DESPUÉS DE DOS DÍAS de dura cabalgada por los pronunciados y pedregosos cañones del interior del Ponto, llegamos al recóndito valle de Cabira, donde nos esperaba nuestro ejército de cuarenta mil hombres. Mario llevaba mucho tiempo muerto y casi todos los oficiales romanos bajo su mando se habían dispersado por la Propóntide con las tempestades invernales. Una salvedad importante era Marcelo, a quien padre había nombrado comandante de los pocos exiliados romanos que quedaban. Pero aparte de ellos, nuestro ejército era ahora estrictamente nativo, reclutado exclusivamente entre los poderosos jefes del interior, jinetes todos, leales a la familia real durante las últimas seis generaciones, conocidos de padre y de sus compañeros desde que rondara estos parajes medio siglo atrás. Los métodos de estos hombres eran célebres y su capacidad de lucha había quedado demostrada. Padre saludó a centenares de ellos por el nombre, preguntándoles por sus familias, recordando a sus parientes difuntos, bromeando en sus dialectos. Eran hombres en los que podía confiar, hombres que, debido a su aislamiento o a sus riquezas, se habían mantenido al margen de las guerras pónticas. Pero ahora que el reino estaba sitiado, habían decidido reunir a sus vasallos y esclavos en este valle secreto. Lúculo se enfrentaría a su rival aquí, en Cabira, en la última batalla de Mitrídates.
El general romano no perdió el tiempo. Después de tomar Temiscira sin encontrar resistencia, apresó a varios pastores, los torturó para sacarles información y marchó directamente sobre nosotros. Padre y yo, en lugar de permanecer ocultos en nuestra fortaleza, partimos con diez mil jinetes para recibir a la vanguardia romana, que hallamos en un barranco angosto situado a medio día de marcha rápida del lugar donde esperaban encontrarnos. Tras un feroz enfrentamiento, los legionarios romanos se dispersaron por las escarpaduras y los bosques de maleza. Nuestros jinetes romanos fueron tras ellos y les cortaron la cabeza con sus espadas curvas como si fueran melones o, sencillamente, los arrollaron con sus veloces caballos, mientras padre, Bituito y yo observábamos la escena desde lo alto de una elevación, a lomos de nuestras monturas. De los quinientos soldados de la vanguardia romana, ni uno solo quedó vivo, con excepción de un tribuno llamado Pomponio que resultó ser el comandante de la caballería de Lúculo. Los hombres lo arrastraron hasta nosotros, sangrando de una terrible herida de espada, con el casco dividido y la frente casi partida en dos. Aunque apenas podía mantenerse en pie, Pomponio miró fijamente a padre, carraspeó y le lanzó un pegote de flema a los pies.
Indignados, los capitanes pónticos procedieron a apalear al soldado, pero padre los detuvo abriéndose paso entre ellos, hasta que se encontró frente al tribuno y le colocó su enorme mano en la garganta.
—Salve, tribunus Pomponius —le saludó en un latín afectado e intimidatorio—. Tu cohorte ha sido aniquilada y tu vida pende de mis cinco dedos. No me vendré con rodeos. Necesito que le lleves un mensaje a Lúculo. Dile que abandone el Ponto y que si lo hace dejaré que su ejército se marche en paz. De lo contrario, destruiré sus legiones, tal como hice hoy con tu desgraciada cohorte. Hazlo, tribuno, y serás mi amigo, yo trato bien a mis amigos. Niégate, y… —Apretó los dedos hasta que los ojos del romano se hincharon.
Pomponio cayó de rodillas, agarrándose la dolorida garganta, en tanto que los capitanes pónticos se apiñaban a su alrededor, comentando su despecho.
—¡Atrás! —bramó padre—. Dejad que el hombre respire. ¡Tiene una misión que cumplir!
Pomponio se levantó, esforzándose por respirar, y enderezó la espalda. La sangre de la cabeza y la cara se había solidificado, cubriéndole un ojo por completo y dificultándole la visión. La expresión de su cara, no obstante, conservaba toda su dureza cuando miró a padre.
—¡Tu amigo! —espetó con voz ronca—. ¡Tu amigo! ¡Por todos los dioses! Seré tu amigo cuando te entregues a Lúculo, no antes. De lo contrario, mátame si quieres, porque siempre seré tu enemigo. —Y comenzó a escupir de nuevo en los pies de padre.
Bituito se acercó y clavó su enorme puño en el estómago del hombre, que dobló el torso y cayó de rodillas.
—Inmundo romano —gruñó el galo—. Eres demasiado fiel a tu señor.
Pomponio levantó la vista, vidriosa a causa de las arcadas.
—Tu insulto me halaga, galo.
Bituito desenvainó su espada y apuntó hacia la cabeza del romano al tiempo que los jefes pónticos le alentaban a seguir y se alejaban prudentemente de la hoja.
—Perro —siseó Bituito—. Sangrarás por esto. Tu cabeza adornará el poste de mi tienda.
El romano sonrió a través de sus labios partidos y sangrantes.
—Pedicabo te. —Que te jodan.
Bituito enrojeció de ira y echó la espada hacia atrás para asestar el golpe, pero padre se interpuso entre los dos hombres.
—Aguarda, Bituito. Por Zeus, ojalá tu ingenio fuera tan afilado como tu espada. Este hombre es fuerte y no se rebajará, yo no esperaría otra cosa de ti si Lúculo te capturara.
Bituito bajó lentamente la espada, pero los capitanes pónticos, que no entendían nada salvo el hecho de que este hombre había insultado a su rey, se indignaron al escuchar las palabras de padre.
—¡Pensad! —gritó padre—. Estamos pidiendo a este hombre que traicione a su país y a su general, que se convierta en un traidor. ¿Y vamos a recompensarle por eso? ¿Esperaríais indulgencia de Lúculo si me traicionarais? El colmo de la traición es salvar la propia vida a cambio de la de vuestro país. Este hombre es leal. Él, de todos los romanos, merece regresar a su patria. Dadle un caballo y devolvedlo a Lúculo. Le convirtamos o no en nuestro amigo, transmitirá el mensaje.
Entre murmullos de desacuerdo, los guardias aparecieron con un caballo y ataron al ensangrentado Pomponio al animal para impedir que cayera a causa de su debilidad. Acto seguido, un explorador póntico lo condujo hasta el camino por el que las legiones no iban a tardar en aparecer.
Los romanos se hallaban ahora en una situación desesperada: lejos de su base y en pleno corazón del país enemigo. Lúculo sería aniquilado si decidía atravesar los valles o las escasas planicies de la región, donde los jinetes pónticos podrían interceptarle a voluntad; las montañas, por otro lado, eran demasiado escarpadas y el riesgo de sufrir emboscadas demasiado alto para confinarse allí. Tras conocer la suerte de su vanguardia, mucho antes de llegar a Cabira, marchó hasta lo alto de una pequeña colina, algo separada de las demás elevaciones, y estableció un campamento sólido, un campamento romano inexpugnable, donde permaneció oculto mientras decidía qué hacer a continuación.
Durante tres días nuestros hombres desfilaron frente al campamento romano y nuestros jinetes galoparon al alcance de tiro de las catapultas de los impasibles legionarios con la esperanza de instarles a entablar combate en la planicie que se extendía a sus pies. Y durante tres días Lúculo se negó siquiera a disparar desde sus atalayas a la caballería póntica, digiriendo todos nuestros insultos y burlas en silencio, con la paciencia de un ermitaño, en tanto que sus guardias observaban desde las empalizadas nuestras audaces maniobras. El tiempo estaba de nuestro lado. Si era necesario, aguardaríamos a que el hambre obligara a los romanos a salir de su fortín.
Al cuarto día, nuestros espías nos informaron de que una caravana con provisiones procedente de Capadocia avanzaba hacia el norte para abastecer al campamento romano. Padre no dejó escapar esta oportunidad de asestar un golpe mortal a su enemigo. Envió una unidad completa de caballería, cerca de veinte mil jinetes, a interceptar la caravana mientras él se quedaba para mantener con su infantería el cerco del campamento romano, yo también me quedé, cojo a causa de una herida.
Lúculo se percató del peligro y, adelantándose a nuestra caballería, envió diez cohortes de infantería, una legión entera, a escoltar la caravana. No tuvimos noticias de lo acontecido hasta dos noches después, cuando cuatrocientos jinetes pónticos regresaron desordenadamente al campamento.
—Señor —dijo el oficial al mando del escuadrón de caballería, un capitán leal de Farnacia llamado Mirón que llevaba muchos años con nosotros, antes de caer de su debilitado caballo a los pies de padre—. Todo está perdido.
Padre le miró helado, incapaz de pronunciar siquiera las palabras necesarias para exigir una explicación.
—Los romanos nos tendieron una emboscada —prosiguió Mirón—. Nos atrajeron hasta un barranco donde nos era imposible maniobrar con los caballos y nos interceptaron.
—¿A los veinte mil? —susurró el rey, estupefacto—. Los romanos solo sumaban una legión…
—No a todos, señor —farfulló Mirón, como avergonzado, a pesar de que él había luchado valientemente—. A muchos, pero no a todos. Cuatro mil, tal vez cinco mil.
—¿Y el resto? Solo han regresado cuatrocientos. ¿Dónde está el resto?
—Huyeron a sus hogares, señor. Cuando vieron que la batalla estaba perdida, creyeron imposible el regreso al valle y empezaron a temer por sus familias, ahora que los romanos controlan los territorios del sur. Tu caballería se ha desintegrado.
Mirón estaba equivocado, aunque no en exceso. A lo largo de la noche fueron llegando al campamento otros mil o dos mil supervivientes. Padre apenas lograba asimilar lo ocurrido. Su infantería no podía hacer frente, sola, a los legionarios romanos, y sin la caballería, nuestra única ventaja sobre el enemigo se desvanecía, y también nuestros ojos y oídos, pues eran los exploradores de la caballería los que nos mantenían informados de los movimientos de los romanos y las condiciones circundantes. Sin caballería, debíamos abandonar el valle donde habíamos tenido sitiado el campamento romano. Debíamos adentrarnos de nuevo en las montañas.
Por primera vez en mi vida vi a padre al borde de la desesperación. Su único golpe de suerte había sido que los jinetes supervivientes hubieran regresado más deprisa de lo que podía avanzar la infantería romana. El cuerpo principal del ejército romano se hallaba todavía a varias horas de camino, de modo que Lúculo tardaría un tiempo en enterarse de su victoria. Si los dioses nos acompañaban, si actuábamos con rapidez, estábamos a tiempo de retroceder a las montañas antes de que el ejército romano pudiera reagrupar sus fuerzas para lanzarnos una ofensiva.
Normalmente, la sección más lenta de un ejército es el tren de equipaje. En una emergencia, gran parte del equipaje puede dejarse atrás si es necesario, pero no todo. Una parte que debe conservarse a toda costa son los fondos bélicos, así como los archivos militares, mapas y documentos que los acompañan, las vestiduras reales, los ahorros personales de los oficiales superiores y otros elementos voluminosos y difíciles de transportar. Las mulas y las carretas constituyen los medios de transporte preferidos. Cabira llevaba más de un año siendo capital del Ponto de facto, desde que comenzara el sitio de Sínope, de modo que los archivos oficiales de todo el país, así como la mayor parte del tesoro real, estaban allí. Este equipaje no consistía simplemente en armaduras y herramientas de repuesto. Era de vital importancia salvarlo, impedir que cayera en manos romanas.
Padre tomó una decisión precipitada. Para no asustar a las tropas, ordenó que se preparara discretamente una caravana de mulas para la evacuación inmediata del equipaje antes de anunciar al ejército la retirada general.
Pero en un ejército tan endogámico como el póntico no existen secretos. Antes incluso de que se hubiera dado la orden de cargar los objetos de valor, entre las filas corrió el falso rumor de que el rey y su estado mayor tenían intención de huir por la noche con sus pertenencias y dejar que las tropas se las arreglaran solas. La idea, naturalmente, era absurda —padre había pasado por muchos apuros en su vida y jamás había abandonado a sus hombres—, mas era un rumor que los soldados rasos, inquietos por la derrota de la caballería, estaban dispuestos a creer sin más. Cada hombre llegó a la conclusión de que si los oficiales huían, también él debía hacerlo, y cuando las puertas traseras del campamento póntico se abrieron para dejar salir las mulas de carga, estas fueron atropelladas por una avalancha de hombres desesperados. Los dioses del Caos y la Desbandada entraron en acción.
El revuelo y la confusión que se adueñaron del campamento eran indescriptibles. Los hombres perseguían y asesinaban a los oficiales. Los capitanes que siempre habían gozado del respeto de sus tropas eran acuchillados como ladrones, sus cuerpos sostenidos en alto, lanzando rojos destellos de sangre bajo la luz de las antorchas. Hasta Hermeo, el sacerdote supremo, fue pisoteado y asfixiado junto a la puerta del campamento, señal del pánico absoluto que reinaba entre las tropas, pues ningún hombre en su sano juicio habría osado maltratar a un sacerdote, ni por miedo ni por dinero. Juro por los dioses vengadores de las alturas que fue la peor noche de mi vida.
Y Lúculo, en lo alto de la colina, lo estaba viendo todo.
Sin esperar a que amaneciera o siquiera la llegada de sus diez cohortes, organizó a sus soldados y lo apostó todo a una única ofensiva en masa. Nuestros puestos de avanzada nos habían abandonado al estallar el disturbio, de modo que los romanos descendieron sobre nuestro campamento sin previo aviso. Antes de que supiéramos qué estaba sucediendo, las cornetas romanas estallaron en nuestros oídos y su eco aún no había amainado cuando el infierno se cernió sobre nosotros.
Sin seguir táctica alguna ni tomar precauciones, los romanos irrumpieron como un huracán en el campamento, arrollando cuanto encontraban a su paso, tiendas, letrinas, hombres ya muertos o moribundos a causa del caos que había estallado. Pisoteaban las hogueras y apagaban las antorchas, hasta que la oscuridad lo envolvió todo salvo el reflejo malévolo de las estrellas en las espadas de los romanos. Los oficiales pónticos gritaban órdenes destinadas a reagrupar a sus soldados y organizar una línea de defensa, mas todo en vano. Apenas las palabras habían salido de sus bocas, eran acuchillados, por romanos o por sus propios soldados. Era todos los hombres contra los oficiales pónticos, todos los romanos contra los soldados pónticos y ningún hombre contra los romanos. Cada soldado póntico buscaba su propia huida, dando traspiés en la oscuridad, sangrando a causa de heridas infligidas por camaradas y enemigos por igual, tropezando con cuerpos que se retorcían de dolor y obstruían el camino. Los hombres corrían en todas direcciones, buscando el camino que tuviera menos obstáculos, un lugar donde refugiarse, una zanja o un montículo o un bosquecillo. La escena era sobrecogedora.
Al principio padre y yo intentamos cohesionar las tropas, perdiendo un tiempo de oro antes de comprender la causa del pánico, el malentendido que había provocado el motín, y durante ese tiempo estuvimos a punto de morir a manos de nuestros propios hombres. Una docena de alborotados reconoció a padre y rodeó a su caballo para atacarle con sus dagas. Padre espoleó al animal y echó a correr, pero los agresores se colgaron del cuello de la bestia y consiguieron derribarla. Tras levantarse de un salto, desenvainó su espada y se abrió paso a cuchilladas en medio de la oscuridad, hacia el lugar donde divisaba, contra el cielo estrellado, mi silueta y la de Bituito, que estábamos siendo igualmente agredidos. Atravesó el tumulto lanzando gritos de rabia a sus propios hombres, pero antes de darnos alcance nuestros caballos fueron derribados y caímos en medio de la refriega. Únicamente la oscuridad, la confusión y el ansia de los soldados de hacerse con los caballos y las riquezas que pudieran transportar nos salvaron de una muerte segura.
A trompicones, Bituito y yo logramos finalmente salir de debajo de los amotinados y los cascos enloquecidos de los animales. Me apoyé en el hombro del galo, pues la pierna me dolía atrozmente a causa de la caída. Finalmente llegamos junto a padre, que para entonces había comprendido la situación, arrojado el manto morado y cesado los bramidos con su inconfundible voz. La destrucción provocada por sus hombres lo tenía enfurecido, mas no había nada que pudiéramos hacer. Privados de casco y armadura, arrebatamos los escudos a los cadáveres que yacían en el suelo, desenvainamos nuestras espadas y nos sumamos a la caótica huida por las puertas traseras del campamento.
Zarandeados desde todos los costados por hombres enloquecidos de miedo, corrimos a ciegas por el abarrotado y negro camino, como balsas descendiendo por un río enfurecido. Los hombres gritaban y nos daban empellones cada vez que tropezaban con una piedra o un camarada. La idea de luchar estaba descartada. Necesitábamos concentrar todos nuestros sentidos y nuestra fuerza en, sencillamente, mantenernos erguidos, pues tropezar y caer bajo esa turba enloquecida significaba una muerte segura. Nuestros esfuerzos, sin embargo, no bastaron, pues de repente escuchamos el toque de corneta casi sobre nuestros oídos, acompañado del galope atronador de una caballería. Los romanos, que habían cabalgado hasta la parte trasera del campamento, estaban ahora dando caza y muerte a los supervivientes pónticos y buscando a Mitrídates, el trofeo por excelencia.
No había posibilidad de escapar. Los cascos retumbaban a ambos lados del camino y por delante el avance se había detenido, pues la caballería bloqueaba también ese lado. Los hombres corrían de un lado a otro, confiando en la oscuridad de la noche para huir entre las patas de los caballos. Ahora todos los hombres se evitaban, conscientes, instintivamente, de que agruparse suponía destacar en la penumbra y atraer a la caballería romana. Cada hombre huía como un conejo, arrojándose al suelo cuando se le venían encima unos cascos, confiando en ser atropellados en lugar de acuchillados, y de repente nos encontramos solos en medio del camino, envueltos por el pánico y el caos.
Mantuvimos la calma y, finalmente, los dioses se apiadaron de nosotros y nos enviaron un poco de buena fortuna. A través de la penumbra y el polvo levantado por la caballería, divisamos una de las mulas que habían sido enviadas por delante con el tesoro, la auténtica causa del motín. La bestia avanzaba pesadamente por el camino, en medio del caos, sin jinete ni guía, tan impasible como si estuviera girando en un molino. Hacía tiempo que sus compañeras habían huido o caído muertas. Pensando en emplear al animal para escapar, echamos a correr hacia él, pero un pelotón de caballería romano detectó nuestro movimiento. La tenue luz no les permitía distinguir si éramos o no oficiales, mas poco importaba eso. Virando hacia nosotros, emprendieron el galope con sus espadas desenvainadas.
No teníamos tiempo de huir, ni lugar adonde huir, pues la caballería enemiga rondaba por todo el campamento. Al llegar junto a la mula, padre desenfundó su espada y con un amplio gesto la dejó caer sobre una de las bolsas de oro amarradas a los costados del animal.
El saco se abrió y una lluvia de estateros de oro brotó en todas direcciones, formando una pila a los pies del animal y dibujando luego una larga estela dorada cuando la mula echó a trotar, espoleada por el impacto de la espada. Padre alzó nuevamente su espada y la dejó caer sobre la otra bolsa, de la que empezaron a salir tetradracmas de plata. Esta vez la mula, como protesta por tan humillante trato, se tumbó en el suelo. Padre tuvo tiempo de levantar la espada una vez más y propinar a la estúpida bestia un poderoso azote en el lomo para que se pusiera en pie y echara a correr, pero no lo consiguió y finalmente desistió. Los dioses habían sido benévolos hasta el momento y no estaba bien venirse con exigencias. Más nos valía no desafiar a la suerte.
Al ver el oro, los soldados de caballería se detuvieron en seco. Como Atalanta con las manzanas doradas que Hipomenes le arroja durante la carrera pedestre, se olvidaron de su objetivo inicial. Saltando de sus monturas, se abalanzaron sobre la mula para arrancarle los sacos medios vacíos, recoger las monedas con las manos y verterlas en los cascos. Sin tiempo que perder, tomamos tres de los caballos romanos y emprendimos el galope, sorteando los pelotones de caballería romana que acudían hacia el oro caído como moscas al estiércol. No se dignaron siquiera mirarnos. Tampoco nos persiguieron, pues, pese a su abrumadora victoria, prefirieron permanecer en el campamento para saquearlo a la luz del día.
Ningún hombre en la historia, estoy seguro, ha reunido tantos ejércitos como padre durante sus tres guerras contra Roma. Y sin embargo, me atrevo a decir que nadie ha perdido un ejército con tanta rapidez como él lo había perdido esa noche. De los hombres que se dispersaron, tan solo un pequeño cuerpo de, quizá, dos mil soldados, muy diferentes por el estado de su armadura y condición física, siguió nuestros pasos y se reunió con nosotros en los cañones secos del Alto Lico durante los días que siguieron. El resto, sencillamente, desapareció, ya fuera porque murió a manos de los romanos o porque huyó vergonzosamente a sus hogares. En el tiempo que transcurre entre un atardecer y un amanecer, lo que quedaba del último ejército póntico, los cuarenta mil hombres, había desaparecido de la faz de la tierra.