I

NUESTRA SITUACIÓN NO ERA PROMETEDORA: tres mil soldados de infantería hambrientos, varios centenares de soldados de caballería, una pequeña fortaleza en el interior póntico junto a la frontera con Armenia a la que un general romano enojado y ambicioso llegaría en cuestión de días y un enorme precio por la cabeza de padre.

No obstante, cuando me condujo a la bodega de la fortaleza de Sinora, sonrió enigmáticamente.

—Todo es posible —dijo— si hay oro suficiente.

Y oro tenía en cantidades. Pilas de oro, arcones repletos de monedas, montones de lingotes, tongas de chapas finamente labradas, cantidades ingentes de joyas, anillos, brazaletes, collares y coronas. Aunque había acompañado a este hombre a lo largo de toda mi vida, hasta yo quedé estupefacto cuando entré en la estancia y tropecé con una montaña de oro que alcanzaba el techo y se extendía por el pasillo, suficiente oro para pagar a todo su ejército durante un año o más, que era justamente lo que pretendía.

—¿Dónde…? ¿Cómo…? —tartamudeé.

Padre se encogió de hombros.

—Los romanos llevan cinco años tomando mis fortalezas. Cuando puedo, que no es a menudo, ordeno la evacuación del tesoro de la fortaleza y su traslado a un lugar seguro antes de que lleguen las legiones. Esta —señaló las paredes frías y húmedas, el suelo de tierra, el techo enmohecido— es la última cámara.

El último tesoro del Ponto, y él el último rey. Ya no había ejército, la flota se había dispersado y la población era esclava de Roma. Castillos destruidos, concubinas y hermanas asesinadas, miles de hombres enviados a la tierra de los muertos, y todo por preservar este, este… De repente, el enorme caudal amontonado ante mí me pareció triste y mísero, y me alejé de él al comprender que la riqueza, el poder y la gloria de generaciones de mis antepasados habían quedado reducidos a esas monedas y baratijas.

Padre me miró fijamente, adivinando mis pensamientos.

—Y, no obstante, dudas —dijo. Me miró incrédulo, casi indignado.

Yo ya no temía su ira y me di la vuelta para marcharme.

—¡Dudas! —continuó—. Pero con oro es posible recuperar lo que se ha perdido, la gloria de nuestros antepasados…

Mientras le escuchaba, mientras escuchaba su disposición a empezar de nuevo, a trepar una vez más el muro inexpugnable que las Parcas le habían puesto delante, sentí un profundo cansancio que me penetró hasta los huesos. Era incapaz de ver algo bueno en el oro, algo a su favor, solo podía ver cómo nos sumergía aún más en las profundidades en que nos habíamos hundido. Contemplaba el oro y solo podía ver un peso enorme, una carga que no me creía capaz de seguir soportando.

—Este oro… —dije.

Nunca lo entendería. Eterno soñador y planificador, padre nunca comprendería que había llegado la hora de aceptar lo inevitable. ¿Qué podía decir para disuadirle?

Entonces se me ocurrió algo. ¿Cómo íbamos a transportarlo? Representaba una carga abrumadora de varias toneladas. He ahí la respuesta.

—Ni siquiera tenemos carros para transportar los víveres y las armas —dije—. Debemos huir al norte ahora mismo. Pompeyo llegará dentro de pocos días, puede que dentro de unas horas. No podemos transportar este oro.

Padre me miró, decepcionado por mi lasitud, por mi desaliento, por el agotamiento que sentía, tan intenso que me impedía incluso buscar soluciones a los problemas. Posó su enorme mano sobre mi hombro como no había hecho en meses, quizá años. Instintivamente, miré hacia un lado para ver si había alguien cerca. Sería una vergüenza ser visto en semejante estado de parálisis, como un alfeñique que necesita que su padre le dé ánimos, yo era un general del ejército póntico, un príncipe del reino del Ponto. Enderecé los hombros y levanté la cabeza, y padre dejó caer la mano para iniciar su lenta y renga andadura hasta la escalera que salía de la bodega.

—El oro no supondrá una carga para el ejército —dijo—. Lo dividiremos entre todos los hombres, de acuerdo con su rango y actuación. Cada soldado cargará a la espalda el salario en oro de un año entero. Ningún hombre rechazará ese peso, y tantas manos conseguirán aligerarlo.

—¿Repartirás salarios de un año entre los soldados, siendo la mitad de ellos mercenarios y exiliados? ¿Crees que después de recibir este inesperado regalo se quedarán para luchar a tu lado?

—Hablas como si tuviera otra elección —repuso padre con calma—. Si deciden desertar con el oro, mi situación no será peor que si lo hubieran robado los romanos, y, como bien dices, no disponemos de carros para transportarlo. Pero conozco a mis hombres, Farnaces.

—Eso imagino, si estás dispuesto a confiarles toda esa riqueza.

—No me abandonarán. Conozco a mis hombres.

Durante décadas, el Ponto se había concentrado únicamente en Roma y en los territorios del sur y el oeste, de modo que no había mantenido contacto con los pueblos del este del Ponto Euxino, los iberios y sus vecinos, los albaneses. Tampoco estas fieras y hostiles tribus habrían dado la bienvenida a nuestra influencia civilizadora. Eran nómadas robustos y bajos de estatura, de tez rubicunda por el clima pero de naturaleza poco moderada. Vivían exclusivamente de la caza, la pesca y la cría de vastos rebaños de ovejas, y muy pocos eran capaces de arañarle el sustento al suelo, si bien sus tierras, allí donde las trabajaban, eran las más fértiles que yo había visto en mi vida. Vides que habían sido plantadas tan solo dos años antes daban uvas en abundancia, y los campos de trigo proporcionaban dos y a veces tres cosechas al año. Estos hombres apenas comerciaban, ignoraban cómo utilizar el dinero e incluso los pesos y medidas, y prácticamente no sabían contar más allá de cien. Su idioma estaba dividido en multitud de dialectos y sus tribus en docenas de clanes enfrentados, mientras que su religión era una extraña mezcla de rituales supersticiosos dominados por cultos orgiásticos y sacrificios humanos. Veneraban a místicos y a locos. No obstante, pese a su falta de civilización, eran capaces de reunir ejércitos gigantescos. Los albaneses a solas podían concentrar en el campo de batalla sesenta mil soldados de infantería y doce mil de caballería, y los iberios incluso más.

No podíamos conquistar a estos pueblos con tan solo tres mil hombres, pero con Roma pisándonos los talones, tampoco podíamos invertir tiempo en intentar aplacarlos y negociar con ellos. Solo nos quedaba una opción: cruzar su territorio antes de que supieran que estábamos allí.

Ningún hombre nos abandonó, ni siquiera pese a las espantosas condiciones que les impusimos. Abandonamos Sinora y padre, Marcelo y yo dirigimos a los hombres como dementes, marchando día y noche, pillando desprevenidos a las pequeñas cuadrillas de iberios, reduciendo sus puestos de avanzada y sofocando sus señales de humo. A la semana de dejar Sinora, irrumpimos en su tosca capital, una aglomeración de chozas de barro, habiendo perdido únicamente una docena de exploradores por los ataques con jabalinas de los defensores. Nuestro avance relámpago había pillado tan de sorpresa a los iberios que ni siquiera tuvieron tiempo de cerrar las puertas de la ciudad. Atónitos ante nuestra llegada, como si hubiéramos caído del mismísimo cielo, los ciudadanos se rindieron sin alzar una sola espada.

Padre fue directo al ágora, el principal centro de reunión, acompañado de sus hombres y adoptando una expresión de intensa ferocidad, lo cual no era difícil dado el aspecto aterrador que ofrecía su rostro. Cuando los asustados ciudadanos se congregaron en el ágora, padre se identificó y anunció su misión.

—¡Aquí tenéis al gran rey Mitrídates del Ponto, conquistador de los romanos, rey de los griegos y soberano de todos los territorios! —bramó en griego, tras lo cual un sacerdote del templo tradujo con voz trémula sus palabras a la lengua local. Los murmullos atemorizados de la multitud cesaron.

—No he venido a esclavizaros ni a saquearos —prosiguió—, mas no dudaré en hacerlo si no obedecéis mis órdenes. ¡Traedme a vuestro desdichado rey!

La gente se miró desconcertada, sin saber muy bien qué hacer. Un ejército invasor había irrumpido en su fortaleza, proponía una relación pacífica y, sin embargo, exigía que le entregaran a su rey. Voces confundidas inundaron el aire.

—¿Os negáis a obedecer mi orden? —bramó padre con la mirada encendida mientras la gente callaba de nuevo. Hice una señal y las tropas adoptaron la posición de ataque, los escudos frente a los ojos, las espadas alzadas—. ¡Si no queréis que destruya vuestra penosa ciudad con todos sus habitantes dentro, traedme al rey iberio!

Esta vez no hubo titubeos. El decrépito jefe, aún más consumido que nuestros soldados y prácticamente calvo y desdentado, fue conducido hasta los pies de padre, donde se postró, dispuesto a morir por no haber obedecido de inmediato al rey del Ponto, con cuyos antepasados sus propios antecesores habían combatido a lo largo incontables generaciones.

Tras mirar ferozmente al anciano, padre se inclinó, lo levantó del brazo y le dijo unas palabras en la lengua iberia que ninguno de nosotros comprendió, salvo Hipsicratia. Por indicación de padre, la extraña guerrera caminó hasta él con el pecho al aire y el pesado casco lleno de abolladuras, el rostro semioculto bajo las defensas de los pómulos y la nariz, y la melena dorada ondeando salvajemente. Sobrepasaba en estatura a los iberios, y su feroz presencia pareció generar en ellos más temor y respeto que nosotros o nuestra variopinta colección de romanos y pónticos. Llevaba el pelo y el rostro cubierto de partículas doradas limadas de uno de los lingotes de padre, y en la mano derecha sostenía una larga lanza de centurión romano coronada por la insignia del caballo alado del Ponto. Tras una breve charla, padre despidió al viejo rey y se dirigió de nuevo a la multitud.

—¡Gracias a mi benevolencia y a vuestro cooperativo rey, vuestra ciudad no sufrirá el azote de mi ira! —clamó—. Volved a vuestros hogares, iberios, y aseguraos de que en todo lo que hagáis, mostréis vuestra veneración a los dioses y a Mitrídates el Grande.

Durante los cinco días de marcha que quedaban hasta la Cólquida, nos acompañó por ambos flancos un vasto escuadrón de hoscos guerreros iberios, que se adelantaban cada vez que nos acercábamos a un pueblo para atajar cualquier ataque espontáneo de sus habitantes y organizar un mercado para nuestras tropas. Los dos reyes habían hecho las paces y padre había asegurado al viejo monarca iberio que solo estábamos de paso y únicamente necesitábamos protección y víveres. Tampoco había hecho daño que estos sencillos hombres creyeran que gozábamos del amparo de la mismísima diosa Atenea. La giganta dorada Hipsicratia, cuya abuela, de hecho, era de esos parajes y le había enseñado la extraña y antigua lengua iberia, había interpretado bien su papel.

Al llegar a Fasis, la capital costera de la Cólquida, fuimos recibidos, hospitalaria pero nerviosamente, por los patriarcas de la ciudad. Generaciones atrás, la Cólquida había sido un feroz pueblo guerrero, supuestamente descendiente de griegos que se habían extraviado cuando regresaban de la guerra troyana. En los últimos tiempos, no obstante, la Cólquida se había vuelto débil y temerosa, dejándose mecer, como los juncos, por los vientos políticos, apoyando primero a Mitrídates y luego a Roma. Durante un día nos agasajaron, llenaron nuestros petates y atendieron a nuestros caballos. Después, insistieron en que siguiéramos nuestro camino antes de que la flota romana recibiera la noticia de nuestra presencia y apareciera en la ciudad. Padre había previsto esa reacción. Así pues, apretó los labios estoicamente, tanto como se lo permitía su rostro contrahecho, y partimos.

Nuestro destino, a veinte días de dura marcha en dirección norte, eran las imponentes «Puertas Escitas», el estrecho paso que transcurría entre la costa rocosa del Ponto Euxino, a nuestra izquierda, y la gélida y árida cordillera del Cáucaso, a nuestra derecha. En esas montañas moraban los feroces aqueos, una tribu bárbara de escitas que nunca había sido conquistada y cuyo territorio, al parecer, nunca había sido atravesado por tierra. Estos hombres eran semibestias que habitaban en cabañas de piedra, vestían pieles de animales y vivían de los tesoros y los cuerpos de aquellos desafortunados marineros que zozobraban en las traicioneras rocas y bajíos de la costa. Se decía que los aqueos calzaban unos zapatos de cuero sin curtir con unos clavos en las suelas que les permitían trepar picos helados con más agilidad aún que las cabras, y que se deslizaban por las laderas nevadas más deprisa que las golondrinas, subidos a unas barcas diminutas hechas con pieles secas.

Cuanto más nos adentrábamos en su territorio, más espantosas eran las historias que los hombres contaban sobre ellos. Algunos decían que eran criaturas que no dominaban el hierro, que utilizaban armas hechas de sílex y piedra. Otros aseguraban que eran hábiles herreros cuyos mortales proyectiles eran una obra maestra de ingenio e inteligencia. Eran hombres que comían hombres, hombres que bebían la sangre de sus víctimas en los cráneos vaciados y que arrancaban el corazón del enemigo cuando aún le latía en el pecho. Se contaba, incluso, que gustaban de infligir las torturas más atroces a las mujeres delante de sus maridos e hijos.

De estos aterradores relatos, este último era el que menos nos preocupaba, pues la única mujer que nos acompañaba era Hipsicratia y ella, de todos nosotros, era la que menos protección necesitaba. Mientras los soldados marchaban envueltos en pieles y cueros, o con simples telas si no disponían de otra cosa, Hipsicratia permanecía fiel a su sangre y cabalgaba sin abrigo; cuando las condiciones eran extremas, se ponía una fría coraza de bronce y, echada sobre los hombros, una ligera capa de piel de lobo. Así viajaba en medio de las más violentas tempestades, la piel suave e intacta pese a los afilados vientos, solo igualada en estatura y fortaleza por el rey de sesenta y siete años, que también rechazaba las ropas de abrigo. La formidable doncella de hielo podía defenderse contra diez enemigos. Así y todo, marchábamos cada día con creciente inquietud.

No se veía un solo ser vivo. Previendo nuestra llegada, los pueblos de la costa por los que pasábamos aparecían abandonados e incendiados. El viento gélido barría el árido suelo y las grises colinas que se alzaban por encima de nosotros, desnudas y peladas por las fuertes tormentas de invierno, no acogían vida alguna, ni siquiera un rebaño de cabras o una liebre. Hasta la propia tierra parecía inerte. Reinaba un silencio tal, salvo por el gemido del afilado viento, que el crujido de la tierra congelada bajo nuestras sandalias retumbaba y giraba a nuestro alrededor como los remolinos de polvo en las erosionadas cumbres de las colinas. Las tropas no podían distinguir el origen de los ruidos que hacían sus camaradas. Saltaban al escuchar los gritos inesperados de un oficial de caballería o de un soldado rengo, los sonidos que parecían anunciar un ataque desde las montañas pero que, en realidad, no eran más que las pisadas y crujidos del ejército en marcha que rebotaban en los acantilados a nuestra derecha.

En una ocasión, cuando marchaba en la vanguardia del ejército, al doblar una curva mis hombres tropezaron con un viejo pastor escita y su esposa, tristemente acurrucados frente a un fuego hecho con estiércol mientras una docena de ovejas deambulaban por los alrededores. Eran los primeros seres vivos que veíamos desde que dejáramos atrás la Cólquida. Se diría que sus compatriotas los habían abandonado en su huida a las montañas. La anciana pareja parecía tan debilitada y sus ovejas tan hambrientas y flacuchas que, pese al hambre que padecíamos, no tuvimos el valor de arrebatárselas. Nuestros soldados se limitaron a proseguir su avance en silencio mientras la pareja los observaba pasmada.

Al pasar por su lado, saludé con un movimiento de cabeza y contemplé sus ojos, las profundas arrugas que le surcaban el rostro, y me pregunté si llegaría a vivir tantos años como para tener una cara tan marchita. ¿Una vida larga es un regalo o un castigo de los dioses? Dependerá de si vives cómodamente en un palacio o hambriento en una gélida estepa escita. Me asaltaron viejos recuerdos de los placenteros días que pasaba de niño en compañía de los pastores del Ponto, días en que semejantes penalidades habrían sido inimaginables. «Sulai sulai lulai-o», murmuré sin pensar. Era la llamada pastoral que gustaba pronunciar de muchacho, mi primera lengua extranjera. El anciano me miró y se tocó la frente y los labios con las yemas de los dedos, la señal de respeto escita.

Sulai sulai lulai-o —contestó.

Después de tres semanas de marcha cauta y constante, llegamos al extremo noroeste de la cordillera del Cáucaso y al punto más angosto de nuestro trayecto, las temidas Puertas. Ante nuestros ojos, la playa llana por la que habíamos caminado se estrechaba en una empinada ladera que se adentraba en las montañas, cada vez más difíciles de cruzar debido al hielo que cubría el terreno. En un momento dado, un glaciar de las montañas que se alzaban sobre nuestras cabezas sobresalía como un brazo musculoso, como un auténtico río de hielo de quince estadios de ancho que se extendía en una masa gélida, silente y agrietada hasta la corteza helada del mar.

Este peligroso campo de hielo nos bloqueaba el paso. Era imposible saber dónde terminaba la tierra y empezaba el agua, pues no existía una frontera definida entre ambos elementos. Cuevas, túneles y fosos de hielo acribillaban la vasta superficie. Allí donde el hielo parecía firme, si prestabas atención podías distinguir la marea que corría debajo. De repente, el hielo sólido daba paso a lagunas que el agua del mar había abierto en la superficie. De tanto en tanto, los caballos, con el peso concentrado en los pequeños y afilados cascos, quebraba la delgada superficie y el jinete desaparecía en las azules profundidades. Incluso aquellos a quienes conseguíamos rescatar perecían a los pocos instantes si no les retirábamos rápidamente las empapadas ropas y los colocábamos delante de un fuego.

Después de un día salvando tales obstáculos, habiendo avanzado apenas ocho estadios, padre tomó una decisión. Teníamos que abandonar la «playa», si se la podía llamar así. La confrontación entre el glaciar y el mar era, sencillamente, demasiado peligrosa. Teníamos que ir tierra adentro, cruzar la cadena de montículos hasta el largo valle que se extendía a la sombra de la cordillera del Cáucaso. También allí tendríamos que cruzar el glaciar, pero al menos no tendríamos que luchar con el mar. Nos alejaríamos de la seguridad y orientación de la costa para penetrar en la tierra gélida y silenciosa de los aqueos.

Atravesar el blanco paisaje resultaba peligroso. Semanas de viento huracanado habían transformado la superficie en una pista de hielo. Un resbalón significaba caer duramente sobre la rabadilla o el hombro y resbalar a continuación por la falda hasta que conseguías hundir las uñas o las herramientas en el hielo. Si no lograbas frenar el descenso, la muerte era segura. El hielo estaba salpicado de grietas como capilares rotos sobre la piel, como resquebrajaduras en una cerámica frágil. No se divisaba el fondo y sus silenciosas fauces podían engullir a un hombre o un caballo sin dejar rastro. Si contemplabas desde lo alto las estribaciones que descendían hasta el mar, las grietas eran prácticamente invisibles, pues sus protuberantes labios ladera arriba ocultaban por completo la muerte que aguardaba dentro. Si resbalabas colina abajo, resultaba imposible evitar la grieta que pudieras tener delante. La única defensa, por tanto, era permanecer de pie.

Las jabalinas y lanzas se convirtieron en bastones y las hachas se transportaban en la mano para poder clavarlas en el suelo y frenar los resbalones. Los hombres se amarraban el escudo al pecho, pues caer de espaldas sobre la superficie lisa de un escudo significaba deslizarse por la colina como una piedra sobre el agua. Hacían tiras con las capas de pelo y se envolvían los pies con ellas, no en busca de calor sino por la adherencia que el cuero proporcionaba a la suela de las sandalias. Siguiendo órdenes de padre, los hombres se ataron entre sí en grupos de cinco o seis. De ese modo, si un hombre resbalaba sus compañeros podrían reunir la fuerza suficiente para detenerle. La técnica funcionaba la mayoría de las veces, salvo en los casos en que el hombre que caía arrastraba consigo a su vecino y el peso y el impulso de ambos acababan por resultar excesivos para los tres compañeros que permanecían en pie. Durante los primeros cuatro estadios vi dos ristras completas de hombres resbalar y precipitarse sobre el labio de una grieta. En ambas ocasiones, el resto del ejército contempló horrorizado el lugar por donde habían desaparecido sus compañeros y luego prosiguió su camino en silencio, colocando un pie cauto detrás de otro.

Anduvimos durante todo el día, atados unos a otros como prisioneros o dementes, todos iguales ahora en rango y carga, pues ya fueras rey, general o esclavo capturado, tu progreso dependía de tu fuerza y de tu equilibrio sobre tus dos pies. Los oficiales y los soldados de caballería caminaban junto a sus inquietas monturas, colocándose en el lado de la cuesta para evitar que el caballo los arrollara si resbalaba y, al mismo tiempo, utilizándolo como freno en el caso de que fueran ellos quienes perdieran el equilibrio.

Aproximadamente a ocho estadios de distancia se elevaban las Puertas Escitas. A la derecha, las abruptas montañas del Caspio formaban una pared de hielo puro, como si el glaciar se precipitara desde las alturas en un denso río gris, que formara una cascada de hielo; a la izquierda, los repliegues de la costa creaban una pared igualmente pronunciada, pero esta de granito helado. Era un paso, una auténtica puerta, de tan solo treinta brazos de ancho, que el ejército tendría que cruzar. Hasta el momento no habíamos visto a uno solo de los terribles aqueos, y los hombres llevaban tanto tiempo conteniendo el aliento, tantas semanas aguardando el temido ataque, que casi sería un alivio que llegara, si es que llegaba. Dependiendo de cuál fuera nuestro despliegue, una batalla en las Puertas podría hasta sernos ventajosa. Era muy probable que dentro del angosto paso no hubiera grietas, y las paredes a ambos lados impedirían que resbaláramos involuntariamente. La amenaza, con todo, era real, y si debíamos sufrir una emboscada, ese iba a ser el lugar. Los hombres estaban visiblemente tensos y más callados de lo habitual, aunque todavía faltaba una hora para alcanzar la entrada. Me preparé para el inminente ataque.

La actuación del comandante aqueo fue brillante. Consciente de que estaríamos totalmente vigilantes en cuanto llegáramos a las Puertas, con las tropas veteranas y los oficiales más experimentados en la vanguardia, decidió sacar partido a su punto fuerte y a nuestro punto débil. La emboscada no se produjo en los estrechos confines de las Puertas, sino antes, en esa pendiente helada a ocho estadios de distancia, cuando nuestras tropas todavía luchaban simplemente por mantenerse erguidas, por poner un pie delante del otro.

Con un aterrador grito de guerra que resonó en los precipicios circundantes, un ejército de extrañas criaturas cubiertas de pieles emergieron por el labio inferior de una larga grieta abierta en la ladera que se extendía por encima de nosotros, donde habían construido una cornisa interior sobre la que esperar nuestra llegada. Eran seres peludos y rollizos, de aspecto más simiesco que humano, con espesas barbas castañas y ojos penetrantes que miraban por debajo de ajustados tocados de lana. Los jubones de pelo, aunque de aspecto blando y desgarbado, los protegían de las flechas casi con tanta eficacia como una armadura de bronce. A los pies llevaban amarradas unas suelas con clavos que les permitían adherirse al hielo como si caminaran sobre arena fina. Eran bárbaros en el más puro sentido de la palabra, semianimales que pedían nuestra sangre cual manada de monos, carentes de formación y disciplina, pero que sumaban diez mil hombres, el triple que nosotros, diez mil hombres fuertes y bien alimentados.

Corrimos a formar, pues no habíamos esperado que la emboscada se produjera tan pronto. Por primera vez en casi dos décadas padre recurrió a las viejas tácticas de guerra griegas y hasta el comandante romano Marcelo apoyó la propuesta.

Formamos la tradicional falange griega.

El ejército ya constituía una unidad compacta con los grupos de hombres atados por seguridad. Con el ataque de los escandalosos aqueos, se limitaron a consolidar sus posiciones. Los del lado de la cuesta elevaron los escudos al frente y unieron los cantos para protegerse y proteger a los hombres que todavía estaban formando detrás de ellos. Los bárbaros nos acribillaban con sus pesadas flechas de punta de obsidiana, las cuales se quebraban como el vidrio al chocar con el escudo o la armadura pero abrían enormes y profundos boquetes en los tejidos blandos. Flanqueado por Bituito e Hipsicratia, padre corrió hasta el frente de batalla que yo estaba formando precipitadamente. Tras bramar algunas órdenes, colocó rápidamente una flecha en su propio arco, ajeno a su seguridad, mientras los bárbaros reparaban en él y los proyectiles de obsidiana golpeaban los escudos vecinos.

Aunque medio rengo por las heridas, el rey seguía siendo el soldado más fuerte del ejército, el mejor arquero; apartando el pesado escudo de Bituito, apareció ante el enemigo, apuntó cuidadosamente con su enorme arco y lanzó un potente disparo. La flecha, certera e infalible, entró en la garganta de un guerrero bárbaro, una especie de cabecilla, levantándolo del suelo. El hombre cayó boca arriba retorciéndose de dolor, con la flecha sobresaliendo tres pies frente a sus ojos, e inició un lento descenso por la pendiente en dirección a nuestras tropas, dejando en el hielo un largo rastro encarnado.

Los bárbaros bramaron enfurecidos por la muerte de su jefe, y nuestras tropas respondieron con un grito de triunfo. La falange ya estaba desplegada. Formábamos una masa compacta de doscientos hombres de ancho, los escudos firmemente unidos, y una pared de bronce de quince filas de fondo, cada una respaldando a la de delante, los escudos apretados contra las espaldas, las pantorrillas y los pies esforzándose por adherirse al suelo helado. Con un aullido de padre que resonó por encima del clamor de las tropas, el ejército póntico inició su avance cauto pero inexorable. Cada hombre tenía la atención puesta en su escudo, concentrando toda su voluntad en deslizar los pies hasta el siguiente punto de apoyo marcado en el suelo, liberando la mente de todo pensamiento que no fuera la inminente carnicería.

Cuando los bárbaros vieron que su primera descarga de flechas solo había conseguido acelerar nuestro despliegue, su furia aumentó. Arrojando jabalinas a nuestras filas, empezaron a descender por la ladera, con paso seguro gracias a las sandalias con clavos y a toda una vida de ejercicio sobre el hielo. Nuestros arqueros de la retaguardia lanzaron una lluvia de proyectiles mortíferos que detuvo el avance del enemigo, pero solo durante unos instantes; los aqueos muertos y heridos caían sobre sus espaldas y reanudaban su descenso hasta dar alcance a sus camaradas. Mientras los arqueros pónticos continuaban con sus enérgicas descargas, el frente empezó a titubear: se nos estaba echando encima una avalancha de cadáveres enemigos que descendían por el hielo ensangrentado seguidos de cerca por los camaradas vivos.

En cuestión de instantes el primer alud de muertos golpeó nuestras filas. Los hombres en cabeza los sortearon como si de una carrera de obstáculos se tratara, y se prepararon para el impacto, más peligroso, de los guerreros que permanecían con vida. Las filas del centro y del fondo de la falange, incapaces de ver más allá de sus escudos, corrieron peor suerte. Los cadáveres las derribaron con la misma contundencia que si se tratara de troncos arrojados desde lo alto de la ladera. Lanzando gritos y maldiciones, los hombres de las filas intermedias cayeron hacia atrás, sobre los escudos de sus compañeros, y estos, a su vez, sobre los de los soldados a su espalda, hasta que las filas del fondo comprendieron lo que estaba ocurriendo y se prepararon para absorber el impacto. Los espeluznantes obstáculos derribaron columnas enteras de soldados pónticos. Los hombres caían en los brazos de los cadáveres y rodaban con ellos. Para quienes seguían atados a sus camaradas existía una pequeña posibilidad de salvación, pues estos podían clavar la punta de la lanza o el canto del escudo en el hielo. Docenas de otros, sin embargo, habiendo cortado las cuerdas para maniobrar mejor dentro de la falange, resbalaban desesperadamente por la ladera, cada vez con mayor velocidad, en dirección a las grietas.

El principal cuerpo del enemigo golpeó nuestras filas en cabeza con la violencia de un ariete. Ambos ejércitos se detuvieron en el momento fugaz del impacto, y luego el enemigo rebotó, nuevamente como un ariete, incapaz de penetrar en el bronce engranado de nuestros escudos. Detenido su ímpetu, los aqueos empezaron a blandir furiosamente sus grandes hachas de bronce, volcando en ellas su rabia, intentando con absurda determinación hacernos perder el equilibrio.

Aunque la falange no funciona contra un ejército romano bien adiestrado, es una táctica sumamente eficaz frente a una turba. Arremeter contra nuestras filas era como golpearse la cabeza contra una puerta de bronce. Tras el choque inicial de los dos ejércitos, grité «¡Adelante, Ponto!», y las tropas estallaron en un gran clamor. Paso a paso, el sólido bloque de escudos reanudó su implacable marcha, cada hombre llenando el hueco que dejaba el camarada caído, absteniéndose de empuñar la espada o la jabalina para concentrar todos sus esfuerzos en sostener el pesado escudo delante de los ojos y mantener la alineación con sus compañeros a derecha e izquierda, en avanzar lenta y regularmente, con una disciplina y una precisión mortíferas, hacia las mismísimas fauces de las desesperadas hachas bárbaras.

El enemigo se detuvo, consternado y estupefacto, pues a pesar de triplicarnos en número, habían tenido sobre nuestras líneas el mismo efecto que si hubieran atacado la roca de los precipicios. Blandiendo furiosamente sus armas, iniciaron un lento repliegue, sin orden alguno, pues carecían de disciplina y formación, pero sin muestras de pánico.

Hasta que Hipsicratia entró en acción.

Con un penetrante grito de guerra en un lenguaje desconocido para mis oídos, se apartó de padre, al que había estado protegiendo con su propio escudo mientras él gritaba órdenes a sus oficiales, y se abalanzó sobre el corazón del enemigo. Destacando por encima de bárbaros y pónticos por igual, blandiendo violentamente su escudo y su sable, procedió a aplastar cascos y cráneos y a rebanar cuellos y costillas. Bárbaros y pónticos se alejaron de la enloquecida guerrera, abriendo un espacio a su alrededor. Tenía los ojos rojos de ira y por sus fosas nasales salía vapor, como un caballo de batalla. La rubia melena ondeaba bajo el casco y los magníficos y tersos pechos asomaban bajo la capa de piel de lobo, palpitando por el esfuerzo.

Con un grito de guerra desgarrador, arremetió contra los bárbaros que huían despavoridos de esa inesperada arma. Cuando entre los aqueos corrió la voz de que había aparecido una diosa, estalló el pánico. Nadie se atrevía a enfrentarse a la ira de esa tigresa, de esa Furia a quien ni siquiera el gélido viento afectaba, a quien las flechas no alcanzaban. Primero solos, luego en grupos de seis o diez, los aqueos se dieron la vuelta y huyeron. Las fuerzas pónticas lanzaron un grito de celebración y reanudaron el avance, pero la distancia con el enemigo, provisto de sus sandalias de clavos, era cada vez mayor. Corrían ladera arriba saltando por encima del hielo, de las grietas estrechas, y rodeando las más anchas, cuya ubicación solo ellos conocían. Consciente de que no podíamos darles alcance, ordené el alto a nuestras extenuadas fuerzas, y todas obedecieron gustosamente, todas menos Hipsicratia.

Como arrastrada por un rapto de locura, continuó su embestida ladera arriba, resbalando y peleando con el hielo, persiguiendo ella sola a toda la turba de aqueos. Nosotros observábamos maravillados mientras ella aullaba y aterrorizaba a los rezagados que se cruzaban en su camino, abriéndoles de arriba abajo como si fueran cerdos.

—¡Hipsicratia, detente! —le gritaba padre, pero su propia rabia y los alaridos del enemigo le impedían escucharle.

Manchada de sangre helada, acompañada de los vítores de los soldados pónticos y los gritos de indignación de padre, siguió avanzando, hasta que de repente dio un enorme salto, blandiendo su espada, para rematar a un bárbaro tambaleante. En el momento de caer, se excedió del blanco y desapareció por una grieta en el abismo. Su grito de guerra derivó en un gemido lejano, y luego todo fue silencio.

Horrorizado, contemplé el espacio que Hipsicratia había ocupado. Del hielo había venido a nosotros esta extraña diosa hiperbórea, y al hielo había vuelto.

El ejército póntico miró en silencio el tajo azulado de la grieta, al otro lado del ensangrentado glaciar, y, a renglón seguido, la expresión de horror del rey, que observaba boquiabierto el lugar donde Hipsicratia había desaparecido. Padre se volvió lentamente hacia sus hombres y permaneció quieto un largo instante, moviendo los labios como si quisiera decir algo. Luego endureció la mandíbula, se ajustó el arco a la espalda y reanudó su marcha por el hielo. Aunque los hombres le siguieron de buen grado hacia las Puertas y la salvación, por la caída de los hombros de padre supe que, para él, la batalla no había sido una victoria.

En una ocasión había preguntado a padre si amaba algo. Ahora sabía que había amado profundamente a la esclava Hipsicratia.