Por el amor de Dios, dadnos un par de esclavas como limosna, porque gastamos lo poco que tenemos en muchachas a sueldo.
Una abadesa a la reina
de Portugal, en el siglo XVI
Las transacciones de los portugueses en la periferia de África occidental a comienzos del siglo XVI han de verse en una perspectiva continental. Para entonces, el tráfico de esclavos africanos hacia Europa o las Indias era pequeño en comparación con el floreciente tráfico a través del Sahara. En 1518, cuando Carlos V concedía a su amigo Gorrevod una licencia para cuatro mil esclavos, el gran emperador de los songhai, en el Níger Medio, ofrecía un regalo de mil setecientos esclavos al jeque Ahmed Es-Segli, cuando éste se instaló en Gao, en una curva río arriba. La mayoría de esclavos negros que se compraron en Sicilia, en el siglo XVI, eran bornus, de lo que es ahora Nigeria, a los que llevaron a África del norte a través del Sahara. Sólo a finales del siglo XVI declinó este tráfico transahariano, cuando mercaderes y monarcas por un igual comenzaron a sucumbir a las tentaciones atlánticas.
Pero ya en el segundo cuarto del siglo XVI se embarcaban probablemente unos cuarenta mil desde África a América o a Europa y a las islas atlánticas, tal vez unos mil seiscientos al año; entre 1550 y 1575 la cifra pudo llegar a sesenta mil o sea, casi dos mil quinientos al año. El Viejo Mundo era todavía el importador principal de estos esclavos africanos, hasta alrededor de 1550, si se incluye la isla de Santo Tomé, que recibió unos dieciocho mil esclavos entre 1525 y 1550. A las islas del Atlántico norte fueron unos cinco mil, y siete mil quinientos a Europa. Probablemente sólo doce mil quinientos fueron a la América hispana y unos pocos al Brasil. Pero a muchos de los esclavos de Santo Tomé los trasladaron eventualmente al Nuevo Mundo, y después de 1550, el principal mercado del tráfico atlántico fue sin duda alguna la América hispana, un imperio que entre 1550 y 1575 recibió, al parecer, el doble de lo que había recibido en el anterior cuarto de siglo, o sea, veinticinco mil. Santo Tomé, que entonces todavía disfrutaba de gran prosperidad azucarera, pudo recibir una vez más dieciocho mil, pero, de nuevo, a muchos de ellos se los llevaron de allí hacia el oeste, pues fue para entonces cuando Brasil empezó a interesarse de veras por la trata, de modo que en el tercer cuarto de siglo recibió acaso diez mil africanos, ya que habían comenzado a plantar allí caña de azúcar a gran escala.
Europa, con unas compras probablemente no superiores a dos mil quinientos esclavos en el cuarto de siglo posterior a 1550, y las islas del Atlántico con una cantidad similar, iban retrocediendo. Se mandaron todavía al Nuevo Mundo unos pocos esclavos moros, pero la Corona hizo lo posible por impedirlo, con el argumento habitual de que, como eran musulmanes, resultarían intratables.[110]
La Corona española, entretanto, alentaba cuanto podía a quienes deseaban llevar esclavos al Nuevo Mundo. En 1531 un decreto de Castilla permitía hacer préstamos en condiciones ventajosas a los colonos que quisieran comprar esclavos para establecer molinos de azúcar.
Los portugueses se encargaron de la mayor parte de los envíos desde África, a cargo de una serie de mercaderes emprendedores, que seguían la tradición de Marchionni o Noronha, y que siempre obtenían licencias para la trata.
Durante esta época, la del Alto Renacimiento en Europa, quedó fijado el modelo para la historia entera de la trata atlántica. Primero, el intercambio —o en algunos pocos casos, el secuestro—, de los esclavos, a cargo de capitanes portugueses en los estuarios de alguno de los ríos de la costa africana occidental. Estos hombres, en navíos de un centenar de toneladas, llevaban su cargamento de esclavos, oro y otras mercancías, a algún importante depósito portugués de África: Santo Tomé, Santiago, en Cabo Verde, o Elmina, cuya importancia descendía gradualmente. Todas estas colonias estaban bien establecidas, sus huertos y viveros incluían ahora arbustos y árboles frutales del este y del oeste: ñames, naranjos, tamarindos, cocos, plátanos del este, y piñas, boniatos, cacahuetes, papayas y sobre todo maíz (que tardó en hacerse popular) del oeste; más tarde llegó de Brasil el moderno alimento básico de África, la mandioca o maní. Pese a lo establecido acerca de ellos, los mulatos o lançados medio portugueses, medio africanos, que seguían en la Guinea superior y en las costas de Senegambia, aumentaron en número y en riqueza, y acabaron siendo aceptados formalmente y a regañadientes por la Corona, pero con la aprobación de la Iglesia, pues su existencia parecía confirmar que era posible la conversión de África. Los lançados, algunos de ellos de origen español, griego y hasta indio, eran todavía los únicos extranjeros instalados de modo permanente en África.
Muchos de los viajes de los esclavos no eran directos. Así, algunos pasaban primero por Santo Tomé o Elmina, para que los llevaran luego a Santiago, en Cabo Verde, donde los vendían, acaso, a otros mercaderes, entre ellos algunos españoles, especialmente de las Canarias. Irían después a Lisboa o Sevilla, a Madeira o las Azores, o bien los conducirían directamente a través del Atlántico, en buques portugueses o, a veces, españoles, hasta puertos importantes del imperio, como Cartagena, en lo que es ahora Colombia, o Portobelo en Panamá, y de allí a Perú o a Santo Domingo, La Habana en Cuba, y Veracruz en México. A finales del siglo XVI era corriente la ruta directa de Santo Tomé al Brasil o, todavía más incierta, hacia una nueva pequeña colonia española en el Río de la Plata, Buenos Aires. Los reyes del azúcar en el Brasil de las postrimerías del siglo XVI empezaban a pedir directamente, al otro lado del Atlántico meridional, los esclavos del Congo que necesitaban. Varios de estos plantadores se asociaban para enviar una pequeña flota de, pongamos por caso, seis navíos, a través del sur del océano, lo que les permitía obtener esclavos a un precio inferior al que deberían pagar si los compraban a mercaderes del Brasil.
Algunos esclavos de las Américas procedían de África oriental, donde el fatalmente romántico rey Sebastián de Portugal soñaba con fundar un imperio africano comparable a los dominios españoles de la Nueva España y de Perú.
La monarquía del Benin había dejado de ser un serio proveedor de esclavos. En 1553, el factor real de Santo Tomé prohibió todo comercio portugués con ese reino, aunque algunos capitanes lusos siguieron navegando por el río Benin y comerciando ilegalmente. Pero, cosa más importante, los mercaderes del todavía próspero Santo Tomé habían trabado amistad, en el cercano río Forcados, con un nuevo pueblo, el de Ode Itsekiri, cuyos jefes se convirtieron, a la vez, en entusiastas cristianos y ardientes tratantes de esclavos.
Los capitanes portugueses no sólo llevaban la mayoría de los esclavos a Cabo Verde, Santo Tomé o Europa, sino que transportaban también a muchos esclavos españoles, a través del Atlántico, para venderlos en Cartagena o Veracruz. También se encontraban tratantes portugueses en el virreinato del Perú. La mayoría de las ventas eran de uno o dos esclavos, con un máximo de diez a veinte, pero, en su conjunto, el número total aumentaba constantemente.
Puede encontrarse alguna información sobre el origen geográfico de los esclavos de la América española en el inventario de los bienes de Hernán Cortés hecho en 1547. Cortés era propietario de ciento sesenta y nueve esclavos indígenas y sesenta y ocho esclavos negros de muchos lugares: gelofes (wolof, en Senegambia), mandingos (Malinke en el valle del Gambia), branes (Bram, en Guinea-Bissau), Biafra y hasta Mozambique. Muchos eran negros ladinos, es decir, que hablaban español y habían nacido en España o pasado algún tiempo en este país. Cincuenta y seis de esos esclavos trabajaban en el molino de azúcar de Cortés en Oaxaca, al sur de México. En cierto modo, resulta sorprendente que no hubiera más negros en este inventario, pues en 1542 Cortés había contratado en Valladolid con el mercader genovés Leonardo Lomellino el envío de quinientos negros, una tercera parte mujeres, de las islas de Cabo Verde, al precio de setenta y seis ducados cada uno; puede que uno de los agentes de Cortés vendiera el excedente de esclavos en el mercado mexicano.[111] Si todo esto hace del gran conquistador un tratante de esclavos es cosa que queda al juicio personal del lector.
Orígenes geográficos similares pueden leerse en los registros notariales, algo posteriores, de esclavos en Lima y Arequipa; sugieren que el ochenta por ciento (mil doscientos siete) habían nacido en África y el resto venían de España, de padres esclavos africanos, desde luego. Como los de Cortés, las tres cuartas partes procedían de «Guinea de Cabo Verde», es decir, Guinea-Bissau y Senegambia, pero había algunos del Congo y cinco de Mozambique.
A mediados del siglo XVI, el tratante más importante de Portugal era Fernando Jiménez que, si bien tenía su base en Lisboa, contaba con parientes cercanos en Italia y en Amberes. El reformador papa Sixto V apreciaba tanto sus servicios que, a pesar de los antepasados judíos de Jiménez, concedió a éste el derecho de emplear su propio apellido, Peretti. Sus descendientes figuraron entre los mayores comerciantes de África, en especial, al cabo del tiempo, de Angola. Se le acercaban en riqueza e influencia otro cristiano nuevo, Emanuel Rodrigues, y su familia, de la cual formaba parte Simón, una figura principal en el comercio de Cabo Verde. Otro converso en la trata fue Manuel Caldeira, que tuvo sus días de gran fortuna en los años sesenta y que llegó a ser gran tesorero del reino. En Lisboa, a mediados del siglo XVI había sesenta o setenta comerciantes de esclavos, aunque sólo tres a gran escala parecen haber seguido en la trata hasta los años setenta: Damião Fernandes, Luis Mendes y Pallos Dias. A mediados del siglo, Clenard no sólo se percató de que se acogía con alegría el nacimiento del hijo de un esclavo, sino también de que algunos amos alentaban a las mujeres esclavas a tener hijos, «como hacen con las palomas, con el fin de aumentar las ventas, sin que les ofendieran en nada las procacidades de las muchachas esclavas».[112] Lo mismo vio Giambattista Veturino, cuando visitó el palacio del duque de Bragança en Vila Viçosa, pues dijo que a los esclavos se les trataba «como en Italia se trata a las caballadas», con el fin de crear tantos esclavos como fuera posible y venderlos a treinta o cuarenta scudi cada uno.[113]
En esta época aparecieron, por primera vez, cierto número de mercaderes de esclavos españoles de importancia. El mercado era abierto, no había monopolios y el imperio español absorbía más esclavos que el portugués. Desde luego, los españoles seguían comprando a los portugueses, aunque a veces llevaban a través del Atlántico, en sus propios navíos, a los esclavos que habían conseguido. En los años cincuenta se contaban una treintena de buques españoles con licencia para navegar hacia África, pero solían ir a comprar a Cabo Verde y no más allá. Los que quebrantaban la ley y trataban de comprar en Guinea eran pocos y muy espaciados en el tiempo. Uno que financió una expedición a tierra firme africana sufrió un descalabro, pues los marineros, que pensaban comprar esclavos a tratantes musulmanes, se encontraron esclavizados por los mismos.
Entre los comerciantes de esclavos de Sevilla había cristianos nuevos, como en Lisboa. En los años 1540 destacaba Diego Caballero, converso de Sanlúcar, que comenzó a hacer su fortuna en La Española, en 1510, y la aumentó mucho cuando fue a Sevilla. En la capilla del Mariscal, de la catedral de Sevilla, pueden verse retratos suyos y de su hermano Alonso (probablemente el mismo Alonso Caballero que fue «almirante» de Hernán Cortés en Veracruz); el propio Diego ofreció a la catedral estos retratos, obra del pintor entonces de moda Pedro de Campaña (Pieter de Kempeneer).
En los años cincuenta la más destacada familia mercantil sevillana era la de los Jorges, también conversos. Álvaro fundó esta dinastía en los años treinta, y sus hijos Gaspar y Gonzalo y luego sus nietos Gonzalo y Jorge, continuaron el negocio. Poseían cinco buques que hacían regularmente el viaje Sevilla-Cabo Verde-América. Durante un tiempo se les consideró el consorcio mercantil más poderoso en el comercio entre España y América, que abarcaba la cera, las telas, el mercurio (para su empleo en las minas de plata), el vino y el aceite de oliva, así como esclavos. Algunos de esos productos procedían de sus haciendas en Cazalla de la Sierra (el vino) y Alamedilla (el aceite), al norte de Sevilla y cerca de Granada, respectivamente. Resulta irónico que esos cristianos nuevos solían llamar «negros» a sus rivales, cristianos viejos, de sólidas familias castellanas, sin ni una gota de sangre judía en sus venas. Parece que los Jorges nunca se recobraron de uno de los préstamos obligados que la Corona imponía a los mercaderes de Sevilla al regreso de América; en este caso, les cobraron la vasta suma de un millón ochocientos ducados de oro, a un interés anual de sólo el tres por ciento.
Los cristianos viejos también se dedicaban a la trata, en Sevilla. Ahí estaban, por ejemplo, Juan de la Barrera, mencionado en el capítulo anterior, Rodrigo de Gibraleón, que, como Barrera, se interesaba por las perlas además de los esclavos, y su hijo Antonio, agente suyo en Nombre de Dios, donde permaneció hasta 1550, año en que murió su padre. Los dos comenzaron su vida de traficantes de esclavos como mercaderes de indios capturados en los «lucayos» o en Venezuela. Entre 1560 y 1570 el primer mercader de la ciudad era probablemente Juan Antonio Corzo, de origen italiano (aunque no descendía de la vieja oligarquía sevillana de Génova); hizo su fortuna en Perú, vendiendo lino, aceite, azafrán e incluso esclavos; ya rico, regresó a Sevilla, donde se estableció en 1558, cuando ya poseía una red de factorías, todas ellas dirigidas por miembros de su familia; en 1566 su fortuna se evaluaba en treinta y un millones de maravedís.
En 1568, Pedro López Martínez había sobrepasado en fortuna a Corzo, dedicándose principalmente a los esclavos, aunque no desdeñaba otras mercancías, como mercurio, lino, vino y cochinela. Con Gaspar Jorge y Francisco Escovar, se comprometió en los años 1570 a proporcionar un centenar de esclavos para construir la fortaleza de La Habana, la famosa La Cabaña, más tarde escenario de muchas desgracias y no todas relacionadas con prisioneros negros.[114]
Mucha otra gente se introducía en la trata sevillana en esa época. Estaba de moda. Por ejemplo, el famoso doctor de origen genovés Nicolás de Monardes compró participaciones en navíos de esclavos. Como de costumbre, había mercaderes italianos metidos en el negocio, además de Corzo: Juan Fernando de Vivaldo y Germino Cataño de Génova y Sevilla, Tomás Marín (Marini) de Sanlúcar, Leonardo Lomellino, y también Girolamo y Giovanni Battista Botti, de Florencia, el último de los cuales era acreedor de Hernán Cortés. Estos mercaderes eran más o menos respetuosos con la ley, puesto que pagaban el impuesto establecido por esclavo embarcado. Pero los capitanes o propietarios de los buques a menudo ocultaban esclavos no declarados, y así se transportaron muchos más esclavos que los indicados por las cifras oficiales. Muchos capitanes llevaron a través del Atlántico cargamentos de esclavos sin registrar y los vendieron con mucho beneficio. Tampoco se respetó la ley de 1526 que prohibía la importación de esclavos nacidos en España. Las fuertes multas no impedían esta y otras ilegalidades, y al cabo de un tiempo hasta hubo almirantes que llenaron sus navíos con esclavos, tanto que no era raro que la primera línea de cañones quedara sumergida cuando arribaban a los puertos del Nuevo Mundo.
Había, desde luego, más esclavos africanos en Portugal que en cualquier otro país europeo. En 1539 se vendieron en Lisboa doce mil esclavos negros, muchos de ellos, es cierto, para su exportación posterior a España. En 1550 Lisboa tenía diez mil esclavos residentes para una población de cien mil personas libres, y Portugal debía contar probablemente más de cuarenta mil. En 1535 Clenard escribió que «en Évora me pareció que me habían llevado a una ciudad en el infierno, pues en todas partes sólo encontré a negros». Añadió que cuando un caballero de Évora salía a caballo le precedían dos esclavos, un tercero llevaba la brida, un cuarto estaba disponible para frotar la piel de la montura, y otros esclavos llevaban el sombrero, las zapatillas, la capa, los cepillos y el peine del dueño.[115]
A menudo se compraban esclavos casi para decoración, como siguió haciéndose en Europa hasta el siglo XVIII. Pero los esclavos africanos prestaban todavía servicios mucho más valiosos en el Portugal del siglo XVI. El rey Juan III, padre del imperio brasileño, tenía un esclavo negro como bufón, la fundición naval empleaba a negros esclavos y lo mismo hacían las cocinas y los jardines del palacio.
En aquellos días, diríase que Portugal parecía una verdadera Babilonia. Los virreyes portugueses del este enviaban esclavos de donde podían, algunos de Malaca, otros de la China. Cuando, en 1546, el lisboeta Baltasar Jorge d’Evora redactó su testamento, dejó dos cautivos de Gujarat —en la India— y dos chinos, uno de los cuales era sastre y el otro procedía del viejo mercado genovés de Kaffá en Crimea. En 1562, Maria de Vilhena, de Évora, emancipó por testamento a diez esclavos, uno de los cuales era chino, tres indios del Nuevo Mundo, dos moros, uno blanco de Europa oriental, uno negro, uno moreno y uno mulato.
Toda familia acomodada de Andalucía, a principios del XVI, tenía cuando menos dos esclavos, negros, blancos, moros, africanos, de preferencia los primeros. Cuando se lee que el conquistador Juan Ruiz de Arce llevaba, ya retirado en Sevilla, una vida lujosa, gracias a su fortuna peruana, «rodeado de caballos y esclavos», podemos estar seguros de que los últimos eran africanos y no americanos.[116] En 1565, Sevilla contaba con más de seis mil esclavos, entre unos ochenta y cinco mil habitantes, con más negros que bereberes o «esclavos blancos» (el siete por ciento de la población, comparado con el nueve por ciento de Lisboa). Las autoridades sevillanas trataban de mitigar la dureza de la vida de los esclavos permitiéndoles reunirse en fiestas para cantar y bailar, y tener su propio mayoral para protegerlos y, de ser necesario, defenderlos ante los jueces. La iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles estableció un hospital para negros, que recibió muchas donaciones, por ejemplo del duque de Medina-Sidonia, uno de los dos principales nobles de la ciudad. Los negros libres tenían su propia hermandad religiosa.
La venta de esclavos se anunciaba abiertamente en las calles. Se les empleaba en la cocina, de porteros, amas de cría y cargadores, criados, camareros y escoltas cuando sus amos iban a caballo, e incluso para entretener con sus cantos y bailes. A veces se trataba a los esclavos mejor que a los sirvientes libres. La vida religiosa de los esclavos interesó a algunos de sus amos, y era habitual bautizar a los hijos de los esclavos domésticos. Las esclavas eran a menudo confidentes de sus amas, como se ve en algunas comedias de Lope de Vega, tal Amar, servir y esperar; eran celestinas en amores (como en las comedias romanas de Plauto). Incluso ocurrió que se los enterrara con la familia de los amos.
A mediados del siglo XVI se encontraban esclavos africanos en las minas de plata de Guadalcanal, al norte de las propiedades de los Jorges en Cazalla de la Sierra. El monasterio franciscano de Las Cuevas, en Sevilla, donde se guardó el cadáver de Colón durante treinta años, empleaba a africanos para cuidar sus hermosos jardines.
Algunos propietarios de esclavos los alquilaban y vivían de ello. Muchos de estos esclavos trabajaban de estibadores en los muelles sevillanos, en las fábricas de jabón que daban fama a la ciudad, o en graneros públicos, mientras que otros se ganaban un sueldo como cargadores, vendedores callejeros o portadores de sillas de mano, en imprentas o en talleres de espadería, hasta como agentes de mercaderes. Algunos sirvieron en la policía municipal.
Con frecuencia se burlaban de los negros en las calles, pero éstos alternaban fácilmente en la sociedad; no estaba prohibido el matrimonio entre blancos y negros, las relaciones sexuales eran frecuentes y en Sevilla se les recibía como miembros de la Iglesia. Destacados negros libres, como Juan Latino, que afirmaba ser por nacimiento de sangre real etíope, participaron en la vida intelectual de Andalucía. Varios mulatos se distinguieron, como el pintor Juan de Pareja y el renombrado abogado Leonardo Ortiz. Algunos oficios, sin embargo, prohibían el ingreso de los negros.
Ya en la segunda mitad del siglo XVI hay indicios, en el sur de España, de lo que podría llamarse la trata al revés: el esclavo criollo —es decir, nacido en el imperio y traído a España— se hizo popular. En la comedia de Lope Servir a un señor discreto, vemos a Elvira, la ingeniosa doncella de doña Leonor, hija de un mercader con negocios en el Nuevo Mundo. Los mercaderes ricos de las Américas, como el padre de Leonor, a menudo se traían de las colonias a sus esclavos. Don Álvaro, en la novela de Castillo Solórzano La niña de los embustes, tuvo que volver de Lima a Sevilla y se trajo sus cuatro esclavos negros.[117]
A veces esos esclavos criollos podían ganarse la libertad en Castilla, en cuyo caso incluso se les permitía regresar a América, como le ocurrió en 1538 a Ana, una esclava emancipada de la familia Pineda. Los archivos de la Casa de Contratación prueban la existencia de varios negros y negras libres decididos a ir a buscar trabajo en el Nuevo Mundo, donde nacieron esclavos.
Dada la continuada existencia en las islas Canarias de una importante producción de azúcar —había en ellas siete molinos—, es comprensible que el modesto comercio de esclavos bereberes continuara durante todo el siglo XVI; los buques transportaban un promedio de ciento cincuenta esclavos en cada viaje, procedentes de las costas comprendidas entre los cabos designados en los tratados hispano-lusos, aunque en 1556 navíos portugueses llevaron a Lisboa a un grupo de canarios que habían tratado de comprar esclavos en Arguin. Las Palmas fue un mercado de esclavos, tanto negros como bereberes, de cierta importancia; se vendían a Sevilla y Cádiz con un beneficio de casi el ciento por ciento. También se enviaban desde las Canarias a las Indias esclavos africanos, aunque en número reducido.
La institución de la esclavitud sobrevivió en otras partes de Europa. En 1538, un griego comprado como esclavo por un italiano que lo llevó a Francia recibió la libertad selon le droit commun de France. En realidad, esta frase expresaba una piadosa esperanza pero no la realidad, pues cuando, en 1543, Khaïr-er-din Barbarroja, almirante del califa Selim I, llegó a Marsella como aliado de Francisco I, llevaba consigo esclavos capturados en una incursión en Reggio di Calabria, y los puso a la venta; no le costó encontrar compradores.
Génova, deseosa de evitar la presencia de demasiados africanos en la ciudad, estableció reglas contra la venta de esclavos, pero en una ley de 1588, que fijaba cómo debían dividirse los bienes de los naufragios, todavía se hablaba de los esclavos como mercancía frecuente. En 1606, un viajero florentino decía que no era necesario salir al extranjero para comprar esclavos, porque podía encontrar muchos, a precio módico, en su propia ciudad.
Las condiciones eran siempre más duras en el Nuevo Mundo que en Europa, porque los amos de esclavos solían sentirse inquietos y con menos experiencia. Además, el rey de España había reformado las leyes de Alfonso X el Sabio, las «Siete Partidas» que daban a los esclavos libertad para casar con quien quisieran, cosa que no se concedía a los del Nuevo Mundo. Los abogados estaban ya hartos de las complicaciones que acarreaban los matrimonios entre esclavos negros e indígenas libres. Empezaban a verse africanos en todas partes, como pescadores de perlas en Nueva Granada, como cargadores del puerto en Veracruz, como mineros en los nuevos yacimientos de plata de Zacatecas, y hasta como vaqueros en el Río de la Plata; buscaban oro en Honduras, Venezuela y Perú, y en todas las ciudades ejercían de herreros, sastres, carpinteros y criados. Había esclavos africanos al servicio de virreyes y de obispos, lo mismo que de comerciantes privados en talleres donde se les explotaba, para fabricar tejidos, y en los campos, mientras que las esclavas eran criadas de plantadores, amas de cría, amantes o prostitutas. La pauta consistía siempre en asignar a los esclavos negros la tarea más difícil y dura.
Podemos vislumbrar lo que estos primeros africanos norteamericanos hacían, en los años iniciales de la conquista de México, por ejemplo en los talleres textiles que surgieron a finales de los años 1530, primero en la ciudad de México, luego en las nuevas ciudades de Los Ángeles (Puebla, hoy), y Antequera (Oaxaca, hoy) y Valladolid (en Yucatán), para compensar la escasez de tejidos traídos de la madre patria. Algunos de estos pequeños talleres empleaban a indios, pero desde el principio se preferían los esclavos negros; éstos ayudaron también en la agricultura, como en el valle del Mezquital, al norte del valle de México, donde el grupo más importante de inmigrantes, ya en los años 1530, se componía de esclavos africanos. Fueron los primeros en trabajar con los rebaños de ovejas y luego en las minas de Ixmiquilpan y de Pachuca.
El primer trabajo de estos americanos africanos solía ser el pastoreo, labor en la que se mostraban tan activos que enfurecían a los indígenas, que nada sabían de animales domésticos. La brutalidad era lo normal, y a menudo los africanos intimidaban y hasta mataban a indios de los pueblos; a un indio que acudió a defender a su esposa, atacada por un africano, lo ataron a la cola de un caballo, que lo arrastró hasta la muerte.
Otros informes sobre los primeros africanos en el Nuevo Mundo suelen ponerlos bajo una luz nada atractiva en relación a los pueblos indígenas. El bienintencionado juez Alonso de Zorita, por ejemplo, recordaba en su Relación de los señores de la Nueva España, que alrededor de 1560 vio a un gran número de indios llevando una pesada viga hacia una construcción; cuando se detuvieron a descansar, un mayoral negro recorrió su fila con un látigo de cuero propinándoles latigazos para darles prisa e impedir que descansaran; no lo hacía con el fin de ganar tiempo para algún otro trabajo sino simplemente por la mala costumbre de todos de maltratar a los indios; el negro golpeaba con fuerza y los indios estaban desnudos.[118]
Pero los indios dejaron bien claro que apoyaban la introducción de esclavos africanos. Así, en los años 1580, un grupo de indígenas dijo al virrey de México Álvaro Manrique de Zúñiga (primo de la segunda esposa de Cortés), que eran incapaces de trabajar en las plantaciones de caña y que este arduo y difícil trabajo era sólo para los negros y no para los flacos y débiles indios.[119]
La tendencia a declarar fuera de la ley la esclavitud de los indios en el imperio español, como resultado de la campaña de fray Bartolomé de Las Casas y oíros dominicos, estimuló, naturalmente, el comercio de esclavos negros. Lo dice bien claro una carta de Cristóbal de Benavente, procurador en el Tribunal Supremo de México, quien en 1544 escribió al rey que las minas de oro daban menos provecho debido a la falta de esclavos indios, y si el rey acababa aboliendo la esclavitud local, no habría más alternativa que permitir la entrada de negros en el país, por lo menos en las minas.[120]
Las plantaciones establecidas en Brasil y en el Caribe español comenzaban ya a tener las características de las empresas comerciales posteriores: más hombres que mujeres; obstáculos a los esclavos a que fundaran familias; trabajo excesivo, especialmente durante la cosecha; duros castigos por faltas leves; muertes debidas al mal funcionamiento de la maquinaria. Lo mismo cabe decir de las numerosas minas abiertas en el siglo XVI desde México a Perú.
Al parecer siempre había escasez de mano de obra. En 1542 el consejo de la ciudad de México pidió a la Corona, en Madrid, que en atención a la necesidad de esclavos en las minas y otros servicios, el rey otorgara licencia a cualquiera que quisiera traer esclavos a la Nueva España con que sólo pagara en el puerto el almojarifazgo, sin necesidad de obtener otras licencias, pues las disposiciones vigentes eran muy engorrosas.[121] No se accedió a esta petición, pues las licencias generales sin pago de tasas no formaban parte de las costumbres de la Corona española.
A mediados del siglo xvi Brasil había comenzado ya su larga carrera como productor de azúcar para el mercado europeo. Su iniciador fue el primer expedicionario portugués, Martim Afonso de Sousa, a quien el rey Juan III nombró para la capitanía de São Vicente, al sur de Río de Janeiro. Su principal inversión era en el engenho de São Jorge dos Erasmos, del cual era accionista junto con el alemán Erasmo Schecter, y que desde el comienzo administraron capataces alemanes y flamencos. Más importante aún era la capitanía del norte, en Pernambuco, donde Duarte Coelho, capitán del rey, informó que en 1550 funcionaban cinco molinos de azúcar. Uno de ellos, Nossa Senhora da Ajuda, era propiedad del cuñado de Coelho, Jerónimo de Albuquerque, llamado «el Adán de Pernambuco», que había ayudado considerablemente a establecer buenas relaciones con los habitantes de la región al casarse con una princesa tobjara y tomar como amantes a varias parientes de la misma.
Cierto que la principal mano de obra en estas plantaciones brasileñas de mediados del siglo XVI era todavía de indígenas, esclavos, pero aún no africanos o, cuando menos, no en gran escala. Los conquistadores consideraban esenciales los esclavos indios: «Si alguien viene a esta tierra y consigue tener a un par de ellos (aunque no posea nada más que pueda llamar suyo), dispone de un medio honroso (!) de sostener a su familia, pues uno de ellos pescará para él y el otro cazará y otros aún cultivarán y cosecharán lo que hayan plantado; de modo que no tendrá que gastar para alimentarlos ni para alimentar a su familia». Pero hacia 1570 ya se había extendido la desilusión acerca del trabajo indígena. Los capitanes portugueses buscaron esclavos fuera de sus capitanías, mas seguía habiendo escasez y Duarte Coelho escribió al rey, en 1546, que mientras en el pasado «cuando los indios estaban necesitados» solían trabajar por casi nada, ahora deseaban «cuentas y gorros de plumas y telas de colores, lo que uno no puede permitirse comprar para sí mismo». Un jesuita recordaba que en los buenos tiempos pasados algunas tribus vendían un esclavo (indio) a cambio de un escoplo.[122] Pero las cosas ya no eran así en 1570.
De este modo, poco a poco, en las nuevas ciudades del nuevo imperio empezaron a trabajar los esclavos africanos al modo como lo habían hecho durante cien años en Portugal, como criados, jardineros, cocineros, marineros y símbolos de riqueza, y finalmente en plantaciones, mientras que los colonizadores emulaban las actitudes de los portugueses de la metrópoli respecto a los africanos.
Todavía no era frecuente la crítica de la esclavitud y de la trata, en aquellos días. A fin de cuentas, la antigüedad seguía estando de moda. Miguel Ángel diseñaba un monumental «esclavo moribundo» (al parecer un eslavo), que ahora está en el Louvre, pero era evidente que le preocupaba menos la esclavitud que la mortalidad. Sir Tomás Moro había previsto la esclavitud, en su Utopía de 1516, pues la consideraba «un estado apropiado de la vida para cualquier prisionero de guerra, criminal y también para los pobres de otro país que se afanaran en trabajar».[123] Erasmo, amigo de Moro, no dijo nada sobre el tema y tampoco lo hizo Maquiavelo. ¿Cómo podía ser de otro modo? El culto y prudente papa León X, el más grande de los príncipes de la Iglesia del Renacimiento, señaló, ciertamente, respecto a la esclavitud de los indios, que «no sólo la religión cristiana sino la propia naturaleza claman contra el estado de esclavitud».[124] Pero León X no se refería a los africanos, y debía de haber en el Vaticano, para entonces, cuando menos uno o dos esclavos de la costa de Guinea.
Todavía más explícitamente interesado por los indios estaba el papa Pablo III (Alessandro Farnese), influido por otro fraile dominico dedicado a cuestiones humanitarias, fray Bernardino de Minaya. Pablo, en una carta a Juan de Tavera, arzobispo de Toledo, prohibía a los conquistadores del Nuevo Mundo que redujeran a esclavitud a los indios, y luego, en la bula Veritas Ipsa, proclamó la abolición completa de la esclavitud, afirmando con firmeza que todos los esclavos tenían el derecho de emanciparse a sí mismos; a los indios no se les debía privar ni de su libertad ni de su propiedad, ni siquiera si seguían siendo paganos. El castigo por no hacer caso de estas prohibiciones era la excomunión.
Esta declaración inquietó al emperador Carlos V, pues le parecía que el papa quería ejercer su autoridad en la esfera temporal. Pero era obvio que Pablo pensaba en los indios del Nuevo Mundo y no en los negros. De hecho, su siguiente bula, Sublimis Deus, de 1537, muestra que insistía meramente en que «los indios son verdaderos hombres», aunque hiciera la concesión, peligrosa para los dueños de esclavos, de que «todos son capaces de recibir las doctrinas de la fe».[125]
En el siglo XVI no se escribió ningún estudio serio sobre la esclavitud en la antigüedad. El primero parece ser el de Lorenzo Pignoria, de Padua, que en 1613 publicó De Servis et Eorum apud Veteres Ministeriis, referente a la vida urbana de los esclavos romanos, obra «no superada por su alcance hasta finales del siglo XIX»; pero no intentó sacar ninguna lección moral para su época.[126] Pignoria, sin duda, habría estado de acuerdo, con su contemporáneo Giles de Roma cuando éste recordaba en 1607 que Aristóteles había «demostrado» que algunas personas son «esclavas por naturaleza, y que es apropiado que tales personas se encuentren sujetas a otras», punto de vista que encontraba una aceptación general.[127]
El «olvido» de la dimensión africana de la esclavitud no se limitaba a la Iglesia de Roma. Cuando en 1525 algunos siervos de Suabia pidieron su emancipación, argumentando que Cristo había muerto para libertar a los hombres, Lutero se alarmó, pues no creía que el reino terrenal pudiera sobrevivir a menos que algunos hombres fueran libres y otros fueran esclavos.[128]
Con todo, a mediados del siglo XVI algunos escritores portugueses y españoles expresaron cierta inquietud. Los portugueses, que eran los mayores comerciantes de esclavos, trataron incluso de fijar las condiciones en que debían transportarse los esclavos. En 1513, un decreto limitaba el número de esclavos que podían transportarse en un buque, (haciéndose eco de una antigua ley genovesa). En 1519, otro decreto trató de fijar las condiciones en el breve viaje entre África y Santo Tomé, e insistió en que los capitanes mantuvieran huertos, en este último lugar, para alimentar adecuadamente a los esclavos antes de llevarlos a América; en consecuencia, los mejores esclavos debían retenerse para que trabajaran dichos huertos y cultivaran las provisiones para el futuro.
Hasta la Corona española intervino en favor de un mejor trato a los esclavos; en 1541, Carlos V exigió que se sujetara a los esclavos a una hora diaria de instrucción en los preceptos cristianos, y ordenó que no trabajaran los domingos ni fiestas de guardar, reglas que resultan sorprendentes, aunque se observaran raramente.
La famosa disputa de Valladolid, en 1550, entre Bartolomé de Las Casas, apóstol de las Indias, y el humanista Ginés de Sepúlveda, sobre el tema de cómo podía predicarse y promulgarse la fe católica en el Nuevo Mundo, fue juzgada por una comisión de quince notables. Entre ellos figuraba el teólogo dominico fray Domingo de Soto, de Segovia, el más distinguido de los discípulos del recién fallecido jurista Francisco de Vitoria, con el que vivió largos años en el monasterio dominico de Salamanca. Profesor en Segovia y en Salamanca, Soto sirvió a la Corona en el Concilio de Trento y se le considera, junto con Vitoria, como el creador del derecho internacional. Era también confesor de Carlos V. Se le pidió que hiciera un resumen del debate de Valladolid y en su documento apoyó a Las Casas. Pero, como de costumbre, no hubo ninguna discusión sobre los negros africanos.
Unos años después, sin embargo, en 1556, Soto publicó sus diez libros De Justicia et de Jure, en los cuales argüía que era injusto mantener en la esclavitud a quien ha nacido libre o que ha sido capturado con fraude o violencia, incluso si ha sido comprado legalmente en un mercado debidamente constituido. Al hablar de esto, Soto debió de pensar en los esclavos negros y moros, de los que sin duda había algunos en Salamanca. En el siglo XVII, el viajero Bartolomé Jory observa en Valladolid «la presencia de muchos esclavos negros». Las ideas de Soto fueron muy influyentes, andando el tiempo. Dedicó su obra al heredero del trono español. Pero, de momento, sus palabras sobre la esclavitud, escritas claramente en la más prestigiosa de las universidades españolas, apenas si provocaron alguna reacción.[129] Uno que, sin embargo, las escuchó fue Alonso de Montúfar, un dominico arzobispo de México, que en 1560 escribió al rey Felipe II que no conocía ninguna causa justa por la cual los negros tuvieran que estar cautivos, no más que los indios, pues se decía que recibían el Evangelio con buena voluntad y no hacían la guerra a cristianos. No parece que el rey Felipe le contestara.[130] Poco antes, cuando era todavía príncipe y no rey, había pedido a una comisión formada por un dominico, un cirsterciense y dos franciscanos, qué beneficios podían conseguirse concediendo a un banquero, Hernando Ochoa, licencia para llevar veintitrés mil esclavos a América, a ocho ducados cada uno. La discusión no abordó el tema de si era legal o ilegal tratar a los africanos de este modo, sino el de si un contrato tan voluminoso perjudicaría a otros mercaderes.[131]
Por la misma época, un capitán portugués y escritor militar, Fernão de Oliveira, también criticó la trata, en su Arte da Guerra da Mar. Su crítica constituye una anticipación del movimiento abolicionista, y hay que darle crédito por esta posición tan avanzada a su tiempo. Señalaba que los monarcas africanos que vendían esclavos a los europeos solían obtenerlos mediante el robo o librando guerras injustas, y ninguna guerra librada con el fin específico de capturar gentes y destinarlas a la trata podía ser justa. Oliveira denunció a sus paisanos por haber inventado un «comercio tan malvado» como el de «comprar y vender pacíficos hombres libres como se compran y venden animales», como si fueran, los tratantes, «matarifes de un matadero».[132]
La obra de Oliveira se publicó en 1555 en Coimbra, ciudad donde, unos años después, en 1560, un dominico español, Martín de Ledesma, escribió en sus Commentaria que todos cuantos eran dueños de esclavos obtenidos mediante engaño por los tratantes portugueses (los lançados, por ejemplo) deberían dejarlos libres inmediatamente, so pena de condenarse por la eternidad. Señaló también que los comentarios de Aristóteles acerca de hombres salvajes que vivían sin orden no podían considerarse, ni por asomo, aplicables a los africanos, muchos de los cuales vivían bajo monarquías normales.[133]
Estos argumentos no quedaron enteramente sin consecuencias en Portugal. La Corona trató de convencer a los tratantes para que no compraran esclavos capturados, pero la mayoría de las veces la distinción entre captura y guerra era difusa, y los tratantes continuaron sosteniendo que al comprar esclavos servían el interés superior de la humanidad.