y en Río de la Hacha y Santa Marta, en la península de Guajira, en la moderna Colombia. En todas partes los españoles se condujeron con duplicidad y los ingleses con arrogancia. Una vez más, Hawkins trató de hacer creer que sólo podía pagar sus compras si vendía esclavos. Regresó a Inglaterra, después de pagar los impuestos, pasando por la nueva, aunque temporal, colonia francesa de Florida, «con gran provecho para los inversores de dicho viaje, como también para el reino, al traer al mismo oro, plata, perlas y otras joyas»: cincuenta mil ducados de oro, según Guzmán de Silva, embajador español en Londres, ante quien Hawkins se vanaglorió de haber sacado una ganancia del sesenta por ciento. Más tarde, nombraron caballero al aventurero, que puso en su escudo la imagen de una mujer negra.

Pronto se habló de un tercer viaje de Hawkins. Guzmán de Silva trató de impedirlo, quejándose a la reina, y ésta se lo agradeció, pero era grande lo que Guzmán llamaba «la codicia de esas gentes» y algunos miembros del consejo de la reina tomaron acciones en la nueva expedición. Esta vez, sin embargo, Hawkins fue dando largas y el capitán John Lovell, de Plymouth, se hizo a la mar desde Londres (con un buque cargado por Hawkins), se apoderó en aguas de Cabo Verde de algunos navíos portugueses llenos de esclavos, siguiendo la costumbre de Hawkins, y trató de venderlos en Río de la Hacha. Mas aunque hizo causa común con un pirata y tratante francés llamado Jean Bontemps, y aunque ambos ocuparon Borburata, con el habitual pretexto de un accidente que requería reparaciones, el negocio no fue bueno y, al parecer, Hawkins no obtuvo nada.

Este fracaso inspiró a Hawkins el afán de desquitarse y pronto organizó un tercer viaje. El embajador español, desde luego, se enteró de los preparativos y formuló su habitual queja. De todos modos, Hawkins se hizo a la mar con sus seis navíos, dos de los cuales pertenecían a la reina. El joven Francis Drake, que ya había navegado con Lovell, iba en uno de los buques. Pese a algunos contratiempos, la pequeña flota consiguió en África entre cuatrocientos y quinientos negros, en parte capturándolos («Nuestro general desembarcó algunos de nuestros hombres… para tomar a negros») y en parte siguiendo la costumbre portuguesa de negociar con los jefes africanos. También se apoderaron de un buque portugués con esclavos, al que dieron un nuevo nombre, Grace of God. Tras cruzar el Atlántico, y con el pretexto habitual de reparar daños causados por el mal tiempo, reparación que sólo podían pagar vendiendo esclavos, impusieron la venta de sus cautivos en varios puertos ya familiares para ellos: Borburata, Río de la Hacha, Santa Marta. Hawkins incendió Río de la Hacha en un acto de guerra sin propósito alguno. Finalmente, en su viaje de regreso, los desvió una tempestad, esta vez real, tuvieron que refugiarse en Veracruz, único puerto donde podía repararse un buque del calado del Jesús of Lübeck. En septiembre de 1568, los atrapó allí una flota española, que traía a un nuevo virrey (Martín Enríquez, renombrado más tarde por haber acogido en la Nueva España a los jesuitas y a la Inquisición). Hawkins se portó con arrogancia, siguió un combate (aunque España e Inglaterra no estaban en guerra), se destruyeron algunos de los buques ingleses y los españoles requisaron el oro y las mercancías que Hawkins llevaba. De noche, dos de sus navíos escaparon y uno de ellos desembarcó a algunos marineros ingleses en Pánuco, en el norte de la Nueva España, donde los capturaron. Unos pasaron años en una prisión mexicana, pero a tres de ellos los estrangularon y los quemaron en la hoguera. Otros desembarcaron en Galicia, al norte de España, con igual fortuna. Hawkins consiguió escapar, con Drake, y llegó a Inglaterra, tras perder varios de sus buques (entre ellos el Jesús of Lübeck) y todas sus ganancias, pero no, cosa curiosa, su reputación. De todos modos, la primera intervención de Inglaterra en la trata atlántica tuvo un final extraño e indigno.

Portugal adoptó en África occidental una actitud más tolerante con otros europeos. En 1572 concedieron a los ingleses el derecho de comerciar pacíficamente en la costa de Guinea, de momento con oro y no con esclavos. En 1580, Felipe II de España ascendió al trono portugués, pues se había extinguido la línea masculina de monarcas lusos, y Felipe tenía, por su madre, derechos a la Corona; ambas coronas, aunque no las dos legislaciones, siguieron unidas hasta 1640. Pero desde 1580, el derrotado aspirante al trono, padre Antonio de Crato, vivió en Londres como un títere inglés y dio, con su supuesta autoridad, permiso a los buques ingleses para navegar por aguas hispano-portuguesas. La única consecuencia de todo esto fue, y por breve tiempo, una carta londinense de privilegios, otorgada en 1588, a los llamados «Aventureros de Senegal», con un monopolio de diez años; sin embargo, la aprovecharon poco, pasaron inadvertidos y parece que no se dedicaron a la trata.

Durante ese tiempo, los portugueses se quejaban menos de las intrusiones de franceses e ingleses que de los españoles, aunque estuvieran políticamente vinculados a ellos. Así, en 1608, el consejo municipal de Santiago, en Cabo Verde, pidió a la Corona que pusiera fin a la costumbre de los buques procedentes directamente de España y de las Canarias de dirigirse a la costa superior de Guinea, y hubo otras peticiones similares, pero siempre sin efecto. Los mercaderes españoles siguieron con su modesto comercio ilegal de esclavos.

En 1592, los holandeses hicieron su aparición en África. Un capitán holandés, Bernard Ericks, que iba rumbo a Brasil, donde sus paisanos habían empezado a comerciar diez años antes, fue capturado por los portugueses, que le retuvieron en la isla de Príncipe, al norte de Santo Tomé; allí comprendió que el comercio con África podía reportar cuantiosas ganancias y, una vez libre, fundó una compañía holandesa, que le envió a Guinea; su viaje fue exitoso, navegando a lo largo de la Costa de Oro, donde «estableció una buena relación con los negros» para comerciar con ellos en el futuro. Como los africanos encontraron sus mercancías más baratas y mejores que las portuguesas, pues los mercaderes lusos empleaban a menudo mercancías compradas en Amsterdam pero subiendo su precio, y como mostraron disgusto por la violencia y opresión con que los trataban, sin contar con «su natural afición por la novedad», provocaron así la reacción de los portugueses, que se sintieron inclinados a tratarlos peor que antes. Así fue como los Países Bajos entraron en la historia de África.[166] La aventura de los holandeses empezó por el oro y el marfil, pero con la creciente escasez de elefantes en África occidental, a comienzos del siglo XVII, se redujo al oro, y únicamente más tarde se interesaron por los esclavos.

En 1600, Holanda llevaba treinta años de guerra con España y Portugal. Felipe II había tratado de prohibir la entrada de navíos holandeses en los puertos portugueses y españoles, lo cual estimuló a los holandeses a interferir en el comercio luso-hispano. La República de los Países Bajos estaba creando, para entonces, lo que pronto sería la marina mercante más importante del mundo. Amsterdam, su capital, con sus tejados con gabletes, su atestado puerto, sus diez mil buques propiedad de complicadas sociedades, y sus mercaderes sostenidos por los ricos pastos del delta del Rin, se estaba convirtiendo en el mayor centro mundial de finanzas y seguros. En cierta medida, esta actividad la dirigían judíos sefardíes, que pudieron hallar en Holanda refugio de las inquisiciones española y portuguesa, y que conocían bien el volumen y la naturaleza de los mercados español y brasileño. La riqueza del país pronto permitió a los holandeses disponer del único ejército estable en Europa comparable al español.

El hecho de que Bernard Ericks fuera rumbo a Brasil explica muchas cosas. La entrada de los holandeses en el comercio con América había comenzado en colaboración con los mercaderes alemanes de los puertos hanseáticos. Para 1600, los holandeses se encargaban ya de la mitad del transporte comercial entre Brasil y Europa. Había capital holandés invertido en las plantaciones brasileñas de caña a las que vendían buena maquinaria fabricada en Italia, como grandes calderas de cobre, iguales a las que los venecianos emplearon en el Mediterráneo oriental. Como ya se ha visto, los buques holandeses habían comenzado ya a transportar azúcar sin refinar de Brasil a las refinerías de Holanda, y luego exportaron el producto a todo el continente, incluso a países con los cuales Holanda estaba en guerra.

Fue en 1599 cuando empezó en serio la empresa africana de los holandeses; a partir de entonces sus buques quedaron exentos de impuestos si regresaban con oro. Pronto hubo veinte navíos holandeses que iban regularmente allí. Empezaron a realizarse viajes similares al Caribe, ante todo, al principio, para traer la sal necesaria en las pesquerías holandesas. Para 1600 muchos buques holandeses navegaban regularmente en su propia Carreira da Mina, a menudo financiados por los mismos que fundaron la gran Compañía Holandesa de las Indias Orientales. En 1602, año en que se registró esta última empresa, se publicó incluso un libro sobre la costa de Guinea, obra de Pieter de Marees.

Los mercaderes holandeses estaban para entonces bien equipados para comerciar en la costa de Guinea, pues no sólo llevaban telas mejores y más baratas que los portugueses sino que podían ofrecer telas indias, como la muselina, y lingotes de hierro sueco, que codiciaban los mercaderes árabes, más refinados y exigentes cada día.

En 1600 Pieter Brandt, otro emprendedor capitán holandés, hizo un viaje todavía más ambicioso, a Mpinda, donde, gracias a la calidad de su mercancía, él y los capitanes que le siguieron se hicieron inmediatamente populares con los sonyos, un pueblo culto, teóricamente súbdito del rey del Congo. Los portugueses convencieron a los sonyos para que excluyeran a esos intrusos, y entonces Brandt avanzó hacia el norte, hasta la bahía de Loango. Los reyes de los vilis, los gobernantes más poderosos de la región, habían mantenido a distancia a los portugueses, que a veces les compraban marfil y cobre, éste procedente de la región metalífera a ciento cincuenta kilómetros tierra adentro, en el valle del río Niari.

Los holandeses, gracias menos a Brandt que a otro aventurero, el capitán Pieter Van der Broecke, se establecieron, con precariedad, en la costa de Loango. Van der Broecke tenía buenas relaciones con el rey de los vilis. Él y sus amigos compraban marfil, para el cual había gran demanda en Amsterdam, durante el siglo XVII, especialmente entre mercaderes residentes en las hermosas casas de Herrengracht.

El comercio holandés de esclavos se inició lentamente, aunque en la última década del siglo XVI se realizaron algunos viajes con este fin. Varios mercaderes de Amsterdam compraron esclavos; pero les dijeron que no podían venderse en su ciudad, al parecer por razones morales. Lo mismo ocurrió en 1596, cuando un capitán de Rotterdam, Pieter Van der Haagen, llevó un cargamento de ciento treinta esclavos a la capital de Zelanda, Middleburg, cuyo consejo municipal estudió el asunto y decidió, de nuevo por razones morales, que en ella no podían venderse esclavos. Al año siguiente, Melchor Van Kerkhove llevó dos buques a Angola —término que a la sazón indicaba cualquier lugar al sur del cabo Santa Catalina— para comprar esclavos y venderlos en Brasil o en el Caribe, pero los portugueses capturaron sus navíos. En 1605, el mercader Issac Duverne llegó a un acuerdo con plantadores de Trinidad, en Cuba, para llevarles quinientos cautivos de Angola, pero no está claro si llegó a realizarse el negocio.

En 1607 se fundó la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, siguiendo el eficaz modelo de la Compañía de las Indias Orientales. Al principio fue un fracaso. Una Compañía Unida, más antigua, se transformó, en 1610, en la Compañía de Guinea, y dos años después construyó una fortaleza en Mouri, en la Costa de Oro, que pronto, rebautizada Fuerte Nassau, fue el cuartel general de la lucha holandesa contra los portugueses.

La expansión holandesa se caracterizó tanto por las negociaciones como por la guerra. Así, en 1617 compraron a los portugueses la estratégica isla de Gorée, en la cual construyeron dos fuertes, al tiempo que muy cerca pero en tierra firme levantaban una factoría, en río Fresco. De modo que los holandeses tenían ya acceso a Senegambia y la Costa de Oro. Pero no parece que comerciaran de modo habitual con esclavos.

Tras doce años de tregua se reanudó la guerra contra España (y contra Portugal, todavía unido a España). La Compañía Holandesa de las Indias Occidentales (la Compañía «Oude» de los historiadores) se restableció y recibió el monopolio por veinticuatro años del comercio holandés con África y las Indias occidentales. La gobernaba el consejo de los Diecinueve (llamado Heeren XIX), en el que tenían mucha influencia los fanáticos calvinistas de Zelanda y Holanda, y cuyo presidente nombraban los Estados Generales. Parte de su capital procedía de fondos públicos, y aunque la compañía pagaba a sus soldados, el gobierno se los proporcionaba, así como el material de guerra. La compañía se dividía en cinco cámaras, cada una relacionada con una parte distinta del país y responsable del control de una parte del capital; la de Amsterdam era la dominante pues poseía la mayor porción del capital. El éxito de esta empresa fue enorme, tanto en la guerra como en el comercio.

El hombre clave de la nueva empresa era un visionario, nacido en Amberes, Willem Usselinx. Antes de la rebelión holandesa contra España fue meritorio de mercaderes en muchos de los grandes puertos europeos, vio el regreso de la flota española del tesoro al Arenal de Sevilla, a los portugueses echar ancla en las Azores, y la descarga de azúcar de Brasil en Oporto. Hacia 1570 huyó de Amberes a Amsterdam, donde formó parte del brillante círculo del geógrafo Petrus Plancius. A menudo exponía a este grupo sus ideas sobre la necesidad de que los holandeses trataran de hacerse con la misión imperial de Portugal y de suceder al poderío español. En numerosas cartas y discursos pedía que los Estados Generales persuadieran o, de ser necesario, forzaran a los españoles a permitir a los holandeses comerciar y establecer colonias, especialmente en zonas donde las segundas no existían todavía. Fue de los primeros europeos en darse cuenta de que las Américas podían aportar mucho al Viejo Mundo, como lo probaba el ejemplo de Brasil, donde ya había penetrado el capital holandés. Como calvinista que era y enemigo del papado, pensaba también (sin conocer personalmente a los afectados) que podía persuadirse a los indígenas indios de que aceptaran a los holandeses como jefes mucho más fácilmente que a los latinos. Desde luego, como todos en su época, se oponía a la idea de alentar la industria colonial, pero sugirió la emigración de agricultores, entre ellos alemanes y bálticos, que ya, como marineros, aportaban mucho al poderío marítimo holandés. Criticaba el trabajo esclavo, pues pensaba, como lo haría Adam Smith siglo y medio más tarde, que no era económicamente productivo y, cosa excepcional en su tiempo, que era inhumano. Creía que el trabajo de blancos libres sería mejor que el de los esclavos, incluso si tenían que permanecer toda la noche en los molinos de azúcar.

Para empezar, y debido a la insistencia de Usselinx, la nueva compañía eludió el comercio de esclavos, que algunos emprendedores accionistas habían propuesto, pues los directores decidieron, tras consultar con teólogos, que el comercio con seres humanos no estaba moralmente justificado. Esto puede parecer extraño, dado que en aquellos tiempos los calvinistas solían aceptar la esclavitud tan irreflexivamente como los católicos, pues unos y otros creían que se derivaba de la maldición de Ham. Pero ya en 1515, en Amsterdam, el brillante poeta Gerbrand Brederoo había escrito la primera obra literaria de crítica de la esclavitud: en su Moortje, el pequeño moro, basado en una traducción francesa libre del Eunuco de Terencio, hablaba del tráfico de esclavos como una «costumbre inhumana, una desvergüenza de descreídos. ¡Qué se venda a personas en una esclavitud propia de caballos! Y en esta ciudad los hay que se dedican a este comercio».[167] De modo que a los directores de la compañía en los que no influyeran los pastores calvinistas les afectaban sus visitas al teatro.

A pesar del dramaturgo y de los pastores, algunos mercaderes independientes de Amsterdam se dedicaban, ya en 1620, al tráfico de esclavos. El más destacado era el sefardí Diogo Dias Querido, nacido en Oporto, Portugal, que había vivido un tiempo en Brasil. En su casa de Amsterdam, tenía criados negros (¿o eran esclavos?) a los que enseñó para que sirvieran de intérpretes en los viajes africanos que organizaba. Durante años, Dias Querido desempeñó un papel importante en el comercio exterior holandés, pues además de llevar a Brasil, a pequeña escala, a esclavos, importaba azúcar de Brasil y de Santo Tomé y lo vendía en Livorno y Venecia. Pero durante la tregua de los doce años (de 1610a 1622) sólo de veinte a cuarenta buques iban desde Holanda a Guinea todos los años, y únicamente dos o tres de ellos navegaban por cuenta de Dias o de otros mercaderes interesados en la trata.

Al principio, estas iniciativas holandesas, llenas de premoniciones, tuvieron escaso efecto en las actitudes imperiales hispano-portuguesas. Sin duda los portugueses de Luanda se quedaron perplejos sin saber qué hacer con los holandeses que se instalaron en Loango, al norte de su propia ciudad, pues creían que la fuerza era la única respuesta a sus incursiones, y la Corona, en Madrid, se mostraba renuente a actuar. Cervantes, en su obra maestra, da la impresión de que el negro era un buen reclamo económico y que la Guinea se había convertido en un lugar para hacer buenos negocios. Cuando a Sancho le prometen el reino de Micomicón, se entristece porque sus vasallos son negros. Pero se consuela rápidamente: «Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros; habrá más que cargar con ellos y traerlos a España donde los podré vender… de cuyo dinero podré comprar algún título» (parte I, cap. XXIX). La corte, si se acordaba de los negros africanos, era porque estaba preocupada por la rebelión en la Nueva España de los yangas, que por haber nacido en América eran menos sumisos que los bozales nacidos en África. La rebelión duró varios años (1607-1611), hasta que un conciliador virrey permitió a los esclavos huidos que vivieran en su propia comunidad, San Lorenzo de los Negros, cerca de Córdoba, en la sierra de Orizaba, presumiendo que así no atacarían ni a viajeros ni a pueblos blancos. En 1612 hubo otra rebelión de negros; se dijo que amenazaban la capital de la Nueva España, pero la aplastaron con la ejecución de treinta y seis negros. En Brasil, al gobernador general le preocupaba la insistencia de los plantadores menores, que alegaban que no podían permitirse esclavos africanos, en emplear a esclavos indios, capturados a millares en el interior; esta pobreza condujo a las extraordinarias expediciones —entre 1600 y 1750— de las bandeiras, grupos de bandidos que en su búsqueda de esclavos indios exploraron gran parte del centro de América del Sur, lejos del mar, y aniquilaron a los pueblos indios.

Tal vez la aparición de los holandeses en el panorama comercial internacional pareció menos notable en la Nueva España que el hecho de que en la América hispana hubiese ahora esclavos mulatos. La desastrosa expulsión definitiva de España de los moros, en 1610, no perturbó el comercio de esclavos, puesto que se exceptuaba de la expulsión a los esclavos moros, aunque a partir de 1626 se les obligó a aceptar el cristianismo. En 1616 había en Cádiz trescientos esclavos moros y quinientos negros, la mayoría ocupados en construir fortificaciones para defender la ciudad de nuevos ataques ingleses. En Lisboa, en 1620 había aún más de diez mil esclavos, casi todos negros, y en 1641 se prohibieron allí los esclavos moros; entretanto, en 1606 y de nuevo en 1628, se fijaron límites al retorno de esclavos negros desde las Américas (sólo se podía mandar a los varones mayores de dieciséis años de edad). Pero ni las entidades religiosas ni los particulares habían renunciado a tener esclavos en Europa.

El dominio portugués de la trata provocaba además mala sangre con sus amigos nominales, los españoles, que acusaban a los portugueses de ser ladrones que robaban la plata española, de ser herejes judíos que seguían practicando el judaísmo tras la máscara de cristianos, y de llenar las Américas de negros educados en sus creencias heréticas. En consecuencia, el Consejo de Indias emitió una ley, en 1608, que dificultaba a los extranjeros el hacer negocios en la América hispana, pero esta ley nunca se aplicó al comercio de esclavos.

Debido a todas estas dificultades, eran muy lentas las negociaciones en la Junta de Negros de Madrid para un nuevo asiento (es decir, contrato) de esclavos en el imperio español, tan lentas que diríase que los mercaderes y las flotas holandesas no existían. Así, en 1611, la Casa de Contratación de Sevilla propuso la división en dos partes del tradicionalmente valioso acuerdo privado: una que se aplicara a buques cuyos capitanes compraran esclavos en Cabo Verde, con la obligación de registrar su cargamento en Sevilla, y la otra, referente al transporte de esclavos directamente de Angola a Brasil y las Indias. El plan no fue aceptado, pues habría prolongado considerablemente un viaje que ya era extraordinariamente largo. Los mercaderes de Sevilla argüían que permitir a los buques de esclavos dirigirse directamente a las Américas desde Lisboa o las Canarias, igual que desde Sevilla, permitiría a más capitanes eludir el pago de impuestos. Los sevillanos insistían en que los funcionarios de Lisboa y las Canarias eran menos meticulosos que los de Sevilla. Por esto querían que los buques fueran a Sevilla, donde se registraría a los esclavos, con fines fiscales para luego transportarlos en navíos españoles a través del Atlántico. Los portugueses afirmaban que la adopción de estos nuevos procedimientos arruinaría a Portugal.

Pero la autoridad suprema, el Consejo de Indias, que veía el comercio de esclavos ante todo como una cuestión fiscal, dio finalmente la razón a los sevillanos. Todo buque de esclavos que se dirigiera al imperio español debía inspeccionarse primero en Sevilla, de modo que los africanos destinados al Nuevo Mundo irían primero a Sevilla, desde donde los transportarían en alguna de las carabelas que formaban las escuadras anuales. Sólo en el caso de que no hubiera buques españoles disponibles se permitiría a los mercaderes portugueses llevar esclavos al Nuevo Mundo hispano.

Pero no había candidatos para contratos en estas condiciones. El viejo asentista Vaz Coutinho siguió vendiendo provisionalmente licencias en provecho propio, hasta que finalmente, en 1616, tras mantener entrevistas con otros candidatos, y de nuevo en contra de las protestas de los sevillanos, se concedió un contrato a un millonario portugués, Antônio Fernandes Elvas, que se comprometió a pagar ciento veinte mil ducados anuales por importar —a través de sendas licencias, desde luego— entre tres mil quinientos y cinco mil esclavos a las colonias españolas. Ya tenía un contrato similar para abastecer a Brasil con esclavos de Angola, por el cual había pagado veinticuatro millones de reales; un primo suyo, Duarte Pinto d’Elvas, tenía el derecho de comerciar con esclavos desde Cabo Verde, derecho que Antonio adquirió por quince millones de reales.

Elvas pertenecía a una familia pudiente, era miembro de la próspera comunidad de conversos portugueses de Madrid, y se había casado con una mujer rica, Elena Rodrigues de Solís (también de origen judío y cuyo hermano estaba pudriéndose a la sazón en los calabozos de la Inquisición en Cartagena de Indias). Había sido tesorero de la hija de Felipe II, la infanta María, y en Lisboa, donde prefería vivir, poseía numerosas propiedades, así como una lujosa quinta, Mil Fontes, en las afueras. Para acallar las quejas españolas, Elvas aceptó llevar (en teoría) a Sevilla los buques destinados al Caribe, para que los inspeccionaran, antes de emprender viaje a las colonias; además, desembarcaría sus negros sólo en Cartagena y Veracruz, con lo cual sería más fácil cobrar los impuestos.

Elvas se convirtió así en responsable de casi todo el comercio legal de esclavos desde África a América. Esto tuvo consecuencias espectaculares, pues tras algunos años malos (de 1611 a 1615 sólo se había concedido licencia a Vaz Coutinho para nueve buques que transportaron apenas a mil trescientos esclavos), entre 1626 y 1630 se dio licencia a ciento treinta y nueve navíos, de los cuales ciento cuatro fueron a Angola-Luanda, que transportaron casi veinte mil esclavos. Entre 1621 y 1625 se dio licencia a ciento veinticinco buques, para América, las Indias occidentales y África occidental, desde el Trópico de Cáncer al cabo de Buena Esperanza, de ellos la mayoría, o sea ochenta y dos, partieron de Angola, con más de diecisiete mil esclavos.[168]

De modo que, en la era de Elvas, fueron a las Indias más esclavos que nunca. Un funcionario llamado Benito Banha Cardozo escribió en 1622 que en Luanda las gentes estaban tan ocupadas en el comercio de esclavos que descuidaban todo lo demás. En el Nuevo Mundo los colonos recibían a negros de toda África. Por ejemplo, María de Barros, de Cartagena de Indias, dejó en su testamento cuatro negros nacidos en América, tres angoleños, tres ararás (de Dahomey), dos lucumís (yorubas), un congoleño y uno de Biafra.

Elvas fue probablemente el primero en convertir su contrato en éxito comercial, pero, como suele suceder con esos contratos, su asiento provocó grandes envidias y no sólo entre los sevillanos. De allí surgieron sus problemas: lo acusaron de estafar al rey, se defendió mal y acabó en la cárcel, donde murió. Una vez volvió a empezar la guerra con Holanda, en 1621, en gran parte como resultado de la decisión de la Corona de volver a imponer el embargo sobre el comercio holandés, el asiento pasó a Manuel Rodrigues Lamego, que en 1623 obtuvo un nuevo contrato de ocho años, pese a las reclamaciones de Elena Rodrigues de Solís, la viuda de Elvas. Desde entonces, se permitió que los buques de esclavos se registraran en Lisboa, y la mayoría lo hicieron, de modo que, a fin de cuentas, los portugueses seguían siendo los mayores transportadores de esclavos.

Rodrigues Lamego era otro mercader converso, enriquecido ya por la trata en Angola, amigo y pariente de banqueros de Brasil, y del norte de Europa, entre ellos varios de Holanda. Como su predecesor Elvas, Lamego era dueño de valiosas haciendas en Portugal. Pero como otros mercaderes cristianos nuevos de la época, vivía en el temor constante de la Inquisición, cuya actividad se veía acuciada por mercaderes envidiosos y menos afortunados de Sevilla; el hermano de Lamego, Antonio sufrió un auto de fe en 1633 y su hijo, Bartolomé Febos, estaba constantemente amenazado por una tragedia similar, pues se hallaba estrechamente relacionado con la poderosa red comercial de conversos de Madrid. Como Elvas, Lamego ganó mucho dinero con el asiento, aunque entre 1626 y 1630 se licenciaron para África sólo cincuenta y nueve buques, la mayoría de los cuales fueron a Luanda y cargaron unos ocho mil esclavos. Para entonces, eran los intrusos los que satisfacían gran parte de la demanda de esclavos; muchos eran mercaderes menores españoles y portugueses a quienes los poderosos comerciantes portugueses habían mantenido al margen de los contratos nacionales. Con todo, en el quinquenio siguiente, 1631-1635, se licenciaron ochenta navíos, sesenta y cuatro de ellos para Angola, con más de once mil esclavos a bordo. Entre 1636 y 1640 las cifras fueron similares: ochenta y tres buques, que en teoría transportaron once mil esclavos, la mayoría de Angola, adonde fueron setenta y seis buques.

Estos incrementos, tanto los oficiales como los ilegales, fueron consecuencia del permiso concedido por Felipe IV en 1627 a los mercaderes portugueses para que comerciaran «donde quisieren» en el imperio «ibérico». El hecho de que tantos de ellos fueran conversos no influyó en el rey ni en su primer ministro, el gran Olivares, pues éste siempre había mostrado buena disposición hacia esa minoría; tal vez esto se explique también por las gotas de sangre judía que tenía por su bisabuelo, Lope Conchillos, que fuera secretario de Fernando el Católico.

Desde luego, continuaron sin trabas la ilegalidad, la corrupción y el contrabando. Hubo innumerables casos de buques cuyos capitanes, al arribar a Cartagena de Indias, declaraban llevar menos esclavos de los que transportaban en realidad, pongamos por caso doscientos en lugar de quinientos, lo cual, evidentemente, tenía consecuencias fiscales. El principal mercader de Cartagena era, por entonces, el portugués Jorge Fernández Gramaxo, que había comenzado a comerciar con esclavos en 1594 por cuenta de su tío, Antônio Gramaxo. Para 1619, Jorge defraudaba en tan gran escala a la tesorería española que parecía, según dijo un contemporáneo, que por sí solo destruiría las Indias. Antaño había sido representante de Gomes Reinel y luego de Vaz Coutinho. Poseía varias propiedades en las afueras de Cartagena, donde «almacenaba» a los esclavos introducidos ilegalmente, al modo como, en el siglo XX, sus sucesores espirituales almacenarían la cocaína en la misma región. Jorge mantenía constante correspondencia con Amsterdam, Lisboa y Sevilla. Las autoridades intentaron acusarlo de mantener contactos ilegales, traicioneros, con Estados extranjeros (los Países Bajos en especial), pero eludió todas las acusaciones gracias a que, como los traficantes de drogas modernos, era un benefactor local. Con el tiempo, le nombraron comandante de las fortificaciones de Cartagena y esto determinó que ya no se le pudiera acusar. Murió en 1626, muy rico, dejando su fortuna a su sobrino Antonio Núñez Gramaxo, que pronto la derrochó.[169]

Pero el caso más espectacular de contrabando fue el de João Correia de Souza, gobernador de Angola, que, después de administrar desastrosamente esta provincia, el 3 de mayo de 1623, emprendió ruta hacia Cartagena, en un buque con trescientos esclavos, así como una gran cantidad de plata; lo vendió todo sin registrarlo, gracias a la connivencia del gobernador de Cartagena, amigo suyo desde hacía muchos años.

Pese a estas irregularidades, la Corona de Madrid —que todavía estaría unida durante unos pocos años a la de Lisboa— favorecía el tráfico de esclavos. Daba el tono para el nuevo siglo el hecho que en 1607 el rey de España dijera al nuevo gobernador de Angola, Manuel Pereira Forjaz, que durante su gobematura debía alentar la compra de esclavos, con el fin de aumentar los ingresos de la tesorería real; además, no debía permitir que ningún hombre blanco acudiera a los mercados de esclavos del interior, pues los intermediarios africanos solían resultar más baratos que los europeos. Para entonces, de hecho, la mayoría de los esclavos que se compraban en Angola los vendían los lançados, que vivían sin dificultades en dos mundos, uno pagano y el otro cristiano.

Un personaje típico de esos últimos años del control hispano-portugués de la trata en el Atlántico, de hecho en toda América, fue Diego de la Vega, de Madeira, originario de la ciudad comercial de Medina del Campo, que amasó una fortuna vendiendo esclavos de contrabando para las minas de plata peruanas. Después de trabajar muchos años con los tratantes de esclavos angoleños, acabó en prisión, como Elvas, por contrabandista en gran escala. Le arruinó la prohibición, decretada en 1622, de emplear la ruta terrestre de la nueva colonia de Buenos Aires a Chile y Bolivia, que obligaba a que los esclavos destinados al Perú y a las demás colonias del Pacífico hicieran un enorme rodeo por Panamá, donde se les podía contar fácilmente y así hacer pagar los impuestos correspondientes.

Para los portugueses, más desconcertante a primera vista que el desafío holandés fue la guerra en el reino de Ndongo, en el interior, más allá de Luanda. La nueva guerra estalló después de 1608 y tuvo su origen en una serie de brutales ataques contra el pueblo mbundu de Ndongo lanzados por el pueblo lunda, nómada, bebedor de vino de palma y a menudo caníbal. Para conservar su movilidad, los lunda no criaban a sus hijos; hasta su monarca, con su larga cabellera adornada con conchas y su unción diaria con la grasa hervida de sus enemigos, mataba a los hijos que le daban sus veinte o treinta muy perfumadas esposas. Para mantener la población, adoptaban adolescentes de los pueblos a los que derrotaban. Estos novicios, a los que consideraban esclavos, llevaban un collar de hierro como signo de su condición, y ésta duraba hasta que podían ofrecer al rey la cabeza cortada de un enemigo. Un marinero inglés, Andrew Battell, encarcelado muchos años por los portugueses, primero en Brasil y luego en Luanda, pudo observar a los lunda, precisamente cuando atacaron Benguela, una nueva colonia costeña, a cuatrocientos kilómetros al sur de Luanda, en la orilla norte del fangoso río Kuvu, fundada por los portugueses al mando de Manuel Cerveira Pereira. La empresa no tenía como único fin la posibilidad de comerciar con esclavos, pero figuraba probablemente como prioridad en las intenciones del nuevo conquistador. Después de su victoria, los lunda vivieron del ganado y de los cerdos capturados y de la venta de la población a los mercaderes portugueses. Con el tiempo, los lunda se instalaron, ya sedentarios, en otro territorio y adoptaron actitudes convencionales, en cuanto a tener familia e hijos, y se convirtieron en un formidable imperio centroafricano, que comerció con esclavos al modo tradicional y a gran escala.

Alrededor de 1620, los portugueses tenían tres medios de obtener esclavos. El primero y más usual era comerciar con jefes o reyes, como se hacía en la mayor parte de la costa africana; en la región de Luanda dependía de que los pombeiros, que primero fueron portugueses pero ya en el siglo XVII eran luso-africanos o africanos, negociaran con los monarcas, como el ngola, que incluso cuando estaba en guerra participaba en este negocio. El segundo medio consistía en obtener los esclavos que eran, por decirlo así, producto derivado de la guerra, o de guerras sostenidas en apariencia, pongamos por caso, para buscar minas de plata, pero en realidad para capturar esclavos; a este medio solían recurrir con frecuencia los gobernadores deseosos de sacar cuanto provecho fuera posible de su cargo en Angola, en general de breve duración. El tercer medio era el tributo.

Un nuevo gobernador portugués en Luanda, Luis Mendes de Vasconcelos, inició una campaña para acabar con las continuas amenazas del ndongo. Capturó la capital del reino, Kabasa, y el rey huyó. En este caso, Mendes perjudicó con su victoria el comercio de esclavos, pues al vencer al ngola debilitó al monarca, que en aquella época era el proveedor más eficaz de esclavos que los navíos portugueses transportaban a Brasil. Sin embargo, el servicio de este gobernador a la trata no fue insignificante; no podía esperarse menos del yerno Manuel Caldeira, una de las figuras principales de este negocio en el siglo anterior. Derrotó a un jefe africano llamado Bandi, a quien impuso un tributo anual de cien esclavos y prohibió, además, a los portugueses o mulatos que se internaran en busca de esclavos, tarea que se reservaba a los pombeiros negros. Estos solían desaparecer durante un año o más, y reaparecían a la cabeza de hasta seiscientos esclavos encadenados, muchos de los cuales llevaban sobre la cabeza cargas de marfil o cobre.

Los siguientes gobernadores (João Correia de Souza, Pedro de Souza Coelho y el obispo Simão de Mascarenhas) trataron de restablecer las relaciones con el ngola, pues se habían dado cuenta de que para asegurar el comercio de esclavos, tan conveniente como provechoso, necesitaban en la región de Luanda un Estado estable con el cual tratar. El rey del Congo estaba debilitado y el de los lunda era caprichoso, de modo que, con todos sus inconvenientes, el ngola parecía preferible. Finalmente los portugueses consiguieron hacer la paz, en gran parte debido a su hábil diplomacia con la notable hermana del ngola, Nzinga (bautizada como doña Ana de Souza), que vivía en Luanda como embajadora de su hermano, al que sucedió en 1623, aunque no antes de envenenar a su sobrino, hijo del difunto ngola, o acaso de comer su corazón. Nzinga hubiese querido restablecer el comercio de esclavos con los europeos, pero Portugal le declaró insensatamente la guerra porque había comenzado a dar asilo a los cautivos huidos de la costa. Los portugueses establecieron un ngola títere, Ari, bautizado como dom Felipe I, que accedió a pagar a los colonos un tributo de cien esclavos al año, así como permitir a los jesuitas construir una iglesia en su capital, Punga. Se volvieron a abrir las ferias para la venta de esclavos, aunque continuó la guerra con Nzinga, a veces esporádicamente, a veces con denuedo. La princesa adoptó algunas de las costumbres de los lunda, como el canibalismo y el infanticidio, y llegó a encabezar el poder militar más fuerte del sur de Angola, al que los portugueses no pudieron derribar. Nunca fue la proveedora de esclavos en que los sucesivos gobernadores de Luanda esperaron que se convirtiera; el ngola títere tampoco podía proporcionar el número de esclavos que querían y a veces los portugueses tuvieron que conformarse con esclavos viejos o muy jóvenes en vez de contar con los que estaban en la flor de la edad.

En aquellos tiempos, la riquísima colonia portuguesa de Santo Tomé, en el golfo de Guinea, casi en el Ecuador, sobrevivía como un almacén o factoría indispensable, en apariencia sin haber cambiado, pese a las periódicas amenazas de la flota holandesa. En 1627, fray Alonso de Sandoval, un culto jesuita sevillano, describía cómo los buques portugueses o españoles llevaban allí cargamentos de esclavos de toda la costa occidental de África. Muchos llegaban ahora de las «Caravalias» (el Kalabarai Ijo, de los centros de trata Nueva y Vieja Calabar, en el golfo de Benin, hasta que Bonny los tomó a finales de siglo). Las Calabar eran ciudades sin rey, aficionadas a guerrear entre ellas, a veces con el fin concreto de obtener esclavos para el mercado exterior.

Pero en las Américas predominaban los esclavos angoleños; tanto que en 1615 otro jesuita, fray Diego de Torres, mandó hacer una gramática angoleña para beneficio de los que trabajaban en las minas de Potosí.

El imperio hispano-portugués era, en los comienzos del siglo XVII, una empresa tan vasta que difícilmente podría tener parangón en la historia. Pero su volumen, pretensiones, poderío y aparente prosperidad incitaban a atacarlo. En 1623, la recién reformada Compañía Holandesa de las Indias Occidentales preparó un ataque muy innovador. Tras ocupar temporalmente Benguela, planearon primero un ataque naval a Bahía, el puerto del imperio azucarero en el nordeste brasileño, desde donde la flota volvería a cruzar el Atlántico para unirse a otra flota, llegada directamente de Holanda, y ambas atacarían Luanda, la mayor colonia europea de África y fuente principal de la mano de obra esclava para Brasil.

La idea de esta operación, sobrecogedora por su audacia pero llena de riesgos, era de Moucheron, un especulador de propiedades de Utrecht que debía saber cómo corromper a los alcaldes de Zelanda, Pero que no conocía apenas los problemas de un imperio. Al principio, sin embargo, todo marchó bien. Los holandeses tuvieron inmediatamente éxito en la primera parte de su estrategia, pues ocuparon Bahía en 1624. «Cuando entramos en Bahía —escribió Johann Gregor Aldenburg, uno de los comandantes holandeses—, sólo encontramos a negros, pues todos los demás habían huido de la ciudad.»[170] Los holandeses organizaron inmediatamente una compañía militar con estos esclavos, para que lucharan contra sus antiguos dueños.

Una poderosa expedición hispano portuguesa pronto recuperó Bahía y los esclavos que habían luchado al lado de los conquistadores fueron ahorcados «de una manera especialmente abominable»; los holandeses tomaron poco después Olinda y Pernambuco, en el norte, desde donde desarrollaron aún más el sistema de plantaciones, que conocían bien por sus inversiones y comercio de azúcar. Parecía que hubiese surgido otro imperio, los Nuevos Países Bajos. Había comenzado en Brasil «el tiempo de los flamencos».

En África, sin embargo, los portugueses resistían en Luanda. De momento, esto no parecía importante, pues al haber conquistado una de las grandes economías que dependía del trabajo esclavo, la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales tuvo que revisar sus anteriores dudas sobre la moralidad de la trata africana. La captura de Pernambuco marcó el momento clave de esta revisión. Los que todavía se oponían al comercio con seres humanos no sabían qué sugerir sobre cómo las nuevas posesiones podían producir ganancias sin emplear esclavos. La primera mención de la trata en los registros de la Compañía data de 1626, cuando la cámara de Zelanda de esta empresa, la más calvinista de sus distintas cámaras, dio permiso para el envío de un buque a Angola —probablemente a Loango, donde los holandeses tenían ya tres factorías— y para el transporte de esclavos a la región del Amazonas, nueva factoría holandesa en el río de este nombre. La misma cámara de Zelanda permitió pronto importar esclavos también a los colonos holandeses en la Guayana y en Tobago, así como a los del nordeste de Brasil. Los primeros informes de Brasil habían señalado tanto el grave declive de la población india de la región como la dificultad de conseguir que los indígenas que aún sobrevivían trabajaran con eficiencia.

Con todo, la transformación del comercio holandés fue lenta. La compañía empezó obteniendo la mayoría de sus esclavos de los buques que sus capitanes capturaban en la guerra con Portugal, pues las dos naciones estaban constantemente en lucha en ese tiempo; por ejemplo, entre 1623 y 1637, se obtuvieron por este medio dos mil trescientos treinta y seis esclavos, vendidos en el Nuevo Mundo a un precio promedio de doscientas cincuenta guildas cada uno.

Para entonces, los holandeses tenían factorías en América del Norte; la primera fue en la isla de Manhattan, a partir de 1613, y antes de 1630 hubo también factorías de la Compañía en el Caribe. Hacia 1635, las había en Curaçao, una isla desierta frente a la costa de Venezuela, y en San Eustasio y Santo Tomás, también deshabitadas, en las actuales islas de Sotavento.

La Compañía comenzó a llevar esclavos negros a la colonia de Nueva Holanda, en América del Norte, en 1625-1626, y tres años después el reverendo Jonas Michaëlius, de Nueva Amsterdam, el primer pastor de la Iglesia Reformada Holandesa en América del Norte, se quejaba de que los esclavos angoleños eran «ladrones, holgazanes y purria inútil». El año siguiente, la Compañía declaró audazmente que «trataría de proveer a los colonos de tantos negros como fuera posible».[171]

En cuanto a Brasil, si bien la mayoría de los colonizadores seguían siendo portugueses, llegaban de Holanda numerosos colonos nuevos, entre ellos algunos sefardíes cuyas familias habían tenido relaciones comerciales con el territorio desde hacía generaciones. A todos les parecía que los esclavos eran allí la clave de la prosperidad; un gobernador de Nueva Holanda hacía observar en 1638 que «no es posible establecer nada en Brasil sin esclavos». Los plantadores de caña portugueses, que huyeron de la invasión holandesa, afirmaban lo mismo, de una manera distinta, al llevarse, según palabras de un testigo, «sus lindas amantes mulatas cabalgando detrás suyo en su misma cabalgadura, mientras dejaban a sus esposas blancas zapateando a través de los pantanos».[172] Pero la mayoría de los esclavos que llegaban a Nueva Holanda —unos mil quinientos al año, entre 1630 y 1640—, seguían procediendo de navíos portugueses capturados en el mar.

En 1636, se nombró gobernador general de Brasil a un primo del jefe del Estado de los Países Bajos, Johan Maurits, de Nassau, conocido más tarde en su patria por el Mauritshuis, el museo que alberga la mayor pinacoteca del país. Era un gobernante culto y con visión de futuro, decidido a que la Nueva Holanda fuese un éxito comercial y financiero. Bajo su impulso, Olinda llegaría a ser la más hermosa ciudad de la colonia y tal vez del continente: en ella palacios y casas de cuatro pisos pronto bordeaban anchas avenidas que conducían a los jardines botánico y zoológico, a sinagogas y templos calvinistas.

Sin embargo, los nuevos dueños de Brasil no podían dejar en tan malas condiciones su mano de obra.

Johan Maurits trató inmediatamente de mejorar las lamentables relaciones entre los europeos y los indios, y al mismo tiempo, siguiendo el ejemplo de Las Casas y de los primeros colonos españoles del Caribe, procuró aumentar la llegada de esclavos de África. En 1637, para conseguir esto último, envió una fuerza naval a través del Atlántico, a Elmina que, cogida por sorpresa, cayó en su poder. Esto marcaba el final de una era, pues los portugueses habían estado allí durante ciento sesenta años. Ya no hubo más misas diarias por el alma del infante Enrique, la iglesia portuguesa se convirtió en un almacén (aunque pronto se construyó una nueva capilla, a petición de la Iglesia Reformada Holandesa), se abandonaron los reglamentos para la paga y la conducta del gobernador y los funcionarios, redactados en 1529, y se olvidó la entrega diaria de cuatro panes a cada miembro de la guarnición. Los salarios a los africanos locales se pagaron en florines en vez de reales, y un predicador laico sustituyó al capellán real. Los portugueses no habían tenido gran éxito en la conversión de los indígenas y fuera de la región del castillo apenas si se encontraban católicos africanos, de modo que la conquista de Elmina significó menos para sus habitantes de lo que al principio pudo pensarse.

Los vencedores hicieron todo lo posible para excluir a los portugueses de la costa de Guinea y en 1642 se les rindió otro fuerte portugués, el de la Costa de Oro, en Axim, fundado poco antes pensando en el oro tanto como en los esclavos. Los pioneros de la acción europea en África sólo conservaron, en la vasta región al norte del Ecuador, un puesto recientemente fortificado en el río Cacheu, algo al sur del río Gambia.

Johan Maurits quería que otra flota holandesa completara su plan y capturara Luanda. La compañía se mostró renuente, a lo primero, y mandó a Hendrickx Eyckhout a las factorías holandesas de la bahía de Loango, para aumentar el suministro de esclavos de este territorio a Brasil. Para Cornelius Hendrickx Ouwman, que ocupó su puesto en 1640, la cosa no resultó fácil, puesto que en 1641 sólo se enviaron doscientos cinco esclavos a Pernambuco y Olinda, aunque no hubo escasez de marfil, secoya y cobre. Los holandeses podían todavía conseguir algunos esclavos capturando buques portugueses en las aguas de Santo Tomé y Luanda, pero Ouwman, tras un año en Loango, insistió en que solamente la captura de Luanda pondría remedio a la escasez de esclavos. En mayo de 1541 los directores brasileños de la compañía aceptaron por fin el audaz plan y enviaron una flota al mando del almirante Jol, que se apoderó de Luanda en agosto, de Santo Tomé en octubre y de Benguela en noviembre. Ahora, los holandeses de Brasil tenían acceso a todas las fuentes de cautivos de Luanda, incluyendo las de la monarquía de la reina Nzinga, que «estaba ahora sumergida en esclavos para la venta», según escribió uno de los directores del gobierno angoleño, Pieter Mortamer. El rey García II del Congo se puso también al lado de los nuevos amos, y les prometió aumentar el comercio con ellos, pero no de esclavos, pues ya estaba harto de esto último, como le dijo en términos que suenan a modernos: «En lugar de oro y plata y otros productos que sirven en todas partes como moneda, los esclavos son personas, no son oro o algo hecho de tela, sino que son criaturas.»[173]

El hombre que desde el principio se opuso a la nueva política de comerciar con africanos de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, Usselinx, dejó su patria, decidido a fundar una empresa rival. Se dirigió primero al rev de Dinamarca, Christian IV, y cuando lo rechazaron en Copenhague recurrió al rey Gustavo Adolfo de Suecia. Este ambicioso monarca autorizó a Usselinx a fundar una Compañía del Sur, para comerciar con África; pero tras la muerte de Usselinx, esta empresa también procuró introducirse en la trata.

Los daneses pronto quisieron fundar su propia compañía africana, y en 1625 un mercader holandés instalado en Dinamarca, Johann de Willum, recibió licencia para comerciar en las Indias occidentales, Brasil, Virginia y Guinea, una vasta cadena de territorios que, en el siglo XVII, parecían formar uno solo. A los socios de la compañía se les permitía cargar sus buques sólo en Copenhague, donde debían descargarlos a su regreso. Pero, de momento, poca actividad hubo.

Los gobernantes españoles y portugueses, en esos difíciles años de derrota, retirada y decadencia de sus países, debieron darse cuenta de que los invasores holandeses eran meramente los precursores de otros países. Por ejemplo, mucho antes de los acontecimientos de África que se acaban de relatar, Francia había echado raíces en América, primero en Canadá en 1603; la siguiente generación lo hizo a su vez en varias islas caribeñas, empezando, en 1625, con Saint-Christophe y Tortuga, esta última ocupada en colaboración con piratas ingleses. En 1627, Bélain d’Esnambuc, actuando en nombre del cardenal Richelieu, desembarcó en Saint-Christophe un contingente de trescientos emigrantes normandos. En 1635 François Fouquet fundó en París una Compañía de las Islas de América.

Fouquet era un mercader interesado desde su juventud en el comercio con América del Norte; era padre del financiero de Luis XIV, Nicolas Fouquet, y miembro del Consejo de la Marina. François Fouquet y Liénard de l’Olive recibieron permiso para ocupar Guadalupe y Martinica, lo que hicieron rápidamente; en Guadalupe, ya en el primer año de la colonización, se comenzó a cosechar tabaco. También se declararon francesas las islas de Santa Lucía, San Vicente, las Grenadinas y Grenada, aunque un intento de consolidar este pequeño imperio ocupando la isla intermedia de Dominica fracasó, debido a la acción de los indios caribe que sobrevivían peligrosamente en ella.

De inmediato se planteó la cuestión de cómo explotar estas colonias. En 1626 se había formado en Rouen una compañía para comerciar con Senegal, de donde traía marfil y goma. Tras esta empresa se puede adivinar la influencia del cardenal Richelieu, superintendente general del comercio y la navegación, decidido a aumentar la actividad marítima del país. Esta nueva Compañía de Saint-Christophe recibió permiso para comprar cuarenta esclavos. Desde este momento, se encuentra a menudo al capitán Thomas Lambert, de Rouen, en la desembocadura del río Senegal. Pronto se formaron otras dos compañías francesas, una para comerciar entre el cabo Blanco y Sierra Leona y la otra para comerciar entre Sierra Leona y el cabo López. En 1637-1638, la expedición de Lambert al Senegal avanzó ciento cincuenta kilómetros río arriba, hasta lo que luego se llamó Terrier Rouge, donde los franceses ofrecieron lingotes de hierro, telas de algodón y lino, coñac, cuentas y chucherías de plata, a cambio de goma, oro, y pimienta, pero, al parecer, no de esclavos. ¿Había escrúpulos morales o dudas religiosas? ¿Recordaron los capitanes que alrededor de 1570 un tribunal de Burdeos había prohibido vender esclavos en aquel puerto? No está nada claro. Una gran historiadora de la trata atlántica, Elizabeth Donnan, escribió: «No se sabe a ciencia cierta cuándo se descartaron los escrúpulos franceses sobre la trata, pero cuando los plantadores franceses pidieron mano de obra negra para sus crecientes plantaciones de caña [alrededor de 1640-1645], los mercaderes franceses estaban dispuestos… a proporcionar esta mano de obra.»[174]

Pudo influir en la cuestión el hecho de que en Francia había esclavos, especialmente en la marina, y que Marsella tenía todavía un mercado de esclavos. Por ejemplo, en 1639 se enterró en Perpiñán un négrillon de doce años de edad nacido en Cartagena de Indias.

Al igual que los holandeses y los franceses, los ingleses también estaban comenzando a actuar en la periferia del gran imperio hispano-portugués. En 1609, después de varios viajes de reconocimiento, unos colonos ingleses se instalaron en Bermuda. Pronto los ingleses estuvieron en Virginia y Massachusetts y al cabo de pocos años fundaron varias factorías en el Caribe, como la de Barbados en 1625; las de Antigua, Nevis y Montserrat, en las islas de Sotavento, ya eran consideradas posesiones inglesas en 1632.

Algunas de estas colonias necesitaban esclavos, o así se creía, especialmente las isleñas. Los habitantes indígenas de las mismas, los caribes, habían sido capturados cien años antes por los conquistadores españoles de las islas mayores. Los descendientes del ganado y los cerdos que los españoles llevaron allí casi sin darse cuenta y que vagaban por las islas desiertas proporcionaron alimento a los nuevos colonos, pero no servían, desde luego, para trabajar. ¿Podría convencerse a trabajadores de Inglaterra y Francia para que colonizaran las tierras sobre las que ondeaba ahora la bandera de su país?

De hecho, antes de que los nuevos colonizadores europeos entraran en la trata, ésta se inició en tierra firme. En 1619 John Rolfe, el primer registrador de Virginia, nacido en Norfolk, viudo reciente de la princesa Pocahontas, y que ya cultivaba tabaco, anotó que «hacia últimos de agosto llegó un buque de guerra holandés que nos vendió veinte negros».[175] Suele considerarse que este comentario es la primera referencia a la importación de esclavos negros en lo que serían, andando el tiempo, los Estados Unidos, aunque en el siglo xvi Pánfilo de Narváez, Menéndez de Avilés y Coronado habían llevado consigo esclavos en sus expediciones de conquista en Florida y Nuevo México. Además, lo que pasó en 1619 no está nada claro. La historia de los primeros tiempos de la América anglosajona carece de los amplios registros de datos y hechos que caracterizan la llegada de los castellanos a México y Perú. Probablemente el buque aludido, cuyo capitán había capturado los esclavos a un buque portugués en las Indias occidentales, no era de guerra, sino corsario.

Antes de esto, el rey Jaime I había concedido en Londres a un activo y emprendedor favorito suyo, Robert Rich (que sería poco después conde de Warwick) y a treinta y seis personas más el control del comercio inglés en África, a través de una Compañía de Aventureros (es decir, exploradores) a «Gynny» y «Bynny» (o sea, Guinea y Benin). Era la primera compañía inglesa por acciones que se interesaba por África. Rich era ya propietario de una plantación de tabaco en Virginia y probablemente esperaba conseguir esclavos negros para trabajar en ella. Por cierto que Rich había sido uno de los actores en Masque of Beauty de Ben Jonson, y más tarde dirigió a Oliver Cromwell una de las cartas más aduladoras que jamás se hayan escrito: «La bondad de otros es suya, la vuestra es la de un país entero». Una «lista de los que viven en Virginia», de 1624, incluye veinticuatro negros, varios de ellos, es de suponer, llegados al Nuevo Mundo como esclavos personales de pasajeros en navíos como el Treasurer de Rich, que arribó en 1619, y también el James en 1621, el Margaret and John en 1622, el Swan en 1623.

La actitud inglesa ante la esclavitud no estaba muy definida. Por ejemplo, un mercader llamado George Thomson exploró el río Cambia por cuenta de la Compañía de Guinea, interesado sobre todo por el oro. Los portugueses se apoderaron de sus barcos y un tal Richard Jobson (del que nada se sabe sino que despreciaba a los irlandeses) fue a ayudarlo y se encontró con que Thomson había sido asesinado por uno de sus propios hombres. Jobson informó que la gente de Gambia le tenían miedo porque sus compatriotas habían sido «muchas veces por varias naciones sorprendidos y secuestrados». Un mercader africano, Buckor Sano, ofreció esclavos a Jobson, pero éste, hablando por su cuenta y no por la Compañía de Guinea, declaró que «no tratamos con esa mercancía ni nos compramos o vendemos unos a otros, ni a nadie que tenga nuestra forma». El mercader africano pareció asombrarse al oír esto y les dijo que «era la única mercancía que llevaban hacia abajo, donde recogían toda su sal, y que allí los vendían a hombres blancos, que los deseaban mucho… Contestamos que era de un pueblo diferente de nosotros».[176] Jobson hizo otras exploraciones en la región de Gambia, buscando oro, pero este viaje y los dos siguientes fueron fracasos financieros, y después de una pérdida de cinco mil libras, la Compañía de Guinea desistió. Las protestas de Jobson eran excepcionales. Los anglosajones se mostraron tan dispuestos a comerciar con esclavos como sus vecinos franceses. John Hawkins no perdió su reputación a causa de su expedición en busca de esclavos sino que fue nombrado tesorero de la marina y siguió siendo un héroe nacional. Además, algunos buques ingleses ya habían llevado a cabo expediciones en busca de esclavos, en la costa de Guinea, y navíos ingleses transportaban azúcar de Santo Tomé a Lisboa, y hay un registro según el cual en 1607 un buque inglés llevó esclavos de Santo Tomé a Elmina, en cumplimiento de un contrato.

La consecuencia del fracaso comercial de Thomson y Jobson fue que en 1624 varios mercaderes independientes se quejaron de haber perdido su negocio debido a la concesión del monopolio de 1618. ¿No habían ya construido casas al estilo europeo y factorías en el estuario del río de Sierra Leona? Era la primera vez que se recomendaba tal cosa, pero debió de suscitar el interés de la Corona, pues se animó algo el comercio inglés en la costa de Guinea. ¿Llevaban esclavos sus barcos? Sin duda; en mayo de 1628 se informa de esclavos negros llegados a Virginia, en una carta de John Ellzey, recaudador del décimo del almirantazgo para Hampshire, a Edward Nicholas, secretario del almirantazgo con el duque de Buckingham: «El Fortune ha tomado un navío angoleño con muchos negros, que el capitán cambió en Virginia por tabaco…»[177] El año siguiente, uno de los mercaderes independientes, Nicholas Crisp, de Gloucestershire, cuyo padre había sido sheriff de Londres, se quejaba de que los franceses se habían apoderado de su barco Benediction, que «se dedicaba a su comercio habitual», con ciento ochenta esclavos a bordo. En 1632, el rey Carlos I concedió licencia para transportar esclavos de Guinea a un consorcio de mercaderes (es decir, a un grupo que no tenía nada que ver con la Compañía de 1618). Esta nueva compañía la encabezaba Nicholas Crisp y los otros directores se distinguían por ser personajes prominentes de la corte, como sir Richard Young, sir Kenelm Digby, George Kirke, Humphrey Slaney y William Clobery.

Ninguno de ellos era un personaje corriente. Crisp tenía ideas originales y no sólo en cuestiones marítimas, pues el arte de fabricar ladrillos —tal como se sigue practicando desde entonces— es invento suyo, y lo consiguió después de innumerables pruebas que exigieron una increíble paciencia; Digby, hijo de un conspirador católico, era un genio; Slaney era gitano de nacimiento. Recibieron el derecho exclusivo (entre mercaderes ingleses) de comerciar en Guinea, Benin y Angola, durante treinta y un años. Crisp había construido ya una factoría inglesa en un lugar que se conocería como Kormantin, en la Costa de Oro, que seguiría siendo el cuartel general y el único fuerte inglés hasta 1661, aunque no la única factoría británica. Era el miembro más destacado de la compañía.

Es casi seguro que ésta comerció con esclavos. El buque Talbot, en 1637, estaba equipado para «cargar negros y llevarlos a lugares extranjeros», y el mismo año Crisp, cazador furtivo convertido en guardabosque, se quejaba de otros intrusos ingleses que amenazaban su monopolio. En 1644 perdió el control de la compañía. Como monárquico (dio miles de libras al rey durante la guerra civil) no pudo sorprenderse de que sus adversarios le acusaran de deber dieciséis mil libras al Estado y para cobrarlas le embargaron sus acciones. Otros mercaderes ingleses empezaban a interesarse por la trata, por ejemplo, Samuel Vassall, de origen francés, que, con su hermano John, fue de los primeros promotores de Massachusetts, mantenía importantes intereses. En 1649, Vassall y otros denunciaron a la Compañía de Guinea ante el Consejo de Estado, por haber obtenido su monopolio «gracias a la alcahuetería de cortesanos».[178]

Al año siguiente, el mismo Crisp fue a Guinea, al cabo Corso, con lo que, a su entender, era un permiso del rey de Fetu para construir allí. Compró el terreno con mercancías que valían sesenta y cuatro libras, tras lo cual «la gente dio grandes gritos, lanzó polvo al aire y proclamó que era la tierra de Crisp». Pero catorce días después, Henrick Carloff, un aventurero al servicio de la reina de Suecia, apareció en la costa y el rey de Fetu también le dio permiso para construir. Pronto echaron a los ingleses, de modo que fueron los suecos los primeros que construyeron un fuerte en el cabo Corso.

Denunciados por monárquicos en 1649, Crisp y sus amigos se defendieron aduciendo que habían traído diez mil libras a Inglaterra, producto del comercio con África, que habían fundado una factoría en 1632, habían comprado Winneba en 1633 y hasta habían enseñado a hablar inglés al hijo del rey de Aguna.

A finales de la tercera década del siglo XVII en la mayoría de las colonias europeas de América del Norte se encontraban algunos negros. En 1638, por ejemplo, había registrados varios en el territorio que se convertiría en Pennsylvania y lo mismo en Maryland, donde el funcionario Richard Kemp escribió al gobernador que había traído, entre otras cosas, «diez negros… para el servicio de Su Excelencia».[179]

El buque Desire, de ciento veinte toneladas, construido en Marblehead (Massachusetts) pero registrado en Salem, fue probablemente el primer navío construido en América del Norte destinado a la trata, aunque sólo navegó por las Indias occidentales y no a África; fue también el primer buque que llevó esclavos a Connecticut, en 1637. Según John Winthrop el joven, nacido en Suffolk y primer gobernador de esta colonia, un tal William Pierce, capitán de dicho navío, «trajo de allí algodón y tabaco y negros, etc., y sal de las Tortugas [cerca de la costa de La Española]… El pescado seco y los licores fuertes son lo único que sirve [para el intercambio] en esos lugares».[180] Pierce también capturó, y al parecer los soltó, a algunos indios en las islas Providenciales, en las Caicos de las Bahamas.

Parecía, en aquellos años, que fuera posible satisfacer la necesidad de mano de obra para la agricultura en América del Norte, tanto francesa como inglesa, y en el Caribe, con los sirvientes blancos indentured, es decir, hombres, y en menor número mujeres, que a cambio del pasaje y la oportunidad de poseer tierra en el futuro, se comprometían por contrato a trabajar de balde durante un número específico de años para quienes pagaran su deuda. El gobierno inglés aprobaba este arreglo; Francis Bacon, cuando era canciller, dijo fríamente al rey Jaime I que, con este tipo de emigración, Inglaterra ganaría dos veces: «librarse de esta gente aquí y utilizarla allí».[181] La posibilidad de escapar de la semifeudal Europa, con sus guerras y obligaciones, parecía una gran oportunidad no sólo a los ingleses pobres, sino también a los franceses, pues al Caribe francés iban, en condiciones similares, los llamados engagés. Durante una generación viajaron a lo largo del valle del Rin agentes que trataban de convencer a los descontentos campesinos alemanes para que buscaran fortuna al otro lado del océano, igual que otros agentes lo hacían en Bristol y Londres. Fueron frecuentes los secuestros con este fin; se daba bebida a hombres y mujeres y golosinas a los niños, para convencerlos de que aceptaran trabajar en América. Las condiciones en los buques de emigrantes eran casi tan malas como en los de esclavos. Y mucho antes de que se descubriera Australia, se enviaba también a condenados a prisión.

Pero la era del indentured servant o el engagé fue breve. La gente acabó dándose cuenta de que el trato a esos hombres y mujeres era muy duro y que las condiciones feudales de las que intentaban huir en Europa se estaban copiando en el Nuevo Mundo. Por otra parte, en Francia e Inglaterra los salarios subían. A los siervos indentured les era difícil encontrar buena tierra cuando habían cumplido con sus diez años de servidumbre y los plantadores comenzaban a darse cuenta de que los esclavos resultaban más baratos, pues se conseguía uno por veinte libras, a finales del siglo XVII, mientras que un trabajador indentured podía costar de diez a quince libras además del precio del viaje. Por otra parte, los africanos trabajaban más duro que los patanes blancos, y resistían mejor las enfermedades tropicales que los mozos de labranza de Normandía o de East Anglia.

Ante una nueva situación, en la cual el norte de Europa parecía querer entrar en un mundo que hasta entonces había sido exclusivamente ibérico, la Corona española (todavía unida a la de Portugal) trataba de mantener sus antiguas técnicas. Así, en 1631 se concedió un nuevo asiento a Melchor Gómez Angel, mercader de Lisboa descendiente de conversos, pero reduciendo a dos mil quinientos el número de esclavos que podrían transportarse por año, aunque, como de costumbre, nadie respetaba las normas: buques asentistas iban a puertos en los que no había asientos; al tío del rey, el cardenal infante Enrique, se le permitió enviar mil quinientos esclavos más al año a Buenos Aires, a través de una licencia dada a Nicolás Salvago, de Sevilla. La entrada de España en la guerra de los Treinta Años significó que el Caribe, por primera vez, era zona de guerra, en la cual los mercaderes de esclavos portugueses perdieron veinte navíos, la mayor parte en beneficio de los holandeses, que seguían muy activos contra todas las posesiones portuguesas, especialmente las africanas. Sin embargo, el visitador real en la Nueva España, Medina Rosales, aún podía describir el comercio de esclavos como el más «cuantioso» de las Indias, y en 1638 el virrey de México, marqués de Cadereita, escribía que el tráfico de esclavos constituía el ingreso mayor y el más seguro de todos los que el rey tenía en sus reinos.[182]

El asiento continuó en manos de conversos portugueses y en 1637 pasó de Gómez Angel (que al parecer vivía en Andalucía, acaso en Lebrija) a un pariente suyo, Cristóbal Méndez de Sosa.

Pero la Inquisición seguía ocupándose de las supuestas actividades judaizantes de todos los mercaderes portugueses, independientemente de que comerciaran o no con esclavos. Así, los mercaderes sevillanos se desquitaron de los de Lisboa, cuyo predominio económico resintieron durante tanto tiempo. En 1636 Francisco Rodrigues de Solis, lisboeta, cuñado del monopolístico de quince años antes, Antônio Fernandes Elvas, fue a Cartagena de Indias para liquidar sus asuntos allí, y cayó en poder de la Inquisición, que le sometió a un auto de fe. En la misma Cartagena de Indias hubo en 1638 otro gran auto de fe de João Rodrigues Mesa, de la ciudad portuguesa de Extremos, que había vendido gran número de angoleños desde que llegó a la ciudad ocho años antes; una multitud de esclavos, negros libres, mulatos y algunos españoles arrojaron naranjas a Rodrigues y a otros condenados, antes de que los quemaran vivos.

Nuevos autos de fe desarticularon la red portuguesa de comerciantes de esclavos en el Nuevo Mundo. Por ejemplo, en 1646, Antonio Váez de Acevedo, comprador y proveedor de esclavos de Veracruz, y en 1649 sus hermanos Simón y Sebastián Váez Sevilla, fueron humillados, aunque no quemados, en el terrible auto de fe general de aquel año. Hijos de un carnicero de Castellobranco, en el nordeste de Portugal, que actuó de verdugo y luego fue estibador en el puerto de Lisboa, Antonio había proporcionado la mayoría de los esclavos africanos vendidos en México; Sebastián había sido proveedor general de la escuadra del Caribe, la recién fundada Armada española de Barlovento, y Simón había llegado a ser uno de los hombres más ricos de México gracias a sus negocios con esclavos. Amigo y protegido del virrey Marqués de Villena, ocupaba diversos cargos oficiales y había estado en muy buenas relaciones con funcionarios de la misma inquisición que después lo condenó. Simón había comerciado también con China, vía Acapulco, y se casó con Lorena de Esquivel, cristiana vieja pero filosemita según el Santo Oficio, pues ¿acaso no había roto, años atrás, una olla, furiosa porque habían cocido en ella un jamón? Por causas tan fútiles como ésta se perdieron grandes fortunas. Sin duda Simón y Sebastián Váez eran judíos secretos; ya en 1625 uno de los contables de Simón, Hernando Polanco, los había denunciado porque Simón nunca permitía que se cocinara con tocino y se las arreglaba para que su esposa siempre llegara demasiado tarde a misa. Por otro lado, la hostilidad hacia los mercaderes portugueses, judíos o no, fue con toda evidencia un motivo poderoso para su persecución en México, persecución que apremiaba con ferocidad el virrey provisional, el brillante e inquebrantable obispo de Puebla Juan Palafox.

Simón Váez, traicionado por quienes habían trabajado para él, pudo comunicarse con sus amigos y parientes durante los siete años que estuvo encarcelado, gracias a algunos de los esclavos que había vendido tan provechosamente, pero no le valió. Treinta mil personas, según se dijo, de todas las clases sociales, presenciaron el auto de fe de 1649. Cuán agradable debió de ser para los esclavos negros e indios contemplar el desfile del gran mercader, con su esposa y su hermano y otros parientes, hombres y mujeres, medio desnudos y rapados, que apenas unos años antes habían paseado en coche por las calles de la ciudad y recibido a jueces y a sus esposas en sus fiestas, respetados como si hubiesen sido los mayores nobles del reino.[183]

Juicios semejantes de mercaderes conversos tuvieron lugar en Lima, sobre todo el iniciado en 1635, que terminó incriminando al mercader de esclavos más importante de Perú, Manuel Bautista Peres, que desde 1612 se había ocupado de la trata, comenzando como capitán de buques de esclavos en África. Llegó a Lima en 1620 y años después obtuvo esclavos a través de su cuñado, Sebastián Duarte, que compraba africanos en Portobelo o Cartagena para su traslado a Perú. A Peres se le consideraba como el principal portugués de la ciudad, donde lo llamaban «el capitán grande». Se calculaba su fortuna en medio millón de pesos, suma enorme para la época. Era dueño de minas de plata en Huarochiri, a ochenta kilómetros de Lima, tierra adentro; su casa era tan lujosa que la solían llamar «de Pilatos». Se conducía como un cristiano devoto y sus hijos se educaban con sacerdotes, pero se decía que asistía a reuniones teológicas en las que se veía como judío. Peres nunca confesó serlo y trató, sin conseguirlo, de matarse con un puñal, pero él y Duarte fueron, de todos modos, quemados vivos.

La Inquisición de Cartagena de Indias se mostró también activa. Luis Gómez Barreto, converso y tratante de esclavos, importante en la ciudad de 1607 a 1652, fue encarcelado y juzgado. No le valieron de nada sus incesantes viajes en busca de los mejores esclavos, entre Santo Tomé y Luanda y entre Guinea-Bissau y Benin, ni tampoco sus visitas a España ni sus cuatro viajes a Lima. Más tarde, en la misma Cartagena, fue juzgado Manuel Álvarez Prieto, del que se dijo que era judío practicante en Angola. Otro converso, éste de Luanda, Gaspar de Robles, que dominó la trata allí durante largo tiempo en el primer cuarto del siglo XVII, marchó a Nueva España, donde la Inquisición lo encarceló.

El comercio de esclavos en las Américas, durante el siglo XVI y hasta los años cuarenta del XVII, cuando la caña desplazó al tabaco en las plantaciones del Caribe, fue a una escala relativamente menor y, por tanto, más humana ya que no humanitaria. Era probablemente, y por muchos años, de menor escala que la trata de negros a través del Sahara a cargo de los árabes. El comercio de esclavos floreció también con los cristianos capturados de todas partes de Europa. En 1622 William Atkins describió cómo él y otros escolares ingleses católicos en ruta hacia Sevilla fueron capturados por un capitán morisco al servicio del rey de Marrakech; a pesar de que, a la vista del navío moro, los marineros alentaron a los escolares a que lucharan, dándoles un trago de aguardiente mezclado con pólvora. Atkins estuvo encarcelado junto con ochocientos esclavos españoles, franceses, portugueses, italianos, irlandeses y flamencos en Salé, en la costa atlántica, cerca de lo que es hoy Rabat. En esta ciudad se vendía a los esclavos por la calle, en la que el vendedor anunciaba su mercancía gritando: ¿Quién compra un esclavo?, y estimulaba a los cautivos a caminar más deprisa azotándolos con un pezzel, un pene de toro, a modo de látigo.[184] Los encerraban en una mazmorra, conocida como matamoros (españolización de matamoura), palabra que irónicamente coincidía con la castellana matamoros, que significaba silo para grano, y que servía de prisión. Estos prisioneros estuvieron a punto de convertirse en eunucos para que cuidaran de las concubinas del rey, una suerte que finalmente pudieron evitar.

Se trataba a estos esclavos con la misma brutalidad que los europeos ejercían sobre los esclavos africanos. Atkins describió cómo un francés, «atrapado en los remolinos de un río cuando esperaba escapar atravesándolo de noche, fue descubierto por su amo, que primero le cortó las orejas, luego la nariz, y lo azotó con cuerdas de modo que la parte de su cuerpo que no estaba cubierta de sangre se veía negra por los latigazos, y lo paseó por las calles, así desfigurado, como ejemplo y advertencia a otros esclavos de que no trataran de escapar. Finalmente, lo arrojaron a un calabozo con algo de paja debajo de él y cargado de cadenas». A un marinero bretón al que cogieron cuando trataba de evadirse no sólo le cortaron las orejas sino que le obligaron a comérselas. En 1625 había ochocientos cautivos ingleses en Salé, y más de mil quinientos un año después. Recuérdese que Daniel Defoe hizo que Robinson Crusoe hubiese sido esclavo en Salé durante dos años, alrededor de 1650, hasta que se evadió para convertirse en un supuesto negrero en Brasil.