ALGUNOS DE LOS QUE VIVIERON PARA CONTARLO
Se ha identificado a una exigua minoría de los cautivos de los buques negreros y de éstos la mayoría eran hombres —que no mujeres— de los siglos XVIII y XIX que atestiguaron en investigaciones llevadas a cabo en Londres o con quienes conversaron misioneros y protoantropólogos, en Sierra Leona. Algunos, como el protagonista del Tamango de Mérimée o el resuelto Tambo, encabezaron rebeliones implacables o tuvieron tanto éxito que permanecieron en la mente de los négriers. Se ha hecho la crónica de la adaptación a la esclavitud en Jamaica de algunos reyes o reinas, o al menos no se les ha olvidado, como la madre del rey Gezo de Dahomey. Las pocas descripciones que existen del inmenso mercado de esclavos en Brasil son del siglo XIX, entre ellas la de Mahommah G. Baquaqua; lo vendieron en Pernambuco y llevaron a Río; tras numerosos intentos de huir a Brasil, consiguió la libertad al saltar por la borda en un buque que se dirigía a Nueva York.
Entre las escasas travesías que acabaron bien está la de Equiano, mencionado varias veces en el presente libro; así como el curioso caso de Ayuba Suleiman Diallio, un fulbe al que los europeos nombraron Job Ben Solomon, hijo de un mullah de Bondu, una ciudad en lo alto de un afluente del río Senegal. En 1730 se dirigía hacia el río Gambia a vender esclavos; más abajo, en Joar, unos hombres no musulmanes lo robaron, lo secuestraron y vendieron al capitán Pike del Arabella, un negrero inglés, quien lo transportó a Maryland. Allí, durante un año, fue esclavo de Vachell Denton, de Annapolis, hombre amable que lo vendió a un tal señor Tolsey, propietario de una plantación de tabaco en la isla de Kent, en el río Potomac. Ben Solomon pudo por fin enviar una carta en árabe a su padre vía Londres; James Oglethorpe, a la sazón director de la Real Compañía Africana, que estaba a punto de emprender la colonización de Georgia como penal, mandó traducir la misiva en Oxford; también mandó a Maryland a por Job, y Hans Sloane le dio empleo en Inglaterra. Sloane, botánico y cofundador del British Museum, había pasado la juventud en Jamaica, gracias a lo cual pudo realizar su catálogo de plantas jamaicanas; a la sazón era presidente de la Royal Society y promotor con Oglethorpe de Georgia como colonia penal; vio que Job dominaba perfectamente el árabe y se sabía casi todo el Corán de memoria; entonces, él o el duque de Montagu, conocido por su posición a favor de los africanos y por jugar bromas pesadas, presentó a Job en la Corte. Después de catorce meses en Londres, Job regresó a África, cargado de regalos de la reina Carolina y del duque de Cumberland. En una carta que dirigió al señor Smith, su maestro de escritura en la escuela de Saint Paul, describió su regreso a Bondu y «cuán exaltados y asombrados se sintieron [sus viejos amigos] al verme llegar; dejaré que adivine, por ser imposibles de describir, el éxtasis y los placeres que experimenté. Las lágrimas se abrieron paso y al poco rato nos tranquilizamos lo bastante para conversar. Con el tiempo les conté, a ellos y al país, cómo la compañía me había liberado y llevado a zonas más lejanas de lo que son capaces de imaginar, de Maryland a Inglaterra y de allí, primero a Gambia… También les hablé de los favores que me dispensaron la reina, el duque de Montagu y otras personas generosas».
Unos años después, Job se hallaba sentado debajo de un árbol en Damasensa, no lejos de la isla de los Elefantes, en el río Gambia, en compañía de Francis Moore, el capitán negrero inglés cuyos perspicaces recuerdos hemos citado en varias ocasiones, cuando vio a varios de los hombres que le habían capturado unos años antes. Moore le convenció de que les hiciera preguntas en lugar de matarlos. Explicaron que el rey, su amo, se había matado accidentalmente al disparar una de las pistolas que el capitán Pike le había dado a cambio de Job, por lo cual éste dio gracias (a Alá, por supuesto), por hacer que el rey se matara con aquello que había recibido a cambio de venderlo a él, Job, como esclavo. Sin embargo, más tarde reconoció que habría perdonado al rey si siguiera vivo, «porque, de no haber sido vendido no habría aprendido… la lengua inglesa, ni ninguna de las hermosas y útiles cosas que ahora poseo, ni habría sabido que en el mundo existe un lugar como Inglaterra, ni gentes tan nobles y generosas como la reina Carolina, el príncipe Guillermo [duque de Cumberland], el duque de Montagu, el conde de Pembroke, el señor Holden, el señor Oglethorpe y la Real Compañía Africana».
Job no fue el único esclavo que regresó después del cautiverio en las Américas. En 1695, un intruso danés, el capitán Frans Van Goethem, capturó a un príncipe sonyo; los tratantes africanos de la zona dominada por los sonyo (ahora Angola) hicieron que la trata fuera imposible si no les devolvían al cautivo, por lo que la Compañía Holandesa de África Occidental lo encontró en Surinam y lo mandó de vuelta, pasando por Holanda.
Jean Barbot relataba cómo un tal Emanuel, gobernador de una gran ciudad, le explicó que su rey lo había vendido «como esclavo a un capitán holandés que, al ver en mí un buen criado durante la travesía a las Indias occidentales… me llevó a Holanda, donde pronto aprendí a hablar bien el holandés y al cabo de unos años me manumitió. Fui de Holanda a Francia, donde pronto aprendí la lengua en la que me oye hablarle ahora. De allí, fui a Portugal, cuya lengua dominé con mayor facilidad que el francés o el holandés. Después de viajar varios años por Europa, decidí regresar a mi país y aproveché la primera oportunidad que se me presentó. En cuanto llegué fui a ver al rey… y, habiéndole contado mis viajes… añadí que había vuelto para ponerme de nuevo en sus manos, como esclavo si le parecía adecuado. El rey no sólo no me rebajó a tal posición, sino que me dio una de sus hermanas en matrimonio y me nombró alcaide o gobernador de esta ciudad…».
También hemos de recordar a «Jack Rodney», un primo del rey Naimbanna de Sierra Leona. Un capitán negrero inglés le pidió que pilotara un buque negrero por el río Sierra Leona desde la isla de Bence. Rodney aceptó, a condición de que lo dejaran en el pequeño puerto de Robanna, pero el capitán dijo que lo dejaría más abajo, en la desembocadura. En lugar de hacerlo así, lo llevó a Jamaica, donde Rodney habló con el gobernador y a la larga consiguió regresar a su país. Mungo Park se encontró con un criado africano, Johnson, al que habían llevado a Jamaica como esclavo; después de que lo manumitieran Johnson también logró regresar a su tierra.
Quizá la historia más curiosa sea la de Thomas Joiner, que empezó como esclavo trovador en el río Gambia. Lo vendieron en Jamaica, obtuvo su libertad, aprendió a leer y escribir inglés y ganó dinero suficiente para regresar a África; en Gorée, hacia 1810, se convirtió en mercader, pero no de esclavos; se mudó de nuevo al río Gambia, donde en 1830 era ya el principal propietario de barcos y su bergantín, el General Turner, de sesenta y siete toneladas, era el navío más grande en lo alto del río.
Existen varios relatos de esclavos que en el siglo XIX regresaron a África desde Brasil: como cuatro mujeres manumitidas de Benguela, en 1832. Cabe señalar que a veces los deportaban a África para castigarlos. En 1930 a treinta y cinco destacados ciudadanos de Cabinda los devolvieron a África desde Río porque unos tratantes los habían invitado a cenar en el barco y los habían secuestrado; en 1835 unos sesenta africanos de «Mina» compraron su pasaje de Río a la Costa de Oro; en 1852 unos sesenta «musulmanes» de la misma zona pagaron ochocientas libras al capitán Duck del buque inglés Robert para que los llevara, no sin antes asegurarse de que en aquella parte de la costa ya no hubiese tratantes; en los años cincuenta y sesenta, numerosas asociaciones dedicadas a salvar a los esclavos en Brasil recababan fondos para que sus miembros regresaran a África. De modo que en la costa africana, desde Dahomey hasta Angola, pronto hubo numerosos pequeños asentamientos —con nombres como Pernambuco, Puerto Rico o Martinica— de esclavos que regresaban de las Américas.