POMPEYO ERA FIEL a su fama de invencible. En menos de tres meses había eliminado la amenaza pirata en todo el Mediterráneo. Envió escuadras romanas al norte de África, Sicilia y Córcega, hizo salir a los bribones de sus guaridas y los trasladó a la enorme base pirata de la costa de Cilicia. Aquí estalló algo parecido a un batalla, pero el entusiasmo de los piratas se vino abajo cuando Pompeyo capturó unas noventa galeras, docenas de barcos de transporte y veinte mil hombres. Así y todo, en lugar de granjearse la enemistad de los piratas, sembró entre sus filas la confusión y la disensión al proponer la concesión, no autorizada por el Senado pero respetada, de terrenos en Grecia o Asia a todo pirata que aceptara entregar sus riquezas mal habidas y someterse a Roma. La fuerza pirata se disolvió como un témpano del Caspio en un día de verano.
Mi mayor sorpresa, no obstante, fue comprobar que a padre no le sorprendía lo más mínimo el suceso.
—Aprendí la lección con Arquelao —rio—. Los piratas son meros mercenarios. No ven beneficio alguno en luchar contra una flota romana a menos que aspiren a gobernar Roma. No tengo nada que ofrecerles en este momento, de modo que hasta un palmo de grava en Beocia para cultivar lentejas es mejor que una vida como esclavo en una galera romana si se niegan.
Escupió por la comisura derecha de la boca, hábito que había adquirido, desde que sufriera la herida, para evitar el inevitable babeo. Pero escupiera o babeara, un desagradable hilo le surcaba constantemente las barbas, perturbando al observador que no estaba acostumbrado a esa imagen.
—No importa —dije—. Controlas el interior del Ponto. Treinta mil soldados de infantería y tres mil de caballería, un ejército sólido. Puedes prescindir de las ciudades costeras de Sínope y Amisos. El hecho de conservarlas te haría estar en deuda con los piratas.
Padre resolló, encogió sus grandes hombros y se puso en pie. Las cosas podrían ir peor, me dije, pero no mucho peor. El más grande general de Roma estaba acampado ahora en la costa de Cilicia. Tenía un ejército poderoso, una mezcla de legiones leales traídas de Hispania e Italia y el resto de las tropas de Lúculo, que conocían bien la región. Padre, por otro lado, tenía sesenta y seis años y todavía padecía el dolor de tres heridas recientes, ninguna de las cuales daba muestras de querer cicatrizar del todo. Su vasto proyecto de construcciones civiles y reformas financieras no tardaría en agotar los fondos disponibles. Dirigía un ejército numeroso pero mal adiestrado, de hombres de las tribus en las montañas y los cañones del interior, pero cada vez resultaba más difícil abastecerlos de alimentos y provisiones, pues los ejércitos romanos habían ocupado y saqueado la región hasta tal punto que los pocos agricultores que quedaban apenas se molestaban en cultivar por temor a que sus cosechas fueran incendiadas o expoliadas antes de llevarlas al mercado.
Nuestros asesores aconsejaban parlamentar con el general romano. Intermediarios de Pompeyo habían insinuado que existía la posibilidad de llegar a un acuerdo pacífico. Pompeyo ansiaba regresar a Roma para asumir los cargos a los que se creía merecedor. Padre simplemente deseaba que las legiones le dejaran tranquilo, afianzarse como soberano de sus dominios heredados y poder continuar con su reconstrucción del Ponto. Pompeyo exigiría que el rey se declarara amigo y aliado del pueblo romano. Padre no podía aceptar eso, pero insinuó que todavía conservaba una última reserva de oro en una fortaleza remota, que podría ofrecer al general si este aceptaba la paz. Los romanos hicieron una contraoferta y padre cedió un poco. Se había conseguido un ligero avance.
Parecía que las cosas marchaban lentamente hacia un punto intermedio cuando Pompeyo lanzó un exigencia que padre rechazó rotundamente. No solo la rechazó, sino que cerró la puerta a posibles negociaciones futuras por el insulto que representaba. Pompeyo exigía, antes de acordar una reunión cara a cara, que como señal de buena voluntad Mitrídates entregara a todos los exiliados romanos que tenía en su campamento, unos tres mil.
Fiel a los hombres que habían permanecido a su lado a lo largo de los años, padre se negó en redondo, aun sabiendo que se enfrentaba a una derrota segura en el caso de que Pompeyo le declarara la guerra. La lealtad de un vasallo a su señor, dijo, era, de todas las virtudes, la más admirable. Padre no torturaba a los prisioneros enemigos que permanecían leales a sus comandantes, ni castigaba a los esclavos que seguían a sus señores cuando estos le traicionaban. ¿Cómo podría seguir llamándose hombre si entregaba a los soldados que le habían sido leales durante dos décadas, que habían combatido a su lado, que le habían salvado la vida cuando había caído malherido? Habría preferido, decía, haber perdido ambas piernas en Zela. Habría preferido, decía, que la jabalina le hubiera arrancado toda la cabeza y no solo la mandíbula derecha. Con los heraldos romanos que le trajeron la fatídica propuesta de Pompeyo se mostró mucho menos expresivo, o quizá más, según se mire. Sus palabras fueron breves, pero sumamente elocuentes.
—A la mierda con Pompeyo.
Los escandalizados heraldos regresaron a Cilicia. En menos de un mes, Pompeyo atacó.
El general romano se adentró con sus legiones en el Ponto después de atravesar pesadamente las llanuras de Capadocia. Pompeyo era un soldado experto y un gran estratega, incluso para los elevados parámetros de Roma. Pero donde más destacaba era en la administración. Mientras nuestro ejército vivía precariamente, dedicando la mitad del día a buscar alimento, regateando con los campesinos por unos granos de trigo enmohecido o cazando trabajosamente ciervos y antílopes en las montañas, los hombres de Pompeyo marchaban con los estómagos llenos. Cruzaron el Ponto seguidos de una enorme línea de abastecimiento que se extendía hasta su base en Cilicia y transportaba no solo la consabida galleta y el vino con el que los legionarios podrían sobrevivir varias semanas, sino agua, carretas con centenares de toneles y odres de agua obtenida de fuentes seguras, lo que los volvía inmunes a nuestras tentativas de perjudicarlos envenenando pozos o desviando arroyos. Era imposible romper su tren de abastecimiento, pues no podíamos concentrar suficientes hombres detrás de las líneas romanas para provocar una ruptura permanente. Peor aún, Pompeyo tenía la habilidad de absorber a nuestros aliados en su ejército sobornándolos o prometiéndoles seguridad, como había hecho con los piratas. Lenta y sistemáticamente, con una paciencia infinita, nos hacía retroceder por las montañas del interior en dirección a la flota romana concentrada en la costa del Ponto Euxino, o en dirección a Armenia, donde padre se resistía a abandonarse a la merced de Tigranes por segunda vez. Nuestras opciones menguaban día a día, y Pompeyo lo sabía. También nuestros soldados.
Oh, señor Aion, dios esquivo del tiempo infinito: lento no es el adjetivo que mejor describe el avance de Pompeyo. Su avance era desesperante. Jugaba con nosotros mientras retrocedíamos, reacio a correr el más mínimo riesgo, a entablar combate con nuestra infantería. Por mucho que lo intentábamos, no conseguíamos atraerlo hacia las emboscadas que planeábamos, pues sus legiones se negaban a salir de los campamentos fortificados hasta que retrocedíamos a la siguiente cadena de estribaciones. Su ejército cruzaba los ríos protegido por pelotones de infantería pesada, mientras que jinetes y arqueros mercenarios se desplegaban por las colinas que dominaban los vados para proteger el importantísimo tren de intendencia. En un momento dado tomamos una fortaleza de montaña inexpugnable, desde donde podíamos destruirlos con piedras y proyectiles lanzados desde los muros. Los romanos, en lugar de atacar, nos cercaron con trincheras, lejos del alcance de nuestras flechas, buscando nuestra rendición no a fuerza de matarnos de hambre, sino de aburrimiento con su sepulcral silencio, su absoluta inacción.
En dos ocasiones, en menos de dos semanas, envió Pompeyo heraldos bajo bandera blanca con la vieja propuesta de que padre entregara a los exiliados romanos y se declarara amigo de Roma, a cambio de lo cual se le permitiría gobernar su devastado reino en paz. En dos ocasiones despidió padre a los emisarios con una firme negativa. Al tercer intento, padre los hizo ejecutar. Cuando critiqué su decisión, respondió que era preferible violar la ley diplomática ejecutando a unos emisarios que la ley natural traicionando a hombres leales.
Resistimos cuarenta y cinco días agazapados en esa fortaleza pestilente. Nos veíamos obligados a comernos a nuestros animales de carga, e incluso perros y gatos que vivían en madrigueras debajo de los muros, pero padre nos prohibió sacrificar a los caballos. Entretanto, desde lo alto de los muros divisábamos la llegada incesante del tren de intendencia de Pompeyo, de rebaños de cabras y ganado para su sacrificio, de carretas repletas de vino. Un día, mientras observaba a mis tropas, reparé en rostros descarnados y labios agrietados por las diminutas raciones de agua fétida, por la carne de mula rancia y las galletas de trigo agusanado. Hasta Bituito, el enorme, musculoso e inmortal Bituito, empezaba a ofrecer un aspecto débil y envejecido, una vaga evocación de lo que había sido. Entonces supe que no podríamos aguantar mucho más.
La siguiente noche sin luna tomamos la funesta decisión. Levanté la vista hacia el cielo, con Papias y padre a mi lado.
—¿Qué estrella es esa que viaja por el cielo? —pregunté.
El viejo del lago Meotis habló sin vacilar.
—Sirio, próxima a las siete Pléyades. Todavía está alta.
—¿Las circunstancias son adecuadas para el sacrificio, viejo Papias? —preguntó padre con voz lúgubre.
El anciano contempló largo rato el cielo antes de contestar.
—Lo son, señor.
Padre cruzó el césped que rodeaba la torre del homenaje de la fortaleza, en la que nuestros soldados enfermos y heridos, mil doscientos en total, yacían pegados unos a otros en formación militar, como dos cohortes completas, como un ejército horizontal, dolorido y quejumbroso. Padre se detuvo delante del primer herido, contempló su cuerpo postrado y, a renglón seguido, se apoyó lentamente en una rodilla y retiró la manta que lo cubría. Un hedor dulzón, el olor de la muerte, nos abofeteó la cara. Al hombre le faltaba una pierna de rodilla para abajo como consecuencia de un flechazo romano en la espinilla dos semanas antes y de la sierra del cirujano del campamento. El tejido en torno a la herida se estaba descomponiendo y ofrecía el aspecto escamado y morado de la gangrena.
—Le quedan dos días de vida —musitó Papias, acercándose para examinar la pierna del soldado a la luz de una antorcha.
El herido contemplaba inexpresivo el cielo, aparentemente ajeno a nuestra presencia. Con un hondo suspiro, padre asintió brevemente con la cabeza, extrajo su daga y sin más preámbulo la deslizó rápida y eficazmente por la garganta del hombre. La cabeza cayó silenciosamente hacia un lado, los ojos todavía clavados en el cielo. Padre saltó por encima del cuerpo hasta el siguiente hombre, un póntico en el que reconocí a un explorador veterano. No le cubría manta alguna, pues el peso de la misma resultaba demasiado doloroso para la carne carbonizada del torso y los muslos, el resultado de un proyectil llameante lanzado desde una balista enemiga que había matado a varios de nuestros hombres. Este soldado había observado detenidamente nuestro proceder con el camarada tendido a su lado. Ahora, mientras padre se acercaba, cerró los ojos y alzó el mentón hacia las estrellas, exponiendo su garganta a la cuchilla en señal de aceptación de su sino. Padre posó una mano suave en el hombro del soldado, murmuró unas palabras de agradecimiento y lo envió a los dioses.
Establecida la pauta, veinte exiliados romanos elegidos a suertes procedieron, junto con padre, a rebanar rápida y sigilosamente las gargantas de los demás soldados postrados. Los que estaban conscientes y comprendían lo que estaba ocurriendo aguardaban su sino en silencio. Los soldados sanos, de pie, observaban la escena con resignación. No hubo protestas. No se hicieron comparaciones con el abandono por parte de Triario de sus muertos y heridos en Zela. La muerte rápida y silenciosa de nuestros mil doscientos heridos era preferible a la suerte que habrían corrido de haber sido capturados con vida por los romanos.
Una vez que padre hubo despachado al último herido, caminó hasta las gigantescas puertas que protegían la entrada de la fortaleza para unirse al pequeño grupo de oficiales pónticos y exiliados romanos que habían estado contemplando la lúgubre medida. Tenía el semblante serio, inexpresivo, pero la luz de las antorchas suspendidas de la piedra a nuestra espalda desvelaron gruesas lágrimas que caían por sus mejillas y se filtraban en la enmarañada barba. Padre se volvió hacia la muchedumbre de hombres que permanecía congregada detrás de él, aceptando sus acciones pero preguntándose por qué.
—«Es preferible morir como soldado —dijo suavemente, traduciendo el elegante griego de Eurípides al póntico de sus hombres—, pues morir debemos, y aunque el hombre que muere padece, a toda su familia cubre de orgullo y alabanzas».
Sin dar tiempo a que se generaran opiniones o recelos, miró a los soldados apostados en lo alto de los muros y asintió con la cabeza. Los hombres hicieron girar los cabestrantes y las puertas se abrieron con suavidad y sigilo sobre las bisagras cuidadosamente engrasadas.
Los dos mil soldados de la caballería póntica que quedaban cruzaron las puertas, seguidos en estrecha formación por los variopintos pero ferozmente resueltos soldados de infantería, con los exiliados romanos en cabeza. Todo el equipaje, todo el tesoro, todas las provisiones y armas de reserva quedaron atrás. Solo tendríamos una oportunidad de penetrar en las defensas enemigas y solo podíamos hacerlo si cada uno de nuestros hombres estaba en condiciones de luchar. Hasta el viejo Papias se armó animosamente con una espada y una daga. No podíamos prescindir de un solo hombre destinándolo a transportar material. Si nos derrotaban, esa carga carecería, en cualquier caso, de utilidad.
Pero por una vez Pompeyo, el meticuloso, el siempre vigilante Pompeyo, fue pillado con el taparrabos en los tobillos. Nuestra caballería atravesó la adormilada línea de centinelas romanos en un punto endeble que habíamos reconocido con antelación. La infantería cruzó las zanjas y trepó por las empalizadas que los romanos habían construido para evitar justamente eso, y antes de que la alarma llegara al cuartel general del estado mayor situado a cuatro estadios de distancia, Mitrídates y treinta mil soldados escuálidos habían desaparecido en la oscuridad, sembrando el desconcierto entre las legiones romanas y, a renglón seguido, el frenesí cuando echaron a correr no en pos de nosotros, sino hacia la fortaleza para incautarse del equipaje y el tesoro que habíamos dejado atrás. Mientras galopábamos en medio de la oscuridad, los vítores de las legiones nos siguieron durante estadios, y advertí que padre meneaba la cabeza al pensar en la estupidez y la avaricia de su enemigo, y quizá en sus propias perspectivas.
Habíamos llegado al final. Ante nosotros yacía el extenso río Éufrates que separaba el reino del Ponto de Armenia, donde terminaban los dominios de padre. Aquí, el río transcurre por un profundo desfiladero, con acantilados a ambos lados, y alrededor de una curva cerrada donde un largo afloramiento rocoso, como una península, desvía su curso. No existe un solo vado en docenas de estadios y hasta los barcos tendrían problemas para cruzar la rápida corriente. No fue una casualidad, sino un acto deliberado, llevar al ejército hasta el final de la estrecha península que se adentraba varios estadios en la curva del río. Desde aquí el ejército ya no tenía escapatoria. El desfiladero lo rodeaba por tres flancos, mientras que en el cuarto estaba el angosto y empinado camino por el que acabábamos de subir. En pocas horas esta última vía hacia la salvación quedó bloqueada por las resueltas legiones de Pompeyo, que acamparon justamente en su extremo. Solo un ejército podía salir victorioso de esta posición.
Esa noche padre destacó cuatro cohortes en la parte más estrecha de la península, bajo el mando de sus centuriones romanos, para bloquear el avance de Pompeyo. Al día siguiente, las tropas de asalto romanas lanzaron un feroz ataque. Al principio fueron repelidas, pero a medida que el día avanzaba y el calor y la tensión empezaban a hacer mella en nuestras hambrientas y debilitadas tropas, más difícil les resultaba a estas defender sus trincheras. Por la tarde comenzaron a llegar mensajes cada vez más apremiantes de nuestros asediados soldados, en los que pedían refuerzos. Padre no sabía qué hacer, pues, debido a la configuración del terreno, el frente de batalla era corto y compacto. No había espacio para desplegar un amplio contingente de tropas que apoyara a los dos mil hombres ya apostados allí.
—Debemos compensar con calidad la falta de espacio —dije.
Padre rechazó mi propuesta.
—Nuestros mejores soldados son los de caballería, pero el terreno es demasiado accidentado y el desfiladero demasiado estrecho para los caballos. No pueden maniobrar.
—Tienes razón, nuestros mejores soldados son los de caballería. Me los llevaré como refuerzo… sin los caballos.
Padre me miró fijamente y por primera vez en muchos días vi una chispa de esperanza en sus ojos. Nuestra caballería tenía los mejores arqueros y espadachines del ejército. Eran, sin duda alguna, los que podían hacer más daño con la fuerza más compacta.
—Llévate la caballería —gruñó—. Desmontada.
Con la llegada a pie de nuestros soldados de caballería el frente póntico logró resistir e incluso avanzar ligeramente desde su posición original mientras los romanos luchaban con igual dificultad, incapaces de superarnos en número a causa del accidentado terreno. Nuestros arqueros lograron incluso repeler a su excelente caballería gálata. Al caer el día los dos ejércitos llegaron a un empate y con el crepúsculo padre regresó cansinamente a su catre y los consuelos de su brava concubina Hipsicratia. Con la tensión sufrida durante el último cerco y la huida, sumada a las persistentes heridas, padre había estado pasando más tiempo a solas con su blanco y hermoso trofeo. Esta noche estaba agotado y concilió el sueño junto a ella casi al instante.
El desastre llegó poco después de anochecer, cuando la mano dirigente de padre no se hallaba en el lugar. Por lo que fui capaz de reconstruir mucho después, he aquí lo que sucedió:
La caballería mercenaria de los romanos detuvo finalmente su implacable carga en nuestra línea de defensa y utilizó lo que quedaba de luz para regresar por el accidentado terreno a su campamento. Nuestra caballería póntica desmontada, que había defendido ferozmente la posición durante toda la tarde, vio este repliegue como una oportunidad única para lanzar un golpe mortal a los gálatas. Nuestros jinetes, como es lógico, no podían atacar sin sus monturas. Así pues, deseoso de lanzar la ofensiva antes de que los confiados gálatas se hubieran puesto a salvo tras las líneas romanas, ordené a los pónticos que salieran de sus trincheras y regresaran a nuestro campamento para recoger los caballos.
En la creciente oscuridad, sin embargo, nuestros centinelas pónticos malinterpretaron esta acción. Al ver a nuestra caballería desmontada correr hacia el campamento sin orden ni concierto, y en la tensión del momento, solo pudieron suponer lo peor: que los romanos nos estaban pisando los talones. Los centinelas arrojaron sus armas y echaron a correr hacia el campamento como si la vida les fuera en ello.
En ese momento, los jinetes gálatas miraron atrás y se percataron de que algo extraño pasaba, pues las trincheras y terraplenes que habían estado atacando todo el día aparecían ahora desiertos. Regresaron de inmediato y al escuchar la agitación en nuestro campamento enviaron un mensaje urgente a Pompeyo. Incluso sin mensaje, el fragor del alboroto probablemente ya había alcanzado sus oídos. De hecho, los gritos de pánico y el revuelo del campamento póntico tenía que haber llegado por fuerza hasta Armenia. El cauto y pausado general romano no vaciló esta vez y las legiones formaron para lanzar una extraordinaria ofensiva nocturna.
No solo nos perjudicó nuestra estupidez, sino también los propios dioses. Cuando las legiones romanas alcanzaron nuestra empalizada, una luna llena se alzó justamente detrás de ellos, en el horizonte. La luna proyectaba luz suficiente para distinguir la silueta de un hombre, pero al estar tan baja, las sombras de las legiones romanas se alargaban y llegaban casi hasta nuestros muros. Eso dificultaba la tarea de los pocos arqueros pónticos que todavía permanecían en sus puestos de guardia, que no podían medir con precisión la distancia entre ellos y el enemigo. Haciendo mal sus cálculos, los arqueros dispararon sus flechas demasiado pronto y fallaron. Los romanos atravesaron nuestras trincheras y entraron en el campamento póntico, sin abandonar su acostumbrada parsimonia. Para cuando padre fue alertado, toda la resistencia póntica se había venido abajo. Tal como había ocurrido en Cabira, los romanos no estaban combatiendo con defensores sino con el caos de hombres en desbandada.
En medio de la carnicería y la devastación, en medio de la confusión y el pasmo, fuimos incapaces de reagrupar las tropas para crear una defensa. Saltando sobre su montura, padre gritó a quienes tenía cerca que le siguieran. Entre las sombras vi a otras figuras hacerse con un caballo, entre ellas un intrépido jinete póntico que saltó con toda su armadura sobre el lomo de un resplandeciente corcel blanco de la caballería romana, derribó al sorprendido tribuno de la silla y agarró las riendas para seguir al rey.
Formando una columna irregular de ochocientos jinetes, atravesamos al galope la frenética multitud de romanos y pónticos que combatían acuchillándose unos a otros. Salimos del campamento por donde acababan de entrar las tropas de Pompeyo, en dirección al pie de la península, el único camino que permitía salir a territorio abierto. Era una tarea imposible, y solo puedo creer que fue la confusión y el pánico del momento lo que nos instó a tenerla en cuenta. Tropezamos de lleno con el cuerpo principal de la infantería romana que llegaba de su propio campamento, y una lluvia de flechas diezmó nuestro exiguo contingente, matando a docenas de hombres y caballos y dispersándonos en todas direcciones. En el caos, padre y yo, junto con el escolta póntico, Bituito y otros, abandonamos el camino y nos alejamos de las legiones en la única dirección en que podíamos hacerlo: hacia el precipicio del desfiladero. Sin tiempo de pronunciar una oración o un grito, dirigimos los caballos hasta el precipicio y nos lanzamos al vacío.
¿De cuánto fue la caída? ¿De veinte brazos? ¿Cincuenta? ¿Cien? Quizá menos, pero pareció una eternidad y el impacto mató a varios jinetes de nuestro grupo, pues más tarde encontramos sus cuerpos, magullados y sin vida, cuatro estadios corriente abajo, en la misma playa de grava a la que nosotros llegamos resollando y escupiendo agua. Quienes habían conseguido aferrarse a sus caballos dentro del agua se salvaron. Los que se habían separado de sus monturas zozobraron bajo el peso de la armadura, así de sencillo. Al final, solo cuatro miembros de nuestro grupo más inmediato sobrevivieron: padre, Bituito, yo y el fiero soldado póntico que había robado el corcel romano. No fue hasta transcurrido un rato, cuando el soldado decidió que la coraza de bronce era demasiado incómoda y se la quitó para cabalgar con el torso al descubierto, que reparé en su identidad: la doncella de hielo Hipsicratia, la de la larga melena y los hombros de amazona. Al parecer, padre no lo había perdido todo.
De los treinta mil hombres del ejército póntico, los romanos mataron a una tercera parte durante el ataque al campamento. Los demás fueron capturados para ser vendidos como esclavos o se dispersaron en la oscuridad y fueron alcanzados por los resueltos jinetes gálatas. Algunos supervivientes llegaron a la fortaleza de Sinora, a tres días de marcha en dirección norte. Nuestro reducido grupo también se refugió allí, para asombro del anciano jefe y la diminuta guarnición póntica que defendía la fortaleza. Los romanos, creyendo probablemente que habíamos perecido al caer por el precipicio, no fueron tras nosotros, de modo que pudimos recuperarnos y evaluar la situación durante un tiempo. A lo largo de las siguientes dos semanas fueron llegando otros supervivientes e incluso algunos escuadrones de caballería, además de una cohorte y media de exiliados romanos dirigida por el ingenioso tribuno Marcelo. Eso sumaba tres mil hombres, la mayoría malheridos y hambrientos.
Padre, exhausto y dolorido, me ordenó cruzar la frontera con Armenia para evaluar la buena voluntad del rey Tigranes y determinar si estaba dispuesto a darnos nuevamente refugio, como había hecho cinco años atrás. No tuve que viajar mucho para conocer la respuesta. En cuanto desembarqué del transbordador que cruzaba el Éufrates, fui recibido por una delegación de patriarcas armenios. Al parecer, los agentes de Pompeyo habían hecho una visita al Gran Rey, por si acaso Mitrídates había sobrevivido y tenía la tentación de solicitar asilo en Armenia. Desgraciadamente, dijeron los patriarcas, los armenios no podían ofrecernos su hospitalidad. De hecho, lo mejor sería que yo abandonara el territorio cuanto antes.
Tigranes había puesto un precio de mil talentos a la cabeza de Mitrídates. Armenia no iba a ser nuestro refugio.