LOS PRISIONEROS ROMANOS nos contaron una historia asombrosa.
Tras la conquista de Tigranocerta, empezó a correr el rumor de que Lúculo iba camino de convertirse en el nuevo Alejandro. De hecho, habría sido imposible que un general romano que acababa de obtener tan aplastante victoria en Oriente no abrigara tales aspiraciones. Su lejanía de Roma, el caos constante de esa ciudad y sus éxitos personales reforzaron sus ambiciones. Para Lúculo, la vasta riqueza de Partia, al otro lado del desierto sirio, estaba allí para ser tomada cual fruta madura de un árbol. No suponía excesivo esfuerzo. De hecho, no hacía mucho un ejército romano había invadido el territorio, si bien poco preparado y contra un enemigo robusto. Craso, el triunviro, había muerto en el intento. Ahora, no obstante, los partos estaban debilitados y Roma se había creado una reputación que hacía temblar al mundo entero. Así pues, Lúculo ordenó a las legiones romanas destinadas en el Ponto que se trasladaran a Armenia para sumarse a su magnífica campaña.
Los legionarios veteranos, sin embargo, veían las cosas de otro modo. De hecho, los hombres de dos legiones enteras, todos ellos reclutados simultáneamente veinte años atrás, habían finalizado su servicio y aguardaban impacientes su jubilación. Se encontraban a gusto en Asia y Cilicia, donde estaban destinados como guarnición, de modo que partieron hacia la escabrosa Armenia a regañadientes. No estaban dispuestos a arriesgar la vida en una marcha por el desierto hacia tierras desconocidas para luchar contra un enemigo poderoso y numeroso, cuando cada veterano tenía derecho ya a recibir una prima y 32 heredia[3] de tierra baja donde retirarse. Por tanto, antes incluso de llegar a Armenia, estas legiones respondieron al llamamiento de Lúculo con el siguiente mensaje: no marcharían con él hasta Partia.
Lúculo no era estúpido. Que sus hombres se amotinaran constituía para un general una deshonra aún mayor que perder ante el enemigo. No podía arriesgarse a invadir Oriente con la lealtad de sus tropas en duda. Así pues, cedió con toda la elegancia de que fue capaz y se dirigió con el ejército al completo al sur, a las tierras bajas de Siria, donde el clima era más cálido y el saqueo más fácil.
Padre exigió una recompensa a Tigranes por darle refugio en el pabellón de caza durante el invierno de su derrota y por reagrupar a los perplejos oficiales del Gran Ejército de Armenia.
No, no fue oro lo que pidió, pues de eso quedaban generosas sumas ocultas en bosques y cuevas del Ponto. Tampoco tierras y una satrapía, a pesar de que Tigranes se la ofreció, con intención, sin duda alguna, de tenerlo cerca por si Lúculo decidía regresar a Armenia.
La recompensa que padre pidió fue doble: la primera, una esclava que Tigranes había comprado recientemente a un comerciante griego. De nombre Hipsicratia, era una muchacha escita increíblemente fuerte y hermosa, casi tan alta como padre, con una espesa melena del color del grosellero dorado y hombros y muslos de una musculatura que seguro despertaría la envidia de un gladiador romano. Era tan brava y poseía una fuerza tan feroz que durante el breve período que Tigranes la había poseído la tuvo encadenada por miedo a que atacara a su séquito. Los hombres la miraban con temor y respeto, como a una descendiente de las míticas amazonas. La primera vez que padre la vio, no tuvo la menor duda de que tenía que ser suya.
Tigranes no se la vendió barata, aunque poco uso podría haber hecho de la blanca muchacha, que le escupía y gruñía cada vez que intentaba acercarse. Diez magníficos caballos de guerra pónticos fue el precio, que padre pagó gustosamente. En cuanto se hubo completado la transacción, caminó hasta la criatura y ordenó que le quitaran las cadenas. Hipsicratia se frotó las muñecas y, con la rapidez de un gato, golpeó al guardia armenio que la flanqueaba, le arrebató la daga del cinto y se alejó de un salto. Luego se agachó mientras maldecía furiosamente en su lengua bárbara, dispuesta a enfrentarse a todo el que quisiera retarla.
Los hombres soltaron un grito y Bituito y los guardias dieron un paso al frente, mas ninguno parecía impaciente por desarmar a la tigresa. Padre, por su parte, observaba la escena con calma. Tras abrirse paso entre los agitados hombres, se acercó a la muchacha hablándole dulcemente en su lengua escita. Parecía un domador tranquilizando a una potra salvaje. Los hombres callaron, maravillados por la asombrosa belleza de la muchacha y la serenidad del rey. Cuando se detuvo frente a ella, al alcance de su daga, padre también calló y se limitó a mirar fijamente el rostro de la joven, cuyos ojos ardían y sus fosas nasales resoplaban. Satisfecho al parecer con lo que vio, pronunció unas palabras más, giró sobre sus talones y se alejó.
Bituito y yo nos llevamos la mano a la espada, dispuestos a saltar para dar muerte a la guerrera en el caso de que atacara. Para nuestro asombro, no obstante, la muchacha relajó ligeramente la mandíbula y los hombros. Se levantó despacio, elevándose por encima de los hombres que la rodeaban y observando ferozmente sus rostros. Luego, con un movimiento ágil, introdujo el cuchillo en el cinto de su túnica raída y fue en pos de padre, caminando a su mismo ritmo. Padre no miró atrás ni una sola vez mientras ella le seguía hasta el interior de la tienda, para pasmo y envidia de todos.
La otra recompensa que padre exigió a Tigranes fue hombres. Recibió cuatro mil competentes soldados de infantería concentrados en los campamentos de las montañas durante la última primavera. A ellos sumó otros cuatro mil exiliados pónticos y romanos que habían sobrevivido a las derrotas del Ponto y se habían reunido con padre en Armenia a lo largo del año. Así pues, a la edad de sesenta y cuatro años, el feroz, terco e indómito rey Mitrídates recorrió con ocho mil combatientes y una guerrera de rubia melena los desfiladeros del Ponto hasta el valle del Lico, y un gélido día de invierno apareció en Conama como un fantasma del Averno, para sorpresa y alegría de sus ciudadanos. En el caso de que Lúculo ignorara el movimiento de padre, iba a ser por poco tiempo: capturamos la guarnición romana de la ciudad, la subimos a burros y la enviamos al sur, a los puertos de Cilicia. En pocas semanas la noticia llegaría a Roma, donde volvería a estallar el pánico y la indignación.
Mitrídates el Grande había vuelto.