I

QUÉ INMENSA IRONÍA. Pese al gran desprecio que padre sentía por Roma, su trayectoria dependía del estado de la política interna romana. Hasta el momento, había tenido mala suerte. Había reunido miles de hombres en diferentes ejércitos a lo largo de los años y ganado y perdido grandes y decisivas batallas, pero no había conseguido resquebrajar decisivamente la resistente coraza romana, pues había tenido la mala fortuna de enfrentarse a dos de los más grandes generales que había engendrado Roma: Sila y Lúculo. Su destino, como el de Sila, estaba ligado a Roma. No obstante, a padre le unía el desafío y el odio, mientras que a Sila le unía… ¿igualmente el odio? ¿No había sido Sila expulsado también de su tierra natal, por lo menos durante un tiempo, por acontecimientos que escapaban a su control, por adversarios más poderosos que él? ¿No estaba Lúculo retrasando su inevitable regreso a Roma porque temía, después de todos estos años, lo que pudiera esperarle allí? Un hombre no duda en regresar junto a la mujer que adora ni a la ciudad que ama. Tal vez padre tuviera mucho en común con los hombres contra los que luchaba, pero se resistía a especular sobre ese aspecto. Era más fácil limitarse a luchar contra ellos, trazar las marcadas diferencias entre esos hombres y nosotros, descargar sobre ellos su ira, llenar la vida y la mente de suficiente rabia como para eliminar la necesidad de algo más profundo, de algo más perturbador. Aborrecerlos con el alma y las entrañas, con cada fibra de tu cuerpo; aborrecer el trato que daban a los pueblos conquistados y la violación de tus tierras ancestrales; aborrecerlos con una vehemencia nacida de la derrota y las injusticias padecidas.

Mas no examines con excesivo detenimiento las similitudes entre ellos y tú. Eso solo debilitaría tu perseverancia.

Lúculo había sido desposeído de su cargo. Su período como cónsul se había agotado, sus planes de conquistar Oriente se habían desvanecido, sus legiones exigían la jubilación, y la noticia del regreso de padre al Ponto y su intención de crear otro ejército había sido el remate a su ignominia. Los políticos a quienes Lúculo despreciaba pedían su regreso. El Senado, naturalmente, le otorgaría un triunfo por sus conquistas militares a lo largo de los años, pero sería una ceremonia poco lucida, con las condecoraciones y los escoltas justos. Un pequeño consuelo para una ilustre carrera.

Padre, por su parte, tenía muchas razones para estar contento. Había durado más y mostrado más habilidad que sus dos viejas pesadillas. Cierto que había perdido batallas, pero había regresado ileso a su reino ancestral, que encontró intacto salvo por la presencia de algunas guarniciones romanas en las principales ciudades, las cuales podría eliminar sin grandes esfuerzos. Pese a sus derrotas, padre era el único que resistía y el que, por tanto, había ganado la guerra. Su resurrección, su regreso al poder, causó estupor en el mundo romano. La incapacidad de las legiones para destruirnos tenía exasperado al Senado, y el pueblo romano, indignado por el hecho de que los informes de la derrota de Mitrídates hubieran resultado ser falsos, viendo frustrados sus deseos de venganza amenazaba con descargar su ira sobre sus dirigentes. No solo la reputación y el prestigio de Roma estaban en juego, sino también su supervivencia.

Pero el Senado tenía una última solución que ofrecer:

Cneo Pompeyo Magno, conocido por todos como Pompeyo el Grande.

Este romano era el favorito de Sila. Con apenas treinta y cuatro años, Pompeyo acababa de conseguir una gran victoria sobre los rebeldes de Sertorio en Hispania, era comandante del mayor cuerpo de soldados de Roma y terror del Senado, ahora que había cambiado astutamente su afiliación política para colocarse a la cabeza de los resucitados populares. Pompeyo estaba buscando una misión que estuviera a la altura de su ambición y poder. Mitrídates era el único desafío digno de un hombre como él.

El Senado, no sabiendo cómo manejar la nueva amenaza del Ponto, nombró a Pompeyo general en jefe. Eso significaba que gozaba de un poder casi ilimitado para llevar a cabo su empresa. De hecho, las especificaciones referentes a su autoridad eran tan extensas que podía incluso reclutar cualquier soldado o barco que se hallara dentro de los dominios de Roma. Pompeyo adquiría la misma categoría que un gobernador o procónsul romano nombrado constitucionalmente, pero todos los aliados y clientes de Roma debían dar prioridad a la tarea de apoyarle y satisfacer todos sus requisitos. Le armaron quinientos barcos con ciento veinte mil soldados de infantería y cinco mil de caballería. Veinticuatro senadores, exgenerales todos ellos, fueron nombrados sus tenientes. Más importante aún, el cargo de Pompeyo era de tres años en lugar del año habitual. Así pues, si competía por recursos con un gobernador nombrado para un período menor, estaba claro a quién obedecerían el pueblo y los oficiales locales.

Consiguientemente, ese año, el sexagésimo quinto de padre, el Senado romano nos lanzó a nuestro adversario más temido hasta el momento. Si los planes del general se cumplían, en un futuro Pompeyo estaría marchando sobre nosotros con un ejército todavía más poderoso que el que sitiara Atenas dos décadas atrás. Por otro lado, las actividades de Lúculo habían quedado suspendidas, de modo que las operaciones romanas en Oriente se hallaban temporalmente paralizadas. La burocracia romana nos había dado un respiro —de un año como máximo—, durante el cual podíamos consolidar nuestra reconquista del Ponto. Si Pompeyo, una vez terminados los preparativos, encontraba a padre nuevamente aposentado en su trono, en posesión de sus puertos estratégicos y sus fortalezas del interior, tal vez se pensaría dos veces la posibilidad de arrebatárnoslos. Teníamos un año para establecer firmemente nuestro control. No había tiempo que perder.

La primera ciudad que habíamos recuperado a nuestro regreso de Armenia, Conama, se convirtió en la nueva capital del reino. A diferencia de Sínope y Amisos, estaba prácticamente intacta; la rapiña romana no había dañado los edificios públicos y la población se encontraba ilesa, bien que hambrienta y desmoralizada. Para asombro de sus habitantes, padre invirtió todos sus recursos en hacer de Conama la nueva sede del imperio. Inyectó cantidades ingentes de dinero —tesoros que había guardado durante años en cuevas secretas repartidas por el interior póntico, viejas ofrendas a dioses olvidados que padre reclamaba ahora para sí y decomisos de terratenientes que habían colaborado con los romanos— para reconstruir el esplendor perdido del viejo Ponto.

Y cosas maravillosas empezaron a ocurrir. La oferta de remuneraciones dobles generó un goteo de obreros hambrientos, al que luego se sumaron varios centenares, y en pocas semanas eran miles los trabajadores cualificados que llegaban a la ciudad procedentes de todo el Mediterráneo oriental. Padre importó ingenieros de Grecia y Siria que traían planos de grandes maravillas estructurales y mecánicas. Los arquitectos y escultores llegaron en tales cantidades que fue preciso alojarlos y alimentarlos en un complejo de tiendas improvisado en los alrededores, que los habitantes de Conama apodaron la Ciudad de los Soñadores. Músicos, actores y poetas llenaban los teatros, abarrotaban calles y tabernas y mantenían la Ciudad de los Soñadores despierta hasta bien entrada la noche. Las academias brotaban cual champiñones después de un aguacero, representando todos los ámbitos de estudio y filosofías, desde lo sublime hasta lo ridículo, atrayendo a instructores y curiosos de todo el mundo conocido. Un enorme acueducto empezó a tomar forma. Los delgados andamios se aferraban precarios a los arcos de caliza que dominaban, elegantes y etéreos, el nuevo empedrado del ágora y las fachadas recién enlucidas de los edificios públicos. Se construyeron baños y gimnasios y se presentó a concurso un nuevo coliseo.

Y en todo el interior póntico, en las ciudades pequeñas que las legiones romanas no se habían molestado en ocupar durante su marcha hacia Armenia, sucedió otro tanto. Padre invirtió más fondos en esas poblaciones en un año que en toda su anterior existencia. Suprimió los impuestos, construyó nuevos templos, emancipó a los esclavos y pagó a los amos el doble de su precio en el momento. Padre era aclamado como un héroe cuando entraba en esas poblaciones polvorientas, y la noticia de su llegada hacía que los campos se vaciaran, que hombres y mujeres abandonaran sus granjas y comercios para arrojarse a sus pies. Jamás había visto tanta adulación, tanta adoración como la recibida por padre en ese año dorado tras su regreso del exilio.

Únicamente a sus consejeros más cercanos parecía preocupar el ritmo frenético de la reconstrucción y los gastos ruinosos en que padre estaba incurriendo. Todos sabíamos, naturalmente, que había puesto a buen recaudo miles de talentos en años anteriores, cuando el Ponto nadaba en tributos piratas y botines romanos. No obstante, los proyectos de padre nos tenían pasmados.

—¡Es una locura! —exclamé al examinar los libros de contabilidad—. No puedes mantener este ritmo de edificación. ¡Te arruinarás en cuestión de meses!

Padre sonrió con calma.

—Solo te pido un año —dijo—. Deja correr el dinero durante un año. Un año para crear una nueva edad de oro, para consolidar la lealtad del pueblo, para que los romanos vean que el Ponto nunca será destruido. Un año, y Roma comprenderá que nuestra Nueva Grecia no puede morir, que somos nosotros, no Roma, los inmortales. Dentro de un año Pompeyo llamará a nuestra puerta, y sea cual sea el resultado, ya no necesitaremos nuestros viejos ahorros. O el tesoro de Pompeyo será nuestro… o viceversa. ¡Gasta, Farnaces, gasta! ¡Que el mundo vea la belleza y el esplendor que Roma pretende destruir!

Pero aunque Roma había suspendido sus agresiones, la amenaza de las guarniciones romanas en territorio póntico todavía le corroía por dentro. Tras confirmar la buena marcha de su vasto programa arquitectónico, pasó la responsabilidad a sus consejeros civiles y retomó… los asuntos militares.

Con un ejército de ocho mil soldados, padre apuntó primero a una legión romana dirigida por un general llamado Fabio, estacionada en el valle de Cabira, el lugar donde dos años atrás había estallado el pánico que derivó en nuestra terrible derrota. Fabio, con su característica arrogancia romana, creía que ningún ejército osaría atacarle a menos que fuera muy superior en número y que las tropas del Ponto, concretamente, estaban demasiado ocupadas construyendo balnearios y gimnasios en las ciudades para constituir una amenaza. Padre explotó astutamente esta creencia. Dejando señuelos en Conama en forma de mercaderes y obreros vestidos de soldados pónticos, introdujo en plena noche a sus tropas en las montañas, repartidas en pequeñas cuadrillas que de día descansaban y planificaban, y de noche agarrotaban a los exploradores romanos antes de que estos pudieran dar la alarma. Sin una sola traición, en completo secreto, nuestro ejército se congregó, en medio de la oscuridad, en un punto situado a tres tiros de arco del campamento de Fabio. Habíamos descendido sobre el enemigo como caídos del cielo, como avispones congregados ante su nido amenazado, como sombras agitadas llegadas del Averno para atormentar a los vivos.

Como un Mitrídates resucitado.