Recuerdo como si fuera ayer el día en que comencé a interesarme por la trata de negros: fue hace treinta años. A la mesa donde comíamos en Londres se sentaba el primer ministro de Trinidad, el historiador doctor Eric Williams. Al oír que estaba estudiando las causas de la revolución cubana se extrañó que preparara un libro sobre este tema sin leer su propia obra, La Historia de Trinidad y Tobago (escrita, dijo con sorna, en diez días, mientras su pueblo celebraba el carnaval), y sobre todo Capitalism and Slavery, un ejemplar del cual un mensajero de la Alta Comisión de Trinidad trajo a mi casa al día siguiente.
Una rápida ojeada a este libro me mostró la fascinación que ejercía el Caribe del siglo XVIII, y en la que sería mi historia de Cuba presté mucha atención a la esclavitud y a la trata en esa isla.
Me interesó especialmente un vasco, Julián Zulueta, el último gran negrero de Cuba (si se me permite el adjetivo) y, por tanto, de las Américas, un hombre que comenzó desde muy abajo, comerciando con toda clase de mercancías en La Habana de los años 1830, y que a finales de la década siguiente era un nombre maldito en la mente y en los diarios de a bordo de las patrullas navales británicas que intentaban impedir la trata, pues Zulueta poseía en Cuba sus propias plantaciones de caña de azúcar, a las que llevaba, en rápidos clípers, a menudo construidos en Baltimore, cuatrocientos o quinientos esclavos, directamente desde Cabinda, en la orilla septentrional del río Congo.
Como era hombre moderno, Zulueta solía hacer vacunar a sus esclavos antes de que emprendieran el viaje a través del Atlántico, y en la década de 1850 empezó a emplear vapores que podían transportar hasta mil cautivos. Como era católico, hacia bautizar a sus esclavos antes de que abandonaran África. Me preguntaba qué clase de hombre podía ser el que se dedicaba a la trata en una colonia cristiana cuatro siglos después de que un papa, Pío II, hubiese condenado la costumbre de esclavizar a africanos bautizados. ¿Y cómo podía Zulueta justificar su insaciable demanda de esclavos casi un siglo después de que Adam Smith hubiera insistido fríamente en que éstos eran menos eficientes que los hombres libres? ¿Por qué el gobierno español le hizo marqués? Y cuando se llamaba a sí mismo marqués de Álava, ¿pensaba más en el nombre de su plantación de caña que en el de su provincia natal? ¿Qué sucedió con su gran fortuna? ¿Qué fue de sus papeles y documentos?
A la sazón no investigué más para hallar respuesta a estas preguntas, pero escribí un artículo sobre el tema, en 1967, para el Observer, a invitación de Anthony Sampson, con ocasión de lo que aparecía como el centenario del fin de la trata. El tema siguió presente en mi espíritu, a medida que me interesaban otros tratantes de negros, en otros países, otros hombres que ganaban dinero con los cargamentos «negros» o de «ébano», como el francoirlandés Antoine Walsh, de Nantes, que también llevó a Escocia en el barco Du Teillay al príncipe Carlos Eduardo, el Bonnie de la leyenda, o como James de Wolf, de Bristol, en Rhode Island, que llegó a ser senador de Estados Unidos, u otros comerciantes que construyeron hermosas mansiones, como las de muchos tratantes de Liverpool, de Lisboa, de Sevilla, o de Middleburg, en Holanda, de donde procedían los Roosevelt y que, después de emigrar la familia a Nueva Holanda (Nueva York), sería sede de la mayor compañía holandesa de tratantes del siglo XVIII. En los años ochenta, incluso escribí una novela, Havana, acerca de John Kennion, un unitario de Liverpool que consiguió permiso para importar esclavos a Cuba en 1762, después de la captura de la isla por los británicos en la guerra de los Siete Años.
Paseé por las calles, elegantes todavía, del Nantes de Walsh, muchas de las cuales sobrevivieron al bombardeo aliado de 1944, y recordé que los tratantes de negros residentes en las mansiones de la Île Feydeau, en la década de 1780, enviaban su ropa sucia a que la lavaran en Saint-Domingue (hoy Haití), donde el agua de los arroyos de montaña, según se decía, dejaba la ropa más blanca que la de cualquier río de la Bretaña. David Hancock, en un reciente y excelente libro suyo, dio a su protagonista el nombre de Richard Oswald, «un ciudadano del mundo» como bien hubiera podido llamarse a sí mismo, pues poseía propiedades en Escocia, Londres, Florida, Jamaica y Virginia, así como una participación en la isla de Bence, frente a la costa de Sierra Leona, que empleaba como «almacén» de esclavos, y donde él y sus socios construyeron un campo de golf para entretenimiento de los capitanes y oficiales que debían esperar allí, cuyos cadis eran esclavos vestidos con kilts. Gracias a su conocimiento de América, Oswald fue uno de los negociadores de la paz de París, en 1783, frente a antiguos socios suyos que representaban al lado americano, como Benjamin Franklin y, sobre todo, Henry Laurens, de Charleston, Carolina del Sur, que también fue de joven un tratante al que Oswald había suministrado a menudo esclavos negros. ¿Pueden imaginarse a los dos, en París, en la rue Jacob esquina con la rue des Saints-Pères, ricos, es cierto, gracias entre otras cosas a las innumerables transacciones de las tratas que enlazaban a Europa con África y las Américas, negociando ahora la libertad de Norteamérica?
En mis lecturas encontré a mi propio candidato para rivalizar con Hancock como «ciudadano del mundo»: Bartolommeo Marchionni, un florentino, comerciante y banquero en Lisboa, que en 1480 poseía plantaciones de caña en Madeira y que financió las expediciones de los grandes viajeros portugueses a Etiopía en 1487, que tenía un buque en la expedición de Vasco da Gama a la India en 1498 y otro en la expedición de Cabral que en 1500 descubrió el Brasil, probablemente por error, que sugirió al rey de Portugal que empleara a su compatriota florentino Américo Vespucio para un viaje al Brasil en 1501, y que en la década de 1490 tenía el monopolio de la trata en el río Benin, para llevar cautivos no sólo a Portugal y Madeira, sino también a Elmina, en la Costa de Oro, donde los vendía, a cambio de oro, a mercaderes africanos de los que conseguía mejores precios por los cautivos de los que hubiese obtenido en Lisboa.
Como resultado de este interés, que abarca la mitad de una vida, decidí hace algunos años escribir mi propia historia de la trata. Debe decirse que es un terreno que ha sido tan labrado que ya no queda espacio para ningún cultivo nuevo. Philip Curtin y sus sucesores han establecido las estadísticas de la trata tan completamente como sea posible; cada puerto y cada pueblo relacionado con la trata tiene sus propios historiadores, muchos de los cuales se han reunido, desde hace años, en conferencias en todo el mundo, con muy buenos resultados La historia de la concha de cauri, empleada durante tanto tiempo en África como moneda, ya se ha escrito, como se ha escrito la del fusil de Birmingham, que sirvió de trueque para muchos esclavos.
Pero cualquier empresa comercial que entrañe el transporte de millones de personas a lo largo de varios siglos, empresa en la que intervinieron todas las naciones marítimas europeas y todos los pueblos con costas en el Atlántico (y algunos otros, de añadidura), así como todos los países de las Américas, constituye un planeta por sí misma, con espacio, siempre, para nuevas observaciones, reflexiones y nuevos juicios. Sin embargo, los que me interesaban eran los mercaderes de esclavos en sus hermosas casas de Londres o Lisboa, que con frecuencia nunca llegaron a ver un esclavo, pero que se beneficiaron con su venta. En las controversias sobre el número de esclavos transportados y el porcentaje de beneficios, se tendió a ignorar a esos hombres.
La trata era, desde luego, una iniquidad. De todos modos, todo historiador ha de recordar la advertencia de Hugh Trevor-Roper: «Cada época tiene su propio contexto social, su propio clima, y lo da por sentado… Desdeñarlo, empleando términos como “racional”, “supersticioso”, “progresista”, “reaccionario”, como si sólo fuese racional lo que obedece a nuestras reglas de razonamiento, sólo fuese progresivo lo que apuntaba hacia nosotros, es peor que una equivocación; es una vulgaridad.»[1]
Además, el estudio de este comercio puede ofrecer algo a casi todos. Quien se interesa por la moral internacional puede preguntarse cómo fue que en el siglo XVII varios países de Europa septentrional apenas vacilaron antes de tolerar el renacimiento a gran escala de una institución que casi se había abandonado, en la región, hacia el año 1100, y a veces, como en Inglaterra, con un tono casi abolicionista en las declaraciones de los arzobispos contra la costumbre: «Fuimos un pueblo que no comerciaba con esta mercancía», decía con orgullo Richard Jobson, un mercader inglés, cuando, en 1618, un tratante árabe le ofreció esclavos en el río Senegal.[2] Pero casi al mismo tiempo, sir Robert Rich, cuyo retrato por Van Dyck cuelga de los muros del Metropolitan Museum de Nueva York, conseguía licencia para llevar a cautivos africanos a sus nuevas plantaciones de Virginia. A quien le interesa la historia económica puede preguntarse si hay algo acertado en la idea del doctor Eric Williams de que la revolución industrial inglesa se financió con los beneficios de los tratantes de esclavos de Liverpool. Quien tiene por especialidad la historia eclesiástica puede preguntarse por qué se ignoró en los países católicos la condena del papa Pío II y de otros tres papas, y cómo fue que los jesuitas se vieron tan mezclados como todos en la trata; encontraría interesante, también, investigar los términos precisos con que Pío II condenó el tráfico de esclavos, y tal vez especular acerca de las razones por las que los filántropos católicos del siglo XVI, como fray Bartolomé de las Casas, al principio no abarcaron a los negros africanos en la generosa simpatía que ofrecieron calurosamente a los indios americanos.
Si interesa la historia de los movimientos populares, el movimiento abolicionista, tan bien organizado por los cuáqueros en Inglaterra y en Estados Unidos, debe verse, sin duda, como su primer ejemplo. Si a uno le interesa el comercio con los países subdesarrollados, puede estudiar el papel de la trata en África y calcular, o por lo menos formular suposiciones, sobre el efecto duradero que tuvo en las economías locales, y preguntarse (con un historiador de Sierra Leona) si pudo haber algún beneficio derivado de los cuatro siglos de contacto con los europeos en términos de renta, organización del comercio, nuevas cosechas, conocimiento de nuevas técnicas. Luego, puede uno plantearse la cuestión de si la importante participación de Gran Bretaña en el comercio de esclavos durante el siglo XVIII (cuando, en la década de 1790, los capitanes ingleses de esclavos transportaron todos los años unos treinta y cinco mil cautivos a través del Atlántico en unos noventa buques), encontró compensación en el papel predominante que los políticos ingleses dieron a la abolición de la trata, convirtiéndose en policías de los mares (guardabosques después de haber sido cazadores furtivos), con su empeñosa diplomacia, poderío naval, astucia y subsidios financieros para llevar a su fin la trata. En relación con esto cabe preguntarse si la política británica fue o no el elemento decisivo para que se pusiera término a la trata brasileña en la década de 1850 y la cubana en la de 1860. Al analizar esta ambivalente posición británica, debería examinarse por qué John Hawkins sigue siendo un héroe nacional, aunque sus tres viajes al Caribe, en la década de 1560, uno de ellos llevando a bordo a Francis Drake, fueron viajes de trata.
Quien se interesa por la historia judía puede examinar la acusación del político negro americano señor Farrakhan de que los judíos dominaron la trata con África, pero resultaría difícil encontrar más de uno o dos judíos en la trata anglosajona (Aaron López y su suegro, Jacobo Rodrigues Ribera, de Newport, Rhode Island, son los dos únicos que he encontrado). Es cierto que gran parte del tráfico de esclavos de Lisboa, en los siglos XVI y XVII, fue financiado por judíos conversos o cristianos nuevos, aunque no quisiera pronunciarme acerca de si deberían ser considerados o no judíos; varios de los tratantes proclamaban, bajo las torturas inquisitoriales, que ellos o sus antepasados se habían convertido sinceramente, aunque el Santo Oficio hizo quemar vivos en México y en Lima a varios destacados mercaderes de esclavos, a los que denunciaron, no por comerciar con esclavos, sino por el delito mucho mayor de ser «judaizantes». Si uno se mostrara tan crítico con el islam como el señor Farrakhan lo es con los judíos, podría examinar en qué medida el comercio con negros africanos, desde la costa de Guinea y a través del Sahara, estuvo a cargo de mercaderes mullahs árabes, en los primeros siglos tras la penetración musulmana en África, mucho antes de que los buques del infante Enrique el Navegante avistaran las costas de África occidental. Podrá preguntarse, también, qué hay de cierto en la afirmación, a menudo repetida, de que los portugueses trataban a sus esclavos, en la travesía de Angola a Brasil, mejor que los tratantes anglosajones que llevaban cargamentos humanos al Caribe o a las colonias meridionales de Norteamérica.
Si uno está interesado por la historia de la monarquía británica, (¿y quién no lo está, al parecer incluso en España?), se puede explorar el papel de James, duque de York (por el cual se nombró, tan inadecuadamente, Nueva York), como presidente de la Compañía Real Africana, cuya misión consistía, en parte, en comerciar con esclavos. O uno puede preguntarse si es cierto, como sugería el más reciente biógrafo de Wilberforce, el difunto Robin Furneaux, que el intrigante comentario de Thomas Clarkson en su historia de la abolición de la trata africana (o sea, que había algo, no sabía qué, en la imposibilidad para Pitt de convertir el fin de la trata en cuestión de gobierno), puede explicarse por el odio de Jorge III hacia los abolicionistas, tan fuerte como el de su hijo, el futuro Guillermo IV, que cuando era duque de Clarence dirigió en la Cámara de los Lores la oposición a Wilberforce, Pitt, Burke, Fox, Sheridan, Canning y a todos los demás que se contaban entre «los mejores y más inteligentes» en la Inglaterra de la década de 1790.
Si en esta cuestión se busca a los malvados —y hay varios—, debe buscarse ciertamente entre las familias reales con más rigor que entre las familias judías. Pienso, en parte, en los gobernantes de Benin, los reyes de Ashanti, Congo y Dahomey, y en los gobernantes Vili de Loango, que vendieron gran número de esclavos, durante muchas generaciones, y también en los monarcas de Europa, como uno de mis propios héroes. Femando el Católico, rey de Aragón, «Atleta de Cristo» como lo llamó el papa, que dio el primer permiso para llevar al Nuevo Mundo a esclavos en gran número, pues quería que extrajeran el oro de las minas de Santo Domingo. Pero acaso no puede condenarse especialmente a Fernando por aceptar este transporte de esclavos de una parte a otra de sus dominios, pues parece que sus agentes compraron a los africanos afectados en Sevilla, adonde los habían llevado mercaderes lisboetas, como Bartolommeo Marchionni. Como cualquiera de su época, Fernando debió suponer que, por desagradable que fuese ser esclavo, ser propiedad de un amo cristiano era infinitamente mejor que serlo de un infiel. Puede considerarse al rey Juan III de Portugal responsable de una innovación todavía más peligrosa, pues fue él quien, en 1530, accedió a que los esclavos pudiesen llevarse directamente de África a las Américas. Y no cabe excluir de nuestra crítica selectiva al Rey Sol mismo, Luis XIV, pues sus ministros accedieron a pagar una suma por cada esclavo llevado al Nuevo Mundo; esta suma seguía pagándose en 1790, el año en que Thomas Clarkson estaba en París para hacer propaganda de la causa abolicionista; el ministro Necker, recién llamado de nuevo al poder, le pidió que no se atreviera a enseñar a Luis XVI, sucesor del Rey Sol, el diagrama que mostraba cómo se amontonaban los esclavos en el buque Brookes de Liverpool, porque le causaría demasiada pena.
Pero los historiadores no han de encargarse de buscar a los malvados. Detestaría que me reprocharan haber leído Alicia en el país de las maravillas porque su autor era bisnieto del tratante de esclavos Lutwidge de Whitehaven; o por leer a Chateaubriand porque su padre, en Saint-Malo, fue tratante de esclavos y, antes, capitán de un buque que transportaba esclavos; o de leer a Gibbon porque éste pudo escribir su gran obra sin tener que preocuparse por el dinero gracias a la fortuna acumulada por su abuelo, uno de los directores de la Compañía de los Mares del Sur, cuya principal misión consistía en llevar esclavos africanos en buques ingleses al imperio español. No me agradaría tener que boicotear las comedias de Beaumarchais debido a que su autor trató de obtener de la Corona española el mismo monopolio en los años sesenta del siglo XVIII. Y ¿quién se negaría a visitar la Universidad Brown, en Providence, Rhode Island, porque debe tanto a John Brown, que comerciaba con esclavos en esa ciudad, en la década de 1770? Nadie, sin duda, se negaría a tomar en serio a John Locke, como filósofo de la libertad, por el hecho de que fuese accionista de la Compañía Real Africana, cuyas iniciales RAC, se marcaron en tantos pechos negros durante el último cuarto del siglo XVII.
Tengo un motivo personal para esperar que los pecados de los antepasados colaterales no caigan sobre la generación actual: en el Archivo de Indias, de Sevilla (los magníficos y mejores archivos imperiales a los que la erudita americana Irene Wright dedicó un soneto y en los cuales, investigando sobre la conquista de México, pasé muchos de los días más fructíferos de mi vida), descubrí que un buque que llevaba a veinte esclavos a la bahía de La Habana, tenía por capitán, en 1792, a alguien de Liverpool llamado Hugo Tomás.
En el presente libro he tratado de explicar lo que sucedió. Al buscar la verdad, no he creído necesario hablar en cada página de ultrajes. Pero, de todos modos, la pregunta es ineludible: ¿cómo pudo tolerarse durante tanto tiempo este negocio? En mis capítulos sobre la abolición hablo de esto, pero al cabo de varios años dedicados a escribir este libro no puedo pensar que los tratantes de esclavos y los capitanes de sus buques fueran «peores» que los propietarios de esclavos, que a fin de cuentas formaban el mercado. Hubo propietarios de esclavos brutales, como el padre supuesto de Frederick Douglass, y capitanes de buques transportadores de esclavos razonablemente bondadosos, como John Newton. Unos pocos gobernantes africanos trataron de evitar participar en la trata trasatlántica y la mayoría fracasó. Todos se encontraron presos de una vasta red que parecía normal por lo menos hasta 1780.
Para una parte de este libro he llevado a cabo investigaciones en los archivos: acerca de la decisión de Fernando el Católico, en 1510, de enviar esclavos negros al Nuevo Mundo; acerca de la carrera de Bartolommeo Marchionni; acerca del permiso de llevar esclavos concedido por el emperador Carlos V; acerca de diversos momentos de la trata española, y acerca de varios aspectos del final de la trata en Brasil y Cuba. Pero he tratado de consultar las fuentes originales cuando se dispone de ellas. En relación con esto, quiero expresar mi agradecimiento a la difunta Elisabeth Donnan, cuyos Documents Illustrative of the Slave Trade to America me fue de gran ayuda, y también a Philip Curtin, cuya obra The Slave Trade: A Census, fue una inapreciable guía y cuyas cifras sólo he revisado modestamente; Enriqueta Vila Vilar, con sus notables estudios sobre la trata española de los siglos XVI y XVII, especialmente su Hispanoamérica y el comercio de esclavos, me introdujo en el tema. El libro de Charles Verlinden L’esclavage dans l’Europe médiévale me abrió los ojos sobre la persistencia de la institución de la esclavitud durante las épocas de gran fe. Agradezco también a Ángel Bahamonde y José Cayuela por el interesante retrato de negreros españoles del siglo XIX y de sus fortunas, que aparece en su libro Hacer las Américas (Madrid, 1992).
Quiero expresar mi agradecimiento a los directores de las bibliotecas y los archivos en los cuales he investigado y en particular a los del Archivo de Indias, de Sevilla, la Biblioteca Nacional, el Archivo Histórico Nacional y la Real Academia de la Historia, de Madrid, el Palazzo Ricardi de Florencia, la Bibliothèque Nationale de París, la New York Public Library, la Widener Library de Harvard, la Murger Memorial Library de la Universidad de Boston, la London Library, la biblioteca de la Cámara de los Lores —y en particular a su bibliotecario, David Jones, y sus ayudantes—, la biblioteca de la Universidad de Cambridge, el Public Records Office de Kew, y la British Library. Ésta será la última vez que podré expresar mi gratitud a quienes trabajan como ayudantes en la acogedora sala de lectura de la última de las bibliotecas nombradas, la más hermosa biblioteca de Europa, que está a punto de ser destruida por los ignorantes filisteos que han dirigido recientemente la vida cultural británica. También estoy agradecido a las personas que han leído capítulos de mi libro en sus primeras redacciones —por ejemplo, sir Hugh Lloyd-Jones y el doctor Felipe Fernández-Armesto—, así como a Oliver Knox y a mi esposa Vanessa, que tuvieron la bondad de leer las pruebas y de hacer muchas y valiosas sugerencias.
HUGH THOMAS
Londres, marzo de 1997.