El rey Fernando el Católico ordenó enviar doscientos africanos al Nuevo Mundo.
1519
Cristóbal Colón, el gran soñador, vivió una temporada en Madeira, la isla portuguesa con sus plantaciones y su numerosa población de esclavos. Se casó con la hija de Bartolomé Perestrello, un anciano conciudadano genovés, antaño protegido del infante Enrique y a la sazón gobernador de Porto Santo, la segunda isla en tamaño del archipiélago portugués. Colón había trabajado también de comprador de azúcar para los Centuriones, familia banquera genovesa, y había visitado Elmina, el puerto portugués en la costa de Guinea, probablemente hacia 1482, poco después de su fundación y diez años antes de su primera travesía del «verde mar de las tinieblas». Sin duda en las islas Canarias vio esclavos trabajando en las plantaciones de caña que tan bien conocía, así como en Sevilla y en Lisboa.
Colón era, pues, producto de la nueva sociedad atlántica tan dependiente del trabajo de los esclavos, e hizo patente su conocimiento de la trata de africanos en una carta dirigida a los Reyes Católicos en 1496, en la que señaló que, cuando se hallaba en el archipiélago de Cabo Verde, los esclavos se vendían a ocho mil maravedís por cabeza. De modo que no sería de sorprender que, en su primero o segundo viaje al Caribe, transportara algunos esclavos negros. Sin embargo, nada indica que lo hiciera, si bien se dice que Alonso Pietro, el piloto de su carabela preferida, la Niña, en la que regresó de su primer viaje, era mulato y también se ha dicho que un africano libre le acompañó en su segunda travesía, en 1493. En su tercer viaje al Caribe, Colón navegó vía Cabo Verde y cabe la posibilidad de que recogiera uno o dos esclavos en esta factoría. Se supone que algunos esclavos negros llegaron al Nuevo Mundo antes del fin del siglo XV, aunque tampoco existe ningún documento que lo pruebe.
Entretanto, en 1493, el papa Alejandro VI, sobrino del primer papa Borgia, Calixto III, dibujó una línea en el mapa del mundo con la que indicaba el límite de la zona de influencia de España y la de Portugal. Así, lo que un Borgia empezó, otro lo completó. La división del mundo establecida en el subsiguiente Tratado de Tordesillas tendría una influencia duradera en el mundo, si bien la línea trazada a doscientas setenta leguas de Cabo Verde fue causa de disputas hasta 1777.
Resuelto a fundamentar sus descubrimientos y, puesto que en el Caribe había poco oro, Colón envió desde Santo Domingo a su amigo florentino Juanotto Berardi, socio de Marchionni en Sevilla, el primer cargamento de esclavos que, según se sabe, haya cruzado el Atlántico en dirección oeste-este: indios taínos. Estos hombres y mujeres no eran nativos de La Española sino cautivos de otras islas que, por el simple hecho de que se le resistieron, Colón tomó por caníbales, si bien comían la carne de sus cautivos meramente para, según creían, apoderarse de su valor. De este envío, transportado a España por Antonio de Torres, no se supo más, aunque Torres regresó al Caribe y, al año siguiente, volvió a España con un cargamento, más numeroso, de cuatrocientos esclavos. (Torres, por cierto, era hermano de Pedro Torres, copero del príncipe Juan e hijo de Juan Velázquez, copero del rey, uno de los numerosos y prominentes miembros de la familia Velázquez, activa en la corte de España. Otro miembro prominente era Diego Velázquez, primer gobernador de Cuba). La mitad murió cuando los barcos entraron en aguas españolas; según Michele Cuneo, un genovés que viajaba con ellos, su muerte se debió al frío al que no estaban acostumbrados. Américo Vespucio, que todavía trabajaba para Berardi, recibió el resto. El rey ordenó que los vendieran en Sevilla el 12 de abril de 1495, pero al día siguiente fue anulada la venta, debido a las dudas acerca de la legalidad de la transacción. En opinión de Cuneo, no eran gentes hechas para el trabajo duro, sufrían a causa del frío y su vida no era muy larga.[73]
En 1496, el propio Colón regresó a España con treinta indios a los que esperaba vender como esclavos, cosa que hizo por mil quinientos maravedís cada uno, si bien la reina ordenó a Juan Rodríguez de Fonseca —joven diácono de buena cuna sevillana y ya su principal consejero en asuntos relacionados con las Indias— que retrasara la venta mientras no se aclararan sus implicaciones jurídicas. No obstante, a unos cuantos esclavos de estos cargamentos los pusieron a remar en los galeones reales. A finales de los años noventa del siglo, Colón pensaba enviar cuatro mil esclavos al año a España, lo que le supondría un ingreso de veinte millones de maravedís, según sus cálculos, a cambio de un gasto de apenas tres millones. El que Colón creyera que La Española continuaría proporcionando tantos esclavos a ritmo constante sugiere que la población indígena no había empezado a diezmarse de modo vertiginoso.
La trata de indios nunca alcanzó la dimensión prometida por Colón; sin embargo, en 1499, trescientos desilusionados inmigrantes españoles regresaron de La Española, cada uno con un esclavo como regalo de despedida de Colón. Esto irritó a la reina, quien, según se supone, preguntó, iracunda: «¿qué poder he otorgado al almirante para regalar vasallos míos?».[74] En 1500, los supervivientes fueron liberados y enviados de vuelta a casa, por órdenes de la reina.
Tres años después, sin dejar de repetir que no debían herir o capturar a ningún indio de sus dominios, decretó que podía lucharse contra ciertos indios «caníbales» y, de capturarlos, esclavizarlos como castigo por crímenes cometidos contra sus súbditos.[75] No sería ni la primera ni la última vez que dos asesores distintos ejercen influencia sobre un gobernante; obviamente, a la reina le habían hablado de la maldad de los antropófagos, de quienes se decía que no sólo se comían a sus súbditos sino que se resistían a las enseñanzas cristianas. La designación de «caníbales» sin duda incluía a los esclavos que Alonso de Hojeda y Américo Vespucio trajeron de las Bahamas en 1499 tras sus viajes de descubrimiento en la costa septentrional de Sudamérica. (Según Vespucio, «convinimos en capturar a los habitantes, llenar los barcos con ellos y regresar a España. Fuimos a ciertas islas, tomamos a doscientas treinta y dos personas a la fuerza y emprendimos viaje de vuelta a Castilla».[76] Doscientas sobrevivieron a la travesía y fueron vendidas en Cádiz). Cristóbal Guerra también capturó y mató a ciertos indios e indias en la isla de Bonaire y vendió muchos en Sevilla, Cádiz, Jerez y Córdoba, entre otros lugares.[77] Vespucio regresó con esclavos de su viaje por la costa de Brasil, y Cristóbal Guerra los vendió en Cádiz, Jerez y Córdoba. Un negro, Diego, fue grumete en el cuarto viaje de Colón pero no es evidente que fuese esclavo.
Entre quienes recordarían a estos «indios» en Sevilla estaba el futuro apóstol de las Indias, Bartolomé de Las Casas, cuyo padre había ido a La Española en el segundo viaje de Colón y regresó a España en esta época.
Paulatinamente, empezaron a verse esclavos negros en los nuevos dominios imperiales españoles. Sin embargo, esto sucedió sin fanfarria y por arranques. Así pues, un decreto de 1501 prohibía importar a las Indias esclavos nacidos en España, así como judíos, moros y judíos conversos. El propósito de ésta, la primera de numerosas prohibiciones castellanas en lo referente a las Indias que no se cumplieron, era evitar que gentes que ya conocían el idioma del imperio contaminaran a los nativos. No obstante, algunos mercaderes y capitanes obtuvieron permiso para llevar a las Indias esclavos ocasionales de entre la gran cantidad disponible en Sevilla y otras zonas de España. El primero de estos tratantes parece haber sido Juan de Córdoba, un converso rico, platero, amigo de Colón y luego de Cortés; en 1502 envió a La Española a un esclavo negro en compañía de otros agentes con el fin de vender mercancías en su nombre, ropa, sin duda. Con Luis Fernández de Alfaro, ex capitán de buques mercantes, Córdoba fundaría la Compañía de Yucatán, que comerciaba con los recién descubiertos dominios españoles, o sea, la Nueva España, es decir, México. Ambos eran amigos y aliados del conquistador Hernán Cortés. Entre otros mercaderes que, en 1502, obtuvieron licencia para la trata estaban Juan Sánchez y Alonso Bravo, también de Sevilla, ambos cristianos viejos, al parecer.
Ese mismo año enviaron al Caribe al gobernador-general, Nicolás de Ovando, eficaz y previsor, aunque también implacable e insensible. Se le ordenó obligar a los nativos de las islas a trabajar. «A causa de la mucha libertad que los dichos indios tienen» decían las curiosas instrucciones reales, «huyen o se apartan de la conversación y comunicación de los cristianos, por manera que no quieren trabajar y andan vagabundos mandé que compeléis y apremiéis a los dichos indios que trabajen, pagándoles el jornal que por vos fuere tasado; lo cual hagan y cumplan como personas libres, como lo son, y no como siervos, y haced que sean bien tratados los indios».[78] También le permitieron llevar consigo esclavos negros nacidos en poder de cristianos, o sea, en España y Portugal; y hemos de suponer que algunos llegaron, puesto que unos meses después, ya en Santo Domingo, el nuevo gobernador cambió de opinión respecto a ellos. Pidió que se suspendiera su importación, pues no sólo aprovechaban todas las oportunidades de huir sino que alentaban a los indios a rebelarse, y cuando, en 1504, la Corona española permitió diez años de comercio libre con La Española, exceptuó tanto la trata como el oro, la plata, las armas y los caballos, es de suponer que porque se precisaban en Europa.
El problema de si dar o no cabida a los esclavos africanos en las Indias persiguió a Ovando mientras tuvo en sus manos el gobierno general, hecho que acarreó más cambios de política. En 1504, por ejemplo, a Alonso de Hojeda se le permitió transportar al Caribe cinco esclavos blancos (musulmanes). En 1505 se permitió el envío de diecisiete esclavos negros a La Española, con la promesa de más; sin embargo, al año siguiente a Ovando se le ordenó expulsar a los esclavos bereberes y paganos.[79] En 1509, el doctor Diego Álvarez Chanca, un erudito médico real de Sevilla que había acompañado a Colón en su segundo viaje, siguió el ejemplo de Juan de Córdoba: también encomendó a un esclavo negro, Juan de Zafra, vender en el Nuevo Mundo mercancías en su nombre. Mientras tanto, en 1508, Ponce de León llevaba algunos africanos en su conquista de Puerto Rico; y dos años más tarde, Gerónimo de Bruselas —suponemos que era flamenco—, que fundía metales preciosos en esta isla, recibió permiso de importar dos esclavos negros para ayudarle en su trabajo.
Por cierto, parece que ya habían llevado al Caribe caña de azúcar, aunque en cantidades modestas; quizá lo hiciese Colón en su segundo viaje, en 1493. El caso es que ya en 1505 un colono llamado Aguilón la cultivaba en Concepción de la Vega, Santo Domingo; según Las Casas, la molía con ciertos instrumentos de madera con los que se obtenía el jugo.[80] Sin duda, fueron llevados desde Madeira o de las islas Canarias.
Poco después de que Ovando dejara la gobernaduría, en 1509 se produjo un cambio decisivo en la estrategia referente a los esclavos en el Nuevo Mundo. Diego Colón, hijo de Colón, amable e inteligente pero débil y poco previsor, le sucedió en el mando del «imperio», empresa que, si bien tenía pretensiones en la costa norte de Sudamérica, todavía consistía únicamente en La Española y Puerto Rico. Para entonces, la población indígena había caído en picado, menos por las enfermedades traídas por los europeos (la primera epidemia, de viruela, asoló las islas en 1518) que por la pérdida de fe en el futuro y por el trabajo extenuante a que se los sometía en las minas y en los campos. Fuera cual fuese la población indígena de La Española en 1492, en 1510 sólo quedaban unas veinticinco mil personas en condiciones de trabajar. Estos indios ya habían demostrado que no eran tan buenos trabajadores, ni mucho menos, como los negros africanos, muchos de los cuales ya se habían acostumbrado a los animales domésticos y, además, resistían mejor las enfermedades. Asimismo, los africanos trabajaban mejor con los caballos que los indios, pues al menos los mandingos, los fula y los wolof, contaban con una tradición ecuestre. Según un informe dirigido al rey en 1511, el trabajo de un esclavo negro equivalía al de cuatro indios. Las minas de oro, sobre todo las de Sierra Cibao y San Cristóbal, ambas en el centro de la isla, preocupaban a la Corona española. A finales de 1509, Diego Colón escribió al rey Fernando acerca de la escasez de mano de obra; le explicó que a los indios les costaba mucho romper las rocas donde se encontraba el oro.[81] El hecho irritó al rey, pues hacía poco, en mayo, le había dado carta blanca para importar todos los nativos que quisiera de las islas circundantes; podía secuestrarlos, por ejemplo, en las Bahamas, como se había hecho en otras ocasiones, colocarlos donde hicieran falta y repartir los demás, en La Española, según la costumbre que se había seguido hasta entonces.[82] Una sociedad comercial en Concepción equipó los barcos para que pudiesen llevar a cabo los secuestros. Sin embargo, los esclavos indios no constituían la solución del problema de la mano de obra en Santo Domingo, aun cuando su precio aumentó de cincuenta a ciento cincuenta pesos oro. Numerosos lucayanos, que así se llamaba a la sazón a los indígenas de las Bahamas, murieron en el viaje hacia La Española. Los secuestros efectuados en Cuba, isla que todavía no se había conquistado, no tuvieron mayor éxito. El único lugar de los territorios recién descubiertos donde los españoles no robaron esclavos fue la isla Margarita, pues querían que los nativos continuaran buceando en busca de perlas.
No era de sorprender, pues, que el rey Fernando autorizara en Valladolid, el 22 de enero de 1510, el transporte de cincuenta esclavos negros, los mejores y los más fuertes disponibles, para que trabajaran en las minas de La Española.[83] Tres semanas después, el 14 de febrero, en Madrid, el rey pidió a la Casa de Contratación —la nueva burocracia establecida en Sevilla para administrar las actividades marítimas españolas— que enviara otros doscientos esclavos, a la mayor brevedad posible, para que fueran vendidos en Santo Domingo, poco a poco, a quien deseara adquirirlos. Como los documentos firmados por el rey no especifican que debían ser africanos, en teoría los esclavos podían ser moros o guanches, no cabe duda de que se refería a africanos, pero africanos que ya vivían en Europa. A partir de entonces, se reglamentaría la venta de todos estos cautivos, así como un impuesto sobre la licencia (dos ducados por cabeza para la Corona). Como siempre, la reglamentación acarreó el contrabando. No obstante, la obligación de comprar esta licencia supondría una importante fuente de ingresos para la Corona.
Esto representó el comienzo del tráfico de esclavos a las Américas, que tuvo como aliciente el oro en La Española.
El rey Fernando no era hombre que vacilara acerca de la suerte de los esclavos o de la trata. Pese a los títulos de «Atleta de Cristo» y «Rey Católico» que le otorgó el papa Alejandro VI, era un político práctico, no un idealista. Como tal, Maquiavelo, contemporáneo suyo —según el cual, el rey había nacido para la fama y la gloria, para ser el primer rey de la cristiandad—, lo admiraba tanto como lo admirarían los carlistas españoles del siglo XX, uno de cuyos polemistas, Víctor Pradera, terminaría su descripción de lo que esperaba de un «nuevo Estado» con el vacío deseo de que semejase la España de los Reyes Católicos.[84] Fernando ya había deportado de su reino a elevado porcentaje de las poblaciones judías y moras y esclavizado gran parte de esta última; había dado el visto bueno a expediciones con el fin de esclavizar a los indios caribes, los «caníbales» del Caribe; a su desdichada hija Juana, demasiado sensible para ser una princesa conforme a la época, la trataba con gran dureza. Habría recordado la participación de los castellanos en la trata de Guinea durante la guerra contra Portugal en los años cuarenta del siglo XV y probablemente había utilizado algunos de los esclavos capturados en ella.
En realidad, en 1510, a Fernando le preocupaba menos el Nuevo Mundo que la conquista de Trípoli, en la que se había embarcado con el fin de evitar la amenaza de los piratas del Mediterráneo occidental. En su primera carta a Diego Colón, relativa a los esclavos, mencionó este compromiso. También le preocupaba que su segunda esposa, Germaine de Foix, nada popular por muy atractiva que fuese, no le hubiese dado un heredero varón. Fernando no habría dedicado mucho tiempo a pensar en la suerte de unos cuantos centenares de esclavos negros transportados, como sin duda creía que era el caso, de una parte de sus dominios a otra. Rodeado como estaba de esclavos, no habría visto motivo para no enviar a estos cautivos a las Américas. El año anterior se habían vendido en Valencia trescientos ochenta y dos esclavos musulmanes, la mayoría tras la conquista de Orán por el cardenal Cisneros; de hecho, la captura de esta ciudad supuso cierto número de esclavos judíos para los amos españoles. Además, también era posible encontrar en la España de la época esclavos «indios» y hasta algunos de Brasil, así como guanches.
Quien más influencia ejercía sobre el rey era el enigmático obispo y burócrata, virtual ministro de las Indias, Juan Rodríguez de Fonseca. A la sazón mitrado de Palencia, Fonseca tenía poderes para actuar de modo casi independiente en lo referente al nuevo imperio; protegido de la reina Isabel, pero enemigo de Colón y de Cortés, puso cuantos obstáculos pudo a las empresas innovadoras del Nuevo Mundo, sin por ello dejar de intentar sacar de esta parte del imperio cuanto dinero podía para la Corona. Culto e inteligente, pues había sido alumno en Salamanca del gran humanista Nebrija, alentó a numerosos artistas flamencos a instalarse en España. Maestro del detalle, con una asombrosa memoria, habría recordado que en 1496 la reina Isabel le había pedido que hiciera arreglos para que algunos de los indios taínos que Colón trajera de su segundo viaje remaran en los galeones reales; también habría recordado que muy pocos sobrevivieron; por experiencia personal en Sevilla —donde había sido arcediano antes de su vertiginosa ascensión—, sabría que los esclavos negros eran diferentes.
Resultaría necio considerar villano a este fiel funcionario, culparle por todo lo que no funcionó en las Indias españolas en los años siguientes al primer viaje de Colón. No obstante, mientras estuvo en el poder, fue muy flexible su interpretación de las instrucciones de la difunta reina, en el sentido de que sólo debía esclavizarse a los indios caníbales: la trata se aprobaba con sólo declarar que los caribes poblaban tal o cual isla.
Otras personas estuvieron implicadas en estas decisiones; por ejemplo, un secretario aragonés de Fernando, Lope Conchillos (su firma figura, junto a la del rey, en los dos documentos que aprobaban el envío de esclavos), un converso que trabajaba muy de cerca con Fonseca y que probablemente comprendió que la trata podría incrementar los ingresos reales y, tal vez, también los suyos. Después de todo, el rey de Portugal había ingresado dos millones de réis en 1506, gracias a los impuestos y los aranceles a que estaba sujeta la trata, y esto sin duda se sabía en la corte española.
Tanto Fonseca como Conchillos y también el rey de España tenían un interés directo en el envío de estos esclavos, puesto que, dos años más tarde, en un nuevo reparto llevado a cabo en La Española se harían asignar personalmente grupos de indios; esto significaba, de hecho —que no de derecho—, la concesión de tierras y minas, pues las propiedades en cuestión se hallaban principalmente en distritos donde se había hallado oro.
El funcionario principal de la Casa de Contratación, el piloto jefe, era ahora el imaginativo florentino Américo Vespucio, que tanto había viajado; debió aconsejarles en estos asuntos, pues conocía de primera mano los defectos de los indígenas del Caribe y justo un año antes había dado al arzobispo Ximénez de Cisneros consejos acerca de los gravámenes impuestos sobre el comercio con el Nuevo Mundo, acerca de si un único individuo debía administrar el envío de mercancías enviadas a las Indias o de si debía gravarse el comercio, caso de ser ilimitado. Todo esto acabaría afectando a los esclavos tanto como a los tejidos.
Un hombre al que habría agradado la decisión del rey y que tenía que ver con la ejecución de su política era el representante en Sevilla de Bartolommeo Marchionni, Piero Rondinelli, otro florentino, que sucedió a Juanotto Berardi como mercader más influyente de Sevilla. Para entonces poseía intereses en el comercio de azúcar de las Canarias, de seda, de terciopelo y de telas inglesas; además suministraba carne seca, ropa y esclavos a las Indias. Probablemente obtenía la mayoría de los esclavos en Lisboa, gracias a la licencia otorgada por Fernando a Marchionni: según un documento en el Archivo de Indias, para llevar a cabo el plan del rey se compraron en Lisboa cien esclavos negros y los enviaron a Diego Colón en Santo Domingo, donde éste debía organizar su venta. Cien más viajaron directamente desde Sevilla en el Trinidad, uno de los barcos que formó parte de la expedición encabezada por Diego Nicuesa, conquistador que se perdió en el mar, cerca de las costas de Panamá, pero no antes de haber entregado los esclavos.
A raíz de esta decisión de Fernando, cada año enviaron a las Américas a unos cuantos esclavos africanos —quizá unos cincuenta por año y en general de uno en uno o de dos en dos—. Por ejemplo, recibieron permiso para adquirir esclavos negros un tal Gaspar de Villadiego (diez), un colono llamado Alonso de Rueda (tres) y Juan Ponce de León (seis). Obviamente, aún quedaban dudas acerca de si la innovación resultaba deseable; así, en julio de 1510, el rey pidió a Luis de Lizarazo, conquistador que ya poseía una propiedad con cincuenta indios, que le explicara qué sentido tenía llevar más esclavos al Nuevo Mundo;[85] sin duda los primeros cuatrocientos otorgados ese año bastaban; el rey se preguntaba por qué los negros que había hecho enviar habían muerto tan pronto, por lo que añadió la orden de cuidarlos bien.[86] En 1512, también enviaron otro par de esclavos blancos (musulmanes) a solicitud de un conquistador, Hernando de Peralta y Juan Ponce de León importaba un esclavo blanco, seguramente musulmán, en 1515.
La llegada de los esclavos negros no supuso el fin de la trata de indios locales y en una nueva ordenanza de junio de 1510, el rey Fernando aprobó la captura de más indios, destinados a trabajar en Santo Domingo; de hecho, hubo un flujo constante de estos desdichados a La Española, Cuba y Puerto Rico. En 1516, el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, envió una expedición a las islas Bahía cerca de lo que es ahora Centroamérica, una expedición que tras algunos contratiempos regresó con cuatrocientos esclavos; sin embargo, otra expedición sufrió graves apuros, pues mientras el barco se hallaba anclado cerca de lo que es ahora La Habana, los indios se rebelaron, mataron a la tripulación española y regresaron en el barco a su punto de partida; éste constituyó uno de los primeros ejemplos de rebelión victoriosa de esclavos aunque parece que acabaron matando más tarde a los rebeldes. La isla de Barbados recibió probablemente su nombre del hecho de que los esclavos allí encontrados en las razzias —y a veces enviados a Madeira— eran, a diferencia de los demás taínos, barbudos. A pesar de las protestas de los padres dominicos, estas razzias continuaron hasta la despoblación de Las Antillas menores. Esta actividad se justificó como una guerra «justa» contra los indios.
De la primera generación de esclavos negros en las Américas, algunos desempeñaron cierto papel en la siguiente oleada de conquistas. Al ocupar Cuba, en 1511-1512, Diego Velázquez llevaba unos cuantos esclavos africanos; con el tiempo, en esta isla se desarrollaría una cultura negra más profunda que en cualquier otra parte del imperio español. Vasco Núñez de Balboa llevaba consigo un perro y un esclavo negro, Nuflo de Olano, cuando vio por primera vez el Pacífico, y pronto tendría a treinta esclavos negros construyendo barcos en este océano. Pedrarias probablemente llevaba africanos cuando estableció la primera colonia europea en el continente americano, en Panamá. En su conquista de México, a Cortés le acompañaron dos o tres esclavos negros, según sugiere un retrato de él en la obra de fray Diego Durán. El códice Azcatitlan muestra claramente un esclavo africano detrás de Cortés. Más tarde, en los años 1550, los supervivientes del México antiguo asegurarían a fray Bernardino de Sahagún que había varios negros de cabello rizado entre los primeros quinientos conquistadores que llegaron con «Don Hernando».[87] También Pánfilo de Narváez, el conquistador que trató, sin éxito, de suplantar a Cortés, llevó esclavos negros a la Nueva España, y parece que uno de ellos, Francisco de Eguía, fue el primero en llevar la viruela a ese país, en 1519. No obstante, el negro africano más famoso de la expedición de Cortés fue un liberto, Juan Garrido, conocido posteriormente como el primer «europeo» que cultivó trigo en México, en su granja de Coyoacán. Más tarde, entre 1528 y 1536, un «moro negro» de Marruecos, Esteban, acompañó a Cabeza de Vaca en su heroica marcha de Florida a México, la primera exploración seria de Norteamérica. Pedro de Heredia también contaba con un buen número de esclavos africanos cuando fundó Cartagena de Indias a principios de los años treinta de ese siglo, como también los tenían Diego García, Sebastián Caboto y Domingo Martínez de Urala en los primeros contactos españoles con las tierras que hoy ocupa Buenos Aires. En 1512 El Cano se detuvo en Santiago, la mayor de las islas de Cabo Verde, para comprar esclavos, que ayudaran a su buque, el Victoria, a arribar a buen puerto en 1521.
En estos años, como resultado de una denuncia de los colonos de La Española que en 1511 hiciera el dominico fray Antonio de Montesinos desde el púlpito, se inició una compleja controversia acerca del trato que se había de dar a los indígenas de América. Los alegatos duraron cuarenta años, y el que existiese tal debate honra a España, pues ¿qué otro imperio puede alardear de tal discusión y a tan altos niveles? Al menos entre 1511 y 1513 se formularon las preguntas más profundas que puede plantearse un imperio. Sin embargo, en el debate de si los indios eran hombres y si se debía permitir su esclavización, se dejaba de lado la situación de los esclavos negros africanos, pese a su mayor experiencia en la agricultura, su mayor resistencia y su relación más antigua con Europa.
Entretanto en España se continuaba otorgando licencias para transportar esclavos africanos a las Américas. En 1517 Jorge de Portugal, hijo de Álvaro de Portugal, el embajador portugués en España (hijo ilegítimo del portugués duque de Braganza) y amigo íntimo de la difunta reina Isabel, recibió permiso para exportar cuatrocientos esclavos negros a las Indias, sin pago de impuestos. Mas no parece que este noble hiciera gran cosa al respecto, pues a la sazón era comandante del castillo de Triana en Sevilla y se ocupaba más de la política local. Por cierto que su padre había sido socio de Marchionni, de modo que quizá fuese idea de éste el que Jorge se dedicara a la trata.
Al poco tiempo, debido a la extinción casi total de la población del Caribe, la trata de negros en las Américas se convirtió en una muy importante empresa, pues resultaban infructuosos los esfuerzos por sustituir la mano de obra de las islas con la esclavización de indígenas del continente, de las Bahamas y de otros lugares. No obstante, durante estos años algunos conquistadores continuaron organizando expediciones para esclavizar a los indígenas; por ejemplo, Juan Bono, un vasco capitán de un barco mercante y uno de los hombres más duros de las Indias españolas, que después participaría en la expedición de Pánfilo de Narváez contra Cortés, llevó a cabo, en 1517, una razia especialmente escandalosa en Trinidad; ese mismo año, la primera expedición española a México, la de Hernández de Córdoba, tenía entre sus misiones conseguir esclavos, quizá de las islas Bahía. Entre los años 1530 y 1540, la trata de indios de lo que es ahora Nicaragua ayudaría un poco a paliar la escasez de mano de obra en el Caribe español, pero este terrible capítulo de la historia de las Américas no hacía sino empezar. También se enviaron al Caribe algunos indios del Brasil en buques portugueses.
En todo caso, a principios del reinado del nuevo monarca, Carlos I —que pronto sería también Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano—, los españoles de las islas solicitaron permiso para transportar más esclavos negros a fin de compensar la pérdida de la población indígena. Estas solicitudes las hacían los más endurecidos gobernantes de la angustiada colonia de la principal isla, La Española; pero también las hacían quienes, a primera vista, tal vez parecieran españoles más liberales. Así pues, en enero de 1518, el juez Alonso Zuazo, muy preocupado por la reducción de la población india, escribió al emperador Carlos sugiriéndole maneras de aumentar la mano de obra en el Mundo Nuevo, donde la tierra era la mejor del planeta, donde no hacía ni demasiado frío ni demasiado calor, donde no había nada de qué quejarse, donde todo era verde y todo crecía, como cuando Cristo, en la gran paz agustina, redimió al Viejo Mundo; añadió, servil, que había algo semejante en la llegada de Carlos, pues éste redimiría el Mundo Nuevo. Lo que le recomendaba era que otorgara una licencia general para la importación de negros, idóneos para el trabajo en las islas, a diferencia de los indígenas, tan débiles que sólo servían para faenas ligeras; añadió que sería tonto suponer que si los llevaran allí, los negros se rebelarían, porque, después de todo, en las islas que pertenecían a Portugal (probablemente Madeira) había una viuda que poseía ochocientos esclavos; que todo dependía de cómo se les gobernaba; que al llegar al Caribe encontró unos ladrones negros y otros que habían huido a los montes, pero que, como hizo azotar a unos y cortar las orejas de otros, ya no había más quejas. Afirmó que en la isla ya había excelentes plantaciones de caña de azúcar, que algunas cañas eran tan gruesas como la muñeca de un hombre y que sería maravilloso construir grandes molinos azucareros.[88]
Los cuatro priores jerónimos que por entonces eran, sorprendentemente, gobernadores de la Corona en las islas, también realizaron una petición semejante. Uno de ellos, fray Manzanedo, escribió a Carlos V que todos los ciudadanos de La Española pedían a Su Majestad que les otorgara licencia de importar negros, porque los indios no bastaban para que los colonos se mantuvieran.[89] Solicitó que enviaran tantas mujeres como hombres y, puesto que los negros criados en Castilla podían resultar rebeldes, que estos nuevos esclavos fueran bozales (traídos directamente de África), de los mejores territorios de África, o sea de cualquier parte al sur del Senegal, para evitar la menor corrupción musulmana.
Fray Bartolomé de las Casas apoyó firmemente estas peticiones. Las Casas ya se había erigido en defensor de los intereses de la población indígena y su deseo de protegerlos de los malos tratos le cegó durante muchos años a la necesidad de evitar que los africanos sufrieran estos mismos malos tratos. Como todos los hombres cultos de su época, creía que los africanos esclavizados por los cristianos eran más afortunados que los africanos en su propio entorno.
Al principio, Las Casas quiso que enviaran a las Américas sólo unos cuantos —veinte— esclavos que ya se hallaban en Sevilla, en lugar de capturar nuevos negros en África como recomendaban sus colegas; sin embargo, más tarde sugeriría que enviaran un mayor número de negros; así, en 1535 escribió una carta al rey en la que alegaba que el remedio para los cristianos consistía en que el rey considerara adecuado el envío a cada isla de quinientos o seiscientos negros, o el número que al monarca le pareciera adecuado.[90] Más tarde aún, en los años 1550, cuando escribía su Historia de las Indias, explicaría que se había dado cuenta de que estaba mal querer sustituir una forma de esclavitud por otra (el libro, sin embargo, no se publicaría hasta trescientos cincuenta años después).[91]
El rey Carlos aceptó las recomendaciones de Zuazo, Las Casas y los priores. La Corte se hallaba entonces reunida en Zaragoza, pues el monarca deseaba aplacar los ánimos de los aragoneses. A la sazón, Carlos, que sería posteriormente el más escrupuloso de los emperadores del Sacro Imperio, contaba apenas dieciocho años y, en cuanto a la política referente a las Indias, estaba en manos de sus consejeros; de éstos, el que más tenía que ver con el asunto era todavía el implacable, ubicuo, meticuloso e infatigable Rodríguez de Fonseca, ya obispo de Burgos.
Como resultado de todo ello, el 18 de agosto de 1518 otorgó permiso para exportar esclavos negros al Nuevo Mundo a un amigo suyo, uno de esos astutos cortesanos flamencos que tantas suspicacias provocaban entre los españoles, Lorenzo de Gorrevod (Laurent de Gouvenot o Garrebod), gobernador de Bresse en Borgoña y mayordomo del emperador.[92] La tía del emperador, la regente Margarita, que se había casado con el conde Filiberto de ese territorio alpino, había llevado a los Países Bajos, junto con otros consejeros de la Corona, a Gorrevod, flamenco nacido en Saboya. Éste, el segundo más codicioso de los flamencos, en opinión de los españoles, había deseado recibir, como feudo perpetuo, todo el territorio de la Nueva España (México) que Cortés estaba a punto de ofrecer al emperador; para compensarlo por no otorgárselo, Carlos le permitió exportar a los nuevos territorios del imperio español no menos de cuatro mil negros, directamente de África, de ser necesario. Un documento posterior (firmado por el rey, Fonseca y los secretarios Cobos y García de Padilla) ordenaba a los funcionarios reales no gravar la exportación de estos esclavos.
Resulta tan difícil reconstruir el trasfondo de esta decisión como la del rey Fernando en 1510 de permitir el transporte al Nuevo Mundo de apenas cuatrocientos esclavos. Ningún documento existente describe las discusiones al respecto; ningún cronista habla de ello; nada sugiere que algún cortesano, consejero, noble o mercader estuviese en desacuerdo. (Por cierto que, además de las firmas ya indicadas, después de «Yo el Rey», figura la palabra «Señaladas [firmadas por] de obispo y de don García de Padilla». El obispo debe de ser Fonseca y esto queda explícito en otros documentos). Sin duda algunos españoles, como Las Casas, se habrían opuesto a que se otorgara una licencia de este alcance a un extranjero, pero no al principio en el que se apoyaba la exportación. El rey firmó el documento que daba el visto bueno al contrato de Gorrevod, pero si pensó mucho en ello, acaso creyó estar salvando la vida de los indios americanos al aceptar las peticiones del elocuente Las Casas y de los priores jerónimos.
Gorrevod, más interesado por el dinero que obtendría mediante la licencia que por las consecuencias de ésta, vendió de inmediato su privilegio a Juan López de Recalde, tesorero de la Casa de Contratación en Sevilla. Éste, a su vez, la vendió a otros, utilizando a Alonso Gutiérrez, tesorero de Madrid, como intermediario. Los compradores finales fueron, como cabía prever, varios mercaderes genoveses asentados en Sevilla que ya tenían mucha experiencia con el comercio español y que adquirieron los derechos por veinticinco mil ducados, o sea, seis ducados por esclavo —Domingo de Forne (Fornes), quien compró el derecho de transportar mil esclavos; Agustín de Ribaldo (Vivaldo), sobrino del rico chipriota Ribaldos, y Fernando Vázquez—. Estos genoveses transportaron conjuntamente a tres mil esclavos; nombraron como agentes a Juan de la Torre, de Medina del Campo —el principal mercado interior—, Gaspar Centurione (otro genovés, pero castellanizado) y Juan Fernández de Castro, de Sevilla.
Así pues, el primer gran cargamento de esclavos transportado a las Américas fue, en todos los sentidos, una empresa europea: el emperador nacido en Holanda otorgó la concesión a un saboyano, que vendió sus derechos, a través de un castellano, a unos mercaderes genoveses, quienes, a su vez, tendrían que hacer arreglos para que los portugueses transportaran a los esclavos, pues, aunque los monarcas de España y Portugal eran entonces aliados, ningún barco español tenía derecho a ir a Guinea y, además, sólo los portugueses podían suministrar tal número de esclavos.
Esta concesión no suponía un monopolio absoluto y el monarca continuó otorgando numerosas licencias menores para llevar esclavos a las Indias; por ejemplo, en 1518 también permitió a Álvaro Pérez Osorio, marqués de Astorga, enviar cuatrocientos esclavos negros al Nuevo Mundo, permiso que vendió a unos banqueros genoveses.
Algunos de estos esclavos fueron destinados a las plantaciones de caña de azúcar. A Aguilón, que en 1505 ya poseía una en Santo Domingo, se le unieron otros, que recibieron la ayuda de expertos en las Canarias (en 1515, por ejemplo, el historiador Gonzalo Fernández de Oviedo trajo azúcar para enseñárselo al rey Fernando en su lecho de muerte), pues empezaba a verse que la caña de azúcar crecía tan bien en el Caribe como los cultivos indígenas. Desde Santo Domingo, Cristóbal de Tapia (enemigo de Cortés en 1522) pidió importar quince esclavos para trabajar en su nuevo ingenio —uno vertical, de tres rodillos tirados por bueyes, y probablemente inventado por Pietro Speciale en Sicilia—. En los años treinta de ese siglo, Santo Domingo ya contaba con treinta y cuatro ingenios, tres de los cuales pertenecían a tratantes genoveses (Vivaldo, Fornes, Jacome de Castellón y Esteban Justiniani) y la mano de obra de los treinta y cuatro ingenios que trabajaban era mayormente africana.
Gracias a concesiones posteriores, la industria azucarera también se implantó en Puerto Rico, donde Tomás de Castellón, hermano del pionero de Santo Domingo, construyó, en 1523, el primer ingenio en lo que entonces se llamaban las llanuras de San Germán, ahora Añasco, y en el cual la mano de obra fue, desde un principio, africana. (En 1530 en esta isla se contaban casi tres mil esclavos y sólo trescientos veintisiete blancos). En 1527 ya había al menos un ingenio en Jamaica, fundado por el segundo gobernador, Francisco de Garay, y parece que el primero en México lo estableció Hernán Cortés en 1524; de nuevo fueron genoveses los que suministraron los esclavos a esta propiedad y los que vendían el azúcar que producía.
Las minas también exigían mano de obra esclava y en 1524 el rey otorgó licencia para importar trescientos esclavos negros a Cuba, con destino a las minas de oro de Jagua. De una petición de veinte negros hecha por Alonso Manzo, obispo de Puerto Rico e inquisidor general de las Indias, se desprende que a la Iglesia de Roma le interesaba tanto como a los conquistadores importar esclavos africanos. El permiso le fue otorgado y estos esclavos extraían el oro necesario para financiar la catedral de San Juan (que también ayudarían a construir). Los criados de franciscanos y sacerdotes eran a menudo esclavos africanos, como lo eran los de muchos simples conquistadores. Una y otra vez leemos que tal o cual aventurero llegaba con sus caballos y sus esclavos, dispuesto a afrontar una inesperada y homérica lucha.
Otra importante empresa colonial que exigía el uso de esclavos negros fue un fantástico proyecto de Las Casas para la costa septentrional de Sudamérica, que consistía en que cuarenta colonizadores españoles se trasladaran allá, con diez esclavos negros por persona, para evitar la tentación de maltratar a los indios; el plan recibió el visto bueno, si bien la mayoría de colonos se dispersó en el Caribe antes de llegar al emplazamiento planeado. Los indios que aún no habían aprendido a hacer distinciones entre españoles buenos y malos mataron a todos los que llegaron, así como a sus esclavos.
La concesión de Gorrevod expiró en 1526. La Corona española todavía prefería otorgar licencias y, en ocasiones, la ventaja añadida de no pagar impuestos a mercaderes y tratantes individuales. Así fue como Carlos V dio a su nuevo secretario, Francisco de los Cobos, una licencia para enviar a las Indias, incluida la Nueva España, doscientos esclavos negros, sin pago de impuestos. Por supuesto, nadie esperaba que el propio Cobos aprovechara personalmente el permiso y, efectivamente, se lo vendió a dos mercaderes alemanes que se encontraban entonces en Sevilla, Jerónimo Sayles (Hieronymous Seyler o Sailer) y Enrique Guesler (Heinrich Ehinger), ambos de Constanza, representantes ambos de los famosos banqueros de Augsburgo, los Welser, así como a tres genoveses (Leonardo Cataño, Batista Justiniani y Pedro Benito de Bestiniano). Los dos alemanes se beneficiaron, además, de una licencia más amplia que el emperador les otorgó en febrero de 1528, gracias a la cual podían importar otros cuatro mil esclavos en el curso de los cuatro años siguientes, para venderlos por cuarenta ducados cada uno. Éste fue el año en que a los Welser se les encomendó gobernar el territorio de Nueva Andalucía, ahora Venezuela, en pago de parte de la deuda que con ellos tenía el emperador.
Sayles y Guesler pagaron veinte mil ducados por esta licencia, pero según los españoles, los habituales intermediarios portugueses (el principal de los cuales, Andrea Ferrer, operaba desde Santo Domingo) entregaron africanos inferiores y en número insuficiente; así, en 1530, el licenciado Serrano escribió que los alemanes llevaban negros muy malos, tanto que, «pese a la gran necesidad que de ellos tenían, nadie los compraba».[93]
A este revés le siguió un contrato que otorgaba el monopolio a uno solo de estos dos alemanes, Guesler, aunque éste no tardó en asociarse con Rodrigo de Dueñas, de Medina del Campo. No obstante, sus entregas aún no satisfacían a los colonos de Santo Domingo, pues en 1530 el obispo de la colonia escribió al rey de Castilla que la supervivencia, no sólo de esa isla sino también de Puerto Rico, dependía de la disponibilidad de esclavos africanos y sugirió que a las colonias se les permitiera importarlos sin licencia.
Durante un tiempo no se intentó limitar el mercado. Ya en 1527, Alfonso Núñez, mercader de Sevilla, se comprometió, en nombre del comendador de Lisboa, Alonso de Torres, a vender a Luis Fernández de Alfaro, amigo de Hernán Cortés, cien esclavos negros, de los cuales el ochenta por ciento serían hombres y el resto, mujeres. Los compraría en Santiago, una de las islas de Cabo Verde, y luego de transportarlos a España, los venderían en Santo Domingo. Dos años después, el propio Fernández de Alfaro mandó comprar esclavos en Cabo Verde, pues Juan Gutiérrez, de San Salvador, Triana, lo había contratado para suministrarle otros cien esclavos negros para Santo Domingo. De hecho, según un decreto de 1512 todos los esclavos conseguidos, ya en Cabo Verde ya en otros lugares, debían enviarse directamente a Lisboa, mas esta norma, como tantas que emanaban de la capital, se pasaba a menudo por alto, como demuestran las incontables licencias otorgadas por la Casa de Contratación en Sevilla. Luego, en 1527, Alonso de Parada, un conocido abogado de Sevilla, que había vivido en el Caribe, propuso una nueva política al rey, consistente en que comprara con regularidad al monarca de Portugal todo los esclavos que precisara el imperio español (empezando con unos cuatro mil); que de éstos enviara la mitad a La Española, unos mil quinientos o mil seiscientos a Cuba y el resto, a Jamaica. La mitad del total debían ser mujeres, para que los hombres se sintieran más a gusto y procrearan en el Nuevo Mundo.
El rey no tomó una decisión, de modo que varios tratantes con base en Sevilla tenían vía libre. El primero de ellos fue Juan de la Barrera, quien, al regresar de las Indias hacia 1530, ya rico gracias a la venta de telas, perlas, esclavos indios y alimentos, se convirtió, después del colapso del monopolio alemán, en uno de los hombres más ricos de su ciudad natal, propietario de factorías tanto de esclavos como de otras mercancías, en Cartagena de Indias, Perú, Honduras, Cuba y Nueva España. A diferencia de casi todos los tratantes, él mismo hacía la travesía de Sevilla a Cabo Verde y de allí a Veracruz en uno de sus propios barcos.
Los itinerarios de De la Barrera indican un importante cambio. Hasta entonces la mayoría de esclavos negros eran transportados de Europa a las Américas, pero en 1530 un barco, el Nuestra Señora de la Begoña, propiedad del genovés Polo de Espindola, residente en Málaga, fue de Santo Tomé con trescientos esclavos a bordo, directamente a La Española, y sin duda hubo más. De modo característico para una importante innovación referente a la trata, hubo una demanda judicial acerca de los detalles: Espindola demandó a Esteban Justiniani, el representante local del genovés Agustín de Vivaldo —uno de los que había comprado parte de la licencia de Gorrevod—, que a su vez presentó el asunto ante el Consejo de Indias;[94] se trataba de dos hombres ricos, pues Vivaldo era entonces el banquero de la Corona en Sevilla, y Justiniani, un pionero de las plantaciones de caña de azúcar en Santo Domingo.
A partir de entonces, los esclavos que fueron a parar al imperio español solían proceder directamente de África. El rey Juan III de Portugal dio permiso explícito a los capitanes para transportar esclavos desde las islas de Cabo Verde y desde Santo Tomé a las Américas; no parece haber dudado en absoluto al respecto, no más de lo que vaciló Fernando en 1510 en hacer enviar esclavos a La Española. En 1533, casi quinientos esclavos fueron llevados directamente de Santo Tomé a las Indias españolas, y en 1534, unos seiscientos cincuenta, si bien el encargado del depósito de Santo Tomé todavía enviaba más de quinientos esclavos anuales a Elmina y entre doscientos y trescientos a Lisboa. Estas travesías se realizaban a pesar de las normas que prohibían el envío a las Indias españolas de esclavos nacidos en Europa, pues éstos ya eran vistos más bien como inconvenientes.
A partir de entonces, los esclavos negros, ligados a sus amos, desempeñarían un papel todavía más decisivo en las empresas europeas en las Américas. Diego de Ordaz, antes de navegar por el río Orinoco, recibió permiso formal de llevar esclavos consigo; gracias a una licencia, el que antaño fuese compañero suyo en México, Francisco de Montejo, se sirvió de cien esclavos en la conquista de Yucatán. Junto con el respaldo real a su expedición a Perú, Francisco Pizarro obtuvo el visto bueno para transportar para su uso personal dos esclavos africanos y un cargamento de cincuenta más (una tercera parte, mujeres). Uno de éstos era Juan Valiente, que ascendió hasta convertirse en comandante durante la conquista, y a un africano asistente de artillería se le dio el rango de capitán. Según Titu Cusi, hijo del inca Manco, unos esclavos africanos apostados en el tejado del palacio de Suntur Huasi, en Cuzco, extinguieron las llamas del incendio que los incas intentaron prender en el techo de paja de este edificio; otros, sin embargo, creyeron que era obra de la mismísima Virgen María, con ayuda del arcángel Miguel.
Entre 1529 y 1537 la Corona otorgó más de trescientas sesenta licencias —casi todas a Pizarro y a sus familiares más próximos— para transportar esclavos de África a Perú. Cuando Pedro de Al varado bajó a Perú desde Guatemala en 1534, con la intención de compartir el botín de la nueva tierra, le acompañaban doscientos africanos y la mayoría se quedó probablemente después de que Diego de Almagro le comprara sus derechos. Según un informe de 1536, en los seis meses anteriores cuatrocientos nuevos esclavos embarcaron en África rumbo a Perú; ciento cincuenta africanos acompañaron a Diego de Almagro a Chile en 1535 y al menos un par iba con Pedro de Valdivia cuando, más tarde, éste viajó allí. En 1536, el presidente de la Audiencia en La Española aceptó enviar «doscientos negros que hablaban español [y] muy buenos guerreros» a ayudar a los Pizarro, sitiados por el inca Manco.[95] Ese mismo año encontramos a la que fuera virreina María de Toledo recibiendo licencia para doscientos esclavos, un tercio de los cuales debían ser mujeres, en lo que parece ser la carga más numerosa hasta entonces, si bien el año siguiente, dos banqueros, Cristóbal Franquesini (nacido en Lucca) y el portugués Diego Martínez, consiguieron licencias para mil y mil quinientos esclavos, respectivamente.[96] Antes, María de Toledo había vendido esclavos indios. La transición de un tipo de esclavos a otro no fue rara en el siglo XVI.
A otro conquistador peruano, Hernando de Soto, se le autorizó a llevar cincuenta esclavos en su fracasado viaje a Florida, en 1537. (Menéndez de Avilés, en el suyo, que tuvo éxito, llevaría quinientos en 1565). Con Coronado también iban esclavos africanos en su viaje a las «siete ciudades de Cíbola», en 1540.
El suministro de esclavos al Nuevo Mundo empezaba a ser lo que sería, a lo largo de los trescientos cincuenta años siguientes: una fuente de ganancias tanto para el tratante como para la Corona. Podían comprarse esclavos en Europa o África por cuarenta y cinco o cincuenta pesos, y venderlos en América por al menos el doble. Los precios en el Nuevo Mundo aumentaban debido a los impuestos, pero, pese a las acusaciones de fraude hechas por la Corte en España, tratantes y autoridades locales hacían la vista gorda al incumplimiento de las normas, con la consiguiente imposibilidad para la Corona —y más tarde para el historiador—, de calcular el número de esclavos importados. En los años treinta del siglo XVI, a Fernández de Oviedo, La Española le pareció «una nueva Guinea», pues había allí más personas por cuyas venas corría sangre africana que españoles.[97]
En algunas ocasiones, en aquellos primeros tiempos de la historia de la América europea se formaba una suerte de amistad entre españoles y sus esclavos africanos, pues en Perú, como en México, los negros a veces se identificaban con sus amos blancos, que llegaron a depender de ellos en muchas batallas contra los indios. La esclava de Almagro, Margarita, fue sumamente leal a su amo, que la manumitió al morir. Cuando Francisco Hernández de Girón se rebeló contra el virrey de Perú en 1553, sus primeros reclutas fueron también esclavos negros. En el Caribe, sobre todo en Puerto Rico, hubo una especie de entendimiento entre negros y blancos a consecuencia de los feroces ataques de los indios caribes de las Antillas Menores. Las razias de los «piratas» franceses en ciudades y haciendas cercanas a la costa, tanto en Cuba como en Santo Domingo, inspiraron asimismo una buena relación entre amos y esclavos.
Hubo, sin embargo, varias señales peligrosas. En el Nuevo Mundo la primera rebelión importante de esclavos africanos tuvo lugar en La Española en 1532. Los esclavos negros que exhortaron a los zapotecas a luchar contra los españoles en 1523 tenían motivos más radicales. Estos rebeldes fueron, con razón, alabados por españoles románticos por sus excelentes dotes de guerreros; así, según el poeta Juan de Castellanos, los wolof, con su vana esperanza de convertirse en caballeros, eran astutos y valientes. En Santo Domingo se produjo otra rebelión en 1533, cuando los pocos indios que quedaban se alzaron contra los españoles bajo un jefe conocido como Henríquez, y muchos africanos se unieron a ellos. La guerra de guerrillas que siguió duró diez años. En Puerto Rico hubo una revuelta similar en 1527 y, en 1529, la nueva ciudad de Santa Marta, fundada por Rodrigo de Bastida en lo que es ahora la costa de Colombia, quedó destruida tras una rebelión de esclavos negros. En 1537, una conspiración de negros africanos en la Nueva España determinó al virrey Mendoza a pedir una suspensión del envío de nuevos esclavos que había pedido anteriormente. En Cartagena en 1545, en Santo Domingo de nuevo en 1548, y en Panamá en 1552 hubo revueltas de menor envergadura. Todas fueron aplastadas con crueldad, pero en todas ellas algunos africanos huyeron a los bosques de América y acabaron por mezclarse o luchar con los indígenas. En 1550, en México, un conocido grupo de esclavos fugitivos vivía del robo en los bosques cercanos a las minas de Tornacustla; fueron ellos quienes iniciaron una larga historia de bandidaje en ese país.
Para los pueblos indígenas del Nuevo Mundo el concepto de esclavitud no era nuevo: en México, en Perú y en la mayoría de las principales sociedades ya era conocido y su definición se aproximaba a la europea. Fue una de las numerosas semejanzas entre los dos sistemas de vida que reconfortaron a los conquistadores. En el antiguo México, por ejemplo, los esclavos constituían quizá una décima parte de la población y casi todos habían sido capturados en guerras. Estos cautivos se precisaban sobre todo para los sacrificios humanos, aunque también desempeñaban un papel en la agricultura, más en las zonas costeras que en el valle de México. Si bien es cierto que no había esclavos en las grandes islas del Caribe, los indios caribes de las Antillas Menores esclavizaban a sus cautivos y cuando, después de 1530, algunos empezaron a atacar los asentamientos españoles, en Puerto Rico por ejemplo, a menudo raptaban esclavos negros y los empleaban en sus propias comunidades. Así, en 1612, había quizá hasta dos mil esclavos africanos en manos de los indios caribes.
Algunos pueblos de Brasil y Centroamérica, como los indios tupi o los cueva, también poseían esclavos, siempre capturados en guerras.
Aun así, y pese al uso que hacían los indígenas de los esclavos para el sacrificio humano, los conquistadores comprobaron que existía una diferencia entre sus modos de ver a los esclavos; los primeros jueces de la Audiencia de la Nueva España lo señalaron en 1530 en una carta dirigida a Carlos V; la servidumbre allí, decían, era muy distinta a la de Europa, pues ellos trataban a los esclavos como familiares y los cristianos los trataban «como perros».[98]
Dada la escasez de esclavos disponibles en las Américas y a pesar de las normas y de la preferencia por africanos, también transportaron algunos esclavos «blancos», o sea, moros. De hecho, en los años treinta la Corona otorgó licencias para importar mujeres moras a Rodrigo Contreras, gobernador de Nicaragua en 1534; a un tal Rodrigo Zimbrón en México; a la cuñada, viuda, de Bartolomé de Las Casas y a Hernando, hermano del conquistador Pizarro.
En cuanto a Portugal, en las Américas Pedro Álvares Cabral había descubierto Brasil, en su segundo viaje a la India, en 1500; Marchionni, propietario de uno de los barcos de la flota, escribió que Cabral había «descubierto un nuevo mundo».[99]
Al principio Brasil no fue muy apreciado, por no ser considerado importante para Portugal, pues sólo ofrecía esclavos y secoyas. No obstante, los primeros resultaban perfectamente aceptables; así, en su regreso de Brasil, en 1511 el barco Bretoa llevaba un cargamento de treinta y cinco esclavos indígenas, papagayos, pieles de jaguar y palo de Brasil. Naturalmente, Marchionni había equipado el barco, con su socio Fernão de Noronha, cristiano nuevo. Entre 1515y 1516 un especialista en estos indígenas, Juan Miguel Dabues, vendió ochenta y cinco esclavos brasileños en Valencia, así como unos cuantos esclavos de la verdadera India traídos por navegantes portugueses que habían rodeado el cabo de Buena Esperanza. A finales de los años veinte, Sebastián Cabot, que a la sazón navegaba por el rey de España, secuestró a los cuatro hijos de un jefe carijó en la zona del Río de la Plata y los empleó como esclavos en su casa de Sevilla a finales de los años veinte.
Pronto comenzó a establecerse la pauta del porvenir de este amplio dominio, pues ya antes de 1520 cultivaban caña de azúcar y quizá hasta hubiese dos o tres pequeños ingenios (el primer técnico azucarero fue enviado allí en 1516).
No fue sino hasta después de 1530, sin embargo, cuando los portugueses empezaron a concebir la idea de conquistar Brasil. Quizá el rey Juan III no hubiese tomado la iniciativa de promover asentamientos allí, basados en capitanías otorgadas a algunos expedicionarios, de no ser por su miedo a la intromisión francesa (como harían los británicos en Nigeria a finales del siglo XIX para impedir que los franceses la colonizaran). De hecho, Francia se estableció más o menos en Río de Janeiro en los años cuarenta del siglo XVI, en una colonia que llamaron, curiosamente, «la France Antarctique» (Francia Antártica). Durante un tiempo era tan habitual ver en estas costas a negociantes franceses en madera de secoya —entre ellos unos capitanes al servicio de Jean Ango, el notable constructor de buques y vizconde de Dieppe—, como a sus colegas portugueses, pues el tinte rojo obtenido del palo de Brasil estaba de moda en la culta corte de Francisco I. Pero en 1530, el rey Juan, en uno de esos actos extraordinariamente insolentes de que eran capaces los europeos del siglo XVI, repartió los casi cinco mil kilómetros de costas de Brasil a que creía tener derecho, gracias al Tratado de Tordesillas, entre catorce personas para que establecieran allí sus capitanías, cosa que hicieron.
La importación de africanos a la «Tierra de la Verdadera Cruz», como se conocía Brasil en aquella época, se hizo al principio a pequeña escala, pues los portugueses disponían todavía de los indígenas que cortaban enérgicamente los troncos para el comercio de secoyas, hechizados por el contacto con las herramientas de metal. En una próspera factoría se vendían indios, sobre todo para su uso en Brasil, y en 1530 un decreto prohibió a los propietarios de las capitanías enviar a Europa más de veinticuatro esclavos por año, lo cual indica que probablemente antes enviaban más.
Durante el primer cuarto del siglo, la trata del «Viejo Mundo» en africanos siguió siendo más importante que la atlántica en africanos e indios. Parece posible que durante esos años los portugueses exportaran más de doce mil esclavos a Europa y unos cinco mil a las islas del Atlántico Norte, como Madeira, las Azores y las Canarias. También continuaron la trata en las costas de África, es decir que intercambiaban oro por esclavos llevados de, digamos, Arguin o Benin a Elmina, con una ganancia considerable, pues los mercaderes de oro africanos todavía pagaban precios más altos por los esclavos que los que se obtenían en Lisboa. Los españoles con base en las Canarias también continuaron haciendo cautivos en las costas africanas: parece que a principios del siglo hacían dos o tres viajes por año con este propósito. En 1499, Alonso Fernández de Lugo, el capitán general de las islas Canarias, describió incluso Las Palmas como el mercado más importante de seres humanos.[100] El nuevo tratado de Sintra, firmado en 1509, otorgaba a Portugal el territorio de la costa africana entre el cabo de Aguer y cabo Bojador, que en los treinta años anteriores perteneciera a España, pero permitía a los españoles comerciar allí. Tanto los españoles de las Canarias como los sevillanos iban a las islas de Cabo Verde a comprar esclavos vendidos por los portugueses, y otros, más intrépidos, los compraban ilegalmente más al sur, en Guinea, o a los colonos de Santo Tomé. Aparte de este mercado, los portugueses también mantenían otro, menor, de esclavos moros de Agadir, un puerto marroquí en el Atlántico que controlaron durante buena parte de la primera mitad del siglo.
Los portugueses intentaron satisfacer los pedidos de esclavos que hacían los españoles para su imperio, pero se presentaban algunas dificultades. Por ejemplo, la factoría de Benin, o su puerto, Ughoton, en el río Benin, no funcionaba adecuadamente, pues la tasa de mortalidad de los portugueses era elevada y el comercio convencional (de pimienta, cuentas de marfil y muselina) no prosperó. Los indígenas de Benin no se convirtieron al cristianismo y el mágico rey preste Juan resultaba elusivo. No obstante, toda clase de tratantes portugueses, y algunos genoveses o florentinos —claro que con licencia—, se echaban todavía a uno u otro de los «cinco ríos» con regularidad y se hacían con esclavos, si bien los tres galeones que viajaban anualmente a Elmina habían perdido importancia frente a los de Santo Tomé, cuyo gobernador a principios de siglo XVI, Fernão Meló, acordó con Lisboa que, a cambio del monopolio en la compra de esclavos en los «ríos de los esclavos», su isla suministraría a Elmina todos los esclavos necesarios; el cálculo aproximado de cien por año sería razonable. El precio de estos esclavos de Benin solían pagarlo con manillas de cobre o de latón: había aumentado de entre doce y veinticinco por esclavo en los años noventa del siglo XV a cincuenta en 1517. El metal solía fundirse para convertirlo en algo más hermoso.
El oba de Benin tardaba en satisfacer estas necesidades; finalmente se las arregló para que los esclavos, hombres y mujeres, se compraran en diferentes mercados, y —excepcionalmente en toda la historia de la trata africana— primero restringió la exportación de varones y luego, la prohibió del todo.
Los portugueses se asentaron en Príncipe, la isla vecina de Santo Tomé, poco después de 1500; su gobernador en 1515, Antonio Carneiro, antaño secretario del rey, llegó a apoderarse del monopolio del gobernador Meló de la exportación de esclavos de «los cinco ríos» a Elmina. Entre 1515 y 1520, quizá comprara mil esclavos por año, la mitad de los cuales se destinaron a Elmina, aunque sus rivales en Santo Tomé, los herederos de Meló, trataron de desplazarlo.
Carneiro abandonó su contrato en 1518 y los colonos de Santo Tomé lo recuperaron; para entonces, la isla se había llenado de plantaciones de caña —unas sesenta— en las que trabajaban probablemente entre cinco y seis mil esclavos. Sin embargo, los colonos no suministraban con regularidad los esclavos que Elmina precisaba y, por tanto, las entregas de oro a Portugal (que en los últimos diez años del siglo XV ascendían a casi seiscientos kilos por año) disminuyeron. Por consiguiente, si bien Santo Tomé continuó siendo la base de estos tratos, la Corona portuguesa empezó a ocuparse directamente de la trata. Un funcionario real en Santo Tomé reunía esclavos de todas partes de África occidental y central, incluyendo algunos del Congo. Aunque también debía comprar marfil, telas de Benin, muselina y cuentas y una especie de madera dura y roja ideal para fabricar las vitrinas y los bargueños que los nuevos ricos de Lisboa necesitaban para guardar sus posesiones, su principal tarea consistía en encontrar esclavos (por cada uno de los cuales no debía pagar más de cuarenta manillas). De hecho, el documento que contenía las instrucciones se titulaba «Nuestro comercio de esclavos en la isla de Santo Tomé».
No obstante, al rey lo desplazaron como a Carneiro, pero en este caso lo hicieron intrusos de Santo Tomé.
Elmina, sin embargo, no dependía exclusivamente de la región de Benin para sus esclavos, pues los envíos de allí solían ser demasiado lentos y escasos. Así, en 1518 un portugués en ese fuerte escribió a Arguin solicitando la entrega de cuarenta o cincuenta esclavos, de preferencia varones, los mejores jóvenes disponibles, para usarlos como portadores en las minas de los bosques de Akan. Pero en 1535 estas demandas empezaban a resultar innecesarias, pues «grandes caravanas de negros» solían llegar a cualquier puerto frecuentado por los portugueses, cargadas de oro y esclavos para vender. Algunos de estos esclavos habían sido capturados en batalla, otros los enviaban sus padres, que creían hacerles el mayor favor del mundo al mandarlos para que los vendieran en otras tierras donde había «abundancia de provisiones».[101]
La amistad, ya de por sí incómoda, entre el rey de Portugal y el oba de Benin empezaba a agriarse. En 1514, el oba envió a dos cortesanos a Lisboa, con el fin de pedir cañones y de ofrecer la conversión al cristianismo del propio oba. Para financiar su estancia, dio a los emisarios doce esclavos, que podían vender cuando les hiciera falta dinero.
Tras numerosas aventuras desagradables, estos hombres llegaron a Lisboa. El rey Manuel I el Afortunado se comprometió a mandar misioneros y otros clérigos a Benin, «y cuando veamos que habéis abrazado las enseñanzas del cristianismo…», les dijo, «no habrá nada en nuestro reino que no nos complazca daros, armas o cañones y todas las armas de guerra que podéis usar contra vuestros enemigos… Estas cosas no os las mandamos ahora porque la ley de Dios lo prohíbe». También pidió al oba que abriera, sin trabas, sus mercados a la trata.[102]
Si bien algunos curas y monjes fueron a Benin, las negociaciones de nada sirvieron, pues el oba murió, asesinado por sus propios soldados en una guerra con sus vecinos. Para entonces la trata desde Santo Tomé estaba en plena expansión, y la de Benin, en regresión, pues llegaban a la antigua colonia esclavos de otras partes de la costa africana. Debido a los altos precios de Benin, estas otras fuentes resultaban más atractivas y la rígida determinación del nuevo oba de prohibir la venta de esclavos varones, salvo en circunstancias excepcionales, perjudicó el comercio, puesto que los portugueses, los clientes españoles de éstos, y los mineros de oro de Elmina querían todos «los mejores esclavos varones», no mujeres.
Quienes se beneficiaron con el cambio (si es que puede llamársele así) fueron los congoleños. En 1512, el rey Manuel de Portugal envió una misión, al mando de Simão da Silva, a su «hermano», el cristiano rey Afonso del Congo, que había subido al trono en 1506, tras una batalla con su hermano en la cual, se decía, Santiago había aparecido, milagrosamente, a su lado (ésta fue, por cierto, la primera aparición de este santo en tierras africanas). Da Silva debía regresar con información, cobre, marfil y esclavos, siendo estos últimos los más importantes.
El rey Afonso era un cristiano convencido pero excéntrico, y en su capital, cuyo nombre había cambiado a São Salvador, doscientos cuarenta kilómetros río Congo arriba, leía tanto libros de Teología como de legislación portuguesa. Había dado títulos nobiliarios (duque, marqués y conde) a sus consejeros, muchos de los cuales adoptaron apellidos portugueses (Vasconcelos, Castro, Meneses y hasta Cortés); fundó escuelas para la enseñanza del portugués y de la religión cristiana y, además, uno de sus hijos, Enrique, era obispo de Utica (o sea Cartago), aunque se le permitía residir en Funchal, Madeira, cuya diócesis incluyó el Congo.
Gracias a este nombramiento, el papa León X pudo, en su Exponi Nobis autorizar a otros cristianos «etíopes» (en este término pretendía incluir a los africanos occidentales) a convertirse en curas o monjes, a condición de que ejercieran en su propia tierra. A mediados del siglo XVI, varios negros y mulatos aprovecharon esta oportunidad; todos eran, por supuesto, hombres libres, aunque algunos habían sido esclavos.
Guiados por el rey Afonso, los congoleños adoptaron un modo de vida occidental y los portugueses establecieron un centro de comercio en Mpindi, en la desembocadura del río Congo, que se convirtió en el principal puerto de la región y donde esperaban tener acceso al cobre del Congo. Al principio el rey Afonso estuvo encantado con las nuevas oportunidades de comercio; el cobre bajo su control era de gran calidad y exportó unas cinco mil manillas entre 1506 y 1511, comparables en calidad a las fabricadas por los bávaros; muchas de ellas se usaron en el comercio de esclavos del golfo de Guinea.
Sin embargo, pronto comprendió que él también podía sacar provecho de la trata si la controlaba personalmente, de modo que encargó a un factor suministrar esclavos a los portugueses y le dio conchas de nzimbu con las que comprarlos. No obstante, tras la reducción de los suministrados en Benin, la demanda portuguesa pronto resultó excesiva, y Afonso disponía de pocos esclavos, obtenidos en las guerras con el vecino Estado tio de Makoko, más arriba en el río Congo, cerca del estanque Malembo, de modo que los congoleños empezaron a atacar a sus vecinos, los mbundu. Pese a esto, dada la insaciabilidad de los colonos de Santo Tomé y visto que algunos portugueses insistían en que se les pagara con esclavos en lugar de dinero, la demanda de los portugueses seguía superando los que Afonso podía suministrar. Al cabo de un tiempo, convencieron a Afonso de que abandonara su monopolio real y a partir de entonces, como los monarcas europeos, se limitara a gravar la exportación de esclavos en lugar de controlar personalmente su venta. Otros pueblos africanos empezaron a adaptarse a las nuevas condiciones del comercio. Así pues, los pangu a lungu, que se habían apoderado de una parte de la ribera norte del río Congo, comenzaron a atacar a los pueblos de la ribera meridional con el propósito exclusivo de obtener esclavos. En 1526, el rey Afonso ya se quejaba de que los tratantes, a los que había alentado en un principio, estaban despoblando su reino: «Hay muchos tratantes en todas partes del país. Provocan la ruina… cada día secuestran a gentes y las esclavizan, aun a miembros de la familia del rey»,[103] si bien los secuestradores eran congoleños y los portugueses no eran sino compradores.
El problema se resolvió por fin con el establecimiento de mercados de esclavos cerca del estanque Malembo. Afonso había capturado hombres tio de esa zona para los portugueses, pero pronto fueron esos mismos tio los que controlaron la trata: conseguían cautivos mucho más al interior del continente, los vendían a los portugueses; en la siguiente generación, los compradores eran los agentes mulatos de los portugueses, los pombeiros, hombres que, al introducirse lejos en el interior, crearon una nueva pauta de comercio.
Estos arreglos convenían a todos los participantes. A los tio se les pagaba con conchas nzimbu que los portugueses compraban a Afonso, y éste gravaba la trata en Mbanza Kongo (São Salvador) por donde tenían que pasar todas las caravanas de esclavos; además, la creciente abundancia de esclavos redujo también la tendencia de los tratantes portugueses a secuestrar a los congoleños. Así, en 1540 Afonso se jactó ante el rey de Portugal: «Poned todos los países de Guinea en un lado y sólo Congo en el otro, y veréis que Congo rinde más que todos los otros juntos… ningún rey de esas partes aprecia tanto como nosotros los productos portugueses. Nosotros favorecemos el comercio, lo sostenemos, abrimos mercados, caminos y puntos de trueque de las piezas». (El término «piezas», o «piezas de Indias» se refería a esclavos varones de primera calidad, sin defectos).
Existía trata en el Congo y había esclavos en el reino antes de la llegada de los portugueses, pero el mercado portugués la transformó y causó un trastorno en el interior de África.
Entre 1500 y 1525 habrán llevado unos veinticinco mil esclavos a Santo Tomé, o sea, unos mil por año.[104] Muchos de ellos fueron enviados a Portugal y algunos al Caribe español, y es probable que en 1525 este comercio ya superara el de Senegambia y Cabo Verde. En 1530, Congo exportaba anualmente entre cuatro y cinco mil esclavos, y no eran más porque no había suficientes barcos para transportarlos. En 1520, un piloto portugués visitó Santo Tomé y allí encontró plantadores que poseían hasta trescientos esclavos cada uno; en su informe consta que los obligaban a trabajar toda la semana, excepto domingo y días de guardar, «cuando trabajan sus propias parcelas, en las que cultivan mijo, ñame o boniatos y muchas verduras. Beben agua o vino de palma y, a veces, leche de cabra. Tienen sólo un trozo de tela de algodón con la que se envuelven el cuerpo». Al parecer, en esos días de «descanso», los esclavos tenían que cultivar lo que necesitaban para sobrevivir (incluyendo lo preciso para su ropa) el resto de la semana. Los monjes carmelitas protestaron por estas condiciones en los años ochenta del siglo, pero en vano. Sin embargo, en algo era más benigna la vida en Santo Tomé: no les exigían vivir en barracones, como ocurriría tan a menudo en el Nuevo Mundo, sino que podían vivir con sus esposas en casas que ellos mismos construían.
Todo conspiraba a favor de la prosperidad de Santo Tomé. A mediados del siglo XVI los capitanes de los barcos de esclavos debían dejar una parte de su carga en la isla en concepto de impuestos, a menos que fuesen a Brasil, en cuyo caso pagaban con dinero. Sin embargo, eran pocos aún los esclavos que iban a Brasil y los primeros que así lo hicieron habían sido capturados en las islas de Cabo Verde, una fácil escala camino tanto de Sudamérica como de India.
Fernão de Noronha, el mercader portugués converso que había llevado esclavos de Brasil con Marchionni, se hizo con el monopolio tanto del suministro de esclavos y vino a Elmina, como de la trata de esos ríos que desembocaban en el golfo de Benin y que antaño perteneciera a Marchionni, además del control del comercio de la pimienta tanto de Brasil como de Guinea.
Consiguió conservar el monopolio durante varios años, pero pronto tuvo socios, como José Rodrigues Mascarenhas, otro converso que, desde 1500, poseía el monopolio de la trata del río Gambia, y, más tarde, el hijo de éste, Antonio: los conversos contaban con la aprobación favorable del rey Manuel I, que les otorgaba derechos cuando era factible.
Pese al desarrollo de la trata en Congo, Elmina continuó siendo el centro más importante de las actividades portuguesas en África; fuera de sus muros se alzó una nueva aldea, habitada por africanos más o menos europeizados, los «negros de Mina». Se convirtió en una especie de república con gobierno propio al servicio de los gobernadores portugueses; entre esos «negros», tres destacaron en los años veinte del siglo XVI: Duarte Pacheco Pereira, que luego redactaría una famosa crónica del imperio portugués, Principio do Esmeraldo de situ orbis; Braz Albuquerque, hijo ilegítimo del arquitecto de los dominios portugueses en el este, quien hizo uso de su tiempo libre en Elmina para editar los comentarios de su padre, y João de Barros, que escribió allí sus historias y al que llamaron el «Livio portugués». Todos ellos comerciaban con esclavos y oro, y se enriquecieron con ellos. Oían misa a diario para el alma de Enrique el Navegante y trataron de usar a san Francisco como motor de conversión en África: se decía que una imagen suya, pintada con plomo blanco, se había vuelto misteriosamente negra al llegar a Elmina.
No debemos olvidar África oriental. Como parte de la asombrosa talasocracia portuguesa que se extendía hasta el Lejano Oriente, Sofala (Beira), a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de la desembocadura del río Zambeze, ya era un importante punto de comercio portugués a principios del siglo. En aquella época, los portugueses creían que el Zambeze era una vía muy rica que tal vez nacía en Ofir (el monte Faro), gobernada, según se creía, por un monarca legendario que supuestamente vivía en lo que es ahora Harare. En 1507, los portugueses se instalaron en la isla de Mozambique, un lugar infestado de malaria que, no obstante, hizo las veces de principal escala entre Lisboa y Goa. Más tarde, tras hacer fortuna en Santo Tomé, Lourenço Marques y Antonio Caldeira establecieron el comercio de marfil en la región de la bahía de Delagoa, preámbulo de una profusa trata hacia Brasil y otras partes de América.
En esos tiempos, la persistente popularidad de esclavos de cualquier color constituía una de las características tanto de Portugal como de España, sobre todo en Lisboa y Sevilla. El rey Manuel I, por ejemplo, incorporó numerosas cláusulas referentes a los esclavos en su revisión del Código portugués, las Ordenações Afonsinas, a diferencia del código de 1446 de su tío el rey Afonso V, que poco tenía que decir al respecto. Todavía se preferían los esclavos negros a los musulmanes, pues tenían menos tendencia a rebelarse o huir. Al morir en Sevilla, Vespucio poseía cinco esclavos, dos de ellos negros, uno guanche y dos mezcla de español y guanche (éstos últimos podrían haber sido hijos naturales suyos). Una muestra de la popularidad de los esclavos es que, gracias a su buena administración, Alejo Fernández, el pintor de La Virgen de los Navegantes, pudo dejar una magnífica herencia a sus hijos: poseía casa propia, además de esclavos negros e indios.[105] No todos los esclavos —como se ve— eran negros: Diego Velázquez, el primer gobernador de Cuba, compró en 1516 una esclava «blanca», Juana de Málaga, obviamente mora, si bien no se sabe con certeza si se la llevó a Santiago, a la sazón capital de Cuba, o la dejó en Sevilla. De los registros de bautismo de Sanlúcar de Barrameda se desprende que, entre 1514 y 1522, cuatrocientos veinte esclavos fueron bautizados en la iglesia de la parroquia, Nuestra Señora de la O. (Por cierto, este nombre se debe, al parecer, a la exclamación de sorpresa de la Virgen cuando el arcángel le anunció que iba a dar a luz a Jesús). Doscientos veinte de éstos eran africanos; seis, indios caribes; tres guanches y el resto, «blancos», o sea, moros. En Sanlúcar, como en Sevilla, poseer esclavos no era señal de privilegio, pues tanto herreros como carpinteros, sastres y la mayoría de los concejales empleaban esclavos, y apenas unos años antes (en 1496), el señor de Sanlúcar, el duque de Medina-Sidonia, poseía hasta cincuenta y dos esclavos guanches; cabe decir que por un tiempo su familia fue dueña de tres islas canarias. Muchos de estos esclavos eran criados, pero algunos cargaban trigo y otros suministros en los barcos que iban a las Américas.[106] Se han encontrado más esclavos en Andalucía, Cataluña y Levante que en otras partes de España; pero había mercado para comprarlos en Murcia, Madrid e incluso en Burgos y en Valladolid.
Tampoco eran Portugal y España los únicos países con esclavos, pues la esclavitud prosperaba en Italia y en Provenza, donde había un mercado de esclavos en Marsella.
Así fue como revivió en el Nuevo Mundo la antigua institución de la esclavitud. El Renacimiento en Europa no tenía pretensiones humanitarias. Su «flama dura, como una piedra preciosa», pulió las ideas y las prácticas de la antigüedad, entre ellas la esclavitud. Resultaba del todo lógico que al descubrimiento del Nuevo Mundo lo acompañara un renacimiento de la idea del trabajo forzado. A mediados del siglo XVI, un diplomático flamenco, Ogier-Ghislaine de Busbecq, lamentó, cuando iba camino de Constantinopla, la escasez de esclavos: «No podremos alcanzar la magnificencia de las obras de la Antigüedad», susurró, «y es porque carecemos de las manos necesarias, o sea, esclavos». Deploró también la falta «de medios para adquirir conocimientos de toda clase que los esclavos instruidos y cultos enseñaban a los antiguos».[107] El historiador y estadista español del siglo XIX, Cánovas del Castillo, comentaría que la idea de la servidumbre, tan opuesta al cristianismo, se reforzó así entre los españoles, y con ella, su hermana y compañera, la justificación de la tiranía entró en todos los espíritus; y que de la filosofía, en lugar de recibir doctrinas de progreso y sentimientos humanistas, la nación no obtuvo sino la resignación de los estoicos y una mayor intolerancia.[108] Casi el único comentario adverso que se encuentra en los primeros años del siglo XVI acerca del desproporcionado renacer que se estaba dando de la esclavitud es el de otro flamenco, Clenard, que fue a Portugal como tutor del infante Enrique; según él, la esclavitud convertía a los amos en vagos, hecho que, en su opinión, explicaba «los pomposos comedores de rábanos» que «desfilaban con indolencia por las calles de Lisboa, acompañados de un ejército de esclavos que no podían permitirse».[109]