IV

CÍZICO DESCANSABA en el extremo de una larga península rodeada de mar por tres lados, con un puerto en la punta protegido por una entrada angosta. Mientras el puerto permaneciera a salvo, la ciudad podría ser abastecida por mar. Por tierra, el acceso a la ciudad se hacía por una estrecha franja de tierra que una fuerza militar reducida podía defender con facilidad. La península descansaba a la sombra de los montes Adrastea, una pequeña cadena de precipicios y afloramientos rocosos que con poco esfuerzo era posible volver inexpugnables contra un ejército invasor. La ciudad, por tanto, gozaba de una serie de barreras que intimidaban hasta al invasor más poderoso: la cadena montañosa, el cuello de embudo de la península y las sólidas murallas de Cízico, defendidas por ciudadanos bien alimentados y armados, respaldados por aliados marítimos.

Teníamos que tomar la ciudad, pues era el único reducto romano que quedaba a lo largo de la Propóntide, el estrecho que separaba el Mediterráneo del Ponto Euxino. El puerto, bajo el control de Roma, podía lanzar ataques de represalia contra los barcos mercantes del Ponto y servir incluso de base para atacar el reino. No obstante, si tomábamos Cízico, el Ponto y nuestros aliados volverían a gozar del control incontestable de esa importante ruta marítima.

El asedio, con todo, no era nuestra única arma contra las defensas de Cízico. Durante algunas semanas, los agentes pónticos se habían dedicado a repartir sobornos por los montes Adrastea, donde los defensores de Cízico habían construido fortificaciones, cavado trincheras y creado líneas de abastecimiento a la ciudad. Cuando nos vieron avanzar con nuestros ciento sesenta mil soldados frescos e ilesos tras el enfrentamiento con Lúculo, la mitad de la avanzadilla de Cízico, diez mil hombres en total, se rindió inmediatamente a mi caballería, tras lo cual les permitimos dispersarse pacíficamente entre las líneas pónticas hasta la campiña, con un estipendio para el camino.

Los demás defensores, desalentados por la deserción de sus camaradas y el vasto tamaño de nuestro ejército, abandonaron rápidamente sus posiciones. Ni siquiera tuvieron tiempo de recular hasta la posición intermedia que habían previsto, las trincheras que cruzaban la estrecha península. La veloz avanzadilla de la caballería póntica ocupó la posición poco antes de que los defensores llegaran y obligó a estos a retroceder precipitadamente hasta la ciudad.

Nuestro ejército avanzó lentamente a lo largo de la península y estableció el cerco bajo los muros de la ciudad, fuera del alcance de los proyectiles enemigos. Entretanto, la armada echó anclas frente al puerto fuertemente defendido, y los barcos de transporte empezaron a desplegarse para abastecer a nuestro ejército por mar. Nos hallábamos prácticamente en la misma situación que habíamos afrontado y superado en Calcedonia unas semanas antes.

Nuestro despliegue, sin embargo, me tenía inquieto. El ejército póntico ocupaba una posición segura en la península, tan solo con un lado que atacar y un lado que defender. Pero los montes Adrastea a nuestra espalda constituían tanto una ventaja como una desventaja. Si no lo protegíamos debidamente de los romanos, nuestro ejército podría verse atrapado en este pequeño espacio sin otra posibilidad de escapar que una difícil retirada por mar.

Padre tomó a broma mi nerviosismo.

—Mario y la legión de exiliados se hallan estacionados en los montes Adrastea, junto con dos legiones de tropas auxiliares. Podrán mantener a raya a Lúculo.

—Mario no tiene ni la mitad de hombres que Lúculo y sus tropas auxiliares están verdes. ¿Cuánto tiempo podrá defender nuestra retaguardia, incluso con la protección de las fortificaciones?

Padre se encogió de hombros.

—El suficiente. No toda la fuerza de un ejército depende del número de soldados. Mario y sus exiliados son populares, al igual que la mitad de las legiones de Lúculo. No lucharán contra un dirigente de su propio partido. ¡Mario es senador! Los populares están alzándose de nuevo en el Senado, y cualquier hombre que luche contra Mario en el campo de batalla estará arrojando su futuro por la borda. La mitad de los hombres de Lúculo desertarán y se unirán a nuestro bando en menos de una semana.

Le miré con escepticismo.

—¿Quién te ha dicho eso? ¿Mario? Todo exiliado cree que su prestigio entre sus antiguos conciudadanos permanece intacto, pero las cosas cambian. Mario lleva muchos años fuera de Roma. La gente se olvida de los exiliados en cuanto estos abandonan el país.

—Si eso fuera cierto —replicó padre—, yo habría sido olvidado muchas veces.

Acepté su razonamiento pero seguí dudando.

—A las legiones les trae sin cuidado la política. Puede que en su momento apoyaran a los populares, pero de eso hace muchos años. Están mayores. Algunos veteranos de Lúculo llevan hasta dos décadas sin ver Roma, y la mayoría finalizará su servicio dentro de un año. Lo único que les preocupa es conservar la vida para poder jubilarse.

Padre sonrió.

—He ahí otra razón por la que no lucharán. Tomarán el camino fácil a la primera oportunidad. Se volverán contra Lúculo en cuanto Mario les dé la orden o, como mínimo, depondrán las armas y permitirán que Mario penetre en sus líneas. Entretanto, nosotros tomaremos Cízico, y cuanto más deprisa mejor. Eso silenciará a los escépticos y hará tambalear su lealtad a Roma. El poder romano se vendrá abajo.

En pocos días padre había reparado y reforzado la trinchera que atravesaba el cuello de la península, erigido elevaciones alrededor de la ciudad para instalar máquinas de guerra y construido un doble malecón que bloqueaba por completo el acceso al puerto e impedía que la ciudad fuera abastecida por mar. Padre trabajaba metódica e ininterrumpidamente, pues sus tropas no eran las únicas que se habían vuelto romanas de formación. También él había adoptado la mentalidad de un ingeniero militar romano y calculaba las probabilidades de victoria tanto por la pendiente del terreno y las trayectorias de las catapultas como por el número de soldados y las tácticas de caballería. Se construyeron torres de asedio, unas diez o doce, entre ellas una de cien codos de altura con capacidad en su interior para doscientos soldados, listos para tomar las murallas una vez que el artefacto fuera empujado hasta una distancia que permitiera el abordaje. El terrible vehículo, pintado de negro, tenía dos ojos verdes y brillantes en la torre superior y unos dientes prominentes a los lados del puente que debía descender sobre las murallas. De día, la figura tenía un aspecto ridículo, pero de noche, a la luz de las antorchas, el brillo inquietante de sus ojos esmaltados ponía de manifiesto el talento de los artistas del campamento. El gigantesco dragón atemorizaba a todos, y durante nuestros preparativos los defensores de la ciudad ponían especial interés en apuntarle con los tarros de alquitrán que lanzaban periódicamente desde sus catapultas.

Mientras en tierra los ingenieros se dedicaban a construir artefactos de asedio, la flota no permanecía ociosa. Terminado el malecón, concentraron todos sus recursos en crear el arma más compleja: una máquina de asedio marítima, una sambuca, una torre gigantesca construida con fuertes vigas de madera y recubierta de cueros mojados, algas, barro y otros materiales incombustibles. Medía seis plantas, una altura cuidadosamente calculada para que superara la de las murallas de la ciudad. Un pelotón de arqueros armados con flechas llameantes y tarros de hollín controlaba la planta superior mientras, justo debajo, descansaba una rampa suspendida de cadenas que debía descender sobre las almenas en cuanto alcanzara la cercanía adecuada.

El artefacto flotaba sobre dos quinquerremes, la embarcación más grande de la flota, dotado cada uno de doscientos setenta remeros repartidos en tres hileras. Cada barco disponía, a su vez, de sólidos pontones amarrados a los costados, como los faluchos de entrenamiento que utilizan los niños, para frenar el balanceo. Los quinquerremes eran embarcaciones lo bastante estables para arrastrar la enorme estructura, cuya altura permitía mirar por las ventanas de los encumbrados palacios de los magistrados de Cízico. Estaba claro que los urbanistas no habían previsto la presencia de la sambuca póntica.

Bombardeamos la ciudad durante todo el verano. Los defensores sobrevivían al asedio como mejor podían, remendando los boquetes de los muros y reparando las almenas derribadas. Los desertores nos contaban que la situación era cada vez más difícil, pues las provisiones menguaban y los pozos de la ciudad se estaban tornando salobres. Así y todo, el asedio estaba durando mucho más de lo previsto y las tropas pónticas empezaban a impacientarse, dado que poco podían hacer salvo permanecer listas para el combate. Era esta una guerra de desgaste, de ingenieros e intendentes, los cuales, hasta el momento, habían trabajado competentemente. Pero los soldados habían sido adiestrados como romanos, para luchar como romanos y atrincherarse como romanos, y los romanos no estaban acostumbrados a aguardar en una playa.

Los romanos de Lúculo, cuando menos, no lo hicieron. Un día de principios de agosto, padre y yo dirigimos la mirada hacia la retaguardia de nuestro ejército, estacionada en lo alto de los montes Adrastea, y vimos algo desconcertante: Mario y sus hombres estaban cediendo gustosamente su ventajosa posición a las fuerzas de Lúculo, y todo a la vista de las tropas apostadas en la península que se extendía a sus pies. Padre contempló la escena estupefacto, pero luego la expresión de su rostro se tornó inescrutable. Subimos a nuestros caballos y emprendimos el galope para ir al encuentro de la legión de Mario, que avanzaba por el camino.

Tropezamos con la vanguardia en el momento en que marchaba sobre la península. Padre ordenó el alto y pidió la instalación de una tienda para celebrar una reunión. Mario llegó una hora más tarde y fue acompañado a la tienda mientras sus hombres recibían la orden de detenerse y descansar el resto del día.

Cuando entró en la tienda donde padre, Bituito y yo aguardábamos, se inclinó ante el rey, nos saludó afablemente con un gesto de cabeza y tomó asiento sin invitación. Estaba claro que conocía la pregunta que teníamos en mente.

—La estrategia va bien —dijo Mario sin más preámbulo—. Tal como esperábamos, los comandantes de Lúculo apoyan plenamente nuestra actuación y no desean desafiar a nuestra legión de populares. La situación está en buenas manos, señor.

Padre le miró largo rato antes de levantarse y, con paso pausado, caminar por la alfombra hasta la silla donde descansaba Mario. Se detuvo con toda su estatura frente al romano, cuyo rostro no desvelaba inquietud alguna, si bien sus ojos viajaban de un lado a otro, como si de repente hubiera caído en la cuenta del error que había cometido al entrar en la tienda del rey sin su guardia. Era el único romano presente.

Padre se inclinó, colocó su enorme mano sobre la cabeza del romano y lo levantó como si de un muñeco de trapo se tratara. Mientras Mario hacía una mueca de dolor, padre le soltó y colocó su cara justo delante de la del romano.

—Nadie te invitó a sentarte —gruñó con queda furia— y la situación no está en buenas manos. Está en las manos de Lúculo. Tus tácticas son tan pésimas como tus modales.

—¡Por todos los dioses! —farfulló Mario. Su rostro reflejaba enfado y humillación—. ¡Las tácticas están funcionando! Te habría consultado si hubiese tenido tiempo…

Padre se volvió bruscamente hacia la entrada de la tienda y señaló el bastión de las montañas, ocupado ahora por tropas romanas.

—Te llamaría traidor si no supiera lo estúpido que eres. ¡Has entregado nuestras defensas a los romanos!

—¡Maldita sea! —protestó Mario. Luego, tras reparar en los rostros coléricos que le observaban, adoptó un tono más conciliador—. Alteza, las negociaciones exigen concesiones por ambas partes. —Hizo una pausa para buscar la forma de explicar con pocas palabras los complejos acuerdos que había estado negociando con los comandantes de Lúculo—. Permite que me explique. Lúculo ya duda de la lealtad de los populares de sus legiones y teme que se rindan a nosotros, pues conoce la influencia que ejerzo sobre ellos. Ha estacionado legiones de optimates veteranos justo detrás de los populares para tenerlos vigilados. Era imposible que pudieran atacar a Lúculo, tal como habíamos planeado.

—En ese caso, ¿por qué controlan ahora tu posición en los montes Adrestea? —preguntó padre entre dientes.

Mario enrojeció pero mantuvo la calma.

—Tenía que arrojar un hueso a los populares —respondió lentamente—, hacer ver que nos habíamos rendido, disipar las sospechas de Lúculo para que confíe en que sus populares lucharán contra nosotros. De lo contrario, no tendrán la oportunidad de abandonar a Lúculo en la batalla y darnos la victoria. Era la única forma de… —Hasta Mario se dio cuenta de la pobreza de su razonamiento y su voz se apagó quejumbrosamente.

Padre le miró, primero con incredulidad, luego con desprecio. Caminó hasta la entrada de la tienda y asomó la cabeza para observar a sus tropas pónticas, a los exiliados romanos que estaban acampando delante, y las laderas de los montes Adrastea, ocupadas ahora por las cinco legiones de Lúculo, populares y optimates, indistinguibles unos de otros.

—Ojalá existiera una marca —dijo con voz queda, como para sí—, una marca clara que permitiera reconocer la valía de un hombre. El ingenio y la estupidez están en todas partes y pasan de una generación a otra al azar. He visto hijos virtuosos de padres despreciables. Por Zeus que yo soy hijo de un padre despreciable. Y ahora he visto el caso contrario: este hijo de noble padre, portador de la sangre del más grande general y senador de Roma, ha demostrado ser un traidor. No, retiro lo de traidor. Para ser traidor hace falta reflexión e inteligencia. Este de aquí no es más que un… idiota.

Bituito rompió el silencio que siguió.

—Señor —dijo con su acento galo, acariciando su espada y mirando desapasionadamente a Mario—. ¿Me deshago de él?

Los ojos de Mario titilaron consternados y advertí que una de sus rótulas empezaba a temblar. El hombre apenas conseguía ocultar su miedo. Padre permaneció callado, mirando por la puerta de la tienda. Di un paso al frente.

—Aguarda, Bituito. Los oficiales de Mario no tardarán en necesitar órdenes y preguntar por él. ¿Qué les diremos entonces?

—Nada —gruñó Bituito— o, si no hay más remedio, que Mario ha enfermado y no puede dirigirlos.

—Deja que vuelva con sus hombres. —Las palabras de padre fueron afiladas y amargas.

Bituito y yo miramos a padre y luego a Mario, que no había osado respirar en toda la conversación. Quizá era la primera vez que había visto su vida pendiente de un hilo. Había sido juzgado, hallado culpable por el jurado y liberado por el juez, algo que no se olvida fácilmente, y padre contaba con ese detalle.

Una vez que Mario hubo abandonado a toda prisa la tienda, miré a padre inquisitivamente.

—Sus hombres le vieron entrar en la tienda —me dijo, respondiendo a mi tácita pregunta—. Nunca habrían creído que Mario había enfermado de repente. Los romanos de Mario son más leales a él que a mí y se habrían rebelado. Además, para bien o para mal, Mario es el mejor oficial romano que tengo.

—No volverá a poner a prueba tu paciencia con su estupidez —dije, comprendiendo al fin la necesidad de perdonarle.

Padre me miró con dureza.

—Así es —convino con una furia a duras penas controlada—. No obstante, debemos vivir con su error.

Tal como había imaginado, Lúculo siguió desconfiando de las legiones populares incluso después de que tomaron los montes Adrastea, y unos días más tarde las reemplazó por sus propias tropas, más jóvenes y fiables, bloqueando así nuestra vía de salida de la península por tierra. Los sitiadores éramos ahora los sitiados. Mario regresó junto a sus hombres y padre no volvió a mencionar el incidente.

Pero a partir de ahí la situación no hizo más que empeorar.