II

TIGRANES TARDÓ CUATRO MESES en concentrar a sus tropas. El vasto ejército sumaba un total de trescientos mil hombres y necesitó otros dos meses para realizar la pesada marcha hasta Tigranocerta, ciudad que las dos legiones de Lúculo tenían cercada desde mediados de verano.

El cerco, no obstante, era tan poroso como un cedazo. Con tan solo diez mil soldados y un puñado de caballos, poco podían hacer los romanos para asfixiar a una población treinta veces mayor, protegida por una guarnición de considerable tamaño. Lógicamente, habían bloqueado las principales vías de entrada a la ciudad, pero docenas de senderos, cañadas y túneles fuera y alrededor de los muros permitían comerciar prácticamente con la misma asiduidad, incluso entre ciudadanos y soldados romanos. Tigranes sabía que no había prisa, pues la ciudad no iba a rendirse a causa del hambre. Para tomarla, los romanos tendrían que atacar, posibilidad impensable dado el tamaño de su contingente. Lo único que el rey armenio no alcanzaba a comprender era por qué los romanos permanecían en sus trincheras, arriesgándose a ser rodeados por la guarnición de la ciudad por un lado y por el Gran Ejército por el otro. Como Tigranes nunca se cansaba de repetir para que yo le oyera, Lúculo debía de ser aún más estúpido que Mitrídates.

El primer día de octubre las fuerzas de Tigranes se estacionaron en medio de una cadena de lomas que dominaban un pequeño río. Al otro lado teníamos las trincheras romanas y, más allá, los muros de la ciudad. La estrategia de Lúculo resultaba ciertamente desconcertante. Era imposible creer que pretendiera entablar combate teniendo todas las de perder, pero ahuyentaba a todos los heraldos que le enviábamos para proponerle una negociación o una retirada pacífica de sus legiones. El general romano permanecía atrincherado, soportando el calor y el polvo, y hambriento, pues nuestros exploradores veían a soldados romanos sacrificar valiosos caballos para alimentar a las tropas.

La paciencia de Tigranes estaba empezando a agotarse. Los jefes pedían sangre y algunos hasta suplicaban al Gran Rey que les concediera el honor de atacar y destruir a las legiones con sus propios hombres. Tigranes les daba largas a la espera de que Lúculo actuara. En una de las escasas conversaciones que mantuve con él, le insté a que atrincherara al ejército para no correr el riesgo de tener que enviar unidades individuales, incluso de catafractos, contra los romanos; debía tener a todos sus hombres preparados para una acción conjunta. Tigranes se puso furioso, me llamó cobarde y traidor y me amenazó con crucificarme junto con los generales romanos si osaba insultarle de nuevo con un consejo tan pérfido. Desde ese día, mantuve la boca cerrada y me limité a observar.

Inopinadamente, el 6 de octubre el enemigo se puso en movimiento. Al toque de corneta, los romanos salieron de sus trincheras y empezaron a formar en una zona llana junto a la orilla, en la otra margen del río con respecto a nosotros. Los armenios, viendo finalmente que el enemigo reaccionaba, empezaron a lanzar burlas y abucheos, rebuznos y cacareos a los romanos por su cobardía. Pelotones de jinetes se separaron de las líneas armenias y bajaron hasta el río, del que regresaron rápidamente después de arrojar, bravuconeando como niños, alguna lanza o flecha que los romanos desdeñaron. Conscientes del reducido tamaño del contingente romano, tres generales armenios procedieron entre risas a jugarse a los dados el botín que apresarían ese día. Incluso yo empezaba a creer que Lúculo había cometido un error fatídico.

Los romanos comenzaron a marchar hacia el oeste, paralelamente al río, al trote. Era una retirada en toda regla, y Tigranes convocó rápidamente a sus generales para ordenar que desplegaran el ejército a fin de acabar con los romanos de una vez por todas. Entre gritos y clamores, los hombres se apresuraron a obedecer y la llanura se cubrió de polvo. Los impacientes caballos de los catafractos piafaban y mordisqueaban el cuello y la grupa de sus hermanos, nerviosos por la larga espera y la excitación palpable de los hombres.

Bamboleándose sobre su desproporcionado caballo, Tigranes se acercó a nosotros con una sonrisa.

—¿Te das cuenta, general Taxiles? Lúculo, el gran conquistador, huye con el rabo entre las piernas. ¿Qué me aconsejas ahora?

Taxiles permaneció callado, con la mirada fija en la retirada de la columna romana.

—Observo, señor, que cuando los romanos emprenden una larga marcha, transportan el peto y el escudo a la espalda con el resto del equipo. Estos hombres, sin embargo, llevan puesta toda la armadura. Incluso han quitado el guardapolvos a los escudos. Te aconsejo precaución.

Rojo de ira, el rey se alejó torpemente a lomos de su caballo. Los soldados que teníamos detrás rieron y corrieron hasta sus puestos, pero, de repente, los mensajeros que iban y venían del estado mayor guardaron silencio y dirigieron nuestra atención a la trayectoria de la columna romana. A una milla río abajo, las legiones habían llegado a la altura de un esguazo y, en lugar de seguir su camino, habían procedido a vadear las aguas hasta nuestra orilla. La vanguardia de la columna, los hombres que los romanos llaman aquiliferi y que portaban las insignias del águila de ambas legiones, emergieron del agua y reanudaron el paciente trote que yo tantas veces había visto, siguiendo la margen del río, pero esta vez en dirección a nosotros. Encabezando una de las columnas iba un soldado alto, con una capa morada, que avanzaba a pie rodeado de una fastuosa escolta. Una vez que estuvo cerca, su porte y hasta la expresión de su cara resultaron inconfundibles: era Lúculo en persona. Llevaba la espada desenvainada y colocada delante del cuerpo, un gesto que todo general romano haría por una única razón: como señal de ataque.

Los soldados a nuestra espalda guardaron silencio. Solo se escuchaba la voz del viejo Tigranes, situado a unos pies de mí, entre inquisitiva y quejosa:

—¡Taxiles, si estos hombres vienen a negociar, son demasiados, pero si vienen a combatir, son demasiado pocos!

El general y los hombres que le rodeaban soltaron una risa nerviosa. Taxiles, en cambio, siguió observando a los romanos con expresión grave.

—Señor —dijo, elevando la voz—, ¡los romanos no vienen a negociar!

Tigranes se volvió rápidamente hacia nosotros. Por primera vez parecía nervioso y confundido. Todas las miradas estaban ahora clavadas en él, y los hombres a nuestra espalda seguían empujándose y tropezando en su esfuerzo por dar con sus respectivas unidades mientras el polvo que nos envolvía hacía cada vez más difícil respirar y ver con claridad.

—¿Cómo? —resolló Tigranes—. ¿Se atreven a atacar?

Sin aguardar órdenes del rey, los generales y jefes giraron con sus monturas y se abrieron paso entre los hombres, llamando en medio del polvo y la confusión a sus unidades para que formaran. Había estallado el caos. Los soldados de la retaguardia, que todavía no habían visto la aproximación de los romanos, sí habían escuchado, con todo, la confusión y los gritos de la vanguardia. Pensando que el asalto a las legiones había empezado sin ellos e iban a perderse la oportunidad de saquearlas, decenas de miles de hombres corrieron hacia la vanguardia, tropezando por el camino con los soldados de infantería y caballería que trataban de formar en el centro y aumentando el desconcierto. El griterío que emergía de las filas era ensordecedor; la confusión, indescriptible. Los armenios trataban de organizarse, pero estaban demasiado apelotonados y no podían maniobrar, solo propinar empujones. Reparé en que la boca de Tigranes se abría para gritar órdenes, pero sus palabras se desvanecían como el polvo.

Los romanos continuaban su avance al trote, siguiendo con precisión el ritmo marcado por los tambores. Diez mil hombres subían y bajaban al unísono, acortando poco a poco la distancia que los separaba de nosotros. Las insignias de los estandartes se hicieron visibles a través de la diminuta nube de polvo romana, y a continuación las insignias de los propios escudos.

Súbitamente, estallaron gritos en nuestro flanco más próximo al campamento romano. Un escuadrón de mercenarios gálatas al servicio de los romanos, quinientos o quizá mil, se habían quedado tras las empalizadas cuando las legiones emprendieron la marcha. Mientras todas las miradas permanecían clavadas en la temeraria maniobra de Lúculo, estos jinetes de las llanuras habían cruzado el río a nado con sus monturas, se habían organizado en una formación compacta y habían cargado contra el flanco de los catafractos de Tigranes.

Los gritos de guerra de los gálatas tribales nos horadaron los oídos. Ignorando la identidad de los asaltantes e incluso su número, los jinetes armenios se dispersaron por la planicie como una bandada de pájaros apedreada por un niño, sin orden ni concierto, en dirección al tropel que los había atacado por la espalda. Los gálatas, barbudos y medio desnudos, arremetieron contra las líneas armenias blandiendo violentamente sus armas, gritando a todo pulmón y sembrando el pánico en los corazones de un cuerpo de caballería treinta veces más numeroso. Pero con la misma rapidez con que habían aparecido retrocedieron colina abajo, hasta la margen del río, donde se reagruparon entre vítores y aullidos. Durante su demente incursión habían matado a pocos hombres de los nuestros y perdido aún menos entre los suyos, pero el momento había sido perfecto, y el efecto, mortal.

Justo cuando los gálatas reculaban, justo cuando el caos entre las filas armenias alcanzaba su punto álgido, Lúculo, a la cabeza de una guardia de quizá dos cohortes, mil hombres en total, penetró en la vanguardia armenia y abrió una amplia brecha en los ahora aterrorizados soldados de infantería, que apenas habían tenido tiempo de desenvainar sus espadas. En pocos instantes atravesó el cogollo del ejército y alcanzó una loma situada detrás de la retaguardia. Una vez allí, sus hombres se volvieron y procedieron a lanzar jabalinas a los atónitos armenios que momentos antes se habían creído tan lejos del frente.

Las tropas de Tigranes echaron a correr para escapar del ataque mortífero de Lúculo y al hacerlo chocaron de lleno con las ocho cohortes romanas que, entretanto, habían formado tranquilamente frente a la vanguardia. El pánico y el caos eran absolutos. Para entonces los catafractos se habían serenado y estaban regresando a la nube de polvo para intentar recuperar su formación y organizar una resistencia contra el enemigo, mas ya era tarde. Por el camino tropezaban con los soldados de infantería que huían, a los que aplastaban bajo los cascos de sus caballos o empujaban de nuevo hacia las espadas y jabalinas de los legionarios romanos, que se mantenían firmes en el creciente estercolero de sangre y orina cual dioses vengadores. La infantería armenia giraba para escapar, pero se veía bloqueada por las densas filas de la reserva que huían de las cohortes de Lúculo en la retaguardia y de la enloquecida caballería armenia. En medio de la desbandada, los legionarios seguían avanzando implacables para rematar la carnicería.

Tal era la disciplina de los romanos que no se detenían siquiera a saquear o arrancar las valiosas armaduras a los cadáveres. Muy al contrario, mientras los armenios conseguían atravesar las delgadas líneas romanas simplemente por el hecho de ser muchos más, las cohortes conservaron la calma y se dividieron en unidades más pequeñas para perseguir mejor a las turbas que huían hacia las colinas. Durante parasanga y media continuaron su trote infernal, arrollando a rezagados y desertores, matando a los armenios que apresaban, desdeñando a los ya caídos, hasta que, al anochecer, emprendieron el regreso.

El ejército armenio estaba severamente diezmado. No teníamos forma de saber cuántos hombres habían caído o cuántos habían huido y regresado vergonzosamente a sus hogares. Pero en los despachos que Lúculo publicó y envió triunfalmente a los gobernantes, comandantes y campamentos de todo el mundo, se aseguraba que habían muerto cien mil armenios y solo cinco romanos. Tal vez los futuros historiadores se burlen de tales cifras. Personalmente, me maravilla su comedimiento. Nunca Roma había obtenido una victoria tan arrolladora frente a un enemigo.

Tigranes, el muy bellaco, fue de los primeros en darse a la fuga, junto con la mayor parte de su estado mayor, y como tenía un excelente caballo y no estaba impedido por la pesada armadura de los catafractos, consiguió escabullirse fácilmente entre las líneas y poner una buena distancia entre su persona y la columna de infantería romana. No me avergüenza confesar que Taxiles y yo le acompañábamos, pues Tigranes nos había desarmado desde el principio y no habríamos podido defendernos. Así y todo, la conducta del rey armenio fue abominable. Mientras se alejaba de la destrucción de su ejército, la cabeza y las manos le temblaban de miedo y no era capaz siquiera de hablar con coherencia. Al divisar a uno de los hijos que le acompañaban, un joven príncipe que servía como paje del estado mayor, Tigranes se arrancó de la cabeza la corona de oro, gesto que un rey solo hace cuando se dispone a tumbarse, y se la puso en la mano. Tal vez Tigranes esperara, de ese modo, trasladar la responsabilidad de su derrota o desviar de él la atención de los romanos en el caso de ser capturado. Dicho sea en su honor, el joven príncipe se negó en redondo a aceptar la situación, aunque no osó rechazar la corona ni devolverla a su padre. Huyendo a todo galope por la llanura, tomó la corona que le tendía Tigranes, retrocedió hasta la retaguardia y se la pasó a uno de sus esclavos, que aterrado al verse con semejante carbón ardiente, la arrojó al suelo. Según me contaron después, los romanos la encontraron y se la entregaron a Lúculo, que la exhibió, en medio de sonoras ovaciones, en su entrada triunfal en Roma.

Según los supervivientes que luego nos dieron alcance, la ciudad de Tigranocerta, dada la aplastante derrota del Gran Ejército, capituló al instante. Los habitantes, muchos de ellos griegos y extranjeros importados como esclavos de otras partes del imperio de Tigranes, se impusieron a la guarnición armenia. Fue tal el botín que obtuvieron los romanos que, por una vez, los hambrientos legionarios perdonaron la vida a los ciudadanos.

Como ya era inmensamente rico, Lúculo no aceptó botín alguno, pero se divirtió a su manera decadente. La construcción del magnífico teatro de Tigranocerta había terminado justo antes de que comenzara el asedio y una célebre compañía de actores griegos había quedado atrapada dentro de la ciudad. Tras la rapiña y el saqueo iniciales, los legionarios se acomodaron para presenciar un ciclo completo de dramas griegos auspiciado por Lúculo. Para muchos soldados romanos, nacidos y criados en el campo, este constituía su primer encuentro con las artes, y disfrutaron tanto de la representación que donaron una gran parte de su botín a los sorprendidos actores. Después de eso, por orden de Lúculo, los romanos desmantelaron piedra por piedra la ciudad de Tigranocerta —palacio, teatro, ágora y demás—, dispersaron por el desierto a su habitantes y dejaron el lugar abandonado, tal como sigue hoy día.