Un día los hombres blancos llegaron en barcos con alas, que brillaban bajo el sol como cuchillos. Libraron duras batallas contra el ngola y le escupieron fuego. Conquistaron sus salinas y el ngola huyó tierra adentro al río Lukala…
Tradición oral de los pende
Portugal había acordado con el nuevo rey cristiano del Congo, Diogo I, que los colonos de Santo Tomé limitarían su trata al reino de éste y, como resultado, entre doce y quince barcos de diez de los principales mercaderes portugueses (como Fernando Jiménez, Emanuel Rodrigues y, sobre todo, Manuel Caldeira) llegaban allí cada año y se llevaban entre cuatrocientos y setecientos esclavos cada uno. Como con estos navíos no daban abasto, los capitanes solían sobrecargarlos, cosa que provocaba rebeliones. En vista de que los portugueses no podían cumplir todas las condiciones del tratado, el rey Diogo rompió relaciones con ellos en 1555 y expulsó a los aproximadamente setenta portugueses residentes en su reino, aun cuando un buen número de ellos llevaban años establecidos allí y muchos vivían con africanas. Su posición se había visto afectada de forma negativa, pues en años recientes, además de las conchas de nzimbu que él podía darles, los tratantes tio del cosmopolita y superpoblado lugar llamado estanque de Malembo querían más productos europeos y, por tanto, los ingresos del monarca habían disminuido. No obstante, en 1567 el nuevo rey del Congo, Álvare, restableció las relaciones.
Al año siguiente, 1568, un pueblo salvaje, antropófago y nómada, los jagga de la ribera meridional del río Kwango (que ahora forma parte de la frontera entre Angola y el Congo), invadió el Congo y don Álvare se refugió en la isla Hipopótamo, en el estuario del Congo. A mediados del siglo las incursiones en su territorio llevadas a cabo por los tio en busca de esclavos habían desorganizado a los jagga. En el refugio del rey Álvare hubo tal escasez de comida que él y sus consejeros vendieron esclavos a cambio de pan y algunos incluso se vieron obligados a vender a sus propios hijos para subsistir. El monarca mandó unos esclavos como emisarios a Lisboa, pidiendo al rey Sebastián de Portugal que le enviara un ejército para ayudarle a recuperar el trono. Sebastián así lo hizo y cuatrocientos hombres de Santo Tomé, al mando de Francisco de Gouveia e Sotomayor, miembro de una de las familias portuguesas más distinguidas, le reinstauró en San Salvador. En esta campaña el uso —y probablemente aún más el sonido— de las armas de fuego fue de gran utilidad.
El agradecido Álvare mandó comprar de nuevo sus nobles en Lisboa, vendidos allí como esclavos, si bien se desilusionó al ver que algunos preferían quedarse. Sin embargo, la amenaza de los jagga supuso durante mucho tiempo una terrible advertencia para los portugueses, que se sintieron impresionados al ver que unos implacables nómadas podían derrocar con tal facilidad a una monarquía que ellos habían apoyado y que se había convertido al cristianismo, según suponían. Por otro lado, el rey portugués ordenó a Gouveia construir un fuerte, a cargo de Álvare, donde éste y los portugueses residentes en el Congo pudiesen refugiarse, caso de que los jagga volvieran a atacar.
A consecuencia de ello, la tutela de Portugal sobre el Congo quedó reforzada y, aunque Álvare evitó el vasallaje directo, las tropas portuguesas que había solicitado para recuperar su autoridad se quedaron. El Congo representaba para Portugal una dependencia valiosa; así, Pacheco Pereira escribió que «hacen telas con palmas, su superficie semeja terciopelo y algunas tienen elegantes adornos que parecen de satén aterciopelado, tan hermosas que no las hay más bellas en Italia».
No obstante, en el Congo, la única monarquía cristiana de importancia en África y la única donde algunas gentes aprendieron a leer y escribir, el interés por la esclavitud aumentaba de año en año. El rey Álvare ya usaba a los esclavos como soldados y sirvientes, constructores y cargadores, mensajeros, amantes (las mujeres) y labradores. A corto plazo esto fortaleció su autoridad al no tener que depender tanto de jefes y nobles, y se sintió tan poderoso que creyó poder nombrar heredero al hijo de una de sus esposas esclavas, si bien cuando Álvare murió en 1614, un hermanastro suyo, Bernardo II, también hijo de esclava, suplantó a ese hijo.
Ya se veían tratantes mulatos en los principales puertos congoleños. Si bien hacía generaciones que las aldeas y los pueblos vecinos comerciaban entre sí, la llegada de los portugueses estimuló el comercio de larga distancia, el transporte por nuevas rutas de mercancías europeas y algunas americanas.
Además, los portugueses de Santo Tomé empezaban a trabar amistad con Angola, o sea, con el ngola, el rey de Ndongo, otro Estado bantú poblado por mbundu, cuyo territorio se extendía desde el río Dande, que desemboca en el mar al norte de lo que es ahora Luanda, hasta el río Coanza, a orillas del cual pronto se fundaría Luanda y que desde principios del siglo XVI había sido más o menos dominio del Congo, una fuente menor de esclavos obtenidos mediante razias. Según las condiciones del tratado luso-congoleño, estos esclavos sólo podían adquirirse en el puerto congoleño de Mpinda; dado que esto no satisfacía a los tratantes de Santo Tomé, pues allí no conseguían suficientes esclavos, unos intrusos empezaron a obtenerlos directamente, y en número cada vez mayor, en la desembocadura del Coanza, justo al norte de las islas Luanda.
Ya a mediados del siglo los reyes del Congo y de Ndongo se habían disputado el suministro principal de esclavos a los portugueses, y aunque Portugal estaba formalmente obligado a apoyar al Congo, aumentaba su interés por Ndongo.
En 1559 Paulo Dias de Novães, nieto de Bartolomeu Dias, el explorador del cabo de Buena Esperanza, salió de Lisboa con tres buques, acompañado por dos jesuitas y dos hermanos legos. Se dirigió a la isla de Luanda en el estuario del Coanza y envió a un primo, Luis Dias, y a los jesuitas a Pungo-Andungo, río arriba, a la sazón capital de Ndongo. Allí los portugueses explicaron que su rey deseaba que el nuevo monarca, Ndambi, se convirtiera al cristianismo, como lo había hecho el del Congo. Ndambi se mostró suspicaz y las negociaciones se alargaron; uno de los jesuitas y varios exploradores murieron, de modo que en la costa Paulo Dias se impacientó y se presentó personalmente con una pequeña expedición. Habiendo recorrido ciento noventa kilómetros del río Coanza y unos ochenta kilómetros por tierra, llegó a la capital, y Ndambi los detuvo, a él y varios compañeros suyos, incluyendo fray Gouveia, se apoderó de cuantas mercancías europeas encontró y dispersó o mató a los demás portugueses.
Fray Gouveia, pariente del primer procónsul de Angola, murió en cautiverio, aunque no sin haber mandado una importante carta a su superior, en la que insistía en que el único modo serio de convertir a los pueblos paganos consistía en conquistarlos.[134] Paulo Dias fue soltado al cabo de seis años. En 1575 regresó a colonizar Angola —con el permiso del rey de Portugal, ya que no con el del ngola—. Su contrato le otorgaba amplios poderes y parece que estaba convencido de que, con tantos esclavos disponibles, los portugueses podrían establecer una civilización comparable a la de Roma en el Mediterráneo. Su primer paso consistió en iniciar la construcción de lo que se llegaría a conocer como São Paulo (San Pablo) de Luanda, la primera ciudad fortificada en África occidental, al sur de Elmina, en la desembocadura del Coanza, primero en la isla de Luanda y, luego, en el continente, cerca de lo que es ahora la fortaleza de São Miguel (San Miguel).
El nuevo ngola, Quiloanage, se opuso, comprensiblemente, a esta intrusión, si bien su capital constituía el centro local de la trata para numerosos compradores portugueses y aunque la isla de Luanda no era suya, puesto que se consideraba pertenencia del monarca del Congo. Tras años de maniobras diplomáticas, durante los cuales la trata de esclavos destinados a Santo Tomé y a Brasil prosperó como nunca antes lo había hecho, varios tratantes portugueses que desconfiaban de Dias convencieron al ngola de que el procónsul pretendía derrocarlo. En respuesta a esto, el ngola mató a sus esclavos cristianos y a treinta portugueses. El resultado fue una guerra. Los portugueses, con el refuerzo de trescientos cincuenta europeos —mayormente granujas y zoquetes, según un cronista— y muchos mercenarios africanos —incluyendo arqueros y lanceros esclavos—, sufrieron muchos reveses en una larga campaña iniciada en 1580, pero, haciendo uso tanto del terrorismo como de las lácticas de una guerra declarada, acabaron por derrotar al ngola y por asentar su colonia en la costa. Para entonces, como solía ocurrir en las guerras en zonas tropicales, tanto Dias como muchos de sus compatriotas habían muerto, más a causa de las enfermedades que por heridas de guerra. En el interior, el ngola rabiaba de impotencia, aunque resultaba relativamente fácil contenerlo.
Luanda pronto se convirtió en la sede de todas las operaciones lusas al sur de Nigeria. En 1590 ya residían allí trescientos portugueses y la colonia atrajo a los mercaderes de Portugal, sobre todo a los que, como los judíos conversos, carecían de oportunidades en su propio país. La Corona intentó controlar la inmigración pero, a la larga, le resultó imposible.
Ahora que contaban con esta base en Luanda, un hermoso puerto, y que había una paz relativa con el rey del Congo y con el ngola, nada impedía que la trata prosperara, y pronto se convirtió en el sostén tanto de Angola como del Congo. Según el mejor historiador portugués de las relaciones luso-africanas, Charles Boxer, el que no se fundara una colonia estable en Angola en el siglo XVI se debió tanto a la trata como a la gran extensión del paludismo. Sin embargo, uno de los principales objetivos de esta fortaleza era el del tráfico de esclavos a Brasil.
Ya en 1576 el jesuita frei Garcia Simães había escrito: «Aquí se encuentran todos los esclavos que se puedan desear y no cuestan casi nada. Con excepción de los jefes, casi todos los nativos nacen en esclavitud o son reducidos a esta condición al menor pretexto […] Después de sus victorias, el rey regala aldeas enteras a sus subalternos con el derecho de matar o vender a todos los habitantes.»[135] Se decía que con la cola de un elefante se compraban tres esclavos. Un inglés, Andrew Battell, prisionero en Angola de 1589 a 1603, describió cómo había visto miles de esclavos en manos de los portugueses.[136] Es posible que entre 1575 y 1592 se sacaran más de cincuenta mil esclavos de Angola. En 1578 Duarte Lopes viajó a Luanda y comentó que existía «mayor tráfico y mercado de esclavos sacados de Angola que en cualquier otro lugar. Pues los portugueses traen más de cinco mil negros por año y luego los transportan y los venden en diferentes partes del mundo».[137] Thomas Turner, capitán inglés, informó que: «Se dice que cada año parten de Angola veintiocho mil esclavos y hubo una rebelión de esclavos contra sus amos, en la que diez mil se atrincheraron, pero los portugueses e indios los persiguieron y redujeron a mil o dos mil de ellos. Mil pertenecían a un hombre de quien se dice que posee diez mil esclavos, dieciocho ingenios de azúcar, etc. Se llama John de Paüs… y prospera aquí con esta increíble riqueza…»[138] En 1591, un funcionario aseguró a la Corona que podía esperarse que Luanda suministrara esclavos a Brasil «hasta el fin del mundo».[139]
Naturalmente, la Corona portuguesa conservó una participación financiera en todas estas empresas. La costa africana se había dividido en diversas zonas de explotación, en las que se encargaba a varias personas cobrar los impuestos o aranceles reales; éstas, a su vez, llegaban a acuerdos con los tratantes y les cobraban las licencias.
La influencia lusa en África tuvo, por supuesto, algunos aspectos positivos. Para entonces ya había introducido en el Congo y Angola no sólo el cristianismo —por supuesto que a un nivel bastante superficial— sino también numerosas técnicas europeas y varios cultivos europeos o antillanos —arroz, naranjas, cocos, cebollas y, sobre todo, mandioca (cassava en portugués). Esta última llevaría a una auténtica revolución agrícola en el siglo XVII, con lo que la población y, por tanto, indirectamente, la cantidad de candidatos para la trata atlántica, creció a niveles antes insospechados. Otro trasplante americano fue el maíz, que un poco más tarde tendría consecuencias similares.
En cualquier caso, no cabe duda de que el impacto más importante de los portugueses en esta parte del África central fue el impulso del comercio de esclavos. Aun cuando esto significaba que seguiría suministrándose a Santo Tomé y al propio Portugal (y al imperio español) toda la mano de obra que quería, fue Brasil el país que más se benefició de ello.
En 1570, la población negra de Brasil no era superior a las dos o tres mil personas. La mayoría de esclavos eran todavía indios pero se hacía cada vez más difícil conseguirlos, debido a las enfermedades llevadas por los portugueses; en los años sesenta del siglo XVI la epidemia de disentería, combinada con gripe, resultó tan destructiva en Brasil como lo fue la viruela en México y el Caribe en los años veinte. Es cierto que en los años ochenta los indios todavía constituían las dos terceras partes de la mano de obra de las plantaciones de caña de Pernambuco, pero eran malos trabajadores pues «no estaban acostumbrados a un trabajo tan arduo y deslomador. Además de las enfermedades que estas razas inferiores padecen siempre al entrar en contacto con los blancos, el maltrato a que fueron sometidos causó enfermedades y muertes, pese a las leyes promulgadas continuamente prohibiéndolo».[140] «Cuesta creer el coste en vidas humanas aquí en Bahía en los últimos años», escribió un jesuita en 1583, «pues nadie creía que pudieran agotarse tan elevadas existencias, y menos en tan poco tiempo».[141] Pero a partir de entonces, gracias a la conexión angoleña, la disponibilidad de negros fue en aumento, sobre todo para las nuevas plantaciones de caña.
Parece que entre cuarenta mil y cincuenta mil esclavos, casi todos del Congo o Angola, llegaron a Brasil entre 1576 y 1591. La población de esclavos negros en 1600 ascendía probablemente a unos quince mil, mayormente en los ingenios azucareros, cuya mano de obra era ya negra en un setenta por ciento, si bien diez años después, en 1610, un francés llamado François Pyrard de Laval viajó a Bahía y calculó que, aunque la zona administrativa en torno a esta ciudad contaba con dos mil blancos y entre tres mil y cuatro mil esclavos negros, había siete mil esclavos negros o indios en las plantaciones de caña. No obstante es seguro que los indios desempeñaban un papel cada vez menor en ellas. En 1573, los jesuitas, el gobernador de Brasil y Maranhão y el auditor general llegaron a un acuerdo, mediante el cual sólo podría esclavizarse a los indios si los capturaban en una guerra justa o si la persona en cuestión había huido de su aldea y permanecía ausente más de un año. Aunque se incumplieron las condiciones de este arreglo, su mera existencia supuso una mayor necesidad de negros. Más tarde quedaría asentado que una guerra justa era la que el rey declarara como tal. De hecho, la Corona y los colonos continuaron discutiendo muchos años acerca del problema de los esclavos indios; la posición del monarca era moral e insistía con elocuencia en que la esclavitud reducía la probabilidad de convertirlos al cristianismo, mientras que los colonos alegaban que al capturar a los indios los salvaban de convertirse en caníbales.
Esta discrepancia en cuanto a las cifras de la población esclava y a su importación demuestra toda la brutalidad de la posición de los colonos: se esperaba que los esclavos murieran al cabo de unos diez años y, por tanto, en cualquier hacienda eficaz debían sustituirse por esclavos de Angola o el Congo. Desde el principio se juzgó de vital importancia reponer los esclavos de las plantaciones de caña mediante la compra en lugar de alentar la procreación: como explicaría un testigo en una encuesta británica de 1790 (el futuro almirante sir George Young): «Lo que pude llegar a entender fue que la compra de esclavos constituía el método más barato de conservar un número constante, pues […] a la esclava que daba a luz la sacaban de los trabajos del campo durante tres años, y su trabajo era más valioso que el costo de un buen esclavo o un nuevo negro.»[142] Por cierto que en la misma encuesta llevada a cabo en Londres, a la pregunta: «¿Puede encontrarse una causa que impida el incremento natural de los negros?», la respuesta fue: «El abuso lascivo de la autoridad de los sirvientes blancos respecto a las hembras inmaduras y sin protección […] Las mujeres […] suelen tener un mayor sentido de la decencia y el decoro en su fidelidad […] Los hombres no lo tienen, siguen los ejemplos de los sirvientes blancos […] A sus amores licenciosos se sacrifican muchas. Ambos sexos viajan con frecuencia toda la noche de ida o de vuelta de un punto lejano…».
Angola o el Congo y Brasil estaban así cada vez más relacionados. Las corrientes y los vientos reforzaban esta relación. Los buques que partían de Portugal para Angola debían por fuerza pasar por Brasil, y los que partían de Angola debían navegar cerca de Río.
En aquellos años, Brasil demostró que estaba a punto de ser la sucesora de Santo Tomé como principal exportadora de azúcar a Europa, como Santo Tomé había sucedido a Madeira, las Canarias y las islas mediterráneas. En 1600 había en Brasil —o más bien, en una estrecha franja costera de Brasil— unos ciento veinte ingenios azucareros y era la colonia europea más próspera; era, además, una empresa internacional, pues en ella se veía maquinaria italiana para los ingenios, a ella habían llevado artesanos de las Canarias y Madeira y ya en los años cuarenta del siglo xvi Cibaldo y Cristóvao Lins, representantes lisboetas de los Fugger de Augsburgo, vendían azúcar, además de producirlo. Los mercaderes holandeses a menudo proporcionaban los barcos que transportaban el azúcar a Europa, así como el capital de muchas plantaciones. El gran mercado de Amsterdam vendía gran parte del azúcar, considerado todavía más como producto medicinal que como edulcorante, puesto que el té, el café y el chocolate, que cuando se pusieron de moda parecían requerir azúcar, aún no habían aparecido en Europa.
Sin embargo, en ocasiones se deseaba el azúcar por el placer que proporcionaba, sobre todo entre los ricos. Un alemán que viajaba por Inglaterra pensó que, si bien la reina era majestuosa tenía dientes desafortunadamente negros: «un defecto al que los ingleses parecen estar dados, de tanto comer azúcar».[143]
Este desarrollo en Brasil supone el inicio de la revolución azucarera en las Américas. Habitualmente se cree que empezó en el Caribe, a mediados del siglo XVII, pero las típicas plantaciones de caña, con su población característicamente masculina y sus esclavos, cuya esperanza de vida se suponía muy corta, y que en lugar de adoptar costumbres americanas conservaron las suyas, africanas, se desarrollaron en Brasil, tres generaciones antes.
Como ya hemos dicho, el azúcar ya se conocía en el Caribe a principios de siglo, pero en las haciendas de La Española y Cuba, así como en las de México, se plantaba la caña junto con otros cultivos, incluyendo el tabaco, y se criaba ganado. La moderna hacienda azucarera, la que sólo cultiva caña y no produce más que azúcar, a gran escala y destinado a la exportación, fue invento de Brasil.
La caña no es un cultivo complicado; sólo se necesita una tierra fértil y bien irrigada, y cavar con azada hoyos poco profundos para plantar en ellos unos cuantos tallos de cañas ya maduras; se tapan los agujeros con tierra y a los quince meses ya puede cortarse la nueva caña. En Brasil esto lo hacían los esclavos, con machetes (la más dura de las tareas), y un carro tirado por bueyes la transportaba a los ingenios cuyos molinos eran impulsados por agua, bueyes, mulas, caballos o viento y molían la caña, extrayéndole el jugo; hervían este jugo, lo espumaban y lo enfriaban; a continuación separaban los cristales marrones de azúcar no refinado de las partes viscosas, la melaza, que podía usarse para fabricar ron o azúcar de menos calidad. Guardaban el azúcar bueno en una factoría, antes de colocarlo en pipas, transportarlo al puerto o río más cercano y cargarlo en barcos. Mientras tanto, se usaban como combustible los tallos machacados de la caña. Poco más de un año después los tallos de las viejas cañas darían una nueva cosecha y, aunque la caña de ésta sería de menor calidad que la primera, se repetía este proceso tres o cuatro veces.
A veces se refinaba el azúcar en el trópico, aunque solía hacerse en Europa. Esta división de las funciones no tenía nada que ver ni con el clima ni con el trabajo, sino con la determinación de la metrópoli de evitar la manufactura colonial.
Parece que la hacienda azucarera ideal medía unas trescientas hectáreas y ciertamente no menos de unas ciento veinte; y funcionaba mejor con unos ciento veinte esclavos, cuarenta bueyes y una gran casa en medio, rodeada de dependencias para los especialistas europeos y alojamientos para los esclavos. En estas propiedades, los esclavos, negros africanos, constituían la mejor mano de obra. A finales del siglo XVIII, según una encuesta británica acerca de la industria azucarera, «cultivar cuarenta hectáreas de caña cada año requiere el trabajo de por lo menos ciento cincuenta negros en el campo».[144] Los trabajadores blancos eran menos dóciles que los africanos, menos fuertes y se les consideraba menos aptos para las condiciones tropicales: «Se ha demostrado claramente que los países calientes no pueden cultivarse sin negros», escribiría en el siglo XVIII el metodista calvinista George Whitfield.[145] En 1848, un plantador y comerciante de azúcar británico, M. J. Higgins, diría en otra encuesta británica de la Cámara de los Comunes: «Según lo que he visto, el trabajo exigido a los esclavos de Cuba [léase “Brasil” después de 1570] habría resultado fatal para un europeo si se le hubiese exigido tal cantidad de trabajo en ese clima.»[146]
Se trataba de opiniones generalizadas, pero no eran sino mitos, pues son muchos los hombres blancos que han trabajado arduamente en climas calientes, incluso en cañaverales, en el sur de Estados Unidos y en Queensland, así como en Puerto Rico, Barbados y otras islas del Caribe. En el siglo XVIII, el ya citado informe británico sobre la industria azucarera preguntaba: «¿Sería posible cultivar con ganancia las islas de las Indias occidentales con el trabajo de europeos o de negros libres?» La respuesta fue: «Podría ser posible que negros libertados gradualmente cultivaran la caña y cuando se les hubiese enseñado la experiencia de ser pagados con dinero… y los europeos acostumbrados a cavar y cargar pesos, cuyo orgullo no se excitara e inflara por la posición de hombres sin protección legal y muy por debajo de su condición, también podrían cultivar muy bien estas tierras, salvo por el algodón, que requiere un trabajo que no puede compararse con el que requiere la caña…»[147]
En el Brasil de finales del siglo XVI no se disponía ni de trabajadores ni de esclavos blancos, aunque quizá se encontraran aún algunos esclavos eslavos o turcos en el Mediterráneo. En teoría, los esclavos chinos, de la India y de otras partes del este, representaban una alternativa, puesto que los portugueses podrían haberlos llevado de sus factorías orientales; sin embargo habría resultado demasiado costoso transportarlos y no se contaba con mucha experiencia ni en esta trata ni con estos hombres. En una ocasión se sugirió reclutar para las minas de plata de Potosí, en Perú, «chinos, japoneses y javaneses, que vienen de las islas Filipinas» y de los cuales se decía que eran «más domesticados que los negros y muy adecuados para toda clase de trabajo». En la Nueva España (México), dada la escasez de esclavos de África, usaron durante un breve tiempo las Filipinas como fuente de alguna mano de obra: era raro el galeón de Manila que, después de 1565, en su travesía habitual del Pacífico —de Manila a Acapulco—, no llevara un par de esclavos. Pero a los plantadores de Brasil no les interesaban: en su opinión los esclavos negros eran trabajadores y resistentes, sumamente adecuados. Su valor se reflejaba en costos relativos: veinticinco dólares por esclavo africano en 1572 y sólo nueve por indio.
Los negros también se mostraban responsables en puestos de autoridad en las haciendas pues muchos de ellos eran versados en agricultura y hasta en el manejo del ganado. Además, había otro detalle: el indio de la selva brasileña estaba acostumbrado a cazar, pescar y luchar; medio nómada, dejaba el cultivo (de mandioca sobre todo, pero también de tabaco, maíz y ñame) en manos de las mujeres; pero como soldado servía adecuadamente a los portugueses. Ahora bien, la cosecha de la caña de azúcar era laboriosa y repetitiva y los africanos, con su asombrosa reserva de resistencia y buen humor, resultaban mucho más eficaces en los cañaverales, y lo serían durante los tres siglos siguientes; las mujeres africanas, por su parte, eran buenas cocineras, enfermeras, amantes y nodrizas.
Por añadidura, a cualquier negro en un país extraño, reconocible tanto por sus rasgos como por su color, y a menudo ignorante del idioma de los portugueses, podía mantenérsele aislado con facilidad.
La región de Brasil donde se dieron estos importantes cambios fue el nordeste, en las dos capitanías septentrionales de Pernambuco y Bahía; esta última fue la capital de la colonia desde 1549, el principal puerto y un centro azucarero de creciente importancia. El Recôncavo, una hermosa franja de tierra de unos cien kilómetros de largo y cincuenta de ancho, detrás de la bahía de Todos los Santos, era la zona más preciada para los ingenios; allí el más enérgico de los gobernadores del siglo XVI, Tomé de Sousa, construyó un ingenio para la Corona. La empresa más próspera, sin embargo, era probablemente el Enghenho (ingenio) Sergipe, creado por el más eficaz de los sucesores de Sousa, Mem de Sá, en la costa norte de la bahía. En 1661, los jesuitas establecieron su propio ingenio cerca de allí, y otras órdenes religiosas no tardaron en imitarlos.
Aquí se inició esa extraña sociedad resumida en Brasil con el término bagaceira, o sea, una vida centrada en el bagazo, los desperdicios de la caña, descrita con brillante romanticismo en Las mansiones y los esclavos de Gilberto Freyre: «la casa grande» hecha de lodo y cal, cubierta de paja o baldosas, con galerías a los lados, tejados inclinados para resguardarla de las lluvias tropicales y del sol, a la vez «fortaleza, banco, cementerio, hospital, escuela y casa de la caridad», todo ello rodeado, al menos en el siglo XVI, de una empalizada, como protección contra los indios salvajes.[148]
Los hombres y mujeres responsables de este primer auge azucarero mundial vivían bien. Se ha hablado mucho de la opulencia de los plantadores del viejo Brasil, de la plata y la fina porcelana —compradas a los capitanes que regresaban del este— con que adornaban sus mesas, de las puertas con cerraduras de oro, de las enormes piedras preciosas que lucían las mujeres, de los músicos que daban vida a los festines, de las camas cubiertas de damasquino, y del ejército multicolor de esclavos siempre a mano. Estas fortunas se debían al azúcar, y el azúcar se debía a la esclavitud africana, pero no por eso eran menos reales.
De estos primeros ingenios de Brasil, unos cuantos pertenecían a judíos conversos. No exageremos; en 1590 de unos cuarenta propietarios de la región de Babia que hemos podido identificar, doce eran al parecer cristianos nuevos. Sin embargo, según la Inquisición, en 1618 de treinta y ocho, veinte lo eran. Algunos de ellos probablemente seguían practicando el judaísmo: en los años noventa del siglo XVI, el Santo Oficio descubrió una sinagoga en una plantación a orillas del río Matoim, muy cerca de Bahía, si bien los inquisidores eran verdaderos expertos cuando se trataba de encontrar lo que querían hallar. Lo más importante es que estos conversos mantuvieron el contacto con otros de otros lugares, sobre todo en Amsterdam y en el propio Brasil; el más famoso, Diogo Lopes, el llamado conde-duque de Brasil, nunca dejó de ser sumamente influyente, pese a incontables denuncias de la Inquisición.
No sorprende que en 1618 volviera a usarse el término «una nueva Guinea», pero esta vez para referirse al nordeste de Brasil.[149]
Estas plantaciones precisaban cuantiosas inversiones. No obstante, también en esto debemos tener sentido de las proporciones: a finales del siglo XVI, la trata, a través de los impuestos por esclavo y demás, reportaba a la Corona doscientos ochenta mil cruzados, pero el comercio oriental de Portugal proporcionaba dos millones de cruzados.
La trata española, en la última época en que España y Portugal estuvieron solos en el Nuevo Mundo, sufrió numerosos trastornos. Así, en los años sesenta del siglo XVI el país sufrió un colapso económico. Tanto la Corona como los mercaderes, los tratantes y los comerciantes en plata se arruinaron. Un desastre siguió a otro. Se incendió un buque mercante propiedad de Jorgess que transportaba ropa para el Nuevo Mundo; hubo otras pérdidas en el mar, y éstas perjudicaron mayormente a Jorgess. Luego, la Corona decidió no reconocer sus deudas y, puesto que Felipe II había pedido prestado tanto dinero a tanta gente y había pagado tan pocos intereses, muchos hombres importantes perdieron todo lo que poseían. La trata hacia el imperio se detuvo de golpe. Entre 1566 y 1570 sólo nueve barcos recibieron licencia para ir a África y transportaron apenas mil trescientos esclavos. Algunos siguieron llevando esclavos en la corta travesía desde África a las Canarias, pero también eran pocos. En Cartagena de Indias el precio de los esclavos alcanzó el fabuloso precio de sesenta mil maravedís por cabeza.
A fin de salvar algo del desastre del que él mismo era en parte responsable, en 1568 el rey Felipe II trató de llegar a un acuerdo con su primo y aliado, Sebastián, monarca de Portugal: éste o sus agentes suministrarían dos mil esclavos por año a los mercaderes españoles del archipiélago de Cabo Verde, idea propuesta ya cuarenta años antes por Alonso de Parada. El objetivo era doble: proporcionar mano de obra a los plantadores de las Indias occidentales y obtener ingresos seguros de las licencias que otorgaría. No obstante, esto no interesaba a los portugueses y las condiciones de los únicos mercaderes que se ofrecieron, Jimeno de Bertendona y Jerónimo Ferrer, resultaban inadecuadas. De modo que en los años setenta del siglo XVI la trata española a la América española continuó siendo floja. Así, entre 1571 y 1575 sólo dieciséis barcos españoles obtuvieron licencia para tratar en África y de éstos, cuatro fueron directamente a Guinea; casi todos los demás fueron, como se había hecho hasta entonces, a Santiago, una de las islas de Cabo Verde. En total transportaron poco más de dos mil esclavos. El rey empeoró la situación al imponer una capitación para todos los esclavos de América. A finales de esa década la Corona española sólo otorgó licencia a dos barcos para la trata en África o el archipiélago de Cabo Verde y su carga no sobrepasó los trescientos esclavos.
En 1576 otro banco quebró, el que dirigía Pedro de Morga, y con él otros mercaderes sevillanos, como Alonso y Rodrigo de Illescas y los hermanos Sánchez Calvo, todos relacionados con el comercio americano, sobre todo en oro y plata, aunque algunos comerciaban con mercurio, lino, cochinilla y esclavos.
La demanda de esclavos africanos, sin embargo, no decayó. Los plantadores de Perú, por ejemplo, querían usar negros de forma regular. Algunos banqueros genoveses todavía sacaban beneficio de la trata, aunque la Corona prestó oídos sordos a las sugerencias que le hacían los virreyes y otros personajes en el sentido de que debían asignar africanos a la construcción de puentes en los territorios de clima tropical donde los indios del altiplano no resultaban eficaces. El virrey de Perú, el resuelto e implacable Francisco de Toledo, trató de compensar la escasez de mano de obra obligando a todos los negros libertos, los mulatos y los españoles sin empleo a trabajar en las minas de plata de Potosí, abiertas en 1545, o en las de mercurio de Huacavelica, abiertas poco después. Sin embargo fracasó, pues los africanos negros no sobrevivían en la elevada altitud de Potosí.
En 1580 los funcionarios españoles en Perú y en México ya habían concluido que el único modo de satisfacer el apetito que la madre patria tenía de metales preciosos consistía en usar mano de obra negra africana.
Después de 1580, la diosa de la Fortuna se compadeció de Felipe II. El linaje real de Portugal terminó y el rey Felipe compró, heredó y conquistó el país (según su propia descripción). Sofocó con facilidad una protesta patriótica y aunque él los gobernó, ambos reinos siguieron separados. Él, o más bien el Consejo de Indias, unificó la política del comercio, sobre todo en lo relativo a la trata. Además, España se apoderó del fuerte de Arguin, la factoría portuguesa más antigua de África.
No es posible subrayar demasiado el provecho que reportó a España esta asociación, pues, gracias a la burocracia y a la perseverancia, en los años ochenta de ese siglo ya había garantizado la seguridad de su colosal imperio. Castilla controlaba casi toda la plata del mundo, así como una gran parte del índigo, el tabaco, la cochinilla y las maderas usadas para teñir procedentes de las Américas. Después de 1580, gracias a la subordinación de Portugal, la Corona española dominó también el comercio internacional, los mayores yacimientos de oro del mundo, la producción de sal marina, pimienta y especias de las Indias orientales y, por Brasil, casi todo el azúcar. Ahora uno de sus principales objetivos consistía en imponer un embargo al comercio de otros países, en particular el de Holanda e Inglaterra y gran parte de la historia de los siguientes sesenta años tuvo que ver con esta empresa finalmente estéril.
El rey Felipe II decidió suministrar esclavos a las Indias, incluyendo las españolas, a través de los experimentados mercaderes portugueses y, por tanto, firmó contratos con dos de ellos, Juan Bautista de Rovelasco, un importante capitalista de familia flamenca, y Francisco Núñez de Vera, para que llevaran esclavos de Santo Tomé a ciertos puertos del Nuevo Mundo. Más tarde, en 1587, contrataría a Pedro de Sevilla y a Antonio Mendez de Lamego, ambos conversos, residentes de Lisboa, que ya habían comerciado con esclavos para la Corona portuguesa; el contrato les obligaba a transportar cada año un número concreto de esclavos a las Indias españolas, normalmente quinientos, aunque a veces más, desde sus tres principales puertos de venta, o sea, Santiago de las islas de Cabo Verde —si bien Francis Drake la saqueó en 1585 y lo mismo hizo Anthony Shirley (egresado del All Souls College de Oxford, espía y traidor) en 1596—, Santo Tomé —aún próspera pese a la destructiva revuelta de esclavos de 1574— y Luanda —que al ser más remota resultaba más segura y que en el siglo siguiente suministraría más africanos a las Américas que cualquier otro lugar (un ochenta y cuatro por ciento de los enviados entre 1597 y 1637, según un cálculo).
Aunque Sevilla y Mendez de Lamego podían comerciar por su cuenta, debían vender licencias a quienes las pidieran. Su posición era de inmenso poder, puesto que ya contaban con un contrato similar para llevar esclavos a Brasil. Convinieron, además, en regalar al rey cada año dos de los mejores esclavos negros, que el monarca podía dar a quien quisiera. Se creó un subcomité del Consejo de Indias, de una Junta de Negros, de una comisión mixta del Consejo de Indias y del Tesoro para resolver cualquier problema relativo a la trata que pudiera surgir; solían estar compuestos por nobles poderosos o funcionarios conocidos en otros sectores de la administración para los cuales esta actividad suponía un útil ingreso adicional.
A consecuencia de ello, la trata con destino al imperio español y al imperio portugués se revigorizó. Era muy necesaria, o al menos eso parecía, según se desprende de un informe que en tono familiar envió al rey ya en 1570 fray Diego de Salamanca, obispo de Puerto Rico (donde había unos once ingenios azucareros); en él decía que la causa más importante de la decadencia de la isla era la falta de esclavos.[150] Pero la producción de azúcar de la Nueva España, aunque nunca tan importante como la de Brasil, se desarrollaba a buen ritmo; así, en 1600, en el ingenio de los jesuitas en Xochimalcas, cerca de Guanajuato, trabajaban doscientos esclavos. La maquinaria utilizada en estos ingenios era considerable: en 1610, en una plantación, la Santísima Trinidad, también en la Nueva España, propiedad de un tal Hernández de la Higuera, había no sólo una casa grande de dos pisos, una capilla y un molino, sino también una dependencia con seis calderas y dos refinerías, atendidos por doscientos esclavos; se calculaba su valor en setecientos mil pesos, una suma enorme para la época. Casi toda la maquinaria procedía de la herética Holanda. A principios del siglo XVII la mitad de los negros de la hacienda de Tlaltenango habían nacido en ella, una tasa de reproducción, por cierto, que rara vez se repitió en la historia del azúcar del Nuevo Mundo.
Sevilla y Mendez de Lamego (entre cuyos socios parece que estaban los Médicis y los Strozzi de Florencia) se tomaron en serio su contrato de transportar al imperio tres mil esclavos en seis años, o sea quinientos por año, pero no pudieron cumplir con su compromiso.
En la última década del siglo XVI, al cabo de varios años de otorgar a mercaderes portugueses generosos contratos para transportar esclavos a su imperio, el rey impuso de nuevo el sistema de monopolios que tan infructuoso había resultado en su juventud para su padre, Carlos V. Como en el caso de éste, la decisión obedeció principalmente al deseo de ganar dinero. Ya se habían ideado varios modos de establecer nuevos contratos de monopolio; así, como ya se ha dicho, en 1552, el rey pensó en contratar a Fernando Ochoa para que llevara veintitrés mil esclavos a las Indias en el curso de siete años, a cambio del pago a la Corona de ocho ducados por cabeza. Sin embargo, Ochoa no lo hizo, en parte por la oposición de los mercaderes de Sevilla, que creían que ellos podrían, individualmente, cumplir mejor los términos. Entonces, en 1556, el famoso Manuel Caldeira, de Portugal, se hizo con un contrato para enviar dos mil negros a cualquier lugar de las Indias que quisiera, transportados en barcos portugueses o españoles. Otra razón por la cual la empresa no funcionó fue la alta cuota real, pues cada licencia equivalía a las dos quintas partes del valor de cada esclavo.
En 1595 la Corona por fin firmó un acuerdo de monopolio con Pedro Gomes Reinel, un mercader portugués que ya era el rey de la trata en Angola y que compró la licencia por cien mil ducados anuales durante nueve años. Convino en hacer arreglos para el transporte de cuatro mil doscientos cincuenta negros por año a las Indias españolas, de los cuales, según se estipulaba fríamente, tres mil quinientos debían ser entregados vivos. Vendrían directamente de África y no podían ser mulatos, mestizos, turcos o moros y por sus venas no debía correr sangre que no fuese africana. El rey se reservaba el derecho de otorgar otras licencias para el suministro de otros novecientos a mil esclavos. Así pues, el de Gomes Reinel no era del todo un monopolio y él también podía vender licencias, por treinta ducados, a otros mercaderes —en la práctica a casi todos los tratantes portugueses— que desearan participar en la trata, y no podía negárselo a nadie sin mostrarse poco razonable. No obstante, conservó para sí el monopolio del transporte de esclavos al nuevo puerto de Buenos Aires. Todos los barcos a los cuales vendía licencia habían de registrarse en Sevilla, Cádiz, las Canarias o Lisboa. Por cierto, Buenos Aires se presentaba como ciudad nueva que más que nada precisaba esclavos, como se ve en una triste carta dirigida en 1590 al rey por el superior de los franciscanos de aquella capital, en la que explicaba que los habitantes se creían tan pobres y necesitados que hasta araban y cavaban con sus propias manos, que tal era la necesidad de los colonos que sus propias mujeres e hijos traían el agua de beber del río, que debido a su gran pobreza las mujeres españolas, nobles y de alta alcurnia, cargaban el agua de beber en los hombros, como si se encontrasen en la más pequeña de las aldeas de España.[151] Lo que en su opinión tanto necesitaban era, por supuesto, esclavos africanos.
Si bien Gomes Reinel tenía el contrato, otros portugueses llevaban algunos esclavos desde Santo Tomé y el archipiélago de Cabo Verde. Además, debía pagar una multa de diez ducados por esclavo por cada licencia que no se usara. Sin embargo, esperaba ganar una fortuna, pues existía una enorme diferencia entre lo que había pagado por el contrato y la suma por la que podía vender las licencias por separado. Pero sus costos también eran elevados, pues debía pagar a agentes en España, África y las Indias, hacer regalos o sobornar a los funcionarios reales del imperio y debía satisfacer impuestos. Para colmo había muchos trámites que realizar; así, por ejemplo, durante la vigencia de su contrato todas las licencias para barcos y cargamentos debían expedirse, en teoría, en Sevilla, y el registro final de los buques debía llevarse a cabo en Bonanza, pequeño puerto del Guadalquivir vecino de Sanlúcar de Barrameda.
Gomes Reinel, el primer tratante importante de la nueva etapa, era probablemente un converso; parece haber sido más un típico cortesano que un mercader, uno de los pocos portugueses que hablaban y escribían perfectamente el castellano. Por otro lado, era tan audaz que había arruinado fríamente al banquero Cosme Ruiz Embite al cobrarle un préstamo contratado en la trata.
En todo caso, al principio pareció que había resuelto el problema del suministro de esclavos a las coronas española y portuguesa y durante los años de vigencia de su monopolio, la trata autorizada desde África alcanzó un nuevo y alto nivel, pues ciento ochenta y ocho barcos recibieron licencia. De éstos, más o menos la mitad (noventa) fueron a Guinea y de allí transportaron más de veinticinco mil esclavos, o sea cinco mil quinientos por año. En esta época, la Corona española, sin duda impresionada por la experiencia de los portugueses, hizo una famosa concesión a los plantadores de caña del imperio, es decir que aceptó que los ingenios no fuesen garantía para el cobro de deudas o hipotecas impagadas. Este «privilegio de ingenios» duró varios siglos, casi tanto, de hecho, como el propio imperio español.
Por supuesto, hubo una sustanciosa trata de contrabando, sobre todo entre los puertos caribeños. Numerosos barcos viajaban directamente desde África al Caribe sin registrarse en Sevilla —aunque a veces navegaban en dirección noroeste para abastecerse de agua en las Canarias—, y no contaban con la protección de la Corona española. Algunos capitanes de barcos de esclavos y de buques de la armada (incluyendo algún que otro almirante) introducían esclavos de contrabando en pequeños puertos secundarios, como La Habana, Puerto Rico, Saint-Domingue y Jamaica. Por añadidura, los capitanes siguieron transportando más esclavos de los que registraban (y, por tanto, por los que pagaban impuestos) y vendían donde podían los no declarados. Así, en 1574 Diego Rodríguez, patrón de la carabela San Sebastián, llevó hasta cuatrocientos esclavos desde Cabo Verde y sólo tenía ciento cuarenta y cinco licencias. Tanto los buques de la armada como los de cargo reclutaban africanos en Guinea en calidad de criados de camarote y los vendían en las Américas. En ocasiones los capitanes registraban barcos pequeños y los cambiaban por unos mayores en los que pudiesen llevar más esclavos. Los funcionarios de los puertos y hasta los virreyes solían hacer la vista gorda ante estas infracciones, a condición de sacar también ellos provecho, y Luis de Velasco, virrey de México en 1591, creía que, en lugar de apoderarse de los esclavos transportados ilegalmente, las autoridades debían limitarse a cobrar los impuestos debidos.
En 1600 Gomes Reinel murió y su contrato se transfirió a João Coutinho, a la sazón gobernador de Angola, con vigencia hasta 1609. Era igual que el de su predecesor, salvo que cualquiera que incumpliera las estipulaciones tendría que pagar una multa de cien mil maravedís, dos tercios de los cuales irían al contratista. No se permitiría participar en la trata a ningún extranjero y Rodrigues Coutinho debía vender abiertamente las licencias tanto en Lisboa como en Sevilla. Además, a fin de conservar el contrato de la trata de Angola, debería construir fuertes en lugares como las minas de sal de Kisama y en Cambambe (ambos muy en el interior) y en la Bahía de Vacas, en Benguela, muy al sur.
Este nuevo monopolista era un aristócrata, oriundo de Santarem, caballero de la orden de Cristo de Enrique el Navegante, y residía en Madrid, donde era miembro del Consejo de Portugal de Felipe II. Era uno de los pocos tratantes portugueses de la época que no fueran conversos, y varios de sus hermanos y hermanas eran frailes y monjas. Cuando fue nombrado gobernador de Angola, se había llevado dos mil quinientos caballos para las tropas que ayudaban a apaciguar la zona tras la muerte de Dias. También había vivido en Elmina y Panamá, colonia que, como bien sabía, necesitaba esclavos negros para el transporte de mercancías a través del istmo. Rodrigues Coutinho invirtió todo el dinero que ganaba con la trata en intentar completar la conquista de Angola, misión que le tenía obsesionado.
Cuando murió, en 1603, muy arriba en el río Coanza, persiguiendo la victoria —que siempre le eludía— contra el reino de Ndongo, el contrato de la trata pasó a manos de su hermano Gonzalo Vaz Coutinho, quien en vida de Joño había sido responsable de gran parte de las transacciones y era también caballero de la orden de Cristo, además de haber sido gobernador de la isla de San Miguel en las Azores. Siendo un hombre de intereses diversos, ofreció desarrollar las minas de cobre cerca de Santiago de Cuba; para ello se llevó hasta allí a doscientos cincuenta colonos castellanos y a novecientos esclavos y pidió ser nombrado adelantado (comandante militar) de Cuba y gobernador de Santiago, Bayamo y Baracoa y que el cargo lo heredaran tres generaciones de sus descendientes. Esta última y extravagante sugerencia hecha por un aventurero portugués no se aprobó.
En el primer cuarto del siglo XVII el número total de esclavos exportados de África probablemente se acercara a los doscientos mil, de los cuales unos cien mil fueron a Brasil, más de setenta y cinco mil a la América española, doce mil quinientos a Santo Tomé y unos pocos centenares a Europa. Por tanto, la media anual debió de ser de unos ocho mil.[152]
La población africana de la Nueva España empezaba a parecer dominante en la mayoría de las grandes ciudades en las que residían europeos, y superaba a la mestiza. Los negros eran también importantes en todas las minas y dominaban en las plantaciones de caña e ingenios azucareros, sobre todo en cargos de supervisión. De hecho, en 1600 el rey Felipe III prohibió la mano de obra de los indios en las plantaciones y, puesto que no había suficientes esclavos africanos, esto equivalía a mostrar que estaba en contra de las empresas en la Nueva España.
La Casa de la Contratación en Sevilla, cuya insistencia burocrática era digna del siglo XX, estaba decidida a garantizar que todas las importaciones, incluyendo la de seres humanos, entraran en el imperio a través de Cartagena de Indias o de Portobelo, donde contaba con representantes. Esto no hacía sino alentar un considerable contrabando en el que participaba con entusiasmo la mayoría de funcionarios reales, algo de lo que se quejó al rey Francisco Salcedo, obispo de Santiago de Chile; esta gestión episcopal podría explicar por qué en 1622 la Corona estableció una aduana en Córdoba, a seiscientos kilómetros de Buenos Aires, tierra adentro.
En aquellos años África no se limitó a ser un mero socio silencioso en el suministro de esclavos a los dos distantes imperios europeos. Un ejército moro que el sultán de Marraquech envió por la gran ruta de caravanas occidentales derrocó, en la batalla de Tondibi, al gran imperio songhai, hecho que tuvo consecuencias inconmensurables para la trata internacional. A pesar de su victoria, el control bereber (moro) no era firme, ni siquiera en las grandes ciudades songhai de Gao y Timboctú, y dadas las disputas intestinas, el triunfo de los pachás no fue completo. El resultado fue que, independientemente de la creciente demanda europea, la disponibilidad de esclavos en el interior del continente aumentó cada vez más. Quizá los triunfadores de la batalla de Tondibi se limitaran a apresar a mil doscientos negros y a hacerse con cuarenta cargas de camello de polvo de oro, pero a partir de entonces la trata sahariana se intensificó.
Durante estos años en la costa de África occidental y como consecuencia de la trata atlántica, los pueblos pescadores del estuario del Níger empezaron a convertirse en ciudades-Estado con una economía basada en la venta de esclavos a los europeos. Se dice que en una expedición a la costa en pos de presas, un famoso cazador, Alagbariye, encontró en Nigeria el lugar donde ahora se halla Bonny y, advirtiendo las posibilidades que éste presentaba para el comercio, llevó allí a su pueblo, como se supone que Huitzilopochtli, el dios guerrero mexicano, vio en Tenochtitlán el emplazamiento ideal para su ciudad. Todo esto hizo que en el siglo XVII los pueblos del delta del Níger se convirtieran en importantes mercados de esclavos, aunque nunca lo fueron tanto como Angola o Congo. En Bonny y en las ciudades-Estado había poco espacio para los hombres libres y en ellas abundaban los esclavos, y no sólo para los europeos.
Algunas de estas ciudades, empezando por Bonny, pero también la Antigua Calabar y Warri, así como Bell Town y Aqua Town, en los Camerunes, acabaron siendo poderosas monarquías y también había algunas fuertes repúblicas como la Antigua Calabar y Brass. No obstante, el poder de los monarcas de Bonny siempre fue limitado: «Aunque en muchos aspectos parecen ejercer un poder absoluto, sin la contención de principios fijos», escribió un capitán inglés de barco de esclavos, «se les puede describir más bien como jefes de un gobierno aristocrático. Esto se manifiesta en que tienen una cámara de discusiones [consultas] que ellos presiden, pero cuyos miembros, los grandes jefes y los grandes hombres… se reúnen y se les consulta en todo asunto de vital importancia para el Estado».[153]
La importación de esclavos africanos a Europa y las Canarias llegaba a su fin, debido a que la elevada tasa de natalidad del siglo XVI satisfacía las demandas de mano de obra en España, Italia y la Francia meridional; cuando en el siglo XVII la población disminuyó, la economía de dichos países se encontraba en malas condiciones. Los plantadores de caña de Brasil podían permitirse esclavos negros mientras que los nobles de Lisboa podían hacerlo cada vez menos. Sin embargo, en el siglo XVII todavía se encontraban esclavos indios (de América) en Portugal, que en 1620 quizá alcanzaran una cifra total de más de diez mil, es decir un seis por ciento de la población total de ciento sesenta y cinco mil. En esta misma época, en el Algarve la población esclava tal vez llegase al diez por ciento. En 1600, Cataluña y la costa mediterránea de España seguían importando esclavos como resultado de las razias desde el mar a ciudades árabes y las autoridades de esta costa española se preocupaban por la constante huida de los esclavos a Francia. Sin embargo, esto cambió en el curso del siglo XVII, pues los moros ganaban más a menudo las batallas navales que los españoles. En Sevilla la población del barrio negro de San Bernardo creció y la parroquia tuvo que dividirse en dos, dando como resultado un nuevo barrio, San Roque, cuya iglesia terminó de construirse en 1585. Acaso aquí, como antes en Portugal, se alentara deliberadamente durante un tiempo la procreación de los negros; en todo caso, parece que al menos en Palos Jos amos trataban de convencer a las esclavas de que tuviesen hijos cada dos años.
Entretanto, en Sevilla, Tomás de Mercado, fraile dominico que de joven estuvo en México, hizo otra firme declaración en contra de la trata. Escribió una relación del comercio entre España y el Nuevo Mundo. Conocía, gracias a su observación personal, las miserables condiciones en que transportaban a los esclavos en los barcos. De modo que podía mostrarse más directo de lo que habían sido de Soto y otros. En su Tratos y contratos de mercaderes, publicado en Salamanca en 1569, aceptaba abiertamente la esclavitud como institución, reconocía también que a lo largo de la historia los prisioneros de guerra habían sido esclavizados y hasta creía que los esclavos estaban mejor en las Américas que en África. Sin embargo, también describía gráficamente el modo en que tantos seres eran secuestrados o engañados, sin importar que los secuestradores y quienes les engañaban fuesen generalmente africanos; señaló que el elevado precio que pagaban los europeos impulsaba a los monarcas africanos a atacarse entre sí y hasta convencía a los padres para que vendieran a sus hijos, en ocasiones por despecho. Los barcos de esclavos que cruzaban el Atlántico estaban tan abarrotados que sólo el hedor mataba a muchos: ciento veintinueve esclavos habían muerto, decía, la primera noche de una travesía reciente. De nada servirían, añadía, las normas oficiales acerca de la carga de esclavos, como las que habían intentado dictar los portugueses, de modo que, debido a la indulgencia respecto a la trata destinada a las Américas, los hombres incurrían automáticamente en pecado mortal, y aconsejaba que quienes en Sevilla, como Jorgess y otros distinguidos mercaderes, participaban en la trata, hablaran de inmediato con su confesor.[154]
Esta severa amonestación no causó efecto y el Arenal de Sevilla siguió lleno de barcos que partían hacia las islas de Cabo Verde, cuando no hacia el África continental.
Unos años después, Bartolomé Frías de Albornoz, abogado oriundo de Talavera que había emigrado a México, fue más lejos que Mercado, en su Arte de los contratos, publicado en Valencia en 1573. Fue el primer profesor de Derecho civil en la Nueva España y ahora se le considera el «padre de los juriconsultos mexicanos», paternidad que ciertamente ha tenido una numerosa progenie. En su libro ponía en duda que a los prisioneros de guerra se les pudiera esclavizar legalmente. A diferencia de Mercado, creía que a ningún africano le suponía un beneficio vivir como esclavo en las Américas y que el cristianismo no podía justificar la violencia de la trata y el secuestro. Obviamente, declaró, los sacerdotes eran demasiado perezosos para ir a África y actuar como auténticos misioneros.[155]
Evidentemente, estas dudas planteadas precisaban una respuesta y ésta llegó en forma de revelación. Un dominico, fray Francisco de la Cruz, informó a la Inquisición en Lima de que un ángel le había dicho que los negros eran cautivos por justicia a causa de los pecados de sus antepasados y que, debido a esos pecados, Dios les había dado su color. Explicó que los negros eran descendientes de la tribu de Aser —sin duda se refería a Isacar—, eran tan guerreros e indómitos que trastornarían a todos si se les permitía vivir en libertad.[156]
Pero un jesuita, frei Miguel García, opinaba como Frías de Albornoz. Al llegar a Brasil en 1580, uno de los primeros miembros de su orden en ese dominio, se horrorizó al ver que la Sociedad de Jesús poseía africanos que, según creía, habían sido esclavizados ilegalmente. Decidió negarse a oír la confesión de quienes poseyeran esclavos africanos y él y un colega, frei Gonçalo Leite, regresaron a Europa para protestar, pero ya no se oyó hablar de ellos. En 1580 el historiador Juan Suárez de Peralta, sobrino político de Hernán Cortés, expresó un punto de vista similar. Se preguntó por qué nadie abogaba por los africanos negros cuando tantos lo hacían por los indios. No había más diferencia entre unos y otros, señaló con sensatez, sino la de que unos eran de color más oscuro que otros.[157] Su libro, sin embargo, al igual que la Historia de las Indias en que Las Casas decía algo semejante, no se publicó hasta el siglo XIX.
También el obispo portugués del archipiélago de Cabo Verde, frei Pedro Brandão, lanzó un feroz ataque contra la trata a finales del siglo XVI. Trató de ponerle fin y propuso que se bautizara y manumitiera a todos los negros.
Estos dispares desafíos a la antigua institución pararon, como los demás, en oídos sordos. España, y con ella Portugal, iniciaba una época muerta, desde el punto de vista intelectual, en la que se daba por supuesto que había de conservarse el statu quo. La era de la aventura había terminado y aún no había llegado la de la atenta filantropía considerada. Ya existía la imprenta, si bien no era un medio de comunicación general. La Inquisición condenó el libro de Frías de Albornoz por considerarlo indebidamente perturbador y, de todos modos, no podía esperarse que algo escrito en un monasterio dominico, por muy importante que fuese, lo leyeran los mercaderes a orillas del mar y de los ríos.
No obstante, gracias a estas denuncias aisladas la Iglesia puede, con mayor credibilidad de la que se le suele reconocer, presentarse como precursora del movimiento abolicionista. A lo largo del siglo XVII la Congregación para la Doctrina de la Fe en Roma continuó recibiendo cartas de protesta acerca de la trata por parte de capuchinos, jesuitas y obispos.
Quizá Mercado y Frías de Albornoz no hallaron eco, pero sí tuvieron sucesores. Así, a principios del siglo XVII, un jesuita llamado João Álvaras escribió —en privado, claro— que «personalmente creo que los problemas que sufre Portugal se deben a los esclavos que conseguimos injustamente de nuestras conquistas y en las tierras en las que comerciamos».[158] Fray Alonso de Sandoval, un jesuita, gran viajero español nacido en Sevilla pero criado en Lima, hizo algunas preguntas embarazosas en su obra Naturaleza… de todos los etíopes, publicada en su ciudad natal en 1627. Concluyó que la esclavitud era el cúmulo de todos los males. En 1610 había escrito a frei Luis Brandão, rector del recién fundado Colegio de Jesuitas en Luanda, preguntándole si los esclavos que había visto en Brasil habían sido obtenidos legalmente o no. La respuesta de Brandão fue ambigua: «… ha habido padres eminentes en las letras en nuestra orden [y] nunca consideraron este comercio ilícito… Nosotros y los padres de Brasil compramos estos esclavos sin escrúpulos… si a alguien se le puede aceptar que no tenga escrúpulos es a los habitantes de estas regiones, pues, ya que los mercaderes que traen a esos negros lo hacen de buena fe, los habitantes pueden muy bien comprarlos sin escrúpulos a estos comerciantes y estos últimos… pueden venderlos». A continuación, advirtió a Sandoval que: «He comprobado que ningún negro dirá nunca que lo han obtenido lícitamente… con la esperanza de que se le liberte», y añadió: «En las ferias en donde se compran estos esclavos, hay siempre algunos conseguidos ilegalmente, porque fueron robados o porque los gobernantes de su tierra ordenaron que fueran vendidos por ofensas tan insignificantes que no se merecen el cautiverio; pero son pocos y buscar, entre los diez o doce mil que salen de este puerto cada año, a los pocos capturados ilícitamente es imposible…»[159] Sandoval publicó esta carta, pero, cosa sorprendente, el intercambio parece haber convencido grosso modo a los jesuitas de la legalidad de la trata.
La única consecuencia tangible de estas discusiones fue la decisión tomada por Felipe III, rey de España y Portugal, de ordenar que en todos los barcos viajaran sacerdotes.
Pese a la desatención oficial de las críticas a la nueva trata de negros, cuesta no creer que hacia 1600 no hubiese suficientes voces hostiles dentro de la Iglesia católica como para hacer que la trata se diera por terminada en la siguiente generación, más o menos, de no ser porque los protestantes del norte de Europa se introdujeron también en el negocio, como veremos en el siguiente capítulo.
En estos años hubo, asimismo, algunos indicios de que la institución de la esclavitud no se aceptaba como algo permanente. En 1571, por ejemplo, el Parlement de Burdeos declaró que «todos los negros y los moros que un mercader normando [probablemente de Honfleur] ha traído para venderlos deben ser manumitidos. Francia, la madre de la libertad, no permite ningún esclavo».[160] Poco después, un esclavo que viajaba entre Génova y España con su amo fue liberado en Tolosa, pues se suponía que cualquier esclavo que entrara en esta ciudad quedaba automáticamente libre. Jean Bodin, el filósofo de la soberanía, estuvo presente en esta ocasión y utilizó lo que vio para apoyar su alegato, publicado en sus Six livres de la République, de que un soberano todopoderoso podía abolir la esclavitud.[161] Pese a todo, las decisiones de Burdeos y de Tolosa no fueron sino incidentes aislados de escasas consecuencias. Dijera lo que dijera Bodin, la esclavitud persistió esporádicamente en Francia y los franceses pronto demostrarían que, si encontraban el modo de hacerlo, estarían más que dispuestos a participar en la trata internacional.
En el siglo XVII, en la propia África occidental hubo una única expresión de incertidumbre acerca de la trata. Así, Ahmed Baba, un antiguo esclavo capturado por moros en la gran batalla de Tondibi, se asentó como abogado en Tuat, una gran ciudad con mercado en el África septentrional. Algunos de sus admiradores le abordaron, indignados por el creciente número de «ébano» que pasaba por sus oasis en la trata sahariana. Cierto, su preocupación no era la trata en sí, sino la posibilidad de que en estos caravasares hubiera algunos «hermanos» musulmanes. Ahmed Baba redactó un estudio en el que concluyó que la esclavitud era permitida si a los esclavos se les capturaba en una guerra justa, pero que a todos se les había de preguntar, antes de esclavizarlos, si estaban dispuestos a aceptar el islamismo.[162] Si la respuesta era afirmativa, se les debía liberar. Así que un hombre manumitido podría suponer en 1620 que el islam era una fe más tolerante que el cristianismo.