PERFILADA SU SILUETA contra el cielo crepuscular de esa fría mañana, a la cabeza de sus sigilosas tropas, padre, más que un mortal, semejaba un titán salido de su negra guarida en la montaña de hierro. La espesa melena sobre los hombros brillaba como el acero pulido y los meses de viaje le habían quemado la piel hasta conferirle la pátina del duramen o el brillo de los rescoldos de la fragua de Hefesto. Sus ojos aparecían nublados bajo la pesada frente, pero los labios delataban una tenue sonrisa, la confianza plena que sentía cuando observaba a sus hombres. El caballo no iba acorazado como el de un héroe griego, sino pintado con vivas espirales, a la manera de los jinetes persas del Ponto, diseños bárbaros pensados para infundir miedo en el corazón del enemigo por lo extraños que eran. La fuerza de padre nacía en las profundidades de su ser y se abría paso a través de los tensos músculos de la espalda y los hombros, de las venas de las manos que apretaban la jabalina de fresno. En la calma y el silencio previos a la batalla los hombres parecían obtener coraje de su fuerza, irguiendo los hombros y creciendo ante mis ojos, mientras padre recorría las primeras filas, aguardando el momento óptimo para lanzar la ofensiva.
Justo en el instante en que los primeros rayos de sol asomaban por el horizonte a nuestra espalda, iluminando con una luz cegadora a los centinelas romanos apostados en la empalizada, hizo un asentimiento de cabeza. Dejando escapar un grito feroz, los hombres emergieron del bosquecillo donde habían permanecido agazapados, con padre en cabeza a lomos de su imponente corcel.
Desconcertados, los romanos abandonaron apresuradamente sus mantas para ocupar sus posiciones de combate, olvidando en las tiendas la coraza y la mitad de sus armas. Fabio, pese a su asombro, no ordenó a los legionarios que se escondieran como cobardes tras las infernales trincheras y empalizadas, sino que los condujo hasta el frente de su campamento en formación romana, animado, sin duda alguna, por el hecho de que nuestros hombres apenas superaran en número a los suyos. Mas los dioses, ese día, apoyaron a los justos.
La batalla duró un día entero. Padre perdió dos monturas por sendos disparos y finalmente optó por combatir a pie, bramando con su voz diabólica y desafiando al enemigo a luchar cuerpo a cuerpo. Los pónticos y armenios lidiaban inspirados por la vasta silueta de padre visible a través del polvo. Poco a poco, los romanos fueron retrocediendo. Al caer la noche Fabio comprendió que había sido vencido. Entretanto, la noticia sobre la campaña de Mitrídates se había propagado como el fuego por toda la región y miles de voluntarios llegaron de las montañas para ayudarnos. Fabio ordenó a sus hombres que retrocedieran hasta las fortificaciones.
Cuando los exploradores armenios procedieron a recorrer los bosquecillos y campos para reducir a los rezagados romanos que se habían separado del cuerpo principal, la situación de Fabio se hizo desesperada. Su campamento era sólido, pero estaba cercado y los prisioneros nos contaron que disponía de pocas provisiones para soportar un sitio. Fabio tendría que atacar, intentar abrir una brecha en nuestras líneas antes de que nuestro ejército recibiera más refuerzos, y tendría que hacerlo, con sus hombres exhaustos y heridos, al día siguiente.
Pero al día siguiente, para nuestro estupor, las líneas romanas se habían duplicado. Llevado por la desesperación, Fabio había recurrido a una medida sin precedentes en la historia romana: había liberado a los esclavos de su campamento y los había armado y repartido por las líneas de combate, entre sus expertos legionarios. Cuando padre vio a los romanos blandir sus espadas y jabalinas como si fueran garrotes pensó que los legionarios habían ahogado sus penas en demasiado vino la noche anterior, pero al comprender que eran cocineros y mozos, estalló en carcajadas.
—¡Caramba, Fabio! —gritó burlonamente cuando las líneas romanas se encontraban con nuestros soldados armenios y pónticos—. ¿Qué clase de soldados me traes? ¿Acaso son ya los saturnales?
Pese al fragor de la batalla, en las filas pónticas pudo oírse un estallido de risotadas provocado por la burlona referencia al festival romano en que los esclavos se ponen las ropas de sus amos y se invierten los papeles. Al otro lado del campo, Fabio se tensó visiblemente pero rehusó mirarnos.
Una vez más, los romanos se vieron obligados a retroceder. La formación se rompió y la batalla degeneró en una desbandada. Marmitones y mozos trepaban aterrorizados por los terraplenes para refugiarse detrás de las empalizadas, seguidos desde no muy lejos de los legionarios, que corrían dando trompicones y tropezando entre sí. Durante nuestra ofensiva, el caballo de Bituito, herido en un ojo por una flecha enemiga, rodó sobre el lomo y arrojó a su jinete al suelo. Mientras el galo se ponía en pie, un enorme legionario se le echó encima y le asestó un golpe con la espada que le partió el escudo en dos y le tiró al suelo. No había duda de que el hombre era un campeón dentro de su cohorte. Bituito, no obstante, saltó como un gato antes de que el romano recuperara el equilibrio y le clavó la espada, hasta la empuñadura, en la ingle, justo por debajo de la malla. El hombre, destripado, se puso rígido y luego se dobló de dolor, agarrando la cuchilla de Bituito como si quisiera arrancarla de su cuerpo con sus propias manos. Bituito le colocó un pie en el muslo y extrajo la espada, empujando desdeñosamente al hombre contra el suelo fangoso y blasfemando al comprobar que la hoja se había quebrado y había quedado incrustada en el cuerpo del romano.
Cabalgué hasta él, derribando por el camino a otro agresor que había saltado sobre mi caballo.
—¡Buen trabajo, Bituito! —grité por encima del fragor de la batalla mientras le lanzaba mi espada curva y él se agachaba para recoger el escudo del romano—. ¿Cómo perdiste el dedo, viejo hombre?
Bituito sonrió a través del barro y la sangre que le cubrían la cara y me saludó con la mano mutilada que me había fascinado desde niño.
—¡Se me resbaló el cuchillo cuando le arrancaba la cabellera a un romano! —gritó a su vez.
Padre dirigió la última carga póntica a pie, empuñando un escudo romano que también él había recogido del suelo, blandiendo una espada ensangrentada y rodeado de su escolta de exiliados romanos, yo, todavía sobre mi montura, me disponía a regresar a los flancos para dirigir una carga de la caballería armenia cuando vi algo que me dejó paralizado.
Justo en el instante en que padre y sus hombres llegaban a las empalizadas, cuyas puertas estaban abiertas para dejar pasar a los legionarios, los defensores empezaron a lanzar piedras y flechas desde las atalayas. Las tropas pónticas alzaron sus escudos y siguieron avanzando, interceptando a los romanos antes de que llegaran al fortín. Padre levantó su escudo para protegerse el rostro de los proyectiles, pero, dado su gran tamaño, el escudo romano no conseguía cubrirle los hombros o la mitad inferior del cuerpo, yo le estaba observando cuando un afilado proyectil como los que empleaban los cretenses, largo y ancho como un pulgar, aterrizó en su escudo, dentándolo seriamente, y otro le remachó la hombrera, pero padre se sacudió el proyectil como si se tratara de un insecto. Siguió avanzando con la espada en alto y lanzando gritos de ánimo a sus hombres. Las piedras, entretanto, volaban a su alrededor, evitando su cara, como si contara con la protección de los dioses. Con el reflejo cegador del sol crepuscular sobre el baño dorado de su armadura, parecía enteramente un dios, el mismísimo Apolo, ¡el dios del Sol! Su avance hacia las fauces de la mortífera descarga era fascinante, pero no podía durar mucho más. Los lanzadores habían reconocido al rey póntico y ahora todos los defensores del fortín estaban dirigiendo sus proyectiles a un solo hombre y al desvencijado escudo que se esforzaba por sostener frente a la cara.
De repente, un proyectil de plomo lanzado por una honda bien empuñada le horadó la rodilla con una explosión de sangre. La pierna flaqueó y padre, contraído el rostro por el dolor, cayó al suelo y rodó sobre su espalda para poder agarrarse la rodilla con una mano mientras con la otra alzaba los restos de su escudo a fin de protegerse de los feroces proyectiles.
Giré con mi montura y corrí a socorrerle. Llevados por el impulso, los hombres que seguían a su rey saltaban sobre él, sin percatarse de su situación hasta que ya lo tenían prácticamente debajo. Los romanos de la atalaya, no obstante, le habían visto caer, habían visto las vastas dimensiones del hombre al que habían derribado, y no dudaron ni un solo instante de su identidad. A partir de ese momento, concentraron todos sus lanzamientos en ese cuerpo que se retorcía de dolor. Docenas de piedras, flechas y lanzas le acribillaban el escudo, partiéndolo y desintegrándolo mientras padre rodaba y trataba de levantarse. La escolta romana del rey había reparado para entonces en su caída y acudió en su ayuda. Mientras tres soldados le protegían con sus escudos, el resto procedió a arrojar sus lanzas contra los defensores de la atalaya. Los romanos titubearon ante el violento ataque y se refugiaron detrás de sus escudos, y el ritmo de la lucha decayó bruscamente. Tendido en el fango, presa de un dolor atroz, padre se apartó los pedazos de roble del que fuera su escudo romano y, en ese momento, la jabalina le golpeó.
No vi quién la había lanzado, aunque estaba seguro de que había sido uno de los resueltos defensores de la atalaya. Bituito me contó después que fue un fornido veterano al que él luego horadó la garganta con un poderoso lanzamiento de su propia lanza que lo aplastó contra la pared de la atalaya. Mas poco importa eso ahora. La jabalina romana atravesó el aire silbando por su repentina liberación de los dedos del lanzador, dando la impresión de que sorteaba a los escoltas de padre. Zumbando como un avispón a través de los diminutos huecos que estos habían dejado entre sus escudos, el proyectil, de cuatro pies de largo y con una punta de hierro lanzado desde una distancia corta, se clavó en la boca de padre. La cabeza golpeó fuertemente el suelo y salpicó de sangre y tejido los pies de los horrorizados guardias que le rodeaban.
En ese momento estalló un clamor simultáneo, arriba los vítores de los defensores de la atalaya, abajo los gritos de rabia de los guardias de padre. Las tropas de asalto pónticas, ajenas en su mayoría a lo ocurrido, oyeron, sin embargo, el alboroto, e intuyendo que había problemas, que se trataba de una emboscada o quizá de una derrota localizada, aflojaron su ofensiva. Los hombres dejaron de correr y se detuvieron frente a las puertas romanas mirando a los lados y por encima de sus hombros lo que hacían sus camaradas, a la espera de recibir órdenes. Los gritos de batalla de los asaltantes cesaron bruscamente, y fue ese silencio repentino lo que, al parecer, devolvió el conocimiento al rey.
Semiinconsciente, ahuyentó a los guardias que le atendían, se alzó sobre una rodilla y gritó a pleno pulmón:
—¡Continuad el asalto! ¡Cargad contra esos perros romanos! ¡Cargad! —Su voz se ahogó en la sangre que le llenaba la garganta y, desmoronándose, desapareció de nuevo bajo los escudos de sus mercenarios, pero no sin que antes todas las tropas de asalto, y la mayor parte del ejército enemigo, hubiera reparado en su cara.
Tenía un aspecto espantoso. La mitad del lado derecho del rostro, donde la jabalina se había abierto paso, estaba desgarrada. La sangre le caía a borbotones por el cuello, cubriéndole las hombreras y la armadura. Padre tenía la cara retorcida de ira y dolor, y los ojos se le pusieron en blanco cuando cayó hacia atrás y las espaldas y hombros de sus guardias se apresuraron a ocultarlo. El sueño, el terrible sueño que yo solía tener —padre apareciendo y desapareciendo de mi vista mientras los hombres se movían delante de él, pálido como la muerte, con actitud de estar buscándome— lo estaba viviendo. Pero esto no era un sueño. Estaba rodeado de oficiales de expresión lúgubre, con los residuos de la batalla pegados a mi armadura y extremidades, el gusto de la tierra y la sangre en mi boca, jabalinas y flechas pasando velozmente junto a mi cara.
Fustigué con vehemencia a mi caballo, pisoteando a los caídos y gritando para que los hombres que tenía delante, pónticos y romanos, me dejaran pasar. El corazón me dio un vuelco cuando vi a padre bramar, con el rostro destrozado, que atacáramos, pero muriendo mientras lo hacía. Le grité que aguantara, que aguantara, pero las palabras se negaban a traspasar mis labios. Como en mi sueño, la terrible escena me había dejado mudo. La fuerza póntica al completo detuvo su persecución y guardó silencio, defendiéndose con los escudos de los proyectiles, pero con un ojo puesto en el lugar donde había caído el rey. Nada, después de eso, habría conseguido que los hombres continuaran la ofensiva.
Las tropas de Fabio se esforzaban penosamente por refugiarse tras la empalizada y cerrar las puertas mientras seis de nuestros hombres, dirigidos por Bituito, transportaban a padre, que se retorcía de dolor y bramaba que le soltaran para seguir guerreando.
—¡Cobardes! —gritaba, escupiendo sangre—. ¡Rezagados! ¡Soltadme!
—¡Túmbate, señor! —imploró Bituito cuando padre trató de escurrírsele.
—¡Ni lo sueñes! ¡Esos bastardos romanos están huyendo! ¡Bituito, estúpido… galo con cerebro de asno… suéltame!
Bituito había tenido suficiente. Alzó un brazo y propinó al enloquecido rey un bofetón en la sien que lo silenció al instante. El galo era, sin duda, el único hombre de Asia lo bastante fuerte para conseguir eso y lo bastante valiente para hacerlo. Nadie protestó. Padre se desplomó nuevamente en los brazos de los hombres, que medio lo transportaron, medio lo arrastraron, hasta una pequeña hondonada, fuera del alcance de las flechas romanas.
Cuatro días estuvo debatiéndose padre entre el campo de batalla y el barquero, entre la vida y la muerte. Su hermoso rostro estaba destrozado. La pesada jabalina había entrado por la boca al sesgo, quebrándole los dientes a la altura de la encía, y salido por la mejilla derecha, cerca de la oreja, abriendo un boquete por el que asomaban los restos despedazados de la mandíbula. El asta de madera se había quebrado con el impacto, tal como habían previsto los astutos armeros romanos, para impedir que el enemigo recogiera el arma intacta y la arrojara a su vez. Así pues, el hierro había entrado limpiamente. Los cirujanos del ejército observaron consternados la tremenda herida y menearon la cabeza. Ni siquiera se molestaron en examinar la destrozada rodilla.
Todos creían que no había nada que hacer. Todos, claro está, salvo el viejo Papias. Cuando los cirujanos alzaron desesperados las manos, el astuto hechicero los echó a patadas de la estancia y se puso a trabajar con una determinación tan solo igualada por la peculiaridad de sus cantos y gruñidos. Únicamente le observábamos Bituito y yo, y la ferozmente fiel Hipsicratia, que permanecía junto a padre día y noche, pálida como la muerte, rugiendo como un tigre cuando alguien intentaba alejarla.
Papias sedó a padre con un destilado de azafrán caucásico colorado como la carne recién cortada. Rellenó las desgarradas encías con lino y pelusas de lana y cosió el boquete de la mejilla con hilo de intestino, pero dada la gran cantidad de piel arrancada, tuvo que estirar tanto la que quedaba que esta tiraba del rabillo del ojo hacia abajo. Eso impedía a padre cerrar del todo el párpado, lo que hizo que la cuenca del ojo se le secara y atrofiara. Papias aplicó bálsamos y vulnerarios en los puntos para favorecer la cicatrización y cataplasmas febrífugos en el pecho para ahuyentar la feroz fiebre y la congestión que sin duda se instalarían en el cuerpo. Le insertó cuidadosamente un junco hueco por la boca, hasta los pulmones, para extraer la sangre que padre había inhalado y que le generaba una respiración áspera y preocupante. Papias escupió lo extraído de los pulmones en un cuenco de plata que yo sostenía junto al lecho. Acto seguido, envolvió la cabeza y la mandíbula con tiras de lino limpias.
Más importante aún, mediante otro junco introducido hasta el esófago, le administraba el antídoto para evitar las convulsiones y ataques que, de lo contrario, padre habría padecido. De hecho, el viejo Papias le administraba diariamente una dosis doble mientras el paciente se revolvía y gemía en su cama, atontado por el dolor y las drogas.
Al quinto día padre se incorporó. Tenía el ojo sano inyectado de sangre pero liberado de la bruma en que su mente había estado errando, y señaló el agua, que bebió de un cazo a través de las fracturada dentadura. Ingirió una generosa cantidad de vino contundente y un caldo medicinal, suave pero nutritivo, hecho a base de hígados de ratones silvestres y sazonado con cebolla. Luego alzó la vista hacia mi preocupado rostro.
—Supongo que ahora sí eres Alejandro —dijo con voz ronca.
—¿Alejandro? —pregunté sin comprender.
—¿Recuerdas Frigia? —repuso.
Rememoré la conversación que habíamos tenido mucho tiempo atrás, cuando me tocó dormir en la habitación del gran conquistador, y sonreí.
—¿Por qué lo dices?
—Porque con un solo ojo y la cara de una Gorgona, ¡ahora sí me parezco a su padre Filipo! —Padre rio dolorosamente, sin atreverse a sonreír, y luego recuperó la seriedad—. Ayúdame a salir para ver a las tropas.
Nunca, creo, se ha celebrado tanto el regreso de un comandante de la tierra de los muertos como el de padre. Los vítores resonaron en las montañas circundantes hasta alcanzar el campamento de los romanos, que seguían atendiendo sus propias heridas tras sus empalizadas, acorralados y sitiados por las cuadrillas errantes de tropas montadas que yo había apostado en todos los flancos. Desde la última batalla no habían dejado de llegar a nuestro campamento nuevos combatientes, y el ejército sumaba ahora más de veinte mil hombres. La aparición ante ellos del viejo Mitrídates, sin voz y con solo media cara, pero incorporado y con un cuerpo como el de Hércules, les hizo estallar de alegría.
Los hombres se agolpaban a su alrededor, cubriéndole con los mechones de pelo que se habían cortado en señal de duelo ante lo que preveían como una muerte segura y dando las gracias a los dioses por su salvación. Para las tropas, Mitrídates era un dios: ningún mortal habría sobrevivido a una herida de esa índole; ningún hombre habría sido capaz de seguir instando a guerrear mientras sufría un dolor tan atroz. Ningún ser humano tan malherido podía dirigir a estos hombres hasta la victoria final contra los romanos salvo él.
Y mientras padre animaba a los hombres con su mera presencia, él a su vez se sintió fortalecido por las ovaciones, que hicieron más aún que los cuidados de Papias para sanar su quebrado cuerpo.