EPÍLOGO

En 1840 Turner expuso su cuadro Slaveship, en el que se ve cómo varios negreros arrojan por la borda a los esclavos muertos y moribundos; un tifón se acerca; los marineros parecen sentirse casi tan mal como los esclavos. Con esta pintura que recordaba la suerte del Zong, en 1781, de la que hemos hablado en el capítulo veinticinco, Turner pretendía celebrar la muerte de la esclavitud.

La exposición de esta obra coincidió con una importante reunión en Exeter Hall, en Londres, convocada para inaugurar la Sociedad por la Civilización de África, impulsada por Thomas Fowell Buxton. Esta reunión señalaba la conversión cabal al abolicionismo de «los grandes y buenos» de Gran Bretaña, pues el discurso de apertura estuvo a cargo de su presidente, el príncipe consorte, duque de Norfolk (por cierto que éste fue su primer discurso público); estuvieron presentes el conde Marshal y el líder de la oposición, sir Robert Peel. Si el príncipe consorte sabía con cuánta frecuencia había hablado el rey difunto, Guillermo IV, todavía en vida de su padre, en contra de la abolición en la Cámara de los Lores, no lo manifestó, y si recordó las inversiones de sus propios antepasados en la Compañía del Mar del Sur, no las mencionó. Si Peel rememoró que su padre se había opuesto a la abolición en la Cámara de los Comunes a principios del siglo, también se guardó sus pensamientos para sí. Se iniciaba otra era, al menos en Inglaterra.

Pero, aunque en 1840 se veía llegar el fin de la trata, en las Américas el fin de la esclavitud tardó más tiempo de lo que había anticipado Turner. Gran Bretaña la había abolido, Francia lo haría al cabo de ocho años y Estados Unidos, de veinticinco. En la India británica, poseer esclavos se convirtió en delito en 1852. Sin embargo, en Cuba y Brasil, que han sido el principal tema de los últimos capítulos del presente libro, la esclavitud sobrevivió hasta los últimos años del siglo; con la furibunda polémica que provocó en estos países (y en España) parecía que el asunto nunca se había tratado en otras naciones. En la octava década todavía se publicaban anuncios de ventas de esclavos, expresados de tal manera que no quedaba claro si se referían a seres humanos o a animales: una cabra podía ser eso, una cabra, o una «cuarterona», o sea, una mujer con una cuarta parte de sangre negra.

En Cuba, la Guerra de los diez años (1868-1878), en la que la isla fracasó en su intento de alcanzar la independencia, aceleró la emancipación, pues si bien los rebeldes cubanos, pequeños plantadores más que grandes monarcas de la industria azucarera, no se comprometieron a la abolición inmediata, sí proclamaron la libertad de los esclavos que hubiesen luchado a su lado, como lo había hecho antes Bolívar.

En el Madrid de Segismundo Moret, una nueva ley concedía, con matices, la libertad de los hijos de esclavos y la de todo esclavo mayor de sesenta y cinco años (edad que posteriormente se reduciría a sesenta), así como la de los esclavos que hubiesen luchado por España contra los nacionalistas cubanos. No obstante, al final de la guerra había todavía casi doscientos mil esclavos en la isla.

El gran orador liberal español Emilio Castelar aprovechó la aprobación de la Ley de Moret para pronunciar uno de sus mejores discursos, y uno de los más nobles de todos los pronunciados sobre el tema en las legislaturas europeas. Se puso en pie y, temblando de nervios como suele ocurrirles a los grandes oradores, manifestó que ya no veía los muros de esa sala, sino que vislumbraba pueblos y países lejanos a los que nunca había ido; que tras diecinueve siglos de cristianismo todavía había esclavos, y sólo en los países católicos Brasil y España, mientras que tras apenas un siglo de revolución los pueblos revolucionarios, Francia, Inglaterra y Estados Unidos, habían abolido la esclavitud. ¡Tras diecinueve siglos de cristianismo todavía existía la esclavitud!, exclamó. ¡Un siglo de revolución y ya no había esclavos en los pueblos revolucionarios!, añadió, e hizo un llamamiento a los legisladores españoles para que hicieran del siglo XIX el de la «redención» total y absoluta de los esclavos.

En el paseo de la Castellana, de Madrid, una estatua de Castelar conmemora el papel que este escritor y estadista desempeñó en la abolición de la esclavitud, aunque ésta no se abolió en Puerto Rico hasta 1873 y en Cuba, hasta 1886.

Portugal la abolió, por fin, en 1869, más tarde que cualquier otro país europeo, y sólo en la metrópoli. Puesto que encabezó la participación europea en la trata desde África y la administró durante doscientos años, de 1440 a 1640, no debería sorprender que tardara tanto en abolir la esclavitud. Mozambique y gran parte de Angola eran suyos todavía y se empeñaba en convertirlos en algo como colonias convencionales. Entre 1876 y 1900 actuó más o menos como lo hacía Francia en Senegal, es decir que liberó a sus esclavos pero los puso a trabajar unos años, de modo que seguían siendo esclavos de hecho. No abolió la esclavitud en su imperio hasta 1875 y no se sabe si para los angoleños y mozambiqueños esta decisión supuso un cambio tan radical como esperaban los abolicionistas.

En 1879 había un millón y medio de esclavos en Brasil, muchos más que en 1800; dos tercios vivían en Río de Janeiro, Minas Gerais y São Paulo, sobre todo en plantaciones de caña, donde los fazendeiros (hacendados) seguían considerando lucrativa la mano de obra esclava, a pesar de lo que pensaba Adam Smith. En 1871 el emperador dom Pedro, que gracias a sus relaciones europeas y a su conciencia sabía que ya no podía justificarse la esclavitud, tomó la iniciativa y presentó el proyecto de la lei do ventre livre (ley del vientre libre), que proclamaba la libertad de los hijos de madres esclavas y la manumisión inmediata de los esclavos al servicio del Estado; codificaba el derecho de los esclavos a comprar su libertad, establecía un fondo para la ayuda a la manumisión y anunciaba un registro de esclavos. Tras largos, dignos e importantes debates, la cámara aprobó la ley por sesenta votos a favor y cuarenta y cinco en contra; en el senado la votación fue de treinta y tres a favor y siete en contra. Todavía en 1884 un primer ministro liberal presentó un proyecto de ley que otorgaba la libertad a los esclavos de sesenta años, sin compensación para el amo; las cámaras votaron en contra y el gobierno cayó. Al año siguiente, gracias al empeño de la Sociedad Antiesclavista Brasileña, encabezada por Joaquim Nabuco, las cámaras aprobaron otro proyecto semejante, aunque los esclavos de más de sesenta años se veían obligados a trabajar para sus amos tres años más sin remuneración, lo que en sí representaba una especie de compensación para el dueño.

La esclavitud no se prohibió en Brasil hasta finales de los años ochenta. En marzo de 1887 todavía quedaban setecientos cincuenta mil esclavos, pero éstos huían en masa de las haciendas. No es pecar de fantasioso ver en estas huidas sin castigo una repetición de las fugas de siervos ocurridas a principios del siglo XI en Europa, que supusieron el fin de la servidumbre. El ejército brasileño ya no se sentía tan dispuesto a acorralar a los fugitivos como lo estuvo durante generaciones, y los precios cayeron en picado. Los plantadores empezaron a manumitir a sus esclavos a condición de que firmaran contratos de trabajo de dos o tres años. La Iglesia apoyó la abolición, por primera vez abiertamente, sin duda por miedo de que unos negros revolucionarios sumieran al país en una onda negra (oleada negra), como la de Haití. De pronto, los fazendeiros vieron en los italianos una alternativa barata en las plantaciones de café, de modo que setecientos cincuenta mil europeos emigraron a Brasil con pasajes subvencionados.

En marzo de 1888 el gobierno conservador de Correia de Oliveira propuso la lei áurea, que proclamaba la abolición inmediata de la esclavitud; las cámaras la aprobaron en mayo, apenas dieciocho meses antes de que el ejército depusiera al emperador dom Pedro, que se había vuelto impopular ante la oligarquía que dominaba la economía, en parte por su bondad y cultura que tanto habían hecho por los negros en la metrópoli. Con el fin de poner fin a la era esclavista, el ministro abolicionista Rui Barbosa mandó quemar en 1890 todo documento del Ministerio de Hacienda que tuviera que ver con la esclavitud y la trata, aunque todavía hoy existe controversia sobre qué papeles fueron pasto de las llamas y cuáles no lo fueron. Con todo, entre quienes observaron la quema se hallaba un negro que trabajaba en la aduana; contaba ciento ocho años y estaba resuelto a ver con sus propios ojos la «destrucción total» de los documentos que atestiguaban el «martirio» de su raza.

Sin embargo, en África la trata continuaba. Los harenes del norte todavía pedían eunucos, y en los años ochenta todavía se intercambiaban esclavos por caballos, como lo hacían los árabes y los portugueses de mediados del XV. La diferencia en los precios en el XIX era asombrosa; el explorador capitán Binger recordaría que un caballo que los moros del norte valoraban en dos o tres esclavos podía venderse por entre quince y veinte esclavos en Ouassoul. Los cauríes seguían siendo importantes; así, a mediados del siglo, el explorador alemán Heinrich Barth vio cómo cambiaban un esclavo «de aspecto muy mediocre» por treinta y tres mil conchas. En 1870 en Bambara se había establecido una nueva unidad «monetaria», el captif (cautivo), equivalente a veinte mil cauríes. En 1857 David Livingston explicaría a su público en Londres que aunque la trata europea desaparecía, la de los árabes de África oriental aumentaba. En el interior del Congo, De Brazza encontró que en la octava década todavía se cambiaban esclavos por sal, armas de fuego y tejidos de Mayumba. En los años ochenta en Senegambia, al principio de la era del gobierno directo desde Francia, los esclavos representaban dos tercios de las «mercancías» vendidas en los mercados. Es posible que en el primer cuarto del siglo XX los esclavos constituyeran dos tercios de la población del Alto Senegal-Níger, y un cuarto de la del califato de Sokoto. Los estudiosos musulmanes todavía poseían esclavos en esa región, como los poseían los nobles y como los habían poseído sus predecesores del siglo XV. En 1883 el comandante Joseph-Simon Gallieni, futuro procónsul de Madagascar, que pasó una temporada en Ségou, en el Alto Níger, antigua ciudad de la trata a unos cincuenta y cinco kilómetros al sudeste de Timboctú, comentó que «nada iguala el horror de las escenas de carnicería y desolación que surgen de las guerras constantes en las regiones famosas por su incomparable fertilidad y riqueza mineral. Se queman aldeas, se mata a ancianos de ambos sexos, mientras que los conquistadores esclavizan a los jóvenes y se los reparten». En la Costa de Oro, ahora ya enteramente británica, se prohibió la esclavitud; en 1874 sir Bartle Frere prohibió a los gobernadores que reconocieran la institución, pero una generación más tarde todavía hacían la vista gorda y probablemente hasta los mulatos, descendientes de los daneses que habían intentado plantar algodón en Akuapem, la usaban en la industria del aceite de palma. Los funcionarios británicos a veces devolvían a los esclavos fugitivos a sus amos. Si san Pablo lo había hecho, ¿por qué no iba a hacerlo un inglés que había estudiado en las escuelas públicas? El Sudán angloegipcio del siglo XIX importó unos setecientos cincuenta mil esclavos, muchos de ellos en la segunda mitad, cuando también en el imperio otomano el volumen de la trata ascendía probablemente a unos once mil cautivos por año.

Con el Acta General de Bruselas de 1890 las potencias europeas con intereses en África se comprometían a oponerse activamente a la esclavitud, lo que no significaba aboliría, sino al menos incluir la libertad en África en el orden del día de su misión civilizadora. Sólo el establecimiento de los imperios europeos en África hizo posible el fin de la esclavitud. Eventualmente, sí la abolieron en sus dominios, pero no en sus protectorados, y el deseo de gobernar África no duró más allá de otras dos generaciones. Nuevos Estados sustituyeron a los antiguos, pero los antiguos sistemas de mano de obra sobrevivieron a los cambios y, en el momento de escribir el presente libro, parece que sobrevive en Nigeria una trata de niños, y los periódicos hablan a menudo de la esclavitud en Mauritania, donde, pese a que la institución se ha abolido al menos tres veces, la última en 1980, se dice que noventa mil negros son todavía esclavos de amos árabes. Fue precisamente desde allí donde, en 1441, los portugueses llevaron por primera vez a esclavos negros a un remoto destino septentrional.