CON EL COMIENZO DEL INVIERNO se hizo difícil determinar quién estaba más desesperado, si la ciudad de Cízico, nuestro ejército sitiador y sitiado, o los romanos, inquietos y hambrientos, de Lúculo. Estábamos alimentando más de trescientas mil bocas en nuestra árida península, de las cuales solo una tercera parte correspondía a combatientes; el resto eran auxiliares del campamento, esclavos y mujeres que habíamos adquirido insensatamente el último verano, durante nuestra marcha a Cízico. A ello había que añadir los innumerables caballos, una enorme carga para nuestras provisiones. Para colmo, las tempestades invernales impedían a la flota desembarcar provisiones en la playa. El vasto ejército, que no había podido hacer acopio de alimentos, pasó bruscamente de la abundancia a la inanición. Las enfermedades proliferaban en el campamento. Trescientas mil personas, mal alimentadas y peor cobijadas, vivían hacinadas en una superficie limitada donde se habían descuidado hasta las más mínimas medidas de higiene, creyendo que la situación iba a ser temporal. Algo tenía que suceder.
Los primeros en desaparecer fueron los animales de carga, concretamente los rebaños de camellos bactrianos y mulas, que fueron sacrificados para alimentar a las tropas. La medida enfureció a padre, pues sabía cuál iba a ser el siguiente paso. Cuando le informaron de que cien caballos pónticos habían sido sacrificados para alimentar a los hombres hambrientos, estalló en cólera.
—¡Los caballos no! —bramó, sabedor de que la excelente caballería póntica era su única baza segura contra los romanos—. ¡Es preferible que se coman a los auxiliares del campamento que nuestra caballería!
Y no sonrió cuando lo dijo.
Dentro de la ciudad las cosas no iban mejor. Los ciudadanos estaban desesperados, y los desertores y prisioneros hablaban de casos de canibalismo. La peste había estallado y amenazaba con sobrepasar los muros, de modo que di instrucciones a las tropas pónticas de que dispararan a todo habitante de Cízico que intentara huir de la ciudad. Unas semanas antes había habido indicios de una rebelión dentro de los muros contra el severo gobierno de Pisístrato, y padre confiaba en que la ciudad capitulara antes de que nuestra situación se deteriorara en exceso. Pero sucedió lo inevitable: Lúculo consiguió finalmente comunicar a los hambrientos ciudadanos, mediante palomas mensajeras, que el ejército acampado en los montes Adrastea era una fuerza de liberación romana y no un contingente de Mitrídates. De repente, la noticia devolvió el temple y la determinación a los ciudadanos, que decidieron esperar a que nos diéramos por vencidos, sabedores de que también nosotros estábamos cercados y hambrientos.
La situación de Lúculo, con todo, no era menos grave. Los aliados pónticos de los territorios circundantes habían intensificado su hostigamiento y aumentado sus ataques contra la endeble línea de abastecimiento que Lúculo mantenía con su base en Cilicia. Hacía largo tiempo que las cosechas habían sido recogidas o destruidas, de modo que poco podía obtenerse del terreno, y los soldados, que como todo combatiente bien adiestrado, tenían poca paciencia con la inactividad y los asedios, estaban cada vez más inquietos por la indecisión de Lúculo.
Ver qué bando se desmoronaba primero era solo cuestión de tiempo.
Bien entrado el invierno, una intensa nevada sepultó a los soldados en sus cuarteles, ahogó el interminable lamento procedente de la ciudad e incluso sofocó el humo de las hogueras romanas, que nuestros soldados, sin leña desde hacía largo tiempo, contemplaban casi con el mismo anhelo que las patas famélicas de los ociosos caballos. Con la nieve, nuestras esperanzas se congelaron y se hicieron añicos. Temiendo la pérdida de nuestros hombres a manos del hambre y la enfermedad, padre decidió abandonar el sitio de Cízico.
Por orden de Neoptólemo, seis barcos de guerra, cada uno dotado de una tripulación completa, abandonaron precipitadamente sus puertos seguros de las islas adyacentes. Navegando pegados a la costa para protegerse de los fuertes vientos y las enormes olas, llegaron a la playa donde se acurrucaba el ejército. Padre, de pie en la arena con el agua helada lamiéndole las sandalias, contempló tristemente la flota, diminuta en comparación con los cientos de miles de hombres, seguidores y bestias de los que era responsable. Tomó una decisión.
—Farnaces, sube los fondos de guerra y los rehenes a los barcos. Navega hasta los puertos de la Propóntide, donde está repartida la flota, y ordena a los marineros que se reúnan en Lampasco. Llévate a Bituito y exhíbelo como si fuera yo. Cuando los romanos lo vean a bordo, pensarán que he huido. Mario y yo rodearemos los montes Adrastea con la legión y la caballería y nos reuniremos contigo en Lampasco. —No mencionó cómo pensaba abrirse paso entre las líneas romanas, ni qué suerte correrían los auxiliares del campamento.
Sus palabras produjeron sonoras protestas. Las mejillas de padre se encendieron pese al viento afilado que se filtraba por la capa de lana que vestía sobre la armadura.
—¡No tenemos elección! —gritó a los soldados que empezaban a congregarse en la playa, intrigados por la llegada de los seis barcos y contemplando el tempestuoso mar en busca de más—. Ni con la ayuda de toda la flota podría transportar más de una cuarta parte de nuestra gente. Se necesitarían convoyes y varios viajes, lo cual es imposible con este tiempo.
—No gritan por eso —dije, elevando mi voz por encima del temporal y las protestas de los soldados—. Se quejan de que tú no embarques para ponerte a salvo. Mario puede conducir las tropas por tierra hasta Lampasco, si así ha de hacerse. Perderemos muchos hombres, pero otros lo conseguirán. En cambio, si te matan, todo estará perdido. Los hombres ya no estarán motivados para luchar y los romanos acabarán con ellos. No, será mejor para ellos saber que has escapado y los aguardas en otro lugar. Debes subir al barco.
Me miró fijamente.
—¿Y abandonar a mis hombres? ¿Me estás pidiendo que abandone a mis hombres? ¿Que me vaya solo, con los fondos de guerra transportados por una escuadra de piratas? ¿Estás loco?
Reí con amargura.
—Has confiado tu vida a los piratas otras veces. ¿Por qué no también los fondos? Mejor que caigan en sus manos, mejor que tú caigas en sus manos, que en manos romanas.
—¡Ja! Ahora resulta que soy un viejo que necesita cuidados y es incapaz de burlar a los romanos.
Me puse serio.
—Padre, no puedes esconderte. Los romanos conocen hasta el último de tus movimientos. En un campamento de hombres hambrientos, hay espías y traidores por todos lados. Una parte del ejército podría burlar a Lúculo y salvarse si no los acompañas. Pero si diriges a los hombres, todos los romanos lo sabrán. Te reconocerán por el manto morado, y si vistes una capa discreta, te reconocerán por tu estatura. Lúculo ha ofrecido el salario de veinte años al hombre que acabe contigo. Serás hombre muerto en cuanto pongas un pie fuera del campamento. El ejército no tendrá posibilidades de salvarse si le acompañas, pero puede que algunos hombres sobrevivan si los diriges… por mar.
Padre se mordió el labio al tiempo que contemplaba el balanceo de los barcos en el agua. Los marineros nos hacían señas impacientes, reacios a permanecer más tiempo del necesario alejados de la protección de sus puertos.
—De acuerdo —dijo con calma, y los hombres que le rodeaban bajaron inmediatamente la voz—. Pero no iré todavía a Lampasco. Los piratas me llevarán hasta la isla de Pario, que está a medio día remando. Allí podré mantenerme en contacto con el ejército y regresar rápidamente si es necesario. ¡Ja! Hasta podría volver a nado si hiciera falta.
—He estado pensando —intervino Bituito. Todo el mundo guardó silencio y le miró sorprendido, pues el galo raras veces intervenía en las discusiones sobre estrategias. Tenía el semblante frío y la mirada perdida en la distancia. Estaba dando vueltas a una idea—. Todavía podrías utilizarme como tu doble. Envíame con Mario y las tropas y dame tu manto morado. Eso desviará la atención romana de nuestros barcos y de los seguidores del campamento. Tal vez eso les proporcione uno o dos días más para escapar.
Padre enrojeció de furia y empezó a protestar, pero la expresión decidida de Bituito le silenció. Aceptó el plan a regañadientes y subió al barco. Siguiendo sus pasos, casi oculto entre los guardias de la escuadra que le acompañaba, iba el inmortal Papias, cargado con un saco de raíces y plantas. El viejo herborista, advertí, parecía especialmente frágil y menudo, y de pronto me sorprendió que hubiera sobrevivido a las duras condiciones en las que habíamos vivido los últimos meses. No obstante, cuando levantó la vista hacia la cubierta, donde yo me encontraba ya, vi en sus ojos un fuego comparable al de padre.
Esa noche, Mario y el ejército, sin los auxiliares del campamento, abandonaron la península en medio de la oscuridad y rodearon a las legiones romanas. Por la mañana se descubrió la estratagema y corrió la voz de que «Mitrídates» había sido visto. Lúculo fue tras él con sus legiones, dejando en la península un reducido contingente de tropas auxiliares para vigilar a los auxiliares del campamento hasta su regreso. Los romanos dieron alcance a Mario y sus hombres en el momento en que estos cruzaban el río Gránico, y debido al frío y al agotamiento que padecían, los pónticos combatieron de forma mediocre y más de veinte mil cayeron muertos o prisioneros, entre ellos muchos soldados de caballería. La mitad de los supervivientes perecieron congelados en las montañas antes de que Mario pudiera finalmente reagruparlos y conducirlos hasta Lampasco, donde fueron acogidos dentro de los muros de la aterrorizada ciudad.
Entretanto, el ejército de Lúculo regresó rápidamente a la península para saquear el campamento póntico, y allí asesinaron a todo el grueso de auxiliares, hasta la última mujer y el último niño, doscientas mil personas o más. Más que una venganza por la Noche de Vísperas, fue un acto generado por la frustración y la ira de comprobar que Mitrídates se les había escurrido de las manos una vez más.
Lúculo entró triunfalmente en Cízico mientras las legiones partían para sitiar la ciudad de Lampasco.
¿Y padre? Separado de su atribulado ejército, hervía de furia en los muelles de Pario, atrapado en el diminuto puerto por los feroces vientos invernales.