V

AUNQUE LOS ROMANOS DOMINABAN los montes Adrastea, eran demasiado inferiores en número para poder atacarnos, del mismo modo que nosotros carecíamos del poder necesario para tomar por asalto Cízico. La situación, por tanto, desembocó en un punto muerto por las tres bandas. El ejército póntico cortó las líneas de abastecimiento a la ciudad, los romanos apostados en los montes Adrastea cortaron las comunicaciones terrestres del ejército póntico, y la larga línea romana de abastecimiento desde Cilicia sufría constantes ataques de las guerrillas que apoyaban al Ponto. El sitio se estaba convirtiendo en una prueba de resistencia.

A fin de acelerar la situación, padre recurrió a los lazos familiares y tribales para presionar a los ciudadanos. Ató a tres mil prisioneros de Cízico capturados en la batalla de Calcedonia unas semanas atrás y los subió a diez barcos piratas que había introducido en el puerto. Hacía un día horrible. Aunque estábamos a principios de otoño, el frío era gélido, soplaba un viento afilado y el mar golpeaba con furia los cascos de los barcos. Mientras la escuadra, cargada de prisioneros, se acercaba a las murallas, el negro cielo se abrió y liberó una lluvia torrencial sobre el puerto y la ciudad. Cortinas de agua caían sobre los desdichados prisioneros apiñados en las cubiertas. Guardias pónticos bien armados, bajo mantas ya empapadas, vigilaban estoicamente a los prisioneros y sujetaban las cadenas que los ligaban para evitar que saltaran por la borda. Los arqueros, repartidos por penoles y jarcias, les apuntaban con sus flechas para impedir cualquier contratiempo durante la peligrosa maniobra. Los defensores de Cízico observaban embobados el desfile de sus compatriotas, evitando disparar a la espera de conocer las intenciones de Mitrídates. Del interior de los muros emergían gritos y lamentos de mujeres que reconocían a sus maridos e hijos entre los prisioneros concentrados en las cubiertas de los navíos.

Padre aguardó en el barco insignia póntico a que la lluvia amainara, pero en vista de que las nubes iban en aumento y el viento se filtraba en nuestras empapadas capas de lana, finalmente dio la orden de comenzar. Su barco avanzó hasta el frente de la escuadra, situándose en un punto donde la muchedumbre congregada en lo alto de las murallas pudiera oírle, y un guardia apareció con un cuerno de toro a modo de altavoz. Los centinelas hicieron avanzar a un hombre, un heraldo póntico al que habían despeinado y cubierto de mugre para darle el aspecto de soldado apresado y enseñado un cuidado guión que, como «prisionero», debía recitar en representación de sus camaradas.

—¡Aliados y amigos! —gritó a través del cuerno en un griego jónico pasable. La multitud guardó silencio—. He aquí nuestra desdichada situación, destino que merecemos por la traición cometida al apoyar a Roma. Hemos matado a camaradas griegos y asiáticos y respaldado a los bárbaros romanos. El noble rey Mitrídates descargó su venganza arrasando Heraclea y Calcedonia, sitiando Cízico y haciéndonos prisioneros.

El hombre calló mientras los guardias fingían azotar con sus látigos a los prisioneros, arrancando gritos de angustia de los ciudadanos. El «prisionero» alzó nuevamente el cuerno.

—Ciudadanos de Cízico, sois nuestra última esperanza, nuestra última oportunidad de recibir clemencia. El rey ha aceptado liberarnos y perdonar a nuestras familias y hogares si Cízico se rinde. Nos incluirá en su gran imperio, la Nueva Grecia, y perdonará nuestras agresiones. Hay tres mil compatriotas en estos barcos y más en el campamento. Todos podremos volver si aceptáis. Pero si os negáis…

Los guardias volvieron a chasquear los látigos. La multitud congregada en los muros emitió un gemido colectivo.

—Si os negáis —gritó el heraldo—, nos traicionaréis no solo a nosotros, sino a nuestra tradición griega. Hasta los espartanos, conocidos por preferir la muerte a la rendición, pactaron con los atenienses para recuperar a los prisioneros capturados en Esfacteria durante la gran guerra. ¿Pasaríais incluso por encima del honor de los espartanos? ¡Rendíos ahora, amigos, salvadnos la vida!

En los muros estallaron nuevos gritos y lamentos, pero esta vez no como respuesta a las palabras del «prisionero», sino a los golpes de los guardias de Cízico, que ahora apartaban a los ciudadanos de los muros para que no pudieran ver la flota, insultándolos y azotando con la cara de sus espadas las espaldas de mujeres y ancianos. El viento ganó fuerza y los barcos luchaban por mantener su alineamiento, hasta que finalmente volvieron a sus anclajes. Solo nuestro barco insignia permaneció donde estaba para escuchar la respuesta de Cízico.

Si afinábamos la mirada a través de la violenta lluvia, podíamos ver el destacamento de guardias apostado a lo largo de la muralla con los escudos en alto y la mirada encendida bajo la visera del casco. La armadura y la piel de cada hombre brillaba con el agua procedente del cielo y de las olas que rompían contra la muralla. El destacamento se abrió y por la brecha avanzó un anciano con la armadura abollada y el escudo deslustrado. A pesar de la distancia que nos separaba de él, reparamos en las cicatrices blancas que le cubrían los bronceados brazos.

—Pisístrato —espetó padre—. Luchó por mí en una ocasión. Es un excelente veterano, pero me conoce mejor que nadie, y yo le conozco a él. —Suspiró y procedió a darse la vuelta—. No hay nada que hacer.

—¡Cerdo Mitrídates!

La voz del hombre viajó por encima del oleaje. Padre se detuvo y le miró a través de la espesa lluvia.

—Nos amenazas suplicando a nuestras mujeres y niños —aulló el anciano con una voz potente que contrastaba con su edad—. Apelas a nuestra cobardía para tomar nuestra ciudad. Mas tú eres el cobarde. Tú, que exhibes a prisioneros impotentes en tus cubiertas cual baratijas que intercambiar.

—¡Son tus hombres, Pisístrato! —bramó padre, molesto—. No apelo a más emociones que las que vosotros mismos queráis suscitar. Ofrezco piedad para vuestra gente. Tómala o déjala. Me trae sin cuidado lo que elijas, pues conquistaré tu maldita ciudad de todos modos. La única diferencia está en si querrás conservar la vida o morir cuando eso ocurra.

—¡Canalla! —gritó el anciano, enfurecido por la indiferencia de padre—. No te corresponde a ti apelar al honor griego sino a mí otorgarlo. Te presentas ante mí con prisioneros que se rindieron bajo los muros de Calcedonia. Los soldados que se rinden pierden el derecho a influir en los que todavía pelean. Dales muerte o véndelos, me trae sin cuidado. Para los valientes guerreros de Cízico, tus prisioneros ya están muertos.

Padre miró fijamente al encolerizado guerrero y luego se volvió, apartándose el pelo mojado de los ojos. Los bombachos, fríos y empapados, se le adherían al cuerpo como una segunda piel, y no llevaba puesta camisa o armadura que le protegiera del diluvio. Parecía inmune a los elementos, un hombre hecho de madera, de hierro, de un hierro que no se oxidaba ni envejecía. Pero hasta al rey a quien la lluvia y el frío no afectan, los insultos de un soldado valeroso le hieren, le perforan la piel, le alteran el corazón. Padre sacudió la cabeza y Neoptólemo ordenó al práctico que regresara al fondeadero. Los prisioneros fueron trasladados a las bodegas, medio muertos por la exposición a los elementos, perdidas las esperanzas tras las palabras del general Pisístrato.

Mientras retrocedíamos por el puerto, fuimos reemplazados por los barcos de guerra y la sambuca, la poderosa sambuca construida para soportar las duras condiciones a las que ahora se enfrentaba. Nos trasladamos a uno de los barcos de guerra. Las balistas de fuego estaban preparadas. Por encima del viento podíamos oír los sollozos de las mujeres de Cízico, que lamentaban la negativa de su dirigente a aceptar nuestra oferta.

El asalto coordinado comenzó primero en tierra. Desde el barco divisábamos el vuelo de los proyectiles —balas impregnadas de nafta, flechas de fuego, piedras candentes, barriles llenos de alquitrán— lanzados por las máquinas de asedio dispuestas frente a las murallas. Un estruendo sobrecogedor llegó a nuestros oídos cuando los arietes procedieron a embestir las puertas de la ciudad. En las colinas, las legiones pónticas aguardaban estoicamente bajo la lluvia, en perfecta formación de combate, contemplando el asalto, esperando la orden de atacar, el momento en que las puertas se abrieran o algún tramo de las murallas cediera. Los oficiales de Cízico apostados en las almenas corrían de un lado a otro tapando brechas, ordenando a sus hombres que apilaran piedras en los boquetes, dirigiendo a los arqueros e incluso obligando a las aterrorizadas mujeres a apagar fuegos, transportar agua y llevarse a los heridos.

La descomunal sambuca avanzaba, tambaleante, con la torre abarrotada de tropas de asalto protegidas por una pared de escudos. El resto de la estructura, abierta por detrás, acogía otros doscientos soldados listos para subir los cinco tramos de peldaños en cuanto la sambuca hiciera contacto con el muro y las tablas de abordaje cayeran sobre las almenas. El aterrador artefacto, quizá la estructura de madera más grande vista por el hombre, horadaba lentamente las cortinas de agua y el agitado oleaje, y al verla, los soldados apostados en la sección de muralla hacia donde apuntaba empezaron a retroceder. Los oficiales les ordenaban que ahuyentaran al monstruo, pero las almenas eran estrechas, con cabida para dos o tres hombres como mucho. Resultaba aterrador para tan pocos hombres cargar contra los dientes de la máquina mientras los pónticos, con el rostro ennegrecido, los miraban amenazadoramente por encima de sus escudos.

La sambuca alcanzó el muro y las tablas de abordaje cayeron sobre las almenas, justo en la esquina de una atalaya. Con un rugido sobrecogedor, las tropas procedieron a saltar sobre las almenas y abalanzarse, en columnas de dos, sobre la estrecha fila de soldados enemigos que los aguardaba. Tras derribar a los dos primeros defensores, pasaban por encima de sus cuerpos y acuchillaban a los dos siguientes. Nuestros hombres eran superiores en formación y fuerza, pero sus adversarios, en lugar de huir, seguían bloqueando las estrechas almenas, aunque fuese con sus cadáveres, mientras los pónticos se apiñaban en las tablas, incapaces de seguir avanzando. Los remeros se esforzaban por mantener firmes las embarcaciones frente al creciente azote del oleaje contra la popa y la proa, pues las olas, al rebotar en el muro, embestían de nuevo los espolones. Estaban resistiendo bien. Faltaba poco para que nuestras tropas de asalto arrollaran a los defensores que hacían cola en la muralla para encontrar la muerte…

Entonces, horrorizados, vimos cómo un barril de madera del tamaño de un cubo, lleno de brea y encendido con una pequeña mecha, volaba por encima de la atalaya y aterrizaba en la cubierta del quinquerreme más próximo. Cuando el barril se abrió por el impacto, las llamas oleosas se extendieron por la cubierta como un gran charco, filtrándose en el proceso por las grietas de los tablones y cayendo sobre la hilera superior de remeros. Gritos de dolor estallaron en los bancos y algunos hombres soltaron sus remos, haciendo que se enredaran con los de sus vecinos. No era un ataque letal, ni siquiera un ataque imprevisible, pero fue suficiente. Los defensores de la atalaya se sumaron a esta pequeña proeza y empezaron a lanzar docenas de barriles de brea y proyectiles de mano a los ahora tambaleantes quinquerremes.

El viento había ganado en intensidad y aunque la sambuca permanecía firme, los remeros no podían controlar su enorme peso. Por mucho que lo intentaban, no lograban mantener estables las embarcaciones contra el viento huracanado y el embate de las olas, y ahora los soldados enemigos les estaban lanzando fuego y flechas casi a quemarropa. Con el viento, el fuego se extendía rápidamente, engullendo tablones y barandillas y filtrándose por las rendijas hasta caer sobre los desafortunados remeros. Desde donde estábamos advertimos que toda la hilera superior de remeros había abandonado su puesto, huyendo de las gotas de fuego que se precipitaban sobre sus cabezas. También la segunda hilera de remeros empezaba a titubear, pues vimos varios remos abandonados.

De repente nos percatamos de algo espantoso.

—¡Retirad la sambuca! —bramó padre, pero con el fuerte viento fue como si hubiera gritado en un boquete abierto en el suelo.

Con la pérdida de los remeros, el barco de babor no podía mantener la estabilidad y empezó a retroceder, girando en el proceso contra su gemelo y alejando toda la estructura —sambuca, puente y embarcaciones— de las almenas. Los hombres que se hallaban en la tabla de abordaje a la espera de saltar sobre los muros cayeron de repente al mar. Los que se hallaban justo en el borde de la torre se tambalearon peligrosamente hasta que sus camaradas tiraron de ellos. Los héroes que habían conseguido saltar sobre los muros se vieron de repente abandonados, separados de sus camaradas, incluso de los disparos protectores de los arqueros de la sambuca, que se aferraban a las paredes del oscilante artefacto para no caer.

Los capitanes de las naves dieron la orden de retroceder y los marineros procedieron a remar con vehemencia para alejarse de los barriles de brea al tiempo que pedían, en vano, cubos de arena para extinguir el fuego. La presión del oleaje, sin embargo, fue excesiva para la descomunal máquina. Con un rechinar de madera, seguido de un sonoro crujido, las vigas que soportaban el peso se quebraron y el artefacto se desplomó sobre el agua. El quinquerreme de estribor volcó, el otro perdió el control y doscientos hombres cayeron al agua. Era preciso abandonar el asalto.

Ahuyentada la sambuca, los defensores de Cízico se dirigieron al otro lado de la ciudad para repeler la feroz ofensiva terrestre del ejército póntico. La lucha era desesperada. Nuestro ariete había abierto una brecha en las puertas, hasta que los defensores subieron un montón de albardillas —piezas triangulares, de punta afilada, empleadas en la construcción para edificar esquinas y arcos— y las arrojaron sobre el techo de madera del ariete, haciéndolo añicos y obligando a nuestros hombres a retroceder. A otros arietes los aferraban con sogas o con «lobos», unos garfios de hierro enormes que bajaban con grúas. Los ciudadanos cubrían las secciones de muro todavía intactas con cestas de lana y cedazos de lino de sus hogares para amortiguar el impacto de las flechas de hierro y las piedras que lanzaban las catapultas y balistas.

En un lugar clave del muro, los barriles de brea inflamada arrojados por nuestras tropas de asalto habían salpicado la superficie de llamas pegajosas que los violentos vientos alimentaban. El mortero se deshizo con el calor y las almenas se desmoronaron. No obstante, cuando los soldados pónticos corrieron a escalar la brecha, advirtieron que las piedras estaban al rojo vivo, y la precaución con que se abrieron paso por los candentes escombros permitió a una compañía de arqueros enemiga ahuyentarlos. Cuando las piedras finalmente se enfriaron, descubrimos que los ciudadanos de Cízico habían tapado aprisa y corriendo el boquete con una pared de detritos.

Varamos nuestro barco en la playa, fuera del puerto, y nos dirigimos a caballo tierra adentro para que padre pudiera dirigir el asalto desde allí. Al anochecer, no obstante, el viento aumentó, hasta el punto de impedir que un hombre pudiera permanecer erguido con un escudo de cinco pies que hacía el efecto de una vela. Acribillados por una lluvia constante de proyectiles candentes lanzados desde los muros, nuestros agotados soldados pónticos se vieron obligados a abandonar sus máquinas de asedio y retroceder. Pese a la lluvia torrencial, las llamas se extendían en todas direcciones, alimentadas por la brea y la nafta, y envolvían rápidamente los valiosos artefactos. Torres de fuego iluminaban las maltratadas murallas de la ciudad por un lado, y a los empapados pónticos acurrucados entre sí, sin un techo y sin el consuelo de la victoria, por el otro.

Cuentan que en ese preciso instante la diosa Atenea apareció costa arriba, en la antigua ciudad de Troya. Tenía la mirada desesperada, la respiración agitada y el vestido desgarrado y empapado de agua, como si acabara de pasar por una terrible prueba. Los atónitos sacerdotes recordaron que la rebelde ciudad de Cízico estaba dedicada a esa diosa. La escena conmovió tanto a los habitantes de Troya que erigieron un monumento en su honor, el cual hoy día sigue en pie.

Los veleidosos favores de los dioses ocuparon esa noche nuestros pensamientos mientras padre contemplaba, encolerizado, sus máquinas incendiadas. Maldijo entre dientes los inútiles meses de trabajo y espera. Sus ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho tiempo en las murallas, pues la ciudad ya no se hallaba entre sus principales preocupaciones, y tampoco sus tropas, que se recuperarían para reanudar el asedio al día siguiente.

Sus ojos se elevaron hacia los montes de Adrastea, donde las diez mil hogueras romanas del ejército de Lúculo, dispuestas en una cuadrícula perfecta, brillaban bajo la fuerte tormenta.