ESTAS ÚLTIMAS PALABRAS de mi relato las dicto desde un lugar que mi padre habría aprobado, en un momento que no me cabe duda está observando como una sombra, ojeroso y hambriento, rechazado por Hades de la tierra de los muertos para inspeccionar a qué ha dado lugar su vida. Me encuentro en la tienda de mi estado mayor, una noche de luna donde reina el silencio, salvo por los quedos susurros de los guardias apostados en la entrada y el murmullo del vasto ejército que me rodea.
Sí, un ejército, pues me he convertido en rey, y no solo del Bósforo y de las chozas de barro que recibí tras la muerte de padre, sino de todos los territorios en otros tiempos heredados, ya no es el mismo reino que gobernaron mis antepasados, ni siquiera un reino que padre reconocería si volviera. Los romanos saquearon, destruyeron e incendiaron las ciudades que ellos habitaron, Sínope y Amisos, y yo las he reconstruido a mi manera. Los clanes de nobles persas del interior se han dispersado, expulsados de sus heredades ancestrales por la rapiña romana. Las familias nobles han desaparecido, junto con su riqueza, y nuevos inmigrantes han ocupado su lugar. En una ocasión me contaron que el legendario barco de Jasón, el Argos, sobrevivió hasta hace poco, mil años más después de su travesía, gracias a los cuidados de los sacerdotes de un antiguo santuario dedicado a Poseidón, en el istmo de Corinto. En cuanto detectaban signos de putrefacción en algún madero o aparejo, sustituían la pieza por una nueva. Así pues, si bien el barco sobrevivió durante siglos, ni uno solo de sus tablones era el original. Como dice la vieja máxima: «He aquí el hacha de mi abuelo. Aunque mi padre le puso un cotillo nuevo y yo le cambié el mango, sigue siendo el hacha de mi abuelo». Lo mismo puede decirse del reino del Ponto.
Las cosas, con todo, tampoco han permanecido estáticas para los romanos. Ahora, quince años después de la muerte de padre, el poder de Roma en Asia se ha debilitado, Pompeyo ha tenido una muerte tan atroz como padre y mucho menos noble, y yo he regresado triunfante a Sínope, a la cabeza de una armada pirata como las de antaño, para gobernar la tierra en la que nací.
¿Parece más cierta la locura vista de cerca que de lejos? Los exiliados romanos tuvieron que creer que padre estaba loco o no habrían montado aquella farsa, porque aquel motín fue una farsa, a pesar de que me convirtió en rey y en único comandante. Su conducta no tiene explicación a menos que realmente le creyeran loco, y tampoco la tiene mi consentimiento a menos que hubiera estado de acuerdo con ellos. Sin embargo, ahora, después de muchos años de reflexión y observación, mis dudas crecen día a día.
El plan de padre de unir a los bárbaros de Occidente no tenía nada de absurdo. Eran pueblos con los que el Ponto había mantenido relaciones durante décadas y que habían aportado a nuestros ejércitos miles de mercenarios a lo largo de los años. Para ellos, el prestigio del viejo rey era legendario. Su proyecto de invadir Italia habría ocurrido en un momento en que Roma se hallaba sacudida por rebeliones y una guerra civil. En esas circunstancias, ¿quién puede asegurar que Roma no habría caído ante la aparición repentina de medio millón de galos y germanos, marchando en formación ordenada, bajo el mando de un rey civilizado y guerrero veterano? ¿Quién puede asegurar que si yo no hubiera aceptado mi corona de hojas de roble en un patio cubierto de sangre de una ciudad de barro y cañas ahora no estaría reclinado en un palacio imperial de Roma, como rey del mundo?
Y ahora, de pie frente a mi tienda, cuya puerta dejo abierta para dejar pasar la fresca brisa nocturna del verano, diviso el vasto alcance de mis tropas, dispuestas en perfecta alineación romana, con las brasas de las hogueras centelleando en la extensa planicie de Zela que tan bien conozco. Más allá de la última hilera de hogueras se extiende la sombra de nuestras trincheras, coronadas por un elevado terraplén defendido a su vez por una empalizada inexpugnable de afiladas estacas y lanzas. Pasando frente a las antorchas dispuestas en las obras de defensa distingo las siluetas de los centinelas, siempre vigilantes. Nada ha sido dejado a la suerte, ningún punto ha quedado desguarnecido. La infiltración es imposible, la traición desde el interior, impensable. Los romanos me han enseñado bien. Padre habría estado orgulloso.
Y así debería ser. Pues más allá de las barricadas, más allá de la planicie, más allá de las lomas y en lo alto de las montañas que se alzan detrás, más allá de lo que me alcanza la vista de noche, otras hogueras centellean, estas, también, dispuestas en perfecta alineación romana. En ese campamento enemigo los hombres también están firmemente atrincherados, fuertemente empalizados, los centinelas alertas y el comandante inquieto y desvelado, como yo, y como yo, puede que también él se halle delante de su tienda, escudriñando pensativamente la oscuridad, en dirección a su enemigo, con el que habrá de enfrentarse mañana.
Me imagino a un ave rapaz sobrevolando en círculos, aprovechando una corriente ascendente. ¿Un águila? ¿Un búho? No, por una cuestión de simetría supondremos que es un halcón, el pájaro con el que abrí esta narrativa, el arquetipo de la ferocidad y la muerte. En lo alto, la criatura divisa a los dos grandes ejércitos, separados por una distancia escasa. A espaldas de uno, por el sur y el oeste, las fortalezas del litoral de Cilicia, el Mediterráneo y, por último, la corrupta y pestilente ciudad de Roma. A espaldas del otro, por el norte, la costa rocosa del Ponto Euxino y la veleidosa y encantadora ciudad de Sínope, sede del nuevo bastión de la civilización y el imperio griegos de Oriente. Si afila la mirada, el halcón divisará dos hombres, invisibles el uno para el otro, pero sensibles a su presencia, que se esfuerzan por leer el pensamiento de su adversario y miran a los dioses para penetrar en la mente de los hombres. Pero al halcón todo eso le trae sin cuidado, y descendiendo lentamente, acecha a su involuntaria presa, y la presa, un pequeño roedor o una lagartija que ha salido de su agujero para alimentarse, expuesta ahora en medio de la planicie, no tendrá tiempo de sentir miedo, ni siquiera dolor, pues el ataque del agresor será rápido, y la muerte, instantánea.
A diferencia de la lagartija, el romano que no puedo ver, el comandante de esa legión, tiene miedo. Sus soldados están agotados tras una larga y forzada marcha. Por cada uno de sus hombres hay cinco de los nuestros. Están lejos de casa, luchando en terreno extraño por un botín inexistente y rodeados de una población hostil. Tal vez se consuele diciéndose que sus hombres son la flor y nata de Roma y han librado incontables batallas, y que él es el general más aclamado de Roma. Mas eso es poco consuelo.
Pues se enfrenta al rey Farnaces, hijo de Mitrídates el Grande, y mañana —a menos que dejemos de creer en los dioses, a menos que el mal deba triunfar sobre el bien—, mañana será el último día de Roma.