III

DURANTE SEIS MESES huimos como ladrones por el interior del Ponto, eludiendo los castillos y enfrentándonos en pequeñas escaramuzas con partidas de exploradores de Lúculo. Las primeras semanas que siguieron al colapso de Cabira la caballería romana nos persiguió con ahínco, impaciente por capturar el trofeo máximo que durante décadas les había sido esquivo. Evitábamos incluso la hospitalidad de los viejos vasallos de padre, pues Lúculo tiraba de los hilos políticos con la misma habilidad que los militares. Torturaba y mataba a toda persona que nos ofrecía ayuda cuando pasábamos por sus tierras y recompensaba con oro o con cargos políticos a quienes desatendían nuestra petición de provisiones o, peor aún, reunían sus propias milicias y nos perseguían como sabuesos hambrientos. Sínope, nuestra hermosa capital, finalmente cayó ante los romanos, desmoralizada, hambrienta y abandonada por su último frente marítimo de defensa, los piratas, que habían partido en busca de aguas más lucrativas. Las llamas engulleron la ciudad hasta la misma costa y los habitantes se dispersaron. Amisos corrió igual suerte poco después y no había duda de que Farnacia sería la siguiente, pues los romanos avanzaban implacables hacia el este, estrechando el cerco.

Por el sur, Capadocia se hallaba ocupada; por el norte, el acceso al mar estaba cortado, y el ejército romano marchaba con paso lento y seguro desde el oeste. Todavía teníamos fortalezas en las montañas que nos proporcionaban cobijo temporal, pero estaban cayendo con rapidez y cada derrota abría otra grieta en la lealtad de quienes aguantaban, lo que ponía cada vez más en peligro nuestra seguridad y anonimato. Un rey raras veces consigue viajar en el anonimato, incluso entre aliados incondicionales. En cada ciudad que entrábamos, padre era aclamado por el pueblo por resistir frente a los romanos y vilipendiado secretamente por quienes creían que traíamos la destrucción, como la peste. Hasta pasar la noche dentro de los muros de un castillo se convirtió en un riesgo excesivo. Había habido demasiadas emboscadas e incursiones de cuadrillas romanas asesinas.

Nuestra banda entraba en los pueblos los días de mercado para obtener víveres y luego partía con la misma velocidad con que había llegado, rechazando cualquier acto ceremonioso o escolta. Acampábamos en enclaves recónditos de los que podíamos huir con rapidez, evitando encender hogueras durante el día para no alertar al enemigo con el humo, y apresábamos y ejecutábamos con garrote a los romanos que cometían la negligencia de acercarse demasiado. Hacíamos todo eso con la esperanza de que los rumores sobre nuestro paradero se desvanecieran. Mas era en vano. Por cada explorador que matábamos aparecían otros tres en el horizonte. Por cada jefe que proclamaba su lealtad eterna al rey, diez pastores o campesinos estaban dispuestos a desvelar nuestro paradero a cambio de uno o dos tetradracmas de plata.

Era imposible reagruparse en esas circunstancias. No podíamos reclutar ni adiestrar a nuevos soldados. Apenas teníamos suficiente comida para alimentarnos a nosotros, y en poco tiempo de los dos mil hombres reagrupados tras la caída de Cabira, apenas quedaba la mitad. Padre ni siquiera se molestaba en dar caza a los desertores. En otros tiempos habría tratado a estos con más dureza aún que a los prisioneros enemigos, pues, en su opinión, el enemigo, cuando menos, se mantenía leal aunque fuera a la causa equivocada, y eso en cierto modo le disculpaba. Ahora, sin embargo, las deserciones apenas arrancaban de él un encogimiento de hombros.

El brillo de sus ojos había sido reemplazado por una mirada entornada y cansina. Su larga melena, que lucía siempre suelta como Alejandro, había pasado del castaño al gris acerado en cuestión de semanas. El cuerpo, aunque todavía grande y fuerte, aparecía más delgado debido a las raciones irregulares y a las muchas horas que pasaba sobre la silla de montar. Había perdido incluso el caminar brioso que yo siempre había intentado emular, y ahora andaba con paso preocupado, un ligero encorvamiento y el desasosiego dibujado en la cara. Desde la caída de Cabira, padre había envejecido, como si después de pasarse años bebiendo diariamente el elixir de la vida, de repente hubiera perdido la fórmula y sus sesenta y dos años le estuvieran dando rápido alcance. En toda la región un único soberano le superaba en edad, su propio yerno Tigranes de Armenia, probablemente veinte años mayor que él y, según contaban, decrépito y al borde de la demencia. Armenia estaba hacia el este y constituía nuestra única vía de escape frente al avance de las legiones romanas. Así pues, era al rey Tigranes al que pediríamos asilo.

Mientras avanzábamos por los estrechos desfiladeros del interior, la mente de padre no estaba concentrada en cómo salvar sus posesiones y su reino, pues la oportunidad para eso ya había pasado, sino en cómo privar a los romanos del uso de tales posesiones. Ahora eran nuestras manos las que prendían fuego a los castillos por los que pasábamos y las que empaquetaban sus tesoros y archivos para llevárnoslos o enterrarlos en lugares secretos. Muchos jefes aceptaban lealmente la terrible medida y unían sus guarniciones a las nuestras. También los castillos y fortalezas que se hallaban fuera de nuestra ruta eran destruidos, pues padre enviaba oficiales de confianza en todas direcciones con despachos que ordenaban a los vasallos recoger todos los objetos de valor y unirse a él al otro lado de la frontera, en Armenia. La mayoría obedecía, y los romanos, a lo largo de su marcha hacia el este, encontraban las fortalezas en ruinas, los valiosos archivos sobre las campañas de padre destruidos y los informantes romanos pasados a cuchillo.

Pero la misión más delicada de todas fue la que yo mismo tuve que llevar a cabo en Farnacia, la ciudad costera donde moraban las mujeres de los harenes reales, enviadas allí años atrás para su protección. Mis órdenes eran llevarme a las mujeres que Lúculo pudiera considerar dignas de ocupar un lugar en su triunfo en Roma. Entré en Farnacia con un pequeño escuadrón de soldados pónticos y un viejo eunuco llamado Baquides, en quien podía confiar para que identificara a las grandes damas, algunas de las cuales habían sido enviadas a Farnacia cuando yo aún no había nacido. Al día siguiente de nuestra llegada, la flota romana cercó el puerto y dos legiones de Lúculo cerraron las vías de salida de la ciudad. Por tanto, el rescate seguro de las delicadas mujeres, algunas de ellas ya mayores, no iba a ser factible. Los romanos las capturarían, probablemente las violarían y se las llevarían a Roma, la peor vergüenza que podían padecer, y también padre. Solo existía una solución.

Las dos hermanas mayores del rey, mis tías Roxana y Estatira, a las que no había visto desde niño y, por consiguiente, no reconocí, fueron las primeras. Roxana, la vieja arpía, llegó forcejeando y maldiciendo a padre en nombre de los hades por haberla destinado a una vida de amarga virginidad, sin haber podido casarse con su hermano tras la desastrosa unión de este con Laodice pero tampoco con un hombre de menor rango. Apuró con resentimiento la copa de leche de yegua con arsénico que le ofrecí y se tendió en su lecho. En medio de sus últimas convulsiones la mujer reunió suficiente energía para agarrarme de la manga, tirar de mí y escupirme en la cara. Murió con una sonrisa de satisfacción.

Estatira, aunque unos años menor que Roxana, había llevado una vida prácticamente idéntica a la de su hermana. No obstante, a diferencia de esta, casi recibió su sino con alegría. Tomó la copa y la alzó pausadamente para inspeccionarla, adoptando una pose aristocrática, como una reina de las tragedias griegas. Mientras bebía, hizo una mueca involuntaria al sentir el ardor en la garganta pero, a diferencia de su hermana, recuperó la compostura, se tumbó y dio gracias a su hermano por darle la oportunidad de tener una muerte noble y libre, y no como esclava de los romanos.

Aunque yo apenas conocía a estas dos mujeres, la experiencia me afectó profundamente. He librado batallas, matado hombres, vendado mis propias heridas. Sin embargo, la muerte de estas mujeres me dejó tremendamente turbado. Todavía quedaban docenas por morir, un palacio entero, las parientas lejanas de estas grandes damas, oscuros miembros de la familia real de cuya existencia apenas era consciente, multitud de doncellas, concubinas que el rey había recibido a lo largo de los años como obsequios de Estado pero a las que apenas había conocido o había conocido solo brevemente antes de guardarlas con las otras. Peor aún, quedaba Monime. Pese a lo mucho que lo deseaba, no podía eludir esa tarea, no podía asignársela a Baquides. Padre exigiría un relato de primera mano. Me armé de valor con ayuda de una copa de vino sin aguar y me dirigí a sus aposentos. Aunque llegué sin previo aviso, me estaba esperando.

Monime fue la más lastimosa de todas las criaturas, la más reacia a aceptar su sino, quizá porque, a diferencia de las hermanas del rey, el suyo era un destino que ella se había creado, no un destino determinado por los dioses o el accidente del nacimiento. Cuando padre la eligió entre el gentío dos décadas atrás, le ofreció una fortuna en oro por el alquiler de sus encantos. Monime pudo haber aceptado y servir alegremente como cortesana durante el tiempo que sus favores hubieran sido del agrado del rey y luego partir libre y acaudalada. No obstante, al aferrarse a la diadema de concubina real, había aceptado no solo esa condición sino el destino que la acompañaba, pues ser concubina significa ser esclava del lecho real de por vida. Cuando la concubina real deja de ser la favorita, debe retirarse al establo, como un caballo de carreras gastado, con las demás concubinas deslucidas. A sus hermosos diecisiete años, ni por un momento había pensado Monime que su gloria sería perecedera. Con su destierro a Farnacia años más tarde, sin embargo, empezó a asimilar su destino. Ahora, con mi llegada, ese destino adquiría la forma de una realidad mortal.

Cuando el imperturbable Baquides y yo aparecimos en sus aposentos, Monime se puso furiosa. Hacía muchos años que no la veía, pero su expresión de enojo, las palabras despectivas que atravesaron sus labios, me trajeron de nuevo todas las emociones dolorosas que experimentara de niño, durante los años que viví con ella en Pérgamo. Cuando clavó su altiva mirada en mí, quedé momentáneamente paralizado.

—¿No tienes palabras de bienvenida para tu madrastra? —espetó—. ¿No tienes un beso para mi mejilla? ¿O quizá los asesinos como tú no son capaces de mostrar el debido respeto y afecto a sus mayores?

—No eres mi madrastra —respondí fríamente—. Padre nunca te desposó, e hizo bien.

Monime se arrancó la diadema que había seguido luciendo cada día como una reina y la arrojó al suelo, esparciendo las perlas y pequeñas gemas por toda la habitación. Luego comenzó a pasearse por las estancias lamentando su suerte y rogando a todos los dioses del cielo que derribaran a Mitrídates, que me infestaran con alguna enfermedad repugnante, para así aplacar su rabia. Baquides la observaba con paciencia.

—Señora —dijo finalmente—, ya no compartes el lecho del rey, pero conservas toda la belleza de la juventud. —Monime titubeó ante el inesperado cumplido del eunuco—. De hecho, tu hermosura ha aumentado y se ha dulcificado con el paso del tiempo.

Monime se serenó lentamente y se alisó las ropas, como si estuviera aguardando a un pretendiente. El corazón se me llenó de desprecio al ver la facilidad con que saltaba de una emoción a otra, como una actriz en una obra de teatro subida de tono.

—Como es lógico —prosiguió Baquides—, cualquier hombre se sentiría afortunado de estar en presencia de un espécimen tan encantador.

Yo no daba crédito a mis ojos. La mujer había empezado incluso a acicalarse, a ahuecarse el pelo mientras se contemplaba con coquetería en un espejo de pared. ¿Qué pretendía el eunuco al hablarle así? Mordiéndome la lengua, escuché la respuesta de Monime.

—Gracias, Baquides. No son muchos los hombres que reparan en los numerosos esfuerzos que hace una mujer para mantenerse atractiva, sobre todo viviendo en condiciones tan abominables. Naturalmente, no me cabe duda de que todo esto es, sencillamente, un error…

—Ciertamente —prosiguió el eunuco con una tenue sonrisa en los labios—, el rey no ha olvidado tu excepcional belleza. —Monime se ruborizó como una virgen—. Está tremendamente preocupado. Piensa en cuál sería tu suerte si los romanos te capturaran. ¿Crees que saldrías del palacio con el honor intacto? El primer legionario mugriento que escalara los muros iría directamente al harén…

Monime se puso pálida y retrocedió.

—¿Cómo te atreves a hablarme de esas atrocidades? —siseó—. Aunque los romanos me capturaran, soy una concubina real. Ninguno sería digno de mí, ninguno se hallaría a mi nivel, exceptuando, quizá, el propio Lúculo… —Se detuvo y miró rápidamente a Baquides y luego a mí, comprendiendo, con creciente horror, que acababa de pronunciar las palabras que sellarían su muerte.

—Justamente —dijo el eunuco, tomando la leche y mezclándola con el mortífero jarabe—. Es justamente eso, que Lúculo se apodere de las posesiones más valiosas del rey, lo que debemos evitar. Por el bien del rey y por el vuestro. —Le tendió la copa.

Monime retrocedió y, en un golpe de inspiración, me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Farnaces, ¿no tienes nada que decir? ¿Es que nada conmueve tu corazón? ¿Acaso no guardas recuerdos de Pérgamo que no sean odiosos, que no estén envenenados por la amargura? En aquel entonces eras solo un niño. Todos los niños padecen angustias, no deberías culparme de tu ira…

Desvié la mirada, decidido a mantener el semblante impertérrito, a no dejarme conmover por sus ruegos. Mi mente se remontó a un pasado lejano, al momento en que Bituito se acercó por primera vez a ella en medio de la multitud para pedir que fuera trasladada al lecho del rey y le produjo aversión el significado griego del nombre Monime, «toda sola». Ahora comprendía lo perspicaz que había sido en su interpretación.

—¿Farnaces? —prosiguió, acercándose con cautela y posando una mano en mi hombro, sin apartar la vista de la copa que sostenía Baquides—. ¿Realmente te envió tu padre a hacerme esto? No tienes por qué hacerlo. Él es un hombre viejo, Farnaces, pero yo todavía soy joven, como tú. Tú eres su heredero, no estás obligado a obedecer órdenes que podrías lamentar después de su muerte.

—No soy yo su heredero, sino Makarios, yo no soy más que un soldado.

El rostro de Monime se endureció durante unos instantes y luego recuperó su expresión suplicante.

—Te equivocas. Tu padre no valora a Makarios, para él no es más que un perro faldero. Tú eres su verdadero favorito. Todo lo que hagas te será perdonado, como hasta ahora. ¡Ni siquiera tendría que saberlo! Podría huir por la puerta de atrás y luego podrías decirle que cumpliste con tu deber…

La mente me daba vueltas. «Lealtad, el aspecto que padre más valoraba en un hombre. Perdonaría incluso a un romano si este fuera leal a su señor. Así y todo, ¿merecía realmente Monime este sino? Era una mujer de recursos, probablemente sobreviviría a la invasión romana. Pero no, ¿cómo podía pensarlo siquiera? ¿Cómo podía desobedecer? Si un hombre traiciona a su padre, se traiciona a sí mismo». Contemplé a Monime, el maquillaje corrido, la patética mueca suplicante de su boca mientras las palabras seguían brotando, suaves y melifluas, de sus labios. Entonces reparé en sus ojos, unos ojos que, pese a los talentos de su dueña, no podían ocultar sus verdaderos sentimientos, pues me miraban con un odio y una malevolencia que no había visto hasta ese momento, ni siquiera en los enemigos con los que había lidiado. Sus ojos me perforaron, pero hacía mucho que me había vuelto inmune a su veneno, y mi propia mirada glacial se burló de las lágrimas y lisonjas con que Monime intentaba ablandarme. Tan solo sentía asco. Me di la vuelta e indiqué a Baquides que le entregara la copa.

Monime empezó a gritar. Tras arrancarse el largo pañuelo que utilizaba para recogerse el pelo, corrió hasta el aplique de una antorcha. Colgó el tocado de un clavo que sobresalía, introdujo la cabeza en el lazo y se arrojó al suelo, trasladando todo el peso de su cuerpo al cuello.

La tela no aguantó y se desgarró al instante, pero el impulso de la embestida estrelló a Monime contra la pared con un crujido escalofriante. Mientras Baquides corría a su lado, cayó lentamente al suelo con la cabeza torcida en un ángulo espeluznante.

Monime seguía viva, pero el cuello se le había partido como una pequeña rama. No podía mover el cuerpo, ni tan siquiera ingerir el preparado que Baquides le ofrecía. Lleno de desprecio por las últimas palabras de Monime, incapaz de permanecer en la estancia un minuto más, me marché. Baquides satisfizo el último deseo de Monime de forma rápida e indolora y me trajo el cuchillo todavía ensangrentado como prueba del sacrificio.

Una semana después padre y su séquito cruzamos el Éufrates en barcos arrendados y pasamos a Armenia, lejos del control romano. En la orilla nos esperaba una comisión de Tigranes. Para nuestro estupor, un pelotón de su guardia personal, apodada los Inmortales, nos rodeó nada más desembarcar. Los guardias desarmaron a nuestros soldados y, acto seguido, nos trasladaron a padre, a Bituito y a mí no al palacio del gran rey en Tigranocerta, sino a una pabellón de caza que Tigranes tenía en las montañas, cerca de la frontera.

Estábamos bajo arresto y teníamos prohibido salir del rústico castillo so pena de muerte. Tigranes desoyó las protestas de padre, sus cartas y peticiones. Incluso me negó el permiso de penetrar en los bosques circundantes para recoger la sangre de pato y las hierbas que necesitaba para preparar la pócima diaria de padre, hasta que se nos agotaron las existencias y padre empezó a sufrir ataques y convulsiones. Solo entonces nos permitieron contar con los servicios de un boticario del lugar, que nos proporcionaba los ingredientes que necesitábamos a precios exorbitantes.

Ese invierno, las últimas fortalezas del interior del Ponto se rindieron a Lúculo y los romanos retrocedieron a sus bastiones de la costa. Padre envió numerosos emisarios al viejo rey Tigranes para exigir su liberación e insistir en que fuera tratado como correspondía a un rey del Ponto y un enemigo acérrimo de los romanos. Estos emisarios se cruzaban a menudo con otros heraldos que portaban estandartes romanos y mensajes de Lúculo para Tigranes exigiendo exactamente lo mismo, que liberara a padre de su cautiverio y lo entregara a Roma. Lo que Roma había sido incapaz de obtener por la fuerza pretendía conseguirlo ahora mediante la presión diplomática.

Y Tigranes todavía tenía que dar una respuesta.