AUNQUE PADRE SE RECUPERÓ con rapidez, los romanos aprovecharon este respiro y en menos de dos semanas el general Triario, comandante de las fuerzas de Roma en Asia, ya había recibido noticias del apuro en que se encontraba Fabio y acudido en su ayuda con dos legiones. Después de atravesar nuestro cerco mientras padre permanecía débil e incapaz de cohesionar sus tropas, Triario unió sus hombres a los de Fabio y asumió el mando de todo el ejército. Los romanos eran ahora lo bastante fuertes para abrirse paso entre nuestras líneas y avanzar por campo abierto hasta la costa y la salvación, lo que comenzaron a hacer en dirección sudoeste.
Mientras los romanos retrocedían, padre los siguió a una distancia prudente con nuestro ejército, que no paraba de crecer. No confiaba demasiado en la capacidad de este para lanzar una ofensiva en masa, pero, así y todo, buscaba la oportunidad de hacerlo. Insistía en cabalgar sin ayuda, lo que prefería a caminar, pues la rodilla lesa le dolía terriblemente. Se paseaba a caballo entre sus soldados, alineando sus posiciones, implicándolos en ejercicios y prácticas durante la marcha e intercambiando bromas.
Con los días fue recuperando fuerzas y adquiriendo, al mismo tiempo, un aspecto cada vez más espantoso. Cuando miraba a los hombres con su ojo sano desde lo alto de su enorme corcel de batalla, la imagen aterraba a quienes no le habían conocido antes, la melena ahora blanca como la nieve, con una espesa barba entrecana que le cubría casi toda la cara, salvo la larga cicatriz que descendía desde la oreja hasta el mentón por la mandíbula derecha que atravesara la jabalina. La rosada línea, que aunque todavía fresca estaba cicatrizando con rapidez gracias a los ungüentos de Papias, brillaba como un gusano. Aunque padre todavía semejaba un dios, ahora recordaba más al viejo Zeus o a Poseidón que a Apolo. No había criado la papada ni los carrillos flácidos de los romanos. Conservaba su mandíbula firme, su nariz aguileña y su mirada penetrante e inteligente. Por el lado izquierdo, era un monarca regio y majestuoso. Por el derecho, los hombres se estremecían de aversión al contemplar la mueca contrahecha que había adoptado el rostro, una caricatura horripilante de lo que había sido, más perturbadora aún por pertenecer a la misma persona del bello perfil izquierdo. Su rostro se había convertido en una máscara inquietante, en comedia y tragedia, una cara sonriente, la otra retorcida. Pero en padre, la comedia y la tragedia eran visibles simultáneamente, su vida entera se reflejaba ostensiblemente en su rostro para que el mundo la viera.
Triario retrocedía y Mitrídates avanzaba, jugando al gato y el ratón sin que ni uno ni otro realizara una maniobra decisiva, hasta que la política romana volvió a jugar a nuestro favor.
Un capitán de caballería romano, herido de muerte por una flecha clavada en la espina dorsal en una escaramuza contra una pequeña compañía de exploradores pónticos, fue trasladado al campamento para ser interrogado antes de que pereciera. Cuando le preguntamos por las intenciones de Triario, el hombre se rio en nuestra cara.
—El general Triario os destruirá antes de que Lucio Lúculo lo consiga, algo que hubiera debido hacer cinco años atrás.
Al escuchar las sorprendentes palabras, los interrogadores me convocaron rápidamente junto al lecho del soldado.
—¿Lúculo? —pregunté—. ¿Qué hay de Lúculo?
El romano, semilúcido, no juzgó necesario ocultar la estrategia de su general.
—Lúculo ha emprendido regreso a Roma. Llegará con sus tropas al Ponto dentro de dos semanas y Triario le hará entrega de la cabeza de tu patético rey antes de que el mismo Lúculo la consiga.
No pudimos sonsacarle más información, de modo que ordené que acabaran con su sufrimiento y trasladé la extraña noticia al rey.
Extraña, digo, porque con nuestra red de espías entre los jefes, mercaderes y pastores, no hay duda de que habríamos estado al corriente, con varias semanas de antelación, de cualquier incursión de un ejército del tamaño del de Lúculo. Tigranes no habría permitido que los romanos atravesaran Armenia sin habernos informado de ello, aunque solo fuera para solicitar nuestra ayuda. Los piratas habrían reparado en cualquier desembarco de una flota romana que se hubiera producido en Cilicia y nos lo habrían comunicado, y aunque Lúculo pretendiera realmente desembarcar con sus legiones de veteranos rebeldes a la espera de su prima de jubilación, no estaba en condiciones de realizar una arriesgada marcha por el interior póntico. Después de que padre y sus consejeros debatieran el asunto hasta la madrugada, llegamos a la conclusión lógica de que Lúculo y su ejército no se hallaban en las inmediaciones.
Padre se permitió una sonrisa con sus contrahechos labios.
—Habría sido mejor noticia —concluyó— que Lúculo hubiera estado cerca.
Rio, mas nadie le secundó, pues no entendíamos de qué estaba hablando.
—¡Piensa como un romano! —me espetó, la voz todavía áspera por los juncos de Papias—. Te enseñé latín para que pudieras comprender su habla. Te enseñé a combatir para que pudieras entender sus armas y tácticas. Pero te perdiste la lección más importante. ¡Si no puedes meterte en su cerebro, no podrás vencerlos!
—¿Meterme en su cerebro? —pregunté—. ¿Qué debo encontrar en él? Triario cree que pronto recibirá refuerzos, de modo que lo único que tiene que hacer es mantenerse agazapado y esperar. Nosotros, entretanto, podemos cortar sus líneas de comunicación y abastecimiento hasta que el hambre…
—¡No! —bramó padre, y advertí que, si bien había recuperado la salud, había perdido la paciencia, como si la herida hubiese sido para él la primera señal de su mortalidad y tuviera prisa por conseguir el máximo posible mientras todavía estuviera a tiempo. Mi estupidez, por tanto, era un obstáculo para sus planes.
—Piensa como un comandante romano. ¡Piensa, Farnaces! Si Tr iario ansía la oportunidad de alcanzar la gloria, de obtener un ascenso o un triunfo en Roma, tiene que derrotarme aquí y ahora, antes de que llegue Lúculo. En cuanto Lúculo esté aquí, Triario pasará a ser un mero subordinado. No puede agazaparse y esperar. ¡Debe atacar ya!
—Pero Lúculo no viene hacia aquí… —repuse.
—Cierto, pero eso Triario no lo sabe. Está actuando guiado por una información falsa. O quizá sepa que Lúculo no ronda por la región pero desea que yo sí lo crea, de modo que infiltró ese bulo entre sus hombres, sabedor de que el rumor llegaría a mis oídos, y así ha sido.
La cabeza me daba vueltas.
—¿Por qué iba a querer que pienses que Lúculo está en camino? O si realmente está en camino, ¿por qué querría Triario que lo supieras?
Padre lanzó un hondo suspiro.
—Ahora debes salir del cerebro del romano, si es que en algún momento te metiste, e introducirte en el mío, en la cabeza del comandante del ejército póntico. Si yo creyera que Lúculo viene hacia aquí, lo cual no creo, ¿qué haría?
—Dividir tu ejército, naturalmente. Enviar un escuadrón de caballería pesada para hostigar a Lúculo durante su avance y dejar el resto aquí, para asediar a Triario.
—Exacto. No eres tan duro de entendederas como parece a veces.
—Entonces —empezaba a ver las cosas claras—, entonces Triario vería que nuestro ejército había quedado reducido a la mitad y aprovecharía la oportunidad para atacarnos. Independientemente de que Lúculo esté o no en camino y de que Triario lo crea o no, ¡quiere que tú lo creas para que dividas tu ejército y pueda derrotarnos!
—Lo has comprendido, general —dijo padre, y volvió hacia mí el lado izquierdo de su rostro, riendo con la mitad buena de su boca y con el ojo sano, mientras el resto de la cara permanecía en la sombra—, y le daremos la satisfacción de saber que su rumor sobre Lúculo alcanzó nuestros oídos.
Al día siguiente, padre separó cinco mil soldados de caballería y partí con ellos hacia el sudeste, aparentemente para interceptar el avance de Lúculo. Triario aguardó un día entero para asegurarse de que se creaba una buena distancia entre el rey y sus jinetes pónticos. Luego, en una llanura dominada por una escarpada fortaleza conocida como Zela, lugar que yo conocería bien años más tarde, Triario se dio la vuelta como un perro acorralado y atacó.
Habiendo previsto justamente eso, padre estuvo a la altura de las circunstancias e hizo que sus hombres avanzaran por el camino, con la armadura puesta y las armas a punto, de forma ordenada y uniforme en lugar de atropellada e irregular, como era su costumbre. Cuando él y la infantería salieron del profundo valle a la árida planicie de Zela, los exploradores ya le habían informado de las trincheras que los romanos habían cavado aprisa y corriendo una o dos horas antes, mientras aguardaban nuestra llegada. Marcelo se puso al mando de la media legión de exiliados romanos y de lo que quedaba de la caballería al tiempo que padre dirigía personalmente la cohorte de veteranos armenios hacia la vanguardia del ejército. Sin detenerse siquiera a agrupar las tropas o a negociar el lugar con los heraldos del enemigo, lanzó el grito de guerra y se abalanzó sobre las legiones de Triario.
Padre luchó todo el día en primera línea, a lomos de su corcel, mientras la cohorte bajo su mando encabezaba las tentativas de hacer retroceder a Triario hacia el fortín que los romanos habían construido en el otro extremo de la llanura. El enemigo resistió valientemente, hasta que del cañón que se extendía a los pies de la fortaleza, por el flanco derecho romano, sonó una corneta y aparecí con los cinco mil soldados de caballería que habíamos separado el día anterior del resto del ejército y los conduje por el terreno desguarnecido hacia el ala derecha romana. Los legionarios estaban demasiado atónitos incluso para huir, y centenares de ellos fueron simplemente pisoteados por los cascos de los jinetes tribales o sus cráneos fueron partidos por las violentas espadas curvas. Los supervivientes finalmente recuperaron cierto orden y retrocedieron hacia su campamento, tropezando con las enlodadas trincheras que ellos mismos habían cavado, convertidas ahora en su mayor obstáculo para ponerse a salvo del ejército póntico.
Durante la desbandada, reparé en la satisfacción que le producía a padre ver a legionarios romanos regulares, no tropas auxiliares bitinias ni mercenarios calcedonios, sino auténticos soldados romanos con sus uniformes de gala, arrojando sus escudos y huyendo sin orden ni concierto. Padre saboreó la escena mientras cabalgaba entre sus soldados de infantería en dirección a los muros desguarnecidos del campamento romano.
Cumplida mi misión y teniendo a mi caballería arrollando a los legionarios rezagados, me separé de ella y fui en pos de padre para felicitarle. Lo encontré erguido en su silla de montar, sin otra señal de sus heridas casi mortales que la extraña forma del casco, del que había extraído la protección derecha para dar cabida a la hinchazón que todavía sufría en esa mejilla. Trotando a su lado iba su guardia personal de exiliados romanos, con el uniforme y la panoplia que todavía conservaban después de tantos años de servicio al rey.
De pronto advertí que un centurión enemigo trataba de levantarse después de que padre y sus guardias le hubieran arrollado creyéndole muerto. El hombre estaba muy malherido, pues tenía problemas para ponerse en pie, pero finalmente lo consiguió, mostrando un uniforme y una armadura casi idénticas a las de los escoltas exiliados de padre. Tras el desconcierto inicial, cayó en la cuenta de que el rey póntico acababa de pasarle por encima y que ahora él se hallaba, de hecho, detrás de las líneas enemigas, separado de su unidad, que había huido hasta las empalizadas o perecido.
Me disponía a darle de lado y encomendar su captura a las tropas auxiliares y los que vivían del campamento que habían quedado atrás cuando advertí que el hombre clavaba la mirada en la espalda de padre, encorvaba los hombros y echaba a correr hacia la escolta de exiliados.
De repente, cruzando mi mente como un relámpago, caí en la cuenta del inminente peligro. Con un poderoso grito, hundí los talones en los flancos de mi montura y emprendí el galope en dirección al rey, luchando por abrirme paso entre el caos y la turba de hombres que tenía delante y que al verme se apresuraba a huir de mi fusta y de los cascos de mi caballo.
Era demasiado tarde. Sin apartar la vista del centurión malherido, observé horrorizado cómo daba alcance a los escoltas romanos, se acomodaba a su ritmo y llegaba hasta la montura de padre, tratando de disimular su cojera y dejando una estela de sangre a su paso.
—¡Apresad al centurión! —grité cuando finalmente llegué a una distancia desde la que padre y los guardias podían oírme—. ¡Apresad al romano!
Padre me miró con una mezcla de orgullo y desconcierto. También sus hombres se volvieron, sorprendidos por mi repentina aparición gritando que apresaran a uno de los suyos. Únicamente un hombre comprendía mis palabras, únicamente un hombre conocía sus malvadas intenciones. Al ver que me disponía a darle caza, el centurión desenvainó rápidamente su espada corta, la alzó por encima de su cabeza y embistió con toda la fuerza que le quedaba la parte más cercana que tenía de padre desde su posición: el enorme y desprotegido muslo.
Padre aulló de dolor y su caballo, asustado y aturdido, se alzó sobre las patas traseras y pateó frenéticamente el aire con las delanteras antes de volver al suelo. Sorteé a los guardias que todavía ignoraban lo ocurrido y, con un único golpe de espada, rebané el cuello del centurión, del que brotó un chorro de sangre caliente que roció la grupa del caballo de padre. La cabeza rodó bajo los pies de la infantería mientras el cuerpo caía al suelo, el puño todavía aferrado a la espada.
La herida de padre era terrible, un tajo que le atravesaba la fibra y el músculo del muslo hasta el hueso. Durante un instante permaneció abierta, el blanco fémur expuesto entre dos paredes de carne roja, tan parecido a un buey sacrificado que sentí un escalofrío. Durante un instante la herida se negó incluso a sangrar, y padre la contempló consternado, hasta que de la arteria cercenada empezó a brotar sangre a borbotones, y se puso pálido. Ahuyenté a mi montura y eché a correr en medio del lodo y el estiércol que cubría el campo de batalla. También padre desmontó, tambaleándose sobre su pierna ilesa o, mejor dicho, sobre la pierna con la herida menos reciente, y cuando depositó todo el peso de su cuerpo en la rodilla todavía entablillada que tanto se había esmerado en proteger, su rostro se retorció de dolor. Una docena de hombres corrió a socorrerle y contener la sangre. Padre se quitó el casco, puso los ojos en blanco y perdió el conocimiento.
Tal como había ocurrido con anterioridad, en cuanto el rey cayó la noticia se extendió rápidamente por todo el ejército y la ofensiva se detuvo, permitiendo a los rezagados romanos arrastrarse sin problemas hasta las empalizadas.
Un escolta de padre improvisó un torniquete para frenar la hemorragia y a los pocos instantes padre despertó de su desvanecimiento. Al principio estaba atontado, pero cuando recuperó todos sus sentidos y reconoció las caras inquietas que le observaban desde arriba, se puso furioso.
—Levantadme —gruñó—, levantadme para que los hombres vean que estoy vivo.
Bituito protestó enérgicamente, mas yo comprendí de inmediato lo que padre pretendía. Del mismo modo que Alejandro, tras caer herido en India, se mostró ante sus tropas para aplacar sus miedos, padre quiso impedir que sus hombres sabotearan una victoria segura al temer por su vida.
—¡Levantadle! —ordené, agarrando a padre por un hombro. Bituito, tras un breve titubeo, procedió a ayudarme.
La cabeza de padre cayó hacia atrás como consecuencia de otro desvanecimiento, y soporté su peso sobre mi hombro hasta que despertó.
—¡Reanudad el ataque! —carraspeó, débil por la pérdida de tanta sangre, una cantidad que seguro habría matado a un hombre normal, y quizá a un caballo o a un oso—. ¡Están huyendo! ¡Destruid a los romanos!
Marcelo llegó velozmente a lomos de su caballo, el rostro encendido por la vehemencia de la carga que acababa de dirigir y por la rabia de ver al rey herido.
—¡Príncipe! ¡Príncipe Farnaces! —gritó.
Me volví, irritado, hacia él.
—¡Ahora no, tribuno! ¿No ves que el rey está malherido?
Saltó de su caballo, corrió hasta nosotros y me agarró del hombro. Me dispuse a golpearle con el brazo que me quedaba libre, pero la seriedad de su rostro me detuvo.
—Príncipe Farnaces, ¿estás loco? ¡El ejército no puede detenerse ahora! ¡Perderemos todo lo que hemos ganado! Deja al rey en manos de los médicos. ¡Debes tomar el mando de inmediato o la caída del rey habrá sido en vano!
Le miré fijamente, muy quieto, como en trance. ¿Tomar el mando del ejército? ¿Con padre todavía vivo? ¿Cómo iba a traicionarle…?
—¡Reacciona, príncipe Farnaces! ¡Los hombres esperan!
Saliendo bruscamente de mi ensimismamiento, asentí y dejé a padre a cargo de los guardias. Salté sobre el caballo que tenía más cerca y blandí la espada por encima de mi cabeza en un amplio círculo, como un banderín, para atraer la atención de los centuriones y comandantes que se habían acercado al lugar del intento de asesinato.
—¡El rey vive y gobierna! —grité, y cuando la noticia alcanzó a las preocupadas tropas que se iban congregando, estalló una ovación—. ¡El rey vive y gobierna! —repetí, y esta vez el clamor provocado por mis palabras estuvo a punto de derribarme, tal fue el impacto que la noticia tuvo en los hombres.
Atónito ante tanto fervor, proseguí con la arenga.
—¡El rey vive y su deseo es que los romanos sean destruidos hoy! —bramé—. ¡Eliminaremos a los romanos de la faz de Asia! ¡Reanudad el ataque!
Con un rugido sobrecogedor, los hombres regresaron rápidamente a sus unidades para formar de nuevo y avanzaron hacia las empalizadas que se elevaban a tan solo doscientos pasos de nosotros. Al volverme para buscar a Marcelo y ordenarle que reanudara la carga con los exiliados romanos, divisé a padre de nuevo sobre un caballo, pálido y demacrado. Me clavó una mirada severa y penetrante. De repente me vino a la memoria mi enfrentamiento con él tras la batalla del Halis, cuando asumí por primera vez el mando del escuadrón de caballería de Gordios.
—Ordené a las tropas que reanudaran la ofensiva —le dije con naturalidad, ignorando cuánto había escuchado de mi arenga y si estaba completamente lúcido.
Asintió secamente.
—Lo sé —repuso, tambaleándose sobre la montura—, y has vuelto a asumir el mando sin mi autorización.
¡Seguía dudando! Aquello fue el colmo. Estallé de ira a pesar de que el viejo apenas podía sostenerse del dolor y la pérdida de sangre.
—¡Sin tu autorización! ¡Tú mismo, ya malherido, ordenaste a los hombres que continuaran el ataque! —grité—. ¿Qué quieres de mí? ¿Soy un general o solo tu portavoz? ¿Vas a acusarme de amotinamiento cada vez que aplico una táctica? ¿Acaso eres un dios inmortal que lo sabe y lo ve todo?
Me miró fijamente, exhausto, y guardé silencio. Un cirujano militar, Timoteo, corrió hasta nosotros, horrorizado de que padre hubiera conseguido subir a su caballo, y agarró las riendas. Padre lo ahuyentó.
—Hiciste bien, Farnaces —dijo, su voz apenas un susurro a causa de la fatiga, mas la mirada todavía encendida—. Pero no olvides cuál es tu puesto. ¡No lo olvides! Todavía no estoy muerto.
Suspiré y sacudí la cabeza, harto de que después de tantos años de leal servicio todavía dudara de mis intenciones.
—Y yo celebro que así sea —repliqué con solemnidad.
Me observó detenidamente.
—Lo dices como si realmente lo sintieras.
—Porque lo siento. Pero Triario tampoco está muerto aún y debemos ocuparnos de ello.
—Triario no sobrevivirá esta noche —contestó padre—, ni Roma este año.
Mas Roma sí sobrevivió el año y Triario la noche, aunque solo su conciencia, si la tiene, sabe si fue capaz de vivir consigo mismo tras su conducta, pues al ver que sus hombres huían en desbandada, reunió a sus soldados ilesos y huyó a refugiarse a la Capadocia controlada por los romanos. Al hacer eso, cometió un acto impensable, imperdonable: dejó atrás siete mil cadáveres romanos con sus espíritus rondando infelizmente entre las mandíbulas de los cráneos no sepultados. El pérfido comportamiento de Triario nos repugnó y hasta empañó la alegría que nos producía la captura del equipaje, el tesoro y las provisiones romanas que el pánico les había hecho dejar atrás. Únicamente lamentábamos no haber destruido por completo al ejército romano, lo que habríamos conseguido si no hubiéramos vacilado, preocupados por las heridas del rey. Entre los muertos había veinticuatro tribunos y ciento cincuenta centuriones, una elevada proporción del mando del ejército romano y prueba de que la desmoralización de las legiones era total, pues los soldados habían huido del campo de batalla dejando a sus oficiales luchando y pereciendo.
Poco después de la batalla recibimos de los mercaderes griegos la noticia de que Lúculo había regresado finalmente a Roma y recibido su triunfo. Su escolta ceremonial fue escasa, mil quinientos legionarios enfermos y heridos, los únicos que no habían partido a sus tierras, obtenidas con la jubilación, o no se habían incorporado a las fuerzas de Pompeyo. Así y todo, Lúculo compensaba con creces la falta de hombres con su sorprendente riqueza, toda ella saqueada al Ponto y Armenia.
Además de miles y miles de armaduras vacías de catafractos armenios fallecidos, que Lúculo colocó en fantasmagóricas hileras en medio del Circo Flaminio, su tesoro comprendía los espolones de cien barcos de guerra pónticos apresados; diez carros falcados; una estatua de oro macizo, tamaño natural, del rey Mitrídates; veinte literas repletas de objetos chapados en plata, cada una transportada por ocho esclavos, y otras treinta y dos con objetos chapados en oro; cincuenta y seis mulas cargadas con lingotes de plata y otras ciento siete con monedas de igual metal. Todo ello fue depositado frente a la escalinata del Capitolio, como donación al pueblo romano y a las deidades guardianas Júpiter, Juno y Minerva. Cada soldado de las campañas del este recibió la extraordinaria suma de novecientos cincuenta dracmas de plata. Tras el desfile triunfal, Lúculo auspició una espléndida celebración con la que agasajó a toda la ciudad y a los pueblos y aldeas circundantes.
Así finalizó su carrera, como una de esas antiguas comedias baratas que tienen un comienzo tedioso pero terminan con una gran carcajada, pues su vida, en sus comienzos, había estado marcada por pertinaces campañas y el ejercicio de la autoridad, y sus últimos años, por festines y banquetes, obras de teatro y danzas con antorchas, y otras frivolidades. Lúculo había pasado de su categoría de soldado raso en la legión a ser el hombre más rico y popular de Roma.
Al parecer, durante la celebración triunfal un senador tuvo la osadía de señalar públicamente que un año antes Lúculo había enviado un despacho oficial a Roma donde alardeaba de haber conquistado para siempre el Ponto y neutralizado a Mitrídates. Cuentan que, ante esta acusación, Lúculo simplemente se encogió de hombros y dijo que, en aquel entonces, había sido verdad.
Pero ahora Roma tenía que reconquistar el Ponto desde cero.