DURANTE LOS ÚLTIMOS VEINTICINCO AÑOS, el reino del Bósforo, situado en el norte del Ponto Euxino, había estado gobernado por Makarios, el hijo de padre nacido de su infortunado matrimonio con Laodice y el heredero del reino del Ponto, yo no había visto a mi hermanastro desde que padre le nombró rey de ese frío territorio azotado por los vientos. Seis años atrás, no obstante, cuando Lúculo conquistó por primera vez el Ponto, padre me envió al reino del Bósforo con la orden para Makarios de que reuniera un ejército de escitas para ayudarnos en nuestra reconquista, yo estaba impaciente por reavivar nuestra vieja amistad.
Makarios, sin embargo, me recibió más como a un leproso que como a un hermanastro al que no había visto desde hacía largo tiempo. Cuando, a mi llegada, hice mi entrada en el modesto salón de recepción del palacio de Panticapeo, la capital, atravesé la estancia con paso animoso para darle un abrazo, creyendo que él se alegraba de verme tanto como yo a él. Makarios permaneció en su trono de alto respaldo, mirándome fríamente, mientras dos guardias escitas me cortaban el paso para impedir que me acercara a él. Sin dejarme intimidar, me detuve en seco y saludé a mi hermanastro.
—¡Makarios, viejo perro, rey desde hace veinticinco años mientras yo sigo cargando con la jarra de agua de padre en el ejército! ¡Llevas tanto tiempo gobernando este lugar dejado de la mano de los dioses que ya no te acuerdas de mí! Acércate y abraza a tu hermano. Brindemos por nuestro reencuentro y por la reconquista del Ponto de padre.
Makarios siguió sentado y le observé detenidamente para ver si padecía algún impedimento físico. Había envejecido como yo, naturalmente, pero se conservaba fuerte y sano, todavía en la flor de la vida. La expresión de su rostro, sin embargo, era mucho más triste y preocupada de lo habitual en un rey, sobre todo un rey que había gobernado un reino en completa paz durante el último cuarto de siglo, sin una sola amenaza a su soberanía.
—No tengo buenas noticias para ti, hermano —dijo—, y tampoco puedo brindar por la nueva empresa de padre.
Le miré boquiabierto.
—¿Rechazas su petición? ¿Sabes siquiera de qué trata?
—Conociendo a padre, seguro que quiere soldados. Ha reclutado a hombres de mi reino numerosas veces en el pasado. De hecho, esa fue una de las razones por las que me sentó en este trono, para asegurarse un suministro de escitas para sus ejércitos.
—¿Y…? ¿No tienes hombres para él? ¿Los ha matado la peste?
Makarios rio sin ganas.
—La peste. En cierto modo, sí, pero no los ha matado.
—¿De qué estás hablando?
—No eres el primero que viene a hablar de las necesidades de padre. La semana pasada me visitó una delegación romana.
—¿Qué importa eso? Las delegaciones romanas están por todas partes. Confío en que dieras a esos canallas vino avinagrado para beber y prostitutas infectadas para pasar la noche, y que los devolvieras a Italia en la siguiente chalana.
Makarios me miró con expresión grave.
—No exactamente, hermano. De hecho, es a ti, me temo, a quien debo echar de Panticapeo en el siguiente barco. He firmado una alianza con Roma.
Mi mente se llenó de pensamientos y acusaciones, de preguntas y exigencias, pero al final no pude pronunciar palabra. Ninguna explicación que Makarios me diera podría satisfacerme. Ni siquiera tenía sentido fingir. Enfurecido, me volví y eché a andar, pero Makarios me frenó.
—¡Farnaces, espera!
Me detuve.
—No puedes endulzar esta noticia a padre —dijo—, y tampoco deberías.
—Por supuesto que no —repuse fríamente.
—¿Qué sentido tiene, no obstante, volver? ¿No ves que el viejo está librando una batalla perdida? Lleva años haciéndolo. ¡Ningún hombre puede derrotar a Roma! Ningún hombre puede ir toda su vida contra la marea. Quizá esta se aleje de él durante un tiempo, pero no saldrá airoso, porque la marea supera con creces lo que él puede hacer, y al final vuelve, más fuerte que antes, y todo el que intenta desafiarla es un ingenuo. Lo mismo ocurre con Roma, Farnaces. Padre está viejo, no puede ver las cosas con objetividad, está tan amargado que no es capaz de reconocer la derrota ni siquiera cuando la tiene delante. ¿Por qué debería poner en peligro mi reino, enviar a mis hombres a una causa perdida? Una «Nueva Grecia», qué sueño absurdo e imposible. Pero tú y yo podemos mantenernos al margen, examinar ambos bandos como hombres razonables, apostar por el caballo ganador. ¿No es cierto, Farnaces? ¿Puedes negar lo que acabo de decir?
Casi me estaba suplicando, buscando que le tranquilizara. Siempre el estudioso, el pensador racional, el que rechazaba las historias frente al fuego del campamento, prefiriendo el escepticismo de sus filósofos. Ahora, sin embargo, Makarios buscaba en mí y no en Platón la confirmación de que lo que había hecho estaba bien y era lo más conveniente.
Quizá lo fuera. Quizá existan razones que pueden más que la lealtad y la fe.
Pero esa no era una de ellas. Me di la vuelta para irme y esta vez no miré atrás.
He ahí el que fue mi último encuentro con Makarios, seis años atrás, en un momento en que nuestra situación era crítica, pero menos crítica que ahora. Creyendo que el reinado de padre en el Ponto, y de hecho su vida, habían llegado al final del camino, Makarios había declarado su lealtad a Roma. El muy necio hasta había enviado a Lúculo una corona de oro de mil estateros de peso, como prueba de esa lealtad. Lúculo respondió a ese gesto con altivez, declarando que siempre y cuando Makarios pagara el acostumbrado tributo anual a Roma, tendría permitido gobernar pacíficamente y sin interferencias su remoto reino de la estepa.
Fue una conquista barata para Lúculo, pues seguramente jamás había tenido intención de conducir sus tropas a tierras tan remotas para tan escaso beneficio; y un seguro barato para Makarios, que ahora tenía garantizado el control indiscutible de su remoto dominio, en su pequeña capital de fango de la costa norte del Ponto Euxino. Todo iba bien para el mezquino príncipe, hasta esa primavera, cuando el Viejo Hombre apareció, inopinadamente, ante las puertas de su ciudad. Estábamos desaliñados y malolientes por varias semanas sin aseo, manchados de sangre pero vivos después de tres meses de marcha por territorios inexplorados que la gente creía infranqueables, y padre estaba decidido a arreglar cuentas con el hijo que le había traicionado declarando su lealtad a Roma.
Cuando todavía nos hallábamos a varios días de Panticapeo, un grupo de emisarios de Makarios llegó para explicar la conducta del príncipe en el pasado. Los emisarios tropezaron con el silencio y el rechazo de padre, de modo que Makarios envió un segundo grupo para solicitar su perdón. Tras ser expulsados del campamento póntico, el ejército reanudó su camino hacia Panticapeo como tiburones tras un rastro de sangre. La última cuadrilla de heraldos apareció el día que llegábamos a Fanagoria, ciudad situada en el estrecho que separaba el continente asiático de la península. Estos hombres se arrojaron a los pies de padre y, recogiendo del suelo puñados de polvo, se lo echaron por la cabeza, suplicando piedad, gimiendo y llorando como eunucos en nombre de Makarios.
Padre contempló con desprecio a los tres hombres y reconoció entre ellos a Eutradoro, un antiguo sirviente que había cedido a Makarios en calidad de consejero. Los otros dos eran asesores adquiridos por el propio Makarios, desconocidos para el rey.
Tras ordenar que se levantaran, se paseó en silencio delante de ellos, observando sus caras, casi satisfecho de verlos encogerse ante su enorme figura y su melena blanca y salvaje, pero, sobre todo, ante su rostro contrahecho, muy diferente de los rasgos apuestos y regios que habían esperado encontrar. De repente, padre desenvainó su espada curva y, saltando como un gato, con una agilidad sorprendente para un hombre de su edad y dimensiones, rebanó limpiamente el cuello de Eutradoro. La perpleja cabeza del emisario, con los ojos abiertos de par en par, cayó a los pies de los horrorizados embajadores, seguida poco después del cuerpo, que flaqueó suavemente desde las rodillas y rodó sobre el hombro, como si todavía tuviera vida dentro para suavizar la caída.
Padre envainó de nuevo la espada, sin detenerse a limpiar la sangre. Acto seguido, se arrancó el medallón que lucía en el cuello como símbolo de su rango, la acuñación de oro de un estatero póntico con la figura de un caballo alado en una cara y su retrato en la otra, y lo colocó sobre la cabeza del primer embajador. Luego se quitó el aro de oro que le colgaba del lóbulo izquierdo y lo depositó en las manos del segundo.
—Decidle a vuestro señor lo siguiente —bramó, alzándose de forma intimidatoria sobre los dos hombrecillos—. Así trato —y propinó un puntapié a la cabeza de Eutradoro— a los que me traicionan, a los que califican de absurdo mi sueño, y así —señaló los magníficos obsequios que había entregado a los aterrorizados supervivientes— trato a los que están dispuestos a sufrir una humillación aún mayor por su señor. Conocía y apreciaba a Eutradoro; me pertenecía y me traicionó. A vosotros dos no os conozco y os desprecio, pero vuestra lealtad es correcta. Ahora, desapareced de mi vista.
Makarios no necesitaba un adivino del lago Meotis para comprender cuál sería su sino si caía en manos de padre. Presa del pánico, quemó todos los barcos de su pequeña armada, todos los botes de pesca amarrados en los muelles y todas las embarcaciones mercantes que habían tenido la mala fortuna de atracar en su puerto, para impedir que el ejército póntico cruzara el estrecho hasta Panticapeo. Mas para un ejército que acababa de realizar una marcha más ardua aún que la emprendida por Jenofonte tres siglos antes, ese obstáculo era fácil de superar. Conseguimos otros barcos, fabricamos balsas, requisamos embarcaciones de tribus del este y el sur y preparamos el asalto a la capital. La víspera de nuestra invasión, Makarios, viéndose acorralado, solucionó su dilema a la manera típicamente póntica, ingiriendo una dosis mortal de veneno. La guerra entre padre e hijo se había evitado.
Padre entró triunfalmente en la aliviada ciudad, aclamado con igual entusiasmo que cuando llegó a Sínope casi cinco décadas antes.
Lo primero que hizo tras coronarse rey del Bósforo fue enviar emisarios a Pompeyo para comunicarle su soberanía sobre un nuevo reino y ofrecerle la paz con Roma si el general le reconocía a su vez como gobernante legítimo de los territorios del norte. En segundo lugar, envió un batallón de ministros eunucos a todo lo largo y ancho de su nuevo reino con la orden de anunciar el reclutamiento del mayor ejército jamás visto en esas costas. Se diría que no dudaba de que los mástiles de los barcos de guerra romanos aparecerían pronto por el horizonte sur del Ponto Euxino.
Quizá fueran los esfuerzos de la ardua marcha invernal por los páramos aqueos, o el efecto retardado de las heridas que había recibido el año anterior a manos de los romanos, pero el caso es que, por primera vez en su larga vida, el viejo guerrero estaba delicado de salud. Hizo lo posible por ocultarlo participando enérgicamente en los actos de bienvenida que le había organizado la ciudad de Panticapeo, en las carreras de carros y las competiciones de tiro con arco, para demostrar que era un rey digno de este pueblo atrasado y supersticioso. No obstante, tras el entusiasmo inicial de haber ganado un nuevo reino, todos nos percatamos de que padre ya no era el mismo de antes.
Llorando la pérdida de Hipsicratia, de su reino y quizá, tardíamente, de otras muertes a lo largo de los años, él mismo se hundió en una suerte de muerte en vida. Únicamente ingería alimentos rojos, como los reservados a los momentos de duelo, alimentos que según la vieja tradición no deben consumirse en otras ocasiones: morcilla, langosta y cangrejo, jamón cocido y tortas de avena bañadas en zumo fermentado de bayas rojas. Durante días, a veces durante semanas enteras, se encerraba en el gynaeceum, las dependencias de las mujeres del palacio, donde dormía durante horas, hasta mucho después del alba. Exceptuando las dos mujeres de mayor edad del harén, que poseían conocimientos médicos, no tenía tratos con el sexo femenino, pues prefería permanecer solo en la penumbra de su apartamento con la vieja colección de pergaminos y tratados de Makarios en una docena de lenguas. Lejos quedaban los festines y los debates entre hombres de letras griegos de los que tanto había disfrutado durante los años pacíficos de su anterior reinado. Los espectáculos teatrales y los sacrificios a los dioses los días festivos tenían lugar sin él, y los dignatarios extranjeros eran recibidos por sus eunucos. Padre prefería el duro diván de sus frescos y sombríos aposentos, donde permanecía enfrascado en sus estudios y recibía visitas solo en casos de extrema necesidad.
A mí me asignó la administración diaria de su reino, tarea sencilla y de mi agrado. Había heredado todos los eunucos y consejeros de Makarios, la mayoría hombres competentes, honrados y cultos. Las necesidades del reino eran tan sencillas que mis responsabilidades ascendían, de hecho, a poco más que transmitir resoluciones sobre resultados ya esperados y solucionar disputas entre caudillos tribales. Nada de eso suponía un reto, dadas las cuatro décadas que había pasado al lado de padre viéndole realizar justamente esas tareas y mi propia experiencia como general. Existía, sin embargo, una labor que padre se negaba a delegar: la creación de su nuevo gran ejército.
El corazón de su ejército lo formarían, como siempre, los veteranos exiliados romanos que seguían con nosotros, bajo el mando del tribuno Marcelo. Muchos de estos hombres habían sobrepasado la edad de la jubilación, pero, al igual que su señor, se resistían a aceptar la victoria de Cronos, el deslucido e insulso dios del Tiempo, que mina la fuerza mediante un asedio largo y falto de inspiración, en lugar de valientes ofensivas. Estos tenaces centuriones compartían el sentir de los veteranos pónticos y armenios que nos habían acompañado en el viaje por los infiernos el invierno anterior. El ejército, con todo, apenas sumaba tres mil hombres, el equivalente a media legión romana. Necesitábamos más.
De ahí que padre enviara a los eunucos y heraldos más competentes que habían servido a Makarios a todos los puntos del reino para reclutar combatientes. A mediados de primavera empezaron a llegar a Panticapeo miles de hombres de tez clara, pintados y salvajes hasta la médula, indisciplinados como chuchos callejeros pero fieros como lobos. Eran jinetes y lanceros de la estepa, hombres que jamás habían visto más de cien personas juntas en un mismo lugar, que nunca habían luchado en grupos de más de treinta guerreros. Para ellos, el mero concepto de disciplina y estrategia bélicas era impropio de un hombre, indigno de sus vastas habilidades con la lanza y el caballo.
Marcelo blasfemó al divisar la turba sonriente, desdentada y melenuda que descendía de las colinas y entraba en el campamento que había improvisado fuera de la capital. Gruñó al escuchar la lengua bárbara, incomprensible para los romanos y apenas comprensible para padre, y se tiró de los pelos con desesperación al ver el dominio de los bárbaros con la espada y el combate cuerpo a cuerpo, las técnicas más importantes para que un ejército romano luchara como un ejército romano. Así y todo, finalizada la instrucción diaria, observaba con asombro cómo los nuevos reclutas subían a sus ponis y organizaban espontáneas carreras de caballos, juegos y exhibiciones de tiro.
—Señor —concluyó Marcelo tras presentar a padre uno de sus primeros informes sobre el progreso de los reclutas—, un escuadrón de caballería resultaría más provechoso con estos hombres que convertirlos en soldados de infantería. Por los dioses que vestirlos como soldados y hacerlos marchar es como ponerle una toga elegante a un mono.
Al escuchar eso, padre apenas esbozó una sonrisa.
—Tonterías, tribuno —replicó—. Para luchar contra legiones romanas necesitas legiones romanas. Eso significa infantería, ¿comprendes?
—No en este caso —farfulló Marcelo—. Es una pérdida de tiempo tanto para mí como para ellos, ya son los mejores jinetes que he visto en mi vida sin haber recibido adiestramiento alguno. Pero son más necios que un poste. ¿Por qué convertirlos en lo que no son cuando ya destacan en lo que son?
—Infantería, tribuno. Infantería.
Marcelo refunfuñó pero finalmente cedió, y siguieron llegando nuevos reclutas. Al finalizar el verano, treinta y seis mil hombres habían recibido un adiestramiento básico, sesenta cohortes de seiscientos soldados cada una. El equivalente a seis legiones romanas, justamente el número con el que Pompeyo avanzaba, y organizadas exactamente del mismo modo.
Pero mientras los hombres entrenaban, padre, rumiando y lamiéndose su rostro ulceroso, atrapado en su círculo de desesperación y odio, se negaba a abandonar la oscuridad de su estudio.