EL EJÉRCITO MARCHÓ hacia el sur y el oeste a lo largo de la costa y cruzó la frontera de Bitina sin tropezar siquiera con una pandilla de golfillos que les lanzaran piedras, y aún menos un ejército romano. Paralela al litoral, la flota pirata seguía nuestro progreso con una flota de navíos rápidos que entraban y salían de la armada, manteniendo la comunicación con Sínope, el príncipe Makarios al norte y las guarniciones costeras. El día previo a nuestra llegada a Heraclea, la guarnición y los ciudadanos influyentes abandonaron la ciudad y los barcos de guerra romanos que habían sido enviados para tomar el arsenal naval bitinio huyeron hasta la ciudad fortificada de Calcedonia, situada en el Bósforo. Aunque el puerto calcedonio no era tan extenso como el excelente puerto de Heraclea, permitía a los romanos bloquear el paso entre el Ponto Euxino y el Mediterráneo. Tras dejar que las tropas saquearan Heraclea, proseguimos la marcha.
El siguiente objetivo era Nicomedia, la capital bitinia, que aunque guarnecida por romanos, apenas opuso resistencia. Nuestras tropas estuvieron a punto de tropezar con las fuerzas romanas, pues el procónsul romano, Cayo Aurelio Cotta, se había quedado hasta el último momento tratando de organizar una retirada ordenada. Consiguió atravesar nuestras líneas justo antes de que cercáramos la ciudad. Como en el caso de Heraclea, todos los ciudadanos influyentes habían huido a Calcedonia dejando atrás las riquezas de la capital, entre ellas el tesoro del último rey, tesoro que, para nuestra gran sorpresa, era enorme. Probablemente el viejo Nicomedes se había pasado décadas acumulándolo en secreto mientras aseguraba hallarse en la más absoluta pobreza cuando sus señores romanos le interrogaban. Gracias a los saqueos, los fondos de padre se multiplicaron en cuestión de semanas a pesar de no haber entablado aún combate.
Nuestro objetivo estaba ahora claro. Todos los caminos conducían a Calcedonia.
Cuando, días más tarde, llegamos a los aledaños de Calcedonia, instalamos el cuartel general en lo alto de una elevada colina situada en el lado este, con vistas a las murallas de la ciudad y a todo el estrecho del Bósforo, con la Propóntide al sur y, al norte, el Ponto Euxino. La flota romana, dirigida por el comandante Nudo, abarrotaba el interior del puerto, pero capturar los barcos desde el mar no iba a ser tarea fácil. Los romanos habían colocado una gruesa cadena de bronce a lo largo del angosto acceso al puerto para impedir la entrada de la flota póntica, y habían instalado balistas sobre las empinadas colinas que se elevaban por los tres lados, cuyo alcance de tiro podía abarcar todo el puerto en el caso de que nuestros marinos lograran cortar la cadena. Los trescientos barcos de guerra pónticos, anclados fuera del alcance de las balistas, observaban detenidamente las señales de fuego que les informaban de nuestras maniobras en lo alto de la colina. Sus marinos y su artillería estaban preparados.
Desplegamos el ejército póntico al completo en una sorprendente demostración de opulencia y poder. Los aristócratas de la poderosa caballería de las montañas hacían cabriolas con sus sementales y exhibían sus labradas armaduras y los soldados de infantería admiraban y lanzaban ovaciones a los carros falcados que habían acompañado al ejército.
—Primero les ofreceremos un espectáculo —dijo padre a sus generales mientras observábamos la ciudad, situada a dieciséis estadios de distancia—. Cotta dispone de pocos soldados romanos, únicamente las guarniciones de Heraclea y Calcedonia. El resto de sus hombres son ciudadanos de Cízico, la mayoría artesanos y zapateros. Metedles el miedo en el cuerpo y Calcedonia caerá como un pato herido.
Asentimos con la cabeza. El plan ya estaba funcionando a la perfección. Apenas habíamos finalizado nuestra conversación cuando las puertas de la ciudad se abrieron y Cotta salió acompañado de un oficial romano ataviado con su uniforme de gala. Los seguía una pequeña guardia armada.
—¿Quién es el oficial que acompaña a Cotta? —pregunté.
—Debe de ser el almirante Nudus —respondió padre.
Reí entre dientes.
—¿Bromeas? ¿Tan faltos están los romanos de apellidos que tienen que recurrir a «Nudus»? Nos encargaremos de que haga honor a su nombre. Veremos cómo avanza sin nada frente a nuestros arqueros.
Padre aplaudió mi juego de palabras.
—¡Ja, de modo que todavía recuerdas tu latín! Apuesto a que ha venido a entregar la ciudad.
Pero muy pocas veces en la historia se ha rendido un ejército romano tan fácilmente. Una retirada táctica, puede, pero nunca una rendición inmediata ante un asedio. Efectivamente, detrás de Nudo y Cotta aparecieron todas las tropas armadas de Calcedonia, incluidos los reclutas de Cízico que se habían incorporado recientemente. Un total de apenas veinte mil hombres, menos de la quinta parte de nuestras fuerzas, pero, al igual que nosotros, ataviados con sus mejores galas. El ejército avanzó pausadamente, apareciendo y desapareciendo entre la miríada de edificios y muros ajardinados de los barrios residenciales, hasta alcanzar el límite de la zona habitada. Nuestros soldados detuvieron sus tareas y hasta sus conversaciones para observar la extraordinaria escena. No podía decirse que los romanos ignoraran el tamaño de nuestro ejército; nos habíamos pasado medio día desfilando ante sus narices y una masa compacta de soldados cubría las estribaciones. Pero hasta padre abrió los ojos como platos cuando el enemigo se desplegó tranquilamente en formación de combate sobre la amplia llanura que se extendía entre los barrios residenciales y nuestras posiciones.
—Insensatos —farfulló—. Cotta espera repetir el episodio de Queronea, derrotar un ejército que le supera en número. ¡Idiotas! Tengo más romanos entre mis tropas que él en toda la costa asiática.
—No te precipites —le previne—. Tal vez se trate de una artimaña. Ignoramos cuántos soldados podrían estar ocultos dentro de los muros de la ciudad.
—Dices bien —repuso padre—, pero no les daremos tiempo de desplegar refuerzos.
Hizo una señal y de la legión de romanos exiliados que había situado en la vanguardia brotó un grito atronador. Al ritmo de los enormes tambores, las tropas emprendieron su arrogante paso romano, firme e implacable, balanceando hipnóticamente los escudos, siguiendo el ritmo pírrico que todo soldado romano, desde el recluta hasta el tribuno, aprende desde su primer día en la legión. El mensaje de padre era claro: Cotta y Nudo no se enfrentaban a un batiburrillo de reclutas traídos a punta de espada de las tribus hambrientas del interior. Tenían delante un ejército romano, un ejército integrado por romanos y adiestrado por romanos, como el suyo, y sus veinte mil soldados serían aplastados antes de que terminara el día.
Como si quisiera dar a la ofensiva su sello personal, padre dirigió un gesto de cabeza a Cratero, que sonrió, se bajó la visera y gritó a sus aurigas que se pusieran en marcha. Tras rodear velozmente el flanco izquierdo de la legión de exiliados romanos, los carros falcados se desplegaron delante de la vanguardia, serpenteando y creando un maravilloso espectáculo de precisión mientras las centelleantes cuchillas se acercaban a las tropas de Nudo con un zumbido aterrador. Pese a la distancia, pudimos advertir que el frente enemigo empezaba a titubear. La formación se estaba fragmentando a medida que la retaguardia local giraba y retrocedía hacia los muros de la ciudad con un ojo puesto en sus camaradas romanos de la vanguardia para observar su reacción.
Pero padre no había terminado su demostración. Tras emitir un poderoso silbido, cinco mil jinetes situados a ambos lados de las líneas emprendieron el galope hacia la infantería enemiga, que se hallaba ahora a cuatro estadios. Poco a poco fueron alargando su frente hasta sobrepasar los flancos del enemigo, impidiendo de ese modo que los rezagados huyeran y amenazando con envolver al ejército. Ahora hasta la vanguardia de Nudo, formada por romanos, frenó el paso y comenzó a recular hacia su columna original, preparándose para retroceder por donde habían venido con su habitual precisión y dignidad.
Mientras la caballería proseguía su carrera, padre procedió a dar el toque final a su bella exhibición. Arrebatando una antorcha a un ayudante, caminó hasta la torre de señales, subió los doce peldaños con la agilidad de un muchacho y prendió fuego a las ramas amontonadas en la plataforma. De repente, una bola de fuego emergió del ramaje impregnado de nafta y una espesa columna de humo se elevó hacia el cielo.
Instantes después nos llegó un clamor procedente de la flota pirata anclada frente al puerto. La artillería de Neoptólemo entró en acción con sus proyectiles llameantes y el fuego estalló en distintos puntos del interior del puerto, en las naves romanas allí ancladas y en los almacenes y arsenales que bordeaban la costa. Columnas de humo negro como la que teníamos a nuestra espalda brotaban cual setas venenosas en una pila de estiércol. Cuando los soldados de Nudo giraban para regresar a la ciudad, también ellos podían divisar el fuego y la destrucción que asolaba el puerto, de modo que mantener la disciplina se convirtió en una tarea imposible. Los carros falcados, la caballería póntica y un muro de escudos romanos se les estaban echando encima por detrás mientras, delante, su ciudad ardía dentro de sus muros protectores. Con un gruñido de satisfacción, padre bajó de la torre y recuperó su posición en las cercanías, los brazos cruzados delante, sus enormes músculos hinchados y apretados contra el pecho, los bombachos persas ondeando suavemente mientras el humo removido por el viento nos envolvía.
La desbandada había comenzado.
Los carros falcados se precipitaron sobre los romanos que huían. Aunque los aurigas tenían órdenes estrictas de desviarse en el último instante, las tropas de Nudo ignoraban ese detalle. Aterrorizados, los soldados se apretaban contra los camaradas de delante al tiempo que eran embestidos por detrás. Entre sus filas estallaron gritos de pánico cuando los proyectiles de nuestro ejército alcanzaron a los romanos de la vanguardia.
El angosto camino de piedra por el que ahora retrocedían los veinte mil defensores de Calcedonia quedó totalmente taponado. Ante la imposibilidad de avanzar por él, miles de ellos rompieron filas y procedieron a trepar por los muros de los jardines que flanqueaban el camino. Para facilitar su avance, se deshacían de sus corazas y cascos, de sus escudos y hasta de sus espadas, de todo lo que pudiera frenar su huida hacia las murallas de la ciudad que tenían justo delante, pero con muchos obstáculos todavía que salvar. Los romanos saltaban los muros y aterrizaban en las pequeñas terrazas y parcelas privadas, después de lo cual se levantaban a toda prisa y atravesaban desesperadamente las casas y cobertizos hasta el siguiente muro, que volvían a saltar, propinando patadas y empujones a los camaradas de delante que huían igualmente aterrorizados.
Se habían convertido en blanco fácil para nuestros expertos arqueros. Adelanté rápidamente a dos mil de ellos para que dispararan contra los romanos que corrían enloquecidos por cenadores y huertos. Los armenios, los mejores arqueros del ejército, se colocaron en la linde de la llanura, protegidos por el primer muro de piedra. Los defensores formaban una masa tan compacta que los arqueros ni siquiera se molestaban en apuntar. Solo tenían que colocar la flecha y dirigirla hacia los muros para acertar. Un grupo de arqueros de la Cólquida se había situado algo más lejos para disparar a la multitud que todavía huía por el camino, dibujando arcos elevados con sus flechas, que se precipitaban directamente sobre las cabezas de los romanos, ganando velocidad durante la caída y aumentado su poder letal.
Las tropas de Nudo quedaron reducidas, en pocos instantes, a un sangriento caos. Los cuerpos de los muertos y heridos dificultaban la huida de los compañeros, convirtiéndolos a su vez en víctimas de la mortífera nube de flechas. Nuestra legión romana había recibido la orden de alto, al igual que los carros falcados y la caballería. No tenía sentido desperdiciar sangre póntica cuando el enemigo se estaba autodestruyendo con tanta eficacia.
Nudo se mantuvo valerosamente en la retaguardia de sus fuerzas en retirada, haciendo lo posible por organizarlas pese a la flecha que le sobresalía del hombro. El pánico, sin embargo, se había apoderado de Cotta nada más comenzar el ataque. El procónsul había conseguido de algún modo abrirse paso entre los legionarios que huían y fue uno de los primeros en alcanzar las puertas de la ciudad. Desde nuestro puesto de mando en lo alto de la colina vimos cómo era arrastrado por la corriente de hombres que le seguía. Una vez dentro de los muros, descubrió que igual pánico reinaba entre los habitantes de la ciudad, que estaban siendo atacados desde el mar por nuestra artillería. Los feroces proyectiles de las catapultas y las balistas caían en tal cantidad que los defensores de las murallas abandonaban sus propias máquinas para ponerse a salvo. Mientras los legionarios de Nudo seguían entrando en tropel por las puertas entornadas, Cotta decidió que no podía soportarlo más y, como autoridad suprema, dio la orden de cerrarlas.
Y así se hizo.
Los soldados que quedaron fuera, la mitad del ejército de Calcedonia, protestaron al verse atrapados entre los muros de la ciudad y las fuerzas pónticas que se les venían encima. Gritaron y suplicaron a la guarnición que abriera las puertas, pero Cotta se mantuvo firme. Cuando Nudo y sus oficiales llegaron agitando las cimeras de sus cascos y gritando a los defensores de las murallas que abrieran las puertas, no obtuvieron más respuesta que unas cuerdas lanzadas tímidamente desde las atalayas. Docenas de hombres aterrorizados corrieron hacia ellas, pero la guardia de Nudo los alejó con sus espadas, despejando el lugar para que el general pudiera ser aupado hasta las almenas.
Una vez arriba, no pudo hacer nada salvo contemplar el terrible sino de sus hombres, y nosotros no necesitamos hacer nada para instar a nuestras tropas a poner fin a la batalla. Tras aguardar pacientemente a que el camino se despejara, nuestra legión de exiliados romanos procedió a avanzar por él en perfecta formación, pasando por encima de los muertos y heridos que los camaradas supervivientes habían dejado abandonados. Los escuadrones de arqueros pónticos proseguían con sus descargas mortíferas. Al llegar a los muros, nuestros hombres encontraron a los defensores de Calcedonia acorralados cual corderos asustados. Casi todos ellos, desprendiéndose de sus armas y corazas, se arrojaban de bruces al suelo en señal de rendición. Los soldados pónticos los levantaban violentamente del pelo o los hombros y los pasaban a las filas pónticas como prisioneros de Mitrídates. Otros, principalmente los romanos de las guarniciones, conservaban sus armas e intentaban defenderse o escapar, pero eran interceptados mientras Nudo y Cotta contemplaban la escena desde arriba. Tres mil soldados de la guarnición romana murieron ante la mirada del procónsul. Los demás cayeron prisioneros.
Mas no terminó ahí la batalla, pues la flota pirata seguía lanzando proyectiles sobre la ciudad. Al mismo tiempo, un equipo de herreros, protegido por nuestros barcos, fue trasladado cautelosamente hasta la cadena del puerto y, tras un trabajo febril, cortó la barrera. Cuando los cabos de la cadena desaparecieron bajo el oleaje, los navíos y trirremes, cargados de soldados, entraron en el fondeadero y lanzaron una lluvia de flechas a los marinos calcedonios, que corrieron a refugiarse bajo las cubiertas o, si estaban amarrados en el muelle, saltaban por encima de las cintas y huía a la ciudad. Así pues, la flota romana traída con tanto esmero desde Heraclea para proteger Calcedonia quedó prácticamente desguarnecida.
Nuestros barcos piratas avanzaron triunfalmente, pero por muy variopintos que fueran los marineros, ante todo eran veteranos y sabían reconocer el valor de las cosas. En lugar de lanzarse a la destrucción y el saqueo iniciados por el ejército de tierra, cada capitán pirata eligió un barco romano y se arrimó para descargar en la cubierta a sus hombres, que bajaron a las bodegas para dar muerte a los enemigos que todavía quedaban escondidos y, a renglón seguido, tomaron los remos y se alejaron tranquilamente del puerto. La suya fue una proeza extraordinaria, una proeza que arrancó de quienes los observábamos desde la colina, incluidos los generales, entusiastas ovaciones cual niños en los asientos baratos de un hipódromo. La armada apresó sesenta barcos de guerra romanos intactos, todos ellos superiores a los nuestros, y destruyó otros seis cuyos defensores se habían resistido con excesiva firmeza. En todo el enfrentamiento perdimos menos de dos docenas de hombres.
Aunque no fue una venganza completa por la derrota de Queronea, sí constituyó una gran victoria para los pónticos, una victoria que demostraba el genio de padre como comandante. Volvía a sumar a sus dominios toda Bitinia y recuperaba la conexión, a través de la Propóntide, del Ponto Euxino con el Mediterráneo. De todos los rincones de Asia y el mundo griego llegaron voluntarios en tropel para incorporarse a su ejército, como había sucedido años atrás, antes del cerco de Atenas. El camino volvía a estar despejado. Avanzaríamos hacia el sur, hacia las ciudades griegas de Jonia, Pérgamo y Éfeso, y las rutas marítimas clave del Egeo. Después de haber conquistado Bitinia y derrotado a las guarniciones romanas, nada podía detenernos.