I

OTO, VIEJO DOMADOR, ¿eres tú?

Era la primera vez desde hacía varias semanas que yo veía sonreír a padre. Ningún hombre dado a las apuestas que observara su situación, y todos los hombres racionales gustan de apostar, encontraría buenas razones para hacerlo por Mitrídates. Nuestros aliados griegos nos habían abandonado. Los escitas se negaban a enviar más mercenarios. El viejo rey Tigranes de Armenia, yerno de padre, hacía oídos sordos a las cartas de su suegro. Los agentes enviados a reclutar soldados entre las feroces tribus del norte se pasaban al bando romano o se quedaban a vivir con las mencionadas tribus, y los dominios de padre habían quedado nuevamente reducidos al diminuto reino original del Ponto que heredó más de cuarenta años atrás, cuarenta años de planificación, lucha, derramamiento de sangre y muerte que le habían traído únicamente destrucción y un ejército romano que no cesaba de golpear su puerta.

Los piratas habían hecho gala de un gran valor al evacuar a los supervivientes del ejército póntico del cerco de Lampasco, incluidos Bituito y Marcelo, el tribuno de la caballería que en una ocasión había puesto en duda mis dotes de mando. Pero Lúculo no había perdido el tiempo. Se sentía inspirado, sentía el favor de los dioses. Apresó el barco donde viajaba Mario y ejecutó al general, mas no de forma rápida y honrosa. Parodiando una ceremonia triunfal, a la vista de todos los marineros de su flota y de los exiliados romanos capturados, ordenó colocar a Mario en una cruz para someterlo a esa práctica cruel que los romanos llaman crucifixión, y luego hizo que le cortaran las manos, los pies, la nariz y las orejas, podándolo como una higuera en invierno. El mensaje pretendía ser brutal y no pasó inadvertido, pues hizo que la mayoría de los demás exiliados romanos que luchaban por el Ponto se dispersaran, presas del desaliento.

Mas Roma no tenía suficiente con eso. Su objetivo era destruir el Ponto para siempre, y cual sabueso, era capaz olfatear a su presa cuando la tenía cerca. La flota de Lúculo recorrió sistemáticamente la costa norte del reino, ajustándose al paso de sus legiones en tierra, y nuestras ciudades del litoral cayeron una a una. Hasta Sínope se hallaba ahora sitiada, y eran miles los habitantes que, aterrorizados, habían recogido sus pertenencias y estaban huyendo a las montañas. Padre, Marcelo y yo, al mando de un escuadrón de caballería y de infantería pesada, llevábamos horas abriéndonos paso por los caminos atestados de refugiados, en dirección a las montañas del interior. Cuando no eran las legiones de Lúculo las que bloqueaban el paso de nuestra caballería, eran caravanas de carretas de hasta cinco parasangas de largo.

Padre, montado sobre su caballo de batalla, se detuvo junto a un carromato pintado de vivos colores y cubierto por una lona que representaba escenas de gladiadores y bestias salvajes. El diminuto conductor, sentado sobre una plataforma protegida por un pequeño toldo, miró alarmado al gigantesco jinete, sucio por el polvo del camino pero armado con un sable, una daga en cada muslo y, colgado a la espalda, el enorme arco de asta y fresno, ya no había nada de regio en el rey, salvo su porte autoritario. Dormía en el suelo, comía galletas y carne asada sin sal, y apenas se bañaba o dormía. A sus sesenta y dos años poseía la fuerza y la resistencia de un hombre de treinta. Las preocupaciones del último año, no obstante, habían hecho mella y su rostro denotaba tensión. El carretero enano, parcialmente oculto bajo la sombra del toldo, nos miró con detenimiento.

—¡Sí, soy yo, Majestad! —exclamó una voz ronca—. Acabo de regresar de mis actuaciones triunfales en los palacios de los faraones de Egipto, a quienes fui enviado con honores por la maravillada corte del Rey de Reyes persa, después de…

—¡Basta! —le interrumpió padre, riendo pero mirando al conductor con cara de pasmo—. ¿Quién es el que habla, Oto, y por qué permaneces callado? Vosotros, los enanos, me desconcertáis. Vivís décadas pero no envejecéis ni un año…

Interrumpido a su vez por una carcajada áspera, en ese momento la lona se abrió y por ella asomó un hombrecillo marchito, con una sonrisa desdentada que le arrugaba la cara como una fruta madura, la viva imagen del moreno conductor bien que treinta años más vieja. Si alguna vez fui capaz de ver el futuro, fue en esa ocasión, pues cuando contemplé al anciano supe con certeza el aspecto que el joven tendría de mayor. Esta diminuta pareja de armenios itinerantes había descubierto el secreto de la inmortalidad, pues si el alma del padre no había pasado al hijo, no había duda de que el cuerpo sí lo había hecho, y quizá también la memoria y el ingenio. ¿Acaso no es esa una clase de inmortalidad como cualquier otra?

—Me alegro de verte, buen rey —dijo el viejo Oto— y de encontrarte con tan buena salud. Permite que te presente a mi hijo Oto. —El joven esbozó una sonrisa tan amplia y desdentada como la de su padre, se irguió sobre sus cortas piernas, conservando prudentemente una mano sobre las riendas de las mulas, e hizo una reverencia—, y a mi nieto…

Una cabecita morena y huesuda asomó por detrás del anciano, me miró con los ojos muy abiertos y una sonrisa no desdentaba pero negra —poco le faltaba para lucir unas encías tan desnudas como sus mayores— y desapareció de nuevo tras la lona. Del interior llegaron extraños gruñidos y resoplidos.

—Déjame adivinar —dije, mirando con curiosidad al anciano—. El muchacho se llama… Oto.

—¡Por la labia de Apolo! —rio el hombre—. ¡Tienes futuro como adivino!… Príncipe Farnaces, supongo. Te recuerdo bien de otra visita que hice a tu extraordinario reino. Entonces eras un principito que se aferraba a la rodilla de su padre. El mono tenía mejor caligrafía que tú, ¿recuerdas?

Padre soltó una carcajada al recordar ese detalle, pero en ese instante Marcelo se inclinó para susurrarle algo al oído. No era momento de intercambiar recuerdos con viejos conocidos. La guarnición de Temiscira estaba esperando a las tropas que llevábamos para defender el paso montañoso que conducía a la estratégica ciudad de Cabira, a tan solo tres días de marcha de dicho paso. La vanguardia de las legiones romanas llegarían en pocas horas y si antes de eso la fortaleza no recibía refuerzos, la tomarían y nuestras propias defensas montañosas se volverían contra nosotros. Padre rechazó con irritación el apremio de Marcelo.

—¡Por todos los dioses! ¡Vosotros los romanos habéis elevado hasta el rezongo a un arte militar! ¿Cuántas oportunidades tengo de hablar con hombres libres de temores y responsabilidades? Oto, tú viajas cuando quieres, dices lo que quieres, cagas donde quieres y al que no le guste que se aguante. Los reyes envidian a los de tu clase.

El viejo Oto se miró los pies descalzos y escamosos.

—Puede, señor, pero yo diría que somos nosotros los que os tenemos envidia, nosotros los que debemos preocuparnos de lo que llevarnos cada día a la boca, de cómo llenar nuestros estómagos. La gloria recae en los reyes, no en ancianos humildes…

Padre le interrumpió con un bufido.

—Ah, pero es justamente esa gloria la causa de mi pesar. También yo debo preocuparme de lo que otros ponen en mi boca en forma de palabras y alimento y de cómo llenar los estómagos de cincuenta mil hombres además del mío, yo soporto cincuenta mil veces tu sufrimiento.

Oto le miró desconcertado.

—¿Son esas las palabras de un rey? Bromeas, señor. No naciste para llevar una vida tranquila, pero tampoco pobre como la mía. Los dioses te han obsequiado con la autoridad sobre los hombres, y al menospreciar ese obsequio te burlas de los dioses. Señor, hemos elegido mal tema. Te ruego que hablemos de otras cosas.

—De acuerdo. Pero dime, Oto, ¿de dónde vienes realmente?

El hombrecillo puso cara de decepción al comprender que el rey no había creído su historia sobre los faraones, pero enseguida recuperó el ánimo.

—Acabo de volver de Italia, de donde, lamento informarte, nos obligaron a… retroceder. Por tu causa.

—¡Retroceder! —exclamó desdeñosamente Oto el Joven—. ¡Tuvimos que salir por piernas porque tú, viejo charlatán, metiste la pata!

—Bueno, eso también es cierto —reconoció, compungido, Oto el Viejo.

—¿Por mi causa, dices? —preguntó, desconcertado, padre.

—A la hora de presentar el espectáculo —explicó Oto Segundo—, este viejo chiflado se equivocó y dijo que habíamos sido aclamados por la corte del gran rey Mitrídates en lugar de los faraones de Egipto. En tu vida habrás oído tantos gritos de indignación. Si la fruta podrida fuera comestible, habríamos tenido alimento para un mes solo con lo que arrancamos de las paredes de nuestro carromato. Ni que hubiera dicho que éramos los heraldos del Hades, a juzgar por la forma en que las madres escondían a sus hijos y los hombres adultos se refugiaban ante la sola mención de tu nombre, Majestad, y perdona la franqueza. La noticia corrió más que nosotros y ya no se nos permitió entrar en ninguna población a lo largo y ancho de la península itálica. Finalmente decidimos que si nos quedábamos en Europa corríamos el riesgo de ser crucificados. El único lugar seguro para nosotros es el Ponto. Hemos pasado el último año atravesando Grecia y Macedonia y llegamos al Ponto en primavera. Los romanos todavía nos persiguen. Te pido disculpas por haber arrastrado con nosotros a las legiones.

El viejo Oto se limitó a asentir.

Padre contempló boquiabierto a los enanos y el variopinto carromato, sin saber qué responder, hasta que Marcelo volvió a tocarle el hombro y yo mismo le insté a proseguir la marcha. Tras despedirse de los Otos con un rápido gesto de cabeza, padre espoleó su caballo para dar alcance a los soldados, que seguían echando maldiciones y abriéndose paso a la fuerza entre la desorganizada muchedumbre de refugiados.

Temiscira no era una ciudad sino una fortaleza, un castillo, un bastión junto a las negras aguas del río Termidón del que se contaba que había sido habitado por las antiguas amazonas. Descansaba sobre un promontorio que dominaba el único paso practicable a las montañas del interior póntico a lo largo de varios estadios en ambas direcciones. El camino que atravesaba el paso era ancho y trillado. De hecho, no había duda de que los romanos podrían cruzarlo a la fuerza si así lo decidían, con su característica testarudez, simplemente penetrando en masa y saliendo victoriosos por el otro lado. Así y todo, el número de bajas que sufrirían a manos de las formidables máquinas de artillería instaladas en lo alto de los muros del castillo que se elevaba sobre sus cabezas sería atroz. Además, adentrarse en el interior póntico sin haber tomado primero el castillo era impensable, pues nuestro ejército podría rodearlos, cortar sus líneas de abastecimiento y obligarlos a retroceder o a morir de hambre. No, los romanos tenían que tomar forzosamente Temiscira, y sabíamos que Lúculo era capaz de hacerlo. Ninguna fortaleza en el mundo podía resistirse a la astucia y la determinación de los romanos.

Nosotros, no obstante, haríamos pagar a Lúculo un alto precio por su conquista. Cada día que la fortaleza consiguiera resistir sería un día más que padre tendría para consolidar su ejército. Los romanos estaban lejos de su territorio, con líneas de abastecimiento largas y deficientes. El tiempo era nuestro aliado.

Al día siguiente de nuestra llegada con nuevas tropas para reforzar la guarnición, divisamos la vanguardia del ejército de Lúculo, seguida poco después por el cuerpo principal de legionarios. Sin detenerse a admirar el lugar, los legionarios se pusieron a trabajar con esa presteza que hace romanos a los romanos, y a los demás soldados, simples mortales.

Mario nos había enseñado, mucho tiempo atrás, que el legionario posee un arma que es la pesadilla del mundo civilizado, un arma más extraordinaria aún que la espada romana de doble filo, más efectiva que la jabalina de bronce, un arma con mayor poder defensivo que los escudos cóncavos de bronce. Se trata de un arma que el legionario aprende a manejar desde su primer día en el ejército y que emplea a diario, en tiempos de paz y de guerra, tanto en la marcha como acampado bajo el asedio de proyectiles enemigos. Y nada más llegar a Temiscira, cada romano sano procedió enseguida a blandir dicha arma, la más temida entre todas las armas:

La pala del legionario.

Antes de detenerse a descansar o de salir en busca de provisiones, los soldados romanos ya habían extraído sus palas y comenzado a cavar, y la tierra voló y el polvo se elevó. En una tarde construyeron un campamento para treinta mil hombres, fuera del alcance de nuestras catapultas. Antes de que anocheciera, una trinchera de doce pies de profundidad por tres pies de ancho ya rodeaba el campamento. Dentro del anillo, los legionarios habían construido, con la tierra excavada, un terraplén de diez pies de altura coronado por una gruesa empalizada de afiladas estacas. En el interior habían levantado cuatro muros fabricados con árboles caídos, protegidos, cada cincuenta pies, por una atalaya de veinte pies de altura hecha de troncos y provista de una catapulta para flechas en lo alto. Entre el muro y la línea donde comenzaban las tiendas habían dejado un espacio de doscientos pies, calculado para impedir que nuestros proyectiles y flechas candentes alcanzaran las tiendas. Dicho espacio estaba destinado a prisioneros, ganado, botín y provisiones. Por tanto, en pocas horas los romanos habían construido un fortín inexpugnable, comparable a la obra de toda una vida de muchas civilizaciones más pobres que ellos.

No se trataba, sin embargo, de un fortín permanente. Era la forma en que los romanos acampaban a diario. El legionario cavaba trincheras, construía terraplenes y palizadas y tallaba árboles todos los días, y a todo ello se prendía fuego al día siguiente, cuando las legiones ponían rumbo a un nuevo campamento. Las jabalinas podían no dar en el blanco. Los escudos podían ceder ante el impacto de un hacha escita, y las espadas, aunque fiables de cerca, podían, con todo, embotarse, quebrarse al chocar contra unas costillas o vibrar al embestir una armadura. Pero la pala, la pala era la mejor amiga del legionario, su protectora más fiel, la única arma que le permitía dormir de noche a pierna suelta, detrás de sus magníficos fosos y terraplenes. La pala podía detener en seco una carga de caballería, frenar hordas enteras de bárbaros. Roma no conquistaba con la brutalidad de sus generales, ni con la fuerza de sus soldados, ni con el ingenio de sus armas, sino con la herramienta más rústica, cabezona, ignominiosa y terrenal de todas: la pala.

Y a ella debió Temiscira su caída. La fortaleza estaba bien abastecida y las cisternas se encontraban llenas, pues la guarnición se había preparado para el asedio con mucha antelación. Los refugiados de las tierras circundantes disponían de un buen alojamiento dentro de los muros y hasta los animales de Oto recibían comida y hacían ejercicio, para gran consternación de los hombres de la guarnición cuando vieron por primera vez al león, el lobo y el oso. Los centinelas pónticos habían prohibido en un principio la entrada de tales criaturas a pesar de que Oto les había asegurado que estaban debidamente sedadas y desdentadas. Fue la intervención de padre, que aseguró personalmente que no causarían daño alguno, la que permitió su acceso al interior de los muros. La fortaleza era segura. La comida y el agua no eran un problema, los muros no eran escalables y los escarpados accesos no convenían a los arietes y las máquinas de asedio romanos.

Pero los legionarios procedieron a atacarnos obstinadamente con sus aterradoras palas. En menos de una semana, un tramo de treinta pies del muro principal de Temiscira se había venido abajo, debilitado por un túnel que los romanos habían abierto desde su campamento. Los legionarios habían apuntalado la tierra arenosa con fuertes vigas y llenado el túnel con paja, yesca y madera embadurnada de brea. Nuestros centinelas dieron la alarma al atardecer, cuando vieron salir un humo negro de una serie de respiraderos abiertos en el techo del túnel hasta el suelo. A los pocos instantes, uno de los muros de piedra de la fortaleza se vino abajo con un estruendo sordo, enterrando a varios guardias que se hallaban en lo alto mientras el resto observábamos la escena estupefactos.

Al mismo tiempo, escuchamos la corneta romana llamar al ataque, y una legión completa, dirigida por el propio Lúculo, inició el avance bajo la protección de una lluvia de flechas y pequeños proyectiles lanzados por balistas portátiles que habían arrastrado desde el campamento.

Por fortuna, no nos pillaron enteramente desprevenidos, pues en ese preciso instante padre se encontraba dirigiendo la instrucción en la pequeña plaza de armas, junto a la brecha del muro, y un gran número de soldados armados se encontraba en las proximidades. Tras la sorpresa inicial, la guarnición póntica trepó hasta lo alto del muro derribado y buscó protección tras los escombros tambaleantes de almenas y torres. Desde allí procedieron a lanzar cascotes a los legionarios, que ya tenían problemas para escalar la estructura en la tenue luz, impedidos además por el casco y el escudo. Finalmente fueron repelidos tras sufrir numerosas bajas, mientras que nosotros no perdimos un solo hombre, exceptuando los desdichados guardias aplastados por el desmoronamiento del muro. El boquete, sin embargo, estaba hecho y la guarnición invirtió toda la noche en taparlo, cargando en tan solo tres turnos la piedra de dos semanas. El muro de escombros alcanzó al fin la altura de las secciones colindantes y hasta conseguimos alojar varios centenares de estacas en las grietas exteriores para frenar cualquier nuevo intento de los romanos de escalar el debilitado muro.

Pero los romanos seguían en posesión de sus palas.

Al día siguiente, mientras miraba por encima de los muros, padre pudo adivinar la trayectoria del siguiente ataque, pues los afloramientos rocosos entre la fortaleza y el campamento romano limitaban los recorridos que los zapadores podían seguir, a menos que estuvieran dispuestos a perforar la roca. Bien que hasta eso podía esperarse de los romanos. Tras determinar la dirección más probable que iba a tomar el siguiente túnel, reunió en ese tramo del muro a un grupo de mineros y pidió un cuenco.

—¿Un cuenco? —repetí extrañado, una vez que nuestros soldados se hubieron congregado con sus palas y equipos de apuntalamiento.

Un sacerdote del cercano templo de Artemis apareció con un cuenco de bronce, una crátera empleada para añadir agua al vino antes de servirlo, y se lo tendió al rey.

—¡He aquí nuestros nuevos oídos! —anunció, y tras solicitar silencio con señas, colocó el cuenco, boca abajo, en el suelo junto al muro, se arrodilló y puso encima la oreja. Con una sonrisa, me indicó que me acercara.

En medio de la agitación de pies de los hombres que me rodeaban, pude escuchar claramente a través del cuenco el sonido de herramientas golpeando y rascando la tierra. Los romanos estaban debajo de nosotros, no muy lejos. Treinta hombres se turnaron para escuchar, y cuando oían los misteriosos ruidos que brotaban de las profundidades de la tierra, sus ojos se abrían como platos. No necesitaron oír más para poner manos a la obra.

Esa noche entramos en contacto con la galería romana, situada a cinco brazos de profundidad, y el minero póntico en cabeza se sorprendió de encontrarla abandonada. En realidad, había entrado justo en el cambio de turno de los zapadores romanos y dispuso de tiempo suficiente para examinar el túnel enemigo, que era grande en comparación con el nuestro. Apuntalado con sólidas vigas, era lo bastante alto para que un hombre pudiera caminar encorvado y lo bastante ancho para acoger un frente de tres hombres, o dos hombres con armas y coraza. Después de recular apresuradamente y tapar el boquete que acababa de abrir, el minero póntico regresó para informar de su hallazgo.

Frotándose las manos, padre reunió a veinte voluntarios entusiastas y los armó con dagas y espadas, cuanto necesitaban para un enfrentamiento en las angostas profundidades del túnel con zapadores romanos desarmados. Las corazas y los escudos constituían un estorbo. Al alba, los hombres bajaron en cueros, de uno en uno, exhibiendo blancas sonrisas en sus rostros pintados de negro.

Entretanto, un centenar de hombres yacían en el suelo de la plaza de armas, como si estuvieran muertos o heridos, cada uno con la oreja pegada a un cuenco o a un escudo cóncavo, a la espera de escuchar los sonidos propios de una confrontación. No se llevaron una decepción. De la tierra les llegaron ruidos sordos de metal contra metal cuando los desventurados mineros romanos tropezaron con el ataque póntico. Más gritos e incluso gruñidos, y luego el silencio.

Padre caminó hasta la entrada del túnel para recibir a sus guerreros, pero no apareció ninguno.

De repente, el centinela apostado en lo alto del muro gritó:

—¡Los romanos están saliendo!

Subí de tres en tres los peldaños hasta la posición del centinela.

—¿Por dónde, soldado? —pregunté.

Mas no hizo falta que me lo indicara. En ese momento, un pelotón de legionarios, con armadura y cubiertos de arcilla roja de los pies a la cabeza, salía del campamento romano tirando de una larga cuerda. Amarrados a ella, a intervalos regulares, iban los veinte voluntarios pónticos que habían bajado al túnel apenas una hora antes. Tenían el cuerpo cubierto de sangre, el torso y la cabeza, desprotegidos ambos, destrozados por las contundentes armas que los romanos les habían arrojado en la emboscada. El enemigo tendió los cuerpos en el suelo, uno o dos todavía retorciéndose con vida, en fila y boca arriba, lo bastante lejos de la trinchera romana para no ofender a Lúculo con su hedor pero lo bastante cerca para que no pudiéramos recuperarlos. Allí los dejaron para que se asaran al sol, a la vista de nuestros centinelas, como testimonio de la astucia romana. Esa noche, los sonidos de excavación continuaron desde lo que parecían tres puntos diferentes. Era imposible detenerlos. No podíamos determinar el lugar exacto donde se encontraban ni qué hacer en el caso de averiguarlo.

Esa noche, en el cuartel de la guarnición, padre sacudió la cabeza con resignación al escuchar el informe de que los romanos se estaban concentrando detrás de sus puertas para otro ataque.

—Estamos perdiendo la fortaleza —dije.

Me miró.

—Nunca dudamos de que eso iba a ocurrir. Las batallas hay que elegirlas. Algunas sabes que puedes ganarlas, aunque quizá solo creas que lo sabes. Otras sabes que las perderás. Pero, a veces, las que sabes que perderás pueden ser las más gravosas para el enemigo. Esto es lo que esperaba conseguir en Temiscira. No necesitamos esta fortaleza, lo que necesitamos es tiempo, al menos una noche más. El ejército todavía está reagrupándose en las montañas.

De súbito oímos unos gritos procedentes del campamento romano.

—El ataque ha comenzado —dijo padre, levantándose con rapidez.

Me extrañó, porque no había oído el desmoronamiento de ninguna muralla, ni escuchado informes sobre columnas de humo que brotaran del suelo. Salimos apresuradamente del cuartel y encontramos a toda la guarnición póntica repartida a lo largo del muro que dominaba el lado romano, observando con curiosidad el caos que acababa de estallar en el campamento legionario. Las filas de infantería preparadas para embestir nuestros muros se habían roto y los pelotones de la caballería romana corrían por el campamento sin orden ni concierto, blandiendo antorchas y lanzando flechas a sombras que pasaban corriendo por su lado. Se oían rugidos y gritos, y un grupo de zapadores, desnudos y cubiertos de tierra, salieron corriendo del fortín romano, pasaron frente a los atónitos centinelas y se arrojaron a la trinchera, en cuyo barro procedieron a revolcarse. Padre observaba boquiabierto el espectáculo, pues hasta el propio Lúculo tenía problemas para restaurar el orden entre las legiones, las cuales habían perdido su inquebrantable disciplina. Cuando finalmente lo consiguió, empezaba a anochecer, por lo que resultaba ya imposible lanzar una ofensiva efectiva contra nuestros muros.

Del fortín romano salieron varios soldados, cada uno tirando del ronzal de una mula que arrastraba, a su vez, un fardo pesado. La tenue luz impedía distinguir los cinco bultos negros que surcaban el polvo, tres figuras enormes y dos mucho más pequeñas. No fue hasta que alcanzaron la hilera de cuerpos enconados del anterior ataque que reconocimos los cadáveres de un oso, un león, un lobo, un mono… y un enano.

Padre se volvió horrorizado hacia la fortaleza.

—¡Oto! —gritó—. Por el escroto de Neptuno, ¿dónde está esa vieja reliquia? ¡Oto!

Al instante, Oto el Joven llegó corriendo y se detuvo delante de nosotros. Apenas le llegaba a padre por encima de la rodilla.

—Majestad —dijo quedamente, mirando al rey con las mejillas cubiertas de lágrimas.

—¡Oto, Oto! —bramó padre—. ¡Imbécil! ¿Qué has hecho? ¿Qué ha hecho tu padre?

—Era un hombre enfermo, señor, y fue su deseo. Te ha conseguido otra noche.

—¿Otra noche? —dijo padre—. Pero… esos animales… ¡no tenían colmillos! ¡Eran dóciles como corderos! ¿Cómo…?

—Estaban siempre sedados, señor. Cada día ingerían su veneno, como haces tú. —El enano se permitió una tenue sonrisa—. Pero hace dos días se nos terminaron las hierbas y era imposible encontrar otras dentro de la fortaleza. Las bestias estaban despabilando por primera vez desde que fueran cachorros. Habrían representado un verdadero peligro para la gente, de modo que Oto, mi padre, decidió actuar. Entró en el túnel subido al lobo, y dimos a las bestias un pequeño estímulo para que no se amedrentaran ante los romanos.

—¿Un estímulo? —repetí—. ¿Qué clase de estímulo?

Oto sonrió de nuevo.

—Introdujimos avisperos en el túnel, detrás de las bestias, para que solo pudieran correr hacia delante.

Entonces me acordé de los zapadores romanos que habían salido despavoridos del campamento para revolcarse en el barro.

Esa noche, con toda la guarnición y el viejo Papias, salimos por una puerta secreta situada en la cara posterior del castillo y avanzamos en fila por un sendero angosto que atravesaba las terrazas de una antigua cantera. Bloques de caliza aparecían abandonados en el mismo lugar donde habían sido erigidos un siglo antes, cual centinelas enfurruñados, con las caras manchadas y ensombrecidas por el liquen, amenazadoras bajo la luz plateada de las estrellas. Acuchillamos sigilosamente a los guardias romanos apostados en el viejo horno situado a los pies de la cantera, cruzamos el río Termidón y nos adentramos en las montañas a través de cañadas que padre conocía desde que, siendo un muchacho, vivió allí con sus amigos. Termiscira y los refugiados civiles se entregaron a los romanos al día siguiente.