¿Qué corazón podría ser tan duro que no se sintiera traspasado por la lástima al ver a esa compañía?
ZURARA, Crónica del descubrimiento
y de la conquista de Guinea
«Muy temprano por la mañana, debido al calor», el 8 de agosto de 1444, unos cuantos marineros portugueses que se hallaban en la cubierta de media docena de carabelas de cien toneladas, los nuevos barcos de vela, se preparaban para desembarcar su carga africana cerca de Lagos, en la punta sudoeste del Algarve, en Portugal.
La carga consistía en 235 esclavos. Al llegar a tierra firme, los llevaron a un campo. Según un contemporáneo, suponían «una visión maravillosa, pues, entre ellos, algunos eran bastante blancos, bastante rubios y bien formados; otros eran menos blancos, como mulatos y otros más, tan negros como los etíopes, y tan feos, en cuanto a rasgos y cuerpo, como para parecer… imágenes de un hemisferio más bajo […]».
«¿Qué corazón podría ser tan duro», se preguntó este cronista contemporáneo, Gomes Eannes de Zurara, cortesano del hermano del rey de Portugal, el inventivo infante Enrique, «que no se sintiera traspasado por la lástima al ver esa compañía? Pues algunos bajaban la cabeza y con la cara bañada en lágrimas se miraban los unos a los otros. Otros gruñían con gran dolor, miraban hacia las alturas del cielo, con la vista clavada en él, gritaban, como pidiendo ayuda del Padre de la naturaleza; otros se golpeaban el rostro con la palma de las manos, echándose cuan largos eran en el suelo; mientras que otros se lamentaban al modo de un canto fúnebre, según las costumbres de su país […]».
«Para añadir a su sufrimiento —continuaba el escritor—, llegaron los que estaban a cargo de la división de los cautivos y […] se hizo necesario separar a padres de hijos, maridos de esposas, hermanos de hermanos. No hubo respeto por amigos o por familiares y cada uno fue a dar a donde le tocaba en suerte».
Entonces Zurara se permitió una oración a la diosa de moda, la diosa Fortuna: «Ay, poderosa Fortuna, que con tu rueda haces y deshaces, urdes los asuntos del mundo como te place, pon al menos ante los ojos de esa miserable raza un poco de entendimiento de lo que les espera, que los cautivos reciban algo de consuelo en medio de su gran pena…»[3]
La llegada de esta colección de africanos suponía una novedad que muchos habían venido a contemplar, entre ellos el héroe del cronista Zurara: el infante Enrique; éste los contempló, impasible, desde lo alto de su caballo, recibió cuarenta y seis de ellos, «el quinto real», y dio gracias a Dios de poder salvar tantas almas nuevas para Dios.
Los esclavos que este día constituían el centro de atracción eran, en su mayoría, azanaghis (ahora conocidos por su nombre bereber, «sanhajah» o «idzagen») de lo que es ahora el Sahara occidental, o sea, Marruecos y el norte de Mauritania. Posteriormente, al aventurero veneciano Alvise Ca’da Mosto, este pueblo le pareció «moreno, achaparrado y miserable», a diferencia de los negros de más al sur, que eran, según él, «hombres de cuerpo bien formado y aspecto noble».[4] No obstante, los azanaghis constituían una de las principales familias de los tuaregs de cara cubierta, una tribu que durante generaciones y por tradición asaltaban ciudades como Timboctú y otros asentamientos del Medio Níger. Los geógrafos árabes los situaban cerca de «la brillante montaña» y de «la ciudad de cobre amarillo», separados de la tierra desconocida de los negros del sur por «un mar de arena muy suave… en la que pueden hundirse el hombre y el camello».[5] Adoptaron el islam en el siglo XI, pero sabían increíblemente poco de dicha fe antes de que un maestro incendiario, Ibn-Yasin, bereber musulmán de la Universidad de Quayrawan (Túnez), captara su imaginación con sus sermones, que contenían un austero mensaje «fundamentalista» que prometía, mediante la barbarie y el sectarismo, un fin a toda lucha y desunión. Así empezó el implacable movimiento almorávide, que en sus inicios causó grandes destrucciones.
Pues al servicio de los irreprochables ideales de los antepasados, o al menos de los antepasados colaterales, de los humildes cautivos del Portugal de 1444 —fanáticos todos, cubiertos de pieles y montados en camellos—, cayeron primero sobre Marruecos y, luego, sobre la península Ibérica y reinaron durante un tiempo sobre un imperio que se extendía desde los ríos Níger y Senegal en África hasta el Ebro en España. La ermita, o ribat (los almorávides eran el pueblo del ribat), donde Ibn-Yasin se refugiaba en sus años de luchas, no se encontraba lejos de ese mismo Arguin de donde fueron robados los esclavos de 1444. Cabe, pues, la posibilidad de que los portugueses a quienes les fue encomendado vigilar a estos recién llegados, fuesen, por obra de violaciones o seducciones llevadas a cabo trescientos años antes, parientes lejanos suyos.
Zurara describió cómo, en el siglo XV, los azanaghi hacían a menudo «la guerra a los negros, usando la astucia más que la fuerza, porque no eran tan vigorosos como sus cautivos». Este comentario explica por qué los esclavos traídos al Algarve eran de tan variadas y diferentes pieles: los que habían capturado los asaltantes portugueses incluían hombres y mujeres ya esclavizados por los azanaghi. Caso de que sea cierta la afirmación del cronista acerca de los esclavos blancos y negros, entre los cautivos se encontraban algunos comprados en mercados a los ubicuos traficantes musulmanes.
La mayoría de los cautivos de 1444 fue tomada por los portugueses en una aldea que asaltaron al grito de «Santiago, san Jorge y Portugal», «matando y cogiendo cuanto podían. Entonces se vio a madres abandonando a sus hijos y maridos a sus mujeres; cada uno trataba de escapar; unos se ahogaron en el agua, otros se escondieron debajo de su choza; otros ocultaron a sus hijos entre las algas, donde nuestros hombres los encontraron después».[6]
El jefe de los portugueses en esta expedición era Lançarote de Freitas, un joven y triunfador oficial anteriormente recaudador de impuestos y a la sazón capitán de una compañía recién formada con el fin de comerciar con África, apostada en Lagos (la ciudad donde antaño fuese funcionario), «al servicio de Dios y del infante Enrique».[7] De Freitas, conocido como hombre de gran sensatez, se crió en la numerosa e interesante corte del infante Enrique.
En aquella época, en Europa y en África, capturar esclavos en lugar de comprarlos no constituía una práctica extraordinaria. En España y en África, estas «razias», nombre con el que se conocía la odiosa costumbre de robar hombres, la llevaron a cabo a lo largo del Medievo comerciantes musulmanes, y sus equivalentes cristianos hicieron lo mismo. Los musulmanes se creían justificados por el Corán al capturar y esclavizar a cristianos; por su parte, en la larga lucha por reconquistar la España musulmana, los cristianos se comportaron de igual manera.
Este viaje al África occidental de De Freitas fue la primera empresa comercial seria de Portugal, cuyos principales negociantes, tan escépticos antes, se convencieron de los beneficios que les reportarían tales expediciones. Los mercaderes de Lisboa esperaban descubrir oro en el África occidental y lo habían encontrado, si bien había muchos más esclavos que oro. Esto no disgustó al infante Enrique, pues el dinero que obtenía de la venta de su cuota de esclavos podía emplearse en la financiación de posteriores empresas, incluyendo viajes exclusivamente de descubrimiento.
El cronista Zurara probablemente creyó que los cautivos debían su suerte a los pecados de su supuesto antepasado, Ham, a quien su propio padre, Noé, maldijo al verlo desnudo y borracho. Suponer que los descendientes de Ham se habían vuelto negros formaba parte de la tradición tanto cristiana como musulmana. Acaso también se viera influenciado por la obra, escrita dos siglos antes, de Egidio Colonna, según el cual, si las gentes no contaban con leyes, si no vivían en paz bajo un gobierno, eran más bestias que humanos y, por tanto, se las podía esclavizar legalmente.[8] Zurara, sin duda alguna, habría considerado que los africanos llevados a Portugal en 1444, cualquiera que fuese su origen, eran de este tipo de gentes.