IV

LA VIDA COMO HIJO de una concubina me había hecho inmune a toda ambición de gobernar un reino como había hecho padre. Mis aptitudes y objetivos se concentraban en dirigir ejércitos, y en eso era sumamente competente, pero la administración de los asuntos civiles tampoco se me daba nada mal y realizaba con pericia mis tareas en Panticapeo. Lógicamente, no me habían faltado oportunidades, a lo largo de los años, de arrebatarle el poder a padre, pero mi lealtad a él y el temor a las consecuencias si fracasaba, si cometía el imperdonable crimen de la traición, me impedían dedicar atención alguna a esos pensamientos.

No era el caso, sin embargo, de algunos exiliados romanos, concretamente del inquieto Marcelo. A lo largo de los años me había arrastrado hacia conversaciones sutiles, tratando de engendrar en mí el deseo de hacerme con el poder, y en cada ocasión yo había rechazado la absurda idea. Mi único error fue no haberlo hecho ejecutar allí mismo, pero, al igual que padre, siento debilidad por los subordinados leales, y Marcelo siempre me había sido leal, además de buen soldado. De haber comprendido que su deslealtad al rey también comprendía su deslealtad a mi persona, habría actuado de otro modo. En lugar de eso, me dejé halagar por las ambiciones del oficial romano con respecto a mi causa personal, convencido de que su competencia militar y su fidelidad me eran indispensables. Me reía de sus súplicas de derrocar a padre y no hacía caso del veneno que bullía bajo la superficie de su obediencia.

Marcelo y sus compañeros, sin embargo, eran gente que no se daba fácilmente por vencida. Si yo no me mostraba dispuesto a asumir abiertamente el control de mi destino, no tendrían ningún problema en forzar la situación y ponerme el poder delante, de forma que no pudiera rechazarlo.

Esa primavera, de acuerdo con un plan cuidadosamente concebido, Marcelo divulgó entre el ejército el falso rumor de que yo planeaba derrocar al rey. Antes de que el rumor llegase siquiera a mis oídos, varias cohortes de reclutas escitas se habían alzado en armas y se presentaron al amanecer frente a mi tienda, cuando yo aún dormía, para brindarme su apoyo. Al salir medio adormilado de mis aposentos, escuché con estupor que gritaban mi nombre, proclamándome rey. Marcelo asomó entre las primeras filas y se acercó.

—Por tus traidores ojos romanos, Marcelo, ¿qué has hecho? —bramé, aunque el hombre apenas alcanzaba a oírme a causa del clamor de las tropas.

—Señor —gritó—, una vez me dijiste que nunca pusiera en duda tus aptitudes. ¡Mira a estos hombres! He ahí una prueba de su lealtad a ti, de su confianza en ti. Tu padre está loco, su plan de conquista es una locura, y si no ocupas su lugar, te arriesgarás a perderlo todo.

—¡Loco! —espeté enfurecido—. ¡Eres tú el que está loco! Podría hacerte azotar y ejecutar por tus palabras. ¡Eso es traición!

—Ejecútame si quieres, pero eso no cambiará la locura de tu padre, y tampoco cambiará esto. —Marcelo señaló la muchedumbre de soldados que cantaban a un ritmo irregular. Todas las miradas estaban clavadas en nosotros, en la discusión que tenía lugar ante ellos.

—¡Esto es obra tuya! —grité enfurecido—. No hice caso de tus insinuaciones en el pasado y ahora quieres comprometerme, obligarme a elegir entre traicionar a mi padre y traicionar a mis tropas. ¡Canalla! ¡Tal vez los desleales romanos asciendan en sus carreras mediante esas maquinaciones, pero no los pónticos!

Los hombres empezaron a arremolinarse a nuestro alrededor con expresión cada vez más amenazadora. La ira escrita en mi cara había sembrado la duda en sus mentes. Sabían que proclamarme rey era traición, y si yo no aceptaba ese honor, ellos estarían cometiendo un crimen, un crimen por el que serían castigados. Marcelo, sin embargo, permanecía imperturbable.

—No he dudado de ti desde que tomaste el mando en el río Halis, antes de derrotar a Murena. Ahora eres tú el que duda cuando te ofrezco el mando. ¡Acéptalo, príncipe, acéptalo!

Morir por intento de traición o derrocar al rey. Esa era mi elección. Marcelo esperaba que eligiera derrocar al rey para salvar mi vida y, de ese modo, ahorrar a los exiliados romanos el sufrimiento de marchar Danubio arriba para atacar su tierra natal. Había sido inteligentemente manipulado. Tan inteligentemente, de hecho, que los exiliados romanos se habían mantenido al margen de la manifestación, evitando así el compromiso en el que yo había caído. Las palabras de Marcelo, sin embargo, todavía resonaban en mis oídos. ¿Era posible que padre estuviera loco? Aparté esa idea con un reflejo casi violento.

—No es la duda lo que me detiene —dije— sino la lealtad. ¿No sientes lealtad alguna por tu rey?

Marcelo me miró atónito.

—¿Tú me acusas de deslealtad? —bramó—. ¿Tú? En una ocasión me llamaste desleal por mis dudas, ¡y ahora soy desleal por mi certidumbre!

El campamento se hallaba, para entonces, al borde del motín, y pasé un largo rato fuera de mi tienda rogando a los hombres que se dispersaran al tiempo que garabateaba rápidamente un mensaje a padre en una tablilla de cera, donde le instaba a no hacer caso de los rumores de amotinamiento infundados que pudiera recibir en el palacio. Ahora comprendía la posición insostenible en que nuestros planes de atacar Roma habían colocado a los exiliados romanos: atacar a la propia madre patria es imposible. Sencillamente, no podíamos ordenar a los hombres que hicieran algo así, ni en nombre de la justicia ni de la gloria. Hasta los mercenarios son leales a su patria.

Pero era demasiado tarde. No había terminado aún la nota cuando una cohorte veterana de guardias pónticos de padre dispersó a la desconcertada multitud y me arrestó. Marcelo y los soldados que me habían proclamado rey regresaron discretamente a sus cuarteles.

No me consumí mucho tiempo en prisión, ni tampoco esperaba hacerlo. A las pocas horas, padre y Bituito irrumpieron en la celda, padre con el rostro nublado por la rabia pero la voz contenida en un susurro amenazador.

—O eres un completo traidor —siseó— o un completo idiota por dejar que hombres traidores actúen bajo tu mando. En ambos casos deberías ser ejecutado.

—Mi vida es prueba de mi lealtad —dije con una calma engañosa—. En muchas ocasiones, estando tú herido o ausente, tuve la oportunidad de arrebatarte el poder y no lo hice.

—Y sin embargo ahora que estoy a punto de llevar a cabo mi plan, después de tanto trabajo y preparación, tus soldados, los que conviven contigo en tu campamento, ¡se levantan contra mí! ¿Pretendes que me crea que fue algo espontáneo, que ocurrió sin tu conocimiento? —Desenvainó su larga daga y la arrojó contra el suelo. La hoja se hundió en la tierra casi hasta la empuñadura y se quedó vibrando con un zumbido tenso—. ¿Qué clase de imbécil dirige mi ejército? ¿Y qué pretenden Marcelo y esos romanos? He pasado y protegido a esos miserables de nariz ganchuda durante veinte años. ¡Hace tiempo que estarían muertos si no los hubiera acogido!

Siguió despotricando mientras yo permanecía callado, observándole detenidamente, buscando indicios de la locura de la que hablaba Marcelo, preguntándome cuál iba a ser mi destino. Al final, fue el lento pero sereno Bituito quien convenció a padre de mi inocencia, Bituito quien rogó a padre que me perdonara la vida. Sus justificaciones fueron de lo más degradantes: que no debía ser castigado por mi estupidez, por haber permitido que los infieles romanos me pillaran desprevenido. Mi único delito, dijo, era mi poca traza en los juegos de política e intriga en los que los orientales teníamos fama de destacar. En este caso, los romanos habían sido más hábiles que su comandante, yo escuchaba en silencio mientras Bituito defendía mi caso en su tosco griego de acento galo. Sin decir palabra, observé cómo me eran retirados los grillos y las esposas y permanecí largo rato meditando en la celda después de que padre se marchara. Podía irme, pues la puerta había quedado entornada y los guardias notificaron que mi arresto había sido un error. Así y todo, permanecí sentado durante horas, envuelto por el silencio y la penumbra, analizando los acontecimientos de ese día, las palabras pronunciadas.

De hecho, no me marché hasta que fui expulsado bruscamente por la llegada de Marcelo. Los guardias lo metieron en la misma celda, inconsciente pero todavía con vida, apaleado por haber incitado a las tropas a amotinarse. Solo entonces abandoné la estancia que había sido mi hogar durante esas pocas horas pero que ahora se convertiría en el único mundo de Marcelo durante los días que le quedaran antes de su ejecución.

Las acusaciones contra mí eran falsas y así había quedado demostrado. La paz volvió al campamento y padre regresó al palacio. No obstante, había perdido la confianza en mí debido a esta muestra ya fuera de potencial deslealtad o de maleabilidad a manos de hombres traidores. Mi buena estrella me había dado la espalda y padre me apartó de todos mis deberes. En su mente se habían plantado las semillas, las semillas de la inseguridad y de la amenaza a su soberanía, la semilla de la sospecha sobre las motivaciones de su hijo. Quizá, con el tiempo, consiguiera ganarme de nuevo su confianza, pero por el momento fui obligado a abandonar el servicio activo y entregar mi espada.

El frustrado motín, sin embargo, también había plantado semillas en otras partes, ya no eran solo los exiliados romanos quienes se resistían a emprender la marcha hacia Occidente, los que ponían en duda la viabilidad del plan. Antes de su arresto, Marcelo también había sembrado el temor entre los soldados escitas y pónticos, envenenando sus mentes con cuentos sobre la demencia de padre, asegurando que solo buscaba la gloria, que la suya era una causa perdida. Marcelo era un oficial que gozaba del respeto y la confianza de sus hombres, y en cuestión de minutos, con unas pocas insinuaciones, había deshecho las décadas de compromiso y lealtad que padre había inculcado en sus hombres y engendrado funestas dudas en sus mentes.

Mas eso no fue lo peor. Mis horas de reflexión en la celda también habían despertado la duda en mí, la duda de que padre estuviera jugando conmigo, manteniéndome con vida solo temporalmente para no alterar a las tropas, para demostrar su magnanimidad incluso con quienes se oponían a él, yo no dudaba de su cordura. Estaba tan cuerdo, o tan loco, como siempre. Pero cuerdo o loco, había perdido la confianza de sus hombres y, por tanto, su gran empresa estaba destinada a ser la empresa de un loco o, peor aún, un suicidio glorioso para todos. Incluso muerto, Marcelo había conseguido lo que se había propuesto al imponerme su motín.

Tres noches después de mi excarcelación me dirigí a las cohortes de exiliados romanos que me habían conducido hasta este callejón sin salida y me gané su apoyo incondicional, ya habían previsto mi llegada, mi cambio de lealtades, e inmediatamente enviaron agentes y mensajeros por todo el ejército con la noticia de nuestra inminente revuelta. Sería mi día de gloria o mi día de muerte, y si todo iba bien, a padre le esperaba un largo y merecido descanso, pues pasaría el resto de su vida en un remoto pabellón de caza más allá de las estribaciones del norte. Envié una nota a los cuidadores del pabellón a fin de que se prepararan para recibir a un noble prisionero.

A la mañana siguiente envié al palacio a seis veteranos romanos de Marcelo para pedir la rendición del rey. Los gritos de entusiasmo en los campamentos que rodeaban la ciudad ya habían despertado a padre, y mi hombres, de hecho, tropezaron por el camino con varios mensajeros de palacio que padre había enviado para indagar sobre la causa del revuelo. Mis hombres no hicieron caso de los emisarios del rey y prosiguieron su camino, en formación y totalmente armados. Una vez en el palacio, se abrieron paso entre los sorprendidos eunucos y las concubinas, hasta el patio del ala femenina donde padre se había instalado un año antes, tras su llegada a Panticapeo.

Los veteranos romanos lo encontraron aguardando, vestido igualmente con su armadura, el arco colgado del hombro y la espada curva en el muslo. Estaba erguido en toda su imponente estatura, con el casco echado hacia atrás, los poderosos brazos cruzados sobre su pecho de oso, las piernas en posición de lucha, como si se dispusiera a saltar con toda la energía y el poder felinos que todavía conservaba a sus sesenta y nueve años. Le flanqueaban un Bituito de mirada amenazadora y una docena de robustos soldados pónticos de su guardia personal, todos ellos con las manos en la empuñadura de sus respectivas espadas, paseando los dedos con nerviosismo.

Cuando los romanos entraron, padre y sus hombres permanecieron inmóviles, con el ceño fruncido, yo había elegido cuidadosamente a los legionarios con la esperanza de que sus muchos años de servicio tranquilizaran al rey y le inspiraran la confianza necesaria para acompañarlos discretamente hasta las dependencias que había preparado para él fuera de la ciudad, desde donde podría enviarle sano y salvo al agradable exilio que le había organizado. Mas no iba a ser así. Aunque los escoltas romanos se sorprendieron de la postura desafiante de padre, eran romanos y, como todos los miembros de esa ordinaria raza, carecían de la delicadeza y la cortesía que nosotros, los asiáticos, parecemos ingerir con la leche de nuestras madres. El portavoz romano pasó por alto la elocuente petición de rendición que yo había redactado la noche antes y, en una pasmosa muestra de pretensión y estupidez, procedió a pronunciar las acusaciones y rumores que habían estado circulando entre las tropas.

—Rendíos, pónticos —bramó el grosero centurión—. El ejército se niega a obedecer a un anciano controlado por eunucos que mata a sus propios hijos y mujeres. La marcha sobre Italia es un suicidio. El príncipe Farnaces exige que entreguéis las armas.

Al oír eso, Bituito y los guardias pónticos se abalanzaron sobre los legionarios. Fue únicamente la clemencia de padre, su agradecimiento por los servicios prestados, lo que impidió que los romanos no perecieran allí mismo. En lugar de eso, fueron apaleados hasta el borde de la muerte y se les permitió que se arrastraran hasta mi cuartel general para relatar lo ocurrido. No habría exilio agradable para Mitrídates.

Las Parcas habían hecho su sacrificio, y la armonía y la paz eran las víctimas.

Esa misma mañana reuní mi legión más poderosa, cuyo núcleo lo integraban los tres mil veteranos que habían sobrevivido a la terrible marcha por las Puertas Escitas. Tenía que actuar ahora que la determinación de los hombres se hallaba en un punto álgido. Subí a mi montura, un magnífico caballo de batalla que padre me había regalado un año atrás para celebrar mi ascenso a gobernador del reino del Bósforo, y partí a la cabeza de mis adustas tropas, decidido a tomar el palacio a la fuerza si era necesario. Únicamente di una orden a los hombres:

—Apresad al rey con vida. Ejecutaré con mis propias manos al hombre que le haga daño.

Del mismo modo que yo había emprendido mi camino, padre había emprendido el suyo. Con el casco bajado y el escudo en la mano, subió a su caballo y llegó a medio galope hasta la plaza de armas, situada frente al palacio pero, así y todo, comprendida entre los elevados muros que rodeaban el complejo palaciego. Otros guardias leales al rey habían subido a sus monturas y galopaban a su lado, sumando un grupo de caballería de unos cincuenta hombres. Una vez en la plaza de armas, el encolerizado rey desplegó a sus hombres en formación de combate y se dirigió hacia los portones de roble de los muros del complejo para parlamentar conmigo.

Mientras se acercaba, no obstante, un grupo de guardias escitas apostado en una de las atalayas empezó a lanzarle improperios.

—¡Arrojad a Mitrídates a los cuervos! ¡Salve, rey Farnaces!

Mis hombres y yo estábamos aproximándonos a los portones y maldije a los idiotas de la atalaya por su inoportuno desafío, pues sabía que solo conseguirían enfurecer todavía más a padre. Al igual que los mensajeros romanos, sufrieron por su indiscreción. Cuando padre escuchó los traidores insultos lanzados por sus propios soldados, hizo una señal a los guardias desplegados en la plaza de armas. Con la rapidez de un relámpago, cincuenta flechas salieron de sus arcos y se clavaron en la garganta de los desafortunados escitas, cuyas barricadas no los protegían de los ataques lanzados desde el interior de los muros. Mientras la legión y yo observábamos horrorizados la escena desde fuera de los muros, una docena de hombres cayó desde la atalaya a nuestros pies, ensartados por las tropas leales a padre.

El caos se apoderó del palacio. Las murallas habían sido reforzadas durante la noche, cada atalaya estaba repleta de guardias escitas y hasta en las almenas había apostados nuevos reclutas que padre había creído, hasta ese momento, leales. Ahora, sin embargo, al ver morir a sus compañeros a manos de Mitrídates y a nuestras tropas avanzar hacia el palacio, su furia se desbordó. Doscientos o más escitas abandonaron sus puestos y descendieron precipitadamente por los escalones interiores —los había que saltaban directamente desde lo alto de los muros— hasta la plaza de armas para arremeter contra el rey al que hacía muy poco habían jurado lealtad eterna.

Cuando mi legión consiguió entrar, en el complejo había estallado una batalla campal. Aunque superado con creces por sus rivales, padre seguía en lo alto de su corcel, rodeado de sus guardias veteranos. Mientras estos descargaban flechas contra la multitud de escitas, él la embestía violentamente con su espada. Los escitas se abalanzaban sobre la refriega desde todos los rincones. Abandonaban los edificios anexos al palacio donde descansaban de su turno de guardia, corrían a ponerse la armadura y se arrojaban ciegamente a la refriega.

Los pónticos de padre se sentían abrumados al ver sus flechas diezmadas y las hojas de sus espadas partidas al clavarse en las costillas o en el casco del enemigo. Docenas de escitas encolerizados se abalanzaban sobre ellos, derribando las monturas con el simple peso de sus cuerpos y atacándolos con dagas e incluso piedras, hasta que únicamente quedaban vivos el rey, Bituito y media docena de guardias, los cuales se esforzaban por permanecer sobre sus caballos y defenderse con sus pesados escudos. Mis hombres, incapaces de entrar en el complejo del palacio a causa de la aglomeración y el caos reinantes, se apiñaban en los portones, estirando el cuello para ver por encima de sus compañeros, para comprender el origen de los terribles gritos de ira y angustia que llegaban del interior de los muros.

De repente, el corcel de padre tropezó o fue herido por una cuchilla escita, y el enorme casco desapareció bajo un enjambre de asaltantes. El corazón me dio un vuelco y grité a los hombres que retrocedieran, que no hirieran al rey, pero era como gritar a una marea rugiente. Padre apenas había caído cuando, de repente, el montón de reclutas que le había derribado se elevó y padre emergió de debajo como un fénix, como un dios embravecido. Blandiendo furiosamente una espada en cada mano, se abrió paso a cuchilladas como un campesino avanza por el trigo con su guadaña. A su alrededor, bañados de sangre, volaron miembros, cascos y armas. Profundos tajos cubrían los brazos y bíceps de padre, y el potente impacto de una espada había atravesado el lado derecho de su casco. Cuando volvió la cabeza, vi que le caía sangre por ese lado del cuello y la coraza, el lado de la herida en el rostro.

Aullando como un demente, avanzó entre los agresores como si fueran sabuesos mordisqueándole las piernas. Al llegar al pie de la torre de vigilancia de la ciudadela, salvó de un salto los peldaños de piedra y retrocedió hasta la estrecha escalera interna al tiempo que repelía a todo agresor que osaba acercarse. Bituito y el puñado de supervivientes leales se abrieron paso a pie hasta la torre circular y entraron.

Solo entonces fui capaz de atravesar igualmente la turba de enfurecidos soldados, entre los que había docenas de muertos y heridos, para hacerlos recular. Mis tropas expulsaron a los indisciplinados escitas del patio y los empujaron hasta el perímetro. Una vez allí, los desarmaron y los obligaron a agacharse contra los muros, donde cayeron extenuados al tiempo que observaban con recelo a mis legionarios veteranos ocupar sus puestos en la plaza de armas, debajo de la torre circular donde padre se ocultaba con sus partidarios.

Mis oficiales romanos me condujeron medio aturdido hasta el banco que habían improvisado como trono. Los legionarios no estaban dispuestos a esperar más para proclamarme rey. Allí, en el patio cubierto de sangre y polvo, fui coronado con una tosca tiara de hojas arrancadas de un roble cercano. La diadema y demás joyas de la corona que se habrían empleado en otras circunstancias se hallaban a buen recaudo en la ciudadela, con padre.

Mucho tiempo atrás, cuando yo era apenas un niño, padre había combatido contra Roma como jefe de los ejércitos combinados de Grecia y Asia. Centenares de miles de hombres habían luchado, pasado hambre, invadido y muerto bajo su mando. Durante décadas había sido el enemigo más implacable de Roma, durante décadas había sobrevivido a sus más grandes generales y derrotado a sus ejércitos más poderosos, y aunque en última instancia perdiera, nunca fue vencido. Expulsado de su tierra ancestral una y otra vez, siempre regresaba triunfante. Incluso aquí, en este remoto rincón del mundo, había reunido un ejército capaz de hacer temblar de nuevo al mundo romano.

Pero de repente había dejado de ser rey. Por primera vez en cinco décadas, por primera vez en mi vida, padre ya no era soberano, y ahora la corona descansaba sobre mi cabeza.

No me embargó emoción alguna, solo un extraño vacío, una inmensa fatiga. De pie ante el improvisado trono, sosteniendo mi espada a modo de cetro, miré a mi alrededor mientras tres mil hombres entonaban al unísono mi nombre, proclamándome su señor y soberano. Mi sensación, con todo, no era de triunfo ni satisfacción. La algarabía de sus ovaciones se desvaneció, como ahogada por el rugido de un viento violento, y quedé absorto en mis pensamientos. Mirando a mi alrededor, mi campo de visión se fue estrechando y alargando, hasta que tuve la sensación de estar mirando por un largo tubo, por un pergamino enrollado. El resto no importaba, no podía ver ni oír nada salvo ese punto donde tenía concentrados todos mis sentidos. Las sensaciones —el caos y el ruido, la sangre y la muerte, padre aporreado como un león herido por chacales y emergiendo luego airoso, las consignas victoriosas y el clamor— me abrumaban en exceso y la cabeza me daba vueltas. Espanté el caos, la sangre derramada y las sacudidas, y me concentré en un solo punto, en una sola cara de entre toda la multitud de rostros.

La cara de Bituito.

Sobresaltado, desperté de mi ensueño y el rugido de los hombres, la agitación frenética de sus banderines, el estruendo de sus escudos golpeados rítmicamente contra las rodillas, regresaron a mí como regresa una ola en la playa, y a punto estuvieron de derribarme. Mis ojos, sin embargo, permanecieron clavados en la cara del galo.

Bituito estaba de pie en la puerta de la desguarnecida ciudadela, de la que las tropas habían desviado la atención para presenciar la ceremonia de mi coronación. Estaban de espaldas a la torre y no le habían visto, pero Bituito, para mayor precaución, se mantenía en la penumbra. Su cara, ancha y familiar, me observaba con los labios apretados. En cuanto se percató de que le había visto, asintió una vez con la cabeza y desapareció rápidamente, cerrando la puerta tras de sí.

Levanté la vista hasta lo más alto de la torre circular, cinco plantas por encima del nivel del suelo, hasta el estrecho saetero desde el que se dominaba al abarrotado patio. Allí, otra cara me observaba, pálida y deformada, la boca retorcida de ira y dolor, los ojos llenos de desesperación. Estaba tan lejos que apenas podía distinguirle, y se hallaba algo apartado de la ventana, como si quisiera ver sin ser visto. Pero le vi, le vi, y en mi mente puedo verle ahora, quizá con mayor claridad que entonces, su silueta iluminada por una lámpara encendida a su espalda, apareciendo y desapareciendo cuando los hombres pasaban por delante de la tenue luz, como en mis sueños. Se alejó un breve instante y luego regresó a su lugar frente al ventanuco, esta vez con un objeto en la mano, algo dorado, ¿un arma?, ¿una copa? Le encantaban los objetos brillantes, las cosas bellas, pero era imposible distinguirlo.

Supe de inmediato lo que debía hacer. Cuántas veces había vivido este instante, practicado este momento en mis sueños, mas nunca imaginé que se haría realidad.

Ya voy, padre.

Descendí majestuosamente de la improvisada tarima y caminé entre los hombres, que me daban palmadas en los hombros e intentaban alzarme sobre sus cabezas, hasta que repararon en mi expresión grave y en la espada que sostenía frente a mí para apartarlos, para ordenarles, sin palabras, que me abrieran paso. Así lo hicieron, y con cara de desconcierto pero todavía sonrientes crearon un estrecho pasillo por el que caminé resueltamente hasta el pie de la torre a la que había huido el rey destronado. La pesada puerta de roble constituía una barrera sencilla pero impenetrable. Gruesa como el ancho de la mano de un hombre, enmarcada con sólidas barras de hierro, asegurada por dentro con enormes cerrojos hundidos en el propio granito, era imposible echarla abajo como no fuera con un ariete o prendiéndole fuego. Los fugitivos atrapados en el interior no podían escapar y las legiones no tenían prisa por forzar la entrada.

Caminé hasta la puerta y subí los tres peldaños diseñados para impedir, precisamente, que pudiera ser derribada por un ariete. Al ser tan estrechos, solo cabía un hombre en cada escalón, lo cual no proporcionaba fuerza suficiente para levantar un ariete. Me volví para mirar a la alentadora legión y alcé un brazo. De repente se hizo el silencio y los hombres dejaron de zarandearme. Me embargó una tremenda sensación de alivio. Mirando a mi alrededor, a mis camaradas y oficiales, algunos de los cuales me conocieron cuando aún no sabía caminar y ahora no dudarían en arrojarse a una lluvia de flechas con una sola palabra mía, hice una pausa y aguardé un indicio, una señal, siquiera un consejo gritado por algún soldado de bajo rango. Nada. Todo era silencio. Di la espalda a los hombres y posé una mano en el pomo de la puerta. Tal como esperaba, se abrió fácilmente y entré.

Los hombres lanzaron gritos de consternación al ver a su nuevo rey entrar solo y pobremente armado en la ciudadela del enemigo. Tenía que darme prisa.

Subí los escalones de dos en dos, luego de tres en tres, escuchando a mi espalda las pisadas de mis guardias, los gritos de que detuviera mi ascenso. Por encima de mí todo era silencio y oscuridad.

Tras salvar los últimos peldaños más con el tacto que con la vista, irrumpí en la única estancia de la torre, donde descansaba el tesoro real del Bósforo, del que sabía que solo quedaba una cantidad irrisoria para la administración del reino, y donde encontré a padre flanqueado por su pequeño grupo de partidarios. Bituito estaba con la espada envainada y la cabeza gacha, en actitud de rendición, pero sus hombres se apresuraron a rodearme. Después de verme entrar, padre empezó a pasearse por la silenciosa habitación, encorvado y con paso torpe, yo le observaba desde el umbral mientras mis guardias, frenados por mi presencia, hacían equilibrios en los estrechos peldaños, incapaces de avanzar o adelantarme, incapaces de ver qué estaba sucediendo en la habitación. Busqué respuestas en los rostros de padre y Bituito y luego mi mirada se detuvo en la espada real que yacía en el suelo con la empuñadura quebrada. No, quebrada no, ¡destapada! Sobresaltado, reparé en el compartimento interior, el diminuto pysix por el que goteaban los restos del líquido que había contenido, formando en el suelo un diminuto charco marrón y viscoso como la sangre seca, oscuro como la muerte, mortal como el terrible malentendido.

Levanté la vista hacia padre y reparé en su mueca de asco mientras lamía los residuos de los labios, su mueca de dolor al agarrarse el estómago con la mano derecha.

—No —susurré, pero la voz se me quebró y no pude decir más.

Padre seguía caminando de un lado a otro. Bituito se acercó a mí.

—Tal vez no sea demasiado tarde —dijo el galo quedamente—. Se lo bebió mientras te coronaban, pero no está teniendo el efecto esperado. El estómago le arde, pero eso es todo. Es demasiado fuerte. Camina para acelerar el efecto.

—¡Padre, túmbate! —le ordené de inmediato, pero él se limitó a mirarme con una sonrisa irónica que sustituyó al instante por una mueca de dolor.

—¿Estás aquí, Farnaces? —jadeó—. ¡Ja! De modo que piensas que este problema no es solo mío. ¿Has venido a compadecerme? ¿No sería un extraño golpe de suerte encontrar a un hombre que comparta mi sino en lugar de traicionarme? —Se inclinó hacia delante dando arcadas, los ojos rojos e hinchados.

—¡Padre! —exclamé, consternado por su sufrimiento y sus palabras—. Me proclamaron rey por el bien de todos nosotros, por el bien del reino. Ven, túmbate aquí. Podemos llamar a Papias. Podrás sanar de nuevo…

Rechazó mis palabras con un gesto de la mano y se inclinó hacia delante agarrándose el estómago. Sus hombres me frenaban al tiempo que bloqueaban la estrecha escalera con sus espadas para impedir que entraran mis guardias. El dolor disminuyó y padre levantó la vista. Su único ojo me penetró ferozmente.

—Escucha bien lo que voy a decirte, Farnaces. Estás solo, solo con tu fuerza y tu suerte, para recuperar el hogar y la ciudad de tus antepasados. No confíes en ningún hombre para llevar a cabo esa tarea. No cometas el mismo error que yo.

Forcejeé en vano con los guardias para que me soltaran. Padre observaba impasible mis esfuerzos.

—Tal vez ya no dirija un reino —farfulló sin el más mínimo atisbo de autocompasión—, pero mi cuerpo sigue siendo mío para hacer con él lo que me plazca. ¡Bituito!

El galo dio un salto al frente y agarró a padre del brazo. Volvía a inclinarse de dolor. Dos guardias pónticos más se acercaron para sujetarme por los hombros.

—Como un idiota —jadeó padre—, como un idiota me protegí de todos los venenos que los hombres ingieren con su comida, mas no tomé medidas contra un veneno mucho más mortífero, un veneno que tenía dentro de mi propia casa. Bituito, me he beneficiado enormemente de tu brazo derecho contra mis enemigos. Te pido, viejo amigo, me hagas un último servicio.

Pese a lidiar con todas mis fuerzas contra las manos que me retenían, fui incapaz de detener al galo. Lentamente, con el rostro surcado de lágrimas, Bituito desenvainó su daga y con un movimiento rápido y quedo satisfizo el último deseo de su rey. Padre cayó de rodillas. Allí donde el veneno no había actuado, lo hizo la hoja experta del galo. Bituito agarró la cabeza y los enormes hombros de padre y los bajó hasta el suelo. Los guardias me soltaron y me acerqué, despejando la entrada en el proceso. La habitación se llenó inopinadamente de gritos y protestas.

Los soldados romanos apresaron a los guardias pónticos de padre sin encontrar resistencia y se los llevaron. Por un acuerdo tácito, dejaron tranquilo a Bituito, que se había arrodillado junto a su soberano. Me acerqué y tomé la espada con incrustaciones preciosas que yacía en el suelo con el tapón secreto abierto y el hueco hablándome de muerte. Una vez más, no sentí nada, ni siquiera tristeza, solo una extraña sensación de inevitabilidad, de certeza en cuanto a lo que debía hacerse. Apretando ligeramente la punta de la hoja contra mi dedo para asegurarme de que estaba afilada, caminé lentamente hasta Bituito, que se encontraba de rodillas con los hombros hundidos y la cabeza gacha. Alcé la espada y apunté hacia él, y en ese momento un rayo de sol entró por el ventanuco y se posó en mi espalda, proyectando mi sombra sobre el galo y aumentando el temblor de la hoja que pendía sobre su cabeza.

Bituito titubeó un instante, los ojos clavados en la sombra trémula de la espada que se dibujaba en el suelo, frente a él. Entonces, sin alzar la vista para mirarme, se llevó una mano a su larga melena blanca y la retiró para ofrecerme el cuello.