5. LOS LLEVÉ COMO SI FUERAN GANADO

Veintidós hombres… estaban durmiendo, los llevé a los buques, como si fueran ganado.

DIOGO GOMES, c. 1460, en el río Gambia

Los portugueses prosiguieron en su búsqueda de nuevas tierras y descubriendo nuevos pueblos y cultivos en los años cincuenta del siglo XV, a pesar de que con su espíritu práctico, el infante Enrique se hallaba cada vez más ocupado en sus negocios en Madeira y las Azores. En 1456, durante su segundo viaje, el veneciano Alvise Ca’da Mosto, navegando bajo pabellón portugués, divisó un archipiélago volcánico deshabitado a menos de trescientas millas al oeste de Cabo Verde.

Esas islas de Cabo Verde se convirtieron, a partir de 1462, en parte esencial de las empresas lusas en África. Pronto se colonizó y cultivó la mayor de las islas, a la que se dio el nombre de Santiago. Los beneficiarios del descubrimiento fueron un capitán, Diogo Afonso, caballero de la casa del infante Fernão, hermano del infante Enrique, quien descubrió la mayor parte de las islas, y un genovés, Antonio di Noli, que sería gobernador del archipiélago hasta su muerte, en 1496.

Aunque se plantó algodón, el mayor valor de la colonia consistía en servir de factoría o almacén, por decirlo así, de los esclavos de la costa africana frente a las islas, y con tal fin éstas establecieron un protectorado sobre la región. Pronto las habitaron lançados mulatos.

Entretanto, en 1458, el infante Enrique envió a Diogo Gomes, con tres carabelas, a negociar tratados con los africanos. Su misión consistía en asegurar a los jefes africanos que los portugueses ya no robarían esclavos ni ninguna otra cosa, sino que como hombres honrados que eran harían intercambios. Debía preparar, además, visitas de africanos a Portugal. Se adentró más en Gambia que sus predecesores, hasta el entonces legendario mercado de Cantor, a trescientos veinte kilómetros del mar, firmemente controlado por los songhai. Cuando se difundieron noticias de la llegada de los cristianos, muchos pueblos vecinos enviaron observadores, y Gomes tuvo ocasión de comprobar la calidad del oro que podría encontrar allí. Recibió muchos obsequios, entre ellos marfil. Sostuvo curiosas conversaciones religiosas, en el curso de las cuales un rey, Nomimansa, que gobernaba el cabo de la desembocadura del río, se declaró audazmente cristiano, sin más. Gomes, desde luego, se llevó a algunos esclavos. Al parecer, violó su propia orden de no secuestrar, pues contó que se apoderó de «veintidós personas que estaban durmiendo y las llevé a los buques como si fueran ganado. Y todos hicimos lo mismo, y aquel día capturamos… cerca de seiscientas cincuenta personas y regresamos a Portugal, a Lagos en el Algarve, donde estaba el infante, que se alegró con nosotros».[60]

Dos años después, una nueva expedición de descubrimiento, la última organizada en vida del infante Enrique y mandada por Pedro de Sintra, descubrió un lugar, a ochocientos kilómetros al sur de Gambia, al que llamaron Sierra Leona, al parecer a causa de la forma de la montaña que vieron. El infante falleció sin llegara tener noticia de este descubrimiento.

Tanto como en esclavos, los portugueses se interesaban por el oro, el marfil y la pimienta, los «granos de Guinea» que procedían de la franja de territorio que, en consecuencia, se conoció como Costa de los Cereales, donde está la moderna Liberia. Los capitanes portugueses negociaban por este producto en el río Gambia, y los mercaderes genoveses de Lisboa lo vendían en Europa como sustituto de la pimienta que a través de Venecia llegaba de las Indias orientales. En cuanto al oro, podía cambiarse fácilmente en Cantor, en Gambia.

Las mercancías que se intercambiaban con los jefes africanos eran europeas y mediterráneas, no sólo portuguesas. Las telas que los portugueses llevaban a África procedían de Flandes, Francia e incluso de Inglaterra; el damasco hacía las delicias de los africanos; algún cargamento de trigo llegaba de Europa septentrional; los artículos de latón venían de Alemania, especialmente las pulseras, que empezaron a fabricarse en Baviera con destino a este comercio; había también demanda de monstruosos y pesados adornos de latón, así como de vasijas y jofainas de latón, que los indígenas fundían a menudo para darles formas más acordes con su gusto; el vidrio llegaba de Venecia en forma de cuentas; también eran populares el vino especiado canario y el jerez español, así como los cuchillos, hachas, espadas españolas, barras de hierro, conchas de las Canarias y, en especial, las varillas de cobre, ante las cuales algunas comunidades africanas se mostraban insaciables. Las velas interesaban tanto a los africanos como luego interesarían a los mexicanos, y muchos monarcas africanos se aficionaron a las trompetas. Finalmente, uno de los artículos favoritos en muchos puertos de África occidental, en los primeros tiempos de la trata, fueron los chales de lana a rayas tejidos en Túnez u Orán, que los habitantes del África occidental conocían desde hacía tiempo, gracias a las caravanas del Sahara. Todas esas mercancías se obtenían fácilmente en Lisboa, o en su defecto, en Amberes, desde donde las transportaban a Portugal los ubicuos mercaderes genoveses.

Después del viaje de Pedro de Sintra y la muerte del infante Enrique en 1460 (dejó sólo once esclavos) durante diez años se suspendieron las exploraciones. Los portugueses se contentaron con la explotación comercial de los territorios ya descubiertos. El rey Alfonso V parecía más interesado en regular el comercio que el infante Enrique había hecho posible que en extenderlo. También le mantenía ocupado la conquista de Marruecos. Al mismo tiempo, algunos de los esclavos parecían inclinados a provocar problemas. En 1461, por ejemplo, los representantes en las Cortes de la ciudad de Santarem, a sesenta kilómetros al norte de Lisboa, sobre el Tajo, se quejaban de que para servir en las fiestas que los esclavos organizaban los domingos y otros días de celebrar, robaban gallinas, pavos y hasta corderos, y que se habían hecho planes de huida; las Cortes prohibieron, en consecuencia, que los esclavos celebraran dichas fiestas. Durante generaciones fue una obsesión portuguesa impedir que los esclavos se reunieran en grupos.

De todos modos, en Portugal los esclavos negros siguieron participando en ceremonias religiosas, según las costumbres del país, entre las cuales estaba la de bailar en los templos. En 1460, existía en Lisboa una hermandad de la Virgen del Rosario compuesta enteramente de negros.

Económicamente, la consecuencia más interesante de la trata fue la creciente prosperidad de Madeira, donde, en 1452, Diogo de Teive, un caballero del infante Enrique, plantó caña de azúcar, por iniciativa de éste. La caña se trajo de Valencia, donde se cultivaba desde tiempos del dominio musulmán. Varios mercaderes pertenecientes a las mejores familias comerciantes genovesas —Luis Doria, Antonio Spinola, Urbano y Bautista Lomellino, Luis Centurione—, llegaron de Sevilla a la isla, para establecer plantaciones. El avance islámico en el Mediterráneo oriental amenazaba las plantaciones venecianas de caña en Creta y Chipre; las de los cruzados en Palestina habían sido ocupadas desde hacía largo tiempo por el islam, y Sicilia, productora de azúcar de caña desde hacía generaciones, estaba amenazada. Madeira parecía, por lo tanto, la mejor alternativa. Se construyeron con esmero terrazas bien irrigadas en las laderas, algunas con el trabajo de esclavos guanches, de Tenerife; la introducción de esclavos africanos coincidió con la de la caña. Así se celebró por primera vez el famoso matrimonio entre caña y esclavos que habría de tener un papel tan trágico en la historia. Doscientos años más tarde se celebraría de nuevo en Barbados y otros puntos del Caribe, y que supondría la ruina de los cultivadores de otros productos plantados mucho antes.

Los molinos de azúcar de Madeira emplearon un sistema moderno de dos rodillos, engranados para que la caña quedara exprimida entre ambos y movidos por agua, hombres, bueyes o caballos. Se trataba de un método inventado en Sicilia.

En 1460 ya se exportaba azúcar de Madeira a Flandes y a Inglaterra; en 1500, la isla contaba con unos ochenta molinos y más de doscientos propietarios de plantaciones de caña, y era el mayor exportador de azúcar del mundo, con una producción anual de cien mil arrobas de azúcar blanco (la arroba de la época equivalía a doce kilos). Los plantadores ya eran en su mayoría portugueses, pero quedaban algunos florentinos, flamencos y genoveses; la familia Lomellino de Génova era la encargada de la comercialización del producto.

La uva malvasía de Creta la llevaron los genoveses a Madeira, iniciando así una producción del gran vino que lleva este nombre y que no ha perdido su encanto. En ocasiones, lo exportaban a África para intercambiarlo por esclavos. Otra de las islas bajo dominio portugués que más prometía, económicamente, fue la de Santiago, en el archipiélago de Cabo Verde, cuyos colonizadores habían conseguido el derecho de capturar esclavos en la costa de África frente a las islas. Pronto extendieron su campo de acción para incluir a los wolof del río Senegal. Gracias a su seguridad, Santiago se convertiría en la mayor factoría (o depósito de esclavos) del siglo XVI, y las distintas pequeñas bases portuguesas de la costa —por ejemplo, las del río Cacheu— fueron, de hecho, colonias de la isla. Pero no tuvieron éxito las tentativas de establecer plantaciones de caña de azúcar en una u otra de las islas de Cabo Verde siguiendo el ejemplo de Madeira. Las lluvias eran irregulares y hasta la bien protegida isla de Santiago parecía expuesta a ataques españoles. El escaso azúcar que se obtenía allí se utilizó exclusivamente para fabricar ron, que de este modo comenzó su gran historia como producto comercial de intercambio en la costa africana.

También se inició por entonces una modesta reflexión acerca de la filosofía de la captura y posesión de los nuevos esclavos africanos. Por ejemplo, en 1460, el agustino fray Martín Alfonso de Córdoba (a juzgar por su nombre, probablemente un judío converso) escribió Jardín de nobles doncellas, una guía para jovencitas; esta colección de piadosos preceptos era un encargo de Isabel de Portugal, reina de Castilla, sobrina del infante Enrique y madre de la reina Isabel la Católica, que de niña lo leyó. Acerca de la esclavitud, el fraile aducía que los bárbaros vivían sin ley y que los latinos eran quienes tenían la ley, pues era ley de las naciones que los hombres que vivían y estaban gobernados por la ley habían de ser señores de quienes carecían de ella; por tanto, podían capturarlos y hacerlos esclavos, pues por naturaleza son esclavos de los sabios.[61] Este argumento fue rechazado más tarde por la reina Isabel la Católica, al considerar súbditos suyos a los indígenas americanos, pero parece que influyó en su actitud respecto a los esclavos negros y moros.

Hubo una condena, más bien ambigua, del nuevo comercio de esclavos en esos años, esta vez procedente de la autoridad papal. El inteligente, perspicaz y culto Pío II, Eneas Silvio Piccolomini, escribió el 7 de octubre de 1462 al obispo titular de Ruvo, en Italia (que era responsable de los cristianos portugueses en África occidental), criticando la trata en términos que se aplicaban obviamente a los portugueses de Guinea.

Adoptando una posición algo diferente de la de sus predecesores, Nicolás V y Calixto III, Pío amenazaba con severos castigos a cuantos tomaran como esclavos a nuevos convertidos, diciendo textualmente: Tum ad Christianos nefarios, qui neophytos in servitutem abstrahebant, coercendos, tantum scelus ausuros censuris eccleciasticis perculit. Pero el papa no condenó el tráfico de esclavos como tal sino que sólo criticó que se esclavizara a quienes se habían convertido, esto es, una pequeña minoría de los trasladados a Portugal. (Así pues, dicho sea de paso, la New Catholic Encyclopedia —en su edición de 1967— yerra cuando afirma que «el comercio de esclavos continuó durante cuatro siglos, pese a su condena por parte del papado, a partir de Pío II»). Existen pruebas de que Pío II aceptaba la esclavitud en Italia, algo que demuestra que no censuraba la institución en general. Era, a fin de cuentas, un gran príncipe del Renacimiento, y éste entrañaba la recuperación de tradiciones y prácticas de la «edad de oro», de la antigüedad, y la antigüedad, como se ha documentado ampliamente aquí, nunca puso en duda por razones humanitarias la esclavitud ni el comercio de esclavos. De hecho, se apoyaba en ella. Así, los pintores renacentistas nos presentan la esclavitud como un componente normal tanto de la vida moderna como de la clásica. Carpaccio, en 1496, pintó a un esclavo negro remando en una góndola, en su Curación de un hombre poseído. Benozzo Gozzoli pintó un esclavo negro en su cuadro El cortejo de los Reyes Magos, hoy en el palacio Riccardi de Florencia. El renacimiento de la trata de esclavos iba a formar parte integrante de la recuperación de las ideas de la antigüedad.

A la muerte del infante Enrique, le correspondió al infante Fernando, su sobrino, ocuparse de África y de Cabo Verde. Fernando, sin embargo, no se interesaba por ello, como tampoco se interesaba el rey Alfonso V. Este último traspasó la oportunidad y la responsabilidad de África a un conocido mercader de Lisboa, Fernão Gomes, a cambio de un pago anual de doscientos mil réis, con la interesante condición de que cada año explorara otras cien leguas (quinientos kilómetros) de la costa africana. Tan inusual idea dio notables resultados. Partiendo de Sierra Leona, los capitanes que navegaban siguiendo las instrucciones de Gomes pronto descubrieron la Costa del Grano (Sierra Leona del sur y lo que es hoy Liberia), y luego, navegando directamente hacia el este, la Costa de Marfil (del cabo Palmas al cabo de las Tres Puntas, la moderna Costa del Marfil o Côte d’Ivoire), y la costa que los portugueses llamaron El Mina, donde se encontraban, por fin, cerca de las minas de oro, las de la selva Akan, que en el siglo XIV habían explotado los mercaderes dyula (mandingas) y cuyo producto los propios dyulas llevaban a Europa atravesando el Sahara. Este territorio acabó siendo conocido como la Costa de Oro (que se extendía unos trescientos veinte kilómetros, desde el cabo de las Tres Puntas hasta el cabo San Pablo). Por cierto que El Mina pudo ser una corrupción de A Mina, «la mina» en portugués, aunque con mayor probabilidad se derivaba de el-Minnah, «el puerto» en árabe.

Fernão Gomes, padre de una nueva generación de exploradores —y de tratantes de esclavos—, era ya un rico mercader lisboeta cuando se le ofreció esta gran oportunidad. De muchacho, había servido en la campaña de Ceuta y luego en la de Tánger, había viajado por África y hasta llegó a bailar bien esa triste danza africana llamada mangana. Cuando más adelante le concedieron un escudo, tomó como divisa tres cabezas de africanos sobre campo de plata, cada una con aretes de oro en las orejas y la nariz y un collar de oro; sus descendientes serían conocidos como los Gomes da Mina.

Más allá de la Costa de Oro se extiende la llamada Costa de los Esclavos (Dahomey y Togolandia, entre el cabo San Pablo y Lagos), aunque allí no se capturaron esclavos hasta el siglo XVI. Sus habitantes carecían de tradición marinera, debido a los arrecifes y los bancos de arena que corren paralelos a la costa a lo largo de casi trescientos kilómetros. Más al este todavía, donde la tierra comienza a torcer hacia el sur, está el peligroso golfo de Benin, en el que desembocan cinco ríos: el río Primeiro, el río Fermoso (o Benin), el río dos Esclavos, el río dos Forcados y el río dos Ramos. En 1475 era posible encontrar a los portugueses no sólo comprando esclavos en los estuarios de esos ríos, para transportarlos a Portugal o a Madeira, sino también para venderlos a los africanos de Elmina, donde los cambiaban por oro —habitualmente ornamentos de oro—, pues, en Portugal, los mercaderes recibían por ellos el doble de su valor,[62] y los mercaderes africanos preferían que se les pagara, todo o en parte, con esclavos.

El comercio en el golfo de Benin estaba a cargo, por parte africana, de dos pueblos de la región costera, los ijo y los itsekiri, que compraban sus esclavos en subastas en el interior o vendían a delincuentes de sus propias comunidades. Durante un tiempo, los jefes del poderoso Estado de Benin se mantuvieron al margen de esta actividad costeña portuguesa —o quizá hasta la ignoraban—, pues sus mercaderes comerciaban sobre todo con el interior y no con sus pobres vecinos de la costa.

En 1471 uno de los lugartenientes de Gomes, Fernão do Po, descubrió el delta del Níger y, algo más al este, una isla que llamó Fermoso, aunque más tarde se la bautizó con el nombre de su descubridor (Fernando Poo, como la llaman en España). La habitaba el pueblo de los bubis. Otros capitanes, João de Santarém y Pero de Escobar, descubrieron más al sur islas deshabitadas, a las que llamaron O Principe (17 de enero de 1472), Ano Bom (1 de enero de 1472) y Santo Tomé (21 de diciembre de 1471, llamada primero San Antonio). Luego cruzaron el Ecuador. En 1475 o 1476, año en que se terminaba el contrato de Gomes, uno de sus capitanes, Rui de Sequeira, llegó a un cabo al que llamó de Santa Catalina, muy al sur del río Gabón. Para entonces, empezaba a emplearse el verbo «descubrir» en relación con estas notables exploraciones.

Todos esos viajes eran difíciles, debido a las corrientes que ayudaban a los capitanes en ruta hacia el sur y el este, pero que hacían peligroso el regreso; la estrella polar desaparecía cerca del Ecuador y frente a las costas había brumas y muchos bajos peligrosos. La gesta de los portugueses en esos años es, pues, especialmente notable. Pero Gomes, por muy lejos que hubiesen llegado sus hombres, no habría podido apartar a los españoles y otros intrusos, de modo que sin duda fue apropiado, para Portugal por lo menos, que el heredero del trono, el infante Juan, pidiera la propiedad de los territorios africanos, y le fuera concedida. Esto reanimó el interés de la casa real por África, interés que tanto se había echado de menos. Pues los españoles estaban todavía explorando África. A pesar de la reserva papal de toda la costa para Portugal, en los años cincuenta del siglo XV, Diego de Herrera, de Sevilla, sucesor de los Medina-Sidonia al frente de las tres islas Canarias orientadas hacia el este, había comenzado, con su hijo Sancho, a realizar incursiones en la cercana costa africana donde, al parecer, capturaron en repetidas ocasiones a bereberes. Se cree que este aventurero hizo un total de cuarenta y seis desembarcos, y que en 1476 se llevó en un solo buque a ciento cincuenta y ocho «moros».

En España crecía la demanda de esclavos africanos. En 1462, por ejemplo, un mercader portugués, Diogo Valarinho, recibió permiso para vender en Sevilla esclavos de Lisboa, la mayoría de los cuales, probablemente wolof, procedían de la costa entre el río Senegal y Sierra Leona. En 1475 había bastantes esclavos negros en España para que fuese necesario un juez especial para negros y «loros», como se llamaba a los mulatos. Este magistrado, Juan de Valladolid, que era negro, había formado parte antes del personal de la corte.

Este comercio con España no era sin embargo popular en Portugal, y el Parlamento luso, temeroso de perder el control de esta nueva fuerza de trabajo, se quejó al rey de la costumbre de vender esclavos negros en el extranjero. Hablaba en defensa de lo que consideraba el principal interés de Portugal, la agricultura, pues se había empezado a emplear a esclavos en el desagüe de pantanos. Unos pocos esclavos trabajaban todavía en la caña plantada en el Algarve por mercaderes genoveses, como Giovanni di Palma, al que ya en 1401 se le dio una propiedad a condición de que plantara caña. Pero el rey portugués salía beneficiado con la venta de esclavos en España y estas ventas continuaron. Un viajero checo, Václav Sasek, señaló en 1466 que el rey ganaba más dinero vendiendo esclavos a extranjeros «que con los impuestos cobrados en todo el reino».[63]

El interés comercial por los esclavos se manifestó con mayor fuerza durante la guerra entre los monarcas de Castilla y Portugal, en los años 1470, pues el primero dio más licencias a capitanes españoles para incursionar en Guinea, donde se hicieron numerosos viajes desde Sevilla y los puertos de Río Tinto, de los que regresaban trayendo esclavos y también oro y marfil. Los nombres de esos mercaderes —Hernán de Córdoba, Alfonso de Córdoba, Johan de Ceja (o tal vez Écija) y Manuel de Jaén— sugieren que eran conversos. «Todos hacen planes para ir a ese país», escribía un amigo de la corte, el cronista castellano Hernando del Pulgar.[64] En una de dichas ocasiones, un capitán español, de Palos —el puerto desde donde, más adelante, se haría a la mar Colón—, emprendió viaje a Senegambia, donde intercambió un cargamento de pulseras de latón, pequeñas dagas y telas de colores por esclavos; el capitán invitó al jefe africano con el que trataba a comer a bordo de su buque, y el africano aceptó con sus consejeros principales y algunos de sus hermanos; como sucedió en tantas otras ocasiones en la larga historia del comercio de esclavos de europeos con gentes de África occidental, apresaron a los huéspedes y los llevaron a España; una vez en España, el jefe africano insistió en su alcurnia y habló tan persuasivamente con Gonzalo de Stúñiga, comandante del fuerte de Palos, que lo devolvieron a África y más tarde se cambiaron algunos de sus parientes por esclavos que no eran familiares del jefe, pero el resto de los cautivos fue trasladado a Sevilla, donde los vendieron. Otro castellano, Carlos de Valera, emprendió viaje en 1476, con una escuadra de veinte a treinta carabelas, y se trajo a cuatrocientos esclavos, además de capturar a Antonio di Noli, gobernador genovés de Santiago, en Cabo Verde, por quien sus amigos pagaron rescate. Tanto el duque de Alba como el conde de Benavente enviaron, el mismo año, buques de cuarenta y cinco toneladas a Elmina, aunque se desconoce cuántos esclavos trajeron de regreso, pero sí se sabe que el capitán de Benavente regresó con un elefante, que sería durante años admirado en Medina del Río Seco. Un catalán, Berenguer Granell, y un florentino, Francesco Buonaguisi, también recibieron licencias de la reina de Castilla, en 1477, para comerciar en Guinea, y los propios Reyes Católicos enviaron una armada de veinte carabelas, a comienzos de 1479, mandada por Pedro de Covides; para mostrar la importancia de la expedición y sus intenciones, se nombró a fray Alfonso de Bolaños nuncio especial para la conversión de infieles «en las Canarias y en África y en todo el Mar Océano».[65]

No todas las aventuras españolas prosperaron. Así, en 1475, un buque castellano tripulado por flamencos se dirigió a Guinea, pero toda la tripulación fue capturada por africanos y, al parecer, comida. La armada real, con sus provisiones proporcionadas por los mercaderes Granell y Buonaguisi, fue capturada por los portugueses. En 1479, Eustache de la Fosse, de Tournai, emprendió viaje a Guinea en el buque castellano Mondanina y llegó a Mina, de donde recordó que «nos trajeron a muchas mujeres y niños, que compramos, y los revendimos allí mismo», lo que constituye un testimonio temprano de la venta y reventa de esclavos en África; en este caso el intercambio consistió en la compra de dos esclavos —una madre y su hijo— en Sierra Leona a cambio de una bacina de barbero y tres o cuatro grandes pulseras de bronce, y su venta por doce o catorce pesas de oro en Shama, en la desembocadura del río Pra del llamado Ghana.[66] Pero en enero de 1480 cuatro buques portugueses, al mando de Diogo Cão, que llegó a ser uno de los grandes exploradores portugueses, capturaron la Mondanina y a De la Fosse y su mercancía. El flamenco fue condenado a muerte en Portugal por haber ido a Guinea sin permiso, pero se evadió y logró llegar a Brujas.

De todos modos, solían tener éxito de tres a cuatro expediciones españolas al año, a finales de los 1470, que traían a negros africanos destinados al mercado interior hispano.

No eran los españoles los únicos intrusos. En 1481 hubo mercaderes ingleses que querían dedicarse al comercio de esclavos, y sólo se les excluyó después de que una embajada especial portuguesa visitara en Londres al rey Eduardo IV, a quien debe verse, pues, como el causante de que se demorara varias generaciones el comercio inglés con esclavos.

Las difíciles relaciones de España con Portugal se suavizaron en 1480 gracias a un tratado de paz firmado en Alcáçovas, cerca de Évora, en el Alentejo; a cambio de que Portugal renunciara a todas sus pretensiones al trono español, la reina de Castilla reconocía el monopolio portugués en África, y hasta aceptaba el control portugués del comercio con Fez, Madeira, las Azores y las islas de Cabo Verde. Los españoles, en consecuencia, no entrarían sin permiso en «las islas o tierras de Guinea». Portugal, por su parte, dejaría que Castilla explotara las islas Canarias, así como un trecho de la costa africana situado frente a ellas, entre el cabo Aguer y el cabo Bojador. Esto constituía un triunfo portugués mayor de lo que a la sazón pareció, y afectó de modo permanente a la historia de África y de la trata.

España consideró el tratado tanto una licencia para pescar la muy codiciada merluza frente a las costas africanas como una aprobación de las repetidas expediciones de Herrera a esta costa en busca de esclavos. Allí, delante de Fuerteventura, construyeron una pequeña fortaleza, Santa Cruz de la Mar Pequeña, que en el último cuarto del siglo XV se convirtió en el centro de un abundante comercio de esclavos. Las Palmas llegó a ser un importante mercado de esclavos. Cuando Diego García de Herrera murió en 1485, su hijo y su yerno continuaron su comercio, pero limitándose, en general, a las zonas en las cuales Castilla estaba legalmente facultada para comerciar. Sólo unos pocos se aventuraron hacia el sur, hasta Senegal. De igual modo, hubo capitanes portugueses que, en su ruta de regreso, hacían escala en las islas Canarias a pesar de que las administrara España, y unos pocos esclavos negros, llevados antes a esas islas, entraron de este modo en los dominios portugueses. Una vez las islas de Cabo Verde se convirtieron en un importante centro del comercio luso, tanto los isleños de las Canarias como los mercaderes de Sevilla solían visitarlas para comprar esclavos negros; así, los hermanos Fernando y Juan de Covarrubias, de Burgos, tuvieron allí su propio factor. Otra fuente de esclavos para Andalucía eran las incursiones que los caballeros cristianos de Castilla, especialmente los de Jerez, hacían por las costas del Magreb, similares a las que los portugueses lanzaban partiendo de Ceuta.

Una consecuencia de la importación de esclavos fue la decisión de plantar caña, especialmente en Tenerife, como se había hecho en Madeira; el capital procedía no sólo de genoveses y portugueses sino también de banqueros alemanes, como los Welser de Augsburgo. El primer molino de azúcar se instaló en 1484 y a principios del siglo XVI las islas empezaron a producir tanto azúcar como Madeira, cosa que determinó que se emplearan allí esclavos negros en gran escala.

Algunos italianos trataron de introducirse en el tentador comercio de Guinea, mediante viajes por tierra. Por ejemplo, Antonio Malfante, un intrépido mercader de Génova, actuando por cuenta del banco de los Centurione, llegó a Tuat, un grupo de oasis cuya capital era Tamentit, y un florentino, Benedetto Dei, que trabajaba para los banqueros rivales de los Centurione, los Portinari, se instaló por un tiempo en Timboctú, donde vendía telas toscanas y lombardas.

Entretanto, los portugueses reforzaban su presencia en las costas africanas. El infante Juan llegó al trono en 1481 (Juan II), y desde entonces los aventureros portugueses participaron en una interesante innovación: el capitalismo monárquico. A Juan lo llamaron «el príncipe perfecto» y casi mereció el calificativo, pues no sólo fue un gobernante moderno, del tipo de sus contemporáneos Luis XI de Francia y Enrique VII de Inglaterra, sino que era, además, sobrino nieto y heredero espiritual de Enrique el Navegante. En África su política fue consistente y previsora, pues recuperó la tradición exploradora del infante Enrique, pero sin tener que pensar en lo que podía significar para sus propias propiedades.

La acción inicial de este monarca en África fue espectacular. En 1481, primer año de su reinado, envió a Elmina a Diogo da Azambuja, un experimentado funcionario que sirvió durante mucho tiempo a la familia real, con la misión de construir una fortaleza en São Jorge da Mina, en la Costa de Oro, que fue el primer edificio importante de los europeos en el trópico. Azambuja llegó a la costa con cien albañiles y carpinteros, así como gran cantidad de madera, ladrillos, cal y, sobre todo, piedras. El propósito de la fortaleza era contener a los intrusos europeos, pero también cerrar el río aurífero de Ankobra y abrir un camino que condujera hasta el oro de las selvas del Akan. Se hallaba en la frontera de dos pequeños principados, el de Komenda y el de Fetu.

El rey Juan tomó la decisión de iniciar esta inversión en contra del parecer de su consejo asesor, cuyos miembros consideraron que el lugar se hallaba demasiado expuesto. Azambuja, sin embargo, había investigado la costa antes de escoger el sitio para la fortaleza, un promontorio en la boca de la bahía. Una playa al este proporcionaba un excelente punto de desembarco para buques de hasta trescientas toneladas, mientras que las labores de carenaje podían efectuarse en el río, al noroeste. La fortaleza supuso un considerable aumento de la seguridad de las armadas portuguesas, pues ya no sería necesario que los buques se mantuvieran en alta mar durante semanas mientras los mercaderes africanos regateaban lentamente; ahora, por lo menos en esta costa, las mercancías traídas de Portugal podían desembarcarse rápidamente y llevarse a la fortaleza, y proteger en almacenes el cargamento para el viaje de regreso —incluyendo a los esclavos—. La estancia de un buque mercante podía ser, pues, mucho más breve, cosa que reducía tanto el costo como el riesgo de enfermedades, pues Elmina, por estar junto al mar, tenía pocos mosquitos y, por tanto, poco paludismo (aunque entonces no se comprendía la relación entre unos y otro). El agua fresca se conservaba en un depósito construido con ladrillos, con tubos que la llevaban directamente a las barricas de los navíos. Las torres de los ángulos eran sólidas, construidas según el modelo italiano capaz de resistir bombardeos de artillería pesada. Posteriormente se añadieron nuevos salientes en forma de bastiones al estilo italiano. Portugal pronto instaló allí un gobernador, un factor y una guarnición de cincuenta soldados.

Un jefe local, caramança, «Rey Ansa» lo llamaban los portugueses, aunque no está claro si era rey de Komenda o un noble, se había mostrado renuente, como podía esperarse, a permitir la construcción de la fortaleza, pero Azambuja logró que asintiera de mala gana, hecho que fue como un avance de los múltiples acuerdos entre africanos y europeos a lo largo de los siglos. Elmina se vanagloriaba de ser un asentamiento real y no permitía que se acercaran a él mercaderes privados.

Pronto se establecieron otros centros de comercio portugueses menos importantes cerca de Elmina, en Shama, Accra y, a ciento diez kilómetros al este, Axim, construido como fuerte en 1503;[67] a Shama se le dio un fuerte en 1560. Aunque la justificación de estas fortalezas era la búsqueda de oro y la derrota de las pretensiones españolas, pronto comenzaron a emplearse como depósitos de cautivos, muchos de los cuales permanecían allí durante largos períodos. Se siguió comprando algunos esclavos a los pueblos del delta del Níger para venderlos a mercaderes africanos locales; a otros se les empleaba en trabajos en la fortaleza, como herreros, carpinteros y en las cocinas.

Lagos, en el Algarve, fue abandonado como principal puerto portugués para el comercio con África, y se reguló la llegada a Lisboa de mercancías africanas, entre ellas las de esclavos. En 1473 se presentó un proyecto de ley por el cual todos los esclavos comprados en África debían llevarse primero a Portugal, en vez de venderlos inicialmente en otras partes. La propuesta de esta ley sugiere que los capitanes portugueses vendían en otras partes, tal vez en Sevilla, tal vez en Valencia. Después de 1481 todos los navíos que se hicieran a la mar rumbo a África debían registrarse en la Casa da Mina de Lisboa, un almacén de la planta baja del Palacio Real, en el muelle. En 1486 se fundó una dependencia de la Casa da Mina, la Casa dos Escravos, en la Plaça da Tanoaria, también a orillas del Tajo; João do Porto fue su primer director. Este funcionario real debía recibir «todos los moros o moras y cualesquiera otras cosas que, Dios mediante, pueden llegamos de nuestro comercio con Guinea».[68]

Estas instituciones, en las que había influencia de sus precedentes genoveses, y que a su vez influyeron en España después de 1500, debían asegurarse de que los esclavos llegaran a los mercados, que los impuestos fuesen debidamente pagados y que se solicitaran las licencias para comerciar. Probablemente todavía se enviaban a Portugal unos mil esclavos al año, aunque, dado lo irregular de las importaciones, la cifra pudo haber sido mayor; parece ser que no sobrevivió ningún registro al destructor terremoto de 1755.

Lo más probable es que continuaran vendiéndose muchos esclavos en Castilla, incluso si antes se registraban en Lisboa; en 1489 un mercader portugués, Pedro Dias, se estableció en Barcelona, donde vendió esclavos de Guinea; un comprador explicó que había comprado a Dias una mujer negra y a su hija «capturadas en una guerra justa».[69]

Las exploraciones continuaron. Los capitanes de Gomes quedaron muy decepcionados al ver que después del delta del Níger la costa africana seguía hacia el sur hasta donde alcanzaba la vista, de modo que no estaba todavía cerca la ruta a las Indias. En 1486, João Afonso Aveiro exploró más a fondo los cinco «ríos de los esclavos» de la costa de Benin, que a los anteriores viajeros les habían parecido, a la vez, llenos de amenazas y de promesas comerciales. Para entonces los exploradores ya sabían algo del reino de Benin, probablemente gracias a la compra de esclavos que estaban informados. Las exigencias del comercio de esclavos en Elmina dieron importancia a la información acerca del lugar de donde procedían los esclavos que compraban los capitanes lusos. Ozulua, el Oba o rey de Benin, también tenía alguna información sobre las pretensiones del remoto monarca portugués, que declaraba tener el monopolio del comercio del África occidental con Europa y que parecía tan infatigablemente interesado en conocer el paradero de un tal preste Juan, de su misma religión cristiana. Recientemente éste había tenido la desfachatez de llamarse «señor de Guinea», aunque este título nada significara para el gobernante del Benin.

Para Aveiro fue una revelación la «gran ciudad» de Benin, igual que lo fue para Cortés, treinta y cinco años después, la visión de Tenochtitlán. Le interesaron los «pimientos con cola» de Benin, que consideró, con acierto, que serían mejores que la malagueta para competir con los pimientos de la India. Le complació oír hablar de un rey más al este, el oghene, que se ocultaba detrás de cortinas de seda y que al parecer veneraba una cruz, y al que rendían pleitesía incluso los obas de Benin; sin duda se trataba, por fin, del preste Juan. El rey Ozulua, después de hablar con los exploradores, accedió a enviar a Lisboa a un hombre «de buena palabra y sabiduría», el jefe de Ughoton —el puerto de Benin—, para que conociera a los cristianos y su manera de vivir. Fue, en efecto, a Lisboa y regresó llevando a su rey un regalo (desgraciadamente no sabemos en qué consistía) «de ricas cosas que apreciaría mucho», después de acceder en nombre del oba a que se estableciera un centro de comercio en Benin. Aveiro regresó con él para organizar dicho centro.[70]

La corona portuguesa concedió a un banquero florentino residente desde hacía tiempo en Lisboa, Bartolommeo Marchionni, una licencia para comerciar en el río Benin, entre 1486 y 1495. Probablemente llevó esclavos desde el río de los Esclavos hasta sus plantaciones en Madeira, así como a Lisboa, y vendió algunos en Sevilla, donde realizaba también numerosas operaciones comerciales.

En esta época se produjo otra intervención política portuguesa en la costa africana, pero más al norte, en el río Senegal, donde había estallado una disputa, en 1486, por la sucesión de una de las monarquías wolof. El rey Bemoin pidió ayuda y el «príncipe perfecto» Juan accedió a prestársela a condición de que Bemoin se convirtiera al cristianismo. Los portugueses enviaron a misioneros, pero Bemoin vacilaba. Desde Lisboa ordenaron que regresaran y Bemoin se alarmó, envió al rey Juan cien esclavos y le suplicó que sus amigos europeos mantuvieran su ayuda. Pero antes de que ésta llegara, Bemoin tuvo que abandonar el trono y refugiarse en Arguin, desde donde lo llevaron a Portugal. Allí lo bautizaron, con el nombre de João II, y le dieron un escudo. Regresó a Senegal acompañado por Pero Vaz da Cunha, un cortesano dado a la bebida, y con el apoyo para construir una fortaleza. Mas tan pronto como llegaron al territorio de los wolof, Da Cunha acusó a Bemoin de traición, le hizo ejecutar y regresó a Portugal sin perder tiempo. Todo este asunto no tuvo consecuencias inmediatas.

En 1486 los portugueses iniciaron la colonización de Santo Tomé, la «gran y magnífica» isla que siempre gozaba de las agradables brisas del Ecuador, situada en el golfo de Guinea, frente al río Gabón. La habían descubierto, quince años antes, Santarém y Escobar, pero ahora se la declaró formalmente capitanía. No había habitantes indígenas. Los primeros colonos fueron, al parecer, delincuentes portugueses deportados, pero Alvaro de Caminha, el tercer gobernador, llevó consigo a dos mil «jóvenes judíos», es decir niños separados de sus padres judíos expulsados de España y esclavizados por el rey de Portugal dado que sus padres no habían pagado bastante para asegurar su residencia en su territorio. Caminha recibió también licencia para importar mil ochenta esclavos a lo largo de cinco años que debían trabajar en las plantaciones que la corte esperaba que se establecieran; la mayoría procedieron de Benin o de alguno de los ríos de esclavos. También le acompañaban algunos habitantes de Madeira, especialistas en la caña.

Desde los primeros años, estas plantaciones dieron cañas de azúcar utilizando los numerosos arroyos para los molinos. Como ya había ocurrido en Creta y Chipre bajo dominio veneciano, y recientemente en Madeira y las Canarias, todos los molinos y plantaciones emplearon trabajo esclavo. Santo Tomé, pues, significó una etapa más en el desarrollo del azúcar entre el Mediterráneo y América, un precursor del Caribe. En 1500, para alentar más la colonización portuguesa, se les concedió a los colonos el monopolio del comercio de esclavos y otras mercancías con la costa africana frente a la isla; además, se concentraban esclavos en la isla para llevarlos a lo largo de la costa africana en un viaje de unos treinta días, hasta llegar a Elmina, donde los vendían; durante cierto tiempo, cada cincuenta días un buque con de cien a ciento veinte esclavos a bordo partía de Santo Tomé hacia Elmina.

Mucho antes de todo esto —en realidad justo después de la construcción del fuerte de Elmina, en 1482-1483— Diogo Cão, que fuera socio del infante Enrique, miembro de una vieja familia de la provincia norteña de Tras-os-Montes, y que había capturado la Mondanina en la guerra con España en 1480, se hizo a la vela para continuar los viajes de exploración. Partiendo de Santa Catarina —adonde había llegado siete años antes Rui de Sequeira—, echó ancla primero en la hermosa bahía de Loango, puerto comercial del poderoso reino del pueblo llamado Vili, y luego, más al sur, encontró el colosal río Congo, al que al principio llamó río Poderoso y luego río do Padrão, pues plantó en Mpinda, en el estuario, una columna de piedra o madera, un padrão, que había llevado con este propósito.[71]

Al cabo de algunos meses de exploraciones locales, con diversos viajes río arriba, y sin éxito en las negociaciones con los sonyo, Cão se hizo de nuevo a la mar rumbo al sur, hacia lo que ahora es Angola. Dejó una columna en el cabo Santa María, al sur de Benguela, y regresó a Portugal con esclavos de allí, junto con otros obsequios, por no hablar de algunos rehenes muissicongo, de los que se había apoderado como garantía para su expedición. Pero fracasó en su propósito de circunnavegar África, aunque a su regreso a Lisboa se supuso que había estado «cerca del golfo de Arabia».

En 1485, Cão volvió a Angola y navegó más al sur, dejando algunas columnas en un punto que llamó Montenegro, cerca del cabo de Santa María, y en cabo Cruz, en Damaraland. También devolvió los rehenes que se llevó en su anterior viaje. Remontó el brazo principal del Congo a lo largo de cerca de ciento sesenta kilómetros, pasando el remolino conocido como la Caldera del Infierno. Al cabo de un tiempo, inició una complicada relación con Nzinga, rey del Congo, un monarca más importante que cualquiera de los que él o sus paisanos habían encontrado hasta entonces en África. La capital de este rey era Mbanza Kongo, a setenta kilómetros al este de la Caldera del Infierno, y a unos cincuenta al sur de la misma. El Congo era un Estado bantú establecido en el siglo XIV. El rey habitaba en un palacio en el centro de un laberinto y le servían soldados que tocaban tambores y trompetas fabricadas con marfil; aunque comía con los dedos, comía bien, lo mismo que, separadamente, hacía su reina, siempre rodeada de esclavas que, cuando la reina viajaba, hacían castañetear los dedos, como si fueran castañuelas. Las subdivisiones provinciales del Congo eran muy apropiadas. Se usaba una moneda consistente en conchas de nzimbu procedentes de la isla de Luanda, aunque a veces se empleaban también telas hechas con rafia. La monarquía, establecida hacía relativamente poco (comparable, en esto, a los imperios de los mexicas y los incas, en América), se mantenía gracias a un complejo sistema de tributos. Se usaban el cobre y el hierro, y las mujeres obtenían sal hirviendo agua de mar. Los esclavos eran uno de los tipos de tributo aceptados, pero a la monarquía no le había tentado comerciar en gran escala con ellos, a diferencia de la de Guinea, que disponía de la ruta transahariana.

Cão hizo dos o acaso tres viajes, y regresó a Portugal con más esclavos, así como con un emisario de los congoleños llamado Caçuta, quien fue bautizado en Lisboa como João da Silva; pronto aprendió el portugués y regresó a su país con un embajador de Portugal, Gonçalo de Sousa, encargado de reconocer al monarca congoleño como un aliado y hermano de armas. Trataron de convertir al pueblo enviando misioneros y de educar a algunos jóvenes en los principios del cristianismo, en el monasterio de São Eloi de Lisboa. Se enviaron al Congo artesanos, campesinos, albañiles y hasta amas de casa, para dar lecciones de carpintería, construcción y cuidados del hogar; en los años 1490, dos impresores de Nuremberg fueron a Santo Tomé, probablemente con el propósito de trabajar para los congoleños. Finalmente, el rey Nzinga fue bautizado como rey João I el 3 de mayo de 1491, junto con seis de sus jefes, que tomaron nombres de nobles portugueses.

Estas conversiones representaron un triunfo para los portugueses pero no tuvieron las consecuencias culturales esperadas. La cristiandad congoleña se caracterizó por la mezcla de santos e imágenes africanos y europeos, y no por la conquista de los primeros por los segundos. Otro tipo de resultado fue el desarrollo de una nueva fuente de esclavos para Portugal.

Cão murió después de sus viajes al Congo, de modo que al final no fue él sino Bartolomeu Dias quien, en 1487, emprendió el famoso viaje en busca de la India. Algunos de los consejeros reales pensaban que el viaje sería demasiado costoso y que Portugal debía consagrarse más bien a comerciar con esclavos y a buscar oro en los reinos de las costas atlánticas de África, en vez de aventurarse en el desconocido océano índico, si de veras existía tal océano. Pero, aprovechando lo conseguido por sus predecesores, especialmente por Cão, Dias se dirigió directamente al Congo, rebasando el golfo de Guinea, y dejó una columna en el cabo da Volta (el moderno Lüderitz, en Namibia). Su flota, empujada por el viento, dio vuelta al cabo de Buena Esperanza y navegó luego rumbo al norte, frente a la costa de África oriental, hasta el cabo Padrone, donde dejó otra columna, antes de que su tripulación insistiera en regresar. Sólo en la ruta de vuelta se dieron cuenta de aquel promontorio «por tantos años desconocido»: el cono meridional de África.

Durante trescientos cincuenta años, las principales fuentes para el comercio de esclavos con las Américas, desde la bahía de Arguin hasta más allá del cabo de Buena Esperanza, fueron, pues, descubiertas por europeos cinco años antes de que el genovés Cristóbal Colón emprendiera su famoso viaje. Los portugueses ya sabían, en 1492, que los ríos Gambia y Senegal llevaban a ricos imperios muy al interior, y que el río Congo formaba una enorme vía de comunicación fluvial. Cinco años después del primer viaje de Colón encontraron también las fuentes de esclavos de África oriental, a menudo subestimadas; fue cuando Vasco da Gama, en ruta hacia la India, se detuvo en puertos que iban a ser muy importantes para la trata, como Quelimane, Kilwa, Malindi y la isla de Mozambique. Pudo observar que en esas «muy grandes y hermosas» ciudades se llevaba ya a cabo un floreciente comercio de esclavos negros. Mombasa, por ejemplo, empleaba a quinientos arqueros esclavos, igual que Atenas lo hizo en tiempos pasados, sólo que los de Mombasa eran negros.

De todos modos, el conocimiento portugués de África se limitaba a las costas. El interior les era todavía, y seguiría siéndolo durante muchas generaciones, cerrado por los manglares infestados de mosquitos y por las impenetrables selvas.

En cuanto a Portugal, se había establecido una rutina que se mantendría en los viajes a América: el derecho a transportar esclavos se concedió a una sucesión de mercaderes privilegiados, obligados a pagar una tasa anual establecida por la Corona, que así se encontraba interesada en la empresa.

Una de las razones, por lo menos en parte, del éxito de los portugueses en esos primeros tratos fue que estaban dispuestos a actuar como intermediarios, transportando en sus excelentes carabelas toda clase de mercancías a lo largo de las costas.

En cierto modo, podía verse a los portugueses como intrusos eficaces, aunque bruscos, en la red comercial ya establecida. León el Africano describiría más tarde en su geografía, escrita en Roma para el papa renacentista León X, cómo a los reyes africanos les agradaban particularmente los rosarios hechos con piedras de brillante color azul que los portugueses les llevaban desde el Congo.

Todos los esclavos negros vendidos en Portugal, España y África se tenían entonces como una mercancía más, y aunque apreciados, no como una mercancía excepcional. Para entonces, ya se habían establecido tratados con los reyes u otros jefes del litoral de África occidental, a los cuales los monarcas portugueses enviaban regularmente regalos. Los mercaderes portugueses obtenían considerables beneficios con la trata y aunque carecemos de detalles, en 1488 el rey Juan le dijo al papa Inocencio VIII, el genovés Giovanni Cibo, que los beneficios de la venta de esclavos ayudaban a financiar la guerra contra el islam en África del norte. Entretanto, a finales del siglo XV se encontraban en Portugal numerosos nobles o príncipes africanos, probablemente más que en cualquier otro momento posterior.

En España, las últimas guerras entre la monarquía musulmana de Granada y los Reyes Católicos dieron nuevo auge a la institución de la esclavitud. Así, en 1481, el ataque moro contra Zahara, en las estribaciones de la Sierra de Ronda, condujo a la captura de varios millares de cristianos, y en respuesta, el rey Fernando esclavizó a toda la población de la cercana ciudad rebelde de Benemaquez. Hizo lo mismo cuando conquistó Málaga en 1487; se envió una tercera parte de los cautivos a África para cambiarlos por prisioneros cristianos, otro tercio (más de cuatro mil) fue vendido por la corona española para ayudar a sufragar el costo de la guerra, y el tercio restante se distribuyó por la cristiandad como regalos: un centenar al papa Inocencio VIII, cincuenta muchachas a Isabella, reina de Nápoles, y treinta a Leonora, reina de Portugal. Hay actas de un consistorio reunido en las afueras de Roma en febrero de 1488, en el cual el papa Inocencio distribuyó su parte de cautivos entre los sacerdotes allí reunidos. La caída de Málaga significó también que los mercaderes genoveses establecidos en la ciudad, como los Centurioni y los Spinola, habituados a vender a mercaderes musulmanes mercancías europeas (telas de lana inglesas y papel de Génova), tuvieron que adaptarse y la mayoría marchó a Sevilla.

Ya terminada la guerra de Granada, en 1492, la reina Isabel tenía varias esclavas musulmanas a su servicio, y un viajero señaló que el marqués de Cádiz, uno de los héroes de la reciente guerra, albergaba a otras en sus propiedades. Así, acaso puede tenerse por cierto que la división interna en el reino moro de Granada, que condujo al triunfo cristiano, tuviera por causa el afecto del penúltimo monarca granadino, Abdul Hassan, por una hermosa esclava griega, Zoraya.

También prosperaba el comercio con esclavos de las islas Canarias. Aunque en los años setenta, la reina Isabel había declarado que los isleños estaban bajo su protección y no podían esclavizarse, en 1488 se redujo a esclavitud a los habitantes de la isla de la Gomera, después de lo que se consideró como una rebelión, y lo mismo ocurrió en Gran Canaria en 1493, cuando Alfonso de Lugo conquistó la isla y capturó al menos a mil doscientos de sus habitantes para convertirlos en esclavos. Probablemente hizo lo mismo con algunos más en Tenerife. Las rebeliones no eran cosa grave, y su castigo estaba fuera de proporción con la protesta. Parece que los mercaderes genoveses residentes en Sevilla o Sanlúcar de Barrameda se encargaron de vender estos isleños de las Canarias.

Mas eran los florentinos quienes entonces dominaban el comercio sevillano en negros, musulmanes y canarios, por ejemplo Bartolommeo Marchionni, y los hermanos Berardi, amigos de Colón, aunque había también algunos ingleses, como Robert Thorne y Thomas Mallart. En 1496, después de la conquista y colonización de la menor de las islas Canarias, La Palma, los Berardi firmaron un contrato con Lugo, por el cual se dividían a medias, entre ellos y el conquistador, el ganado, las mercancías y los esclavos.

A finales del siglo XV, la personalidad dominante en este tráfico de esclavos era sin duda Bartolommeo Marchionni, de Florencia. Pertenecía a una familia que había comerciado mucho en Kaffá, en Crimea —gran fuente de esclavos tártaros, a comienzos del siglo XV—, y tenía el tráfico de esclavos metido en la sangre. Había ido a Portugal en 1470, como garzone, meritorio de la familia Cambini, banqueros de su ciudad natal, que tenían muchas relaciones con Lisboa, así como con el banco de los Médicis; uno de los padres de la firma, Niccolò Francesco Cambini, por ejemplo, había sido a comienzos de siglo representante de los Médicis en Nápoles. En Lisboa, los Cambini trataban con cueros irlandeses, azúcar de Madeira, seda española y cereales de Sintra y Olivenza, entonces parte de Portugal, y sin duda proporcionaban algunas de sus mercancías a los capitanes que ponían rumbo a África para comerciar con esclavos. Marchionni pronto hizo buenas migas con los otros florentinos de la gran ciudad del Tajo, como Girolamo Sernighi y Giovanni Guidetti, y realizó buenos negocios en los años 1470, cuando España y Portugal estaban en guerra. Tal vez quien le incitó a entrar en el comercio de esclavos fuese Antoniotto Uso di Mare, un genovés que veinte años antes había servido a Enrique el Navegante, comprando africanos en el río Gambia, y que murió en 1462 mientras era agente de la familia Marchionni en Kaffá. En todo caso, Bartolommeo Marchionni ayudó a financiar las expediciones africanas del «príncipe perfecto» Juan. Igual hizo su colega florentino Tommaso Portinari, con gran disgusto del señor de este último, Lorenzo de Médicis, el Magnífico, pues Portinari le dejó muchas deudas. Marchionni estableció entonces plantaciones de caña en Madeira; en 1480, el rey de Portugal les permitió, a él y a Girolamo Sernighi, presentarse como ciudadanos de Portugal, concesión excepcional en aquella época. El mismo año, el rey vendió a Marchionni por cuarenta mil cruzados el derecho de comerciar con esclavos y especias de Guinea. Así comenzó la carrera en la trata de uno de los mercaderes más proteicos de su época, cuya variedad de actividades no fue igualada en los cuatro siglos que duró la trata. La licencia de Marchionni, que incluía el derecho de comerciar con colmillos de elefante, se renovó en 1486, cubriendo esta vez el río de los Esclavos, en el golfo de Benin, y en 1495 se renovó otra vez, a cambio de nuevas y considerables sumas. El contrato, en vigor de 1493 a 1495, fijó los pagos en seis millones trescientos mil réis por año, lo que significaba un aumento del mil por ciento respecto a lo que había pagado previamente.

Ya en 1480 Marchionni tenía dos agentes en Sevilla, João y Juanotto Berardi, con licencia concedida por los Reyes Católicos. Estos florentinos eran amigos de Colón y fueron luego agentes en Sevilla de Lorenzo di Pierfrancesco de Médicis, de Cafaggiolo, cabeza de la rama más joven (y después la dominante) de los Médicis. Marchionni tenía también un representante en Florencia, Guidetti, que se ocupaba especialmente de la venta allí de teste nere (cabezas negras). A finales del siglo XVI el promedio de la importación de esclavos negros a Valencia era de doscientos cincuenta al año. Como cabe suponer, Marchionni tenía también agentes en esta próspera ciudad, los hermanos Cesare y Costantino de Barchi. El segundo vendió más de dos mil esclavos africanos, entre 1489 y 1497, al parecer todos ellos wolof, que llegaban vía Santiago, en Cabo Verde, donde los Barchi tenían una licencia. Algunos llegaban a Valencia directamente en buques portugueses que, ilegalmente, eludían todo contacto con Lisboa.

A veces había actos de piratería contra esos buques de esclavos, y los Reyes Católicos tuvieron que actuar en una ocasión contra merodeadores vascos («vizcaínos o guipuzcoanos») que se apoderaron de un navío perteneciente a «nuestro querido» Marchionni, con ciento veintisiete esclavos a bordo. La expresión sugiere que la relación de Marchionni con los Reyes Católicos era, por lo menos, tan buena como la que tenía con el monarca portugués. Después de 1497 el tráfico de esclavos decayó en Valencia, donde Cesare Barchi vendía menos de diez al año. De todos modos, tuvo sucesores en la ciudad, que trabajaban asimismo para Marchionni, como el portugués João de Brandis y el español Antonio Jacobo de Ancona, que contaba entre su cargamento esclavos de Benin. Hubo también importantes ventas de africanos en Valladolid, Toledo y Medina del Campo, así como en Barcelona y Sevilla.

El viajero alemán Tomas Münzer pasó brevemente por Lisboa en 1490 y contó que «todos los esclavos vendidos en Portugal pasaban por las manos de Marchionni y se vendían luego en todas las costas meridionales de España e Italia».12 Exageraba, pues entre 1493 y 1495 se registraron tres mil seiscientos esclavos en la Casa dos Escravos de Lisboa, pero el número que puede atribuirse de modo definitivo a Marchionni era de mil seiscientos cuarenta y ocho. De todos modos, ; era el mercader más importante de la trata, al que se consideraba «el banquero más rico de Lisboa», íntimo del rey y por esto en posición de conocer «todos sus secretos». Sin duda alguna, sus posesiones en Madeira empleaban a esclavos de las Canarias lo mismo que de África. Marchionni se interesaba por todo. Proporcionó una carta de crédito al rey João que permitió a los intrépidos Afonso de Paiva y Pedro da Covilhã ir a Etiopía en 1487; era dueño del Santiago, uno de los navíos que Vasco da Gama llevó a la India en 1498, y en 1500 proporcionó otro buque, el Anunciada, que navegó con Cabral en el segundo viaje portugués a la India, descubriendo de camino el Brasil. Por cierto que este buque se utilizó más tarde en la trata valenciana. Marchionni invirtió considerables sumas, más tarde, en otros viajes a la India, y en 1501 la flota de João da Nova no sólo incluía buques propiedad en parte de Marchionni, sino que llevaba a su primer representante en el este, Leonardo Nardi. Al parecer fue también Marchionni quien sugirió al rey Manuel de Portugal que su compatriota florentino, conocido ya como gran cartógrafo y explorador, Américo Vespucio, que había vivido en Sevilla como uno más de los corresponsales de Lorenzo di Pierfrancesco de Médicis y había estado ya una vez en el Nuevo Mundo, fuera de nuevo allí, en 1501, pero ahora por cuenta de Portugal. Lo hizo y Marchionni probablemente financió esta gran expedición que descubrió gran parte del Brasil y durante la cual Vespucio se convenció —y con él muy pronto se convencería todo el mundo— de que los europeos habían encontrado un nuevo continente y no un cabo de la India o de China.

La carrera de este personaje extraordinario nos recuerda que Max Weber y R. H. Tawney se equivocaban al pensar que los capitalistas internacionales eran un producto de la Europa protestante, la del norte. Pero su personalidad es escurridiza. No nos ha llegado ningún retrato suyo ni tampoco conocemos anécdotas que iluminen su carácter. Sin embargo, no resulta sorprendente que en el siglo siguiente este mismo florentino, Marchionni, proporcionara las primeras remesas en masa de esclavos que, con el permiso del rey de España, se enviaron al Nuevo Mundo, recién descubierto por un genovés.[72]