La trata atlántica fue lo que fue porque en el mundo medieval mediterráneo existía todavía la esclavitud, tanto de blancos como de negros. Desde hacía cientos de años, empezando con el antiguo Egipto, se transportaban esclavos negros a todos los principados de África septentrional y al Mediterráneo oriental. Los esclavos de la antigüedad eran en su mayoría originarios de Etiopía, razón por la cual a finales del siglo XV a los esclavos negros se les conocía todavía como «etíopes», fueran de donde fuesen. La expansión en la Edad Media del poder musulmán hizo posible la extensión del comercio con esclavos negros de África occidental hacia el norte, a través del Sahara: en el siglo XIV el viajero Ibn-Battuta los vio en casi todas las etapas de su recorrido y él mismo regresó a su país con seiscientas esclavas. En el Mediterráneo árabe los africanos negros eran criados, soldados, o trabajaban en el campo. A lo largo de la historia moderna, el mundo musulmán apreciaba mucho a los eunucos negros, tanto para los harenes como para la burocracia; el conocido cuadro del pintor Rassam Levnî, en Estambul, titulado «El principal eunuco negro lleva al joven príncipe a la ceremonia de circuncisión» data de c. 1720-1732, pero la escena podría ser de cualquier momento entre principios del siglo II y 1900. En la Italia del Renacimiento había muchos esclavos, algunos de ellos negros.
A finales de la Edad Media llegaron esclavos negros desde África a la España y el Portugal musulmanes y algunos llegaron a territorios cristianos. De hecho, en la Sevilla del XIV un arzobispo benévolo fundó la hermandad conocida todavía como de «los negritos», que hasta el XVIII estuvo formada enteramente por negros aunque ahora parece componerse sólo de blancos. No mucho después, en la segunda mitad del XV, en su avance por la costa occidental de África los portugueses empezaron a secuestrar y luego a comprar esclavos; buscaban oro, pero como encontraron poco, se contentaron con hombres y mujeres. Llevaron a estos esclavos a Lisboa y los vendieron allí, en España o en Italia; el lisboeta florentino Bartolommeo Marchionni, un hombre del Renacimiento en el sentido amplio del término, fue el primer europeo en comerciar con esclavos a gran escala.
El católico rey Fernando de Aragón y el rey-emperador Carlos V no se percataron de que iniciaban un gran cambio cuando, a principios del XVI, dieron permiso para transportar esclavos al Nuevo Mundo, primero doscientos y luego cuatro mil. Sin embargo, fueron los pioneros de la trata como la conocemos. (Cuando, en 1857, camino de su despacho en Wall Street, Winthrop Ward, personaje del cuento «La belleza de los lirios» de Louis Auchincloss, se preguntó «¿por qué no habían ahorcado al primer tonto de capirote que trajo a un negro encadenado al Nuevo Mundo?», se refería, sin saberlo, a estos monarcas).
La razón por la que la trata atlántica duró tanto es que en las Américas los africanos resultaron lo bastante fuertes para sobrevivir al calor y al trabajo duro en las plantaciones de caña, café y algodón, o en las minas, en la construcción de fuertes o simplemente como criados; además, eran amables y por lo general dóciles. Muchos esclavos negros tenían experiencia en la agricultura y en la cría de ganado; comparados con ellos, los indígenas y los europeos parecían débiles. Por esto en las Américas nunca nadie usó esclavos europeos, de los que hubo unos cuantos en la España del siglo XV, sobre todo de Grecia y de los Balcanes. Los esclavos africanos musulmanes resultaban más difíciles de controlar, pues algunos eran al menos tan cultos como sus amos y capaces de organizar formidables rebeliones, como descubrieron los brasileños en el cuarto decenio del XIX.
Los europeos de las Américas no habrían dispuesto de esta cuantiosa mano de obra sin la colaboración de los reyes, mercaderes y nobles africanos. Por lo general no hacía falta coaccionar o amenazar a los jefes africanos para que vendieran los esclavos, pues se trataba realmente de ventas, por más que el pago se hiciese con tejidos, armas de fuego, aguardiente, cauríes, cuentas, caballos, etc. Cuando en 1842 el sultán de Marruecos manifestó al cónsul británico que creía que «el comercio con esclavos es algo en lo que han estado de acuerdo todas las sectas y naciones desde los tiempos de los hijos de Adán», podría estar hablando en nombre de todos los gobernantes africanos y hasta de los gobernantes europeos de hacía apenas medio siglo. Hubo pocos casos en que los africanos se opusieran al tráfico deseado por los europeos.
Algunos esclavos fueron robados por europeos (panyared lo llamaban los ingleses) y algunos, como ocurría a menudo en Angola, fueron víctimas de guerras promovidas por procónsules lusos con el exclusivo fin de capturar esclavos. Pero los esclavos transportados desde África entre 1440 y 1870 fueron adquiridos en su mayoría como resultado del interés de los africanos por vender a sus vecinos, normalmente lejanos pero a veces cercanos, y más raramente, a gentes de su propio pueblo. Al «robo de hombres» se debía la mayoría de esclavos llevados al Nuevo Mundo, y solían ser africanos quienes los robaban. Cabe recordar el ácido comentario de Voltaire de que si bien resultaba difícil defender la conducta de los europeos en la trata, la de los africanos que se vendían los unos a los otros era aún más reprensible. Pero no existía un sentido de África como tal y un habitante de Dahomey no creía tener nada en común con un oyo.
La trata era un negocio vergonzoso, incluso si se la compara con las demás brutalidades de la época: los malos tratos a que solían ser sometidos los trabajadores, los marineros y los soldados en Europa; la dureza con que se trataba a los trabajadores ingleses indentured, los franceses engagés y sus equivalentes en otros países. El viajero William Baikie tenía razón al señalar, tras un viaje a África a mediados del XIX, que «no hay capitán que haya transportado esclavos que no sea, directa o indirectamente, culpable de asesinato, [pues] se cuenta siempre con un mínimo de muertes». Por capitanes léase también tratantes, porque si bien algunos de éstos no se enteraban de cómo era realmente la trata y la consideraban un negocio más, una gran proporción de ellos había sido capitán o sobrecargo de un buque negrero, y en la tranquilidad de su casa en Liverpool o Nantes podían imaginarse perfectamente lo atestado, apestoso y salvaje, así como el miedo, de cada viaje que financiaban.
Las consecuencias para las Américas fueron notables. En los primeros tres siglos y cuarto de la actividad negrera europea en las Américas, entre 1492 y 1820, en el Nuevo Mundo entraron cinco veces más africanos que europeos blancos, y en los cincuenta años siguientes, hasta 1870, la importación de negros en Cuba y Brasil probablemente igualó a la inmigración de blancos en el continente entero. La mayoría de las grandes empresas de los primeros cuatrocientos años de colonización debían mucho a los esclavos: el azúcar en Brasil y luego en el Caribe; el arroz y el índigo en Carolina del Sur y Virginia; el oro en Brasil, y, en menor medida, la plata en México; el algodón en las Guayanas y luego en Norteamérica; el cacao en lo que es ahora Venezuela y, sobre todo, en todas partes, el desbroce de tierras para la agricultura. La única gran empresa americana que no usó mucha mano de obra negra fue la minería de plata en Potosí, en Perú, y eso sólo porque los africanos no podían trabajar con su habitual energía a tal altitud. Durante cuatro siglos los criados de las Américas, entre Buenos Aires y Maryland, fueron casi todos esclavos negros.
En el siglo xix Henri Wallon, el moralista historiador francés de la esclavitud en la antigüedad, afirmó que el descubrimiento de las Américas fue un accidente que acarreó un retroceso en Europa, pues, según él, la colonización de América ofreció a un pequeño grupo de egoístas mercaderes la oportunidad de alterar el curso del progreso con el desarrollo de la esclavitud a gran escala. Pero la esclavitud había continuado a lo largo del Medievo en Europa, y no fueron sólo mercaderes los que impulsaron la trata en su principio, sino también reyes y nobles. No obstante, Wallon tenía razón en algo: la esclavitud había desaparecido a principios del XII en la mayor parte de la Europa septentrional, y al principio la mayoría de países europeos que participaron en la trata con las Américas tuvieron dudas al respecto. Richard Jobson, en Inglaterra; Brederoo, en Holanda; Mercado y Albornoz, en España; Fernão de Oliveira, en Portugal, por no hablar del rey Luis XIII, en Francia, representaban actitudes disidentes a finales del XVI o a principios del XVII. El que estas dudas y hasta la hostilidad abierta a la trata no surtieran efecto se debe sin duda al recuerdo de una antigüedad que dominó la cultura y la educación de los trescientos años siguientes: si Atenas tenía esclavos con los que construir el Partenón y Roma los tenía para mantener los acueductos, ¿por qué iba a vacilar la Europa moderna en usarlos para construir su nuevo mundo en las Américas? No olvidemos que en el siglo xvi Ogier-Ghislaine de Busbecq, del que hablamos en el capítulo seis, se lamentaba porque los flamencos nunca podrían igualar las grandes obras de la antigüedad por falta de mano de obra, es decir, de esclavos.
Este tráfico tuvo un impacto considerable en Europa aunque no por eso hemos de ver en él la principal fuente de inspiración de tal o cual invento industrial. Puede que el recuerdo de la escandalosa afirmación del doctor Eric Williams de que el capital proporcionado por la trata financió la revolución industrial planee sobre el estudio de la trata atlántica, pero ahora no parece más que un brillante jeu d’esprit. Después de todo, los empresarios lisboetas y cariocas, sevillanos y gaditanos dedicados a la trata no financiaron las innovaciones de la manufactura. No obstante, varios de los que se enriquecieron con este comercio pusieron sus ganancias a buen recaudo en proyectos interesantes. Así, Marchionni invirtió en expediciones lusas de descubrimiento, al igual que el príncipe Enrique el Navegante; John Ashton, de Liverpool, ayudó a financiar el canal Sankey Brook entre su ciudad y Manchester; René Montaudoin fue un pionero de la manufactura algodonera en Nantes, como lo fue James de Wolf en Bristol, en Rhode Island. Aparte de estas inversiones, la trata supuso un impulso para los navieros, los aseguradores marítimos, los fabricantes de cuerdas, los carpinteros de barco de todos los puertos que tuvieran que ver con la trata, así como para los manufactureros de la industria textil (el lino en Rouen, por ejemplo), los fabricantes de armas de fuego de Birmingham y Amsterdam, de lingotes de hierro en Suecia, de coñac en Francia y de ron en Newport, por no hablar de los productores de cuentas de cristal de Venecia y Holanda y de los propietarios de refinerías de azúcar cerca de importantes puertos de Europa y Norteamérica.
Resulta sumamente difícil calcular el impacto que tuvo en África, pues no se sabe con certeza cuál era su población antes de 1850. Con todo, de los millones de esclavos sacados de África, la mayoría no formaba parte de una población ya esclava; eran granjeros o miembros de familias de granjeros, a los que otros africanos privaban de repente de su libertad en respuesta a lo que un economista moderno podría llamar «la creciente demanda externa». El profesor W. M. Macmillan alega en su Africa Emergent (África emergente) que durante siglos África estuvo subpoblada. Atribuyó el atraso de ese continente a la «falta de recursos humanos» que pudiesen domar un entorno inhóspito. Por su parte, el doctor Kenneth Dike, el más eminente de una generación de historiadores africanos de los años sesenta del siglo XX, insistió en que fuera cual fuese la situación en África central, la afirmación de Macmillan no podía aplicarse al territorio de los ibo, en lo que es ahora el sudeste de Nigeria, en cuya historia el «factor condicionante» más importante ha sido el anhelo de poseer tierras.
La verdad es que la reproducción normal de una población fértil habría añadido como mínimo la misma cantidad de habitantes, si no más, que los que podrían haberse perdido con la trata. Después de todo, las estadísticas sugieren, en su mayoría, que sólo un tercio de los esclavos transportados fueron mujeres, aun cuando casi todas estuviesen en edad fecunda. Incluso podría decirse que para una población en rápido crecimiento, la exportación de algunos de sus miembros podría suponer un alivio frente a la inevitable presión sobre los recursos. Si, como parece posible, había a principios del XVIII unos veinticinco millones de africanos, con un índice de crecimiento del, digamos, diecisiete por mil cada diez años, la trata de exportación (digamos que del cero con dos por ciento por año) habría frenado el aumento de la población, puesto que la tasa de exportación de esclavos y la del crecimiento natural serían más o menos equivalentes. Además, la introducción de dos maravillosos cultivos americanos, el maíz y la yuca, compensaron en cierta medida la pérdida demográfica provocada por la trata atlántica.
La trata tuvo consecuencias políticas obvias. Reforzó las monarquías o tribus que colaboraban con los europeos, sobre todo, por supuesto, las de las costas. Las riquezas obtenidas con la venta de esclavos permitieron a algunos gobernantes desplegar hacia el interior sus actividades políticas y comerciales. El incremento de la trata ayudó a algunos Estados, como el de Dahomey, a ampliarse y consolidarse; pero evitar la trata no impidió que Benin madurara como Estado. Más que impulsar a los monarcas africanos a librar guerras, cosa que siempre habían hecho, la trata debió alentarlos a capturar más enemigos que antes, en lugar de matarlos. A menudo, como resultado de la trata, las comunidades costeras dispersas extendían su territorio, se centralizaban en lo político y se especializaban en lo comercial, posiblemente por el deseo de los tratantes europeos de recoger cargamentos enteros en un único puerto; así, la ciudad de Nuevo Calabar desarrolló su propia y vigorosa versión de monarquía; en 1750 los efik habían excluido a los demás africanos del contacto con los europeos, y en el siglo XIX su jefe político, el duque Ephraim, de Duke Town, poseía el control político de toda la trata local y dominaba su ciudad sin haber sido nombrado gobernante, al igual que los Médicis en Florencia; pero, pese a su importancia en la trata costera, Calabar era una ciudad diminuta comparada con los poderosos imperios del interior. Y no parece que pueda atribuirse a la trata atlántica el auge y la caída de éstos, desde el de los songhai hasta el de los oyó, ni el de los reyes vili de Loango o los del Congo y las diversas monarquías de lo que es ahora Angola.
Aparte de los efectos sobre la población, la trata afectó otros aspectos de la economía africana. Propició el concepto de una nueva divisa; así, en el delta del Níger las cauríes se convirtieron en objeto de trueque general, desplazando el hierro, aunque los lingotes de hierro, las barras de cobre y las manillas de latón tuvieron su importancia. No obstante, las cauríes ya circulaban en «Guinea» antes de que atracaran allí las primeras y funestas carabelas portuguesas.
En la agricultura costera africana, la trata atlántica estimuló el cultivo del arroz, de la batata y, más tarde, de la yuca y del maíz, a fin de abastecer a los buques negreros o de alimentar mínimamente a los cautivos encerrados en las prisiones (o captiveries en la terminología francesa) antes de ser embarcados. El éxito de la trata como comercio significó también un revés para muchas antiguas empresas, como el comercio en aceite de palma, en resina, en ganado, en nueces de cola o en marfil, que, mal que bien sobrevivieron —en especial la primera— y revivieron en el XIX. Sólo el oro continuó compitiendo eficazmente con la trata.
La trata atlántica debió de incitar el espíritu emprendedor de los africanos. La mayoría de capitanes europeos se percató de que sus socios africanos sabían tanto de las prácticas europeas como los europeos de las africanas. La era de la trata conllevó también mayor número de ferias y un incremento en el comercio en general, del que la trata formaba sólo una parte. Los africanos que participaban en ella, sin embargo, se beneficiaron mucho e invirtieron creativamente parte de su riqueza; el empleo aumentó gracias a la prosperidad de los depósitos; además la trata precisaba cargadores, remeros para las canoas y guardias en todos los puertos de la costa occidental africana.
Resulta interesante especular sobre cuál fue el efecto de las importaciones derivadas de la trata; los pueblos africanos que participaban en ella escogían cuidadosamente las mercancías por las que trocaban los esclavos, de modo que a menudo los buques negreros tenían que ser emporios flotantes, pues un tratante europeo parecería ridículo si llegaba a Loango, por ejemplo, con un cargamento de aguardiente y un buque anterior ya hubiera vendido al gobernante o a los mercaderes toda el que necesitaban.
Como hemos apuntado repetidamente, la mercancía que más se cambiaba por esclavos era la textil. La importación de telas de algodón o lana no supuso el desarrollo de la confección, pues los africanos se limitaban a envolverse en ellas, pero tampoco influyó negativamente en la hilandería, la tejeduría o el teñido locales. Diríase incluso que en muchos lugares aumentó la producción de tejidos de lana, pues pese a la aparente abundancia de telas importadas, éstas seguían siendo lo bastante escasas en zonas remotas de, digamos, el sudeste de Nigeria, para no competir con los productos locales tradicionales, ni en calidad ni en cantidad.
Lo más interesante de la trata es que en los quinientos años de contacto constante entre europeos y africanos, éstos no imitaran mayormente a aquéllos. La renuencia de los africanos a europeizarse puede verse como una debilidad, pero lo explicaría mejor la innata fuerza de la personalidad africana, que no se deja dominar por la influencia externa, por mucho contacto político y comercial que mantenga con el extranjero.
A partir del siglo XVI algunos sacerdotes y monjes criticaron que los europeos revivieran la esclavitud; algunos protestantes también se sintieron incómodos. La actitud piadosa de fray Pedro Claver en los muelles de Cartagena de Indias merece mayor reconocimiento; pero sus denuncias y las de otros cayeron en oídos sordos, y en cuanto países como Inglaterra empezaron a comerciar con africanos hubo poca oposición a ello, hasta el XVIII. El movimiento abolicionista que surgió entonces fue resultado, primero, de la difusión de ideas que aparecían en folletos y libros publicados sin censura, cosa que sólo era posible en Gran Bretaña y Estados Unidos, y, en menor medida, en Francia; en segundo lugar, se debió a la conversión al abolicionismo de una secta protestante, la de los cuáqueros, que habían participado en la trata y sabían perfectamente a lo que se enfrentaban. Es dudoso que la abolición hubiese triunfado cuando lo hizo de no ser por la capacidad que tenía el movimiento de los cuáqueros de organizar, primero a sus miembros y, luego, a quienes no lo eran.
Con el tiempo el esforzado empeño de filántropos en Francia, Norteamérica y Gran Bretaña, y más tarde en España, Brasil y otros lugares, en la prensa, en el Parlamento y en la diplomacia, consiguió la abolición de la trata atlántica y de la esclavitud en las Américas; esto preparó el terreno para el inicio, al menos, de la abolición de la esclavitud y de la trata en África. La experiencia de lo ocurrido entre 1808 y 1860 sugiere que el fin de la trata fue producto, no de que «la esclavitud como medio de producción obstaculizó el crecimiento agrario e industrial», como manifestó el historiador francés Claude Meillassoux, sino de la obra de varias personas, entre ellas la de escritores como Montesquieu, que fue esencial. Los héroes fueron Thomas Clarkson y Wilberforce, en Gran Bretaña; Benezet y Moses Brown, en Estados Unidos, y Benjamin Constant y otros amigos y parientes de madame de Staël, en Francia. La eficacia del primer gobierno de Louis Philippe, sobre todo de su ministro de Marina, conde Argout, demostró que un dirigente resuelto puede conseguir mucho. No debemos olvidar a Isidoro Antillón, que habló por primera vez contra la trata en 1802 y que quizá fue asesinado por manifestar su opinión en Cádiz en 1811, como también deben tener su lugar en el panteón otros abolicionistas hispanos, entre ellos Labra y Vizcarrando. En su visita al Parlamento británico en 1995, Nelson Mandela recordó a Wilberforce, pero pudo haber mencionado a otros, por no hablar de la flota británica en África occidental. En Brasil, la oposición de dom Pedro a la trata fue continua y deberíamos retener los nombres de varios políticos (culminando con Soares de Souza), en Angola.
Ningún abolicionista francés, norteamericano o español habría aceptado el famoso juicio de Lecky, el historiador irlandés del siglo XIX, según el cual «la incansable, nada ostentosa o gloriosa, cruzada de Inglaterra contra la esclavitud podría figurar entre las tres o cuatro páginas perfectamente virtuosas comprendidas en la historia de las naciones». La arrogancia y el agresivo placer que derivaban los británicos al interferir en el comercio de otros países hizo que costara perdonar la conducta de su armada, como señalaron Richard Cobden, John Bright y hasta Gladstone. Con todo, Gran Bretaña estuvo a la cabeza de la abolición y eso sin duda compensa su arbitrariedad.
Todo historiador de la trata sabe que existe un enorme hueco en su cuadro. El esclavo es un participante silencioso. Se puede descubrir al esclavo en un grabado del siglo XVII sobre Benin que forma parte del famoso libro de viajes de Jean Barbot; algo se aprende acerca de algunos esclavos en los informes de Eustache de Fosse, del XV, o de De Marees, en el XVI; en el del sieur de la Courbe y el de Bosman, en el XVII, así como en las incontables memorias del XVIII, entre ellas la de Alexander Falconbridge y la del capitán Landolphe. El gran escritor español Pío Baroja presenta un vivido retrato novelado de la vida de los capitanes negreros del XIX; también del XIX son los espléndidos dibujos de Maurice Rugendas, algunos de los cuales figuran en el presente libro. Se encuentran algunos testimonios directos de esclavos en el XVIII y en el XIX, a varios de los cuales mencionamos en el primer apéndice; el mejor lo constituye sin duda la memorable obra de Equiano, al que hemos citado varias veces. Pero el material es lamentablemente exiguo. Además, el historiador no puede saber si estos portavoces hablan realmente en nombre de los cautivos cuya suerte a lo largo de cinco siglos ha seguido como ha podido. El esclavo sigue siendo un guerrero desconocido, invocado por moralistas a ambos lados del Atlántico, recordado ahora en los museos de los que fueran puertos negreros, desde Liverpool hasta Elmina; no obstante, no habla y es, por tanto, remoto y elusivo. Como los esclavos de la antigüedad, los africanos sufrieron, pero un novelista como Mérimée puede describir su angustia mejor que un historiador. No cabe duda, sin embargo, de que la dignidad, la paciencia y la alegría de los africanos en el Nuevo Mundo constituyen el mejor de todos los homenajes.