V

NO VI EL ESTADO DEL CUERPO cuando llegó a manos de Pompeyo, aunque sabía que Papias y el experto equipo de embalsamadores que había reunido habían hecho su trabajo con rapidez y destreza. El día después de la muerte de padre envié un trirreme a Sínope con su enorme cuerpo, así como la media docena de romanos exiliados que habían sido los responsables de la ejecución de Manlio Aquilio veinticinco años atrás, y un pequeño grupo de rehenes que el rey había adquirido con los años durante sus diversas negociaciones con Roma. El cuerpo iba acompañado de una carta oficial que yo había redactado apresuradamente para Pompeyo y el Senado en la que me ofrecía a servir a Roma como leal aliado y amigo, siempre y cuando se me permitiera gobernar en paz el reino del Bósforo que había heredado de padre.

Se trataba, ciertamente, de una mercancía extraordinaria, una mercancía codiciada por tres generaciones de los más grandes generales romanos, y a medida que la noticia de la muerte de Mitrídates corría como el fuego por territorio romano, los gobernadores de cada ciudad y cada pueblo declaraban varios días de jubilosos festejos. Si la grandeza de un hombre se mide por la alegría que su muerte produce en sus enemigos, padre fue, sin duda alguna, uno de los hombres más grandes que ha visto el mundo.

Pompeyo se encontraba en Arabia, dirigiendo su ejército contra la fortaleza de Petra, cuando los heraldos pónticos llegaron acompañados de exploradores romanos que habían adornado sus lanzas con coronas de laurel, tal como manda la costumbre cuando se transmite la noticia de una gran victoria. Tan impaciente estaba el general por comunicar la noticia a su ejército, que no esperó a que se construyera en el campamento la tribuna tradicional para hacer un anuncio majestuoso. En lugar de eso, saltó sobre una pila de sillas de montar que el intendente había amontonado para su almacenaje y gritó la noticia a pleno pulmón mientras los hombres se acercaban corriendo para ver qué le ocurría a su comandante. Las legiones estallaron en sonoros vítores y ovaciones mientras los árabes agazapados tras las murallas de Petra se preguntaban consternados qué era eso que tenía tan alborotado al enemigo. La consternación les duró poco. En menos de un día Pompeyo había suspendido su invasión de Arabia, reunido al ejército y puesto rumbo al Ponto Euxino.

A su llegada a Sínope, el general romano se abrió paso a empujones entre los dignatarios y patriarcas que habían corrido hasta las puertas para recibirle, no tuvo en cuenta a la multitud de aduladores y buscadores de favores que flanqueaba su camino y fue directo al trirreme, que se hallaba atracado en el muelle, fuertemente vigilado por la guarnición romana local, yo me había asegurado de llenar el barco con espléndidas ofrendas: balas de sedas y vestiduras ceremoniales, cálices de oro, valiosas obras de arte, una capa que había pertenecido a Alejandro Magno y hasta la magnífica espada con incrustaciones preciosas que padre llevó colgada del cinto durante décadas, con la empuñadura todavía abierta para mostrar el compartimento secreto destinado al veneno que había ingerido. Pompeyo, sin embargo, prestó poca atención a esos objetos y enseguida exigió ver el cadáver. Mis heraldos pónticos se demoraron un poco más, apareciendo primero con la magnífica armadura ceremonial de padre, cien libras de sólido bronce, oro labrado y electro con una exquisita reproducción del caballo alado del Ponto de ojos enjoyados, y el descomunal casco chapado en oro, ya solo el tahalí de la espada, un magnífico trabajo de cuero persa con incrustaciones de oro y piedras preciosas, valía más de cuatrocientos talentos de plata, y la corona real póntica el doble de esa cifra. Los guardias de Pompeyo se tambaleaban bajo el peso de las enormes piezas, fabricadas aparentemente para un titán, aun cuando el general en persona había visto a padre lucirlas sin esfuerzo en la batalla, con la misma ligereza que el mimbre y el lino de los arqueros armenios.

Cuando abrieron el féretro, Pompeyo puso cara de decepción y procedió a despotricar contra la incompetencia de mis embalsamadores. ¡Mis competentes embalsamadores del lago Meotis, tan duchos en su arte! Pero un examen más detenido y las palabras tranquilizadoras de los heraldos le devolvieron la confianza. El cuerpo, envuelto en lino, había sido vaciado y se hallaba, de hecho, en perfecto estado de conservación, incluida la herida abierta en el pecho. Era el cuerpo de un hombre de gigantesco tamaño, de casi setenta años de edad, con una constitución musculosa pero cubierto de cicatrices de combate. Era el cuerpo de un hombre inmune a las enfermedades, tan fuerte que solo una espada podía matarle, poseedor de una estatura titánica y una simetría hercúlea, tan pesado que se precisó una docena de corpulentos soldados para transportar su féretro. Pompeyo quedó tan impresionado con la enormidad del cadáver que al final fue capaz de pasar por alto el hecho de que el rostro —quizá el rostro más celebrado de toda Asia— se hallara totalmente destrozado y en tal grado de descomposición que resultaba irreconocible. El cráneo aparecía aplastado por el balanceo del barco, podrido como un melón en el fondo de un tonel que ha pasado demasiado tiempo al sol.

Pese al estado del rostro, Pompeyo sonrió al tiempo que su mirada recorría triunfalmente el olímpico cuerpo. En toda la historia del mundo solo podía haber existido un hombre de tales dimensiones y belleza, y ese hombre lo tenía ahora delante, Mitrídates Eupátor VI, el azote de Roma y el terror de los mares. Tras ordenar el cierre y precintado del féretro, Pompeyo anunció el fin de la era de Mitrídates y el comienzo de una nueva era de paz y amistad entre Roma y sus estados clientes del Ponto y el Bósforo. Y en un gesto magnánimo que ni siquiera yo, en mi cuidado plan, había previsto, concedió a los restos mortales de Mitrídates el más alto honor, a saber, pagar de su propio bolsillo los gastos de una ceremonia funeraria y un entierro espléndidos en el mausoleo real de Sínope, donde yacían los cuerpos de nuestros antepasados. Allí, en ese silencioso monumento de piedra a los difuntos, cada féretro de granito estaba coronado por una caja con la mandíbula y el cordón umbilical del fallecido, los cuales podían extraerse fácilmente para las ceremonias de veneración: dieciséis generaciones descendientes del gran rey Darío de Persia y ocho descendientes del primer rey de un Ponto independiente, reino que Pompeyo había extinguido.

¿Y por qué no conceder tal honor? Esos eran, sin duda, los restos de un gran hombre. Los médicos de Pompeyo habían inspeccionado detenidamente el cadáver y lo identificaron como el del viejo enemigo de Roma. Habían examinado minuciosamente el cuerpo, pulgada a pulgada, desde la longitud de la blanca melena hasta el rostro destrozado y achicado, e incluso la novedad que representaba la vaina de la daga atada al pene.

No repararon, sin embargo, en la ausencia del dedo meñique de la mano derecha.

Incluso muerto, fiel Bituito, guardaespaldas y gemelo galo del rey, realizaste un último servicio a tu señor impidiendo que su cadáver cayera en manos de aquellos a quienes detestaba, permitiéndole ser para siempre el Último Rey de los Griegos.