Los portugueses sirvieron de sabuesos para levantar la caza, y, en cuanto lo hicieron, otros se la quitaron.
WILLEM BOSMAN, 1704
Los acontecimientos ocurridos en el Algarve aquella mañana de principios de primavera de 1444, ese primer ofrecimiento a los portugueses de más de doscientos esclavos, tuvieron su origen siglos antes, durante los iniciales intentos de los pueblos europeos de explorar África.
En el siglo VI a. J. C., el faraón Necao envió una expedición mar Rojo abajo; ésta regresó, dos años más tarde, por el estrecho de Gibraltar. Herodoto nos lo cuenta, si bien existen pocas pruebas más de que se produjera esta circunnavegación en fechas tan tempranas.
Los cartagineses intentaron una expedición semejante cien años más tarde, pero por la costa oeste. Enviaron una numerosa compañía bajo el mando de Hannón, uno de los magistrados del Estado. Quizá éste fundara algunas colonias y, tal vez, más allá del río Senegal, llegara a Sierra Leona, donde descubrió una isla llena de monos, mayormente hembras. Al regresar afirmó haber fundado un puerto y haberlo llamado Cerne. El relato figura en el templo de Moloc en Cartago, pero la hazaña no tardó en olvidarse.
Posteriormente, el persa Sataspes navegó con otra flota por la costa de África occidental y encontró, según informó, personas negras de baja estatura y vestidas con hojas de palma.
Al parecer no hubo más expediciones de esta índole hasta el siglo XV. Las generaciones entre las dos épocas, carentes de curiosidad, consideraban que era imposible circunnavegar África, pues creían que el océano índico carecía de pasaje abierto. Sin duda hubo viajes árabes, pero no se sabe muy bien en qué dirección.
Durante muchas generaciones se creyó que el cabo Bojador, al sur del cabo Juby en lo que ahora es Río de Oro, constituía el non plus ultra de los navegantes; se imaginaban que más allá los marineros blancos se volvían negros y que se abría un «verde mar de las tinieblas», en el que se toparían con monstruos marinos y rocas que se convertían en serpientes; el sol despediría llamas líquidas, la neblina resultaría impenetrable y las corrientes y los bancos de coral harían imposible la navegación. Así y todo, nadie sabía con certeza dónde se hallaba el cabo Bojador y algunos hasta lo confundían con el cabo Juby.
Los italianos, el pueblo más ilustrado de Europa a finales del Medievo, iniciaron una nueva era de descubrimientos. En 1291, Ugolino y Vadino Vivaldi y, probablemente, Teodosio Doria, de Génova, emprendieron viaje con una flotilla de galeras, con el propósito de llegar a la India por África occidental. Decían querer superar a los venecianos, que se habían hecho con el control del comercio del este a través de Egipto. Establecieron, pues, el programa, por así decirlo, de la ambición náutica de los siguientes doscientos años. Perdieron sus barcos, si bien el recuerdo del intento no se borró, aunque hay quienes han sugerido que iban rumbo al oeste, hacia el Nuevo Mundo, en lugar de al sur, rumbo al Viejo. Luego, hacia 1320, otro genovés, Lanzarote Malocello, un capitán aventurero que tenía tratos con Cherburgo, en el remoto canal de la Mancha, con los Países Bajos y con la cercana Ceuta, en Marruecos, fue en busca de los Vivaldi y plantó una bandera española en las islas Canarias (conocidas en la antigüedad como islas Afortunadas o Jardín de las Hespérides, y nunca olvidadas del todo). A una de las islas del archipiélago, Malocello le puso su nombre de pila, nombre que aún conserva. Esto despertó el interés de otras ciudades mediterráneas. El florentino Boccaccio habla de un viaje realizado hacia 1340 a África occidental por un grupo de aventureros españoles, portugueses, genoveses y florentinos (bajo el mando de Angiolino del Teggia, de Florencia), quienes se comunicaban entre sí silbando. De regreso a Florencia llevaron cuatro habitantes de Tenerife, guanches —a los que, es de suponer, esclavizaron—, así como secoyas, pieles de cordero y sebo.
En esos tiempos, los comerciantes judíos de Mallorca trataban mucho con sus correligionarios de los puertos de África septentrional. Recordemos que estos judíos tenían más libertad de movimiento en el mundo árabe que los cristianos. Eran orfebres en Fez y establecieron comunidades judías más al sur, incluso en los oasis del Sahara; en ocasiones se casaban con bereberes o negros, como los fulani o fulbé de Senegambia. Había también comerciantes catalanes en el sultanato de Tlemcen, a sesenta y cinco kilómetros de la costa mediterránea, cerca de Orán.
Así pues, en España se disponía de mucha información y los famosos cartógrafos de Mallorca hicieron buen uso de ella. En 1339, Angelino Dulcert, probablemente de Palma, pudo trazar una carta marina en la que situó certeramente al monarca africano, Mansa Musa de Malí, conocido por su riqueza y por la extravagante hadj (peregrinación) de 1324 que ya hemos mencionado. Dulcert incluyó un «camino a la tierra de los negros», así como un «rey sarraceno» más allá del monte Atlas que poseía minas «en las que abunda el oro».[42] ¡Deslumbradora idea! De modo que no es de sorprender que Jaume Ferrer, también de Mallorca, emprendiera un viaje en 1346 para buscar el río de Oro del que tanto se hablaba (el territorio conocido hoy día por ese mismo nombre); no obstante, al igual que los Vivaldi y Doria, Ferrer desapareció.
Al otro lado del Mediterráneo, en Aragón, un franciscano anónimo describió en un libro un viaje imaginario por la costa norteafricana hacia ese río de Oro que parecía llevar a la supuesta tierra del preste Juan, un legendario emperador cristiano aislado de Europa por los infieles musulmanes; esa tierra era Etiopía, cuyos monarcas habían ingresado, efectivamente, en la Iglesia cristiana casi desde el principio de la existencia de ésta (san Agustín escribió: «Aethiopia credit Deo»). Como muchos otros, el franciscano confundió Etiopía (sinónimo de África) con Malí, aunque gran parte de la obra es correcta. No mucho después, en 1400, Cresques Abraham, también mallorquín, llamó la atención, en un mapa sorprendentemente preciso (el «Atlas catalán», como se le conoce), hacia un desfiladero en el sistema montañoso del Atlas y escribió que por allí pasaban los comerciantes que venían de las tierras de los negros de Guinea.[43]
Las expediciones a las islas Canarias no se hacían exclusivamente por el oro: en el siglo XIV en ocasiones llevaban isleños a puertos portugueses y andaluces, donde los vendían como esclavos. En 1402, Jean de Béthencourt y unos amigos franceses, que también iban a Río de Oro y conquistaron las mayores islas del archipiélago en nombre de la corona de Castilla, llevaron esclavos indígenas a Sevilla, que fueron vendidos en Cádiz, y llevados, al parecer, a Aragón, aunque algunos acabaron su vida en Génova.
El hito de los viajes europeos a África occidental tuvo lugar en 1415, cuando los portugueses organizaron una expedición militar y se apoderaron de Ceuta, a la sazón uno de los principales puertos comerciales de la costa meridional del Mediterráneo y punto en el norte donde acababan varias rutas de caravanas de África. Existen registros que demuestran que para entonces Génova y Ceuta llevaban doscientos cincuenta años comerciando entre sí, y cabe la posibilidad de que fueran los genoveses quienes sugirieran la conquista, si bien la decisión de atacar se fundamentaba en numerosos motivos, entre ellos las ambiciones políticas de los príncipes portugueses y un muy desarrollado sentido del destino que les inspiraba la literatura caballeresca. Se dice que estos infantes medio ingleses —el futuro rey Duarte y su hermano Enrique el Navegante, que con su padre, el rey Juan I, se habían ganado las espuelas de caballero con esta empresa—, obtuvieron detalles de unos prisioneros moros acerca del paso de caravanas de comerciantes y camellos que llevaban, entre otras cosas, cuentas fabricadas en Ceuta y las cambiaban por oro y esclavos en Timboctú, a orillas del Níger, y en Cantor, a orillas del Gambia; esta noticia inspiró a Enrique la idea de buscar las tierras por mar.[44]
Si no conocía ya su existencia, en Ceuta también supo que había esclavos negros de Guinea, pues en la batalla observó, al igual que muchos portugueses, la especial proeza de un africano alto, uno de los innumerables guerreros esclavos en quienes los monarcas musulmanes confiaban tanto.
Enrique el Navegante es un pionero en la historia de la trata transatlántica. Podría decirse que era un europeo representativo de su época, puesto que tenía antepasados ingleses —por su abuelo materno, Juan de Gante— y además, por sus venas corría mucha sangre española y francesa. Sin embargo, es un héroe singularmente evasivo, un soltero gregario al que no le gustaban ni las mujeres ni el vino; un patriota, pero más un hombre de negocios que un príncipe típico. No obstante, era persistente y enérgico, así como encantador y tolerante; tan curioso como fanático religioso; austero, si bien combinaba el orgullo del noble con la determinación del empresario; pese a su robusta figura tostada por el sol, probablemente nunca consiguió deshacerse de la humillante influencia de una dominante madre inglesa que, según se decía, consideraba asquerosa la corte de Lisboa, que abandonó para ingresar en un convento.
Como debieron anticipar los portugueses tras la caída de Ceuta, los musulmanes cambiaron el que era su principal centro comercial de África meridional a otros lugares, de modo que las rutas del Sahara no cayeran bajo el control de los portugueses. No obstante, el infante Enrique decidió que se podía llegar por mar a la costa de Guinea, fuente del oro africano (quizá influyeran en esta decisión los cosmógrafos florentinos, como le ocurriría posteriormente a Colón). Además, acaso consiguiese otros beneficios comerciales que, a la larga, merecieran una exploración; quizá la esperanza de obtener esclavos entrara en sus cálculos, y los pimientos («granos del paraíso» o malagueta) de lo que más tarde sería la Costa de los Cereales (aproximadamente la Liberia moderna) ya figuraban en los mercados europeos gracias al comercio transahariano.
De hecho, el «oro de Guinea» se producía en zonas remotas: cerca del Alto Senegal; en Bambuk, entre el Senegal y el Falémé, y a unos trescientos kilómetros de allí, en Bure, cerca de la confluencia del Níger y su afluente, el Tinkisso. Otros yacimientos de oro se hallaban en los bosques de lo que más tarde se conocería como Ashanti, y en Lobi, en la parte alta del Volta Negro. Los portugueses, no obstante, imaginaron que podían llegar a estos sitios mágicos por mar.
Al infante Enrique no se le ocurrió la posibilidad de una expedición por tierra para hallar las fuentes del oro de Guinea; por suerte, pues habría fracasado, como habían fracasado las expediciones árabes y moras, de los siglos VIII y XI, respectivamente, desde Sijilmasa por el antiguo camino de las caravanas.
El infante Enrique estableció su cuartel general en el cabo San Vicente, en el extremo sudoeste de Portugal, en Sagres, donde construyó un palacio, una capilla, un observatorio y una aldea para los trabajadores. La idea de que reunió en torno suyo a cosmógrafos y astrónomos no es sino una leyenda, pero sí que contaba con los servicios de expertos como Jaime Ribas, distinguido cartógrafo catalán. Además, ordenó la extensión del puerto de Lagos, a unos treinta y tres kilómetros al este de Sagres, donde se construyeron los mejores barcos de vela que circularan por los mares, como los describiría posteriormente el veneciano Ca’da Mosto.[45]
El infante Enrique financió sus hazañas en parte gracias a sus propias y astutas inversiones —por ejemplo, en el monopolio de la pesca de atún en la costa del Algarve y en una pesquería en el Tajo—, y en parte gracias a subvenciones de la Orden de Cristo, una orden caballeresca fundada en Portugal a fin de continuar la guerra contra el islam en su propio territorio con fondos obtenidos de los templarios cuando éstos fueron disueltos un siglo antes. Una de las ventajas del cargo que el infante ostentaba en ella, el de gran maestro, era que le correspondían las ganancias de las ferias que la orden celebraba en Tomar, así como el alquiler de casas y tiendas en torno al recinto ferial.
Sus primeras empresas consistieron en apoderarse de la isla de Madeira y del archipiélago de las Azores, todos ellos despoblados. Quizá ocupara Madeira para evitar que los españoles lo hicieran, un motivo de extensión imperial que se repetiría a menudo en la historia de Europa. Se convirtió en gobernador (ausente) de la isla y desde entonces la administró. Tanto Madeira como las Azores fueron colonizadas por los portugueses del Algarve y por algunos flamencos; de hecho, el primer gobernador del archipiélago fue el flamenco Jacôme de Brujas y por ello durante un tiempo se las conoció como las islas Flamencas. Madeira y las Azores proporcionaban tintes, entre ellos una resina conocida como «sangre de dragón», y orcina, obtenida de un liquen. Madeira ofrecía también cera y miel, además de la madera de sus abundantes bosques (su nombre, de hecho, deriva de la voz portuguesa que significa madera). Como las Azores, en ella no había hombres que conquistar, pues estaba deshabitada, una situación de la que los colonos eran tan conscientes que los primeros niños que en ella nacieron se llamaron Adán y Eva.
Al infante Enrique siempre le interesaron tanto estas islas atlánticas como África, pues suponían una fuente segura de ingresos, en tanto que las empresas africanas eran más bien especulativas. No obstante, continuó enviando expediciones a la costa africana, hasta el cabo Juby, donde Béthencourt atracó unos días tras conquistar las Canarias (el cabo Juby se ve desde la isla canaria de Fuerteventura). En 1434, a Gil Eannes, oriundo del Algarve y uno de los mejores navegantes de Portugal, se le encargó ir a buscar oro más allá del cabo Bojador, en «mares en los que nadie había navegado antes», según Camoẽs, si bien es posible que algunos genoveses ya lo hubiesen hecho, como lo habían hecho, por supuesto, Hannón y sus marineros. Sin duda Gil Eannes viajó en una barca de aparejo cuadrado y un solo mástil con puente parcial, si es que tenía puente, de apenas unas treinta toneladas, fondo plano, poco calado y una tripulación de unos quince hombres que, es de suponer, remarían gran parte del tiempo, o sea, la misma clase de barco utilizado antes en intentos infructuosos de rodear el promontorio (dondequiera que éste se hallara).
Eannes rodeó lo que creía ser el cabo maligno y se encontró con que sus marineros no se volvían negros, que «el verde mar de las tinieblas» era, ese día, tan fácil de cruzar como las aguas de su país, que el sol no despedía llamas líquidas y que hasta las corrientes y los arrecifes parecían navegables, a condición de no acercarse demasiado a la costa. De vuelta a Portugal, Eannes llevaba un ramito de romero recogido en la costa meridional del cabo.[46]
El romero no suponía gran mercancía con la que comerciar, pero un año después Eannes emprendió viaje de nuevo, acompañado ahora por Afonso Gonçalves Baldaia, el copero real, y alcanzaron un punto a unos doscientos cincuenta kilómetros al sur del cabo, donde descubrieron con gran satisfacción huellas, tanto de hombres como de camellos; lo llamaron Angra dos Ruivos (cala de los rubios, ahora bahía Granate). En 1436, Gonçalves Baldaia encabezó otra expedición y, después de que dos de sus hombres entablaran una lucha sin sentido con algunos habitantes, llegó por fin al tan buscado Rio do Ouro (Río de Oro), una bahía y no un río que, además, no constituía el centro del comercio de oro. Siguió avanzando; únicamente se detuvo en una roca que llamó Punta Galha (ahora Piedra de Gala), poco antes de un promontorio que pronto se conocería como cabo Branco (Blanco).
Durante varios años después de 1436, el infante Enrique tuvo que ocuparse de asuntos más próximos, como el desastroso sitio de Tánger. No obstante, en 1441, dos nuevos capitanes portugueses, Antão Gonçalves y Nuno Tristão, salieron por separado rumbo a cabo Blanco, nombre que le dieron por sus playas de arena blanca. (Se encuentra en el extremo norte de lo que es ahora Mauritania). Aquí, por primera vez, se alzaban unas lomas en el desierto, si bien a primera vista no se divisaba sino arena. Sin embargo, al sur del cabo encontraron un mercado administrado por comerciantes musulmanes y una parada para los camellos y las caravanas que venían del interior. Los habitantes eran negros, si bien, por ser musulmanes, vestían al estilo moro, con turbantes y túnicas blancas. Aquí los portugueses recibieron una pequeña cantidad de polvo de oro, así como huevos de avestruz; además capturaron a unos africanos negros, doce en total, para llevarlos de vuelta a Portugal, algo que Gonçalves siempre había deseado (sería hermoso, había dicho a sus hombres, que pudiesen capturar a algunos nativos para presentárselos a su príncipe, el infante Enrique).[47]
Estos negros eran casi todos azanaghi, como lo serían aquellos ya mencionados, vendidos en Lagos en 1444; parece que no los querían como esclavos —aunque una mujer, posiblemente de Guinea, lo era—, sino como objetos para enseñarlos al infante Enrique, como haría Colón, cincuenta años después, con los indios que llevó a España después de su primer viaje al Caribe.
Los azanaghi habían mantenido contacto con Europa mediante el comercio con el reino musulmán de Granada y, gracias a los comerciantes genoveses de Málaga, importaron tantas tazas de porcelana fabricadas en Venecia que éstas se convirtieron casi en divisa.
En Portugal nadie mostró especial interés en ellos, pues como hemos demostrado ampliamente, los esclavos negros ya eran conocidos; ya en 1425 un buque portugués se había apoderado, cerca de Larache, de un barco que transportaba esclavos negros, cincuenta y tres hombres y tres mujeres, todos de Guinea, y todos vendidos obteniendo buenos beneficios en Portugal. Sin embargo, según el servil y adulador cronista Zurara, la alegría de su «sagrado infante» Enrique debió de ser inmensa, no por la cantidad de cautivos, sino por la esperanza que esto suponía de otros en el futuro.[48]
Entre estos nuevos cautivos, Adahu, jefe de una tribu, hablaba árabe y negoció su propia liberación, así como la de un muchacho de su familia; a cambio de que los llevaran de regreso a donde los habían encontrado, entregaría varios esclavos negros.
De modo que, al año siguiente, 1442, Gonçalves regresó a cabo Blanco y, de allí, o de la bahía de Arguin, justo al sur del cabo, trajo a su país no sólo polvo de oro de África occidental, sal fina y unos cuantos huevos de avestruz, sino también unos diez africanos negros, «de varios países» (o sea, es de suponer que de muy lejos de ese lugar), que al parecer le regaló un árabe montado sobre un camello blanco. Para los europeos resultó evidente que cabo Blanco, la bahía de Arguin, al sur, y sus islas, constituían importantes puntos comerciales.
Esta noticia aumentó el interés del príncipe Enrique, para quien cualquier esclavo, blanco o negro, comprado a un africano suponía un alma salvada de una suerte peor que la muerte. Así pues, el año siguiente, 1443, Nuno volvió a anclar en una isla de la bahía de Arguin. Allí encontró «un número infinito» de garzas blancas, de las que él y su tripulación dieron buena cuenta, probablemente en un estofado; además, capturaron a catorce hombres en canoas que remaban con los pies. Tristão y sus hombres no vieron razón alguna para negociar su compra y los convirtieron en esclavos, sin más. Más tarde añadirían otros quince cautivos; la tripulación lamentó que su barco fuese demasiado pequeño para llevar todo el cargamento que deseaban.[49]
Un año más tarde, en 1444, Langarote de Freitas creó su compañía de comercio con África en Lagos. El comercio con África era un monopolio real, de modo que De Freitas, como otros después, tuvo que obtener primero el permiso real para viajar. Lo acompañaba Gil Eannes, el primer capitán que llegó más allá del cabo Bojador.
Existen varias razones por las cuales los portugueses fueron los primeros europeos en emprender estos interesantes viajes. Los suyos fueron, en cierto sentido, los mares en que se hicieron los primeros descubrimientos, aun cuando los compartieran con Castilla, y ésta, en el siglo XV, era una tierra centrada en sí misma, siempre al borde de una guerra civil. Lo mismo ocurría con Inglaterra, que a principios del siglo XV luchaba por conservar sus posesiones en Francia, y en la segunda mitad estaba dividida por un conflicto fratricida entre los primos del infante Enrique. Portugal era un país marítimo; pequeñas aldeas pesqueras salpicaban sus costas; gracias a los visitantes judíos y genoveses, los mercaderes portugueses habían adquirido respeto por los mapas, así como por las brújulas magnéticas, al parecer un invento italiano del siglo XII.
Entretanto, la familia Pessagno de Génova administraba, desde 1317, la flota portuguesa; su contrato con el rey de Lisboa precisaba que éste debía disponer siempre de veinte capitanes genoveses con experiencia (durante un tiempo, Lanzarote Malocello, el que redescubrió las islas Canarias, fue uno de ellos).
Por añadidura, los portugueses eran buenos constructores de buques. Fueron ellos quienes modificaron el barco moro que, desde hacía tiempo, navegaba desde África noroccidental; el resultado fue la carabela de velas latinas que podía navegar mejor que cualquier otra contra el viento aunque no era tan útil con el viento en popa como la de velas cuadradas. Desde hacía generaciones los pescadores portugueses también faenaban en las costas moras. El país contaba con una confiada clase media, cuya influencia aumentó a finales del siglo XIV con la destrucción de la antigua nobleza en las guerras civiles. Los monarcas de la familia Aviz, por cuyas venas corría la sangre de un bastardo, habían favorecido a los mercaderes mediante una serie de concesiones fiscales, y el extraño capitalismo que de ello derivó significaba que, en el extranjero, los mercaderes portugueses eran en realidad cónsules reales. Portugal no estaba aislada, ni mucho menos: había tantos mercaderes lusos en Sevilla a principios del siglo XIV, que en esta ciudad existía una calle llamada «calle de los portugueses». El país entero parecía un muelle entre dos mares, pues en Lisboa u Oporto los europeos del norte conseguían productos mediterráneos, como bacalao seco, aceite de oliva, sal, vino y almendras. En Lisboa, además de los genoveses, había también mercaderes ingleses, flamencos y florentinos y ya en 1338 los bardos de Florencia contaban con privilegios corsarios especiales, es decir que podían capturar hombres en el mar y pedir su rescate en África septentrional.
A partir de 1444, en cada capítulo de su historia, Zurara menciona el secuestro de un creciente número de africanos por capitanes portugueses, en latitudes cada vez más meridionales. «De cómo regresaron a la costa y de los moros que cogieron» y «de cómo cogieron a diez moros» son títulos típicos de los capítulos; según su descripción de los acontecimientos, diríase que los portugueses llevaban a cabo una gran hazaña, la de ganar almas nuevas para Dios. Poco más tarde, Ca’da Mosto, el aventurero veneciano que viajaba con los portugueses, escribiría que las carabelas portuguesas, a veces cuatro, a veces más, llegaban bien armadas al golfo de Arguin; desembarcaban de noche y tomaban aldeas de pescadores por sorpresa.
Poco de innovador tenía la técnica empleada en estas capturas, heredada de los asaltos a los moros en Portugal o en España, pues este aspecto de la aventura africana no lo previeron quienes la iniciaron. Después de todo, se había dado por sentado que al sur del desierto existía una gran monarquía cristiana. Sin embargo, la historia de los primeros descubrimientos occidentales en la costa africana iba de la mano con la de una nueva trata atlántica, que proporcionó dinero al infante Enrique y a otros que promovían las expediciones. En ocasiones, las capturas resultaban fáciles; pero Zurara describe otra en la cual costó mucho capturar a los que nadaban, pues se zambulleron como cormoranes; la captura del segundo hombre significó la pérdida de los demás, pues era tan valiente que dos hombres, aunque muy fuertes, no pudieron subirlo al barco hasta no haber cogido un gancho y habérselo clavado encima de un ojo; el dolor que esto le causó le hizo perder valor y se dejó meter en el barco.[50]
Estas empresas continuaron siendo privadas y los mercaderes debían obtener el permiso de la Corona, o sea, del infante Enrique. La mayoría de nuevos empresarios eran comerciantes de Lisboa, si bien en 1446 el obispo del Algarve equipó una carabela destinada a la trata (formó parte de una expedición de nueve barcos). Un notario acompañaba siempre estas expediciones, enviado por el infante Enrique con el fin de asegurarse que recibiera su quinto del botín.
La captura de los codiciados africanos no retrasó los descubrimientos científicos, dado que con ella se financiaba la exploración. Así pues, en 1444, Dinis Dias, capitán con mucha imaginación, descubrió el Senegal, el primer río tropical hallado por los europeos y ciertamente el más largo que los portugueses hubiesen encontrado desde su salida del Mediterráneo. Llevaba al más rico de los yacimientos de oro de África occidental (puesto que partía directamente desde él), desde donde se llevó a cabo «el silencioso comercio del oro». Dadas las impetuosas corrientes que provocaba en el mar y a su comportamiento en verano, los portugueses, como muchos otros de la época, supusieron que se trataba de un brazo del Nilo. Fue en una isla de la parte baja del Senegal donde el tuareg Ibn-Yasin ideó, cinco siglos antes, la austeridad popular del movimiento almorávide de la que derivó la formidable conquista de España y Portugal a principios del siglo XII.
La ribera septentrional del río era territorio azanaghi; en la ribera meridional, al menos cerca de la desembocadura, habitaban, en los años cuarenta del siglo XV, poblaciones relativamente extensas de wolof y sereres. A partir de entonces, los portugueses vieron el Senegal, identificado con dos palmas en la ribera meridional, como la línea divisoria de África occidental, la que separaba a los moros de «la tierra fértil de los negros», en palabras de Ca’da Mosto, según el cual resultaba realmente maravilloso que, más allá del río, todos los hombres fueran negros, altos y fornidos, de cuerpo bien formado, y que la tierra fuese toda verde, llena de árboles y fértil, mientras que, al otro lado, los hombres fueran morenos, delgados, malnutridos y bajos.[51]
El territorio entero suponía un placer para los portugueses, ya que allí encontraron algo de la tierra prometida que esperaban, o sea, campos cultivados, una sabana tropical y nativos muy distintos de los ya conocidos del Mediterráneo y que les ofrecían carne de elefante para comer y marfil para llevar a casa. Ca’da Mosto dijo del rey de los wolof, un joven más o menos de su misma edad, que era pobre y para sobrevivir asaltaba a sus vecinos y vendía los cautivos a mercaderes moros o incluso azanaghis.
Dias siguió avanzando y descubrió un hermoso promontorio cubierto de árboles que se adentraba mucho en el océano; allí terminaba el desierto y se iniciaba el frondoso trópico. Lo llamó Cabo Verde. Allí también empieza el equinoccio, pues aquí los días son siempre tan largos como las noches. Al llegar a la isla de Gorée, unos kilómetros más al sur (las llamó Ilha da Palma), cerca de lo que es ahora Dakar, se dio cuenta de que a partir de allí la costa de África doblaba hacia el este.
Para entonces los africanos, que ya estaban aprendiendo a defenderse de los europeos, usaban con inteligencia sus chalupas de madera (fabricadas con troncos de árboles), que no dependían de los vientos pues se movían con remos. Uno de los protegidos del infante Enrique, Gonzalo de Sintra, que había sido el que lo ayudaba a meter el pie en el estribo, perdió la vida cuando buscaba esclavos en una de estas expediciones, como le ocurrió también a uno de los primeros exploradores, Nuno Tristão. Un noble danés, Vallarte, el primer norteuropeo que navegó hacia África occidental y que formaba parte de la corte del infante, fue capturado y muerto cerca de Gorée, en 1448. La tierra prometida, pues, ofrecía numerosas trampas. Además, no todas las expediciones constituyeron un éxito financiero; en 1445, una armada de veintisiete barcos reunida en varios puertos portugueses —Madeira, Lisboa y Lagos—, capitaneada por Langarote de Freitas, navegó mucho tiempo cerca de la costa y regresó con apenas sesenta esclavos.
Pronto los portugueses se dedicaron a comprar esclavos en lugar de capturarlos. Al parecer, quien inició la práctica fue un capitán llamado João Femandes, siguiendo órdenes explícitas del infante Enrique. En 1445 ofreció quedarse en la costa de la bahía de Arguin para recabar información, intercambiándose provisionalmente con un viejo jefe de la región; de hecho, permaneció un año en África, se granjeó la confianza de los pueblos locales y se enteró de los mercados en los que podían conseguirse oro y esclavos a cambio de artículos europeos muy modestos. Un año después diría a Antão Gonçalves, quien lo relevó, que había conocido a Ahude Meyman, mercader musulmán que deseaba vender los esclavos negros que poseía. Gonçalves compró nueve de estos negros, así como algo de polvo de oro, a cambio de algunas cosas, pequeñas y de poco valor, que agradaron al jefe. Esta transacción —la primera de las miles que los europeos llevarían a cabo en los cuatrocientos años posteriores— tuvo lugar en Arguin.[52]
Con estos acontecimientos acaecidos en la costa oeste africana los portugueses conocieron un interesante fenómeno, el del mercader musulmán que era, a la vez, hombre santo: libres, austeros en su modo de vida, y por lo general las únicas personas de la región que supieran leer y escribir, estos mercaderes practicaban la endogamia, eran autosuficientes y estaban bien informados. Si bien los portugueses los describían como moros, muchos eran negros y solían constituir un Estado dentro de un Estado (cualquiera que fuese este último); practicaban estrictamente el islam y vendían paganos negros como esclavos, aunque también, muy de vez en cuando, bereberes musulmanes. La creencia en el islam suponía una útil comunicación, a través de largas distancias, con otros mercaderes; nada demuestra mejor la naturaleza cosmopolita del islam que el hecho de que el viajero (o romancero) del siglo xiv, Ibn-Battuta descubrió en Sijilmasa, en el sur de Marruecos, que su anfitrión era hermano de un hombre al que conociera unos años antes en China.
Sin duda, los esclavos que estos mercaderes ofrecían a los portugueses solían ser —como lo era la mayoría, tanto en esa región como en otras, como lo habían sido en la antigüedad y en la España medieval— prisioneros de guerra o de razias. Hacía tanto tiempo que utilizaban a los tuaregs para asaltar los principados negros del sur a fin de conseguir esclavos que, a primera vista (incluso en el siglo XIX), los hombres libres parecían «blancos» o bereberes, y los esclavos, negros. Sin embargo siempre había algunos esclavos «blancos», algunos de los cuales habrían sido castigados por crímenes con la pérdida de libertad o habrían sido vendidos por sus padres. Si los portugueses no hubiesen comprado los cautivos ofrecidos por los mullahs, éstos los habrían vendido a los tratantes del Sahara, ruta por la cual algunos podrían haber acabado en España o Portugal, como había ocurrido ya con algunos esclavos de África.
Sólo podemos imaginar la actitud de los africanos respecto a transacciones de esta índole con los europeos. El que un gobernante vendiera a alguien de su pueblo sería considerado un severo castigo; cuando los reyes u otros jefes africanos vendían prisioneros de guerra, los consideraban como forasteros, gentes cuya suerte carecía de importancia y a las que quizá odiaran, pues no existía sentido de parentesco entre los distintos pueblos africanos. La situación de estos prisioneros en la sociedad, fuera como fuese que los conseguían, era la peor de todas y hasta en África los habrían empleado en los trabajos más duros, por ejemplo en las minas de oro.
En 1448 unos mil esclavos ya habían sido trasladados por mar a Portugal o a las islas portuguesas (Azores, Madeira). La mayoría se obtuvo gracias a expediciones con financiación privada, una o dos por genoveses como Luca Cassano —el primer tratante no portugués del Atlántico, quien se asentó en la isla Terceira, de las Azores—. Con el fin de prestar servicio a la trata se estaba construyendo tanto un fuerte como una factoría (terminados en 1461) en la mayor de las islas de la bahía de Arguin; era un lugar austero entre el océano sin límites (eso parecía en esos tiempos) y las arenas del Sahara, si bien contaba con una buena provisión de agua y, durante un siglo, fue la puerta europea más importante al Sahara occidental. Arguin revivió el modelo fenicio de factoría fortificada, pero también fue el precursor de una cadena de depósitos semejantes a lo largo de las costas africanas. Su construcción permitió a los portugueses apoderarse con regularidad de al menos parte del oro de Bambuk, a orillas del río Falémé, que en el pasado se llevaba a través del Sahara hasta la costa norteafricana. Aparte de esto, la trata, así como el comercio de oro y otros artículos, se efectuaba, como ocurriría durante siglos en numerosos lugares frente a las costas africanas, del barco a la costa.
Los indígenas de estos territorios —los wolof y los sereres al sur del Senegal— se sorprendieron sin duda ante ciertos aspectos de las empresas portuguesas; por ejemplo, algunos creían que los botes eran peces y otros, que eran aves, o quizá simplemente fantasmas. No obstante, a fin de cuentas, los portugueses querían comerciar, comprar esclavos, polvo de oro o cualquier otro objeto de interés, y sus exigencias pedían más continuidad que innovación. ¿Acaso no estaban los árabes acostumbrados a cambiar caballos bereberes por esclavos? Los portugueses los imitaron. En los años 1450, en el primer relato realista de un explorador en África occidental, Ca’da Mosto contó que había recibido diez o quince esclavos en Guinea a cambio de un caballo, precio que quizá fuese demasiado alto para quienes recordaran la ley Sálica según la cual un esclavo valía un semental y una esclava, una yegua. (No obstante, en el imperio Ovo se cambiaban todavía más esclavos por caballos árabes). No es de sorprender, pues, que Ca’da Mosto escribiera posteriormente que fue a comerciar en «Guinea» porque con este nuevo pueblo un soldo se convertía en siete o diez. (Su familia se había arruinado en Venecia).
Estos intercambios tuvieron por resultado, naturalmente, un incremento de caballos en la zona, de modo que a finales de siglo, en su capital a trescientos veinte kilómetros tierra adentro, el rey de los wolof (señor de cinco pueblos costeros) creó una potente fuerza de caballería, si bien para entonces los precios habían bajado y los portugueses se veían obligados a pagar un caballo por seis o siete esclavos.
A mediados de los años cincuenta del siglo se había llegado a un arreglo satisfactorio para extender la trata africana y se cambiaban esclavos por otros productos de numerosos países europeos (tela de lana y de lino, plata, tapices y cereales). En opinión de Ca’da Mosto, en ese decenio se exportaban mil esclavos anuales a Europa desde la costa africana.
El veneciano pasó un par de días con el rey wolof, Damel Budomel, de Cayor, en el Senegal, que trataba a sus súbditos con arrogancia, les obligaba a presentarse desnudos ante él, a postrarse y a echarse tierra por encima de los hombros; se hacía acompañar por doscientas personas y, siempre según Ca’da Mosto, parecía dotado de una buena capacidad de razonamiento y un profundo conocimiento de los hombres. En su reino, la esclavitud constituía un castigo hasta para delitos menores.[53]
En un mercado local, hombres y mujeres se apiñaron en torno al veneciano y le frotaron con saliva para ver si su piel blanca era tinte o carne. Budomel le preguntó si conocía algún medio por el cual satisfacer a muchas mujeres, información por la que ofreció una cuantiosa recompensa.
El viajero veneciano llegó posteriormente a la desembocadura del río Gambia. Esta segunda vía navegable descubierta por los europeos permitía a los viajeros penetrar el interior del continente, pues era lo bastante profunda para que un barco de un calado de cuatro metros y medio navegara más de doscientos cincuenta kilómetros tierra adentro. Es mucho más manejable que el Senegal, su hermano del norte. Su estuario era conocido por la sal que dejaban sus mareas, esa sal tan deseada en el interior; además, cruza muchos kilómetros de campos planos en los que apacentan tanto animales domésticos como salvajes; junto a su fuente, se encuentran las montañas de Bure, en la cabecera del Níger, que de veras contenían oro, metal que se obtenía en Cantor, una ciudad con mercado a orillas del Gambia.
Al año siguiente, en 1456, Ca’da Mosto regresó y en esa ocasión navegó sesenta millas Gambia arriba, con la intención de llegar a las tierras de los songhai. Alcanzó Battimausa, una pequeña ciudad gobernada por un vasallo del emperador de los songhai, donde el río medía todavía un kilómetro y medio de ancho; su activo ambiente comercial le recordó el «Ródano cerca de Lyon». Allí comerció mucho e incluso adquirió esclavos, además de acompañar al jefe de los nomis a cazar elefantes cerca de la desembocadura del río. Observó que utilizaban caballos, aunque de éstos tenían «muy pocos».
De nuevo en mar abierto, Ca’da Mosto dobló hacia el sur y vio más ríos; no emprendió el camino de regreso hasta haber llegado al que llamó Río Grande, ahora conocido como Geba; desde allí veía las islas Bisagos, que constituirían una de las principales fuentes de esclavos para muchas generaciones de europeos.
Este inteligente viajero pidió al implacable emperador de los songhai, Sonni Ali, permiso para enviar una misión a Timboctú, si bien la idea no resultó. ¿Cómo podía interesar a Sonni Ali, aquel tirano, libertino y canalla, según la descripción de Es-Sadi, historiador de Sudán occidental, comerciar con los europeos blancos? Sus principales socios comerciales eran los árabes del Magreb, a quienes podía vender muchos más eunucos y otros esclavos que a los portugueses con sus bonitos barcos.[54]
Por entonces, al sur del río Gambia y también al sur de los reinos de los wolof, los «estados» costeros de África eran pequeños, a menudo de apenas entre dos mil quinientos y cinco mil kilómetros cuadrados, y rara vez consistían en más de una entidad, aunque con varios asentamientos autónomos parcialmente dependientes. Esto era cierto sobre todo en el territorio situado entre los ríos Gambia y Sierra Leona, donde las ciudades de reducidos grupos étnicos como los baga, los pepel, los diola y los balante no eran realmente más que grandes aldeas, kraals, de unas cuarenta casas. Había algunas en las que los portugueses podían, sin bochorno, referirse al jefe como rey, si bien la forma de gobierno más habitual parece haber sido lo que Ca’da Mosto llamó despotismo de la casta más rica y poderosa.
Los portugueses negociaban siempre con los gobernantes locales, ya fueran importantes o no, y éstos formaban una especie de alianza con los recién llegados, ocupados ambos en las ganancias del comercio. Los pueblos de la región al sur del Sahara con los que hacían tratos los portugueses no eran, ni mucho menos, primitivos: hilaban y usaban algodón y lino, pescaban en ligeras canoas bien construidas (elemento esencial de su vida económica), llevaban siglos practicando la alfarería, los mandaban jefes reconocibles, y, por supuesto, comerciaban. Hacía tiempo ya que los artículos de algodón constituían un objeto de comercio habitual en el interior de Senegambia; al escribir acerca de Malí en 1068, un observador comentó que «cada casa tenía su algodonero»; intercambiaban «telas de fino algodón», a menudo por sal, el producto de la costa que los imperios de las sabanas del interior más preciaban por no disponer de ella.[55] También hacían trueques con mijo, pescado, mantequilla y carne, así como con tintes del índigo. En el Alto Senegal la resina de las acacias era producto corriente en los mercados. El hecho de que el plátano, al parecer originario de Asia, hubiese llegado a África occidental antes que los europeos sugiere una conexión internacional de mayor alcance.
Ya muy en el interior, había Estados mucho más formidables, y los había habido durante varias generaciones, sobre todo el imperio de los songhai; sobre las ruinas de Malí, que con sus diez mil jinetes se iba desintegrando por momentos, los songhai habían establecido un imperio que dominaba casi todo el Sudán occidental. Se trata de una de las empresas políticas más suntuosas emprendidas en toda la historia de los negros. La capital, Gao, a orillas del Níger central, era una extensa ciudad sin murallas, en cuyos mercados se vendían esclavos, obtenidos mediante incursiones en pueblos vecinos, así como caballos, telas escarlatas de Venecia, estribos, sillas de montar, bridas y oro —y esto mucho antes de que los portugueses empezaran a comerciar en la costa. Como el imperio maliense —y el ghanés que lo precedió—, el de los songhai controlaba el comercio entre África occidental y África septentrional. Obtenían los esclavos de las tierras de los «infieles», o sea, los que no eran musulmanes. Los songhai alardeaban de que en un sólo día un príncipe podía llevar a cabo una razia en el sur y traer mil esclavos, para ser usados en las granjas reales cuando no los vendían a los árabes del Magreb.
A nadie le pareció importante o indignante que los portugueses establecieran una pequeña feitoria (factoría) en Arguin, y que exportaran unos cuantos millares de esclavos.
Como correspondía a un pueblo imperial, los songhai usaban oro por moneda, aunque sin inscripciones; en otras partes, los artículos de trueque eran la tela (en Timboctú, las telas turquidi de la ciudad hausa, Kano), barras de sal, ganado, dátiles y mijo. Llevaban cientos de años criando caballos, que ya se veían en África occidental en el siglo X. En las ciudades a orillas del Níger, como Segú, Kankan, Timboctú, Djené y Gao, vivían más de diez mil personas en 1440 y, en algunas, quizá hasta treinta mil. La población de las ciudades hausa de Katsina y Kano, situadas en montes rocosos, era quizá de unos cien mil. Otros asentamientos, como Bono-Mansu y Kong, se establecieron al borde del bosque, al sur. Todos ellos poseían mercados importantes, aunque las casas y las mezquitas fuesen de barro.
En África occidental el proceso de fundición del hierro y el acero se parecía al de la Europa del siglo XIII, antes de la rueda hidráulica para proporcionar energía. Senegambia, es decir, la región entre los ríos Senegal y Gambia, contaba con industrias de hierro y de cobre y la calidad del acero africano se aproximaba al de Toledo antes del siglo XV. Gracias a estos metales, casi todos los hogares africanos contaban con cuchillos, lanzas, hachas y azadas. La orfebrería era de muy alta calidad. «El hilo y la textura de sus cintas de sombrero y cadenas son tan refinados que… a nuestros mejores artistas europeos les resultaría difícil imitarlos», escribió un capitán holandés en 1700.[56] Es cierto que los africanos occidentales no tenían vehículos con ruedas, pero éstos tampoco eran muy comunes en Europa en esa época; tampoco usaban caballos para transportar bienes en largas distancias, pues eran vulnerables a la mosca tse-tsé de los bosques próximos a la costa. No obstante, constituiría una falsedad describir África occidental, en la época de su contacto con Portugal y Europa, como un lugar habitado por pueblos primitivos. En muchos aspectos, su nivel era más alto que el de los pueblos que pronto conocerían portugueses y españoles en el Nuevo Mundo.
La exploración portuguesa en África occidental adquirió un nuevo carácter con el asentamiento de tratantes de Lisboa, entre ellos algunos criminales exiliados, en los estuarios de los ríos y, a veces, en el interior. Algunos se fueron a vivir a las aldeas y se casaron con mujeres negras; ellos y sus hijos mulatos se integraron del todo en la sociedad africana, participaron en las celebraciones abandonaron las prendas occidentales, se tatuaron el cuerpo y dejaron de parecer europeos con los años. Las autoridades portuguesas guardaban rencor a estos hombres, llamados lançados (lançados em terra) que se habían echado a la tierra, o tango-mãos (comerciantes europeos que se habían tatuado el cuerpo), sobre todo porque conseguían evitar toda regulación impuesta por la Corona al comercio con el exterior, incluyendo los impuestos. Sin embargo solían ser bien recibidos por los africanos, que se desvivían por contentarlos; naturalmente, a cambio se esperaba de ellos que se adaptaran a las costumbres de sus anfitriones. Desempeñaron un papel esencial en el establecimiento de las relaciones comerciales entre europeos y africanos.
Parece que las relaciones sexuales empezaron pronto entre portugueses y africanos; así, en 1510, Valentim Fernandes escribió que si uno de sus hombres blancos llegaba a la casa de un negro, aun cuando fuera la del rey, y pedía una mujer o una muchacha con la que acostarse, el hombre le daba a escoger entre varias, amistosamente y no a la fuerza.[57]
La Casa da Guiné en Lagos recibía, además de todas las otras mercancías de África, a los esclavos importados de Guinea. Había un complejo ritual de recepción, que incluía inspecciones y el pago de aranceles antes de la venta. A la sazón se suponía que el país padecía escasez de mano de obra, de modo que pronto obispos y nobles, artesanos y cortesanos, y, a veces, trabajadores, empezaron a comprar esclavos. En 1460 la posesión de esclavos negros se había convertido ya en una prueba de distinción en los hogares portugueses, como lo había sido en los hogares musulmanes; se preferían los esclavos negros a los blancos (musulmanes) «inútiles, rebeldes y fugitivos»[58] —a menos de ser musulmanes negros, y muchos wolof lo eran. Después de todo, los africanos eran cristianos en potencia; ¿acaso no era negro uno de los tres Reyes Magos, Baltasar?
Los esclavos africanos desempeñaban numerosas funciones en Portugal; en Lisboa y otras ciudades se convirtieron en barqueros, o bien los amos vendían sus servicios para trabajos pesados en la construcción o como estibadores, en hospitales o monasterios; a algunos se les encontraba en plantaciones de caña de azúcar, aunque éstas no tuvieron mucho éxito en Portugal, pues la caña agotaba la fertilidad de la tierra y no se podía volver a plantar. En ocasiones los empleaban también como intérpretes, en Lisboa y en barcos que iban a África; al menos en teoría, si uno de los últimos conseguía cuatro esclavos para su amo, recuperaba su libertad.
Cuando los portugueses advirtieron que a los africanos les gustaba la música, alentaron la formación en Lisboa de bandas africanas de tambores y flautistas. Estos esclavos trajeron a Portugal algo de su música y algunos bailes; muchos conservaron su propio idioma y, adaptándolo, crearon un portugués macarrónico, la fala da Guiné o fala dos negros; algunos pronto adoptaron un portugués más puro, sobre todo, por supuesto, los nacidos en Portugal. A partir de entonces, los esclavos participaron en ceremonias portuguesas; así, en 1451, unos negros bailaron en la boda por poderes de la infanta Leonora, sobrina del infante Enrique, y el emperador del Sacro Imperio, Federico III; en 1455 un esclavo posó como monarca negro de Senegambia y cantó en africano-portugués en la boda de la infanta Joana y el rey Enrique IV de España (matrimonio que resultó desgraciado). Al morir, algunos amos portugueses liberaban a sus esclavos; otros seducían a sus esclavas (aun cuando esto era ilegal) y liberaban a sus hijos y, en ocasiones, los legitimaban. Con los esclavos negros se practicaban todas las variedades de relaciones sexuales, y algunas mujeres blancas tomaron esclavos negros por amantes.
Portugal consiguió el visto bueno de tres papas para la esclavitud. En 1442, el papa veneciano Eugenio IV aprobó, en la bula Illius Qui, las expediciones a África del infante Enrique. Puesto que otros monarcas no se mostraban entusiasmados por la idea de sumarse a esta aventura, y puesto que los portugueses incurrían en muchos gastos, según insistieron los representantes del infante Enrique en Roma, el papa Eugenio no dudó en otorgar a Portugal derechos exclusivos sobre sus posesiones africanas. En los años cincuenta del siglo, el beneplácito de los papas Nicolás V y Calixto III, expresado en otras tres bulas, fue aún más caluroso.
No había habido dos papas más distintos que Nicolás V y Calixto III; el primero era un gran humanista y el segundo, austero; el primero era mecenas de las artes y el segundo se preocupaba únicamente de ayudar a sus familiares; el primero era genovés y el segundo, valenciano. Sin embargo, en lo referente a Portugal su política era casi idéntica, quizá porque ni el uno ni el otro dedicaron mucho tiempo al asunto.
Nicolás V —Tommaso Parentucelli, oriundo de Sarzana en la costa de la república genovesa, hijo de un médico empobrecido—, había sido bibliotecario del obispo de Bolonia, Niccolò Albergati, al que sucedió. Ningún papa desde la época carolingia construyó tanto como él. Se le ocurrió alzar una nueva catedral en honor a san Pedro e inspiró la traducción al latín de incontables textos griegos; fundó la Biblioteca del Vaticano, institución que duró mucho más que la trata portuguesa.
Calixto III, un español septuagenario —Alfonso de Borgia, oriundo de Játiva—, fue profesor de Derecho canónico, consejero real y, durante muchos años, arzobispo de Valencia, ciudad que por entonces representaba un importante mercado de la trata. Borgia fue un obispo severo, pero, aunque no era en absoluto humanista, se le reconocían su generosidad y su bondad, sobre todo, conviene reconocerlo, para con su sobrino, el futuro papa Alejandro VI, a quien nombró cardenal a los veinticinco años.
Nicolás trató de que la cristiandad se uniera contra la amenaza del islam y en 1452, habiendo fracasado, publicó la bula Dum Diversas, por la cual permitía al rey de Portugal someter a los sarracenos, a los paganos y a otros no creyentes, e incluso esclavizarlos de por vida. Obviamente, dicha cláusula debía incluir a los nativos de África occidental. A esta bula siguió otra, la Romanus Pontifex del 8 de enero de 1454, en la que aprobaba lo que el infante Enrique y los portugueses habían hecho hasta entonces, esperaba que las poblaciones nativas se convirtieran pronto al cristianismo y apoyaba formalmente el monopolio portugués del comercio con África —no sólo en la región de Ceuta, sino también en todo el territorio al sur del cabo Bojador—. Las tierras conquistadas en esta última zona, así como en «toda la costa de Guinea, incluyendo las Indias», serían portuguesas para siempre; se suponía que «las Indias» indicaba todos los lugares en el camino hacia China. La bula aprobaba la conversión de los hombres de Guinea, apoyaba a Enrique en su deseo de circunnavegar África y encontrar un camino a la India y hablaba de las consecuencias beneficiosas que supondría esclavizar a los paganos.[59] Esta bula fue solemnemente proclamada en la catedral de Lisboa, tanto en portugués como en latín.
En el período entre la primera bula y la segunda, los turcos conquistaron Constantinopla, de modo que el papa se erigió de forma incontestable en primer príncipe de la Cristiandad (después de esta catástrofe, la pérdida de Constantinopla, un cardenal ruso, Isidoro, fue capturado y vendido como esclavo, si bien llegó a Roma al cabo de seis meses). La pérdida de Constantinopla tuvo una consecuencia inesperada, a saber, que estimuló e intensificó el interés de los genoveses por el Oeste y por el Atlántico —cuyo comercio en los mares Negro y Egeo se vio interrumpido, si no destruido del todo—. (El comercio veneciano se vio menos afectado, pues estaba concentrado en Egipto). Los genoveses financiaron, pues, el desarrollo de los depósitos de alumbre en Tolfa, cerca de Roma, para compensar la pérdida de los de Focea, cerca de Smirna; invirtieron en nuevas plantaciones de caña de azúcar en el Algarve, en Andalucía y en Madeira. Nada sugiere una conexión directa entre los mercaderes genoveses y el papa genovés; sin embargo, eran mercaderes los miembros de la familia de este príncipe de la Iglesia, y Nicolás debió de percatarse de los intereses de sus conciudadanos.
Su sucesor, Calixto III, publicó la bula Inter Cætera en marzo de 1456; en ella confirmaba que la orden de Cristo, la sociedad caballeresca de la que era jefe el infante Enrique el Navegante, debía administrar los nuevos dominios e intereses portugueses.
Estas bulas supusieron un triunfo para la diplomacia portuguesa, ya que el infante Enrique se sentía alarmado por la interferencia española en lo que consideraba aguas suyas, o portuguesas. En 1449, el rey de Castilla había dado permiso al duque de Medina Sidonia, señor del puerto de Sanlúcar de Barrameda, donde el Guadalquivir desemboca en el Atlántico, para explotar la tierra frente a las islas Canarias hacia el sur, hasta el cabo Bojador. En 1454 los portugueses capturaron un barco castellano con rumbo a Guinea; Juan II, el rey castellano, protestó; los portugueses contestaron que el papa Eugenio había aceptado que Guinea era de ellos y los diplomáticos del infante Enrique en Roma persuadieron al papa de que dijera que sabía que los portugueses habían conquistado África hasta Guinea, una afirmación sumamente imaginativa. Además, hicieron correr el rumor de que a un barco normal le resultaría imposible salir del golfo de Guinea y regresar a Europa. También pretendían reservar para uso propio todas las cartas marinas; para ello capturaban cuanto barco viajara sin permiso y ahorcaban a sus tripulaciones. Un capitán español llamado De Prado, a quien los portugueses pillaron vendiendo armas a los africanos, fue quemado en la hoguera a fin de desalentar a otros que quisieran imitarlo. Este castigo no evitó del todo la intrusión de genoveses y españoles; en 1460, Diogo Gomes, enviado a África occidental por el infante Enrique con el fin de establecer buenas relaciones con los gobernantes de la zona, informó que estos mercaderes extranjeros perjudicaban gravemente el comercio y la trata portugueses, pues los nativos, que antes daban doce negros por un caballo, ahora daban sólo seis.
La decisión de publicar todas estas bulas que aseguraban las empresas portuguesas obedeció a la percepción de la necesidad de actuar con energía contra el islam que, tras la caída de Constantinopla; era considerada una amenaza para la mismísima Italia, así como para Europa central. Calixto III juró solemnemente reconquistar Constantinopla y restablecer la posición cristiana en el Mediterráneo oriental e hizo cuanto pudo por organizar una última cruzada para conseguirlo. Aunque los proyectos del infante Enrique encajaban perfectamente en este objetivo, no deja de sorprender que fuese un papa español, Calixto III, el que confirmara el gran destino en África, y más allá, del despreciado país vecino de su propia patria.