TIGRANES ERA UN REY con poco cerebro, pero dotado de una buena dosis de malévola astucia. Cualquier rey capaz de sobrevivir tantos años, pese a las traiciones y conspiraciones que conlleva el pertenecer a una dinastía real en Oriente, ha de poseer cierto instinto para la intriga política. La buena fortuna de Tigranes, no obstante, estaba en que en sus sesenta años de reinado y sus ochenta años de vida jamás había sufrido una amenaza importante, y no porque Armenia fuera un reino especialmente poderoso. Cierto que tenía su buena cuota de oro y recursos humanos, que en un buen año podía competir con cualquier reino de Asia, pero Partia, su vecina por el este, con un territorio que abarcaba desde Siria hasta India y atravesaba el gran desierto de Arabia, era mucho más rica. En Egipto, la dinastía ptolemaica gobernaba sobre una población mucho más concentrada, dotada de rápidas vías de comunicación a lo largo de su gran río que permitían reunir un enorme ejército y una armada en el tiempo que los mensajeros de Tigranes tardaban en encontrar los mejores puertos de montaña para atravesar el reino. Roma, por supuesto, era la potencia más agresiva del Mediterráneo, poseedora de los ejércitos mejor adiestrados y los mandos más profesionales; y el Ponto, por el oeste, era poderoso, ambicioso y rico.
Tigranes había resistido durante años a tales amenazas y, debido a ese logro, poseía una elevadísima opinión de sí mismo, tan elevada, de hecho, que recientemente se había otorgado el título de Gran Rey, Rey de Reyes, y se había hecho construir una capital en las montañas armenias, Tigranocerta, cuya opulencia no tenía nada que envidiar a las ciudades de otros reyes. El tesoro de Tigranes rebosaba de oro y plata, metales preciosos, estatuas, muebles y valiosas obras de arte. Los enormes muros de su capital, de cincuenta codos de altura, estaban rodeados de establos que acogían las vastas manadas de camellos, elefantes y purasangres del rey. Y en los bosques circundantes había construido un magnífico palacio con amplios jardines, cazaderos y lagos artificiales.
Pero que Tigranes se atribuyera personalmente aquel logro era, sin embargo, inmerecido. Partia llevaba años desgarrada por luchas internas que minaban el poder de sus soberanos. Egipto sufría el reinado endogámico y despechado de sus «faraones» macedonios, una raza en vías de extinción ahora que Roma estaba consolidando su control sobre la región. Roma nunca había mostrado interés por Armenia, pues le parecía un territorio demasiado remoto para poder conquistarlo y administrarlo eficazmente, y en fin, Tigranes era amigo del Ponto, o eso creía padre; fue a Tigranes a quien, muchos años atrás, padre había entregado a su hija en matrimonio.
Padre había confiado en ganarse el favor del rey armenio, en obtener su apoyo para recuperar su reino, para que apoyara sus sueños o cuando menos para protegerle de las legiones de Lúculo. En lugar de eso, había sido arrestado apenas una hora después de cruzar la frontera. El desaprensivo Tigranes no sabía realmente a quién deseaba apoyar en esta lucha y quería mantener a padre en una situación que le permitiera entregarlo a los romanos si la ocasión lo exigía.
Tigranes se negaba incluso a permitir que padre defendiera su caso personalmente, pues las tropas de Lúculo se iban aproximando en su implacable conquista del territorio póntico. Finalmente, con todo, se dignó conceder una audiencia a un embajador elegido por padre, a la que también debía asistir un representante de Lúculo. Sería un juicio donde los embajadores harían de abogados del demandante y el acusado y el viejo Tigranes de juez. El cuñado de Lúculo, Claudio Pulquer, defendería la posición de Roma, que era obtener la entrega del rey póntico, y yo sería el abogado defensor de padre. Viajé rápidamente al palacio de Antioquía, donde Tigranes estaba residiendo entonces con su corte.
En opinión del Gran Rey, como abogado de un prisionero eran pocos mis derechos y aún menos mi prestigio. De hecho, ni siquiera me permitieron elaborar una defensa convincente. Cuando llegué al palacio a la hora convenida, me acompañaron hasta la sala de audiencias. El aire era tan denso, debido al incienso y los perfumes de los cortesanos y pajes, que apenas podía respirar. Aunque lucía la túnica morada y la armadura labrada propias de mi rango de general de caballería y príncipe, los guardias me obligaron a arrodillarme y, seguidamente, a estirarme frente a los pies arrugados y nudosos del monarca. Únicamente cuando hube accedido a semejante humillación me fue permitido ponerme en pie para defender a padre ante un hombre al que no había visto antes pero que era, de hecho, mi cuñado.
Jamás he conocido a nadie igual, y espero no volver a hacerlo. Pese a lo fuerte y robusto que Tigranes había sido en otros tiempos, pues había escuchado relatos acerca de su gallardía y vigor juveniles, ahora era la criatura más arrugada y marchita que había visto en mi vida, si bien no habría esperado otra cosa de alguien que se hallaba en su novena década de vida. Calvo como un bebé, sin un solo pelo o mechón, su cabecita parecía hundirse en el cuello del elaborado peto que lucía sobre el tronco, peto que quizá le había encajado bien seis décadas atrás pero que ahora lo empequeñecía, dominando como a una tortuga su concha. Por ambos costados asomaban dos brazos morenos y flacuchos, cuyos dedos martilleaban impacientemente las pezuñas leoninas que adornaban los brazos del trono, y por debajo de la larga túnica ceremonial emergían dos canillas, con un pie colocado ligeramente delante del otro y los dedos apuntando en mi dirección. Se me ocurrió entonces que quizá hubiera debido besárselos, de acuerdo con la costumbre. La mueca de irritación de Tigranes revelaba claramente que no gozaba de su aceptación.
—¿Farnaces, el hermanastro de mi esposa? —preguntó ásperamente al viejo eunuco que se hallaba a su lado con un pergamino en las manos, anunciando cada una de las llegadas al duro oído del rey.
El eunuco no había tenido tiempo de hablar, pues el rey le había interrumpido cuando se aclaraba la garganta para anunciarme formalmente.
Mirándome con ojos legañosos, se inclinó en la medida de lo posible. La cabeza hizo una ligera reverencia, acompañada sin duda de los hombros y el pecho, pero la pesada armadura permaneció inmóvil.
—No necesitas presentación —dijo, tosiendo—. Eres la viva imagen de tu padre, al que vi por última vez cuando tenía probablemente tu edad… —Al oír el cumplido, enderecé deliberadamente la espalda y alcé el mentón en tanto que Tigranes proseguía—… aunque debo decir que pareces mucho más pequeño. —Me despidió con un gesto seco de los dedos—. Estoy al corriente de las actuales circunstancias de tu padre.
Sin permitirme pronunciar palabra, un guardia me agarró del codo y me llevó hasta una fila de reyes vasallos y jefes que habían asistido a la audiencia con la esperanza de resolver sus propias disputas. La voz clara e infantil del eunuco resonó por encima del quedo murmullo.
—El tribuno Apio Claudio Pulquer, embajador del general romano Lucio Licinio Lúculo.
Un hombre de unos treinta años se acercó a Tigranes con grandes zancadas, luciendo el uniforme de gala romano, una espada corta con incrustaciones en la cadera izquierda y un casco bajo el brazo derecho con la crin roja claramente visible. El rostro, apuesto y bronceado, expresaba su desdén por las ceremonias orientales, y su arrogancia podía leerse en la mandíbula y el porte. Le atravesé con la mirada, tan intenso era el odio que sentía en ese momento, mas él me desdeñó por completo, gesto que me perturbó aún más que si me hubiese mirado igualmente con odio. Después de todo, no hay peor insulto que la indiferencia.
—Rey Tigranes —dijo cuando se detuvo frente al trono, con el tono que emplea un padre con un hijo pequeño.
Tuve la impresión de que había omitido el título de «Rey de Reyes» a propósito, lo que constituía una violación del protocolo sutil pero grave. Aunque advertí que el guardia ejercía en su codo la misma presión que había ejercido en el mío para obligarle a postrarse, Pulquer se lo quitó de encima con visible irritación y permaneció erguido. Entre los cortesanos corrió un murmullo de estupefacción por esta falta de deferencia con su rey.
—Rey Tigranes —repitió Pulquer al percatarse de que tenía encima todas las miradas—, te doy las gracias por los magníficos presentes con que me obsequiaste ayer, a mi llegada a Antioquía. Lamento decirte que no puedo aceptarlos, pues no he venido a negociar ni a parlamentar, sino a traerte un ultimátum de mi general.
Los ojos de Tigranes saltaron de la huesuda cabeza y una vena azul empezó a martillearle la sien. Si alguno de sus súbditos le hubiera hablado en ese tono tan perentorio, tan irrespetuoso, esas habrían sido sus últimas palabras. De hecho, advertí que las manos de los guardias viajaban hasta las empuñaduras de sus espadas curvas. Pero el rey, fingiendo que tosía, no dijo nada y el tribuno continuó.
—El general Lúculo te envía un cordial saludo. También pide que le entregues de inmediato al rey Mitrídates Eupátor VI del Ponto, encadenado, para ser juzgado por sus crímenes ante un tribunal romano.
Tigranes se removió algo más dentro de su armadura, aunque para entonces sus dedos habían detenido el tenso martilleo. Era evidente que estaba esforzándose por controlar la rabia que le producían la arrogancia y la osadía del tribuno, pues la corte armenia veía como una vergüenza, como una falta de educación y de autodominio, mostrar la ira en público. Respirando profundamente, se obligó a esbozar una tenue sonrisa sardónica, la cual asomaba justo por encima del cuello dorado de la coraza.
—Has hablado de un ultimátum, tribuno —resolló—. ¿Qué propone hacer tu general si no accedo a su petición?
—Si no accedes, rey Tigranes —declaró Pulquer en un tono tan firme y seguro como en su saludo inicial—, Roma combatirá contigo hasta que le entregues al rey criminal para ser llevado ante la justicia. Armenia será destruida.
Se detuvo para dar mayor dramatismo a sus palabras, mas no era necesario. La audacia del tribuno había dejado a la corte estupefacta.
—Partiré por la mañana —continuó Pulquer—. Te ruego que antes de eso me des una respuesta. —Dicho esto, asintió con la cabeza, giró bruscamente sobre sus talones y se marchó por donde había venido, abriéndose paso a empujones entre la multitud de eunucos y cortesanos mudos que se había acercado para escuchar el extraordinario intercambio de palabras.
La respuesta era previsible, y tanto si Lúculo deseaba la guerra con Armenia como si no, el claro desafío de Pulquer no dejaba a Tigranes más que una opción si deseaba conservar su autoridad. Ordenó la concentración del gran ejército de Armenia y envió exploradores para controlar los movimientos de las legiones romanas. Padre, finalmente, fue llamado a la presencia del Gran Rey, no para recibir castigo sino para aconsejarle sobre los puntos fuertes y las tácticas de este nuevo invasor. Mientras sus mil exiliados pónticos se quedaban aguardando con impaciencia, padre partió para reunirse con Tigranes en el lugar donde se estaba reagrupando el ejército, una fortaleza secreta en los montes Taurus.
—¿Tigranes no se cree que los romanos invadirán su reino? —me preguntó padre con incredulidad.
—Confía en lo que le dicen sus cortesanos —respondí—. Aseguran que Lúculo no defendería ni Éfeso si Tigranes decidiera plantarle batalla.
—¿Cómo explica entonces las dos legiones que acaban de entrar en territorio armenio desde el Ponto?
—Exactamente como eso, como dos meras legiones. Tigranes asegura que Lúculo lo hace para tener distraído al Senado. Ha sometido al Ponto, pero desea conservar su mando. Para ello, sin embargo, tiene que demostrar que aún se halla en campaña. Sus otras tres legiones están todavía reduciendo al Ponto, de modo que solo le quedan dos legiones libres, lo que suma diez mil hombres y dos mil mercenarios montados. Tigranes cree que Lúculo saqueará algunas poblaciones fronterizas, te buscará y retrocederá en cuanto los armenios se impongan.
Padre reflexionó en silencio.
—En ese caso, ¿a qué viene tanta concentración? Tigranes está concentrando el Gran Ejército.
Carecía de respuesta para esa pregunta, pero había pasado las últimas semanas en el entorno de Tigranes, observando la llegada de las tropas. La caballería armenia, en concreto, era formidable. Estaba formada por catafractos, guerreros profesionales vestidos de los pies a la cabeza con armadura, al igual que sus imponentes caballos. Una caballería tan pesada era inexpugnable. Una sola carga de estos jinetes, que como sus hermanos de infantería luchaban en formación de falange, bastaba para destruir al enemigo o, cuando menos, debilitarlo lo suficiente para que un rápido barrido de la infantería pudiera acabar con él.
Me encogí de hombros.
—La decisión de reagrupar al Gran Ejército no es enteramente suya. Tigranes preferiría hacer caso omiso de Lúculo hasta que este se marchara. Lo llama grano en el culo. Pero sus jóvenes jefes están pidiendo sangre romana. Hace años que no combaten y tienen ganas de luchar. Son ellos los que han agrupado el ejército. Tigranes se limita a observar divertido.
Padre sacudió la cabeza con indignación.
—Durante años pedí a Tigranes que se uniera a mí para luchar contra los romanos, pero el muy patán siempre se negó. Hasta le entregué una hija casadera. Ahora comprendo que lo acertado habría sido hablar con los jefes.
—Tendrás oportunidad de hacer ambas cosas esta tarde. Tigranes quiere que asistas a una reunión con su estado mayor.
Padre se echó la melena gris hacia atrás y se ajustó la daga que llevaba atada al cinto.
—Pues me va a oír ese viejo ladrón de caballos. Ten por seguro que me va a oír.
En la espaciosa tienda de Tigranes, padre, yo y el general póntico Taxiles, que se había unido recientemente a nosotros, explicamos la situación al viejo rey, hicimos hincapié en nuestra experiencia bélica con los romanos y expusimos nuestro plan. Taxiles era nuestro representante, pues, al desempeñar un rango menor, era más diplomático que él hablara primero para, de ese modo, permitir que el rey Tigranes respondiera libremente, sin temor a ofendernos si creía necesario criticar el plan.
No porque a Tigranes le preocupara ofendernos.
—Señor —declaró confidencialmente Taxiles—, Lúculo ha avanzado hasta tu capital, Tigranocerta, sin encontrar resistencia de…
—Es solo una finta, general —le interrumpió Tigranes en tono de regañina—. Sus legiones se dispersarán en cuanto aparezca el Gran Ejército. Cuanto más le permitamos adentrarse en nuestro territorio, más fácil nos será aplastarlo. Dejad que entre.
Taxiles observó detenidamente al rey.
—Nuestra experiencia, señor, es que los romanos, hasta cuando pierden, son capaces de causar numerosas bajas a su enemigo. Tu ejército es, sin duda, imponente. No obstante, ¿por qué correr el riesgo de perder a algunos de tus magníficos guerreros, por pocos que sean?
Tigranes le clavó una mirada torva.
—Me desagrada tu tono, soldado —declaró—. Estás insinuando que mis fuerzas son inferiores a esos itálicos de plaza de armas. Quizá sean capaces de hacer daño a guerreros inferiores —y miró a padre, que escuchaba impasible con los dedos de las manos unidos por las yemas y los párpados entornados—, pero no al Gran Ejército, y aún menos en su propio territorio. Estamos hablando de las legiones veteranas de Lúculo, si no me equivoco. Deben de estar a punto de jubilarse. Probablemente se trate de una pandilla de viejos, y encima solo suman dos legiones. Me tiemblan las rodillas. ¿Has terminado, general?
—No, Majestad. Soy plenamente consciente de las elevadas aptitudes y cifras de tu ejército, pero creo que debemos intentar destruir al enemigo con el mínimo número de bajas posible. Permite que Lúculo se acerque a tu ciudad, incluso que la cerque y cave sus infernales trincheras. Tu verdadero punto fuerte, señor, es la caballería, tanto los catafractos como la caballería ligera. Controla el campo abierto alrededor de las líneas romanas. Impide que el enemigo se abastezca. Tigranocerta está fuertemente guarnecida. Los muros podrían aguantar varios meses. Podrías hacer que el hambre empujara a Lúculo a rendirse sin el riesgo de una batalla campal. La victoria puede ser tuya sin disparar una sola flecha.
Tigranes miró malévolamente a Taxiles y luego se dirigió a padre.
—Huelga decir que esa es precisamente la táctica que Lúculo empleó contra ti en Cízico hace tres años, ¿no es cierto? ¿No estará este plan teñido de una sed de venganza que te nubla el juicio?
Taxiles abrió la boca para hablar, pero padre se levantó e indicó a su general que callara.
—Por supuesto que no, hermano rey —repuso con paciencia—. Es una estrategia sólida que busca sacar partido a tus puntos fuertes y aprovecharse de los puntos débiles de los romanos.
Resoplando, Tigranes se levantó con la expresión desafiante de un niño y los ojos rojos de ira, mirando a Taxiles y luego a padre, y concentrándose finalmente en Taxiles, que estaba más cerca de su línea de visión.
—¿Insinúas, general, que mi ejército podría no ser capaz de derrotar a los romanos en una batalla campal? ¿Que debemos merodear por sus flancos y negarles la galleta para conseguir la victoria? ¿Son esas las tácticas valientes que han utilizado los pónticos, con abrumador éxito debería añadir, en sus guerras contra los romanos?
Taxiles miró a padre de soslayo en busca de apoyo y de nuevo al encolerizado Tigranes, sin perder ni un instante su porte militar.
—No, Alteza, es un plan cuidadosamente…
—¡Un insulto es lo que es! —gritó el rey—. ¡Me estás insultando y eres un traidor por proponer semejante estrategia! ¡Te haré ejecutar por tu impertinencia! ¡Guardias!
Taxiles miró con estupor a los dos guardias que en ese momento procedieron a flanquearle, pero padre reaccionó con rapidez. Colocándose delante de Taxiles, se enfrentó al viejo rey con voz tranquila pero autoritaria.
—Con mis respetos, hermano rey, yo también soy soberano y Taxiles es mi súbdito, yo le daré el castigo que merece. Su destino no te compete.
Tigranes miró fijamente a padre, tratando de distinguirle a través de la neblina generada por las cataratas y la rabia. Finalmente respiró hondo y se dejó caer pesadamente en su butaca, sostenido de ambas axilas por dos cortesanos. Los guardias situados a los lados de Taxiles se relajaron.
—De acuerdo, Mitrídates. Tú y tus hombres regresaréis a vuestro cuartel general en la frontera póntica para aguardar mis instrucciones. Tu consejo ha sido inútil y no pienso seguirlo. Tu incompetente asesor, Taxiles, y tu hijo, general Farnaces, se quedarán conmigo como garantía de tu obediencia, y ahora, fuera de aquí. Me ponéis enfermo.
Con la mandíbula apretada de ira, padre se dio la vuelta y salió de la tienda junto conmigo, seguido de Taxiles. Sin apenas pronunciar palabra, recogió sus escasas pertenencias, reunió su contingente de exiliados pónticos y guardias armenios y emprendió el regreso al pabellón de caza cuando aún no había atardecido. Su cabeza gris tenía el porte desafiante de siempre, y en sus anchos hombros, cargados con el arco y la aljaba que nunca le abandonaban, no se apreciaba el menor indicio del desaliento o la desesperación que por fuerza tenía que haberle provocado el repudio. Había jurado que jamás sería vencido, ni por los dioses, ni por los romanos, ni por sus aliados, por muy duramente que le tratara el destino.
No obstante, mientras padre se adentraba al galope en las montañas, me pregunté qué probabilidades teníamos de no ser vencidos. Dioses, romanos y aliados parecían haberse confabulado para hacer justamente eso.