LOS ROMANOS, en lugar de viajar directamente al reino del Bósforo, atravesaron los áridos montes ribereños del mar Caspio sometiendo sin dificultad a las tribus bárbaras que les plantaban cara. Tras poner el pie en esas aguas gélidas y declararlas súbditas de Roma, Pompeyo dio la vuelta y regresó a la Cólquida a través de las mismas tribus, que para entonces habían formado una confederación con el fin de hacerle frente, pero tampoco esta vez salieron victoriosas. Pompeyo llegó a la Cólquida cuando se aproximaba el final de la temporada de campaña, perdiendo así la oportunidad de atacarnos ese año. Reacio, quizá, a dirigir sus legiones por los territorios inexplorados de la costa oriental del Ponto Euxino, se entregó a empresas más provechosas. La ocasión se le presentó cuando el hijo de Tigranes de Armenia, cansado de esperar la corona, le propuso que le ayudara a tomar el trono a la fuerza.
Las probabilidades de saqueo en Armenia eran, sin duda, mayores que en el reino del Bósforo, y Tigranes representaba una conquista mucho más fácil que padre, a quien Roma llevaba décadas intentando aplastar. Pompeyo, con todo, se negaba a reconocer tales razonamientos en voz alta. De hecho, en un banquete que ofreció en la Cólquida a un grupo de mercaderes que abastecían a su ejército, declaró burlonamente, como respuesta a sus preguntas, que sería más provechoso invadir Armenia que cruzar sucios glaciares para perseguir a un rey decrépito que vivía en una capital compuesta por chozas de barro.
La noticia viajó rápidamente entre los mercaderes, y a los pocos días padre me convocó en sus aposentos del ala femenina. Esperando encontrarlo encantado con el hecho de que Pompeyo hubiera abandonado la campaña del norte, lo encontré, por el contrario, dando encolerizadas zancadas por la habitación.
—¡Decrépito! —bramó—. Capital de barro. ¿Un romano pretendiendo darme lecciones de estética?
—No tiene importancia —repliqué—. Dijo esas cosas para burlarse de ti, sabedor de que los mercaderes difundirían sus palabras. Lo único cierto es que los romanos se marchan. Podemos detener los preparativos bélicos y recuperar la paz. Dedicarnos a cultivar y pescar, que es lo que mejor se le da a esta gente. El combate no es lo suyo.
Padre se sentó pesadamente y me miró enfurecido.
—No haremos nada de eso —contestó. Su tono era tranquilo, pero ocultaba una ira patente.
Le miré sorprendido.
—Los romanos se han ido. Ahora mismo están marchando sobre Armenia. Los informes dicen que después de eso continuarán hacia Siria, ya no necesitamos más máquinas de asedio ni adiestramiento en tácticas de combate. Deberíamos dispersar a los reclutas.
Padre se levantó y elevó la voz.
—¡No haremos nada de eso! Mi destino, y tu destino, Farnaces, no es ser rey de un reino de chozas de barro. No es ese el destino de un descendiente de Darío, de un rey del Ponto. ¡Ese no será nuestro destino!
Le miré intrigado, ignorando si tomar en serio o no sus palabras. Habían ocurrido tantas cosas, había habido tantas muertes, tantas derrotas. ¿Podía estar pensando seriamente en recuperar su viejo trono? ¿Todavía abrigaba su sueño marchito de una Nueva Grecia?
Fuera, el sol se había hundido en el horizonte y la penumbra se adueñó de la pequeña habitación. Así y todo, no encendimos ninguna lámpara ni abrimos los postigos para recibir la luz de las antorchas. Padre se volvió hacia mí.
—¿Sabes cuál es mi principal temor?
Raras veces me había hablado de ese modo.
—¿Un hombre como tú? —pregunté—. Supongo que temes la posibilidad de morir en cualquier momento, ya sea envenenado o en combate.
Pensativo, padre guardó un breve silencio.
—¿Recuerdas la historia de Prometeo? —preguntó. Al reparar en mi expresión de desconcierto, prosiguió—. El gran titán vio que los hombres vivían como animales, como hormigas en cavernas subterráneas, sin sol, trabajando sin orden ni concierto, sin saber siquiera qué tiempo hacía. Prometeo, sin embargo, les enseñó a observar las estaciones por la salida y la disposición de las estrellas. Inventó los números y les enseñó a agrupar las letras para registrar el pasado. Puso a bueyes y caballos bajo su control, les enseñó a mezclar las insulsas hierbas para crear poderosas medicinas, a interpretar sueños, a trabajar el cobre y el hierro, a ofrecer sacrificios a los dioses. Todo arte humano fue impartido por Prometeo. Pero, ante todo, les dio el don de los dioses, el fuego, y eso convirtió a los hombres en dioses, les proporcionó comodidad y protección y les permitió ver más allá de la desesperación del momento, y al igual que los invasores romanos, que solo buscan destruir las civilizaciones superiores que les preceden, el dios Zeus castigó a Prometeo por su desafío, por su amor a la cultura y la civilización, por su dedicación a la humanidad. ¿Y cuál fue ese castigo?
Busqué en mi recuerdo infantil del relato.
—Creó a la mujer.
Divisé un destello de la sonrisa de padre en la tenue luz.
—Sí, bueno, en realidad ese fue el castigo que impuso a la humanidad. Pero el castigo de Prometeo consistió en atarlo a una roca en lo alto de los montes escitas, donde el sol lo abrasaba y el frío lo congelaba. Cada día, un águila le roía el hígado, que por la noche se renovaba para así reanudar la tortura al día siguiente.
—Prefiero el castigo impuesto a la humanidad.
—Ah, pero nada es como parece. Los viejos mitos no son solo historias, sino la sabiduría acumulada de los antiguos. El fuego que regaló Prometeo fue algo más que eso, fue el símbolo de un regalo aún mejor hecho al hombre: la incapacidad de prever la muerte. Farnaces, ningún hombre de acción, ningún hombre de acción pensante, teme la posibilidad de morir en cualquier momento. Esa posibilidad flota sobre la cabeza de todos los hombres, no solo de los reyes. Un campesino puede fallecer al volcársele el carro o al recibir la coz de una mula. Un pastor puede perecer por la mordedura de una serpiente, un marinero puede morir ahogado en una tempestad. Pero lo temible no es la posibilidad de morir en cualquier momento, sino la certeza de que morirás después de cincuenta o sesenta años de vida. ¿Cómo puede el hombre asimilar algo así? Piénsalo. ¡Sabes que vas a morir!
—Pero yo no pienso en eso, al menos no lo hago a menudo. Casi nadie lo hace.
—¡He ahí el regalo que Prometeo hizo a la humanidad! La esperanza ciega en el futuro, la capacidad para ver más allá de la presencia de la muerte inminente. Sin esa ignorancia sobre la muerte, la humanidad viviría siempre aterrorizada. Es la muerte lo que determina la existencia de la vida, como el sufrimiento determina la dicha, y la enfermedad, la salud. Pero, ante todo, es nuestra capacidad para desdeñar cierto terror lo que nos permite tomar conciencia de la dicha potencial. Esa capacidad para olvidar es la esperanza ciega.
Le miré sin comprender.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
—Porque creo que he perdido el regalo de Prometeo.
Mi voz debió de reflejar mi escepticismo.
—¿Cómo puedes decir eso? Tú no vives aterrorizado. La mortalidad es algo terrible, tan terrible que los hombres eligen no pensar en ella, y hacen bien. El regalo de Prometeo es una gran ayuda, y tú todavía conservas tu parte. De lo contrario, ¿cómo podrías seguir arriesgando tanto, lanzarte de cabeza a la batalla, seguir luchando, después de haber sufrido tanto?
—Mi solución no está en no prestar atención a la muerte, sino en combatirla. Luchar por alcanzar la inmortalidad.
—¿Qué? ¿Con tus pócimas y antídotos? Padre, eso no garantiza la inmortalidad, solo prolonga la creencia…
—No, no. He encontrado una forma más eficaz. La manera de alcanzar la inmortalidad consiste en arrebatársela directamente a los que la poseen.
—¿De qué estás hablando?
—Escucha, y no me interrumpas, el destino de Roma, la ciudad que los hombres llaman Eterna.
Sentado en un cojín frente a padre, en medio de la oscuridad, escuché el formidable plan que su fértil mente había concebido durante los meses que había pasado a solas en sus aposentos, lamiéndose las heridas.
Había tramado la destrucción de Roma.
En su aislamiento, padre había elaborado una magnífica fantasía: la fuerza se fundamentaba en puntos débiles, tanto suyos como de los romanos.
Había sido vencido en Oriente. Roma imperaba desde Grecia hasta Partia, desde Armenia hasta Egipto. El Ponto Euxino, exceptuando una reducida superficie en torno a nuestro pequeño territorio del norte, era un lago romano. Aunque padre consiguiera rescatar a sus piratas aliados del plácido aletargamiento en el que habían caído, la falta de dinero le impediría crear una armada propia. Además, en un reino dominado por planicies sin árboles, carecía de materiales para construir los barcos. Oriente era el punto fuerte de Roma y el punto débil de Mitrídates.
Occidente, sin embargo, era otra historia. Los bárbaros de Occidente se habían rebelado y llevaban décadas atacando sin descanso, durante las que habían aniquilado ejércitos romanos enteros. ¿Existía alguna razón para creer que Roma no podía volver a sufrir un desastre igual? Occidente era el punto débil de Roma, y si todavía no era nuestro punto fuerte, padre se encargaría de que lo fuera.
Tenía el plan totalmente atado, y llevaba tiempo meditándolo, desde que empezó a reunir un ejército para hacer frente al ataque romano en el reino del Bósforo… que siempre supo que no llegaría.
Justo al oeste de nuestro reino se extendía la desembocadura del Danubio, la desguarnecida puerta a los territorios orientales de Roma. Siguiendo el poderoso río corriente arriba a lo largo de ciento cincuenta o ciento sesenta parasangas —una tarea que poco tenía de excepcional para un comandante que había dirigido media legión de hambrientos refugiados a lo largo de una distancia similar por la costa este del Ponto Euxino—, se llegaba a los Alpes, situados a poca distancia de los bajos puertos de montaña que conducían a Italia. Esas tierras estaban habitadas por tribus guerreras, ricas pero desmoralizadas, a las que Roma también había derrotado recientemente. ¿Cabía alguna duda sobre cuál sería su reacción si Mitrídates cruzaba de repente su ancho valle al mando de un poderoso ejército de escitas que clamaba a gritos venganza contra Roma, acompañado, además, de una columna de máquinas de asedio, catapultas y otras maravillas mecánicas?
La idea era imponente: una marcha desde Panticapeo hasta los Alpes, incorporando por el camino poderosas hordas de aliados bárbaros, de todos los antiguos clientes y socios de padre. A partir de un cuerpo de soldados adiestrados —integrados por los salvajes que sus eunucos habían estado reclutando durante un año y por su contingente de veteranos romanos y pónticos—, podría reunir centenares de miles de tracios, germanos y galos, e irrumpir en la desguarnecida Italia por el norte mientras el desprevenido Pompeyo se entretenía en Oriente. Sería el mayor golpe de la historia. Padre sería aclamado como el salvador no solo de la civilización griega, sino del mundo entero, como el liberador de las naciones bárbaras y civilizadas por igual del yugo de Roma. Todos estos años no había sido capaz de ver lo que tenía delante de los ojos: la Nueva Grecia no iba a erigirse en Oriente, donde generaciones de dominación romana bloqueaban el progreso de padre, sino en Occidente, donde el control romano de las tribus bárbaras era endeble. Como Alejandro antes que él, padre había dado finalmente con la rara combinación del lugar y el momento oportunos, esa afortunada confluencia de circunstancias que finalmente llevaría su vasto proyecto a buen término.
Era el plan más audaz que había ideado en su vida, quizá el más osado de la historia, y yo enseguida me dejé absorber por él, por la inmensidad de su alcance, por la luz febril de los ojos de padre y el entusiasmo creciente de su voz. En esa habitación en penumbra, observé cómo los rasgos de padre se endurecían hasta recuperar la expresión de confianza y dominio de años atrás, y la violenta herida de la mejilla casi pareció retroceder ante mis ojos. Se levantó y empezó a pasearse por la habitación, explicando animadamente su estrategia, deteniendo y reanudando el paso, acelerándolo y frenándolo, mientras su mente improvisaba tácticas, experimentaba con arengas y conducía a sus hombres a la conquista y la victoria. Sobresaltado, advertí que su cojera había desaparecido, y también el encorvamiento adquirido desde la batalla en el glaciar. Su andar y su porte eran ahora los del guerrero conquistador de otros tiempos. Estaba rejuvenecido, fortalecido, se había vuelto inmortal, y de repente comprendí cuál era la fuente de esa inmortalidad: su fe absoluta en sí mismo y en su vida, su desprecio absoluto a la muerte. Se había convertido en un héroe griego, en un Aquiles o un Áyax, que luchaba con una luz interna, una fuerza invisible que complementaba su vigor físico y lo hacía mucho más poderoso y mortal, más imperecedero que un hombre que solo contaba con la fuerza física.
En ese momento un guardia cruzó el pasillo con una antorcha y un destello de luz se coló por la rendija de la puerta y subió como una lagartija por la pared del cuarto. Entonces, con la misma rapidez con que había creído que comprendía a padre, me di cuenta de que estaba totalmente equivocado.
El paso de la antorcha había iluminado su rostro, desvelando una expresión que padre se había permitido únicamente porque pensaba que la habitación estaba demasiado oscura para que yo pudiera verla. Era una expresión de agotamiento, de extenuación, pero, al mismo tiempo, casi de desesperación, como si apenas le quedara tiempo para hacer lo que tenía que hacer, y con igual certeza comprendí de nuevo que el secreto de su inmortalidad no era el odio a la muerte, sino el odio a secas, un odio insatisfecho que no le dejaba descansar, que no le permitiría morir hasta que lo consumara, hasta que se liberara de sus garras. Aunque la sangre de Darío corría por mis venas como por las suyas, supe que nunca podría odiar tan profundamente como padre, pues ese odio era, para él, su sangre, su alimento y su antitoxina, lo bastante poderoso para hacerle indestructible.
Y, sin embargo, era un hombre al que no podía resistirme. Superados mis recelos por la mera fuerza de su fe, accedí a ayudarle en su campaña para conquistar el mundo.
Cuando anunciamos el plan a los oficiales pónticos y luego a los soldados, el rey fue aclamado como un héroe, como un estratega brillante que se disponía a emprender la culminación de su obra. Se aceleraron los preparativos y se intensificó la instrucción. No existía el temor de que Pompeyo fuera informado de los planes e invadiera el Bósforo por tierra o por mar para interceptarnos. Tal como yo augurara, el vanidoso general había completado su invasión de Armenia y partido hacia la libertina Siria para acuartelar allí a sus tropas y consolidar la riqueza de sus conquistas. El duro invierno llegó y emprendimos los últimos preparativos para iniciar la marcha con el primer deshielo.
A medida que se acercaba la primavera, no obstante, nacieron las dudas y la formidable marcha por el congelado Danubio empezó a desvelarse arriesgada. Los planes por los que habíamos brindado con vino en los festines del invierno, las vastas riquezas que habíamos imaginado frente a las brasas de los acogedores fuegos, parecieron menos alcanzables cuando el hielo empezó a derretirse y procedimos a preparar los animales de carga. Los hombres murmuraban lo peor: que Mitrídates no pretendía alcanzar la victoria, sino únicamente aumentar su fama; que la desdeñosa observación de Pompeyo le había escocido tanto que juró que moriría violenta pero gloriosamente antes que tener un final pacífico en el olvido; que en su terrible deseo de autodestrucción arrastraría a todo su reino hasta las mismas puertas del Hades, simplemente para pellizcar el pico del águila romana. Ni siquiera Aníbal, decían, con sus elefantes, con su gran victoria en Cannas, con sus diez años de invasión y saqueo en Italia, había sido capaz de quebrar el espíritu romano. ¿Cómo podía entonces —y aquí las voces se reducían a un susurro— cómo podía entonces un anciano, incluso un anciano tan vigoroso como el rey, vencer donde el poderoso Aníbal había fracasado? Todos los soldados comenzaron a recelar y los oficiales empezaron a escuchar comentarios de descontento de las tropas y de sus propios compañeros.
Pero los más recelosos eran los que más tenían que perder y los que más tenían que ganar con esta empresa: Marcelo y los exiliados romanos.